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jueves, 19 de marzo de 2015

Esos otros placeres lectores


En las últimas semanas, Norman Manea y Rodrigo Fresán me han proporcionado sendos grandes placeres lectores, eso sí, de muy distinto signo.

Con el rumano Norman Manea, de quien hablé hace ya unos años a raíz de su impresionante El regreso del húligan, el placer ha sido el de la relectura, no de aquella autobiografía novelada, sino de un libro aún más oscuro en todos los sentidos, El sobre negro.


La relectura es un placer, con frecuencia más reivindicado que ejercido, del que existen por lo menos dos tipos. El primero consiste en leer en la madurez aquellas obras que nos marcaron en nuestra cada día más lejana juventud. Como sabéis, este tipo de relectura es un arma de doble filo. Uno puede, evidentemente, redoblar aquel gozo con la ayuda ahora del bagaje que los años, los kilos y otras muchas lecturas le han proporcionado, y descubrir así que aquella obra que tanto lo impresionó guardaba muchos secretos que sólo ahora podemos descubrir. Pero también puede suceder lo contrario, y sorprenderse uno al ver que El viejo y el mar, esa inolvidable novelilla que se zampó con pasión en una tarde, no tenía 100 páginas sino 500.



Pero existe, como digo, otro tipo de relectura, y es la que consiste en terminar un libro y acto seguido, o casi, volver a la primera página. Esto no me suele suceder muy a menudo, y cuando ocurre, se debe, como en este caso, no tanto al placer de la lectura como a la perplejidad que nos ha producido el libro en cuestión, y a la necesidad de entenderlo aunque sea un poquitín. Porque El sobre negro plantea al lector un enorme desafío. Yo, en este caso, lo he aceptado y lo he vuelto a aceptar. No sé si he salido airoso, pero sí con la cabeza muy alta.

*   *   *

Rumanía en los años 80 no era lo que se dice un buen sitio para vivir. De hecho, de todo el bloque del este, en aquel momento era probablemente en Rumanía donde la escasez y la miseria eran el mendrugo seco nuestro de cada día. No había vida sino supervivencia, y la esperanza sólo se podía encontrar en el diccionario. Por si eso fuera poco, al igual que en tantos países donde de la noche a la mañana se pasó de una dictadura a la contraria, la amnesia histórica se había encargado de enterrar crímenes y privilegiar a sus responsables.

 (Las fotos de Bucarest son del blog www.atomic-tangerine.com)

Verter un poco de luz sobre esa amnesia general es precisamente lo que se propone el protagonista, Anatol Dominic Vancea Voinov, Tolea para los amigos. Tolea perdió a su padre en oscuras circunstancias cuarenta años atrás. Oficialmente, Marcu Vancea se suicidó, desesperado por la persecución que lo estrangulaba y el infortunio que golpeó a su hijo, Tolea, en un desgraciado accidente de bicicleta. Éste, sin embargo, hoy sospecha que alguien lo empujó al suicidio, y recuerda aquel misterioso sobre negro que recibió su padre días antes de su muerte. Tolea se lanza, pues, a intentar reconstruir aquel episodio, a la vez que recorre un Bucarest sucio, tenebroso y pútrido, donde no se puede sobrevivir sin trapicheos, y donde en cada rostro se puede esconder una cicatriz junto a la ceja, señal definitiva, para Tolea, de que se halla ante un "sustituto".


Ése sería un resumen aproximado del tenue hilo argumental que enhebra la novela, pero El sobre negro esconde mucho más. Quizá sería más preciso decir oculta. O entierra. No: incinera y lanza las cenizas a un vertedero. Nuclear. Dicho de otra forma, Manea no nos lo pone fácil, y es que, como ya señalé al hablar de El retorno del húligan, lo que me gusta de Manea y, sin duda, lo que desespera a muchos lectores, es que es uno de esos autores que parecen escribir exclusivamente para ellos mismos. Así, Manea trufa esta novela de referencias que el lector no sabe por dónde coger. Verbigracia, Macrobio. ¿Qué os parece? ¿Cómo, que no os suena? Pues nos dice la wikipedia que se trata de un escritor romano de cuya vida poco se sabe, pero suponemos que su relevancia viene por el hecho de que el dicho Macrobio es el autor de Comentario al sueño de Escipión, un prolijo comentario a Sobre la república, de Cicerón. O quizá no, quizá se trata de otro Macrobio más ignoto todavía. En cualquier caso, si conseguimos dilucidarlo nos salen luego Baronio, Gerberto y Otón III. Pues bien, con esta incerteza, como quien va en chanclas por un lodazal lleno de bichos con dientes y aguijones, es como se siente el lector en cada página. Un gustazo.


