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sábado, 13 de mayo de 2017

El lector derrotado. Cuatro apuntes.

El histórico combate entre Thomas Pynchon y El Niño Vampiro

No ha habido revancha. El primer combate se libró hace ya la friolera de cinco años (el tiempo pasa más rápido cuando uno tiene un blog), y os puse aquí algunos de las mejores momentos. Desde entonces he estado preparando la revancha, con la confianza del escarmentado y la experiencia de quien ha leído el Ulysses, la Recherche, el Quartet, ParadisoEl hombre sin atributos y hasta alguna trilogía de Beckett. Y no lo digo con ánimo de darme ínfulas, sino simplemente para dejar constancia de que no me dan miedo las lecturas largas y complejas. Más bien al contrario, es en ese tipo de novelas donde más seguro me siento. Quizá ello se deba a que, ante novelitas como El túnel o La muerte en Venecia, me resulta mucho más difícil negar mis inmensas carencias culturales. Así que monumentales novelones experimentales, sí por favor, pero...

...pero este rival de nuevo se ha mostrado imbatible. Si medimos cada asalto por un centenar de páginas, le he durado tres asaltos, durante el último de los cuales estaba ya groggy y tambaleándome por el ring cual borracho despistado.


La lectura, frustrada o no, de una obra como Rainbow's Gravity hace que nos planteemos algunas preguntas, la primera de las cuales no destaca por su originalidad: ¿para qué? Y del para nos vamos al por, es decir a aquella pregunta tan manida de ¿por qué leemos? ¿Y por qué algunos nos empeñamos, contra viento y marea, en leer libros como éste? Pues lo siento, no tengo una respuesta satisfactoria a la pregunta de por qué leemos, pero sí tengo muy claro cuáles NO son los motivos: no leemos para aburrirnos, no leemos para sentirnos estúpidos, no leemos para poder decir "he leído".

La segunda pregunta que nos viene a la cabeza es ¿soy gilipollas? ¿Burro? ¿Ignorante? ¿Filisteo? ¿Tengo la paciencia y capacidad de atención de un niño de tres años? ¿Por qué este libro que, según dicen, ha hecho las delicias de tantos lectores, a mí no me ha proporcionado más que un par de momentos memorables? ¿Afronté mal la lectura? ¿Debí acaso pertrecharme de lápiz y papel para poder llevar la cuenta de los personajes y crear un glosario de acrónimos? ¿Requiere la lectura de Gravity's Rainbow no sólo un cierto nivel cultural sino, además, un periodo de entrenamiento previo, digamos, con obras más accesibles del autor? Y una vez más, esta pregunta nos lleva a la siguiente.

Filisteos preparados para leer Gravity's Rainbow

La tercera, pues, podría ser ¿volveré a caer? Porque mira que compré el libro con ilusión. Mira que tenía ganas de que me gustara Pynchon. Como decía más arriba, un autor difícil con una bibliografía que se mide en kilos supone para mí una tentación en la que me dejaría caer con las manos atadas y los pies en un bloque de cemento. Habrá quien me diga que persevere, que vale la pena el sacrificio. ¿Sacrificio? ¡Pero si me he inmolado! ¡Si desde la segunda página era un cadáver leyente, un zombie pasapáginas, un alma en pena condenada a errar por centenares de páginas sin sentido, placer ni final!

En fin, quizá la mayor virtud de este libro ha sido que me ha transportado a mi infancia. En efecto, me ha hecho recordar proustianamente aquella sensación que tuve cuando, a los siete años, cogí de la estantería de mis padres el libro Tiburón, en aquella edición del Círculo de Lectores, y cómo, acabada la primera página, decidí que aquello no era para mí.

Sí, esta mismita edición

jueves, 15 de diciembre de 2016

La edad de la inocencia



... era la mía cuando, allá por 1993, Martin Scorsese estrenó la excelente adaptación de esta novela. Naturalmente, sólo hoy veo mi inocencia. Por aquel entonces, me tenía por un hombre hecho y derecho, de personalidad arrolladora, que jamás se plegaba a los dictados de la moda ni se rebajaba a ver las películas que la masa veía. Por eso, y por su éxito, que yo recuerdo arrollador, me negué desde el primer momento a ver una película de época, que triunfaba en los cines y que me obligaba a admitir que jamás había oído hablar de la señora Wharton. Si no la conozco, me decía, es porque no vale la pena conocerla.

La edad de la inocencia tiene la apariencia de un soberbio dramón, pero, a diferencia de ese tipo de historias, está narrado con una ironía que decapita sin piedad a todo títere que se le ponga por delante. Esa ironía está presente desde las primeras líneas, con ese distanciamiento que se impone el narrador con respecto a los hechos narrados, que nos refiere no desde el punto de vista de un personaje concreto, sino desde la alta sociedad, la prensa diaria y las buenas lenguas. En ese sistema social donde existen unas formas correctas que lo regulan todo, la entrada en escena de Newland Archer, que llega tarde a la ópera, también derrocha ironía. Su retraso se debe a que Nueva York era una metrópolis, y en las metrópolis llegar tarde a la ópera es "lo que se llevaba". Pero con Archer, se me ocurre que la ironía probablemente empieza con la elección de su nombre.

 La condesa Olenska desafiando las normas sociales: se levanta y, ella solita, va a donde está Archer

La Nueva York de La edad de la inocencia es una ciudad mojigata e hipócrita, muy alejada de la imagen esterotipada de frescura y libertad en la que quizá incurrían los europeos de la época. O las épocas, tanto la de la narración, que empieza en 1870 y termina un cuarto de siglo más tarde, o la de su publicación, en 1920. En una de las conversaciones que mantienen Ellen y Newland, ella señala que:

...parece tonto haber descubierto América únicamente para convertirla en una copia de otro país". Sonrió desde el otro lado de la mesa. "¿Piensa usted que Cristóbal Colón se habría tomado tantas molestias simplemente para ir a la ópera con Selfridge Merrys?"

Desde luego, no puede decirse que Newland, con su curioso nombre, que significa "nueva tierra", represente unos valores esencialmente nuevos. Sin embargo, los valores viejos de los que, a su pesar, es incapaz de desprenderse, tampoco son los que Wharton, a la sazón en Europa, añoraba de su tierra natal. Newland Archer es, en efecto, un personaje contradictorio, como lo fue la propia Wharton, tan progresista en algunas ideas, y tan reaccionaria en otras. No obstante, en honor a la verdad, hay que decir que el pobre de Newland tiene más de quiero y no puedo que de hipócrita. Defiende desde el primer momento a la condesa de todos los rumores que aluden a unas costumbres demasiado relajadas, y reivindica su derecho, y el de todas las mujeres, a vivir de manera libre y en igualdad de condiciones que los hombres. Sin embargo, cuando la sociedad requiere de él que, con el fin de evitar un escándalo, disuada a la condesa de sus intenciones de divorciarse, claudica miserablemente.

Si llego a la esquina sin pisar el borde de ninguna baldosa, tendré suerte

Con su complejidad, sus dudas, su miedo a ser valiente, y su valor a buenas horas, Archer es un personaje fascinante. También lo es, por supuesto, Ellen, cuya naturalidad constituye un peligroso desafío en la rígida alta sociedad neoyorquina. ¿Tanto miedo a la verdad tiene aquí la gente?, pregunta a su enamorado en una ocasión. Y no menos fascinante es May, la linda mosquita muerta que acaba llevándose el gato al agua. Wharton y May juegan a ratos con el lector, que, al igual que Archer, nunca sabe con certeza cuánto ignora May y cuánto pretende ignorar. Los tres personajes centrales se elevan, así, muy por encima del resto, que, pese a estar necesariamente retratados con menos matices, no dejan por ello de ser auténticos. Al fin y al cabo, ¿no se reduce nuestra vida a dos o tres personas de carne, hueso y alma, y, en un segundo plano, un enorme coro de sombras?

