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viernes, 16 de junio de 2017

Feminismo y literatura líquida


Siempre he encontrado muy cargante esa frase tan manida, y que tanto gusta a algunos escritores, acerca de las novelas que cobran vida propia. Admito, no obstante, que quizá sea injusto y que existe la posiblidad de que la frase sea cierta. Bien. En ese caso, los que me cargan son esos propios escritores que, con su presuntuosidad disfrazada de modestia, pretenden darnos a entender que han creado una especie de artefacto mágico, una criatura de tan gran inteligencia que ha superado a su mismísimo creador.

Si la frase es cierta, podemos comparar las novelas con pajaritos que abandonan el nido y emprenden el vuelo, pues ya no les basta con los gusanitos ni los ratones regurgitados que les trae su autor. Se van y no los volvemos a ver... hasta que un día regresan y se posan en la rama de un árbol junto a nuestra ventana. Es en ese momento cuando el autor, con lágrimas en los ojos, exclamará, ¡hija mía, te has convertido en un soberbio pelícano ceñudo!, mientras que sus hijos, entre carcajadas, dirán ¡pero, papá, si es una chova piquigualda!

  Una grulla, una cigüeña, un gorrión, un cuervo... El contexto lo es todo

Tal y como se insiste a lo largo de El cuento de la criada, el contexto lo es todo. Así, es posible que la distopía casi de ciencia ficción que leyó mi esposa en Inglaterra en sus años de instituto para la clase de literatura (escuela pública, por supuesto. Qué envidia, ¿no?) tenga muy poco que ver con el retrato de nuestro mundo que acabo de leer yo.

Desde el momento de su publicación, allá por 1985, muchos, o, mejor dicho, muchas, se han empeñado en considerar esta obra un ejemplo de literatura feminista. A servidor, que en el momento de escribir estas líneas anda influido por las contundentes Opiniones contundentes de Nabokov, le interesan estos días bien poco las escuelas y movimientos literarios, así como las novelas que tienen una función social. De ello se deduce que si la novela me ha gustado es porque no se trata (o, por lo menos, no esencialmente) de un alegato feminista. Lógica cartesiana.


De hecho, la propia Atwood negó en su día que la República de Gilead, escenario de la historia, fuera una distopía puramente feminista. Aunque "si se refiere usted", le aclara al entrevistador que le formula la eterna pregunta, "a una novela en la que las mujeres son seres humanos -con toda la variedad de personalidad y comportamiento que ello implica-, son interesantes e importantes, y lo que les sucede es crucial para el tema, la estructura y el argumento, entonces sí. En ese sentido, muchos libros son 'feministas'." Cartesiana lógica.

Aduce la autora que, de ser ese tratado ideológico que algunos creen ver, la novela, en primer lugar, nos mostraría un mundo en el que todos los hombres, en cualquier nivel de la escala social, tienen más derechos que las mujeres. Por el contrario, estamos ante una sociedad organizada como cualquier dictadura pura y simple: una pirámide en cuya cima se sientan los poderosos de ambos sexos, y unos estratos inferiores donde se repite la misma situación, si bien en cada estrato la cuota de poder de él será mayor que la de ella. Cabe añadir que, en una novela puramente feminista, probablemente no encontraríamos tantas cabroncitas entre los personajes. Cabroncitas, todo hay que decirlo, sacadas de la realidad, como veremos más abajo.



Por lo visto, otra de las preguntas recurrentes que la sufrida Atwood tiene que responder cada vez que se habla de El cuento... se refiere al presunto carácter antirreligioso de la obra. Francamente, me parece una suposición bastante tonta y no creo que valga la pena hablar de ello. Más interesante es la tercera y última de esas imaginativas preguntas que periodistas y lectores creen imprescindible formular para asegurarse de que leen la obra de manera correcta, es decir, la "entienden", y levantan la vista del papel en el momento preciso y con la mirada en su punto justo de cavilación. A saber, ¿se trata de una predicción?

Qué memez, les quiere responder la autora, más capaz de morderse la lengua que yo. Nadie puede predecir el futuro. Y sin embargo, la pregunta es interesante, tanto más cuanto que... Pero vayamos por partes.



Atwood comenzó a escribir la novela en el orwelliano año de 1984, mientras se encontraba en Berlín, ciudad a la sazón amurallada, en una estancia salpicada por frecuentes viajes a los países del bloque del este. Confiesa que ciertos aspectos de aquel mundo de recelo, espías, elocuentes silencios, bruscos cambios de tema, contorsionismo lingüístico para decir cosas sin decirlas y, por otra parte, edificios a los que se da un nuevo uso ("esto era una biblioteca", "aquí antes vivía fulanito, pero un día se fue y no volvió"), influyeron en la novela que estaba escribiendo. También influyó, sin duda, la política norteamericana de aquellos años, los del apogeo de la Nueva Derecha y la Mayoría Moral, fundada ésta en 1979 y cuyo mayor esplendor coincidió con el mandato de Reagan. No hay ganas hoy de hablar de ese movimiento, pero sí vale la pena mencionar a un personaje como Phyllis Schlafly, activista antifeminista que, entre otras lindezas, hizo campaña contra la Enmienda de Igualdad de Derechos (que finalmente nunca fue ratificada), que presumía de cancelar sus discursos si su marido consideraba que había pasado demasiado tiempo fuera de casa, y que negaba la posibilidad de violación dentro del matrimonio. Cuando se casa, decía, la mujer da su consentimiento a las relaciones sexuales. Es decir, que a nadie se le ocurra decir que los personajes femeninos tan cabroncetes de los que hablábamos más arriba son inverosímiles o exagerados.

