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martes, 8 de marzo de 2022

El Vértigo

 


Cuando uno lee una obra de esas que te absorben, y va tomando notas, y crece la sensación de apabullamiento, no siempre es buena idea, al terminar la lectura, volver al inicio. O quizá sí. El caso es que las primeras páginas nunca son iguales en esa relectura inmediata. Su valor puede haber crecido o puede haber menguado. También puede que te preguntes si no has entendido nada, o si quien no entendió nada fue Evgenia Ginzburg. Pero empecemos por el principio.

Como dice Ginzburg en la primera frase de estas sobrecogedoras memorias, "en realidad, 1937 había comenzado en 1934, y más exactamente el 1 de diciembre de 1934" (ya, no es la primera frase más memorable de la historia de la literatura), o en otras palabras, la Gran Purga, también llamado el Gran Terror, se empezó a desatar con el asesinato de Sergei Kirov, amigo y brazo derecho de Stalin.

El funeral del camarada Kirov

Oficialmente, el asesino de Kirov fue Leonid Nikolayev, un don nadie que, al estilo de Lee Harvey Oswald, un buen día se convirtió en un superhombre capaz de cargarse a la segunda persona más protegida del país. La historia no oficial, la del abrazo del oso georgiano, es bastante más creíble, sobre todo cuando el principal argumento de quienes la niegan es la enorme amistad que unía a Kirov con el Padrecito de los Pueblos.

En todo caso, este asesinato le vino de perlas a Stalin para deshacerse no sólo de todo aquél que pudiera hacerle sombra, sino para poner en marcha la política más represora de la historia hasta aquel momento (luego llegaron los Kim y cosas parecidas). Para ver la señal más clara de ello no hace falta, de nuevo, pasar de la primera página. Cuando recibe una llamada con la orden de presentarse en el cómite regional, Ginzburg nos dice que "el sentimiento de desconfianza con respecto a él [Stalin] lo ocultaba con el mayor cuidado, incluso a mí misma". Y es que la policía del pensamiento ya empezaba a actuar.

Desde el primer momento se supo, o, lo que no es lo mismo, se hizo saber, que el asesino de Kirov era un comunista, o por lo menos alguien que se hacía pasar por tal cuando en realidad era un peligrosísimo agente trotskista. Ello significó que absolutamente nadie estaba a salvo de sospechas, ni siquiera los comunistas con pedigrí proletario afiliados al partido desde antes de la Revolución. De hecho, ellos menos que nadie.

La prisión de Lefortova, en Moscú, donde fue juzgada Evgenia Ginzburg

El arresto de Nikolai Yelvov, compañero de Ginzburg que unos años antes escribió un ensayo que sería criticado por Stalin, hace que el círculo empiece a estrecharse alrededor de la autora. Al fin y al cabo, estaba "relacionada" con Yelvov (habían trabajado juntos), al fin y al cabo, nunca denunció a su compañero (como tampoco hicieron sus acusadores), al fin y al cabo...

En estas primeras páginas, Ginzburg contrapone la crueldad del régimen de terror a la dignidad de los "comunistas auténticos", que deben de ser aquellos que creen que en el paraíso de los trabajadores no se puede arrestar a alguien sin pruebas y que, ante una acusación falsa, la verdad y la justicia prevalecerán. Así, en uno de sus primeros interrogatorios responde a las autoridades:

No tengo culpa de nada (...) Si me imponen una admonición, lucharé hasta que la cancelen.

Las primeras páginas de El vértigo relatan todo el proceso, lento pero implacable, mediante el cual Evgenia Ginzburg de sospechosa pasó a ser culpable, y de ahí a  miembro de un grupo contrarrevolucionario trotskista (no, no me he equivocado en el orden), motivo por el cual fue torturada y condenada a diez años, que se convirtieron en dieciocho, en el Gulag, y que ocupan el resto del libro. Eso es todo, pero estas ochocientas cincuenta páginas de memorias podían haber sido mil doscientas y no perder un ápice de interés. Desfila por ellas una galería de personajes tan grande, que abarca desde verdugos hasta víctimas (una metamorfosis que afectó a miles de personas), desde académicos y científicos hasta prostitutas y asesinos, todos ellos retratados de una manera tan magistral que el conjunto va mucho más allá de ser un fresco de la sociedad bajo Stalin y se convierte en un muestrario de la naturaleza humana en todos sus grados de dignidad, sufrimiento y miseria moral.

La prisión de Butirka, donde Ginzburg permaneció bajo arresto

Como tantos otros comunistas de pro, Ginzburg estaba convencida de que su fe ciega en el comunismo y su carnet del Partido la protegían de cualquier sospecha. Una vez éstas nacen y adquieren pábulo, se convence de que fe y carnet la salvarán de la condena (ésta es la acusación que un editor formulará contra ella más adelante: que sólo se preocupó de las víctimas cuando ella se convirtió en una. Ginzburg lo niega, y en su defensa se remite al capítulo titulado "Mea culpa"). Aún tardará unas páginas en caerse del guindo, pero es interesante observar cómo no toda la sociedad era tan cándida, y cómo hay personas en el 37 capaces de dar lecciones de historia y sentido común a tanta gente de hoy en día que debería leer este libro y prefiere leer twitter. Una de sus compañeras de celda antes del juicio es Nadiezda Derkovskaya, que, como socialrevolucionaria que era, conocía bien tanto las cárceles zaristas como las soviéticas, y que en un momento dado le dice:

Lo siento por usted personalmente, pero no le oculto que estoy contenta de que por fin los comunistas experimenten sobre la propia piel algo de lo que nosotros anunciábamos hace mucho tiempo.

Cuando Derkovskaya, fumadora compulsiva, se queda sin tabaco, Evgenia le ofrece el paquete que ha recibido de su madre. Suspicaz, Derkovskaya pregunta a la secretaria de su Comité Regional si debe aceptar tabaco de una comunista. La respuesta es no. Los cigarrillos se quedan en la mesa y nadie los toca durante toda la noche. 

Permanecí tumbada en el catre central, con los ojos abiertos, y me invadieron los pensamientos más heréticos sobre cuán frágil es el límite entre la rígida honestidad y la más obtusa intolerancia, y sobre cuán sectarias y relativas son todas las ideologías y, en cambio, qué absolutos son los tremendos tormentos que los hombres se infligen recíprocamente.

Ginzburg, su hijo, el futuro escritor Vasili Aksiónov, y su tercer marido, Anton Walter, en Magadán, 1950.

Experimentar las maravillas del régimen en carne propia y en todo su esplendor le abrió los ojos a Evgenia Ginzburg, quien, no obstante, en el momento de escribir El Vértigo, todavía habla de los ya mencionados "comunistas auténticos" que quieran escucharla, y, con los ojos empañados en lágrimas, se alegra de que "en nuestro partido, en nuestro país, reina de nuevo la gran verdad leninista" (estas son las palabras a las que aludía al principio de esta entrada). ¿Recordáis la de mandamases soviéticos que se suicidaron cuando se desintegró la URSS? Pues eso. Parece que es más fácil pasar veinte años en Siberia que aceptar que todo lo que hemos creído era mentira.

Dicho de otra forma, el gulag fue cosa de Stalin, y este libro, en palabras de la autora, no es otra cosa que "una crónica de los tiempos del culto a la personalidad". 

En el tren cargado de periodistas, profesoras y doctoras que la lleva a Kolymá, matan el tedio y el hambre con recitales de poesía. En un momento dado interviene una Olga Orlovskaya. Dice Evgenia:

Me quedé de piedra al oír lo que recitó.

 Stalin, mi sol de oro,

si también me esperase la muerte,

quisiera, como pétalo en el camino,

morir en el camino de mi patria...

(...) Se levantó un clamor terrible. A pesar de todo, por lo menos veinte de la setenta y seis viajeras del séptimo vagón sostuvieron con la testarudez de los maníacos que Stalin no sabía nada de las ilegalidades que se estaban cometiendo en aquellos momentos.

-Son los jueces instructores, esos canallas, quienes lo han inventado todo (...) Hay que escribirle más a él. A Iosif Vissarionovich... Para hacerle saber la verdad. Apenas la conozca, ¿cómo podrá permitir cosas semejantes contra el pueblo?

Ginzburg, ya libre, con su hijo Vasili, su marido Anton Walter, y Antonina, la niña que adoptó en el Gulag

Pero lo cierto es que la pertinacia de Ginzburg en su fe en el Partido no empequeñece su figura.

Ahora, cuando estoy llegando al final de mi vida, lo sé con toda certeza: Anton Walter tenía razón. En cada corazón late un mea culpa, y sólo hay que saber cuándo prestará oído el hombre a esas dos palabras que resuenan en lo más hondo de su ser. 