 Nueva York, o la ciudad de los sombreros

No. Aparte de personas y sombras, nuestra vida también puede reducirse a un puñado de momentos. En algunos casos se trata de los momentos en que todo cambió, y en el caso de los cobardes, el momento en que todo siguió igual y nos quedamos a la espera de ocasiones más calvas. Uno de esos momentos es cuando, en la visita que Archer y May, ya casados, hacen a la señora Manson Mingott, ésta les informa de que Ellen ha venido también de visita, y que se encuentra ahora paseando. Le pide a Newland que vaya a buscarla y éste la encuentra en el muelle, mirando al horizonte. No se acerca a ella, y se limita a observarla desde la distancia. Sin embargo, decide darle una oportunidad más al destino para que éste le dé una oportunidad más a él. Los cobardes pueden ser muy rebuscados. Así, Newland se dice que si Ellen no se ha girado hacia él antes de que el barco que surca el horizonte haya llegado a la altura del faro, volverá solo con su esposa.

Newland y May, felizmente casados

El problema, naturalmente, es que con frecuencia la voluntad del cobarde, la de su amada y la del destino no sólo no coinciden, sino que se empeñan en no hacerlo. Esto lo descubre posteriormente Newland, que ve entonces, junto al lector, cómo la figura de Ellen se hace todavía más grande. Y aunque este lector no supo verlo, Martin Scorsese sí se da cuenta de que esa escena anticipa el final de la novela, final que la cámara de Scorsese convierte en glorioso .

Me he dado el gustazo de ver la extraordinaria adaptación que hizo Scorsese de esta novela tan sólo un par de días después de terminar su lectura. Se trata sin duda de una de esas escasas ocasiones en que de una gran obra literaria sale una gran obra cinematográfica, cuando lo habitual es que una de las dos flaquee. Pero el director neoyorquino consiguió no sólo ser completamente fiel a la trama sino también al espíritu de la historia, y, por si eso fuera poco, dándole un carácter personal y original sin caer en excesos de ningún tipo.

Rodando la escena del muelle

En la experiencia de ver la peli después de leer el libro, todos conocemos ese recelo con el que miramos a los actores que van a encarnar a los personajes cuyas voces hemos llegado a oír y cuyos gestos se nos han hecho tan familiares. Pues bien, creo que en pocas ocasiones una actriz ha llegado a apropiarse de un personaje de una manera tan absoluta y perfecta como hace Michelle Pfeiffer con la condesa Olenski. Y mira que Pfeiffer no es, ni mucho menos, una de mis actrices fetiche. De hecho, a bote pronto, sólo sabría nombrar dos títulos de su filmografía: una, la que nos ocupa y, otra, el insufrible coñazo de Los fabulosos Baker boys. Pero su interpretación en La edad... es sencillamente soberbia. Ellen es una mujer más fuerte y libre de lo que la sociedad le permite, pero que, en última instancia, renuncia a hacer uso de esa libertad en beneficio propio. Es una mujer que se ha enfrentado a los abusos de un marido despótico, y que es incapaz de contener sus lágrimas al pensar en el amable hieratismo de los ricachones que la rodean. Es una luchadora capaz de sacrificarse hasta el límite, pero que sabe reconocer cuándo el sacrificio es inane. Cuando aparece Pfeiffer en la pantalla no vemos a Ellen: la reconocemos.

El maravilloso futuro que le espera a Newland con May

Tan sólo hay una escena donde me hubiera gustado que Scorsese hubiera sido un poco más audaz. Se trata de ese instante terrible que tiene lugar durante la cena de despedida que May organiza para Ellen. Es, por lo tanto, un momento en que todo parece perdido ya para Newland, aunque más tarde veremos que la pérdida será aún mayor. Sentado junto a Ellen y rodeado de la flor y nata de la sociedad neoyorquina, Newland se da cuenta de repente de que ha sido víctima de una confabulación. Todos los presentes, incluso su propia esposa, están convencidos de que la condesa y él son amantes, y entre todos, con sonrisas y maquinaciones, han conseguido separarlos definitivamente y hacer que todo vuelva a su respetable cauce. May olvidará esta canita al aire que ha echado su esposo, quien, a su vez, con el tiempo y la distancia, olvidará este encaprichamiento que tantas tonterías le ha empujado a hacer. Se ha conseguido evitar no un escándalo, palabra que apenas pronuncia nadie en la novela, sino, sencillamente, algo... desagradable.

Somos tus amigos, sólo queremos ayudarte

Wharton describe la escena y los sentimientos de Newland de manera magistral, y por un momento creemos ver a un Donald Sutherland que se acaba de dar cuenta de que todos los invitados a la fiesta son seres de otro planeta que se hacen pasar por humanos. Martin Scorsese, sin embargo, pasa casi de puntillas por esta escena, que pierde así gran parte de su fuerza, al dejar la descripción de los pensamientos de Newland en la voz de la narradora. Tras haber visto antes algunas ligeras licencias artísticas por parte del director, como cuando Ellen y May se dirigen a la cámara para transmitirnos lo que en el libro son cartas, esperaba algo más de esa escena, pero supongo que a Scorsese no le impresionó tanto como a mí. Tampoco nos vamoa a pelear por eso.


Martin Scorsese, Michelle Pfeiffer y Daniel Day-Lewis, durante el rodaje

Pero si La edad de la inocencia es una obra maestra, cabe suponer que Wharton no nos habla en ella de una nueva versión del tres es multitud, ni nos cuenta la trágica historia de un amor imposible. Por favor, seamos serios. Y como obra maestra que es, también cabe suponer que la idea princicpal, si es que tal cosa existe en la buena literatura, es más bien esquiva. Tomemos, no obstante, un pasaje casi casi escogido al azar. Newland está hablando a Ellen como abogado encargado de su petición de divorcio:

El individuo, en esos casos, casi siempre es entregado en sacrificio a lo que se supone que es el interés colectivo.

¿Dónde está aquí la novela romántica? Pero sigamos con el fragmento en cuestión:

La gente se aferra a cualquier convención que mantenga unida a la familia - para proteger a los niños, si los hay.
Fotograma de la primera versión cinematográfica (1924), hoy irremisiblemente perdida

Hay quien ha dicho que Wharton escribió una novela sobre América, y más concretamente, sobre una América que ha echado a perder sus posibilidades. En el párrafo mencionado, de hecho, vemos a esa América incapaz de concebir a un candidato a la presidencia que no sea un respetabilísimo marido y padre de familia, como vemos también una imagen del propio Archer, que, ingenuo de él, no se da cuenta de que lo que está revelando a Ellen no es el futuro de ella, sino el suyo propio.

Así es la escritura de Wharton, tan inocente en apariencia, y tan sutil, tan rica en ideas y, por qué no, tan cargada de una elegantísima mala leche.

Cantaba, por supuesto, "M'ama!" y no "él me ama", pues una incuestionable e inalterada ley del mundo musical requería que el texto en alemán de las óperas francesas cantadas por artistas suecos fuera traducido al italiano para una mejor comprensión por parte de una audiencia angloparlante. Esto le parecía tan natural a Archer como todas las otras convenciones que moldeaban su vida...

