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jueves, 19 de marzo de 2015

Esos otros placeres lectores


En las últimas semanas, Norman Manea y Rodrigo Fresán me han proporcionado sendos grandes placeres lectores, eso sí, de muy distinto signo.

Con el rumano Norman Manea, de quien hablé hace ya unos años a raíz de su impresionante El regreso del húligan, el placer ha sido el de la relectura, no de aquella autobiografía novelada, sino de un libro aún más oscuro en todos los sentidos, El sobre negro.


La relectura es un placer, con frecuencia más reivindicado que ejercido, del que existen por lo menos dos tipos. El primero consiste en leer en la madurez aquellas obras que nos marcaron en nuestra cada día más lejana juventud. Como sabéis, este tipo de relectura es un arma de doble filo. Uno puede, evidentemente, redoblar aquel gozo con la ayuda ahora del bagaje que los años, los kilos y otras muchas lecturas le han proporcionado, y descubrir así que aquella obra que tanto lo impresionó guardaba muchos secretos que sólo ahora podemos descubrir. Pero también puede suceder lo contrario, y sorprenderse uno al ver que El viejo y el mar, esa inolvidable novelilla que se zampó con pasión en una tarde, no tenía 100 páginas sino 500.



Pero existe, como digo, otro tipo de relectura, y es la que consiste en terminar un libro y acto seguido, o casi, volver a la primera página. Esto no me suele suceder muy a menudo, y cuando ocurre, se debe, como en este caso, no tanto al placer de la lectura como a la perplejidad que nos ha producido el libro en cuestión, y a la necesidad de entenderlo aunque sea un poquitín. Porque El sobre negro plantea al lector un enorme desafío. Yo, en este caso, lo he aceptado y lo he vuelto a aceptar. No sé si he salido airoso, pero sí con la cabeza muy alta.

*   *   *

Rumanía en los años 80 no era lo que se dice un buen sitio para vivir. De hecho, de todo el bloque del este, en aquel momento era probablemente en Rumanía donde la escasez y la miseria eran el mendrugo seco nuestro de cada día. No había vida sino supervivencia, y la esperanza sólo se podía encontrar en el diccionario. Por si eso fuera poco, al igual que en tantos países donde de la noche a la mañana se pasó de una dictadura a la contraria, la amnesia histórica se había encargado de enterrar crímenes y privilegiar a sus responsables.

 (Las fotos de Bucarest son del blog www.atomic-tangerine.com)

Verter un poco de luz sobre esa amnesia general es precisamente lo que se propone el protagonista, Anatol Dominic Vancea Voinov, Tolea para los amigos. Tolea perdió a su padre en oscuras circunstancias cuarenta años atrás. Oficialmente, Marcu Vancea se suicidó, desesperado por la persecución que lo estrangulaba y el infortunio que golpeó a su hijo, Tolea, en un desgraciado accidente de bicicleta. Éste, sin embargo, hoy sospecha que alguien lo empujó al suicidio, y recuerda aquel misterioso sobre negro que recibió su padre días antes de su muerte. Tolea se lanza, pues, a intentar reconstruir aquel episodio, a la vez que recorre un Bucarest sucio, tenebroso y pútrido, donde no se puede sobrevivir sin trapicheos, y donde en cada rostro se puede esconder una cicatriz junto a la ceja, señal definitiva, para Tolea, de que se halla ante un "sustituto".


Ése sería un resumen aproximado del tenue hilo argumental que enhebra la novela, pero El sobre negro esconde mucho más. Quizá sería más preciso decir oculta. O entierra. No: incinera y lanza las cenizas a un vertedero. Nuclear. Dicho de otra forma, Manea no nos lo pone fácil, y es que, como ya señalé al hablar de El retorno del húligan, lo que me gusta de Manea y, sin duda, lo que desespera a muchos lectores, es que es uno de esos autores que parecen escribir exclusivamente para ellos mismos. Así, Manea trufa esta novela de referencias que el lector no sabe por dónde coger. Verbigracia, Macrobio. ¿Qué os parece? ¿Cómo, que no os suena? Pues nos dice la wikipedia que se trata de un escritor romano de cuya vida poco se sabe, pero suponemos que su relevancia viene por el hecho de que el dicho Macrobio es el autor de Comentario al sueño de Escipión, un prolijo comentario a Sobre la república, de Cicerón. O quizá no, quizá se trata de otro Macrobio más ignoto todavía. En cualquier caso, si conseguimos dilucidarlo nos salen luego Baronio, Gerberto y Otón III. Pues bien, con esta incerteza, como quien va en chanclas por un lodazal lleno de bichos con dientes y aguijones, es como se siente el lector en cada página. Un gustazo.


Todos los personajes sin excepción consiguen, dentro de su insondable misterio, captar el interés del lector, que acaba, junto con el propio Tolea, perdiendo la razón y viendo cicatrices en todas las cejas. Probablemente sea el doctor Marga el más enigmático de todos. Marga trabaja en un centro psiquiátrico y vive con holgura. En su juventud fue, junto a otros personajes, compañero de estudios de Tolea y estuvo enamorado de la hermana, quien un buen día conoció a una especie de mesiánico misionero con quien se casó y se fue a vivir a no recuerdo dónde. Eso sucedió poco antes del funesto accidente de bicicleta de Tolea. Años más tarde, el profesor Tolea fue expulsado de la enseñanza por culpa de un escándalo sexual, y, protegido por el propio Marga, recaló como conserje en un hotel bucarestino, lúgubre y sórdido como sólo podía serlo un hotel rumano de medio lujo. Y un buen día, quizá a raíz del brutal suceso que abre la novela, un suceso que conmueve y horroriza a toda la ciudad, Tolea empieza a buscar respuestas, y, de manera un tanto incauta, las acabará buscando en casa de Marga.

 Alegoría de la Prudencia, de Tiziano, es un motivo fundamental en el libro

Desde la crónica del suceso que abre la novela hasta el final, que, como os podéis imaginar, es abierto de par en par, se suceden decenas de pequeñas historias que, a su manera, se van entrelazando. Asistimos a escenas fascinantes como la que tiene lugar entre Tolea y la "sacerdotisa" en ese edificio a las afueras de la ciudad después del terremoto; los retazos del sueño constante que tiene lugar en un avión con una azafata de generosos senos, o la conversación con Tiziano. Y qué decir de esa charla con Venera, que Manea decide repetir. Oímos también hablar del griego Ianuli, un revolucionario casi legendario que abandonó su país para seguir con su lucha en Rumanía, y tenemos, entre otros muchos personajes, a Toma, administrador del piso donde vive Tolea y encargado de redactar informes sobre los vecinos. Todo ello está narrado con constantes y sutiles cambios del punto de vista, de estilo y, por si fuera poco, con escenas que parodian un clásico de la literatura rumana. Sabemos que en el centro hay un nudo un poco tosco que ata unas historias y personajes a otros, pero sabemos también que esas historias son como hilos de diferentes colores, grosor y tamaño y que, además, van a quedar sueltos.