Durante las noches de insomnio se oyen muy claramente. Esas noches de insomnio en las que, como dice Pushkin, todos «releemos la vida con horror», y nos estremecemos, y maldecimos. En el insomnio, la conciencia no se consuela por no haber participado directamente en los asesinatos y en las traiciones. Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio. De uno u otro modo. Repitiendo irreflexivamente peligrosas fórmulas teóricas. Levantando en silencio la mano derecha. Escribiendo cobardemente una verdad a medias. Mea culpa… Y creo, cada vez más, que dieciocho años de infierno en la tierra no bastan para una culpa como ésta.“

Una de las primeras ediciones de El Vértigo, en 1967

El sentimiento de culpa de la autora es más fuerte que su sed de venganza. En una sociedad donde nadie estaba a salvo, por muy arriba que estuviera y por muchos terroristas contrarrevolucionarios que hubiera desenmascarado, es natural que Ginzburg tuviera más de una oportunidad de regodearse por el castigo final de algunos de los que contribuyeron a su sufrimiento. Sí puede resultar extraño, sin embargo, que sea tan difícil separar el desprecio del agradecimiento a esas mismas personas. Pero en el Gulag todo era posible. Cuando visita a un moribundo Krivitski, el médico que en una ocasión le salvó la vida, éste ignora que ella está al tanto de su actividad como informador secreto, actividad que condujo, entre otras cosas, a la tercera condena de Anton Walter, el hombre del que Ginzburg se enamoró y con quien acabó casándose.

Y fui a verle. Unos días antes de mi visita había recobrado el habla. Balbuceaba, tartamudeaba, pero podía hablar. No cesaba de hablar, en una nueva acusación. Me reprochaba mi negra ingratitud. Si no fuese por él, ¿habría podido sobrevivir en el Curma? Y ahora, cuando él estaba enfermo, ni siquiera iba a verle. Hasta ahora, veinte días después...

¿Qué podía responderle? Explicarle el motivo de mi negra ingratitud acarrearía un agravamiento de su enfermedad. ¿Callarme, entonces? Imposible. Me producía  una confusa sensación de repugnancia, no sólo por lo que sabía de su pasado, sino también por su aspecto actual. Sus ojos turbios, a punto de nublarse para siempre, destilaban aún astucia y mentira. La boca estaba torcida no sólo por la parálisis, sino también por un odio inmenso...

Adaptación cinematográfica de la novela. Le falta algo de grandeza.

Pese a que Ginzburg en casi todo momento abrazó la vida y celebró la condena a trabajos forzados como una bendición, dado su convencimiento de que la esperaba el paredón (en realidad, en la URSS no había paredón; se disparaba a la nuca del condenado), dieciocho años de infierno no son fáciles de digerir por muy vital que sea tu actitud ante la vida. Y curiosamente es la esperanza la que se le clava en el alma como un punzón, y es en la reclusión donde encuentra la salvación moral.

Las personas que han vivido en el Volga durante la época estaliniana y sin ser encerradas en las prisiones, suelen decirnos a veces que han sufrido más que nosotros. Y, en cierto modo, era verdad. En primer lugar -y esto es lo más importante- nuestra suerte nos ha preservado de  caer en un terrible pecado: el de participar, directa o indirectamente, en los asesinatos, en las persecuciones y en los ultrajes a otras personas. (...) La particularidad de nuestro infierno consistía en que su puerta no estaba coronada por la inscripción del infierno del Dante: "Dejad vuestra esperanza, los que entráis". Al contrario: nosotros teníamos esperanza. No nos enviaban a las cámaras de gas ni a la horca. (...) Es verdad que nuestras probabilidades de vivir eran bastante menos numerosas que las de morir. Pero existían, al menos. Aunque evanescente, vacilante como una pequeña llama en el viento, la esperanza estaba en nosotros. Pero cuando existe la esperanza, existe también el terror.

Su trabajo en el Gulag como enfermera salvó la vida a Evgenia Ginzburg

Sé que esto es un lugar común de las contraportadas, pero podemos abrir este libro por cualquier página y quedarnos enganchados con la prosa sólida, clara y sincera de la autora, y con los hechos casi inimaginables (aunque cada día menos) que describe. La descripción de la vida en el Gulag, los personajes de todos los estratos de la sociedad reunidos en un infierno blanco, el aislamiento de un mundo lejano donde estallaba una guerra muy grande; centenares de anécdotas, detalles, reflexiones, alegrías que eran un paso adelante, tragedias que eran dos atrás; el horror cotidiano y los brotes de esperanza que, pese a lo que diga Ginzburg, no siempre era terrorífica; o el regreso a Moscú, veinte años después, descrito en unas páginas memorables. El Vértigo no es una lectura deprimente. Pero no temáis: tampoco es un canto a la vida. Es un gran libro de memorias, es historia, es verdad y es gran literatura.

Recuerdo el día en que murió Franco, y recuerdo ver a mi madre llorar ante el televisor mientras miles de personas pasaban por la capilla ardiente. Estas son las palabras de Ginzburg al hablar de la muerte de Stalin:

Me desplomé en un asiento, con los dos brazos sobre la mesa. Y prorrumpí en violentos sollozos. Se descargó de pronto, toda mi tensión. No sólo la tensión de los dos últimos meses de espera de la tercera detención, sino también la de dos decenios enteros. En un segundo, todo desfiló ante mis ojos. Todas las torturas y todas las celdas. Todas las hileras de fusilados y las innumerables multitudes martirizadas. Y mi vida, mi propia vida, aniquilada por la voluntad diabólica de aquel hombre. Y mi hijo, mi hijo, que había muerto...

Y allá lejos, en alguna parte, en algún Moscú que ahora me parecía menos irreal, había exhalado su último suspiro el sanguinario ídolo del siglo. Y aquello era el más importante de los acontecimientos para los millones de víctimas que aún conservaban un soplo de vida, para la gran masa de los amigos y de los familiares de éstas... Y también, para cada pequeña vida aislada.

Debo confesarlo: yo no lloraba solamente por aquella gigantesca tragedia histórica. Lloraba, antes que nada, por mí misma. Por lo que aquel hombre había hecho conmigo, con mi alma, con mis hijos, con mi madre.

¡Maldito seas, Kolymá!, el canto del Gulag, compuesto por los presos

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Un par de novelitas soviéticas

Iglesia del Arcángel Miguel, en la región de Irkutsk

Los rusos. Cuánto nos gustan. Tolstoi, Dostoievski, Chéjov, Gógol... Uno podría pasarse la vida leyéndolos y no necesitaría mucho más para ser un lector más que feliz. Luego vino a estropearlo un poquito la revolución, que por lo menos nos dejó a sus Mayakovski, Esenin o Gorki. Llegaron a continuación los desencantados y protestones, con los monumentos literarios de Bulgakov, Mandelstam, Pasternak, Grossman o Solzhenitsin a la cabeza. Y cuando llegamos a los autores contemporáneos, la verdad es que nos vienen bastantes menos nombres a la cabeza, y de hecho aquí apenas hemos hablado de Victor Pelevin y Liudmila Ulitskaya.

Pero dentro de este siglo y medio de literatura quizá observéis una gran ausencia. No me refiero a un nombre concreto, sino a un grupo de escritores que debió de existir, y que sin embargo, quizá por una cuestión de prejuicios, fuera de Rusia son casi desconocidos. Me refiero a esos autores que llevaron a cabo su obra en la época soviética y que, a diferencia de los ya mencionados Bulgákov o Pasternak, no sufrieron censura ni represalias sino que, al contrario, en algunos casos ganaron Premios Stalin a porrillo. De estos autores, que, como podéis imaginar, fueron numerosísimos, apenas el nombre de Mijaíl Sholojov, con El Don apacible, resulta conocido del gran público fuera de Rusia. Otros autores, como Konstantin Simónov, de quien tanto habla Orlando Figes en su maravilloso Los que susurran, son perfectos desconocidos, pese a haber sido uno de los autores más laureados de la Unión Soviética.


Aunque en el caso de Simónov, y admito que hablo por referencias, este olvido parece justificado, es interesante señalar el prejuicio que nos hace tratar con cierta condescendencia a tantos autores que vieron su obra reconocida y premiada en el régimen soviético. Nos cuesta creer que si un autor no se enfrenta, sea abierta o veladamente, al régimen totalitario en el que vive, y más aún, si su obra goza de gran éxito en ese régimen, no merece el reconocimiento de la posteridad, que verá en él a un autor privilegiado por el poder y, en consecuencia, prescindible.

Pues no, señores. Si piensan ustedes que no se puede escribir buena literatura sin enfrentarse al poder, lamento decirles que se equivocan.

Valentín Rasputín recibiendo la Orden al Mérito por la Patria

Al igual que el legendario monje y curandero con quien comparte apellido pero no lazos familiares, Valentín Rasputín era oriundo de la región de Irkutsk, en Siberia. Tuvo una infancia feliz y bucólica entre ríos, taiga y un desarrollismo implacable que construía presas, reconducía ríos y trasladaba pueblos de valles a cimas, entre ellos aquél donde nació. Más adelante, en buena parte de su obra criticó esos gigantescos proyectos, que consideraba no sólo dañinos con la naturaleza sino intrínsecamente inmorales. Algunos, a su vez, han criticado al propio Rasputín por una falsa idealización de la vida rural.