Wharton sigue observándonos

Y a todo esto, ¿qué hay de la inocencia? Pues que en la novela la hay a porrillo. Se trata de una inocencia a veces real, a veces fingida, a veces metafórica, indivual o colectiva. Pero como lo que más me gusta es hablar de mí mismo, diré que, para inocencia, la del lector que se negó desde el primer momento a ver una película de época, que triunfaba en los cines y que lo obligaba a admitir que jamás había oído hablar de la señora Wharton. La ignorancia es disculpable; la inocencia, no.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Breves (o no tanto) reflexiones en torno a Ciudad en llamas



Se pongan como se pongan los puristas, románticos y algún que otro talibán de la literatura, es innegable que la lectura es una inversión. Uno invierte tiempo y, en ocasiones, esfuerzo, y espera recibir a cambio un beneficio, sea éste en forma de aprendizaje, iluminación espiritual o mero entretenimiento. En el mercado literario hay inversiones seguras, conocidas como clásicos. Las habrá mejores y peores, pero son seguras precisamente porque son clásicos... o a lo mejor es al revés, se han convertido en clásicos porque son inversiones seguras. Sea cual sea el orden de los factores, los clásicos ofrecen rentabilidad garantizada, ya que incluso en el caso de que aprendamos nada, no nos iluminen y además nos aburran, siempre obtenemos con ellos un beneficio neto: el derecho a afirmar que En busca del tiempo perdido, Guerra y Paz o El hombre sin atributos están sobrevaloradas por la crítica y son en realidad un coñazo. Intentad presumir de haberos aburrido con Dan Brown y veréis que no es lo mismo.

Ciudad a oscuras

City on fire (Ciudad en llamas), con sus novecientas y pico páginas de lectura densa, lenta y apretada, representa una enorme inversión. Por eso, lo primero que nos preguntamos es cuáles son las credenciales del autor. Porque el señor Gareth Risk Hallberg era, hasta hace cuatro días, un perfecto desconocido. Y sin embargo, se presentó con su manuscrito en una editorial, que decidió encantada publicarle de la primera hasta la última página. No sé por qué, algo me hace pensar que ese mismo editor que babea ante un manuscrito de  casi 1.000 páginas de un autor novel, premiaría con un escupitajo en la cara a cualquier otro novel que tuviera la osadía de presentarle un librito de 150. Pero seguro que son cosas mías.



Lo que los editores vieron en esta obra, entre otras cosas, es, sin duda, lo mismo que ha visto Hollywood, que ya ha le ha adelantado al señor Hallberg dos milloncetes de dólares. City on fire, en efecto, tiene todo lo que un productor americano le puede pedir a un guión. Está situada en el Nueva York de los años 70, con el juego retro que da eso, ya sabéis, camisas psicodélicas, pantalones de campana y bigotes a porrillo. Tiene una enorme galería de personajes cuyas vidas, que acabarán curzándose, recorren todo el espectro social, desde magnates dueños de imperios empresariales hasta punks que okupan pisos vacíos y ruinosos, pasando por policías, profesores, artistas y periodistas. Hay unos malos  absolutamente diabólicos: un hombre gris y asexuado cuyo único placer es el poder que ejerce sobre los demás, y un revolucionario nihilista que planea algo gordo. Tenemos también saga familiar, con traumas infantiles, venerados patriarcas, violaciones y ovejas negras como la pez. No falta, desde luego, un misterioso asesinato, o aún mejor, intento de asesinato, pues así se puede alargar convenientemente la agonía de la víctima. Y por si fuera poco, como telón de fondo nos encontramos con un acontecimiento histórico de proporciones casi apocalípticas, como fue el apagón de Nueva York de 1977.



Pero bueno, llegó la hora de dejarse de ironías e ir al grano, que, dado que estamos, cosa rara en este blog, ante una novedad literaria, supongo que es lo que alguno de vosotros quiere saber. ¿Rentabilidad garantizada, sí o no? Empecemos diciendo que 900 páginas dan para mucho. Tras un pequeño esfuerzo inicial hasta hacernos al estilo del autor, un estilo en el que Hallberg antepone el placer de leerse a sí mismo a la fluidez lectora, lo cierto es que la historia nos atrapa. O quizá no tanto la historia como la variedad de los personajes y el retrato de algunos de ellos. Tomemos como ejemplo a Mercer, el profesor de literatura afroamericano y homosexual, originario de una pequeña ciudad sureña, uno de los personajes más interesantes. Con él experimentamos la emoción del joven que llega a la capital del arte, de la libertad y la modernidad, donde tiene que alojarse en el piso de un drogata veterano de la guerra que se pasa el día ante el televisor o hurgando entre la habitación de su huésped. Poco a poco, sobre todo a raíz del viaje que hace de nuevo al sur, a pasar unos días con su familia, días que vierten mucha luz sobre el Mercer de hoy y el de mañana, nuestro personaje va hundiéndose en ese estado mental neoyorquino al que cantaba Billy Joel precisamente aquel año. El novio de este personaje, sin embargo, y pese a ser uno de los protagonistas principales, se me antoja algo más desdibujado, si bien es cierto que esa suerte de indefinición es también parte de su identidad.



Da la impresión de que Hallberg se siente más cómodo con los personajes que se encuentran en la franja medio del espectro social. Aparte del ya mencionado Mercer tenemos a Pulaski, el agente de policía que se desplaza con muletas por la polio que le atacó de niño. Está también Carmine Cicciaro, el padre de la chica víctima del tiroteo, profesional de la pirotecnia; Charlie, el niño de una respetable familia judía, adoptado, que busca respuestas en la bilia y acaba encontrándolas en la música punk, en la que le introduce Sam, la víctima, de la que acaba enamorándose; Richard Groskoph, el periodista que investiga el caso por su cuenta y que inicia una relación frustrada con Jenny, la chica de origen vietnamita que estudia arte y trabaja para Bruno, marchante de arte y antiguo profesor de William, el novio del susodicho Mercer. Aparte de esta compleja interrelación, todos ellos, si bien no son excepcionalmente originales, sí están retratados con gran talento, y el lector se deja arrastrar por ellos con mucho gusto. Cada capítulo está narrado desde el punto de vista de un  personaje, y en ocasiones, cuando se trata de uno de éstos, uno no puede dejar de pensar que darían para mucho más que para un secundario en una novela torrente.



Por otra parte, los retratos tanto de los peces gordos como de la chusma están mucho menos conseguidos. Así, casi todos los miembros de la pseudo-comuna punk tienen rostros casi intercambiables, y nunca sabemos si nos están hablando de Solomon, Sewer Girl, D.T o incluso Nicky Chaos, el fanático líder. Del mismo modo, poco sabemos de William Hamilton-Sweeney abuelo, por lo cual no podemos llegar a empatizar del todo con su hijo ni comprender del todo el rencor que le guarda. Su hija, Regan, sí es un personaje mucho más rico, así como su marido Keith, pero eso, por lo menos en mi caso, sólo acentúa la sensación de que podría habérseles sacado más jugo.



Otro de los defectos es quizá la indecisión por parte del autor a la hora de escoger al malo. Y nunca se me hubiera ocurrido que en una novela no deba haber más que un malo, al fin y al cabo, Trumps, Trumpitos, Trumpois y Trúmpez hay muchos en el mundo, ¿no? Pero mira, resulta que es así: en una novela cabe un número ilimitado de buenos, pero malos malos, de esos que parecen salidos del Averno en viaje de negocios, de ésos sólo puede haber uno. Y Hallberg ha querido meter dos. Por una parte, está Amory Gould, el hombre que todo lo controla, el hombre que reparte favores para cobrárselos treinta años más tarde, el hombre que hace de la guerra un negocio, y el hombre cuya perfidia ve todo el mundo menos su jefe, que tiene fe ciega en él. Por otra parte está Nicky Chaos, el punk nihilista que mantiene unas misteriosas relaciones con Gould. Los dos son personajes irritantes y desagradables, pero ese gusto que todos conocemos y que consiste en odiar con auténtica pasión a un malo aquí no se da, y el odio se queda en un prolongado cabreo que no sabemos si dirigir a esos malos descafeinados o al autor.