Suponemos que Manea nos ha querido hablar de la violencia ejercida desde el poder, de la libertad, de la humillación, de la cobardía y, sobre todo, de un concepto que se repite de principio a fin: la indiferencia. Así que, si el lector no se empeña en "entenderlo" todo, o, para ser más precisos, si se conforma con entender sólo un poquito, puede disfrutar de una gran novela.



Rodrigo Fresán, por su parte, me ha proporcionado otro gran placer lector, que es el del abandono a mitad de lectura. Bueno, en realidad no he llegado ni a un tercio, pero lo he dejado sin remordimientos y con la conciencia muy tranquila.

A Fresán no sólo lo admiro, sino que lo tengo en un pedestal desde que leí Jardines de Kensington. En aquella novela, la impresionante capacidad de inventiva del autor, sabiamente mezclada con los elementos biográficos, consiguió que obviara esos rasgos de su escritura que más me irritan y que me rindiera a una narración que combinaba estupendamente la fantasía con la historia y la cultura pop. En La parte inventada, sin embargo, Fresán ha dado rienda suelta a sus tics y, desgraciadamente, en esta ocasión, a mi juicio, no hay una narración capaz de redimir ese desenfreno.

La parte inventada es un libro que entusiasma tanto a críticos como a lectores. La opinión de los primeros, en un mundillo donde los desmedidos elogios al colega son parte inexcusable del protocolo, me parece completamente irrelevante y no le pienso dedicar una palabra. En cuanto a los segundos, entiendo perfectamente su entusiasmo, pese a que mí la novela no me ha gustado. Y lo entiendo porque hay un hecho innegable: La parte inventada es un libro muy agradable de leer. Más que agradable, es un libro casi agradecido. El lector que se adentra en esa especie de metaconstrucción literaria no deja de sorprenderse exclamando "¡es verdad!, ¡yo conozco a alguien así!". O "¡sí! ¡cuántas veces he pensado yo lo mismo!". En definitiva, con cada página que leemos, recibimos un piropo del tipo: qué listo eres, lector. No se te escapa una.

Aprovechemos esa pendatería mía de metaconstrucción literaria para resumir la idea principal de la novela.

¿Cómo funciona la mente de un escritor? Ésta es la pregunta que nos encontramos en la contraportada, que continúa de esta guisa: "La parte inventada busca respuesta a esa pregunta adentrándose en la mente de un escritor que trata de escribir su propia historia". Bien. Creo que todos estamos de acuerdo en que la ficción acepta en sus páginas -más todavía, recibe con los brazos abiertos- cualquier tema, siempre que el autor sepa justificar su inclusión en la trama e ir más allá de la mera curiosidad enciclopédica. Allí está Moby Dick, y su morfología ballenera, o, por citar un ejemplo algo más reciente, la ochentera El país del agua, de Graham Swift, que nos describía en detalle el ciclo vital de las anguilas. En suma: todo, absolutamente todo, puede convertirse en literatura. Pero el autor debe ser consciente en todo momento de que esas incursiones, o mejor dicho, excursiones fuera de "lo literario", deben estar subordinadas a la Literatura, y no al revés. En otra palabras, Melville no escribió un libro sobre los diferentes tipos de cetáceos, del mismo modo que la contraportada de El país del agua no rezaba "¿Dónde nacen las anguilas? Ésa es la pregunta que Graham Swift se ha propuesto responder".

Pues bien, en lugar de escribir un libro en el que, además de disfrutar de una obra literaria, nos introducimos en la mente de un escritor, Fresán ha decidido que el presunto viajecito por su mente vale, por sí solo, el esfuerzo de tragarse casi 600 páginas. Ya lo sé, quién me manda a mí, con lo clarito que lo decía la contraportada. Para una vez que ésta no engaña...

Dicho eso, insisto en que La parte inventada es un libro sumamente agradable de leer, del mismo modo que puede ser agradable conectarse a facebook diez minutos al día o pasearse por el mundo bloguero. Algunos ejemplos: ¿verdad que a todos nos gustan las listas? Pues en este libro tenéis listas a mansalva, listas a gogó, listas a troche y moche, listas a diestro y siniestro, listas a porrillo, listas a tutiplén. Disfrutad de una pequeña selección de las cuestiones que preocupan a El Niño, una lista que ocupa casi cinco páginas:

"¿Por qué Superman parece hacer el mismo esfuerzo -la misma tensión de músculos, su ceño fruncido- a la hora de levantar un automóvil o alterar a empujones la órbita de todo un planeta...?

(...) ¿Quién es el culpable de que haya tantos Sugus de color rojo y tan pocos de color verde en los paquetes de caramelos surtidos?

(...) ¿A qué se debe que haya agujeros en el queso? 

(...) ¿Es la aureola rodeando el cráneo de Jesucristo la representación gráfica de la poderosa migraña causada por la corona de espinas?

Yo una vez publiqué en facebook "¿por qué es imposible encontrar huevos blancos en el supermercado?". Conseguí seis o siete "me gusta" y un par de amigos aportaron sendos comentarios la mar de ingeniosos.

Otras de las reflexiones que pasan por "la mente de un escritor" no se ajustan tan bien a facebook, pero serían estupendas para un blog literario o para una columna de suplemento dominical:

Porque para demasiadas personas los libros se usan y se gastan y qué sentido tiene conservarlos. Ocupan tanto lugar, hay que sostenerlos y pesan, son tan sucios y, aunque no se diga en voz alta, los libros son demasiado baratos para ser algo bueno y provechoso, se susurra. (...) Y, sí, es para ellos que se ha inventado el status del libro electrónico donde -¡aleluya y eureka!- se ha conseguido hacer comulgar a la televisión con la impresión: para descargar y no cargar, para adquirir y acumular y no abrir ni pasar página. Y para que -tan satisfechos de que dos mil títulos puedan ser levantados por una sola mano- los libros no estén todo el tiempo ahí, a la vista, recordando con su atronador silencio todo lo que no se ha leído ni se leerá.

Leer es muy bonito y los libros huelen muy bien. Y esta prédica a los conversos le ocupa a Fresán otras cuantas decenas de páginas.

Como vemos, el nivel de exigencia al lector es muy bajo. ¡Cómo añoré en más de un momento a Manea llamándome idiota! En La parte inventada, al lector poco avisado quizá le impresione al principio el uso de las fuentes, con cambios constantes de Arial a American Typewriter, así como los incontables paréntesis y asteriscos, por lo que puede que más de uno piense que está ante una novela de estructura altamente sofisticada. Pero no os engañéis: al igual que tantas páginas y listas de este libro, los cambios de fuente, los asteriscos y las crucecitas son completamente superfluos e irrelevantes. Siempre es la misma voz la que nos habla, una voz de profesor universitario medio rebelde y aspirante a viejo cascarrabias, y siempre lo hace, en otro de los pecados imperdonables de esta novela, completamente desprovista del menor atisbo de ironía. Y como yo también tengo derecho a repetirme, insisto: esta novela gusta tanto porque lo poco que tiene que ofrecer al lector (o lo mucho que me he perdido en el resto del libro) se lo da perfectamente hervidito, cortadito, mascadito y hasta bien digeridito. Leed al respecto unas pocas líneas sobre los Karma, una familia de pijos filisteos ignorantes materialistas.

