Mostrando entradas con la etiqueta literatura húngara. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura húngara. Mostrar todas las entradas

miércoles, 4 de febrero de 2015

Días felices en el infierno



En algún momento de nuestra vida, y, con desgraciada frecuencia, en más de uno, todos los lectores tenemos que enfrentarnos a la odiosa pregunta de ¿qué tipo de literatura te gusta? Algunos lo tienen muy fácil: la ciencia ficción, la novela histórica, la romántica, la de detectives. Otros afinan más: un amigo mío decía que lo que a él le gustaba era la literatura distópica.

Antes de calificar esta pregunta de "odiosa" estuve tentado de utilizar el adjetivo "estúpida", pero ahora no estoy tan seguro. Si bien me costaría mucho señalar uno o dos o más géneros como mis favoritos, y preferiría limitarme a decir que la literatura que me gusta es "la buena", sí es cierto que podría responder a la dichosa pregunta con "la literatura rusa" o la inglesa. Esto quiere decir no sólo que nos gusta casi todo lo que leemos de la literatura de esos países, sino también que, de alguna manera no siempre fácil de explicar, nos sentimos atraídos por sus respectivas cultura e historia. Así, tengo también muy claro que me pueden gustar Flaubert, Chateaubriand, Voltaire o Maupassant, pero nunca se me ocurriría definirme como aficionado a la literatura francesa (y no sé si debería avergonzarme de esto, pero a la española tampoco).

En los últimos años, otra literatura nacional ha venido a sumarse a mi lista: la literatura húngara. Como os podéis imaginar, esto no es algo que se pueda confesar fácilmente, por el riesgo de que nos tomen por un insoportable pedante, en el mejor de los casos, pero, aquí, entre nosotros no hay secretos. Eso sí, mi posible pedantería no llega al extremo de considerarme un experto, ni siquiera un entendido, pero sí me enorgullezco de ser capaz de nombrar, a bote pronto, una docena larga de autores húngaros a los que he leído y disfrutado. El último de ellos, György Faludy.


Faludy es considerado uno de los más grandes poetas en lengua húngara del s. XX, pero también, y esto en un país donde a una dictadura siguió otra, uno de esos escasísimos hombres íntegros y coherentes con sus principios, algo que tan poco toleran los regímenes dictatoriales y, por qué no decirlo, tanta y tanta gente corriente y moliente. Si dijera que los principios de Faludy eran el amor al arte, a la libertad y a la belleza, sonaría un tanto cursi, y dado que Faludy, como veremos, de cursi no tenía ni un pelo en su pobladísima cabellera, será mejor dejarlo en que su principio fundamental era el goce de la vida, goce que se cimentaba, eso sí, en esos tres pilares mencionados.

Nuestro autor se dio a conocer a los 24 años por sus traducciones de poetas europeos, en especial François Villon, traducción que se ha reeditado más de cuarenta veces. Asimismo, su propia poesía le granjeó un enorme prestigio en su país, pero hablamos de los años 30 y del régimen de Miklós Horthy, estrechamente vinculado al nacionalsocialismo alemán. Faludy, de origen judío, se vio obligado a salir de Hungría. Días felices en el infierno comienza precisamente en los últimos días de Faludy en su país, antes de partir para Francia. A partir de ese momento, da comienzo una historia que nos asombra por su magistral sencillez, su amenidad, sus observaciones sobre política, poesía o historia, y sobre todo, por la fascinante galería de inolvidables personajes que pueblan sus páginas. El más fascinante, el propio autor.

Cuatro son los escenarios principales que recorremos en esta feliz e infernal aventura: Francia, Marruecos, los Estados Unidos y Hungría, si bien el último tercio del libro transcurre casi exclusivamente en el campo de trabajo de Recsk. También es en Hungría donde da comienzo la obra, y ahí Faludy nos deleita con una preciosa y vívida evocación de la Hungría de provincias, donde aparece el primero de los extraordinarios personajes, el brutal cacique Simon Pan, así como quien será amigo del autor hasta el final de sus días, Laszlo Fenyes.

Campo de trabajos forzados de Recsk

El libro es, entre otras muchas cosas, una auténtica fiesta de poéticas descripciones, certeras observaciones y anécdotas hilarantes de la mano de una persona a la que no le duelen prendas en demostrarnos -que no confesarnos- lo cabroncete que es. Faludy es capaz de beneficiarse a su amante a cuatro pasos de su señora, pero en un mundo feliz el remordimiento parece no existir.

Me rocié con el agua de colonia del sobrecargo para que mi mujer no notase el intenso aroma a lilas y me deslicé después fuera del camarote. Estaba feliz de contemplar el mar.

Bueno, quizá lo de los remordimientos no es cierto. Faludy sí es capaz de sentirlos, pero se los reserva para aquello realmente importante, como vemos en otro arrebato de placer con la querida:

Mientras que ella me mordía los labios hasta hacérmelos sangrar, yo me reprochaba no estar dedicándome a escribir un poema dedicado al hundimiento de la tercera república, como era mi obligación.

No hay que concluir por ello, sin embargo, que el ego de Faludy estuviera más inflamado que el de cualquier otro poeta, o que fuera incapaz de empatizar con el dolor ajeno. A mi juicio, se trata de algo mucho más simple y obvio: Faludy es consciente de que sólo él puede disfrutar de su propia vida. Para la prudencia, la atadura a las convenciones y el miedo al qué dirán, ya están los demás. En este sentido, vale la pena comparar a un "individualista" como él con el furibundo comunista Bandi, otro compañero de aventuras, en Marrakech:

Era, ciertamente, como si el Horror mismo estuviera sentado en el trono de la montaña con la cara de un joven demacrado de hombros puntiagudos mirando diabólicamente hacia la ciudad. Pero eso que Bandi denominaba la "energía destructiva de la ciudad" era para mí la vida en estado puro: la vida real, terrenal, que mi amigo no podía ver ni entender. Cuando nos sentamos en el Café Universel, en una esquina de la Plaza de Yamaa el Fnaa, donde los niños se acercaban sigilosamente bajo las mesas para enseñarnos grillos prisioneros en cajas de cerillas, para quitarnos de la mano las colillas de nuestros cigarrillos o para tocar acompañados de pequeños instrumentos musicales que únicamente nosotros alcanzábamos a oír, Bandi fantaseaba en voz alta acerca de una sociedad en la que la mendicidad habría desaparecido.

No hace falta que os diga cómo y a manos de quién acabó sus días Bandi.

Días felices... está, como ya hemos dicho, repleto de escenas memorables y personajes tan extraordinarios que no pueden ser más auténticos. Pero lo que a mi juicio distingue esta obra de otras memorias es aquello tan difícil de conseguir y que suele marcar la diferencia entre un buen libro y una gran obra: el tono. Resulta difícil describir ese tono, y al hacerlo uno se ve forzado a matizar cada uno de sus adjetivos. La voz de Faludy es inocente, pero nunca cándida; irónico, que no mordaz; sarcástico, pero no descreído; socarrón sin ser listillo; independiente y rebelde, sí, iconoclasta, jamás. Y es que estas memorias tienen mucho de novela picaresca, aunque, una vez más, ese término nos acerca sólo relativamente a este libro. Luego, por fortuna, queda todavía un buen trecho que andar, y lo cierto es que Faludy consigue que su arrobo celestial y su descenso a los infiernos sean para el lector un inolvidable paseo dominical por un parque soleado, seguido de un aperitivo y una charla con los amigos.