 Decía más arriba que la historia, o las historias, consiguen atraparnos y pasamos algunas horas muy buenas en su compañía. Así llegamos a la página 600 y nos decimos que se acerca el momento en que el lector empieza a dar pasitos hacia atrás con el fin de perder de vista los detalles y poder abarcar el gran mural en todo su esplendor; el momento también en que los juegos estilísticos del autor, con esas largas digresiones en forma de diarios y fanzines punk empezarán a cobrar sentido. ¿Acertamos? Con la primera predicción, sí. En efecto, el gran apagón cumple una gran función en la novela. Actúa como gran igualadora, afecta por igual a ricos y pobres, blancos y negros, barrios ricos y el Bronx, y, en consecuencia, permite que todas las historias empiecen a dar tumbos en la oscuridad unas hacia otras. En este momento, sin embargo, nos encontramos con dos problemas. Una es que esta fusión de historias es tan previsible, ha tardado tanto en llegar y en algunas ocasiones resulta tan forzada que al lector, por lo menos a este lector, que es el que cuenta, ya le importa bien poco lo que vaya a suceder. Y otro problema es que empezamos a sospechar que nuestra segunda predicción, es decir, que por fin veríamos la relevancia de las largas digresiones, diarios, artículos y fanzines, se revela falsa.



En este punto, el lector está ya agotado. No tiene la sensación de haber perdido todo el capital invertido, pero sí piensa que si hubiera vendido sus acciones a tiempo, digamos 200 páginas antes del final, la rentabilidad hubiera sido bastante mayor. Seguimos leyendo por esa ley, dicho o costumbre que todo lector conoce: "ya que he llegado hasta aquí". Y el final ratifica los motivos para la irritación. Cerramos el libro y nos invade esa sensación de venga por fin a otra cosa.



miércoles, 3 de febrero de 2016

Gachas de alforfón



Una de las joyitas de mi biblioteca es el libro infantil Ленин и дети, es decir Lenin y los niños, que compré en Moscú hace casi un cuarto de siglo. Por aquel entonces, como todo el mundo sabe, la presencia de Vladimir Ilich Ulianov era ubicua en todos los aspectos de la vida del ciudadano soviético, y la literatura infantil no era una excepción. En consecuencia, el aura divina que envolvía al, sin embargo, entrañable y campechano Vladímir hacía poco menos que imposible que un niño solitario e inseguro no llegara a enamorarse de él. Y eso es lo que le sucedió a Gary Shteyngart, el autor de estas divertidas y emotivas memorias. 

Se podría decir que no es un hombre guapo, pero es un hombre muy serio. Tal vez llegara a reírse alguna vez, pero si fue así, yo nunca lo vi. Nadie se cruza por la calle con Vladímir. Y nadie se toma a broma sus ideas. Su nombre completo es Vladímir Ilich Lenin, y yo lo adoro.

 El corro de la patata, momento cumbre de Lenin y los Niños

La gestación de un escritor es la más larga del mundo animal, y es muy difícil determinar en qué momento tiene lugar la concepción. No obstante, parece bastante claro que en el caso de Shteyngart, todo empezó con la lectura de El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf, con el amor por Lenin y con la pasión por el queso, un queso soviético "muy duro, grueso y amarillento".Y así, cuando su abuela Galia descubre la gran afición de Ígor (el nombre del autor antes de americanizarlo como Gary) por la lectura, le hace la siguiente propuesta: 

Por cada página que escribas -me dice-, te daré un taquito de queso. Y por cada capítulo que termines, te haré un sándwich con mantequilla y queso.

Y así nació Lenin y el ganso mágico, la primera obra de un escritor en ciernes.

Pero antes de que el pequeño Ígor llegue a convertirse en escritor, tienen que pasar muchas cosas, algunas de ellas muy gordas. Por ejemplo, que esta familia de judíos soviéticos emigre a los EEUU gracias a un acuerdo entre Jimmy Carter y Leónidas Brezhnev para intercambiar judíos por cereales y tecnología. Atrás queda entonces la familia de la madre, el camarada Lenin, el queso correoso y la tranquilidad que da la certidumbre de la mentira. Por delante, la vida con unos padres permanentemente abocados al divorcio, el estigma de provenir del imperio del mal, y la incertidumbre consustancial a occidente. 

Mi padre y yo estamos sentados sobre la fea colcha de nuestro apartamento. (...) Y mientras tanto él me cuenta todo lo que sabe. Todo era mentira. El comunismo, el Lenin latino,la liga juvenil del Komsomol, los bolcheviques, el jamón con demaiada grasa, el Canal Uno, el Ejército Rojo, el el´ctrico olor a caucho en el metro, la contaminada neblina soviética que flotaba sobre los perfiles estalinistas de la Plaza de Moscú, todo lo que nos dijimos, todo lo que fuimos.

Nos estamos pasando al enemigo.

-Pero, papá, el Tupolev 154 sigue siendo más rápido que el Boeing 727, ¿no?
En tono tajante:
-El avión más rápido del mundo es el Concorde SST.
-¿Es uno de nuestroa aviones?
-No. Pertenece a British Airways y Air France.
-Entonces... Eso significa... Quieres decir...

Ya somos el enemigo.

 Nueva York, 1976. Salvad a los judíos soviéticos

Los Shteyngart no tardan en descubrir que también en América la mentira tiene las patas muy largas. Se dan cuenta de ello cuando, por uno de esos maravillosos golpes de suerte que a veces acontecen en el mundo capitalista, les cae del cielo una fortuna. El feliz acontecimiento se les comunica en forma de carta: "¡¡¡SR. S. SHITGART, ACABA DE GANAR UN PREMIO DE DIEZ MILLONES DE DÓLARES!!!" Los Shteyngart se lo creen, y esa tragicómica escena refleja perfectamente el tono del libro, donde abundan los momentos en que uno se indigna y se compadece de las vicisitudes por las que pasa nuestro héroe y su familia, al tiempo que no puede evitar reírse de su ingenuidad. Shteyngart va un poco más lejos en su autoironía, que cabría casi llamar autoburla, y parece no importarle que el lector se ría tanto con él como de él, pues él es el primero en hacerlo. Naturalmente, en ello hay también una buena dosis de narcisismo, como muy bien señala el Dr Franzen (sí, Jonathan) en este divertido book trailer de la obra.


Cuando estuve viajando por Argentina, un día, buscando un hotel barato en Buenos Aires, me presenté en una especie de pensión llamada, si no recuerdo mal, "hotel rosa", que me imagino que existe en todas partes, y que consiste en un lugar donde van las parejitas a a refocilarse durante un par de horas. El recepcionista, al verme ahí, solito con mi mochila, preguntando por una habitación, debió de confirmar sus prejuicios sobre la estupidez de los gallegos. Y es que enfrentarse a una cultura desconocida es arriesgarse a hacer el ridículo, la peor pesadilla de los españoles. No así, afortunadamente, de Shteyngart, que con su retrato de la experiencia del emigrante, o, sencillamente, del que se encuentra perdido en una cultura extraña, nos proporciona momentos tan divertidos como el día en que su padre lo llevó al cine a ver "una película francesa, de modo que debe de ser muy culta". 

La película se titula Emmanuelle, las alegrías de una mujer y puede ser interesante averiguar lo alegres que están esas mujeres francesas, sobre todo si se tiene en cuenta su exquisito patrimonio intelectual ("Balzac, Renoir, Pissarro, Voltaire", me recita mi padre mientras vamos al cine).

(...) Los siguientes ochenta y tres minutos discurren con la peluda mano de mi padre tapándome los ojos y la hercúlea tarea que me impongo de intentar quitármela de encima. (...) A pesar de los esfuerzos de mi padre, ese día consigo ver en la pantalla unas siete vaginas, siete más de las que conseguiré ver en muchos años.


La tragedia del inmigrante, que tan de cerca podemos observar estos días, no se limita a las penurias económicas o a la discriminación sufrida en el país de acogida. Con frecuencia, y sobre todo entre la segunda y tercera generación, el verdadero conflicto es el que atañe a la identidad personal. Shteyngart se enfrenta a dicho conflicto en más de un frente. Así, no sólo se esfuerza en deshacerse de su origen como ciudadano soviético y lucha durante años por quitarse de encima su acento de malo de la película, sino que percibe incluso su condición de judío como un castigo. Gary, que se ve obligado a vestir ropa donada, se siente atormentado por su pobreza en un colegio hebreo lleno de pijos, y mortalmente aburrido por el estudio del hebreo. Y la cosa sólo puede ir a peor: 

Al año siguiente, me hacen el regalo que todos los niños esperan: una circuncisión. 