Todos los personajes sin excepción consiguen, dentro de su insondable misterio, captar el interés del lector, que acaba, junto con el propio Tolea, perdiendo la razón y viendo cicatrices en todas las cejas. Probablemente sea el doctor Marga el más enigmático de todos. Marga trabaja en un centro psiquiátrico y vive con holgura. En su juventud fue, junto a otros personajes, compañero de estudios de Tolea y estuvo enamorado de la hermana, quien un buen día conoció a una especie de mesiánico misionero con quien se casó y se fue a vivir a no recuerdo dónde. Eso sucedió poco antes del funesto accidente de bicicleta de Tolea. Años más tarde, el profesor Tolea fue expulsado de la enseñanza por culpa de un escándalo sexual, y, protegido por el propio Marga, recaló como conserje en un hotel bucarestino, lúgubre y sórdido como sólo podía serlo un hotel rumano de medio lujo. Y un buen día, quizá a raíz del brutal suceso que abre la novela, un suceso que conmueve y horroriza a toda la ciudad, Tolea empieza a buscar respuestas, y, de manera un tanto incauta, las acabará buscando en casa de Marga.

 Alegoría de la Prudencia, de Tiziano, es un motivo fundamental en el libro

Desde la crónica del suceso que abre la novela hasta el final, que, como os podéis imaginar, es abierto de par en par, se suceden decenas de pequeñas historias que, a su manera, se van entrelazando. Asistimos a escenas fascinantes como la que tiene lugar entre Tolea y la "sacerdotisa" en ese edificio a las afueras de la ciudad después del terremoto; los retazos del sueño constante que tiene lugar en un avión con una azafata de generosos senos, o la conversación con Tiziano. Y qué decir de esa charla con Venera, que Manea decide repetir. Oímos también hablar del griego Ianuli, un revolucionario casi legendario que abandonó su país para seguir con su lucha en Rumanía, y tenemos, entre otros muchos personajes, a Toma, administrador del piso donde vive Tolea y encargado de redactar informes sobre los vecinos. Todo ello está narrado con constantes y sutiles cambios del punto de vista, de estilo y, por si fuera poco, con escenas que parodian un clásico de la literatura rumana. Sabemos que en el centro hay un nudo un poco tosco que ata unas historias y personajes a otros, pero sabemos también que esas historias son como hilos de diferentes colores, grosor y tamaño y que, además, van a quedar sueltos.

Suponemos que Manea nos ha querido hablar de la violencia ejercida desde el poder, de la libertad, de la humillación, de la cobardía y, sobre todo, de un concepto que se repite de principio a fin: la indiferencia. Así que, si el lector no se empeña en "entenderlo" todo, o, para ser más precisos, si se conforma con entender sólo un poquito, puede disfrutar de una gran novela.



Rodrigo Fresán, por su parte, me ha proporcionado otro gran placer lector, que es el del abandono a mitad de lectura. Bueno, en realidad no he llegado ni a un tercio, pero lo he dejado sin remordimientos y con la conciencia muy tranquila.

A Fresán no sólo lo admiro, sino que lo tengo en un pedestal desde que leí Jardines de Kensington. En aquella novela, la impresionante capacidad de inventiva del autor, sabiamente mezclada con los elementos biográficos, consiguió que obviara esos rasgos de su escritura que más me irritan y que me rindiera a una narración que combinaba estupendamente la fantasía con la historia y la cultura pop. En La parte inventada, sin embargo, Fresán ha dado rienda suelta a sus tics y, desgraciadamente, en esta ocasión, a mi juicio, no hay una narración capaz de redimir ese desenfreno.

La parte inventada es un libro que entusiasma tanto a críticos como a lectores. La opinión de los primeros, en un mundillo donde los desmedidos elogios al colega son parte inexcusable del protocolo, me parece completamente irrelevante y no le pienso dedicar una palabra. En cuanto a los segundos, entiendo perfectamente su entusiasmo, pese a que mí la novela no me ha gustado. Y lo entiendo porque hay un hecho innegable: La parte inventada es un libro muy agradable de leer. Más que agradable, es un libro casi agradecido. El lector que se adentra en esa especie de metaconstrucción literaria no deja de sorprenderse exclamando "¡es verdad!, ¡yo conozco a alguien así!". O "¡sí! ¡cuántas veces he pensado yo lo mismo!". En definitiva, con cada página que leemos, recibimos un piropo del tipo: qué listo eres, lector. No se te escapa una.