Naturalmente, de la exaltación de la vida rural al nacionalismo más extremo a veces no hay más que un paso. Démoslo y veréis. Levantamos un pie, vemos el paraíso del terruño, la esencia del alma rusa, y antes de poner de nuevo el pie en el suelo hemos decidido que hay que protegerla y, para ello, echar fuera a los invasores. De hecho, Rasputín acabó militando en las filas de una asociación llamada Pamyat (Memoria), que se define a sí misma como un "movimiento popular cristiano ortodoxo patriótico nacional". Ahí es nada. Pero. Punto. El señor escribía bien. Muy bien.

Aquí, en una imagen un poco más literaria

A tenor del número de ediciones que se hicieron de este libro, Dinero para María debió de tener cierto éxito en su día, allá por finales de los años 70, aunque apenas se ha publicado nada más de él en España. Esta novelita breve tiene una trama muy sencilla, resumida perfectamente en el título. María, la esposa de Kuzmá, el protagonista, con quien tiene cuatro hijos, se ha visto envuelta, sin comerlo ni beberlo, en un caso de corrupción, y a no ser que consiga reunir mil rublos en cinco días, será arrestada, juzgada y presumiblemente condenada a prisión. María es incapaz de hacer frente a la situación y deambula por la casa con la mirada perdida. Así, es Kuzmá quien se propone reunir la cantidad, para lo cual empieza a pedir dinero a todos sus conocidos e incluso a su hermano, con quien no se ve desde hace años.

Rasputín está considerado el maestro de lo que se dio en llamar la "prosa rural", un movimiento literario que nació con el deshielo de Khrushov y que, aparte de retratar la vida tradicional en el campo, se caracterizó por alejarse de los principios del realismo socialista. Dinero para María transcurre en un koljós, aquel tipo de granja colectiva que nació con la Revolución y que, cual un hermano siamés de ésta, murió cuando lo hizo la URSS. El koljós es el escenario ideal para la novela ya que, además de proporcionar el entorno rural que tanto atraía al autor, la pequeña comunidad que lo habita, donde todos se conocen y no existen los secretos para nadie, aporta dramatismo al conflicto central. Un hombre que debe elegir entre su orgullo y el pelotón del destino.

Arengando a los koljosianos

La tragedia de Kuzmá y María es a todas luces injusta. Desde el primer momento María no quería hacerse cargo de la tienda del koljós, y posteriormente no fue consciente de la constante desaparición de bienes que han conducido a la enorme pérdida de la que se la acusa. Es evidente que las pérdidas se deben a la corrupción del sistema, donde, desde la producción hasta el distribuidor final, todos roban un poquitín aquí y otro poquitín allá. Sin embargo, no se advierte por parte del autor ni un ápice de crítica a ese sistema corrupto ni a esa justicia implacable que amenaza a María. Podría uno especular y sugerir que el autor soviético aceptaba las injusticias del sistema como uno acepta la injusticia de un cáncer. En todo caso, lo que interesa a Rasputín no son las imperfecciones del sistema sino las del alma humana. Y éstas, junto con su nobleza y una serie de grandes escenas y personajes, las retrata de forma impecable.

Dinero para María es muy fácil de encontrar en el mercado de segunda mano, pero sería de agradecer que alguna editorial se atreviera a reeditarla, así como sus otras grandes obras, Adiós a Matiora o Siberia, Siberia.


El mundo editorial español ha dispensado un trato aún peor a Vera Panova, autora de uno de esos libros que parecen infantiles (y que no lo son tanto) más populares en Rusia. Si no me equivoco, ni una sola de sus obras ha merecido ser publicada jamás en nuestro país, y sólo he encontrado un libro suyo en español, precisamente en la editorial rusa Progreso. El libro del que os voy a hablar se titula Seryozha, y es uno de esos libritos en los que vemos el mundo adulto a través de los ojos de un niño. Huelga decir que se han escrito muchos libros con un planteamiento idéntico, y, como podéis imaginar, ahora mismo no me viene ni un solo título a la cabeza, pero lo cierto es que este relato que apenas llega a novelita tiene ese encanto que tienen las obras escritas con sinceridad y sin ínfulas. Gracias a su sencillez, a su aparente inocencia, al excelente oído de Panova para captar los giros del lenguaje infantil y a su vívido retrato de unos tiempos tan duros como fueron los años de posguerra en la Unión Soviética, Seryozha ha tocado la fibra sensible de millones de lectores rusos y, curiosamente, goza también de una enorme popularidad en la India y Bangladesh.

Adaptación al cine de Seryozha

La historia, insisto, es muy sencilla. Estamos en 1947, en un pequeño pueblo donde apenas se mueve nada más que el agua en el río y los pollos en el patio. El mundo de Seryozha, un niño de seis años que vive con su madre y los tíos de ésta, abarca lo que va de su dormitorio a la carretera, donde juega, cuando le dejan, con los otros niños, casi todos mayores que él. Seryozha perdió a su padre en la guerra, y no conserva de él ni un solo recuerdo. Pronto entra en escena, sin embargo, un veterano del Ejército Rojo llamado Korostelyov, un hombre que, además de héroe, tiene su parcelita de poder, al ser el director del sovjós que abastece al pueblo. Korostelyov se casa con la madre de Seryozha y desde el primer momento se convierte en el héroe del niño.

Por lo que Seryozha ha oído, los padres encaminan a sus hijos por la senda correcta a base de correazos, y ésa es la primera pregunta que le hace Seryozha a Korostelyov. ¿Me vas a pegar mucho con el cinturón? Pero Korostelyov le responde que pegar a los niños para que éstos aprendan a comportarse es una tontería. Con esa respuesta, con su promesa de ir al sovjós a comprarle un juguete y dirigiéndose a él como Serguéi o, sencillamente, como "hermano", Korostelyov se gana el corazón de Seryozha. Nada que haga este hombre guapo, inteligente, influyente y fuerte, que se sube a Seryozha a los hombros como quien se pone un sombrero, puede estar mal.

El episodio del tatuaje

No cabe duda de que el retrato de Korostelyov puede resultar demasiado perfecto para nuestro gusto por personajes complejos y, a ser posible, atormentados, pero no hemos de olvidar que estamos viendo el mundo a través de un niño de apenas seis años, que todavía no ha empezado la escuela, que está, por tanto, desprovisto de malicia, desconfianza y sospecha, y que todo lo que puede hacer es absorber como una esponja lo que de bueno y malo puede ofrecerle la vida. Lo bueno lo impresiona, y lo malo, es incapaz de entenderlo. Por eso, en una de las escenas más conocidas, cuando su tío Petya le da un caramelo que en realidad no es más que un envoltorio vacío, Seryozha, ante las carcajadas del tío, le pregunta muy serio: Tío Petya, ¿eres tonto? Lo que para un adulto constituye un insulto directo, para Seryozha es una pregunta sincera. Conoce la palabra "tonto", y quiere saber si su tío es uno de ellos. Ved aquí la escena, tomada de la excelente versión cinematográfica que se hizo en 1960 y que ganó varios premios internacionales.


Otro de los episodios más conocidos tiene lugar cuando Seryozha y su amigo acompañan al tío de éste, un militar de la marina, envuelto en un aura de leyenda, y que está pasando unos días en el pueblo, a bañarse en el río. Al ver el cuerpo del capitán cubierto de tatuajes, los niños no caben en sí de admiración, y su deseo de tatuarse el cuerpo no tiene precisamente un final divertido. La pequeña tragedia que este episodio acaba desencadenando es una muestra perfecta del estilo de Panova, que, pese a lo que pueda parecer, escribió una obra sin pizca de sentimentalismo. Es más, hacia el final de la novela, el lector se asombra del rumbo frío y casi despiadado que están tomando los acontecimientos. ¿Cómo pueden comportarse de esa forma con un niño? ¿Qué clase de sociedad era aquélla en la que se considera comprensible la decisión que toman Mariana, la madre, y Korostelyov, que amenaza con hacer realidad la mayor pesadilla de un niño? Sin embargo, hay que insistir en que aquí, de nuevo, no hay denuncia ni crítica. ¿Debería haberla? Quizá, pero entonces sería otra novela. Panova no cuestiona esa decisión, ni el sistema que los conduce a tomarla. Si queréis denuncia, leed a los protestones. Seryozha no es más que un excelente retrato de la vida de un niño en la URSS de la posguerra.