 El autor ante la estatua del "Lenin latino", vívido recuerdo de su primera infancia

Así como hoy el cine vive un festival de remakes y precontracuelas, durante la década de los 80 uno de los recursos preferidos de los productores norteamericanos era la propaganda antisoviética. No sólo películas como Rambo o Rocky IV, sino títulos bastante más explícitos como Amanecer rojo o Escorpión rojo, arrasaban en la taquilla. Esta paranoia colectiva también tuvo consecuencias para nuestro héroe, a quien los matones de la escuela hebrea apodaron el "jerbo rojo", entre otras lindezas. No debe sorpender, pues, el mecanismo de defensa que adoptará nuestro héroe. Su padre, de manera comprensible, habiendo disfrutado toda su vida del paraíso comunista, se ha convertido en un republicano a ultranza y reaganista hasta la muerte, mientras que, a los once años, el propio Gary se enamora de Reagan, se suscribe a una revista de corte conservador, y es nombrado miembro de pleno derecho por la Asociación Nacional del Rifle. Unos años más tarde, lo tenemos participando como voluntario en la campaña presidencial de George Bush padre. Pero parece que ni eso basta para desprenderse de su sovietez, su judaísmo y su aura de perdedor. El día de las elecciones, en el cuartel general del partido, donde Gary sueña con conocer a una chica republicana rica, blanca y decente, las dos rubiazas que se le acercan le piden un ron con coca-cola.

A Shteyngart no le preocupa que saquen su perfil malo en las fotos

Los años de universidad de Shteyngart están marcados por la virginidad crónica, por el consumo  de alcohol y marihuana a mansalva, y por el desesperado intento de integrarse, de tener un grupo, de dejar de ser un bicho raro. Y ése es, en mi opinión el tema central del libro. Algunos (entre ellos el propio Shteyngart, que se equivoca) han señalado que Pequeño fracaso es la historia de la vocación literaria del autor. Otros se inclinan por el contraste entre el país de los sóviets y los EEUU, y una visión personal y certera de los 80 y los 90. No faltan los que dicen que, ante todo, este libro es una declaración de amor a la ciudad de Nueva York. Evidentemente, todo ello es cierto, pero lo que hace que tantos lectores se identifiquen con este judío neurótico, feúcho, peludo, bajito y perdedor es su perfecto retrato del miedo que tiene el niño perdido en un mundo incomprensible, de la cándida pasión y el desconcierto del adolescente acomplejado que anhela dejar de ser un chihuahua solitario, y del adulto que acaba aceptando la vida como es, a sus padres como son, y a su tierra de origen como fue.

Doy aquí un gran salto por encima de muchas páginas divertidas, memorables, embarazosas, trágicas e incluso violentas, que me han hecho pasar muy buenos ratos, pero que prefiero dejar que descubráis por vosotros mismos. Y aunque son tantas que, al repasarlas, me dan ganas de volver a leer este libro, hay que decir, no obstante, que es probable que el estilo, o mejor dicho, la personalidad (uno y otra son inseparables en este autor) de Gary Shteyngart no sea del gusto de todos los lectores. ¿Verdad que conocéis a alguien que detesta no ya las películas, que también, sino la sola mención del nombre de Woody Allen? A Shteyngart se le ha comparado con el cineasta, y es cierto que ambos parecen compartir la idea de que no hay nada más serio que el humor, pero también es cierto que si Allen te pone de los nervios con su neurosis, su ingenio y su verborrea, Shteyngart no es para ti.

Leningrado en 1972, año de nacimiento de Shteyngart

A modo de despedida, merece mención especial, en primer lugar, el soberbio e impresionante último capítulo. Aquí Shteyngart, sin ponerse en absoluto solemne, sí abandona el tono irónico, sarcástico o, sencillamente, despiadado, de las páginas anteriores y regresa con sus padres a su ciudad natal, hoy tan diferente de la que conoció como el nombre San Petersburgo lo es de Leningrado. Se trata de un emotivo viaje a la memoria familiar, e incluye en su itinerario algunos de los recuerdos más triviales de nuestra infancia, que, como sabemos, acostumbran ser los que más nos marcan. Shteyngart se reconcilia con sus orígenes, con el trágico pasado de su padre, y con un doloroso recuerdo que hasta ahora era incapaz de comprender y que, en un círculo perfecto, nos lleva de nuevo a esa librería neoyorquina en la que, en la escena inicial, el autor sufre un inexplicable ataque de pánico.
Y quiero destacar, en segundo lugar, la impecable traducción de Eduardo Jordá, algo digno de celebrarse en los tiempos que corren.

Quizá algunos consideren Pequeño fracaso una lectura interesante y divertida. En mi opinión, Shteyngart ha conseguido mucho más, aunque de ello me ha dado cuenta sobre todo al terminar la lectura y volver la vista atrás. Como sucede con la vida misma.

Y por cierto, las gachas de alforfón son un desayuno exquisito.

jueves, 29 de octubre de 2015

Torrentes posmos

Esto no es un cuadro de Magritte

Siempre he desconfiado y desconfiaré de los ismos políticos. Toda mi ideología se resume en la palabra "libertad", concepto inevitablemente denostado por los seguidores de un ismo u otro. Pero no os hagáis ilusiones, que no vengo a hablar de política. Para hacer enemigos ya tengo facebook.

Los otros ismos, los literarios, si no desconfianza, sí me provocan cierta sensación de pereza. Es algo parecido a escuchar a un gafapasta hablar de música y descubrir que no hay palabra que no combine con funk, y que, en lo que tú llamas pop, él, cual mítico esquimal, distingue hasta dieciséis tipos diferentes de drum'n'bass. Sin embargo, como en general esa música no me gusta, mi pereza para admirarme y mi complejo de filisteo no van más allá.

Me enorgullezco de no conocer a nadie que haya dicho jamás: "me gusta la música garage"

Algo diferente sucede con la literatura: me gusta. En alguna ocasión he comentado algo que no tiene nada de original, a saber, que el modo en que se enseña la literatura en España (y supongo que en muchos otros países) está demasiado centrado en la teoría y no lo suficiente en la obra. Sin negar la importancia -en ocasiones, relativa- de situar una obra en su contexto, uno tiene la sensación de que, con demasiada frecuencia, al alumno se le presenta una determinada corriente literaria, y a continuación se le informa de que la obrita que vamos a estudiar se enmarca en dicha corriente. Léela y señala en ella sus características más claramente istas. Y tras estudiar dos o tres obras igual de representativas, pasamos a un autor de transición hacia lo que de verdad importa: el siguiente ismo. Así se crean alumnos y se matan lectores. En mi caso, y haciendo la salvedad de los buenos profesores, que los tuve, sólo empecé a disfrutar de verdad de la literatura cuando dejé de estudiarla. Ya os he dicho que esto no tenía nada de original. Estabais advertidos.

El postmodernismo es uno de mis ismos más odiados. Lo identifico con estudiantes, y no con lectores. Al igual que la marca Apple o el esperanto, el postmodernismo es una especie de secta. Sus devotos han renunciado al criterio y a la crítica, y valoran una obra no en función de su calidad, sino según su grado de postmodernez. 

Postmodernos. Es nuestra palabra. No la utilices. No intentes definirla. Sobre todo, no nos etiquetes con ella. Aunque nosotros sí lo hagamos.