"Penélope (...) ha descubierto (...) que su capacidad de concentración por más de uno o dos minutos es nula, que no les importa cómo empieza y cómo transcurre y cómo terminará la película, que se puede empezar y terminar una historia en cualquier momento".

"Y una de las pocas órdenes del mundo exterior que los Karma obedecen sin resistencias ni quejas es, ya se dijo, la de jamás pasarse  de los ciento cuarenta caracteres para hablar o escribir. Para los Karma, escribir más de ciento cuarenta caracteres es casi como escribir una novela".

"Una joven Karma se acerca a Penélope y le confía que 'Yo he leído un libro, pero no fue una buena experiencia. Así que ya no repetí. Fue casi traumático".

Si no os ha quedado claro el tipo de familia que son los Karma, no os preocupéis. Hay cincuenta páginas así. Y contando. Fue en ese momento (página 150) donde lo dejé. Sé que se me puede reprochar que critique una novela que no he terminado, pero por eso mismo no he querido dedicarle una entrada entera. Admito también la posibilidad de que en las 400 páginas restantes la cosa pueda animarse un poco. De hecho, al hojearlas me ha parecido entender que hay un asesinato, y parece ser que entra en acción otro personaje y todo. No obstante, yo soy de los que piensan que, a partir de cierto momento, el libro que nos falla pierde todo derecho a mejorar.

Así que ya sabéis, si tenéis ganas de halagar vuestro ego y, para qué negarlo, pasar unos ratos bastante entretenidos, La parte inventada es vuestro libro. Yo me esperaré a que se publique la trilogía completa, con La parte revisada y La parte editada.

viernes, 21 de marzo de 2014

Turbado y ofuscado


Pregunta de orden secundario: ¿se puede hablar de Cegador habiendo leído el libro sólo una vez? No sé si se debe, pero poderse, se puede. De todas formas, por si sirve de excusa, prometo que lo volveré a leer. Probablemente seguiré sin entenderlo, pero ciertos lectores no leemos a Cartarescu para entenderlo (es más, me atrevería decir que no queremos entenderlo), sino para dejarnos hipnotizar por su prosa. Lo cierto es que este libro requiere, exige, ordena y manda una relectura inmediata, pero antes de ello voy a intentar aclarar un poquito mis ideas.

Pregunta fundamental y que tarde o temprano el mundo de la literatura tendrá que plantearse: ¿se puede comparar a Cartarescu con algún otro escritor contemporáneo? Esto tendréis que contestarlo vosotros, porque yo no leo mucha literatura contemporánea. Sin embargo, aunque quizá por la rabelaisiana imaginación de ambos así como por su aura de autor de culto me viene a la mente Murakami, creo que cualquier paralelismo entre los dos termina ahí. Así que, admitiendo mi desconocimiento en materia de autores contemporáneos, me atrevo a afirmar que Cartarescu es incomparable.



Pero un momento, que ser incomparable tampoco es necesariamente un elogio. Puede querer decir que eres un bicho raro. Muy, pero que muy raro. Que a veces no hay quien te entienda. Que parece que escribas sólo para ti, y te traigan al fresco el desasosiego y la frustración que le causas al lector. Y sobre todo, y lo peor, que nadie sabe por dónde vas a salir la próxima vez.

Algunos escritores se convierten desde sus inicios en autores de culto y luego pasan a ser fenómenos de ventas. ¿Cómo? A base de talento, indudablemente, y de darle siempre al lector lo que espera de él. El problema es que, con frecuencia, la fórmula se agota. Ahí está, por ejemplo, mi antaño admirado Auster, al que no leo desde hace años porque con cada libro suyo que sale pienso "ufff, ¿otro más?". El ya mencionado Murakami, a quien todavía leo con gusto, debe ir con cuidado si no quiere caer en la misma trampa.


No creo que lo haga con el fin de evitar la repetición, sino simplemente porque él es así de raro, pero el caso es que Cartarescu es todo lo contrario de esos autores que, para bien o para mal, nos cuentan siempre la misma historia. Libros como por ejemplo El ruletista y Por qué nos gustan las mujeresparecen escritos por dos autores completamente diferentes. Quien tras leer el primero se compre el segundo esperando encontrar en él algo parecido acabará yendo a quejarse a la librería, y a decir que el nombre del autor que hay en la portada debe de estar mal (de hecho, situaciones parecidas han tenido lugar con un tal Ryuki Murakami, lo cual ha provocado la devolución de más de un regalo de cumpleaños). Porque cada libro de Cartarescu es impredecible. ¿He dicho cada libro? ¡Cada capítulo! ¿He dicho cada capítulo? ¡Cada página! Y así, en una reducción ad infinitum.

Imágenes de Bucarest antes del terremoto del 77 y la demolición posterior

Normalmente, cuando leo un libro que luego me propongo reseñar, voy tomando notas en el punto de lectura. Suelo acabar, según la extensión del libro, con cuatro o cinco marcapáginas totalmente garrapateados. Con Cegador, sin embargo, no tomé más que cuatro notas, que hoy no me sirven para nada. Y si no tomé más, fue por dos razones: en primer lugar, porque cuando uno toma notas para lo que va a escribir más adelante, tiene que tener una idea aproximada de qué es lo que quiere escribir, algo totalmente imposible cuando cada página te descoloca completamente y no tienes ni idea de adónde te quiere llevar el autor. Y en segundo lugar, el carácter hipnótico (y es que no se me ocurre un adjetivo mejor) de la prosa de este rumano genial hace que cualquier interrupción de la lectura para tomar una nota se convierta casi en un sacrilegio.

Como veis, entre Murakamis y anécdotas del reseñista aficionado, voy aplazando el duro momento de empezar a hablar de Cegador. Bueno, valor...

Empecemos con algunos datos reales y objetivos. El libro publicado por Funambulista es tan sólo la primera parte de una trilogía que en rumano se titula Orbitor. Decía Cartarescu en una entrevista que se trata una novela con forma de mariposa. Así, la parte que nos ocupa se titula El ala izquierda, publicada en 1996, a la que siguen El cuerpo (2002) y finalmente El ala derecha (2007). Se trata, pues, de una obra más que ambiciosa que ocupa alrededor de 1.500 páginas. Si no me equivoco, Impedimenta va a publicar la trilogía completa, lo que se me antoja será un auténtico acontecimiento literario.


Cegador empieza de una manera bastante proustiana, con el narrador, "un adolescente demacrado y enfermizo", que se pasa las noches en vela observando Bucarest desde su ventana. A través de sus recuerdos, sueños y reflexiones, y descripción de un Bucarest desaparecido, nos vamos adentrando en la historia de su familia,

Me encontré de pronto revolviendo en los exiguos archivos de la familia, custodiados en un antiguo bolso de mi madre, de cuando era soltera, un bolso de tiras, granate, de piel artificial con las escamas casi totalmente desdibujadas.

y la novela empieza a deslizarse al terreno del recuerdo, pero un recuerdo difícil de separar de los sueños y de la historia imaginada.