Nacida en 1905 en Rostov del Don, Vera Fiódorovna Panova no tuvo una vida fácil. Su padre, un comerciante que se había arruinado, se suicidó arrojándose al apacible río cuando ella apenas tenía la edad de Seryozha. Posteriormente, tuvo que dejar la escuela debido a los problemas económicos de la familia. Comenzó a trabajar como periodista y en 1933 empezó a escribir obras de teatro. Su segundo marido fue arrestado y enviado al gulag. A Panova sólo se le permitió un encuentro con él antes de que lo ejecutaran, que relató en la historia "El encuentro". En 1940 se encontraba en Tsárskoe Selo, junto a Leningrado, donde los nazis la enviaron con su hija a un campo de concentración del que consiguieron escapar y refugiarse en una sinagoga destruida. Vida de novela, como veis. Después de la guerra, sin embargo, la vida le sonrió y llegó a ganar tres Premios Stalin y dos Órdenes de la Bandera Roja del Trabajo.

Como decía más arriba, hoy vemos estos premios literarios de nombre tan rimbombante con cierto recelo. Mal hecho, por lo menos en el caso de Vera Panova.



viernes, 19 de agosto de 2016

Rusos saltando verjas


Leemos a Dostoievski en nuestra tardía adolescencia. A los veintipocos todavía estamos a tiempo sacarle a sus libros ese jugo vital que nos emborracha. Esperemos, sin embargo, a la madurez y descubriremos algo un tanto extraño: la graduación etílica ha descendido, de alguna manera el libro se ha desbravado. Pero lo que ha perdido en efervescencia lo ha ganado en sabor.

Los hermanos Karamázov es la última novela que escribió Dostoievski, y parece ser que tenía lista en su cabeza una segunda parte, centrada ésta en las andanzas de Aliosha. La historia prometía, pues en ella, según su esposa, nos hubiéramos reencontrado, veinte años más tarde, con un Aliosha que "ya no es joven, sino un hombre maduro, que ha vivido un complejo drama espiritual con Liza Jojlakova" y se ha convertido en un revolucionario, y con un Mitia que regresa del presidio. Por desgracia, el autor no vivió para escribirla.


Gesto desafiante, Mitia. Manos religiosamente cruzadas sobre el regazo, Aliosha. Elegante levita, Iván. Viejo horrible, Fiódor.

La influencia que tuvo esta novela en autores posteriores es incuestionable, y desde entonces está considerada una de las mayores obras literarias de todos los tiempos. Y como yo no soy nadie para decir lo contrario de lo que dijeron Kafka, Freud o Einstein, pues no lo diré. De hecho, ni siquiera lo pienso. Los hermanos Karamázov es una novela grandiosa en muchos sentidos. Para empezar, por su ambición: Dostoievski se propuso escribir una obra maestra, una novela descomunal que sintetizara todo su pensamiento y que, al mismo tiempo, permitiera a la humanidad entrever un camino de esperanza. Sus personajes, por otra parte, si bien son menos complejos de lo que cabría pedirle a una obra maestra, sí se erigen como inolvidables arquetipos. Y por mencionar tan sólo un argumento más en favor de la grandiosidad de esta novela, podríamos hablar, y hablaremos, de la profundidad de sus ideas, algunas de las cuales seguirán siendo relevantes en los siglos venideros.

En otro sentido, sin embargo, sí me atrevo a afirmar que, desde un punto de vista estrictamente literario, Los hermanos Karamázov es, digámoslo así, menos grande. Creo que no soy el único que piensa así, y de hecho es un lugar común, al hablar de nuestro autor, la desfavorable comparación con Tolstoi o Turguéniev en términos de "calidad de escritura". Vamos, que, al decir de algunos, Dostoievski no escribía tan bien como otros. Veamos por qué.

La juerga de Mitia y Grúshenka, en versión de Alice Neel

El defecto principal que le achacaban a Dostoievski sus contemporáneos era lo que ellos consideraban un estilo poco cuidado. Por otra parte, todos alababan su capacidad para captar los diferentes registros del habla popular y de la sutileza con que la utilizaba para caracterizar a sus personajes. El segundo aspecto es difícil, si no imposible, de apreciar en una traducción. En cuanto al primero, posiblemente sea cierto, si bien, contradiciendo al poeta romántico, Dostoievski siempre distinguió entre verdad y belleza. Y no cabe duda de que su misión en la literatura era descubrir aquélla, por mucho que se ocultara en lo más recóndito de un ruso.

En consecuencia, no sería del todo injusto señalar cierta falta de sofisticación en la historia que se nos cuenta. Dicho de otra forma, aparte del esfuerzo estrictamente necesario para deglutir 1.100 páginas, Dostoievski no hace trabajar al lector de manera sobrehumana. Por ejemplo, en todo momento sabemos lo que piensan todos los personajes, porque ellos mismos nos lo dicen. Con alguna fascinante y genial excepción, el autor tiende a explicar más que a sugerir, y apenas hay oportunidad para la reflexión seguida de descubrimiento, más allá de lo que nos encontramos en la página siguiente. Sabemos también cuáles son las ideas que más preocupan al autor, porque las pone una y otra vez en boca de esos mismos personajes. Así, el lector tiene la impresión de que Dostoievski hace firmar un contrato a sus personajes y les da instrucciones precisas del papel que deben interpretar. No diré que carecen de vida, porque, al contrario, desbordan vitalidad. Pero, utilizando esa imagen que tanto gusta a los escritores, sí podríamos decir que, en este caso, los personajes no se rebelan ni hacen las maletas y se van a vivir por su cuenta, sino que se quedan siempre a las órdenes de don Fiódor.

No quiero decir con esto, sin embargo, que los personajes sean pesos muertos que lastren la novela. Antes al contrario, Mitia, Grúshenka, Iván, o, entre los secundarios, Sneguiriov, Kolia e incluso el oficial polaco, son creaciones extraordinarias e inolvidables. Dostoievski consigue aquí retratar unos personajes vivos, reconocibles, arquetípicos sin dejar de ser reales, y, en algunos casos, enormemente complejos. Los retrata de manera magistral, pero hay que subrayar la palabra "retrato", pues, como si se tratara de un cuadro, la personalidad de la mayoría de ellos está congelada en el lienzo y apenas si evolucionan. Esta falta de evolución se advierte, sin ir más lejos, en el padre, si bien, por su función en la historia, eso sería perdonable. Menos perdonable es el personaje de Aliosha, de  escandalosa sosez y santidad inverosímil. Alguien podría argüir que los hermanos de Aliosha, el calavera Mitia y el culto Iván, sí experimentan una transformación espiritual a lo largo de la novela, pero yo creo que, en realidad, lo que ambos muestran es una versión más extrema del mismo yo inicial.

 El hermano Karamázov

Sorprende, pues, el hecho de que Dostoievski quisiera centrar en Aliosha aquella segunda parte que nunca fue. Si en la versión cinematográfica de 1958 la Metro le dio el papel de Mitia a Yul Brynner, no se debía a la calvicie de éste, sino a que su carisma y talento casaban perfectamente con el personaje más poderoso de la novela. Por el contrario, podían permitirse confiar un personaje tan soso y plano como Aliosha a un entonces desconocido William Shatner.

Pero si el juerguista, sinvergüenza, violento y mujeriego Mitia es el personaje más atractivo y carismático, posiblemente sea Iván el más complejo y atormentado. Dostoievski regaló a Iván una de las ideas centrales de la obra, citada desde entonces en incontables ocasiones. Hablamos, naturalmente, de "si Dios no existe, entonces todo está permitido", que Dostoievski formula de una manera más atractiva y sugerente:

Iván Fiódorovich declaró de modo solemne, durante una discusión, que en toda la tierra no existe absolutamente nada que obligue a los hombres a amar a sus semejantes, que no existe ninguna ley natural que lleve al hombre a amar a la humanidad, y que si hasta ahora ha habido amor en la tierra ello no se debe a ninguna ley natural, sino tan sólo a que la gente creía en su inmortalidad.

En unos tiempos en que la idea de Dios lleva a unos hombres a justificar, más que nunca antes, el asesinato del resto de la humanidad, las palabras de Iván suenan hoy tristemente irónicas. En cualquier caso, en sus pecadoras palabras lleva Iván la penitencia. Cuando, cerca del final, le confiese Smerdiákov las consecuencias que tuvieron para él esas palabras, nuestro personaje no podrá soportar el sentimiento de culpa y caerá en la locura. Mucho antes de ello, no obstante, nos proporciona uno de los pasajes más enigmáticos y fascinantes de la obra, y que, paradójicamente, revela una vez más cierta debilidad narrativa por parte de Dostoievski.