Un posmo es superior a vosotros. Haber renunciado a todo ismo anterior al siglo XX inviste al posmo de una agudeza y una ironía que sólo en décadas venideras podréis empezar a apreciar. Id a la filmoteca a ver una película clásica. Un drama. Un western. Un thriller. Esperad a que, en la escena decisiva, la sala se suma en un silencio sepulcral. Pues bien, ése que estalla a carcajadas a mandíbula batiente en mitad del silencio más absoluto es un posmo. Es el único que ha advertido la ironía del director, que había programado el chiste para que se entendiera en el año 2416.

No todo el mundo puede ser posmo, naturalmente. Puedes dejarte una tupida barba; puedes ponerte una cinta en el pelo; puedes ir con bufanda en verano; puedes ponerte una chaqueta con coderas; puedes personalizar una camiseta con citas de Nabokov. Nada de eso te servirá para acreditarte como posmo si en el fondo de tu alma no lo eres. ¿Y qué necesitas para serlo? ¿Cómo se reconocen entre ellos? No lo sé con certeza, pero intuyo que la respuesta sería tan vaga y sosa como la propia definición del postmodernismo.

Este dibujo explica muy bien qué es el postmodernismo

Desconozco hasta qué punto Hocus Pocus, de Kurt Vonnegut (¿de verdad hay que traducirlo como Birlibirloque?) cumple los mandamientos del postmodernismo, pero los del lector los cumple a rajatabla: hacerle disfrutar como un enano y maravillarlo a cada párrafo.

Ironía, carácter lúdico, humor negro. Doña Wiki nos coloca en primer lugar esas características como las propias del postmodernismo. Y lo cierto es que las tres las encontramos a porrillo en esta novela. SIn ir más lejos, podéis imaginar el humor negro de un narrador que, veterano de la guerra de Vietnam, descubre un día, para su asombro, que el número de personas que ha matado es el mismo que el de mujeres que se ha cepillado.

Lo siento, pero es que esto del postmodernismo no da para imágenes más bonitas

Metaficción. La referencia, luz, guía, destino y razón de ser de todo posmo que se precie. ¡Su prefijo favorito fusionado con el único género literario digno de ser leído! También abunda en la obra de Vonnegut, que nos trae aquí personajes y obras ya metaficcionadas (¡oh oh así así más más!) en sus obras anteriores. La metaficción asimismo implica la presencia de un narrador poco fiable, algo que en Hocus Pocus sólo se nos revela, y de un modo divertidísimo, hacia el final de la obra, con la aparición del hijo del narrador.

Fragmentación. En otros autores, así como en este bloguero, la fragmentación es un recurso para disimular la incapacidad de tejer un discurso o narración de manera sostenida. En otras palabras, se desprecia a Dickens porque no se puede escribir como él. No sucede así en el caso de Vonnegut, en quien esa fragmentación parece autoimpuesta con el fin de frenar el torrente narrativo e imaginativo que sustenta la narración. De hecho, las líneas que separan un párrafo del siguiente, antes que fragmentar nada, dan una inusitada agilidad a la narración, como si el autor se hubiera servido de ellas para facilitar la siempre complicada tarea de enlazar un párrafo con otro. El narrador, por su parte, nos explica que la fragmentación de la obra responde a que no tenía papel de escribir y escribió la obra en el reverso de tarjetas de visita o en trozos de papel de envolver.


¡Ajá!

Fabulación. Junto con la ironía y el humor negro, si Hocus Pocus nos deslumbra es sobre todo gracias a la fuerza de la fabulación de Vonnegut. Escrita en 1990 y situada diez años más tarde, esta novela nos cuenta la historia de un veterano del Vietnam que, a su regreso de la guerra, donde no tuvo excesivos reparos en cumplir órdenes y matar con sus propias manos a hombres, mujeres y niños, recala como profesor en una curiosa universidad para alumnos con problemas de aprendizaje. Nos encontramos en unos EEUU que han sido prácticamente subastados a los japoneses, y donde el racismo de la sociedad ha llevado a la creación, por ejemplo, de cárceles separadas para negros, hispanos y blancos. El narrador nos cuenta la historia desde la cárcel, y toda la novela es un enorme flashback en el que se nos narra el fabuloso (de fabulación) proceso por el que una pequeña universidad pasa a convertirse en una efímera república independiente gobernada por los reclusos afroamericanos de un centro penitenciario.


Distorsión temporal. Con engañosa facilidad y una pasmosa técnica narrativa, Vonnegut consigue que esta distorsión, o la dificultad que suele implicar, pase completamente desapercibida. Ni el lector ni, por supuesto, el autor, pierden en ningún momento el hilo de la narración. Vonnegut es capaz de dar saltos de decenas de años, cuando no de siglos, y los párrafos siguen sucediéndose con la mayor naturalidad. No hay necesidad de detenerse, levantar la mirada y recapitular. Ello se debe a que las digresiones vonnegutianas son mucho más que un alarde de técnica posmo: son la esencia de esta historia. Quedándonos en la idea más obvia, diríamos que los actos más prosaicos, inanes o, por qué no, inevitables, de nuestros abuelos, del general Custer, de Davy Crockett o de nuestro propio yo (me pongo proustiano) en aquella conversación con una periodista en un bar de Saigón tienen unas consecuencias tan palpables hoy como lo serán todavía dentro de unas décadas. Si profundizamos un pelín más, podríamos aventurarnos a decir que la distorsión temporal de don Kurt no consiste tanto en la ruptura de la linealidad como en la destrucción de las barreras que separan pasado, presente y futuro. Más posmo no me puedo poner.

Sí, es él

 En defnitiva, Hocus Pocus gustará a los posmos, facilitará el trabajo a los estudiantes, que podrán encontrar en ella fácilmente algunas de las características más importantes del ismo, y maravillará a los lectores, que se lo pasarán teta leyéndola.


El torrente fabulador del que hablaba me lleva a la otra cara de la moneda, que, en este caso, y para mi sorpresa y casi desolación, es Mircea Cartarescu. Mi admiración por el rumano se acerca a lo que siente un posmo por DFW (sí, ya, exagero), y desde la publicación de El Levante esperaba con emoción rayana en la ansiedad a que cayera en mis manos. Cuando lo vi en la biblio me abalancé sobre él, y me faltó tiempo para ponerme a leerlo en cuanto llegué a casa.

Y del deslumbramiento inicial fui pasando a esa sensación que tenemos con algunos libros. Ya sabéis. Nos gustan, sí, no vamos a decir que no. De hecho, si el tren se averiase y se quedara tres horas parado en mitad de la vía daríamos gracias al destino por habernos dejado en compañía de ese libro. Pero cuando el tren se pone en marcha y llegamos por fin a casa, nos preguntamos: ¿qué pasaría si dejara de leerlo un día? ¿Y si interrumpiera la lectura, pasara a otra cosa, y retomara el libro dentro de tres semanas? Pues probablemente lo que pasaría es lo que ha pasado. Que lo dejamos a la mitad. Y es que el postmodernismo a veces tiene esos problemas: a diferencia de los clásicos, que siempre están abiertos de piernas, la novela posmo necesita su momento. Y cuando dice no, es no.


Al igual que Hocus Pocus, -que, por cierto, se publicó el mismo año; la casualidad es postmoderna-, El Levante es todo un torrente narrativo, un ejemplo más de la desbordada imaginación de Cartarescu. Fantasía a raudales, acción, diversión, ironía, metaliteratura, distorsiones temporales, y hasta un narrador que nos habla de cómo escribe la obra sentado en la cocina de un piso minúsculo sin calefacción. ¡Un paraíso posmo! Y entonces, ¿por qué Hocus sí y El Levante no (o no por ahora)? Tengo la impresión de que se debe al factor humano. Si bien hace ya tiempo que me interesa mucho más el cómo me cuentan algo que ese propio algo, si bien tengo perfectamente asumido que criticar una obra por el comportamiento de sus personajes es, en palabras de Nabokov, pueril, no puedo todavía prescindir del personaje. Uno o varios, entrañable u odioso, pero un personaje en el que me pueda reconocer. Y es que, al entrar en una obra de ficción y acatar la requerida suspensión de la incredulidad, servidor tiene sus límites. A saber: el personaje debe ser creíble, humano, con sentimientos y esfínteres. En otras palabras, el personaje debo ser yo. Y no, no me refiero a un cuarentón cascarrabias padre de familia. Yo he protagonizado Ruslán y Ludmila, pero también Un hombre que duerme; me habéis visto en Proust, como ya sabéis, y he protagonizado Hocus Pocus. En El Levante no me he encontrado. Volveré a buscarme.