Después de aquellas tardes, que habían llegado a convertirse  en el aire que respiraba mi vida solitaria y frustrada, después de aquellos paseos de topo por el continuum realidad-alucinación-sueño como a través de un triple reino inexplicable, me metía en la cama y tomaba al azar uno u otro de los libros amontonados por el suelo, apoyados en el baúl.

La historia imaginada emparenta Cegador con Armonía celestial, del húngaro Esterházy, con la que comparte el recurso literario (¿o hay que llamarlo poder sobrenatural?) del autor para introducirse en la memoria de sus padres y abuelos. Y más allá todavía, porque la mancha con forma de mariposa que tiene en la cadera la mamá del Mircea narrador, éste recuerda haberla visto desde el útero materno.


Y de repente, en mitad de este agradable paseo desde el viejo Bucarest de antes del terremoto del 77 y la posterior demolición de barrios enteros, a la mente del joven Mircea, y de ésta a los recuerdos de su madre, nos dice el narrador:

Ovillado como un feto en un vientre de lana vieja y paja crujiente, devorado por docenas o centenares de pulgas, soñaba los sueños de mi abuelo, cuya cabeza canosa descansaba al lado de la mía. (...) En mi sueño sentía, bajo aquel manantial de luz, que mi propia calavera se volvía transparente, y los hemisferios arrugados de mi cerebro, envueltos en su membrana, parecían dos semillas de nuez verde aún no cuajadas(1) (...) Me zambullía entonces en una Escitia delirante.

Comienza entonces un capítulo magistral en el que nos remontamos unas cuatro generaciones y nos trasladamos a Bulgaria. Allí asistimos al viaje que emprendió el clan de los Badislav, antepasados del narrador, desde Bulgaria a Rumanía, sobre un congelado Danubio. El motivo del peregrinaje hay que buscarlo en el regalo que les había hecho una tribu de gitanos:

Aquel fue el año de la adormidera.

Los estragos que causó entre los Badislav esta "planta del opio", cuyas semillas dejaron los gitanos antes de desaparecer de la noche a la mañana, nos brinda párrafos como éste:

Los espectros forzaban la entrada de los aposentos y luego iban a las habitaciones donde, bajo los ojos de las madres, que creían que estaban soñando, arrancaban de las cunas a los niños fajados en sus paños y rompían a dentelladas su carne tierna, salpicando de sangre delicada el suelo de arcilla. Agarraban a las mujeres, las montaban a horcajadas sobre las banquetas, las penetraban con su gusano negro, ictifálico, que volvía a erguírseles por primera vez desde tiempos inmemoriales.

La orgiástica batalla que se libra entre ángeles, demonios, duendes, dragones no hace sino anticipar los rituales satánicos que nos estremecerán unas doscientas páginas más adelante, y unos miles de kilómetros al oeste, concretamente en Nueva Orleans. Y uno se pregunta si los guinistas de aquella serie titulada True Blood no leyeron a Cartarescu, porque algunas de sus imágenes se le parecen hasta en el detalle de esos ojitos negros.


Pero al capítulo del paso de los Badislav sobre el Danubio congelado le sigue uno sobre filosofía oriental.

Bajo el diafragma está Muladhara enroscado como una serpiente sobre el hueso sacro inervando las serpientes en la pulpa con los cuatro pétalos de luz graisienta. Más abajo, en la cintura, está Svadhisthana con sus seis pétalos multicolores, reina de los riñones y la vejiga, de las células de Leyding y del recto, zona de la voluntad y de la vitalidad.

Esta fascinación de Cartarescu con la anatomía (y con las atrocidades que se le pueden infligir), que culmina en unas líneas de antología sobre -una vez más y como en Lulu- la larva y el gemelo, nos conduce al siguiente capítulo, que empieza de esta guisa:

Mi madre tenía en la cadera izquierda una gruesa mancha, de un rosa violáceo, en forma de mariposa.


 Maravilla ver la facilidad con que Cartarescu hilvana imágenes y escenas tan dispares, momentos tan alejados entre sí, y, llamémoslo así, esas "fuentes narrativas" tan diversas como son sueño, memoria e imaginación. La fusión de estos elementos constituye no sólo uno de los motivos centrales de la obra, sino su objetivo último. Desde la desencantada y casi perturbadora clarividencia que le otorga su madurez, el narrador nos cuenta cómo años atrás, en otra ciudad que era la misma y otro cuerpo que sigue siendo el suyo, se sintió como si lo hubieran dejado caer desde las alturas en mitad de la adolescencia. La novela es, pues, entre otras muchas cosas, la búsqueda de la iluminación, del sentido de su existencia. En palabras del propio Cartarescu, Cegador "es una novela total, una novela sobre todo un gran arco entre lo divino y lo humano."

¿Quién soy? ¿Quién fui? ¿Cómo es posible? ¿Por qué nací? ¿Qué significa toda esta locura, toda esta comedia, toda esta prestidigitación? ¿Por qué salí de un útero de mujer en un punto concreto en medio de un polvo de estrellas? ¿Por qué soy capaz de comprender esta demencia?

Pero si nos acercamos demasiado a ella, la iluminación puede cegarnos. Y unos capítulos más tarde, ya en Nueva Orleans y en una de esas escenas con las que Cartarescu gusta de espeluznarnos, veremos una de las muchas formas en que se puede enceguecer a un Ícaro con alas de mariposa.

La demolición que transformó la ciudad

Apenas he hablado de las primeras cien páginas de esta novela, y estoy de nuevo tan maravillado como durante su lectura. Pese a no mencionar más que un par de entre el aluvión de ideas, personajes e imágenes que contiene esta obra, he intentado dar una idea aproximada del tipo de libro ante el que nos encontramos, pero la verdad es que se me acaban los superlativos. Baste decir que los elogios que le he dedicado no son sino una fracción de los que merece, y que cada línea de Cegador es... ¡ay, cómo decirlo!


 Según el diccionario, cegar, aparte de "quitar la vista a alguien" es también "turbar la razón, ofuscar el entendimiento", y vemos que dicho verbo, a diferencia de deslumbrar, no tiene la connotación de "asombrar, encantar, fascinar". Para mi sorpresa, tras consultar el diccionario descubro que el título original, Orbitor, parece estar más cerca de deslumbrar que de ofuscar el entendimiento. Sin duda han sido razones comerciales las que han hecho que la editorial desechara el título "Deslumbrante" (también en inglés la obra se conoce como Blinding, y no como "Dazzling"), pero en todo caso ha sido una decisión acertada: los buenos libros pueden deslumbrar; las obras maestras turban la razón.