La leyenda del Gran Inquisidor, de Vladimir Gorbachov

"El gran inquisidor", obra de Iván, que se refiere a ella como un poema, es en realidad una genial parábola en la que se narra el retorno de Cristo a la Tierra, en concreto a Sevilla, en tiempos de la Inquisición. Ocupa apenas veinte páginas, pero lo cierto es que son de lo mejorcito de la novela. Cristo es apresado por la Santa Inquisición y condenado a morir en la hoguera. Hasta aquí, nadie se sorprenderá. Lo bueno viene después, cuando el gran Inquisidor lo visita en su celda para explicarle por qué la Iglesia ya no necesita al Mesías. Verás, le dice:

Para el hombre no hay preocupación más constante y atormentadora que la de buscar cuanto antes, siendo libres, ante quién inclinarse. Pero lo que el hombre busca es inclinarse ante algo que sea indiscutible, tanto, que todos los hombres lo acepten de golpe y unánimemente. Pues la tribulación de estas lamentables criaturas no estriba sólo en buscar aquello ante lo cual yo u otro podamos inclinarnos, sino en buscar una cosa en la que crean todos y a la que todos reverencien, todos juntos, sin falta. Esta necesidad de comunión en el acatamiento constituye el tormento principal de cada individuo, así como la humanidad en su conjunto desde el comienzo de los siglos.

¿Puede haber palabras más relevantes para el siglo que había de venir, e incluso para hoy? El Inquisidor le señala a Cristo que su gran pecado fue rechazar las tres tentaciones de Satanás.

Tú conocías, tú debías conocer, forzosamente, este secreto fundamental de la naturaleza humana, pero rechazaste la única bandera, absolutamente la única, que se te ofreció para obligar a todo el mundo a que se inclinara ante ti sin discusión: la bandera del pan terrenal, que rechazaste en nombre de la libertad y del pan del cielo. Contempla lo que hiciste luego. ¡Otra vez, en nombre de la libertad!...

Mitia humillando a Sneguiriov, el padre de Iliusha. Pese a no ser especialmente relevante en la trama, ésta es una de las escenas más icónicas de la novela. Veréis otra versión más abajo


"El gran Inquisidor" justificaría por sí solo la lectura de Los hermanos Karamázov. Pero entonces, ¿por qué digo que este episodio genial revela las flaquezas narrativas del autor? Pues simplemente por el modo en que se nos ofrece, en una conversación entre Iván y Aliosha. Como ya he apuntado antes, en esta novela las ideas van de boca en boca. Y cuando ese medio no está disponible, como sucede con la historia de Zosima, se convierten en memorias... basadas en conversaciones. ¿Qué otra forma podría haber empleado Dostoievski para referir esta historia? No lo sé, pero el constante recurso a la conversación como vehículo de ideas revela un estilo algo pobre, eso sí, compensado de sobra con la profundidad de las mismas y el vigor de los personajes.

Por otra parte, se me ocurre que en ello radica el atractivo que esta obra tiene para los lectores jóvenes y algo atormentados. El lector joven, por lo menos este lector, que un día fue joven, lee a Dostoievski como Dostoievski escribía, con pasión, ebrio ante las ideas que se atropellan en la página, ante esos personajes que conoce de su barrio, de su escuela, de su trabajo, y con la angustiosa sensación de que podríamos morir antes de terminar la obra, por lo que todo refinamiento estilístico no sería sino un obstáculo en nuestra desesperada carrera por llegar a la Verdad. El propio narrador deja claro su respeto por el espíritu arrebatado y hasta irracional, léase ruso, de los jóvenes,  frente al "exceso de reflexión", o séase, la europeidad, de la sobrevalorada madurez.

Sólo pediría al lector que no se apresure demasiado a reírse del puro corazón de mi joven. Por lo que a mí respecta, no sólo no tengo el propósito de pedir perdón por él ni de disculpar y justificar la ingenuidad de su fe por sus pocos años, por ejemplo, o por haber realizado con poco éxito sus estudios, etc., sino que procederé hasta al revés, y declaro firmemente que siento sincero respeto por la naturaleza de sus sentimientos. No hay duda de que otro joven, más circunspecto con las impresiones de su corazón, capaz ya de amar con calor, pero sin arrebatos, con inteligencia en exceso razonadora teniendo en cuenta la edad, si bien fiel (y, por esto, barata), un joven así, digo, habría evitado lo que pasó al mío; pero la verdad es que en ciertos casos es más honroso dejarse llevar por una pasión, aunque poco razonable, inspirada por un gran amor, que resistirla a todo trance. Tanto más en la juventud, pues es de pco fiar y poco es lo que vale un joven que sea constantemente en exceso reflexivo, ¡tal es mi opinión!
 
Por ello, no puede resultar curioso que, en una novela de más de mil páginas que transcurre casi exclusivamente en una pequeña ciudad de provincias, apenas haya descripciones. Desde luego, Dostoievski no es Turguéniev, y el lector joven con frecuencia valora la pasión en detrimento de la belleza artística. Nuestro autor sustituye, pues, los abedules por esas conversaciones de barra de bar que de nuevo apelan irresistiblemente a nuestro apasionado, atormentado e inmaduro amigo...

... que recuerda cómo, de su primera lectura, treinta años atrás, se le clavaron dos imágenes en la memoria. Una era la escena final, tan tierna y esperanzadora. La otra era la de una ciudad pequeña y oscura, llena de casas rodeadas de huertos, por cuyas calles deambulaban por la noche los personajes en busca de fulano, huyendo de mengano, y saltando furtivamente la verja del huerto de zutano. He comprobado que dicha imagen no se alejaba mucho de la realidad, y aunque quizá no se salten tantas verjas como recordaba, toda la intriga detectivesca de la segunda parte sí gira alrededor de uno de esos saltos furtivos, concretamente aquél cuya escena crucial Dostoievski oculta con un tupido velo en forma de línea de puntos.

Aliosha, o la santidad hecha Karamázov

Podríamos preguntarnos si es necesario para el desarrollo de la novela que se mantenga al lector en la incertidumbre al respecto del autor del crimen, o si, por el contrario, estamos ante un mero truco para crear cierta intriga en una obra que, hasta ese momento, no parecía apuntar hacia ningún tipo de misterio. Personalmente, no veo qué necesidad había de iniciar una intriga detectivesca, e incluso creo que hubiera sido un acierto presentarle los hechos al lector y dejar que el desarrollo ulterior de la trama contrastara con lo que sabíamos (o hubiéramos sabido) respecto a la muerte del padre. Creo que ese conocimiento por parte del lector habría enriquecido las ya de por sí interesantes conversaciones que tienen lugar entre Aliosha y Mitia, Iván o Smerdiákov antes de que se celebre el juicio. En ellas, la intriga sobre si lo hizo o no lo hizo actúa como distracción y rebaja la intensidad del debate.

Los Karamázov manga

Dostoievski era un eslavófilo de pro, y para él las ideas que llegaban de Europa (cientificismo, socialismo, liberalismo) conducían a la degradación de la humanidad y suponían una amenaza para el alma rusa, profundamente tradicional, espiritual y de ortodoxo cristianismo. Naturalmente, nadie como Iván podía representar estas ideas tan nocivas:

He de hacerte una confesión -comenzó Iván-: nunca he podido comprender cómo es posible amar al prójimo. Es precisamente a nuestro prójimo a quien es imposible amar; quizá podamos amar sólo a quienes están distantes.

Se trata, como veis, de una de esas ideas que alguno de nosotros podría haber hecho, acodado en la barra, a la persona que tuviera a su lado. Y esto no es una crítica sino, de nuevo, un ejemplo de cómo Dostoievski se dirige al joven perdido que fuimos un día. En todo caso, nuestro autor siente demasiado respeto por Iván como para hacer de él un progre ingenuo. Reserva ese papel, por ejemplo, a Kolia, un chavalín de trece años al que es fácil imaginar hoy con la camiseta del Che y el pañuelo palestino:

 -¿Acaso ha leído usted a Voltaire? -concluyó Aliosha.
-No, no es que lo haya leído... De todos modos, he leído Cándido, en una traducción rusa... en una vieja y abominable traducción (...)
-¿Y lo ha comprendido?
-Oh, sí, todo... es decir... ¿por qué piensa que podía no haberlo comprendido? Desde luego, contiene muchas indecencias... Yo desde luego, estoy en condiciones de comprender que se trata de una novela filosófica y escrita para exponer una idea... -se embrolló ya por completo Kolia-. Yo soy socialista, Karamázov, soy un socialista incorregible -soltó de pronto sin que viniera a cuento.
-¿Socialista? -Aliosha se sonrió-. ¿Cuándo ha tenido usted tiempo para ello? Según me dijo, sólo tiene usted trece años, ¿no es cierto?
Kolia se sintió mortificado.
-En primer lugar. no son trece, sino catorce...



 Algo más digno es el papel que Dostoievski reserva a Rakitin, quien, pese a ser el personaje por quien Dostoievski muestra mayor antipatía, sabe defender sus ideas progresistas sin caer en el ridículo.