Porque tras su descenso al infierno, Faludy no desea ajustar cuentas con nadie. No obstante, no hay que ver en eso un deseo de perdonar o siquiera de olvidar... y tampoco de lo contrario. Es muy siginificativa su actitud respecto a uno de los personajes cruciales de la Hungría de aquellos años: Laszlo Rajk.

Laszlo Rajk durante su confesión

A la cabeza del régimen comunista húngaro en aquellos años estaba Mátyás Rákosi, uno de tantos peleles de Stalin. Al igual que en la URSS, el régimen no toleraba a los comunistas convencidos, aquéllos que se afilian al Partido por principios y por el convencimiento de que ese camino es el mejor para la sociedad. Algunos llaman a eso el verdadero comunismo, por lo que habrá que deducir que los únicos regímenes comunistas que conocemos, es decir, aquéllos que liquidaron a todo aquél que no entrara en el Partido movido por las ansias de poder y la sed de matar, fueron falsos. Rajk, en cualquier caso, era de los otros, los verdaderos, y además no estaba controlado por Stalin, por lo que un día de 1949 fue arrestado bajo la acusación de titoísmo, y ahorcado cinco meses más tarde tras un juicio farsa, retransmitido por la radio, en el que todo el mundo tuvo que desenchufarse el cerebro para poder creerse todas aquellas autoacusaciones.

Pensaba en Rajk. Siempre me había parecido detestable. El caso es que me interesaba por sus implicaciones, que eran lo verdaderamente importante: nos permitían comprender que vivíamos en un país donde gente inocente podía ser arrestada y ahorcada cuando a las autoridades les viniera en gana. Pero entonces, por primera vez, sentí una especie de simpatía por tan odiosa víctima, culpable para mí de las peores fechorías, pero no de ésas de las que se le acusaba.

Este juicio desató una purga no sólo entre los miembros del Partido, sino en la oposición y entre amplias capas de la sociedad. Uno de los casos más grotescos es el de un meteorólogo acusado de propaganda capitalista por haber anunciado una brisa cálida de occidente. El destino de todos, Faludy incluido, fue el campo de trabajo de Recsk, previo paso por el número 60 de la calle Andrassy, donde primero los nazis y luego los comunistas ablandaban a sus víctimas antes de mandarlas a su destino, y donde hoy se encuentra el Museo Casa del Terror de Budapest.

Sala de tortura del Museo Casa del Terror de Budapest


* * *
 En Marruecos fui tanto más feliz cuanto más apartado estuve de las exigencias y la disciplina de la civilización técnica y al tiempo me desembaracé de ciertos problemas de conciencia. Me había ocupado de todo sin quejarme, pese a que me había lamentado a menudo de que, por el lugar y la hora de mi nacimiento, me hubiera tocado en suerte esa cultura tecnificada que no solo determinaba mi estilo de vida, sino que también limitaba mi imaginación, y que incluso censuraba y castraba mis emociones y pensamientos. Desde mi más lejana juventud siempre entendí, sin hablar nunca del asunto para evitar que se me tachase de reaccionario o de loco, que vivía en un mundo donde se conocía el color, el corte y el precio de la ropa interior de una mujer mucho antes de haberla desnudado...

Podría parecer que la última parte de la obra, que transcurre en el campo de trabajo, tiene poco que ver con sus experiencias en Marruecos, donde Faludy, entre bandoleros y efebos, fue feliz sin necesidad de picar piedra o guardarse mendrugos de pan. (Es allí también donde tiene lugar una de las escenas más divertidas del libro, cuando unos sudaneses intentan venderle una burra). Sin embargo, lo que une y da coherencia a sus experiencias en Marruecos, los EEUU o Hungría, es la capacidad del autor de sacar goce hasta de las piedras, así como cierta actitud que algunos llamarían irresponsable, pero que quizá es todo lo contrario. Faludy abrió todas las puertas que se encontró en el camino, y a quienes piensen que dicho comportamiento es poco juicioso, creo que él replicaría que ésa era la única forma de conocer su destino. Sólo así cabe entender su regreso a Hungría tras la II Guerra Mundial, desoyendo todas las voces que le aconsejaban quedarse en Estados Unidos (adonde, por cierto, había ido por invitación del mismísimo Roosevelt). Y sólo así cabe entender que, en lugar de darse cabezazos contra la pared y decir "¡burro, burro, burro!", se dedique a imaginar historias a partir de las manchas de humedad de la celda donde está encerrado.

En la pared del fondo, donde el miembro ateo del Parlamento había escrito "TEN PIEDAD DE MÍ, SEÑOR", cuatro caballos apocalípticos arrastraban una carroza hacia la gran grieta vertical, abierta en zigzag a lo largo de la pared. Detrás de la carroza, a la izquierda, me pareció leer las letras MMIR. Pronto decidí que la grieta húmeda que iba de sur a norte en el mapa mural era el Rhin,pero ¿quiénes iban en la carroza? ¿Aristócratas huyendo de la Revolución francesa?

En fin, me doy cuenta de lo poco que os he contado, y quizá sea mejor así. Se hace casi imposible resumir estas magistrales y entretenidísimas memorias, y no les haríamos justicia si nos limitáramos a recoger aquí los avatares de Faludy, por muy increíbles, divertidos y hermosos que lleguen a ser algunos de ellos. Pero para que os hagáis una idea de lo que fue la vida de este señor, nada mejor que recordar un episodio que sucedió mucho después de que nos narrara sus felices días.


Faludy y Johnson, contemplando su futuro

Cuando se publicó por primera vez en lengua inglesa Días felices en el infierno (en Hungría hubo que esperar a la caída del comunismo), un bailarín americano llamado Eric Johnson se obsesionó con él hasta tal punto que lo dejó todo y se fue a Hungría, donde solicitó permiso de residencia y trabajo. Se lo concedieron, pero su verdadero objetivo, Faludy, se encontraba en el exilio. Johnson se dedicó a aprender húngaro, y, nadie sabe muy bien cómo (estamos en lo más crudo de la Guerra Fría), consiguió un trabajo como comentarista deportivo en inglés. Tres años más tarde, dio por fin con Faludy, que se encontraba en Malta, viudo tras la muerte de su segunda esposa. Allí se presentó Johnson y se inició entonces una larga relación entre el exbailarín de 28 años y el poeta de 56, relación que duró casi cuarenta años. Al final de ese periodo, tras la caída del comunismo, los dos estaban de nuevo en Budapest, donde Faludy, a raíz de la recuperación de sus obras, se había vuelto a convertir en una celebridad, mientras Eric, que siempre fue considerado un tanto sospechoso por las autoridades, había pasado de bailarín de ballet a convertirse en un experto en poesía latina. La victoria entonces de los socialistas-liberales no evitó, como ellos esperaban, que les rescindieran el contrato del piso que ocupaban, por lo que se vieron obligados a abandonarlo. Pasó entonces por allí una jovencísima y hermosa poeta, llamada Fanny Kovacs, devota también de nuestro héroe, y una cosa llevó a otra. Resultado: tras casi cuatro décadas de pasión, al pobre Eric Johnson le cupo el honor de ser probablemente "el primer hombre de la historia abandonado por un amante de 92 años". Poco después, mientras Faludy y Kovacs posaban para un picantón reportaje de la revista Penthouse, Johnson acababa sus días en Nepal.

Pues de historias como ésta, este libro húngaro está lleno.

 Pensad lo que os venga en gana de esta relación

viernes, 7 de febrero de 2014

Armonía celestial


 ¿Qué sucedería si pusiéramos por escrito todo lo que sabemos sobre nuestros antepasados? El resultado probablemente sería una colección de anécdotas mal recordadas, leyendas infladas y muchos trapos sucios, todo ello junto a un inventario de cuadros, fotos, relojes, collares y alguna caja de música.