(1) - Para aquellos a los que les gusten los jueguecitos: nos dice el autor en una entrevista que en cada página de Cegador puede el lector encontrar un pequeño objeto con forma de mariposa.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Por qué nos gusta Cartarescu


Creo no pecar de hiperbólico si afirmo que, en el ámbito de la literatura europea actual, Mircea Cartarescu es el puto amo. Huelga decir que eso no significa que sea el mejor, dado que, en literatura, hablar del más mejor siempre es una memez. Quizá sea menester, por tanto, explicar de qué hablamos cuando hablamos del puto amo, máxime tratándose de alguien discreto y modesto como Cartarescu, a quien, pese a esa mirada hipnótica, ese aire de bohemio atormentado, y ese abrumador prestigio internacional, hay que creer cuando se sacude los elogios de encima:

No vivo como un escritor y no me siento un escritor. Me siento tan sólo un hombre muy libre y, como el precio de la libertad es el más alto, muy triste. Trataré de seguir viviendo. No sé si alguna vez volveré a escribir algo ni me preocupa saberlo. No me gustaría quedar internado en el asilo de la historia de la literatura.

Éste es el Cartarescu de Lulu y El ruletista

Escritores que convierten en arte todo lo que escriben hay muchos. Casi cualquier página de, por poner tres ejemplos, Nabokov, Faulkner o Borges vale más que toda la obra de muchos otros. Sin embargo, en estos escritores es palpable la intención de crear arte; en cada una de sus líneas vemos el fruto de horas de trabajo combinado con el don, innato o no, de la palabra, para crear una prosa bella, un estilo único y una obra inmortal.

Pero eso no es así con todos los grandes escritores. Existe otro tipo de escritor, tocado también por la gracia de las musas, que es capaz de cautivarnos con una prosa sencillamente sencilla y natural de manera natural (no confundir con prosa sencilla y natural). Son escritores que, evidentemente, pulen su escritura como el que más, y que, a diferencia de tantos grandes grandísimos, consiguen una sencillez inocente que parece decirnos "no quiero crear arte, sino tan sólo contarte una historia". En fin, yo me entiendo.

Sinceramente, me vienen a la cabeza muy pocos nombres dentro de esta categoría, tan pocos como dos. El primero de ellos es W.G. Sebald, cuya escritura, que algunos definen como hipnótica, es capaz de atrapar al lector con frases de una sencillez que desarma.


Muchos autores afirman que con sus obras se dirigen al lector, a un solo e hipotético lector, y sin embargo este lector, el menda, no deja de tener la sensación de que en realidad sus páginas hablan a un público. Pues bien, de los dos escritores que, y aquí podéis moriros de envidia, escriben única y exclusivamente para mí, uno es -era- Sebald.

El otro es 1/2 Cartarescu, concretamente la mitad que ha escrito la desternillante Las bellas extranjeras, o la que nos ocupa, Por qué nos gustan las mujeres. Esta mitad de Cartarescu tiene muy poco que ver con la otra mitad, la que escribe sobre adolescentes atormentados en el infierno de sus hormonas, sobre la fisiología de los arácnidos o sobre devotos del suicidio. En el Cartarescu digamos, más lyncheano, el humor nunca está completamente ausente, si bien la atmósfera de pesadilla reinante en obras como Lulu o El ruletista lo cubre casi por completo, y uno difícilmente sale de esas impresionantes y angustiosas lecturas diciendo qué bien me lo he pasado.

Pero el Cartarescu ligeresa parece, sencillamente, otro escritor. Las bellas extranjeras, que reseñé aquí para Librosyliteratura, es uno de los libros más divertidos que he leído en mucho tiempo, y el relato que da título a la obra me hizo reír a mandíbula batiente en más de una ocasión.

Y éste, el de Por qué nos gustan las mujeres. Mejor rollo

De las cuatro obras que he leído de Cartarescu, esta Por qué nos gustan... es posiblemente, no, indiscutiblemente, la más floja, pero con este autor sucede algo parecido a lo de Woody Allen: sus obras menos logradas están muy por encima de las mejores de otros autores. Este libro de Cartarescu es en realidad, pásmense, la recopilación de artículos y relatos que el autor escribió para una serie de revistas, sobre todo Elle. Bueno, quizá aquí me esté dejando llevar por mi ignorancia y mis prejuicios y no sea consciente de que la susodicha revista es no sólo una publicación más que digna, sino todo un estandarte de la vanguardia literaria. ¿Y por qué no? También conocí, tiempo atrás, gente que compraba el Playboy porque encontraba en él artículos muy interesantes.

El caso es que, aunque estos relatos estaban, a priori, dirigidos a mujeres, en realidad, y como ya he dicho, los escribió para mí. Fijaos si no, los que, como yo, en vuestra juventud no os comíais un rosco, en este maravilloso párrafo:

Ahora pienso en Ester, con la que no me acosté nunca, una circunstancia que evoca la menuda pero tan intensa pregunta: ¿qué significa tener una mujer? Porque en realidad no has tenido decenas de mujeres con las que has hecho el amor, y en cambio sientes que nunca has poseído a ninguna más plenamente, más extáticamente, que a la pobrecilla que te ha lanzado una mirada en un trolebús abarrotado y a la que desde entonces nunca más has vuelto a ver.

Habla de mí. Yo era el rey de los trolebuses.


Don Mircea ha declarado en alguna ocasión que estas historias no son autobiográficas. Tal declaración resulta innecesaria en una época en que ni un solo escritor admite el carácter autobiográfico de la mayoría de sus obras. No sé si esta actitud general se debe a la precaución, para evitarse líos, o más bien a un deseo de fardar de imaginación. En todo caso, a nuestro autor no le duelen prendas en reconocer los orígenes de algunos de sus ejemplos más notables de desbordante fantasía. Así, en el relato sobre D., nos dice:

Más tarde, al narrar sueños en mis libros, me aproveché en innumerables oaciones, miserablemente, de una fisura en la ley de propiedad intelectual -la ausencia de copyright de los sueños- para robarle las más encantadoras y mejor trabadas visiones, los decorados más místicos, los tránsitos más discretos de lo real a lo irreal y part way back. De ella fue el sueño con el palacio de mármol invadido por las mariposas en Orbitor (...), e igualmente suyo es el sueño del inmenso recinto-cripta por el que Maria deambula durante semanas enteras sobre losas dulces de calcedonia y malaquita.

De acuerdo, es muy posible que también este párrafo sea completamente inventado, uno de esos casos en que la ficción construye una realidad basada en una ficción (seguro que esto tiene un nombre), pero de lo que no me cabe duda es que, por ejemplo, la anécdota central del relato "Con las orejas gachas", de tan surrealista y absurda que es, tiene que ser auténtica. En este relato, el narrador nos presenta a  Rodica, de quien nos dice:

Tenía también una particularidad notable. Cada dos o tres palabras decía, sin que se supiera por qué ni respecto a qué, "con las orejas gachas". Esta frase parecía salpicarlo todo, de manera imprevisible. (...) Habíamos empezado a hablar de poesía, en la terraza pobremente iluminada, de mis recientes lecturas de Ezra Pound, en concreto; yo le estaba leyendo unos versos (aquéllos de la aparición de unos rostros en una estación de metro) a lo que ella, mirando directamente al jarro de cerveza, me había respondido: "¡Sí... con las orejas gachas!", pero nos habíamos hecho amigos...