...si Dios no existe, el hombre es el señor de la tierra, del universo. ¡Magnífico! Pero, ¿cómo será virtuoso, sin Dios? ¡Esa es la cuestión! Siempre vuelvo a lo mismo. Pues, ¿a quién amará, en este caso, el hombre? ¿A quién manifestará su agradecimiento, a quién elevará un himno? Rakitin se ríe. Rakitin dice que es posible amar a la humanidad aunque no exista Dios. Bueno, ese títere mocoso puede afirmarlo así, pero yo no lo puedo comprender. A Rakitin le es difícil vivir: "Vale más que te preocupes (me decía hoy) de que se amplíen los derechos civiles del hombre o de que no suban los precios de la carne; de este modo, tu amor por la humanidad resultará más comprensible y más próximo que por medio de filosofías".

 Pero sólo Iván es digno de cuestionar de verdad las ideas profundamente religiosas del autor, quiero decir, de Aliosha. Aquí nos plantea uno de los dilemas centrales no sólo de la novela, sino de la propia fe.

... lo único que sé es que el dolor existe y no hay culpables, que una cosa se desprende de otra de manera directa y sencilla, que todo fluye y se equilibra, pero esto no es más que un absurdo euclidiano, yo lo sé y no puedo estar de acuerdo en vivir ateniéndome a él. ¿Qué me importa a mí que no haya culpables y que yo lo sepa? Lo que necesito yo es que se castigue; de lo contrario, me destruiré a mí mismo. Y que el castigo se aplique no en el infinito, en algún tiempo y en algún lugar imprecisos, sino aquí, en la tierra, y que yo mismo lo vea. He tenido fe, quiero ver por mí mismo, y si cuando llegue la hora ya he muerto, que me resuciten, pues si todo ocurre sin mí, resultará demasiado ofensivo. No he sufrido yo para estercolar con mi ser, con mis maldades y sufrimientos. la futura armonía a alguien. Quiero ver con mis propios ojos cómo la cierva yace junto al león y cómo el acuchillado se levanta y abraza a su asesino. Quiero estar presente cuando todos, de súbito, se enteren del porqué las cosas han sido como han sido.

Aliosha escucha con atención las palabras de Iván, como hace con todos los demás. De hecho, el papel del Karamázov más joven no va mucho más allá del de receptor de ideas y confidencias. Para mí no hay duda de que estamos ante el personaje más débil de la novela, no sólo por su escasa fuerza, sino porque su función se solapa con la del stárets Zosima. Es sabido que Dostoievski vertió gran parte de sus vivencias en Los hermanos Karamázov, desde el nombre de Aliosha, que era el nombre de su hijo fallecido a los tres años, hasta la epilepsia que lo mató, pasando por el personaje del stárets, basado en Ambrosio de Optina, a quien conoció en el monasterio adonde se dirigió, desolado, tras la muerte de su hijo. Sin embargo, el protagonismo que Zosima tiene en la primera parte del libro no se corresponde con su importancia real en la historia, y el autor podría haber utilizado ese material para darle un poco más de empaque al propio Aliosha. De todas formas, hay que reconocer que la historia relativa a la inesperada y temprana putrefacción de su cadáver y a la pestilencia que emana de él es sencillamente genial, además de un ejemplo perfecto de cómo sugerir ideas sin necesidad de recurrir al diálogo.

¿Por qué Yul tira de la oreja a Sneguiriov, y no de la barba?

Y por hoy se acabó. Nos encantan los artesanos de la literatura, pero leer a Dostoievski nos hace más jóvenes. Los hermanos Karamázov es una obra colosal y colosalmente imperfecta, y por eso nos gusta tanto. Os dejo con algunas citas y un resumen más análisis de la obra muy curioso y divertido, aunque sólo apto para hablantes muy competentes de inglés.

Aquí, Iván pregunta al Diablo acerca de los tormentos del infierno:

¿Qué tormentos? ¡Ah, no me lo preguntes! Antes los había de la clase que quisieras, pero ahora todo es cargar la mano sobre los morales, sobre los remordimientos de conciencia" y esas zarandajas. Esto también ha venido de vosotros, de vuestra "suavización de costumbres". ¿Y quién crees que ha salido ganando? Pues los únicos que han salido ganando son los sinvergüenzas, porque de dónde van a sentir ellos remordimientos de conciencia, si ni conciencia tienen. Los que han pagado el pato, en cambio, han sido las personas decentes, las que no han perdido del todo la conciencia y el honor... Eso es lo que pasa cuando se emprenden reformas sobre un terreno sin preparar y aun copiadas de instituciones extranjeras. ¡Son pura calamidad! Serían preferibles las calderas de antaño.

Éste es el narrador, una figura algo misteriosa. (Recuerdo que mi primera lectura de esta obra venía con un prólogo de Pere Gimferrer que empezaba con la pregunta ¿quién es el narrador de Los hermanos Karamázov?).
En la mayor parte de los casos, la gente, incluso la mala gente, es mucho más ingenua y bondadosa de lo que nosotros nos figuramos. Sí, y nosotros también lo somos. 
Iliusha moribundo

A continuación, el stárets Zosima citando a un doctor al que conoció.

Yo decía, amo a la humanidad, pero me admiro de mí mismo: cuanto más quiero a la humanidad en general, tanto menos quiero a los hombres en particular, es decir, por separado, como simples personas. 

Éste es, desde luego, Iván:

Pienso que si el diablo no existe y, por tanto, ha sido creado por el hombre, ése lo ha creado a su imagen y semejanza. 

Y por último, Aliosha evoca sus conversaciones con Zosima. Puro Dostoievski:

Madrecita, gotita de sangre mía, en verdad, cada persona ante todos, por todos y por todo es culpable, sólo que la gente no lo sabe; si lo supiera ¡enseguida tendríamos el paraíso! 

Y lo prometido es deuda. Los hermanos Karamázov, analizado en Thug Notes (Notas de Matones).



sábado, 14 de noviembre de 2015

Judas y familia

Torcido, como todo en esta familia

Decía un ruso que, mientras todas las familias felices se parecen, las desdichadas lo son cada una a su manera. De ser esto así, sería un alivio saber que la desdicha de los Golovliov es única e intransferible.

La desgracia parece cernirse sobre algunas familias. Esto sucede sobre todo con la pequeña nobleza esparcida por toda Rusia, sin nada que hacer, alienados del flujo de la vida, y sin capacidad alguna de liderazgo. Bajo el régimen de servidumbre conseguían malvivir, pero ahora simplemente se quedan sentados en sus dilapidadas haciendas a la espera de que llegue el fin.

A Mijaíl Saltykov-Shchedrín se le define como un maestro de la sátira. Uno identifica dicho género literario con la crítica más cáustica y con el afán de ridiculizar determinados vicios personales o sociales. Unos ejemplos obvios serían Catch-22, la película Borat o Las aventuras del buen soldado Svejk, es decir, obras en las que -por lo menos a primera vista- prima el humor sobre todo lo demás. Por ello es difícil describir la obra maestra de Saltykov como sátira, pues la crítica a la sociedad, a la hipocresía, a la mojigatería, a la codicia, al despotismo y a la familia es de lo más oscuro y desolador que he leído en mucho tiempo.

No obstante, es posible que en la versión original sí fuera más evidente el carácter satírico de la obra, y que éste se haya perdido en la traducción (en mi caso, como veis por la foto que abre esta entrada, se trata de una versión algo antigua). De hecho, si os fijáis en las ilustraciones para la obra que a lo largo del tiempo se han hecho en Rusia, se observa un marcado tono caricaturesco y hasta grotesco en los retratos de los personajes.

Stepán, derrotado, humillándose ante su madre

Las dificultades de la traducción se hacen evidentes con el nombre del protagonista principal, Iúdushka, diminutivo de Judas. Dado que en español no existe dicho diminutivo, el traductor debe, bien inclinarse por dejarlo en Judas, como en mi versión en inglés; bien optar por "pequeño Judas", más fiel, pero que no es lo mismo (los matices y eso), o bien dejarlo en el original, que quizá sea lo más acertado. En todo caso, es incuestionable que este Juditas (¿veis qué mal suena?), comparado por algunos con Uriah Heep o Tartufo, es una de las más grandes creaciones de la literatura rusa del XIX, uno de esos personajes que acaban haciéndose más grandes que la propia novela que les dio la vida. Arnold Bennet iba más lejos y calificaba Los Golovliov como una de las diez mejores novelas universales. Esto de los rankings sabéis que no va conmigo, y menos si son tan hiperbólicos, pero no exagero si digo que ésta es una novela grandiosa, indiscutiblemente a la altura de los otros rusos.

A título de curiosidad, vale la pena señalar que la relevancia del personaje de Iúdushka, tanto en la literatura com en la sociedad rusa, fue tan grande que su nombre acabó siéndole endosado a Lev Davidovich Bronstein. Fue el propio Lenin quien consideró que el modo que tenía Trotski de solucionar los conflictos, con una cháchara untuosa e hipócirta, era muy parecida a las maneras de nuestro Judas, cuya falsa santurronería y hueca palabrería saca de quicio a cualquiera que pasa cinco minutos con él. Sin embargo, en el último momento Lenin, y quizá debido a las connotaciones antisemitas del nombre, se lo pensó dos veces, pues el artículo en cuestión no fue publicado y sólo se descubrió en 1932. Para entonces, con el Padrecito de los Pueblos en el poder, el temor a ser tachado de antisemita había dejado de ser un obstáculo, y Trotski cargó con el sobrenombre hasta el fin de sus días.