Todos estamos convencidos de que, si fuéramos capaces de escribir un libro sobre la vida de nuestros abuelos, nos saldría una novela apasionante. Mi abuelo materno, por ejemplo, fue marino, y de sus viajes por esos mares exóticos le traía a mi madre monos y cocodrilos (no os pongáis así, hoy no se lo permitiría). Se casó dos veces con mi abuela, sin mediar ningún divorcio, Dios nos libre, entre ambas bodas. Por su parte, mi abuela paterna nació en Rhodesia, hoy Zimbabue, y era descendiente de misioneros wesleyanos. Tuvo dos agitados y trágicos matrimonios, y tras abandonar el país y recorrer medio mundo con mi padre y mi tío, acabó recalando en un pueblecito de la costa granadina. También tuvo tiempo de escribir libros, aunque yo no sabía que hubiera llegado a publicar ninguno hasta que, hace unos meses, imaginad mi sorpresa, encontré una reseña de su primera novela, con fecha de 1940, en un periódico en lengua inglesa de ... Singapur. Y si así de interesante fue la vida de nuestros antepasados, cuánto más no lo será la del húngaro Péter Esterhazy, perteneciente a un linaje de príncipes de rancio abolengo que se remonta a la Edad Media.

Hacía mucho tiempo que los turcos se habían retirado de Kismarton y habían evacuado Hungría, cuando un día llegaron dos señores lujosamente vestidos al pueblo. Los dos eran turcos, aunque los turcos se habían retirado ya de Kismarton y habían evacuado Hungría, cuando un día llegaron dos señores lujosamente vestidos al pueblo. Los dos eran turcos. Llamaron enseguida a la puerta de la primera casa. "¡Dios les guarde!". "¡Y a ustedes!", les respondió el dueño, que no era otro que mi querido padre, y les preguntó: "¿qué les trae por aquí?". Uno de los señores turcos le replicó: "Es una larga historia. ¿No habréis oído hablar en este pueblo de una mujer a la que raptaron los turcos y que luego escapó?".


Los que os pasáis por aquí desde hace tiempo, sabéis de mi casi ilimitado interés por Europa Central y mi afición a la lectura de grandes sagas familiares. Y eso fue justamente lo que me atraía de esta novela, que se anunciaba precisamente como la historia de Hungría a través de la familia Esterházy. No sé si fue leyendo Historia de la Edad Media, de Montanelli, cuando me volví a topar con este nombre, y me llamó la atención el hecho de que un prestigioso escritor de nuestro tiempo descendiera directamente de aquellos príncipes medievales.

Aparte de palacios y castillos por toda Europa, salvo en Hungría, donde fueron expropiados por el régimen soviético, los Esterházy tienen página propia en casa wiki, pero eso no es nada si pensamos que tenían a su servicio a Joseph Haydn como maestro de capilla. La afición por la música, de hecho, venía de mucho antes, y una de las figuras más relevantes en la historia familiar, el Príncipe Pablo I, aparte de echar a los otomanos de Buda y reproducirse (tuvo diecinueve, 19, hijos con su primera señora y siete con la segunda), encontró tiempo para componer el ciclo de cantatas Harmonia Caelestis, que da título al libro de su descendiente.

Harmonia Caelestis

Si algo aprendí gracias al Ulysses, es que cuanto más compleja es una novela, más sencilla resulta su lectura. Y este brillante aforismo le viene que ni pintado a la obra magna del conde y escritor húngaro Péter Esterházy, porque Armonía celestial es una obra sumamente rica y compleja que se lee de un tirón. Un tirón muuuy largo, eso sí, porque la celestial armonía consta de 800, a ratos agotadoras, páginas.

 Al igual que con la obra de Joyce, el lector se siente tentado, en más de una ocasión, de cerrar el libro y a otra cosa mariposa. Eso sucede sobre todo en la primera mitad de la obra, titulada "Frases numeradas de la vida de la familia Esterházy", consistente en una sucesión de párrafos que no siguen ningún orden cronológico y en los que apenas se nos dan indicaciones acerca de quién habla en cada momento. En cada uno de estos 371párrafos, cuya extensión varía desde una línea hasta varias páginas, el narrador, sin mencionar en ningún momento (creo recordar) el apellido Esterházy, nos habla de "mi querido padre", y este querido padre debe de aparecer más de mil veces en estas cuatrocientas páginas. Y lo bueno es que este querido padre puede ser tanto un conde del s. XVI como un príncipe del XVII, un general del XVIII, un diplomático del XIX (en realidad, aparte de sus labores, todos eran también príncipes) o un primer ministro del XX. Pero no sólo.

En esta especie de viaje por la historia, donde no nos acompaña la memoria sino retazos de ésta hilvanados al azar, la "paternidad colectiva" al final se extiende más allá de la propia sangre, y mi querido y principesco padre puede convertirse en un cochero, un mozo de cuadra o un borrachín de taberna.

En el curso de la mencionada discusión que apenas era una discusión le esbocé a papi -que no me hacía ni caso- las líneas esenciales de mi proyecto, especialmente la idea de rescatar la memoria común, desde el coro de los ángeles hasta el estofado, desde el cardenal Péter Pázmany hasta mi pito, desde mi querida madre hasta mi querido padre, y subrayé el hecho de que -¡qué pensamiento más bonito!- la memoria de todos es también la mía y la suya, la de mis hermanos, la de los vecinos, la mía y la del policía  voluntario, la de todos... y así seguí, soltando todo lo que se me ocurría.

El castillo de los Esterházy en Kismarton.

Y si bien el lector poco avisado puede desesperar ante el caos cronológico y la mezcla de voces, lo cierto es que estos párrafos que conforman dicho caos son tan interesantes y la escritura de Esterházy es tan magistral, que uno puede leer Armonía celestial al modo de Rayuela, dando saltos de aquí para allá. El comienzo de algunos de estos párrafos cogidos al azar:

173 Mi querido padre era un joven inútil que amaba el alcohol, la música y las mujeres. Cuarto hijo varón, sexto por orden de nacimiento, carecía de dinero, lo que no le importaba mientras tuviera lo que amaba: alcohol, música y mujeres. Y aunque no lo tuviera, no le importaba demasiado...

286 Una tarde, mi querido padre salió de su habitación, mi querido padre, un hombre guapo pero débil de carácter, se acercó a su hijo mayor, le besó en la frente y le dijo: "Estoy orgulloso de ti, querido hijo. He tenido un sueño muy bello sobre ti, estoy verdaderamente orgulloso."

174 Mi querido padre era todavía joven, ¿finales del siglo XVIII?, no, ya no ra tan joven, ¡principios del XIX!, el caso es que se econtraba acostado, desnudo, en su cama, sonriendo, y se comía el sol a bocados...

Georgi Markov, disidente búlgaro asesinado en Londres por la KGB con un paraguas envenenado

130 Mi querido padre fue interrogado en Sofía por los agentes del departamento antierrorista de Scotland Yard por el asunto Markov...

79 Hubo un problemón. Mi querido padre había negociado la paz con Napoleón con demasiado ímpetu; éste ya estaba acabado, pero el final de la partida requería precisión y una firmeza despiadada...

132 Mi querido padre mató en el siglo XVIII a la religión, en el siglo XIX a Dios y en el siglo XX al hombre.

313 Un día hermoso y primaveral, un día tranquilo, mi querida madre reconoció que tenía celos del pene. Así se conocieron ella y mi querido padre...