Aprovechemos esa pendatería mía de metaconstrucción literaria para resumir la idea principal de la novela.

¿Cómo funciona la mente de un escritor? Ésta es la pregunta que nos encontramos en la contraportada, que continúa de esta guisa: "La parte inventada busca respuesta a esa pregunta adentrándose en la mente de un escritor que trata de escribir su propia historia". Bien. Creo que todos estamos de acuerdo en que la ficción acepta en sus páginas -más todavía, recibe con los brazos abiertos- cualquier tema, siempre que el autor sepa justificar su inclusión en la trama e ir más allá de la mera curiosidad enciclopédica. Allí está Moby Dick, y su morfología ballenera, o, por citar un ejemplo algo más reciente, la ochentera El país del agua, de Graham Swift, que nos describía en detalle el ciclo vital de las anguilas. En suma: todo, absolutamente todo, puede convertirse en literatura. Pero el autor debe ser consciente en todo momento de que esas incursiones, o mejor dicho, excursiones fuera de "lo literario", deben estar subordinadas a la Literatura, y no al revés. En otra palabras, Melville no escribió un libro sobre los diferentes tipos de cetáceos, del mismo modo que la contraportada de El país del agua no rezaba "¿Dónde nacen las anguilas? Ésa es la pregunta que Graham Swift se ha propuesto responder".

Pues bien, en lugar de escribir un libro en el que, además de disfrutar de una obra literaria, nos introducimos en la mente de un escritor, Fresán ha decidido que el presunto viajecito por su mente vale, por sí solo, el esfuerzo de tragarse casi 600 páginas. Ya lo sé, quién me manda a mí, con lo clarito que lo decía la contraportada. Para una vez que ésta no engaña...

Dicho eso, insisto en que La parte inventada es un libro sumamente agradable de leer, del mismo modo que puede ser agradable conectarse a facebook diez minutos al día o pasearse por el mundo bloguero. Algunos ejemplos: ¿verdad que a todos nos gustan las listas? Pues en este libro tenéis listas a mansalva, listas a gogó, listas a troche y moche, listas a diestro y siniestro, listas a porrillo, listas a tutiplén. Disfrutad de una pequeña selección de las cuestiones que preocupan a El Niño, una lista que ocupa casi cinco páginas:

"¿Por qué Superman parece hacer el mismo esfuerzo -la misma tensión de músculos, su ceño fruncido- a la hora de levantar un automóvil o alterar a empujones la órbita de todo un planeta...?

(...) ¿Quién es el culpable de que haya tantos Sugus de color rojo y tan pocos de color verde en los paquetes de caramelos surtidos?

(...) ¿A qué se debe que haya agujeros en el queso? 

(...) ¿Es la aureola rodeando el cráneo de Jesucristo la representación gráfica de la poderosa migraña causada por la corona de espinas?

Yo una vez publiqué en facebook "¿por qué es imposible encontrar huevos blancos en el supermercado?". Conseguí seis o siete "me gusta" y un par de amigos aportaron sendos comentarios la mar de ingeniosos.

Otras de las reflexiones que pasan por "la mente de un escritor" no se ajustan tan bien a facebook, pero serían estupendas para un blog literario o para una columna de suplemento dominical:

Porque para demasiadas personas los libros se usan y se gastan y qué sentido tiene conservarlos. Ocupan tanto lugar, hay que sostenerlos y pesan, son tan sucios y, aunque no se diga en voz alta, los libros son demasiado baratos para ser algo bueno y provechoso, se susurra. (...) Y, sí, es para ellos que se ha inventado el status del libro electrónico donde -¡aleluya y eureka!- se ha conseguido hacer comulgar a la televisión con la impresión: para descargar y no cargar, para adquirir y acumular y no abrir ni pasar página. Y para que -tan satisfechos de que dos mil títulos puedan ser levantados por una sola mano- los libros no estén todo el tiempo ahí, a la vista, recordando con su atronador silencio todo lo que no se ha leído ni se leerá.