Nacido para traidor. Pero, ¿traidor a quién?¿A Cristo o a la revolución?


Los Golovliov narra los avatares de una familia de terratenientes dominada por la cicatería, el egoísmo, el rencor y la desidia. La hacienda familiar se encuentra en un lugar no precisado, pero se nos antoja un paraje remoto y desolado, al que nadie quiere ir si no es para morir. Sólo Arina Petrovna, la gélida e implacable matriarca, y su hijo Porfiry, el Juditas, también conocido como el Chupasangre, que son quienes con más grandilocuencia y aspavientos hablan de la Familia, sienten cierto apego por la casa y las tierras familiares. No se trata de un apego sentimental, desde luego, si no, más bien, fruto de la convicción de que, fuera de su ataúd, de un cadáver no queda ni la memoria. Por eso el resto de la familia no ve el momento de abandonar por siempre la casa: porque no es sino una tumba para muertos en vida.
Y Golovlovo era la muerte misma. La muerte cruel y voraz que acecha eternamente a su víctima.
No se trata, sin embargo, de una novela "rural", aunque sí podría describirse como una historia "de provincias". La historia de las dos huérfanas, por ejemplo, que se van de Golovliov para abrirse camino en el mundo del teatro nos muestra la otra cara de la pequeña nobleza rusa. Vemos entonces un mundo que apesta a vanidad y hedonismo, un hedonismo tan estúpido e irresponsable como la falsa religiosidad de Judas y que, en su caída, arrastra a las hermanas por teatros y pensiones de mala muerte, hasta concluir en una escena terrible.


 El pequeño Judas, cuando aún no se ha hecho con el poder.

Resulta interesante comparar esta novela con Apuntes de un cazador, de Turguénev, publicada un cuarto de siglo antes. Pese a que ambas obras tienen como telón de fondo la servidumbre y su abolición, no puede menos de sorprender el profundo humanismo de la obra de Turguénev, escrita de hecho antes de dicha abolición, y ver cómo, veinte años más tarde, otro autor nos ofrecía una visión tan decadente y deshumanizada de toda la sociedad, deshumanización de la que no se libran los, ayer, siervos, hoy criados. Otro de los aspectos que contrastan fuertemente en las dos obras es el retrato lírico y casi edénico de la naturaleza en Apuntes..., mientras que en Golovliovo no hay más que nieve y campos baldíos. Parece que, como sucede a menudo con los cambios sociales más profundos y trascendentales, la realidad, en este caso la incapacidad de la nobleza rusa para amoldarse a un sistema de producción agrícola racional, no tardó más que un par de décadas en hundir por completo aquellos sueños y esperanzas que inundaban la obra de Turguénev.

Judas Golovliov en la versión cinematográfica de Aleksandr Ivanovski (que por cierto podéis ver aquí. En ruso, конечно)

Mijaíl Yevgráfovich Saltykov acostumbraba firmar sus obras con el seudónimo Nikolái Shchedrín, y de ahí le quedó el apellido compuesto por el que se le conoce, un apellido que, me atrevo a sugerir, jugó en detrimento de la popularidad del autor en occidente. Y es que, al lado de Tolstói, Dostoievski, Gógol o Turguénev, no me negaréis que Saltykov-Shchedrín suena muy poco comercial. Quizá por ello, la versión española de Nevsky Prospects optó por dejarlo en Schedrín. En todo caso, llámese como quieran llamarlo, nuestro autor puso mucho de su propia vida en esta su obra maestra. Nunca ocultó, por ejemplo, que el irresistiblemente repulsivo Iúdushka estaba basado en su hermano Dmitri. Del mismo modo, y al igual que sucede con Arina  Petrovna al comienzo de la novela, la despótica madre de Saltykov tenía aterrorizado a su marido y a toda la servidumbre (en esto, bien poco se diferencia de la violenta y cruel madre de Turguénev). Al pequeño Mijaíl apenas se le permitía salir de casa, por lo que se pasaba los días encerrado. Consecuencia de ello fue, como hemos visto, que la naturaleza esté ausente de su obra, y que el niño fuera testigo constante de las condiciones de vida de los siervos. Fue probablemente entonces cuando arraigó uno de los motivos principales de toda su obra: en palabras del propio Saltykov, "el devastador efecto de la esclavitud legal sobre la psique humana".

Judas y la no menos arrebatadora Ulita

La lectura de esta novela depara más de una sorpresa, tanto en lo que se refiere al argumento como a su estructura. Ésta, por ejemplo, se nos antoja mucho más moderna de lo que algunos esperan de una novela del XIX, y quizá ello se deba al modo en que fue publicado. El autor publicó los cinco primeros capítulos de que consta hoy en forma de relatos separados, como parte de un ciclo titulado Discursos bienintencionados, y sólo después decidió reunirlos en forma de novela y añadir dos capítulos más. Y como vimos en Un héroe de nuestro tiempo, a veces este modo casi improvisado de publicar una obra le da a ésta un aire de modernidad muy poco decimonónico.

En cuanto a los inesperados giros que da el argumento, aquí el autor nos sorprende con el cruel modo en que los personajes sufren unas caídas tan duras y crueles sin siquiera haber gozado antes de una subida a unas alturas dignas de tal nombre. Ésta es una novela llena de hijos pródigos que, en lugar de abrazos, reciben de su progenitor una severa admonición, y que, en lugar de novillo cebado, han de conformarse con un plato de setas o un trago de vodka. Es una historia también de padres desnaturalizados que en vez de dar amor, ayuda y comprensión, limitan sus obligaciones paternas a tirarle un "hueso" al tarambana de su hijo. Y es, en definitiva, una novela que culmina de un modo, si no inevitable, sí coherente, el camino abierto por Goncharov y, en cierto modo, por Turguénev o incluso Dostoievski. Y por último, es también, sin duda, una obra que prefigura tanto a Chéjov como algunas de las grandes sátiras de la literatura soviética. Porque, después de todo, creo que sí, que, aunque negra como boca de lobo, esto es una sátira.

Póster de Iúdushka Golovliov

En definitiva, una novela impresionante, épica en su pesimismo, con antihéroes inolvidables e impredecibles y que demuestra, una vez más, lo inagotable que fue el siglo XIX en Rusia.


miércoles, 14 de octubre de 2015

La extraña vida de Iván Osokin


He hecho una maleta con todo lo que sé, toda mi experiencia, todo lo bueno y lo malo que he vivido, todos los errores que he cometido, todos los sueños que, por pereza o cobardía, jamás he realizado, y, lleno de ilusión, he emprendido viaje de retorno a mi adolescencia.

En algún momento de nuestra vida, todos hemos soñado con algo parecido, volver a un momento de nuestra infancia o adolescencia conservando todo el conocimiento que tenemos hoy. Damos por supuesto que un regreso al pasado sin ese conocimiento nos condenaría a repetir los mismos errores y no nos permitiría apreciar los dones que la vida, sin nosotros saberlo, nos otorgaba cada día.

Esta es una idea muy atractiva y que, desde luego, da muchísimo juego tanto al cine como a la literatura. En este blog, sin ir mas lejos, hemos hablado de la preciosa Barrio lejano, de Jiro Taniguchi, o de Inolvidable, de Alex Robinson. Ambas tenían en común que partían de la premisa de un adulto que regresa a un momento crucial de su juventud y, consciente de ello, se dispone a ajustar cuentas con el padre o enmendar algún error que marcó su destino. Por otra parte, todos conocéis, desde luego, la película Regreso al futuro, por mencionar sólo la más conocida de las que se ocupan de ese viaje tan anhelado (o no) por todos.  La extraña vida de Iván Osokin soreprende por su originalidad, y por tratar el manido tema del viaje al pasado de una manera totalmente diferente, y con un objetivo, también, por lo menos así se nos antoja, muy alejado de la mera literatura. 

 P. D. Ouspensky con sus prismáticos para mirar en nuestro interior

Antes de pasar a ocuparnos del argumento, hay que decir cuatro palabras de Piotr Demiánovich Ouspensky. Hasta que vi el libro en el Bookbarn de Somerset, servidor jamás había oído hablar de este autor. A estas alturas, no me duelen prendas en confesar mi ignorancia, y hablo de ignorancia porque un breve paseo por google o youtube os dará una idea de la relevancia de este nombre. Si, vosotros, por el contrario, sí lo conocéis, no será desde luego por sus novelas. De hecho, si no me equivoco, Ivan Osokin es la única que escribió. Y nuestro paseo por las redes en busca de información de Ouspensky nos muestra bien a las claras que nos estamos alejando de la literatura y adentrándonos en un territorio que no conocemos, que a priori no nos interesa demasiado, pero que, sin embargo, mueve a legiones de fieles de todo el mundo. Y constatamos tambien que es imposible hablar de Ouspensky sin que surja en seguida el nombre de George Gurdjeff. Es bien posible que éste, como es mi caso, nos resulte un tanto más familiar, aunque si hace un par de días si alguien me hubiera preguntado por su obra, vida y milagros, no habría sabido qué decir.