231 Ya era un viejo hijoputa inofensivo, no un anciano jovial, comrpnsivo, atento, tierno, no, ya estaba muerto, y el día antes de su entierro, para reunir fuerzas, se hizo el inventario de los pecados de mi querido padre...

Y podría seguir así con prácticamente todos y cada uno de estos párrafos. Por muy dislocada y extenuante que sea la narración, es imposible resistirse a su lectura, adentrarnos en un personaje hasta conocerlo como de toda la vida, presenciar una anécdota quizá trivial, quizá trascendental, y despedirse de él hasta quién sabe cuando y si. Y así, historia tras historia seguida de anécdota seguida de inventario seguido de aforismo seguido de leyenda seguido de especulación. Eso son las primeras 400 páginas.
¿Y las segundas?

Miklos Horthy riéndole las gracias al Führer

Pues en la segunda parte tenemos una narración mucho más convencional, en el sentido menos negativo de la palabra. Es decir, los personajes principales, bisabuelo, abuelo, padres y narrador, son quienes dicen que son, y la historia se sitúa en lo que va de la vida del primero hasta la del último. El orden cronológico, no obstante, sigue desaparecido, y la historia sigue dando saltos hacia delante, hacia atrás, a la derecha y a la izquierda. Se nos narra aquí la decadencia de la familia debido, entre otros factores, a los avatares del país a lo largo de los siglos XIX y XX, desde el desmoronamiento del Imperio Austro-húngaro:

El mundo se derrumbaba con mucha disciplina, día tras día, y mi abuelo pudo contemplarlo de cerca.

a la dictadura estalinista de 1947, pasando por el breve régimen soviético de Béla Kun o el protofascismo de Horthy. La maestría narrativa de Esterházy no decae aquí ni un momento, y el drama que se desarrolla ante nuestros ojos no impide que la historia esté repleta de humor.
Me gustaba que alguien rezara por mí, siempre me ha gustado, era como poseer una cuenta bancaria en la lejana Suiza, algo que existía y que no existía, pero que -tanto si existía como si no- iba aumentando con el tiempo.

En el momento en que Menyus Tóth entraba en el salón Roisin para anunciar que habían llegado los comunistas, mi querido padre estaba dándole una enorme patada a mi abuela en el vientre. No hay por qué preocuparse: se la daba desde dentro.

Bajo el régimen soviético, la familia del escritor sufrió la expropiación de todas sus tierras y propiedades. La represión de la familia por parte de las autoridades, cruel aunque no todo lo inhumana que podría esperarse, los priva de sus derechos y los relega al último lugar en la cola del pan. El relato de la familia prisionera primero en su castillo y luego realojada en una habitación de la casa de unos campesinos no tiene desperdicio, y es esta época la que ocupa la mayor parte de la narración. En ella, junto a la convulsa escena política del país, asistimos al despertar a la vida de un muchacho que crece en la miseria al tiempo que se sabe miembro de una de las familias más poderosas de Europa. Sin embargo, en lugar de amargura y resentimiento por parte del autor, aquí priman sobre todo el humor y el desparpajo del narrador.

Mátyás Rákosi, líder del Partido Comunista Húngaro y cortador oficial de bacalao en la Hungría soviética

No obstante, es también en esta segunda parte donde se hace más explícita la reflexión sobre historia, literatura y memoria que conforman, a la postre, la idea central del libro. Hay quien ha dicho que, en Armonía celestial, Esterházy, que necesitó ocho años para escribirlo, elabora una especie de pastiche-antología-parodia de todo tipo de género literario, lo que nos recuerda una vez más al Ulysses y su despliegue de técnicas narrativas. Sin embargo, el virtuosismo del autor húngaro es bastante más accesible que el de Joyce, y del mismo modo, sus periódicas acotaciones ayudan a que la lectura de este fascinante libro tenga mucho más de placentero que de rompecabezas. En definitiva, por mucho que nos pueda dar la impresión de lo contrario, sobre todo en esa susodicha primera parte, Esterházy en ningún momento se propone jugar a confundir al lector.

Los escenarios de este libro, tanto las caderas como las cascadas, sus acontecimientos y sus protagonistas son reales, conformes a la realidad (...) Pese a su dependencia de la realidad, hay que leer este libro como una novela, y no pedirle más ni menos que lo que una novela puede dar (todo). A eso hay que añadir que ha omitido muchas de las cosas recordadas, sobre todo aquellos detalles que tenín que ver directamente con él. No ha querido habar de sí mismo. No es, pues, la historia de su familia, sino más bien la historia de ... (...) Éste es aquel libro imaginado sólo en parte, puesto que la memoria es ilimitada e insegura, y los libros que se crean partiendo de la realidad, en la mayoría de los casos no ofrecen más que pálidos y escasos fragmentos, una parte mínima de lo que hemos visto y oído.

Así pues, la afirmación, tan repetida por los críticos, de que, con Armonía celestial, Esterházy se propone contar la historia de su país a través de la de su familia es cuando menos discutible, o tan sólo aplicable a la segunda parte, y con reservas. Quizá tras la lectura, la consulta en la red y la relectura, si ésta llegare, uno pueda reconocer en ese torbellino de relatos y leyendas familiares algo de la historia de Hungría, pero lo cierto es que, deglutidas esas 800 páginas, uno no sabe mucho más de Hungría que al principio. Y en cuanto a la familia, pues sí, ha aprendido que, como casi todas, los Esterházy eran una familia de locos. Y esta inopia en la que nos deja la obra sólo puede significar una cosa: que Péter Esterházy se pasó 8 años escribiendo un libro para él solito y nadie más. Y por eso me ha gustado tanto.

"Existir consiste en fabricarnos un pasado." (Eso es lo que solía decir mi abuelo.)

 

viernes, 1 de junio de 2012

Viaje en torno de mi cráneo, de Frigyes Karinthy


La expresión "vivir para contarlo" nunca fue más oportuna que en el caso de Frigyes Karinthy.
Karinthy fue un novelista, poeta, dramaturgo, periodista y traductor húngaro que gozó de una extraordinaria fama y prestigio en su país en las primeras décadas del siglo XX, prestigio que todavía hoy conserva. En 1936 se diagnóstico él mismo, acertadamente, un tumor cerebral, y el proceso de su ingreso e intervención, que constituyen el eje de esta obra, se convirtieron en asunto de interés nacional, seguido minuto a minuto por la prensa.


Viaje en torno de mi cráneo se abre con la primera sospecha por parte del autor de que algo no funciona del todo bien cuando empieza a oír, con toda claridad, un ruido de trenes que se ponen en marcha. Lo que viene a continuación es un apabullante, apasionante, a ratos espeluznante y casi siempre divertido recorrido por el cerebro del autor, tanto en sentido figurado como literal. 
Este viaje es un libro cuyas trescientas páginas se nos hacen cortas, a pesar de que el argumento podría resumirse en apenas una línea: a un escritor de éxito le diagnostican un tumor cerebral, lo operan, se cura y escribe un libro sobre la experiencia. Con qué poco material se puede crear una obra maestra. ¿Quién quiere argumento? 

Maravillosa portada de una antigua edición

Conviene aclarar antes que nada que este libro no es un emocionante testimonio de la lucha de un hombre contra el cáncer, ni una historia ejemplar sobre cómo el ser humano es capaz de superar la más terrible adversidad. Nada más lejos. Viaje en torno de mi cráneo es un libro desolador, sin dejar de ser optimista. Vamos, una especie de Samuel Beckett para todos los públicos.