Zaraza, de Cristian Vasile, tema central de uno de los relatos

Y con tonterías como ésta, este escritor crea un puñado de relatos absolutamente redondos. El conjunto de la obra, no obstante, no está a la altura de otras del autor, pero a mí sinceramente me ha entusiasmado. Cartarescu sólo flojea cuando se pone solemne, como en los relatos "¿Quien soy yo?" y "Queremos con un cerebro de niño", así como en la historia que da título al libro, una larga lista de porques bastante divertidos y sorprendentes, que, lamentablemente, no se puede quitar de encima el tufillo paternalista de dicho título. El resto de relatos, no obstante, impecables, soberbios, sencillos, divertidos, en el estilo característico de un autor que en unos libros te lanza al pozo de tu peor pesadilla, y en otros te encandila con cuatro chorradas escritas para Elle. Eso es ser el puto amo.

viernes, 19 de julio de 2013

En la red de Cartarescu



Tengo que haceros una confesión. A veces, al terminar un libro y ponerme a pensar en la correspondiente reseña, me entra una especie de tembleque. ¿Lo habré entendido, siquiera mínimamente? ¿Meteré la pata si me aventuro a hacer una interpretación personal sin antes contrastarla? Esto que me parece que es lo que el autor quiere decir, ¿no resultará en realidad una memez, dado que he pasado por alto un dato crucial para entender la obra? Son los temores y complejos del diletante de la literatura, que jamás ha leído a Barthes, que nunca se ha molestado en intentar comprender el constructivismo ni el posmodernismo, y que se ha pasado la vida encerrado en un demodé y claudicante yomismo. Por eso, ante el riesgo de convertirme en el hazmerreír de la blogosfera, no pocas veces decido que más vale pasearse por otros blogs, foros, amazones y wikipedias, para así enmendar mi infantil lectura y maquillarla con la opinión y el lugar común socialmente aceptados.

En ocasiones, sin embargo, las sensaciones que nos transmite un libro son tan poderosas, viscerales e inefables, que uno decide hacer de su capa un sayo y soltar su opinión con desfachatada chulería. Cuando un libro nos conquista y confunde como lo ha hecho conmigo Lulu, uno pierde el miedo al ridículo. Por eso, en esta ocasión he decidido lanzarme al ruedo como espontáneo, y sólo después de la faena me dignaré a leer otras opiniones o, sencillamente, la introducción. Así que valor...

Perdóname, Literatura, por no haber leído a Barthes


Escrito antes de leer otras opiniones

Hace unos días, me di cuenta de que nunca acabaría el libro que estaba leyendo (con el que además cerraba de manera desafortunada una hasta entonces muy exitosa racha de novela inglesa), y había llegado el momento de decirle adiós y empezar otra novela y quizá, quién sabe, otra "temporada". Me encontraba en la biblioteca de la Vila Olímpica, donde, al no ser la mía habitual, pude recorrer las estanterías y arramblar con todo aquello que me llamaba la atención. Entre los nueve libros que cogí, había dos de un autor al que hacía tiempo le tenía echado el ojo: Mircea Cartarescu.

 No es un cantautor de los 70, sino un gran esritor

Dentro de lo relativo que puede ser el éxito internacional de un autor rumano, parece que Cartarescu está causando una especie de sensación en la novela europea. Está considerado el mejor autor rumano contemporáneo y, a juzgar por estas dos novelas que he leído, parece haber sabido, como se suele decir, asimilar la tradición, rumiarla y digerirla bien para luego, y esto no se dice tanto, regurgitarla en una nueva forma, personal, coherente y violentamente brillante. Su novelita El ruletista, que quizá reseñe en otro momento, es una joya de apenas sesenta páginas que nos remite al Joseph Roth más alcoholizado y al Nabokov más posmoderno. Y esta Lulu (obsérvese que va sin acento; Lulu parece ser un nombre masculino), obsesiva, enfermiza y aracnofóbica nos hipnotiza tanto como nos repele.

Yo yacía allí, carente de voluntad, era solo un ojo del que colgaba, como un harapo, el resto del cuerpo, un único ojo grande y transparente, clavado en los ocelos de la bestia, fascinado e iluminado por aquel sol salvaje de ocho rayos, por aquel sol criminal con garras de sarcopto.

(Con Lulu se aprende mucho de la morfología de la araña)

A muy grandes rasgos, Lulu nos cuenta, si lo he entendido bien, no la caída, sino la estancia en el infierno de Victor. Hoy escritor de éxito, Victor parece sufrir de esquizofrenia, y nos habla desde una especie de sanatorio en las montañas, adonde ha ido a convalecer e intentar recuperarse. El escenario le hace recordar el viaje escolar que hizo con sus compañeros de instituto justo hace 17 años, la mitad de su vida, a una residencia en el campo. Allí tuvo lugar una experiencia que le marcó o, quizá (y aquí me arriesgo) le hizo a su vez recordar otra experiencia, aún más traumática, que sufrió antes aún de que pudiera recordar y se formara su yo.


Poco más puede decirse de la trama. Es, sin embargo, el lenguaje y el estilo de Cartarescu lo que hace de esta lectura una obra excepcional. Con su escritura oscura, obsesiva, esquizoide, con sus continuas referencias al horror de la mente aprisionada en el horror del cuerpo, es difícil no reconocer en Victor al adolescente atormentado que fuimos, que siente repulsión ante lo que llaman vida, un adolescente que en la lectura no busca consuelo, sino la confirmación de sus pesadillas; que anhela descender todavía más en el infierno, degradarse, humillar su cuerpo, arrastrar su indignidad humana por el fango, sabedor de que en él está la semilla de un genio que un día será recordado por el Libro. El arte no será nuestra salvación, ni siquiera el último reducto de nuestra dignidad, pero no hay nada más, ni aquí ni en ninguna parte.

Siento aquí un trauma antiguo, engañoso, escondido bajo miles de capas de piel, cegador como la perla entre las lenguas de la ostra. Cuanto más me ensaño con él, más me espanta la idea de que no corto un tumor, sino un órgano vital, como si el texto fuera mi verdadera vida y yo mismo, tan solo una ilusión.

Como veis, el libro es una paja mental en toda regla, donde a la soledad y al horror ante la vida y ante el propio cuerpo, se unen el tema de nuestra doble naturaleza, masculina y femenina, y la amputación de una de ellas, así como el símbolo de la araña y su presa atrapada, inmovilizada y devorada viva.

Y llega el final, y uno no sabe cómo interpretarlo. ¿Se trata de un final tan prosaico como parece? ¿Debemos ampliar nuestros conocimientos de medicina teratológica? O, por el contrario, ¿se trata sólo de palabras? ¿Me pierdo algo muy evidente? ¿O no hace falta que le dé tantas vueltas?