Leer es muy bonito y los libros huelen muy bien. Y esta prédica a los conversos le ocupa a Fresán otras cuantas decenas de páginas.

Como vemos, el nivel de exigencia al lector es muy bajo. ¡Cómo añoré en más de un momento a Manea llamándome idiota! En La parte inventada, al lector poco avisado quizá le impresione al principio el uso de las fuentes, con cambios constantes de Arial a American Typewriter, así como los incontables paréntesis y asteriscos, por lo que puede que más de uno piense que está ante una novela de estructura altamente sofisticada. Pero no os engañéis: al igual que tantas páginas y listas de este libro, los cambios de fuente, los asteriscos y las crucecitas son completamente superfluos e irrelevantes. Siempre es la misma voz la que nos habla, una voz de profesor universitario medio rebelde y aspirante a viejo cascarrabias, y siempre lo hace, en otro de los pecados imperdonables de esta novela, completamente desprovista del menor atisbo de ironía. Y como yo también tengo derecho a repetirme, insisto: esta novela gusta tanto porque lo poco que tiene que ofrecer al lector (o lo mucho que me he perdido en el resto del libro) se lo da perfectamente hervidito, cortadito, mascadito y hasta bien digeridito. Leed al respecto unas pocas líneas sobre los Karma, una familia de pijos filisteos ignorantes materialistas.

"Penélope (...) ha descubierto (...) que su capacidad de concentración por más de uno o dos minutos es nula, que no les importa cómo empieza y cómo transcurre y cómo terminará la película, que se puede empezar y terminar una historia en cualquier momento".

"Y una de las pocas órdenes del mundo exterior que los Karma obedecen sin resistencias ni quejas es, ya se dijo, la de jamás pasarse  de los ciento cuarenta caracteres para hablar o escribir. Para los Karma, escribir más de ciento cuarenta caracteres es casi como escribir una novela".

"Una joven Karma se acerca a Penélope y le confía que 'Yo he leído un libro, pero no fue una buena experiencia. Así que ya no repetí. Fue casi traumático".

Si no os ha quedado claro el tipo de familia que son los Karma, no os preocupéis. Hay cincuenta páginas así. Y contando. Fue en ese momento (página 150) donde lo dejé. Sé que se me puede reprochar que critique una novela que no he terminado, pero por eso mismo no he querido dedicarle una entrada entera. Admito también la posibilidad de que en las 400 páginas restantes la cosa pueda animarse un poco. De hecho, al hojearlas me ha parecido entender que hay un asesinato, y parece ser que entra en acción otro personaje y todo. No obstante, yo soy de los que piensan que, a partir de cierto momento, el libro que nos falla pierde todo derecho a mejorar.

Así que ya sabéis, si tenéis ganas de halagar vuestro ego y, para qué negarlo, pasar unos ratos bastante entretenidos, La parte inventada es vuestro libro. Yo me esperaré a que se publique la trilogía completa, con La parte revisada y La parte editada.

viernes, 18 de noviembre de 2011

El regreso del húligan, de Norman Manea


Hace unos años tuve ocasión de leer el Diario (1935-1944) de Mihail Sebastian, uno de esos libros que uno lee y no olvida jamás. En él, Sebastian tenía palabras no muy halagüeñas sobre Mircea Eliade, el célebre historiador de la religiones y uno de los intelectuales más interesantes del s. XX. Sebastian, periodista y escritor judío cuyo verdadero nombre era Iosif Hechter, lamentaba el apoyo de su hasta entonces amigo a la Guardia de Hierro, el movimiento de extrema derecha, filonazi y antisemita de Rumanía. Asimismo, nos ofrecía un retrato del país como un auténtico infierno para los judíos, situación que se agravó bajo el mandato, de1940 a 1944, del Conducator y genocida Ion Antonescu. El diario de Sebastian se publicó por primera vez en 1996, cincuenta años después de su muerte, atropellado por un camión, y causó una enorme polémica que se extendía mucho más allá de los círculos literarios. Parece que el pueblo rumano, que apenas llevaba unos años en democracia tras haber ajusticiado a Nicolae Ceaucescu y acabado con su régimen comunista, no estaba del todo preparado para recordar algunos episodios ignominiosos de su historia. El mismo autor del libro que nos ocupa, Norman Manea, fue también duramente criticado por haber publicado, en 1991, una serie de artículos bajo el título de "Felix Culpa", en el que se recordaba la relación de Eliade con el Movimiento Legionario, que es como se conocía a la Guardia de Hierro.