Desafío final: encontrad un solo meme sobre el naturalismo.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Will Eisner y las reglas del juego


Las reglas del juego son dos: dinero y apariencia. El dinero te ayuda a mantener las apariencias, y la apariencia es fundamental para ganar dinero. Y si ésas son las reglas, ¿cuál es el juego? Abraham Kayn lo dice muy claro en el prólogo:

Nunca hemos sido mejores que nuestros vecinos, así que aceptamos que la única forma de mejorar era mediante el matrimonio.

¿Y por qué no? Todas las historias que oíamos de pequeños nos transmitían este mensaje. Da igual que fuera la historia, la Biblia o los cuentos de hadas, siempre ocurría lo mismo. Un gran rey o noble ofrecía la mano de su bella hija a un joven (de las clases bajas) que había realizado una gran hazaña. Generación tras generación, aceptamos esto como verdadero. Sin duda, para la gente normal se trataba de un sueño, porque el resto de formas de ascender socialmente eran más difíciles.

(...) Para nosotros, el matrimonio era, por lo tanto, un juego.

Hay mucho que ganar, sin duda, en ese juego. Y mucho que perder. Pero si pierdes, no te puedes quejar: conocías las reglas.

 Pero en Las reglas del juego, además del peligroso e hipócrita juego del ascenso social mediante el matrimonio, Eisner nos habla de un tema frecuente en su obra, como es la inmigración judía a los EEUU, su integración y su historia a la par del crecimiento y desarrollo del país. En ese sentido, la novela que nos ocupa tiene bastante en común con la magistral Contrato con Dios, que reseñé aquí. Sin embargo, en aquélla, el espacio se limitaba a un bloque de edificios, mientras que Las reglas del juego no tiene un escenario tan concreto, y de hecho sucede a ratos bien lejos de Nueva York. La Gran Manzana, no obstante, sigue siendo la Meca de todo emprendedor, o mejor dicho, de todo aquél que desee ser alguien en este mundo. Y en Nueva York, como en algún que otro lugar, los jetas pueden llegar bastante más lejos que los emprendedores.

Eisner nos muestra los avatares de la vida de tres familias judías de diferente origen y fortuna, desde finales del s. XIX hasta los años 50 del siglo pasado. Los Arnheim descienden de los muchos judíos alemanes que emigraron a los EEUU a mediados del siglo XIX. Gracias a su dedicación y talento para los negocios, Moses Arnheim creó un pequeño imperio en la industria textil y llegó a acumular tanta riqueza que se codeaba con los príncipes del comercio y la banca judeoalemana, como los Straus, los Lehman, los Goldman, los Loeb o los Guggenheim. ¿Os suenan? Este imperio fue heredado por su hijo Isidore, Izzy, que supo estar a la altura de su padre, si bien fracasó en la educación de sus hijos, Conrad y Alex. Conrad, niño mimado, sinvergüenza y vividor, es el gran protagonista de la novela, mientras que el fracasado Alex ofrece el contrapunto, al estilo de Hombre rico, hombre pobre.



Por su parte, la familia Ober es de aquellos judíos alemanes que decidieron dejar la gran ciudad y buscar su fortuna en las pequeñas poblaciones del oeste. Así Abner Ober, hijo del trapero Chaim, pasó de regentar una tienda de confecciones a ofrecer préstamos a los granjeros, para llegar así a convertirse en un acaudalado y respetado banquero. Como otros judíos alemanes, Abner es muy consciente de ciertas cosas. En la entrevista que ofrece a un periodista local, éste le dice:

-Ah...se forjó una buena reputación por su honestidad... Esto... poco habitual en los judíos.
-¡Depende de qué judíos esté hablando, señor!
-Por favor, no pretendía ofenderle... Ya sabe a cuáles me refiero... A los que vienen de Rusia... y...
-¡Ah, ellos!

Esta conciencia de clase entre los propios judíos es otro de los temas que subyacen en la obra, y se trata de una actitud todavía hoy muy habitual en el propio Israel. Así, durante la década de los 30 y la guerra mundial, cuando la fundación de la familia Arnheim propone ayudar a los judíos perseguidos y masacrados en Europa, Conrad se permite bromear:

-Cualquier cosa menos que los haga miembros del clud de campo, ¿eh?

Los Kayn representan a esos judíos de origen humilde, léase, de la Europa del este, cuya única esperanza de ascender en la escala social es mediante un buen matrimonio. Estamos en los años 50, y Aron Kayn es un bohemio que vive para la poesía. Un día conoce a Rose, la rebelde hija de Eva Arnheim. Eva, la bellísima segunda esposa de Conrad, procede de una familia judeoalemana arruinada, los Krause, y tiene muy claro que su objetivo en la vida es formar parte de la alta sociedad.



Al igual que en Contrato con Dios, o quizá de modo más acentuado aquí, la historia que se nos narra nos remite a las grandes sagas familiares de Isaac Bashevis Singer. Uno conoce a un puñado de personajes aparentemente respetables, que viven entregados a su trabajo y a la familia, pero en seguida se da cuenta de que no hay que rascar mucho para ver las miserias que se ocultan tras esas sagradas apariencias. Y dichas miserias brindan a Eisner la oportunidad de regalarnos todo un dramón, con villanos sin escrúpulos, secuestros, alguna que otra violación, un par de muertes horriblemente trágicas, y la desoladora constatación de que todo, absolutamente todo, se puede comprar con dinero, aunque nada, absolutamente nada, está completamente a salvo de la crueldad del destino.



Will Eisner está considerado uno de los maestros de la novela gráfica, cuando no su máximo representante. Aparte de su talento puramente literario, que yo insisto en comparar con Singer o Bellow, su destreza y creatividad al componer cada página ha sentado cátedra y ha influido tanto en los artistas posteriores, que a veces el lector no percibe la maestría de la composición. Esta novela, sin embargo, ha recibido algunas críticas por el modo en que el autor a veces delega en el texto escrito lo que debería expresarse de manera gráfica. Puede que sea cierto, y que Eisner haya recurrido en exceso a largos párrafos para narrar lo que en otras obras expresaba mediante imágenes. Quizá ello se deba a la más que respetable edad que tenía al escribir esta obra (84 años) o, sencillamente, a que los trapos sucios de los Arnheim y los Ober le interesaban más que la historia de sus auges y caídas. En cualquier caso, se mire como se mire, Las reglas del juego es una novela estupenda.


Will Eisner (1917-2005)

lunes, 30 de marzo de 2015

La vida en un palomar



Palomar es un pueblo situado en algún lugar de Centroamérica, que vive anclado en un pasado casi mítico al tiempo que mira de reojo hacia el Gran Sueño Americano. Palomar, donde no ha llegado el teléfono, oculta maravillas arqueológicas como esas gigantescas y misteriosas esculturas de una antigua civilización india, y delicias culinarias como las babosas fritas. No muy lejos de Palomar, aferrados a sus costumbres ancestrales, todavía quedan algunos indios que habitan en las colinas, morada también de panteras que, si bien tremendamente agresivas, no son quizá tan peligrosas como los monos que viven en el pueblo mismo. Estos monos se convierten de vez en cuando en una temible plaga, y los habitantes del pueblo se ocupan de ellos a tiro limpio o abriéndoles la cabeza a golpe de palo. Bienvenidos a Palomar.