El título original. No me digáis que esa portada no es para confundir

Escrito después de leer otras opiniones

Quizá debería haber hecho este experimento de reseña-antes y reseña-después con otro libro. Para mi desazón, parece que más o menos he "entendido" el libro. Tras haberme paseado por otros blogs, parece que, por lo menos, no he metido la pata de manera escandalosa. Por lo visto, a veces los libros, incluso aquellos tan extraordinarios como Lulu, nos cuentan lo que creemos que nos cuentan, y es una tontería buscarle tres pies al gato. 
Me siento un poco decepcionado, la verdad. ¿Conmigo mismo, o con los otros lectores de esta obra? No lo sé. ¿Esperaba quizá que mi reseña fuera tan aventurada y absurda que diera pie a una profunda reflexión sobre el papel del lector como creador? ¿Quizá pretendía con este juego simplemente humillarme? ¿O lo que lamento es que los demás hayan hecho lo mismo que yo y se hayan quedado en la lectura más obvia?

Enmienda, o acelerada contrareflexión final

El caso es que, pensándolo bien, al pasearme por esos otros blogs no he encontrado tan sólo la confirmación de mis impresiones, sino que también, y como sucede con los buenos libros, me he puesto a darle vueltas otra vez. Y como hoy me he propuesto no hacer trampa, no voy a modificar lo que he escrito más arriba y presentar mis nuevas ocurrencias como evidentes. A lo hecho, pecho.

Varios blogs citan la primera línea del siguiente párrafo: 

Si la escritura es, como dicen, una terapia, si puede curar, debería poder hacerlo ahora. Voy a emborronar una página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas no de tinta, sino de lo que mi vieja herida supura. Quizá, finalmente, todo se empape en ellas y, a medida que se vuelvan más y más purulentas, más burbujeantes, yo mismo me vaya vaciando de veneno.

Si de ahí damos un salto a la última palabra del libro, nos damos cuenta de que quizá sí hay esperanza. Quizá el infierno en la tierra es temporal. Es cierto que no se conoce el caso de insecto alguno que, una vez atrapado en seda, paralizado y cubierto de jugos digestivos, haya conseguido escapar de los mortales quelíceros, pero no debemos..... Bueno, como veis ahora soy yo el de la paja mental. Pero es que Lulu se lo merece.

viernes, 18 de noviembre de 2011

El regreso del húligan, de Norman Manea


Hace unos años tuve ocasión de leer el Diario (1935-1944) de Mihail Sebastian, uno de esos libros que uno lee y no olvida jamás. En él, Sebastian tenía palabras no muy halagüeñas sobre Mircea Eliade, el célebre historiador de la religiones y uno de los intelectuales más interesantes del s. XX. Sebastian, periodista y escritor judío cuyo verdadero nombre era Iosif Hechter, lamentaba el apoyo de su hasta entonces amigo a la Guardia de Hierro, el movimiento de extrema derecha, filonazi y antisemita de Rumanía. Asimismo, nos ofrecía un retrato del país como un auténtico infierno para los judíos, situación que se agravó bajo el mandato, de1940 a 1944, del Conducator y genocida Ion Antonescu. El diario de Sebastian se publicó por primera vez en 1996, cincuenta años después de su muerte, atropellado por un camión, y causó una enorme polémica que se extendía mucho más allá de los círculos literarios. Parece que el pueblo rumano, que apenas llevaba unos años en democracia tras haber ajusticiado a Nicolae Ceaucescu y acabado con su régimen comunista, no estaba del todo preparado para recordar algunos episodios ignominiosos de su historia. El mismo autor del libro que nos ocupa, Norman Manea, fue también duramente criticado por haber publicado, en 1991, una serie de artículos bajo el título de "Felix Culpa", en el que se recordaba la relación de Eliade con el Movimiento Legionario, que es como se conocía a la Guardia de Hierro.

Mihail Sebastian, el húligan original

A lo largo de El regreso del húligan no deja ni un momento de sentirse la presencia de Sebastian. Sin ir más lejos, el título está inspirado en uno de sus libros, concretamente el también polémico Cómo me convertí en húligan, cuya historia merece la pena contarse, dado que no nos aleja del título que nos ocupa, y nos ayuda a hacernos una idea de cómo estaba el patio en Rumanía años 30. En 1935, Sebastian escribió Desde hace dos mil años, un libro sobre la condición de judío en Rumanía, y le pidió a su amigo y periodista Nae Ionescu que escribiera el prólogo. Ionescu dijo que claro hombre, que para qué están los amigos, y escribió un prólogo que desbordaba antisemitismo y en el que se afirmaba,  por ejemplo, que ser rumano es incompatible con ser judío. Sebastian decidió incluir el prólogo en el libro y aquello fue Troya: el autor fue atacado tanto por judíos (que lo veían como un cobarde y renegado) como por la extrema derecha, que no necesitaba ninguna excusa para atacar a ese agente sionista y traidor a la patria. Sebastian se convirtió así en lo que en rumano se denomina un húligan, algo así como un elemento subsersivo, y de ahí surgió Cómo me convertí.... Lo mismo le sucedió a Norman Manea, exiliado desde el 86 y vilipendiado por atacar, desde su cómodo apartamento de Nueva York y mientras el país se hundía cada día más en la miseria más absoluta, a una de las figuras sagradas de Rumanía, Eliade. (Por cierto, cómo se parece esto a la historia de la polémica sobre Doce anillos y su supuesta ofensa a la memoria de Bogdan-Igor Antonich; me pregunto si existe en nuestro país alguna figura tan sagrada como éstas).

Desfile de la Guardia de Hierro

Aunque consta de cuatro secciones, el libro se organiza en tres partes claramente diferenciadas. La primera gira alrededor de las dudas y temores de Manea ante la perspectiva de volver de visita a su país, de donde se exilió 9 años atrás. Esta primera parte me enganchó desde la primera línea, con las referencias a la historia del Mihail Sebastian, Mircea Eliade y al asesinato de Ioan Petru Culianu, un profesor universitario que fue asesinado de un tiro en la cabeza en el lavabo de la universidad de Chicago donde trabajaba. Este asesinato nunca ha sido esclarecido. Hay quien lo relaciona con tramas ocultistas; otros, con el anticomunismo del autor, mientras algunos sospechan de la Guardia de Hierro, por la intención de Culianu de someter a crítica algunos aspectos del pasado de Eliade, quien de hecho había sido su mentor. Un libro de memorias no puede tener un comienzo más prometedor.
Al cabo de un rato, sin embargo, esta primera parte adolece de un tono demasiado solemne y pomposo, y abundan las oscuras referencias a lo que va a venir 100 o 200 páginas más adelante. Y en ese momento, uno se pregunta, ¿para quién escribió Manea este libro?, y empieza a pensar lo peor: para sí mismo.
Afortunadamente, perseveré, y esta primera parte acabó un poquito antes que mi paciencia. Y entonces llega la segunda parte, que son un pedazo de memorias de las que a mí me gustan.