Karinthy con su gran amigo Dezso Kosztolányi

Estamos solos. Solos en el mundo y en la vida. Familia y amigos nos pueden acompañar, su presencia nos puede ofrecer un apoyo más o menos sólido y constante, pero cuando a un hombre le dicen "tienes un tumor canceroso en el cerebro"(y recordemos que estamos en 1936), no se tiene más que a sí mismo. Karinthy va a pasar por todas las etapas que cualquier persona que ha pasado por una situación parecida conoce tan bien. En primer lugar, observa cómo los demás, desde su mujer hasta sus compañeros de trabajo, pasando por los mismos médicos, se niegan a aceptar el diagnóstico que se hace el mismo autor cuando, en un centro psiquiátrico que visita con su mujer, pregunta qué le pasa a cierto enfermo y le contestan que está desahuciado a causa de un tumor cerebral.
... La expresión de la cara de aquel enfermo, cama número 3, a la derecha. ¿Quién podrá ser? ¿A quién me recuerda? ¿A quién o qué? (...) En ese mismísimo instante, como un relámpago, brota la idea: lo sé. Me ha hecho pensar en mi propia cara; mi cara pálida y distraída; mi cara tal como se refleja por las mañanas en el espejo, al afeitarme.
Doy dos pasos, me detengo otra vez... Me dirijo a mi mujer con un gesto de satisfacción, como quien se está burlando y vanagloriando, simulando ligereza:
-Aranka, yo padezco de un tumor cerebral.
-Anda, deja de decir estupideces...

Una vez rechazadas otras posibles causas de sus espantosas jaquecas, vértigo, vómitos y papilitis, los médicos certifican que se trata de un tumor del tamaño de un huevo de gallina. Karinthy no se hunde al recibir la noticia, ni tampoco siente una repentina pasión por vivir. Lo único que hace es seguir conquistando al lector con su asombrada y tranquila observación de todo lo que le rodea. Así, cuando el doctor Pötzl le confirma el terrible diagnóstico:
Creo que soy el único que se da cuenta, a pesar de mi vista deficiente, de que Pötzl aprieta los labios. No me cabe duda, ha sofocado un bostezo. Sí, ¡ha bostezado mientras leía en voz alta el resultado del examen! ¡Oh, qué próximo le sentí en aquel momento! ¡Cómo le comprendí en el acto! (...) ¡Oh, doctor, ese bostezo significó para mí mucho más que unas falsas lágrimas de cocodrilo llenas de falso patetismo, al promulgar la sentencia de Dios ante el reo que yo era!

La siguiente fase por la que ha de pasar lo sitúan entre la insignificancia y el centro del universo. Karinthy deja de ser un periodista, un padre, un esposo, un autor, y se convierte en mero paciente y terrible tabú:
Se trata de mi cerebro, siempre de mi cerebro; ni una palabra sobre mí mismo.
 (...) Lenta, oscuramente, se va formando en mí una idea que acaba por cobrar forma de convicción: todos habéis guardado un silencio reverencial antes de entrar en mi habitación, y conservaréis el mismo gran silencio cuando hayáis salido de aquí. En los recién llegados ya noto claramente que, antes de abrir la puerta, se han detenido un instante para adoptar una expresión risueña y han afinado su garganta para unas carcajadas demasiado agudas.

Pero una vez más, no tenemos aquí rencor ni comprensión, indiferencia ni interés. El autor no quiere nada de nadie, no busca comprensión, no está dando un grito pidiendo ayuda. Tan solo le invaden la extrañeza y la curiosidad. Las cosas son así. Esto es lo que me sucedió. Poco puede sorprendernos esto en Karinthy, un hombre capaz de observarse a sí mismo desapasionadamente mientras le trepanan el cráneo.  

Queda el humor. 
-Tengo un tumor muy bien desarrollado para usted, querido doctor, si le interesa... Se trata de un ejemplar magnífico, digno de un especalista y coleccionista como usted. Se lo dejaría a muy buen precio.

El humor no nos salvará, pero nos hará más llevadera la existencia. Karinthy no posa, su humor no pretende aliviar la incomodidad de quienes le rodean. Bromea porque es incapaz de no hacerlo, y porque, sencillamente, la vida es mejor con humor. Acepta lo que haya de venir, porque de nada sirve luchar. Entre la vida y la muerte, prefiere lo primero.
Haciendo abstracción de todo, sé que el no ser es un estado extraordinariamente aburrido, comparado con la variedad polifacética de la existencia.
... Estoy harto ya de toda esta historia; me aburre la enfermedad y me aburre la muerte, que nada tiene de terrible, ni de conmovedor, ni de sublime o aterrador: no es más que un aburrimiento que, como un perro cobarde, traicionero y alborotador, me sigue a cada paso.

Las páginas que dedica Karinthy a la operación son absolutamente antológicas. El autor fue plenamente consciente mientras le abrían la tapa de los sesos, hurgaban entre ellos y finalmente le extirpaban el tumor. Parece difícil narrar algo así sin caer en el morbo, y hacerlo con un humor que tiene mucho más de inocente y poético que de macabro:
En ese momento, ve el angioma. Está allí, en el interior del cráneo, como un globo rojo de tamaño regular (...) Es como un gran camafeo. El contorno, aunque sin determinación de rasgos, aparenta representar un torso femenino que sostiene en sus brazos, apretándolo con fuerza contra su cara, un regordete bebé (...) Casi es una lástima que se ponga a destruirlo. Primero lo va cauterizando por todos lados, con suma cautela, pero sin piedad.

Me doy cuenta de que he estado definiendo este libro a base de negaciones: no es un testimonio, no es un canto a la vida, no es una crítica a la hipocresía de la sociedad. Y quizá se desprenda de ello, erróneamente, que Karinthy se limita a plasmar los hechos, a dejar constancia de ellos como si fuera un mero cronista. Quiero recalcar que no es así, o no exactamente. Gran parte de la grandeza de este libro reside en el modo en que el autor se dirige a su interlocutor, en la especial relación que desde el principio establece entre los dos. Viaje en torno de mi cráneo no es un diario, Karinthy no escribe para sí mismo. Más bien nos da la sensación de dirigirse a un viejo amigo, o quizá todo lo contrario, a alguien a quien acaba de conocer y a quien revela aquello que no ha revelado nunca. El hombre cuya trepanación ha sido seguida prácticamente en directo por todo el país (todos los pormenores de la operación eran publicados puntualmente en los periódicos vespertinos de Budapest) necesita de un oído amigo. Quizá la clave está en lo que nos dice al final del prólogo:
Lo que acaba de leerse está destinado al lector inteligente: lo que sigue es para los demás, con quienes quiero ser no menos deferente. Ignoro cuál de ambos grupos es el más numeroso.
Algo debió de pasar en Hungría a finales del s. XIX, porque la generación de grandísimos escritores que parió el país no es normal. Bánffy, Kosztolányi, Krudy, Márai y, entre otros que todavía no he descubierto, Frigyes Karinthy, del que jamás había oído hablar y que me ha maravillado con esta novela. 

Karinthy murió dos años después de la operación. 

martes, 10 de abril de 2012

Trilogía Transilvana, de Miklós Bánffy (y 3): El reino dividido

¿Pudo haberse evitado la Gran Guerra?
A la Historia le gustan los momentos decisivos, mientras que el historiador tiende a pensar que tales momentos no existen. Éste entiende el devenir de la humanidad como una sucesión de momentos inextricablemente relacionados, mientras que aquélla nos dice, por ejemplo, que la Primera Guerra Mundial comenzó con el maginicidio del heredero al trono del imperio austro-húngaro Francisco Fernando.