Mihail Sebastian, el húligan original

A lo largo de El regreso del húligan no deja ni un momento de sentirse la presencia de Sebastian. Sin ir más lejos, el título está inspirado en uno de sus libros, concretamente el también polémico Cómo me convertí en húligan, cuya historia merece la pena contarse, dado que no nos aleja del título que nos ocupa, y nos ayuda a hacernos una idea de cómo estaba el patio en Rumanía años 30. En 1935, Sebastian escribió Desde hace dos mil años, un libro sobre la condición de judío en Rumanía, y le pidió a su amigo y periodista Nae Ionescu que escribiera el prólogo. Ionescu dijo que claro hombre, que para qué están los amigos, y escribió un prólogo que desbordaba antisemitismo y en el que se afirmaba,  por ejemplo, que ser rumano es incompatible con ser judío. Sebastian decidió incluir el prólogo en el libro y aquello fue Troya: el autor fue atacado tanto por judíos (que lo veían como un cobarde y renegado) como por la extrema derecha, que no necesitaba ninguna excusa para atacar a ese agente sionista y traidor a la patria. Sebastian se convirtió así en lo que en rumano se denomina un húligan, algo así como un elemento subsersivo, y de ahí surgió Cómo me convertí.... Lo mismo le sucedió a Norman Manea, exiliado desde el 86 y vilipendiado por atacar, desde su cómodo apartamento de Nueva York y mientras el país se hundía cada día más en la miseria más absoluta, a una de las figuras sagradas de Rumanía, Eliade. (Por cierto, cómo se parece esto a la historia de la polémica sobre Doce anillos y su supuesta ofensa a la memoria de Bogdan-Igor Antonich; me pregunto si existe en nuestro país alguna figura tan sagrada como éstas).

Desfile de la Guardia de Hierro

Aunque consta de cuatro secciones, el libro se organiza en tres partes claramente diferenciadas. La primera gira alrededor de las dudas y temores de Manea ante la perspectiva de volver de visita a su país, de donde se exilió 9 años atrás. Esta primera parte me enganchó desde la primera línea, con las referencias a la historia del Mihail Sebastian, Mircea Eliade y al asesinato de Ioan Petru Culianu, un profesor universitario que fue asesinado de un tiro en la cabeza en el lavabo de la universidad de Chicago donde trabajaba. Este asesinato nunca ha sido esclarecido. Hay quien lo relaciona con tramas ocultistas; otros, con el anticomunismo del autor, mientras algunos sospechan de la Guardia de Hierro, por la intención de Culianu de someter a crítica algunos aspectos del pasado de Eliade, quien de hecho había sido su mentor. Un libro de memorias no puede tener un comienzo más prometedor.
Al cabo de un rato, sin embargo, esta primera parte adolece de un tono demasiado solemne y pomposo, y abundan las oscuras referencias a lo que va a venir 100 o 200 páginas más adelante. Y en ese momento, uno se pregunta, ¿para quién escribió Manea este libro?, y empieza a pensar lo peor: para sí mismo.
Afortunadamente, perseveré, y esta primera parte acabó un poquito antes que mi paciencia. Y entonces llega la segunda parte, que son un pedazo de memorias de las que a mí me gustan.

El Conducator Ion Antonescu, camino del paredón

Como cualquier niño de familia judía nacido en Europa Central en los años 30, Manea tuvo una infancia trágica, si bien a él le cupo la suerte de vivir para contarlo. A los cinco años fue deportado junto con su familia al campo de concentración de Transnistria del que regresó en 1945, tras la liberación soviética, valga el oxímoron. El resto de la historia cabe imaginarla: la vida de un joven judío, con inquietudes intelectuales, en Rumanía, dictadura comunista hasta el 89, con uno de los regímenes más represivos de la historia reciente de Europa. Y aquí Manea se revela como un narrador magistral. Con gran sensibilidad y nada de sensiblería, con una autocrítica a veces rayana en la violencia, con una escritura densa, con abundancia de reflexiones sobre todo tipo de cuestiones, (reflexiones que, como debe ser, no llegan a ninguna conclusión), con la angustia de un judío ateo desesperado por salir del "gueto" (entiéndase la memoria del holocausto y el victimismo de la madre), con inolvidables escenas e historias (su experiencia como líder de los pioneros hasta que tuvo que denunciar públicamente y expulsar a un amigo; la visita a su padre en prisión; la muerte de su abuelo, que presenció de niño, y la visión, segundos después y con el cadáver aún calentito, de la segunda esposa de aquél arreglándose el cabello frente al espejo) y sobre todo, con unos magistrales saltos hacia adelante y atrás en el tiempo (muy al estilo de esa otra monumental autobiografía, Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz), Manea nos cuenta su vida, la historia de su familia y la de más de medio siglo de su país.