El Conducator Ion Antonescu, camino del paredón

Como cualquier niño de familia judía nacido en Europa Central en los años 30, Manea tuvo una infancia trágica, si bien a él le cupo la suerte de vivir para contarlo. A los cinco años fue deportado junto con su familia al campo de concentración de Transnistria del que regresó en 1945, tras la liberación soviética, valga el oxímoron. El resto de la historia cabe imaginarla: la vida de un joven judío, con inquietudes intelectuales, en Rumanía, dictadura comunista hasta el 89, con uno de los regímenes más represivos de la historia reciente de Europa. Y aquí Manea se revela como un narrador magistral. Con gran sensibilidad y nada de sensiblería, con una autocrítica a veces rayana en la violencia, con una escritura densa, con abundancia de reflexiones sobre todo tipo de cuestiones, (reflexiones que, como debe ser, no llegan a ninguna conclusión), con la angustia de un judío ateo desesperado por salir del "gueto" (entiéndase la memoria del holocausto y el victimismo de la madre), con inolvidables escenas e historias (su experiencia como líder de los pioneros hasta que tuvo que denunciar públicamente y expulsar a un amigo; la visita a su padre en prisión; la muerte de su abuelo, que presenció de niño, y la visión, segundos después y con el cadáver aún calentito, de la segunda esposa de aquél arreglándose el cabello frente al espejo) y sobre todo, con unos magistrales saltos hacia adelante y atrás en el tiempo (muy al estilo de esa otra monumental autobiografía, Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz), Manea nos cuenta su vida, la historia de su familia y la de más de medio siglo de su país.

"El dios que alumbró a Augusto el Tonto [como se autodenomina el autor] fue una mujer. No soporté su adoración ni sus preocupaciones, tampoco tengo con qué reemplazarlas. Bajó a lo más hondo y se elevó a los árboles y a las flores efímeras y al cielo opaco. Ya no está en ninguna parte, ni siquiera en la piedra fría que sin darme cuenta estoy tocando."


El histórico último discurso de Nicolae Ceaucescu, en el que fue abucheado

En la tercera parte Manea, acompañado de León Botstein (un muy interesante personaje -auténtico, huelga decirlo-, amigo del autor, director de orquesta y rector de la universidad neoyorquina donde trabaja Manea), se sube al avión y parte rumbo a Bucarest. Lo que sigue es la crónica de los once días que pasa allí. De nuevo me surge la pregunta de para quién escribe el autor. Y confirmo mis mejores augurios (¿había dicho lo peor?): para sí mismo.
Manea nos lleva de aquí para allá, visitando a antiguos amigos, calles de su juventud, nuevos restaurantes, nos apabulla con sus recuerdos, nos confunde, consigue que nos interesen hasta sus sueños, o, de manera más habitual, sus pesadillas mientras echa la siesta en el gigantesco hotel donde se aloja. Su escritura, de nuevo, bordea la pomposidad. Manea empuja al lector hacia la jaula donde sus monstruos personales se pelean con su estilo personal e intransferible, pero en el último momento se lanza él solo adentro. No le sobra ni una página. Soberbio.

"La humillación de que te definan por la negación colectiva y por una catástrofe colectiva no es algo nimio, doctor Freud. Pero no somos sólo catástrofes colectivas, cualesquiera que éstas sean. Diferentes unos de otros, somos más que eso, más y otra cosa, más y otra cosa.  (...) El sufrimiento no nos hace mejores ni héroes. El sufrimiento corrompe, como todo lo que es humano, pero el sufrimiento exhibido públicamente corrompe de manera irremediable. Sin embargo, al honor de ser vejado no se puede renunciar, y tampoco al honor del destierro. ¿Qué otra cosa poseemos salvo el destierro? El destierro de antes y de después del destierro. Las desposesiones no son deplorables, sólo preparativos para la última desposesión."

El Niño Vampiro frente al Palacio del pueblo, uno de los edificios más grandes del mundo, obra de Ceaucescu

Me fascina Rumanía (como me fascina toda Europa Central), un país cuya capital gozó de una prosperidad difícil de imaginar hoy (merced, todo sea dicho, al troceamiento y reparto de antiguos imperios que tuvo lugar tras la I Guerra Mundial), que tuvo una vida cultural riquísima, cuya capital se conocía en los años 30 como "el París de los Balcanes", y que ha dado literatos e intelectuales de la talla de Ionesco, Cioran, Eliade, Celan o el ya mencionado Sebastian. Visité Bucarest en un viaje relámpago, en 1990, camino de la Unión Soviética. Nueve meses tras el ajusticiamiento de Ceaucescu y su esposa, la ciudad me pareció el lugar más triste del mundo. Aunque yo no había viajado mucho hasta entonces, y aunque, una vez más, era probablemente demasiado joven para aprovechar culturalmente aquella increíble ocasión, jamás olvidaré la miseria, la resignación, la tristeza de la gente (excepto nuestro guía, Gigi, tan culto y alegre, que nos cantaba "Allá en el rancho grande" en el autocar), aquel monstruoso y mastodóntico hotel (¿sería el mismo en el que se alojó Manea?) donde apenas había dos huéspedes más; aquella cantidad ingente de Renault 12, el único modelo de coche que se veía; la absoluta oscuridad de las calles, los niños descalzos peleándose por un kleenex usado... La Rumanía de la que huyó Manea, espero que vea mejores días.

domingo, 27 de junio de 2010

Una mañana perdida, de Gabriela Adamesteanu

La reseña de la propia editorial no puede ser más prometedora: "Es una fría mañana de invierno, allá por los años setenta del pasado siglo; Vica deja a su maltrecho esposo encerrado en casa y se encamina sola por las calles de Bucarest (...) Cargada de bolsas, envuelta en un viejo mantón y un sinfín de bufandas, esta mujer inolvidable recorre las calles de la capital y de paso nos cuenta su vida y la de Rumanía entera, porque todas y cada una de las personas que encuentra en esa mañana aparentemente perdida son la encarnación de la historia de su país".
Y la verdad es que Una mañana perdida no decepciona. No es exacto, sin embargo, que se reconstruya la historia de Rumanía. Más bien, la novela nos permite ser testigos de algunos de los momentos clave en la historia del país a lo largo del siglo XX, como lo fue la participacón del país en las dos guerras y, sobre todo, la crucial decisión que se hubo de tomar para decicir al lado de qué bando luchar en la primera. Para ello, la autora despliega todo un repertorio de técnicas narrativas, y lo hace de forma magistral: constantes cambios de puntos de vista del mismo personaje, que tan pronto nos habla en primera como en tercera persona (en ocasiones, también en segunda); elipsis y saltos adelante y atrás en el tiempo dentro del mismo párrafo y sin aviso, conversaciones, diarios, stream of consciousness...
De la primera parte, con ese recorrido por la ciudad al que se alude en la reseña, pasamos a los años 1915 y 16, donde asistimos a dos escenas cruciales en la historia de varias familias. Una de dichas escenas nos será relatada, a modo de Rashomon, desde cuatro diferentes puntos de vista. Más tarde nos convertimos en lectores del diario de uno de los personajes de la escena, y finalmente, acompañamos de nuevo a Vica en el recorrido final de esa mañana perdida, donde tiene un larga e interesantísima conversación con Ivona, que en la escena crucial de 1916 apenas contaba dos años.
Sin duda, ciertos conocimientos previos de la historia de Rumanía, aunque solo sea sobre su intervención en la primera guerra mundial, facilitarán al lector la lectura de ciertos pasajes, pero en modo alguno es un requisito imprescindible. La novela es absolutamente accesible, y gustaráa quienes gusten de novelones sobre la historia de Europa Central.
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