Gilbert "Beto" Hernández, nacido en California hijo de mexicano y tejana, me sorprendió más que gratamente con Tiempo de canicas. Descubrí en esa lectura a un autor excelente que, en mi ignorancia, intuía que era capaz de grandes cosas. Luego, investigando por ahí, constaté que, cosas no grandes sino enormes, las había hecho hacía ya tiempo. Entre otras, con su novela gráfica y, en especial, con la serie que nos ocupa, había creado todo un mundo literario tan universal  como Yoknapatawpha, tan humano como el Wessex de Hardy, y tan fogoso como (suspiro) Macondo (para explicación del suspiro, seguir leyendo). Este mundo, que ya os he descrito muy someramente, se llama Palomar, y empezó a darse a conocer allá por 1983, a través de la publicación Love and Rockets, que el propio Beto había lanzado junto a su hermano Jaime, otro grande de la novela gráfica.



El extraordinario libro del que os hablo tiene como subtítulo 'Historias de "Sopa de gran pena"', pero creo que el título de Palomar que le ha dado la editorial La Cúpula es más que acertado, dado que fue en estas historias donde nació, se desarrolló y, lejos de morir, se inmortalizó el pueblo.



Los incontables argumentos de estas historias de "Sopa de gran pena" nos muestran, en primer lugar, las relaciones entre los habitantes del pueblo, un lugar donde todos se conocen desde niños, donde pocos conocen a sus padres biológicos, y donde a ratos todos parecen estar emparentados. En segundo lugar, asistimos también al modo en que dichos habitantes reciben, toleran o repelen a los que vienen de fuera, sea de forma temporal, para realizar excavaciones arqueológicas, sea para huir y esconderse del mundo, sea de regreso para jactarse de su triunfo en la vida. Pero si hubiera, que no sé por qué iba a haberlo, que hallar una especie de hilo central, habría que referirse sin duda a Luba, esa figura casi arquetípica de una prehistórica deidad matriarcal.


Luba es, al principio, una de esas recién llegadas al pueblo, y nadie sabe de dónde ha salido ni cuál es su historia. Se gana la vida dando baños a los hombres, oficio en el que tendrá que competir con Chelo, hasta ese momento la bañadora oficial de Palomar. Luba vive en un camión y está rodeada de mujeres y niñas. No tardamos en averiguar que todas ellas son de distinto padre y que ninguna sabe de quién es hija. Luba destaca por su fuerte e indomable carácter, por su belleza india y por sus enormes pechos, pero Hernández se cuida mucho de presentarnos a una supermujer. Antes al contrario, si Luba tiene que enfrentarse con algo, no es tanto con la violencia y la estupidez de un mundo machista (uno de los viejos dichos de Palomar es que se trata de un lugar, y cito de memoria, "donde los hombres son hombres y donde las mujeres necesitan sentido del humor"), sino sobre todo con sus propios defectos y debilidades: la incapacidad de mantener una relación estable, la imposibilidad de mantener las piernas cerradas, su inclinación por hombres tan poco proclives como ella a la estabilidad, el peso de sus traumas, que le impiden llorar y, en el aspecto físico, sus piernas de gallina. Los pechos de Luba idiotizan a los hombres, pero este personaje tiene muy poco de icono sexual. Luba es ante todo un símbolo de la fuerza de la mujer en su aspecto, digamos, más social y contemporáneo, así como de la mujer mítica dadora de vida.



Luba, no obstante, es tan sólo uno de los muchísimos personajes que pueblan estas páginas. De sus vidas, Hernández nos muestra retazos, pero tan bien escogidos y secuenciados como sólo puede hacerlo un maestro. A ratos viajamos a su infancia, de ahí a su madurez, volvemos a visitar su infancia y no pocas veces nos paseamos por su muerte. Pero en Palomar, magia de la literatura y talento de Hernández, la muerte nunca pone punto final a las historias.

Palomar nos introduce también en la vida, por ejemplo, de Vicente, cuyo rostro tiene una terrible desfiguración de nacimiento; Carmen, la pequeña peleona; Heraclio, el lector; Israel, el musculitos de versátil sexualidad, cuya hermana gemela desapareció de niña; Gato, el maltratador y fracasado emprendedor; Ofelia, la sacrificada y dolida solterona; Chelo, la bañadora de armas tomar que llega a sheriff; Tonantzín, la bellezona demasiado idealista para este mundo, y varias decenas más. No hay duda de que las mujeres son las grandes protagonistas del libro, y parece ser que éste tiene legiones de lectoras. En todo caso, no obstante, todos y cada uno de los personajes son muchísimo más ricos de lo que un par de adjetivos pueden injustamente dar a entender. Sus vidas no se cruzan sino que se entrelazan, y si alguna vez os habéis preguntado de cuántas maneras se pueden relacionar los habitantes de un pueblo, este libro os dará una idea bastante aproximada.

La serie iniciada con esta colosal novela continuó con otras como Luba o Río Veneno. La primera de ellas, como la que nos ocupa, tiene más de 500 páginas y, tras haberla localizado en la biblioteca, ya me estoy frotando las manos. La lectura de Palomar, no obstante, encierra un peligro, y es que el frenético ritmo que, involuntariamente, el lector a veces le impone no es el más adecuado para disfrutar de esta obra. Por mucho sexo, tiros, asesinatos, recuerdos y traumas de la infancia, peleas, epifanías, desapariciones, el chit chit de los monos, ojos arrancados, amistades eternas, gritos, navajazos, rencores, babosas fritas, arrestos, perdedores y folleteo por doquier, Palomar requiere una lectura reposada. De lo contrario, puede hacerse difícil seguir el ritmo de los cambios de escena, los saltos adelante y atrás en el tiempo, y los numerosos comienzos de historia in media res. Sin duda esta estructura es resultado del modo en que las historias se fueron publicando a lo largo de trece años en Love and Rockets, lo que asimismo provocó que, con cada nueva entrega, las historias fueran ganando en complejidad y profundidad. Otra de las bienvenidas consecuencias de esta publicación por entregas es la libertad con la que Hernández entra y sale de la vida de sus personajes. Como he apuntado más arriba, allí donde quizá hemos dejado a un personaje muerto y enterrado, el autor decide volver a él y sacar a la luz un episodio de su juventud que finalmente enlazará  -o no- con otro del que ni él mismo tiene todavía conocimiento. Tanto crítico hablando de Gabo y a ninguno se le ocurre el nombre de Dickens... Como diría cualquiera de los personajes, ¡tsk!


Porque parece ser que a algún crítico se le ocurrió un buen día la comparación con García Márquez, y, como podéis imaginar, allí se lanzaron en tromba todos los demás críticos. Así, las voces que relacionan esta obra con el realismo mágico son casi tan unánimes como las que se refieren a Palomar como el Macondo de la novela gráfica. Ya sabéis lo populares que son ese tipo de comparaciones entre todas las especies de críticos y periodistas: el Nobel de la televisión, el Proust japonés, el Maradona de los Cárpatos... Sin embargo, constato con alivio que no soy el único en pensar que dicha comparación es, cuando menos, desacertada. En mi opinión, por muchas insólitas delicias culinarias, civilizaciones ancestrales, plagas de monos o cementerios de esculturas sumergidas, en Palomar no hay realismo mágico. La única magia que hay en estas historias de un realismo, si queréis, mítico, es la que les imprime el autor. Con eso no quiero decir que la comparación con Gabo sea del todo descabellada, pues es innegable que ciertos elementos nos pueden recordar al colombiano: en Palomar se respira ese promiscuo aire caribeño de El amor en los tiempos del cólera; el pueblo está anclado, como ya he dicho, en un pasado mítico que nos puede hacer pensar en Cien años...; y la violencia de sus calles nos puede traer a la mente Crónica de una muerte anunciada. Pero no os engañéis: Palomar es grande por sí solo.


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