Dentro del matrimonio, no se puede hablar de violación

El contexto, ya lo hemos dicho, lo es todo, y el contexto en el que se gestó esta novela era el de un mundo de reaganismo ultraconservador por un lado, y de dictaduras comunistas por el otro. Y parece ser que , treinta años después de su publicación, El cuento de la criada es el libro de moda estos días, a raíz, evidentemente, de la serie de televisión que se ha estrenado recientemente. Yo aún no la he visto, pero confieso que me decidí a leer de una vez este libro para así poder ver la serie con la mente pura que nos gusta tener a los esnobs. Ya sabéis: ¿leer el libro después de la serie? ¡Qué ordinariez!


En cualquier caso, aunque no son pocos los que se han apresurado a ver en la llegada de Trump al poder una confirmación de los poderes adivinatorios de la autora, lo cierto es que, en lugar de predicciones, Atwood insiste en que no introdujo en su novela absolutamente nada que el ser humano no hubiera hecho ya. En efecto, las ejecuciones ejemplarizantes, los linchamientos, la imposición de un modo de vestir determinado para cada casta y clase social, la prohibición de la alfabetización, la ilegalización de los métodos anticonceptivos y el aborto por cuestiones demográficas, el destierro de condenados y parias a regiones remotas casi inhabitables, la lectura sesgada y radical de los textos sagrados, o el robo de bebés para beneficio de oficiales de alto rango son, entre otras, algunas de las características del mundo descrito por Offred (en español, Defred), la criada y narradora de este cuento. Como veis, nada nuevo bajo el sol. No obstante, entre Trump, Orwell y el feminismo, me faltaba algo en las reseñas y artículos que he encontrado por la red, así que me puse a buscar otra vez, esta vez gugleando las palabras pertinentes, es decir, haciendo una búsqueda menos espontánea y más "forzada".


El precio depende... Si tiene ojos azules, será diferente

Me consuela saber que no soy el único que al leer El cuento de la criada ha pensado en el nuevo radicalismo asesino que impera hoy en algunas desgraciadas zonas del mundo. La República de Gilead existe, y es un infierno aún peor que el que nos presenta Atwood en esta gran novela...

... de la cual, por cierto, no he dicho nada.

jueves, 13 de octubre de 2016

Terrorismo serbio en Toronto


Cuando la historia de los Balcanes, sacudida tantas veces por la violencia y el odio más acerbo, estalla, la metralla llega a los rincones más insospechados del planeta. Así, en 1977, el asesinato en Chicago de Dragisa Kasikovic a manos de la policía secreta de Tito destapó los planes para una campaña de atentados contra simpatizantes del líder yugoslavo entre la comunidad serbocroata de Estados Unidos y Canadá. Kasikovic era el editor del periódico anticomunista Sloboda (Libertad), y tanto él como Ivanka, la hija de nueve años de su prometida, fueron asesinados de manera brutal. Él recibió 64 cuchilladas y la niña 58, en lo que era tan sólo uno más de una larga serie de asesinatos de disidentes ordenados por el mariscal.

Peter Bunjevac, exiliado serbio, feroz anticomunista y miembro de la organización Libertad para la patria serbia, planeó la ya mencionada campaña de atentados con bombas en venganza por la muerte de Kasikovic. Pero mientras preparaban el material explosivo, éste les estalló en las manos a él y a dos colaboradores. Los tres murieron en el acto. Su mujer recibió la noticia en Yugoslavia, adonde había regresado junto con sus hijas, huyendo de su marido y sus peligrosas amistades. Una de esas dos hijas era Nina, que en esta excelente novela gráfica llamada Patria nos cuenta no sólo cómo una niña de apenas cuatro años vivió aquellos hechos, sino también, de manera sucinta y clarísima, gran parte de la historia de Yugoslavia.
 

Esta combinación de la historia personal, que nos lleva de la autora hasta sus bisabuelos, con la historia del país e, incluso, con observaciones antropológicas sobre los orígenes y la cultura de los pueblos serbio y croata, es sin duda una de las grandes virtudes de esta obra, y es en este sentido que Patria se puede comparar, como muchos han hecho, con Persépolis, de Marjana Satrapi. A servidor le encanta que le den cucharaditas de historia, como esos trocitos de queso nos ofrecen en el súper. Si te gusta, pues lo compras, o, en mi caso, investigas un poquito la historia de esos trocitos de queso.