Gavrilo Princip, el asesino de los archiduques de Austria

 Princip en el momento de ser arrestado

Sea como sea, sin duda hay una diferencia clara entre aquel "momento decisivo" de la historia y otros más recientes. O quizá no. Puede que simplemente nos falte la perspectiva necesaria. Quién sabe, quizá dentro de unas décadas los terribles atentados terroristas que todos sabemos, que nadie podía imaginar, y que cambiaron el curso de la historia reciente, los veremos poco menos que inevitables. Así, inevitable, es como pensamos ahora que la Europa de los años 1911-1914 veía la Primera Guerra Mundial, por mucho que nadie pudiera prever el asesinato del archiduque. Esta tercera y última parte de la Trilogía Transilvana transcurre entre 1910 y los primeros días de la guerra, y a los legos en historia, como yo, la impresión que nos queda es lo difícil que puede llegar a ser saber cuál es el punto de inflexión a partir del cual una guerra es inevitable.

"Mene, Mene, Tekel, Parsin". La profecía del Libro de Daniel abre la trilogía y da título a sus tres partes. Los húngaros no hicieron caso de la escritura en la pared (El festín de Belsasar, de Rembrandt)

La novela se abre con el encuentro casual y casi fatal entre Bálint y Adrienne, y la inmediata reanudación de su relación. No voy a extenderme en el desarrollo de la vida de estos ni otros personajes, porque poco podrá decir eso a quien no haya leído la primera y segunda parte. Sí diré que en esta tercera parte pocas de esas vidas terminan bien, y Bánffy parece decirnos que el curso de la vida de un ser humano es paralelo al curso de la historia, y, cómo ésta, es inevitable. Lászlo se encierra en la casucha que le queda de su antaño gran patrimonio, se abandona al aguardiente, rechaza cualquier tipo de ayuda, y se lanza en picado hacia su destino, del mismo modo que Hungría se encierra en sí misma, se entretiene en sus trifulcas parlamentarias y cierra los ojos ante el significado y repercusión de los acontecimientos internacionales. Gazsi Kadacsay, que en esta tercera parte destaca como uno de los personajes más interesantes, comprende lo fútil que ha sido no sólo rebelarse contra su destino, sino intentar recuperar el tiempo perdido, esforzarse por adquirir cultura y conocimiento. ¿Para qué?

La región de Torda-Aranyos -que hoy pertenece a Rumanía-, donde sucede gran parte de la novela

Por otra parte, algunos de los diferentes hilos se cierran con giros absolutamente dickensianos, con personajes que aparecen inesperadamente junto al féretro del ser querido, y misteriosos benefactores que no revelan su identidad. Pero a diferencia del maestro inglés, aquí el tono es cada vez más sombrío y, a medida que se acerca el final, con una guerra que se perfila como la más sangrienta de la historia, como el monstruo que lo va a engullir todo, como el abismo en el que se va a hundir el continente, la novela adquiere un tono casi lírico.


Este tercer volumen, considerablemente más corto que el primero, nos deja de nuevo algunas escenas inolvidables, en las que, a pesar del tono sombrío ya señalado, no falta el humor, casi siempre en forma de farsa. Qué decir, por ejemplo, de Gastón de Orleáns, el Duque de Eu, que recorre Europa con el fin de recabar apoyos para su Liga Antiduelos y que, durante uno de sus parlamentos ante la distinguida aristocracia húngara, que lo aplaude enardecidamente, a punto está de descubrir que su secretario acaba de batirse en un ridículo duelo y ha sido herido por un estúpido asunto de honor. O esa escena en la que un grupo de parlamentarios tiene vetada su entrada al Congreso, e intentan colarse de puntillas por la cocina. O el juicio sumarísimo y ejecución de una garrafa de aguardiente. Por no hablar del provincianismo de esos aristócratas que intentan imitar las maneras inglesas, o ese otro cuyo mayor orgullo es haber sido admitido en el club más exclusivo de Londres, aunque allí todos los camareros le desprecien. Y, como siempre, los momentos álgidos de los grandilocuentes discursos de los personajes están en todo momento punteados por los trémolos del violinista cíngaro Laji Pongrácz.




Otras escenas, en cambio, nos maravillan una vez más por el modo tan sensible y vívido de presentarnos los conflictos personales de los personajes. Una de ellas tiene lugar al principio de la novela, cuando Bálint ve cómo Lili y toda su familia dan por supuesto que la va a pedir en matrimonio y prácticamente lo empujan a ello. Es difícil leer esas páginas sin sufrir por los dos, por el daño que él va a hacer sin quererlo, y por la ofensa que ella va a recibir.

Y podría de nuevo subrayar las bellísimas escenas situadas en los bosques, la compleja relación entre campesinos rumanos y aristocracia húngara, el personaje de la niña que se enamora de un alcoholizado Lászlo a través de las historias sobre su antigua gloria, o detenerme en un recodo e indagar sobre alguno de los personajes y acontecimientos históricos. Pero creo que ya ha quedado claro mi entusiasmo y, sinceramente, a veces uno se cansa de cantar tantas alabanzas. Así que preguntémonos, ¿tiene defectos la novela? El único que se me ocurre es el modo en que Bánffy se acerca en muchas ocasiones al límite de lo que un lector español del siglo XXI puede asimilar sobre la vida parlamentaria budapestina de principios del XX. Y aunque se acerca mucho y en muchas ocasiones, creo que en ninguna ocasión llega a rebasar ese límite.

István Tisza, Primer Ministro húngaro, cuya figura como hombre de paz es reivindicada por Bánffy

Esta trilogía ha sido toda una experiencia literaria, un novelón que me acompañará siempre. Desde luego, no se trata de una lectura tan exigente como la gran trilogía de von Rezzori, ni tan variada como La novela de Ferrara, pero sí es una novela crucial para entender un poco más la historia de Europa y, algo tan importante o más, disfrutar de la buena literatura, con decenas de historias e inolvidables personajes. Han sido 1.600 páginas hundiéndome junto al Imperio Austro-húngaro, páginas que me han atrapado desde la maravillosa escena inicial hasta las desoladoras páginas finales. No revelo nada si digo que el final de la novela no puede ser más trágico: ha estallado la guerra, y las pequeñas grandes penas de las personas se van a fundir en el inmenso dolor de las trincheras, los desplazamientos, las ejecuciones, el gas motaza, las ratas y el barro.

martes, 3 de abril de 2012

Trilogía Transilvana, de Miklós Bánffy (2): Las almas juzgadas


Si te gustó la primera parte...
 Ha pasado un año desde que dejamos a nuestros personajes. Bálint Abády continúa como diputado independiente en el parlamento húngaro, donde su afán por mejorar las condiciones de vida de la población rumana en Transilvania se enfrenta con la corrupción generalizada entre los abogados, notarios y señoritos húngaros de la región, y con la indiferencia del parlamento, que tiene cosas más interesantes de las que ocuparse. La caza, naturalmente, pero también el creciente nacionalismo húngaro, el caos imperante en el parlamento, donde por cuestiones de intereses partidistas el Partido de la Independencia puede verse apoyando a Viena, y la situación internacional.