Ouspensky fue un matemático y filósofo esotérico que se dio a conocer sobre todo por su divulgación de la obra de George Gurdjeff, quien a su vez fue un maestro místico y músico armenio de enorme influencia en el mundo de la filosofía espiritual. (Si no me equivoco, el nombre de Gurdjeff me sonaba como compositor, aunque su obra musical como tal fue recopilada por su discípulo el ucraniano Thomas de Hartmann). Gurdjeff formuló la Doctrina del Cuarto Camino, que lo lanzó a la fama y que, más adelante, difundiría Ouspensky. Si, como a mí, todo esto os suena a Nietzsche, a Eliade y a filosofía oriental, estáis en lo correcto. Y si, como yo, tampoco queréis profundizar mucho en ello, basten cuatro líneas de wikipedia:

 
 George Gurdjeff

Hay tres caminos: el camino del fakir, el del monje y el del Yogi. Más allá de estos tres caminos, hay un Cuarto Camino. Según Gurdjíeff, esta idea data de tiempo inmemorial y no es una idea original suya. El Cuarto Camino nunca empieza en un nivel inferior al de un buen padre de familia, porque requiere la responsabilidad de una persona que vive en el mundo y se enfrenta a los quehaceres cotidianos sin la necesidad de abandonar el mundo, como sucede en los otros tres caminos. El Cuarto Camino requiere que la persona trabaje sobre el intelecto, las emociones y el cuerpo físico. En el Cuarto Camino, la función sexual es la más importante. Según Gurdjíeff, la energía sexual es la más poderosa que produce el organismo, sin la sublimación de la cual no se puede lograr nada.

En fin, ese tipo de cosas que suenan tan bonitas como obvias. Una especie de Paulo Coelho para gente exigente. El caso es que la del Cuarto Camino fue sólo una de las muchas doctrinas o ideas por las que se interesó nuestro Ouspensky. Otros de sus caminos de investigación fueron la Cuarta dimensión o el concepto del Eterno retorno, que es el que nos interesa hoy. En todo caso, quizá os sorprenda la enorme fama de que gozó nuestro autor en las décadas de los 20 y los 30, y su gran influencia en la literatura de la época. Baste decir que a sus charlas y conferencias en Londres asistían autores como T. S. Eliot or Aldous Huxley.

Eterno retorno, pues. 

Iván Osokin se encuentra en la que parece ser la última encrucijada de su vida. A sus apenas veinte años, no ha hecho sino tirar por la borda todas las oportunidades que se le han dado. Prácticamente se autoexpulsó del instituto, también de la escuela militar, perdió en una noche a la ruleta una herencia que le permitía estudiar en la Sorbona, y en este momento, lo vemos despidiéndose de su amada, que le ruega que la acompañe a Crimea y a la que, dadas sus circunstancias, se cree forzado a rechazar. Desesperado, acude a un mago y le pide un milagro: volver al pasado sin olvidar nada de lo que ha vivido hasta este momento. Su intención es enmendar los errores que lo han conducido a su situación.

"Volverás a cometer los mismos errores", le advierte el mago.

 Yo maté a Adolf Hitler, de Jason

Y ahí radica la gran diferencia entre Iván Osokin y cualquier otra obra sobre viajes al pasado. Aquí no tenemos la consabida Paradoja de la abuela (ya sabéis, si viajas al pasado y matas al abuelo, tú no puedes haber nacido), y el devenir de la humanidad no pende de un acto heroico de Iván (acabo de acordarme de la novela gráfica Yo maté a Adolf Hitler, de Jason). El interés de Ouspensky es, sencillamente, escarbar en las posibilidades que su concepto del eterno retorno brinda a la ficción. (Sin embargo, como veremos más adelante, no hay que descartar que, más bien, su objetivo fuera ver cómo la ficción puede ayudarnos a entender el eterno retorno. Cuestión de prioridades.)

La novela, en todo caso, es apasionante. No voy a entrar en más detalles sobre su argumento, porque creo que con lo que he dicho ya os podéis hacer una idea tanto de la historia como del desenlace, pero sí diré que, evidentemente, trata desde un punto de vista diferente algunos de los grandes temas de siempre: el destino, el recuerdo, la voluntad o la percepción de la realidad. Se trata, pues, de una lectura estupenda para después de Proust, de cuyo concepto del recuerdo podría decirse que Ouspensky ofrece, en cierto sentido, el reverso. En efecto, si en nuestro viaje al pasado conservamos los recuerdos de lo vivido hasta entonces, nuestra memoria se convierte entonces en nuestro futuro, o, en palabras del propio Osokin:
No hay ninguna diferencia esencial entre el pasado y el futuro. (...) Tan sólo nos referimos a ellos con palabras diferentes: fue y será. En realidad, todo esto fue y será.

 
 Las escasísimas grabaciones de Gurdjeff. Bella música

Dejando de lado esoterismo y metafísica, uno no puede evitar pensar que hay algo muy cierto en lo que nos dice Ouspensky en esta obra. En la advertencia que el mago hace a Osokin, nos encontramos con esta idea que no por obvia es menos poderosa:
Un hombre puede no saber qué sucederá como resultado de las acciones de los demás, o como resultado de causas desconocidas, pero siempre sabrá todos los posibles resultados de sus propias acciones.
La trágica revelación a la que Osokin cree enfrentarse es la de la inevitabilidad. Pero no es así: el eterno retorno de Ouspensky no tiene nada que ver con la predestinación, sino, se me ocurre, con la voluntad. Esto nos conduce a ese dilema tan ruso de la elección entre la resignación y la rebeldía, y resulta irónico y, nunca mejor dicho, trágico, que alguien como Osokin, que es esencialmente rebelde, deba empujar colina arriba la piedra de su propia resignación.
 

Por otra parte, al respecto del alma rusa y la resignación, cabe sacar a colación al bueno de Oblomov, pues el entrañable antihéroe de Iván Goncharov guarda unas cruciales similitudes con Osokin: la sensación de eterno e irredimible tedio, la conciencia de que es preciso actuar si no queremos hundirnos, y la terrible certeza de que nunca seremos capaces de hacerlo, o aún peor, de que nos negamos a ser capaces. Ivan Osokin parece verter algo de luz sobre el tedio que siente Oblomov ante la vida. ¿Cabe imaginar mayor tedio que el eterno retorno a una vida tediosa? ¿Mayor tortura que volver una y otra vez a contemplar nuestros fracasos? Olvidad la redención al estilo Atrapado en el tiempo. Si, como nos dice Proust, el recuerdo es la salvación de nuestra alma, para Ouspensky la única forma que el hombre ha hallado de sobrevivir al tedio es el olvido. Como os he dicho antes, hay gran parte de verdad en esto. Con todo nuestro conocimiento y experiencia vital, ¿seríamos capaces de sobrevivir a una conversación con nuestros amigos de diecisiete años? ¿De emocionarnos con ellos? ¿De reírnos de las mismas cosas? ¿Serían ellos capaces de soportar nuestra pedantería, nuestra sabiduría, nuestro modo de ver la vida? ¿No sería el olvido nuestra única arma para sobrevivir? Como veis, el verdadero problema del eterno retorno no es la Paradoja de la abuela, sino la Paradoja del niño resabido.

Naturalmente, no hay por ello que concluir que Ouspensky defienda el olvido. Más bien, considera que en él radica nuestra debilidad, y que nuestra salvación pasa por saber hacer un hueco en él e ir ensanchándolo hasta, por fin, reconocer y aceptar que la verdadera arma en esta lucha no es el olvido sino la fuerza de nuestra voluntad. Y ahora es cuando Ouspensky nos dice:

Y si les ha gustado esta historia, a la salida pueden comprar mi libro.

Decía más arriba que, quizá, Ouspensky no quiso escribir una obra literaria, sino servirse de la novela para hacer llegar a los lectores algunas de sus ideas. Al respecto, el penúltimo capítulo, donde el autor expone toda su filosofía del eterno retorno por boca del mago, es bastante revelador y merma, en mi opinión, las cualidades literarias de una obra que, dejando ese capítulo de lado, es provocadora, fascinante y tan amena como esas películas con Bill Murray o Michael J. Fox.

Como está descatalogadísimo, he creado para esta entrada la presuntuosa etiqueta "Libros que no habéis leído". No obstante, resulta fácil de encontrar en pdf y, con suerte, en librerías esotéricas.


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