"El dios que alumbró a Augusto el Tonto [como se autodenomina el autor] fue una mujer. No soporté su adoración ni sus preocupaciones, tampoco tengo con qué reemplazarlas. Bajó a lo más hondo y se elevó a los árboles y a las flores efímeras y al cielo opaco. Ya no está en ninguna parte, ni siquiera en la piedra fría que sin darme cuenta estoy tocando."


El histórico último discurso de Nicolae Ceaucescu, en el que fue abucheado

En la tercera parte Manea, acompañado de León Botstein (un muy interesante personaje -auténtico, huelga decirlo-, amigo del autor, director de orquesta y rector de la universidad neoyorquina donde trabaja Manea), se sube al avión y parte rumbo a Bucarest. Lo que sigue es la crónica de los once días que pasa allí. De nuevo me surge la pregunta de para quién escribe el autor. Y confirmo mis mejores augurios (¿había dicho lo peor?): para sí mismo.
Manea nos lleva de aquí para allá, visitando a antiguos amigos, calles de su juventud, nuevos restaurantes, nos apabulla con sus recuerdos, nos confunde, consigue que nos interesen hasta sus sueños, o, de manera más habitual, sus pesadillas mientras echa la siesta en el gigantesco hotel donde se aloja. Su escritura, de nuevo, bordea la pomposidad. Manea empuja al lector hacia la jaula donde sus monstruos personales se pelean con su estilo personal e intransferible, pero en el último momento se lanza él solo adentro. No le sobra ni una página. Soberbio.

"La humillación de que te definan por la negación colectiva y por una catástrofe colectiva no es algo nimio, doctor Freud. Pero no somos sólo catástrofes colectivas, cualesquiera que éstas sean. Diferentes unos de otros, somos más que eso, más y otra cosa, más y otra cosa.  (...) El sufrimiento no nos hace mejores ni héroes. El sufrimiento corrompe, como todo lo que es humano, pero el sufrimiento exhibido públicamente corrompe de manera irremediable. Sin embargo, al honor de ser vejado no se puede renunciar, y tampoco al honor del destierro. ¿Qué otra cosa poseemos salvo el destierro? El destierro de antes y de después del destierro. Las desposesiones no son deplorables, sólo preparativos para la última desposesión."

El Niño Vampiro frente al Palacio del pueblo, uno de los edificios más grandes del mundo, obra de Ceaucescu

Me fascina Rumanía (como me fascina toda Europa Central), un país cuya capital gozó de una prosperidad difícil de imaginar hoy (merced, todo sea dicho, al troceamiento y reparto de antiguos imperios que tuvo lugar tras la I Guerra Mundial), que tuvo una vida cultural riquísima, cuya capital se conocía en los años 30 como "el París de los Balcanes", y que ha dado literatos e intelectuales de la talla de Ionesco, Cioran, Eliade, Celan o el ya mencionado Sebastian. Visité Bucarest en un viaje relámpago, en 1990, camino de la Unión Soviética. Nueve meses tras el ajusticiamiento de Ceaucescu y su esposa, la ciudad me pareció el lugar más triste del mundo. Aunque yo no había viajado mucho hasta entonces, y aunque, una vez más, era probablemente demasiado joven para aprovechar culturalmente aquella increíble ocasión, jamás olvidaré la miseria, la resignación, la tristeza de la gente (excepto nuestro guía, Gigi, tan culto y alegre, que nos cantaba "Allá en el rancho grande" en el autocar), aquel monstruoso y mastodóntico hotel (¿sería el mismo en el que se alojó Manea?) donde apenas había dos huéspedes más; aquella cantidad ingente de Renault 12, el único modelo de coche que se veía; la absoluta oscuridad de las calles, los niños descalzos peleándose por un kleenex usado... La Rumanía de la que huyó Manea, espero que vea mejores días.
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