 Generalato y Estado Mayor del Ejército Austro-Húngaro

Le cuesta arrancar un poco a esta segunda parte, pero una vez lo hace, ya no podemos soltar el libro. Una vez más, las comparaciones con Guerra y Paz son inevitables. Al igual que Tolstoi, Bánffy mezcla aonctecimientos cruciales de la historia de Europa con los melodramáticos vaivenes de la vida de sus personajes. La tormentosa relación entre Abády y Adrienne se consolida en su enfangamiento, y Pál Uzdy, el marido de ésta, malo malísimo de tintes diabólicos, cobra un protagonismo cada vez mayor, hasta que al final vemos que no es tan malo malísimo. Lászlo Gyeroffy, por su parte, se muestra sobradamente capaz de bajar todavía muchos peldaños más en su descenso al infierno. Y acompaña a todos ellos un elenco de personajes secundarios retratados con exquisito detalle y de manera magistral. Desde el primero hasta el último, todos y cada uno de ellos son un mundo en sí mismos,  y al mismo tiempo, una sutil pincelada en este impresionante fresco de un mundo perdido.

 El Castillo de Buchlov, en Moravia

Y como siempre sucede con este tipo de novelas, uno no puede resistir la tentación de ponerse a averiguar algunas cosas más sobre el contexto histórico de la obra. Uno de los personajes históricos más interesantes que rondan por aquí es Alexander Izvolsky. Este diplomático ruso fue el artífice de la alianza entre británicos y rusos, que conduciría a la Triple Entente formada por Francia, Gran Bretaña y Rusia, que años más tarde habría de enfrentarse a la Triple Alianza (el Imperio Alemán, el Austro-Húngaro e Italia) en la Gran Guerra. El episodio más relevante protagonizado por Izvolsky en Las almas juzgadas es uno de secretos diplomáticos y confianza traicionada. Desde tiempo inmemorial, Rusia anhelaba conseguir una salida al Mediterráneo a través de los Dardanelos (el antiguo Helesponto, para entendernos). En 1908, Izvolsky se reunió en el castillo de Buchlov con el ministro de asuntos exteriores austro-húngaro Aehrenthal, y consiguió de éste el compromiso de apoyarse mutuamente en las siguientes conferencias diplomáticas. El Imperio Austro-Húngaro apoyaría el paso libre de la flota rusa a través de los Dardanelos, mientras que Rusia daría su respaldo a la futura anexión de Bosnia por parte de Viena. "Pero de esto, de momento, ni mu, ¿eh?", le dijo Izvolsky a Aehrenthal. Sin embargo, apenas tres semanas después de este acuerdo verbal, Austria anunció la anexión de Bosnia-Herzegovian, y dejó así a Izvolsky a la altura del betún. Esto, además de levantar las suspicacias de Francia y Gran Bretaña, levantó la ira de Serbia, que gritaba indignada "¡esa Bosnia es mía!".

El General Géza Fejérváry, un hombre sencillo

En cuanto a la política nacional en Hungría, nos encontramos en los años del gobierno de Fejérváry. Este general húngaro gozaba de la confianza del emperador Francisco José, quien, harto de que los nacionalistas húngaros bloqueasen el funcionamiento del parlamento, le nombró Primer Ministro. La tensión entre Viena y los nacionalistas húngaros se había exacerbado desde que el emperador expresase su deseo de aumentar el número de reclutas húngaros en el ejército imperial. Los nacionalistas respondieron con exigencias que, de cumplirse, podrían amenazar con romper la unidad del ejército. Una vez ocupado el cargo, una de las primeras decisiones de Fejérváry fue anunciar la implantación del sufragio universal, lo cual no hizo gracia a los nacionalistas húngaros, que temían el aumento de poder de las minorías. A falta del respaldo necesario, y con el parlamento en una situación de bloqueo permanente, Fejérvary presentó su dimisión, pero Francisco José lo volvió a nombrar Primer Ministro un mes más tarde. El bloqueo continuó y el emperador acabó enviando al ejército a disolver el parlamento, como vemos en un interesantísimo episodio narrado desde el punto de vista de Abády. Y esta situación de caos institucional continuó in crescendo, mientras políticos y población seguían cerrando los ojos al mundo exterior.

 El castillo de Bonchida, de la familia Bánffy

Mención aparte merece el tratamiento que el autor hace de su tierra. La familia Bánffy, que era, desde el siglo XV, una de las dinastías húngaras de más rancio abolengo, estaba establecida en Transilvania, voivodato (maravillosa palabra) del Reino de Hungría desde el año 1003. Con el Tratado de Trianon de 1920, Transilvania pasó a pertenecer a Rumanía, mientras Hungría, que se había visto desgajada por todos lados, perdía así más del 70% de lo que hasta entonces era su territorio. Cabe imaginar lo que aquello supuso para el orgullo de una población que apenas diez años antes había formado parte de un imperio. Bánffy, como muchos otros, vio con tristeza cómo su tierra natal se separaba de su país, por lo que, durante los años siguientes, desde su cargo de Ministro de Asuntos Exteriores, dedicaría grandes e inútiles esfuerzos diplomáticos en las negociaciones con Rumanía para renegociar los términos de aquel tratado. En 1943, viajó a Bucarest para tratar de persuadir al gobierno rumano para firmar la paz por separado con los aliados, pero las negociaciones se rompieron precisamente por desavenencias sobre el futuro estatus de la Transilvania septentrional. Dos años más tarde, en venganza por esta traición, el ejército alemán, batiéndose ya en retirada, incendió el castillo de la familia Bánffy, que hoy está en proceso de restauración.



Algunas vistas de la antigua Kolozsvár (hoy, Cluj Napoca), ciudad natal de Bánffy, que en 1920 pasó a formar parte de Rumanía.

Es evidente que la novela está permeada de principio a fin de un sentimiento de nostalgia. Al igual que otros autores que han retratado ese mundo, como Roth, Zweig o Musil, esa nostalgia no cae en la idealización. No era aquél un mundo perfecto. Es más, era bastante mejorable, pero era el mundo en el que crecieron esos autores, y que desapareció para siempre. Tanto en la primera parte de la trilogía como en esta Las almas juzgadas, el autor dedica numerosos párrafos a largas, detalladas, preciosas y evocadoras descripciones de su tierra. Bánffy se se recrea en esas escenas de caza, en esos amaneceres neblinosos y esos crepúsculos púrpureos, en esa infinidad de matices que pueden cobrar las hojas de endrinos, alerces o alisos u otros árboles de nombre para mí hasta ahora totalmente desconocidos. La pasión por recrear ese mundo perdido lo lleva a esmerarse también en la descripción de las ropas, las telas, los tipos de carroza o los caballos, y, aunque sé que a muchos estas escripciones les espantan, tengo que decir que no sólo no se hacen tediosas en ningún momento, sino que son toda una gozada, debido a la sencillez, maestría, sensibilidad y pasión de Bánffy. Es sobre todo en esos momentos cuando se hace más palpable el carácter casi elegiaco de esta gran novela.

martes, 20 de marzo de 2012

Trilogía Transilvana, de Miklós Bánffy (1): Los Días Contados



Los días contados eran los del Imperio Austro-Húngaro, naturalmente. Aquella unión monárquica creada tras la derrota de Austria en la Guerra Austro-Prusiana dio lugar en 1867 a un imperio cuyo nombre todavía hoy infunde respeto, el respeto de la grandeza que se hundió antes de enterarse de que ya no era grande. Los que de vez en cuando os pasáis por aquí sabéis de mi fascinación por la cultura y la historia de Europa Central. Probablemente no soy el único al que las palabras Imperio Austro-Húngaro le cautivan tanto como Prusia o Galitzia. Tanto, que me gustaría esbozar aquí una somera cronología de la creación de este imperio, pero, aparte de la falta de espacio y sobre todo de conocimientos, me resultaría harto difícil dada la larguísima concatenación de acontecimientos históricos y los maravillosos vericuetos por los que nos gustaría perdernos. ¿Nos remontamos a las invasiones turcas? ¿Nos recreamos en aquel maravilloso juguete llamado el Sacro Imperio Germánico? ¿Nos detenemos en la vida del periodista, agitador, Presidente de Hungría, fugitivo y conferenciante Lajos Kossuth, e intentamos hacernos una idea de la relevancia mundial que llegó a tener? Quizá en otro momento.