Uno de los personajes más interesantes del periodo de postguerra en Yugoslavia es sin duda Milovan Djilas. Miembro destacado del movimiento partisano durante la guerra, Milas fue, por tanto, compañero de Tito, quien, sin embargo, lo relegó del mando de las fuerzas partisanas en Montenegro debido a sus errores durante el levantamiento y, sobre todo, por sus "errores izquierdistas". Interesante concepto, pardiez, que se refiere, simplificando horrores, a la brutalidad contra la población por parte de los comunistas de Tito. ¿Tito contra Tito? Pues sí, parece ser que la estrategia de actuar de manera implacable contra todo aquél contrario al movimiento partisano fue contraproducente (no me lo explico) y en Montenegro, responsabilidad de Djilas, condujo a un mayor apoyo a los chetniks, el movimiento liderado por Draza Mihailovic, que apoyaban a las fuerzas del Eje. En resumen, Tito destituyó a Djilas por haber obedecido a Tito.

 Milovan Djilas, en sus años de prisionero político (1933-36)

Ello no obstante, Djilas siguió siendo un miembro destacado del Partido Comunista Yugoslavo y del gobierno, del que llegó a ser vicepresidente. Es más, en 1953 tenía todos los números para convertirse en el nuevo presidente, pero una serie de artículos publicados en Borba, el diario oficial de la Liga de Comunistas de Yugoslavia, en los que señalaba la aparición de una nueva clase privilegiada, compuesta, sorpresa sorpresa, por miembros del Partido y militares de alto rango, provocó su expulsión del Comité Central. A partir de ese momento, Djilas fue a más, denunciando el régimen totalitario de su país o apoyando la Revolución húngara del 56. Pasó unos cuantos años en prisión donde, por una de estas maravillosas casualidades de la vida, se dedicó a traducir el Paraíso perdido de John Milton, el libro que servidor está leyendo en este momento y que Djilas vertió al serbocroata en unos cuantos rollos de papel higiénico.

Djilas se convirtió en el héroe de los abuelos de Nina, veteranos del movmiento partisano, quienes, por descontado, no se atrevían a mencionar su nombre por miedo a las represalias. Todo esto nos lo cuenta la autora en el fascinante capítulo "Los años de la disidencia", donde desde una Yugoslavia donde las niñas cantan al ritmo de Abba o Boy George, un flashback nos lleva a esos años de posguerra en los que su abuela, fanática, siniestra y, probablemente, el personaje más interesante de la obra, nos habla precisamente de esa clase de nuevos ricos que denunció Djilas y de la época de terror que se instauró en el país, con ejecuciones sumarias en una asfixiante atmósfera de delación.



El padre de Nina también fue, paradójicamente, admirador del comunista Djilas. Sus torpes intentos de revolución contra el gobierno y de apoyo a Djilas lo llevaron a la cárcel y, posteriormente, al exilio. Aunque fue en el exilio donde Peter Bunjevac se radicalizó, al entrar en contacto con la red de exiliados serbios, partidarios de la monarquía y, por ende, acérrimos enemigos del comunismo, lo cierto es que parecía desde su infancia condenado a una vida de violencia. Testigo de horribles atrocidades, hijo de un maltratador que moriría en los hornos de un campo de concentración y de una madre que murió poco después de tuberculosis, el jovencito Peter desahogaba su rabia torturando gatos y quemándolos vivos.

Estamos en otro interesantísimo capítulo, "Infancia", donde Bunjevac nos narra no sólo los primeros años de su padre, sino también los orígenes de serbios y croatas. Frente a los que piensan (pensábamos) que ambos pueblos se profesaban un odio ancestral que se perdía en la noche de los tiempos, nos dice la autora que, hasta el siglo XX, son poquísimos los conflictos documentados entre unos y otros. Estamos ante dos pueblos en esencia idénticos, a los que sólo unas pocas pero cruciales influencias externas convirtieron en enemigos irreconciliables. La primera de estas influencias es, desde luego, la iglesia. Mientras Croacia se volvió hacia Roma, Serbia se dio la vuelta hacia Grecia y Constantinopla. "A medida que la brecha entre la religión católica y la ortodoxa aumentaba, también aumentaron las diferencias entre serbios y croatas". Estas diferencias siguieron acrecentándose, como resultado de las invasiones por parte del Imperio Bizantino, Venecia, Austria y los imperios austro-húngaro y otomano. Y como suele suceder, el nacionalismo hace el resto. Se borra el origen común y se exalta la diferencia. ¿Os suena?



Cuando la madre de Nina recibe en Yugoslavia la noticia de la muerte de su padre, no puede llorar, entre otras razones porque su propia madre le prohíbe tajantemente mencionar su nombre o expresar pena por su muerte. Los dibujos que acompañan los años de la autora en Yugoslavia hasta llegar a ese momento nos muestran unas fotos de familia tristísimas, con dos niñas a las que se les pide que sonrían mientras oyen tras la puerta los gritos de su abuela insultando al padre, a ese padre que les ha permitido regresar a su país, pero que se ha quedado con su hermano como rehén.

Padre y patria son palabras hermanas. Quizá algún psicólogo podría partir de ahí para explicar el complejo de edipo que sufren algunos de nuestros políticos, pero por hoy ya basta. Impresionante dramón familiar y memorable lección de historia.


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