Miklós Bánffy (1873-1950)

La historia del redescubrimiento de este clásico nos resulta familiar. Miklós Bánffy, nacido apenas seis años después del Compromiso de 1867, en virtud del cual se fundaba el Imperio, fue un noble, escritor y político que llegó a ocupar el cargo de Ministro de Asuntos Exteriores y que tuvo una vida apasionante reflejada en sus muy prometedoras memorias The Phoenix Land (todavía inéditas en español). En su faceta de Ministro, intentó sacar al país del segundo desastre que se cernía sobre él (el primero fue el Tratado de Trianon, por el que perdió gran parte de su territorio), para lo cual viajó a Bucarest a intentar persuadir al tirano Antonescu para que abandonaran el Eje, y rumanos y húngaros firmaran la paz con los Aliados. Parece ser que tuvo más éxito como novelista y dramaturgo, pues gozó en su día de gran prestigio en su país, y formó parte de la elite cultural húngara. Fue Director del Teatro Nacional Húngaro, y consiguió que por primera vez se interpretara la música de Bartok en Budapest. Con la llegada del comunismo, sus obras fueron prohibidas, y no fue hasta 1982 cuando el régimen se reblandeció un poco y pudo volver a publicarse. Su éxito internacional, sin embargo, tuvo que esperar hasta 1999, medio siglo tras su muerte, cuando su hija tradujo esta trilogía al inglés y le abrió, entre excelentes críticas, el camino al mercado anglosajón, favorecido además por la consolidada recuperación de otro húngaro como Márai, o el Nobel a Imre Kertész un par de años más tarde.

Aquellos emperadores y sus severos bigotes

Los Días Contados es la primera parte de esta trilogía, y hay que decir que es todo un novelón al que no le falta de nada. Desde la primera escena, absolutamente magistral, hasta el final, trágico, romántico, balzaquiano y, naturalmante, abierto, uno no deja de pasar las páginas embobado y, a ratos, agradablemente confundido ante la apabullante cantidad de personajes. Muchos de esos personajes y sus respectivas historias aparecen ya en la, como digo, genial escena inicial. En ella vemos a Bálint Abády, uno de los tres protagonistas principales, dirigiéndose en un viejo simón a una fiesta con baile que se va a celebrar en uno de esos palacetes de la nobleza húngara. A medida que se acerca, lo adelantan otros simones, carrozas, faetones y landós, lo que permite a Abády lanzar una mirada y a duras penas un saludo a sus ocupantes, mientras el autor nos los va presentando y narrándonos sus respectivas historias.


Abády acaba de volver del extranjero, donde ha estado al frente de misiones diplomáticas, y ahora entre todos lo convencen para dedicarse a la política en una Hungría donde las tensiones externas e internas crecen cada día. El resentimiento hacia lo que se percibe como un desequilibrio entre los dos reinos que conforman el imperio es cada vez mayor. Resulta curioso, en este sentido, y sumamente revelador, que una de las principales reivindicaciones sea que en el ejército se instaure la voz de mando en húngaro. Por otra parte, el desequilibrio más claro se daba en la propia Hungría, donde rumanos, eslovacos, serbios, rutenos o croatas, entre otros, veían sus derechos lingüísticos pisoteados en beneficio del húngaro, lengua mayoritaria aunque hablada por poco más del 50 % de la población. A diferencia de Austria, que proclamaba la igualdad de las diferentes lenguas, comunidades y culturas del Imperio, en Hungría los no húngaros eran prácticamente ciudadanos de segunda. Tanto es así que nuestro protagonista, húngaro de la cabeza a los pies, verá cómo en Budapest le miran por encima del hombro por proceder de esa tierra de lobos y osos como es Transilvania. 

El uniforme de húsar las vuelve loquitas

 Son incontables las historias que se nos narran en las casi 700 páginas de esta primera parte. Entre ellas destacan, por supuesto, los amores imposibles entre condes y señoras casadas víctimas de un marido despiadado, militares sinvergüenzas agobiados por las deudas de juego que intentan agenciarse a una rica heredera, y por supuesto, el descenso a los infiernos de Lászlo Gyeroffy, el primo de Balint que estaba llamado a ser gran músico y... tampoco hay que revelar demasiado. A veces uno puede perderse en los entresijos y tejemanejes de Parlamento, oposición y corona, aunque lo que nos queda claro es que 1904-05 fueron años muy convulsos en la política de Hungría.

Orquesta militar del ejército austro-húngaro. Así se pierde un imperio.

Bánffy tiene esa escritura clara y sencilla que es tan difícil de conseguir, y que puede ocultar a veces su finísima ironía. Nos describe relaciones apasionadas y tormentosas sin caer en ningún momento en el sentimentalismo. Combina de forma sutil los diferentes puntos de vista, y sólo muy de vez en cuando nos muestra el suyo propio, el punto de vista del momento en el que escribe. Pero el autor húngaro destaca sobre todo por su retrato psicológico. Bánffy nos muestra unos personajes de tradición muy tolstoiana, pero a través de unos retratos tamizados por el desencanto, cuando no la desesperanza, de los años 30 del siglo pasado. Las imperfecciones del héroe no son consecuencia de una noble pasión imposible de refrenar, como le podía pasar a Pierre Bezukhov, sino que son resultado de esa vena cínica y calculadora que hasta el hombre más idealista puede ocultar dentro de sí. Es innegable que el amor de Abády por Adrienne es sincero, noble y apasionado, y, sin embargo, sus desesperados intentos por beneficiársela, que lo llevan a urdir astutos planes, no tienen nada que envidiar a los de servidor de ustedes o cualquiera de sus amigotes en sus años mozos. 


Por su parte, la nobleza  húngara, como le había pasado a la rusa, se había encerrado en su mundo de carreras y bailes, y no veía la que se le venía encima. Era un mundo, aquél que terminó con la Gran Guerra, que cada vez se nos hace más extraño y difícil de imaginar, con figuras como la del "primer bailarín", una especie de galán encargado de animar las grandes fiestas, dirigir los bailes y asegurarse de no había fémina que se quedara con las ganas de bailar, o con instituciones como los Tribunales de Honor, que regulaban los duelos. En uno de los párrafos más significativos, citado también en el excelente prólogo de Mercedes Monmany (y añadamos de paso que la traducción de Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Gaviño es impecable), nos dice el narrador:
"Entre los miembros de la alta sociedad de Budapest, sólo unos pocos se dedicaban en cuerpo y alma a la política. Había otros asuntos más importantes, o al menos igual de importantes. Por ejemplo, la competición hípica, que era tan interesante y apasionante como la cacería otoñal. Para convocar el Parlamento, una reunión de partidos o al comité del casino, en verano había que tener en cuenta la caza de la perdiz, en septiembre la del ciervo, a principios de invierno la del faisán, y en primavera los días de carrera, para poder intercalar las asambleas entre estos acontecimientos..."
En otros lugares que yo me sé, las fechas de las elecciones suelen estar condicionadas por el calendario de liga.
En definitiva, me lo he pasado tan bien con este libro como la nobleza húngara se lo pasaba en sus fiestas con alcohol, baile, apuestas y violinistas cíngaros. ¡Y todavía me quedan dos volúmenes más!

Caerán imperios, pero la buena música sobrevivirá
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...