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viernes, 30 de septiembre de 2022

Elogio de la brevedad, o el escritor goteo

 

A mis alumnos les pido que lean tres libros en inglés a lo largo del curso. Les insisto en que al menos uno de ellos tiene que ser un libro "de verdad", es decir, un libro no abreviado ni adaptado para estudiantes de inglés. Para ello, les doy una lista con algunas recomendaciones, como por ejemplo Rebelión en la granja, que les recomiendo con fervor, Boy, de Roald Dahl, Wonder, o el clásico de novela gráfica Maus. Sin embargo, como al fin y al cabo sólo soy profesor de inglés, y no de literatura, no se me caen los anillos por incluir en esa lista algún bodrio como Los puentes de Madison County, posiblemente la peor novela jamás escrita. 

Pero hay un pequeño problema: ¿qué hacemos con aquellos a los que no les gusta leer, ni en inglés ni en español ni en la lengua de Rosalía? Pues la verdad es que mis dotes de persuasión deben de ser mejores de lo que pensaba, porque el caso es que muchos de ellos acaban haciendo una visita a la biblioteca de la escuela, para buscar o bien una de mis recomendaciones, o bien algo más acorde con sus exigencias. A saber, un libro delgadito y, a ser posible, con la letra bien grande.

Naturalmente, un criterio tan gaseoso tiene que tener consecuencias, la principal de las cuales suele ser el aburrimiento. Porque si no te gusta leer, el libro más corto se te puede hacer interminable. Puedo disculpar esa reacción con El viejo y el mar (sí, esa novela breve es demasiado larga), o Desayuno en Tiffany's (algún día tendré que releerlo; creo que a mí también me aburrió). Más imperdonable me parece que no aprecien La muerte de Iván Ilych (sólo por eso suspendí de curso a esa alumna), mientras que, dados sus gustos, me sorprende que La perla (sin la joven, por favor) suela parecerles más que tolerable.

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Pa' comérselos, tan delgaditos

En todo caso, yo también aprecio la brevedad en la literatura. Es cierto que los novelones de más de 600 páginas, por los que siento predilección, le permiten a uno introducirse durante unos días en el mundo imaginado por el autor, y que, cuando salimos de él, tardamos un tiempo en volver a la realidad, embargados por una mezcla de gustirrinín y vacío anímico parecida a lo que podemos sentir al regreso de un largo viaje. Sin embargo, esa misma extensión de la novela nos obliga a entrar y salir de ese mundo constantemente y hacerlo, con demasiada frecuencia, a destiempo. Así, nos despedimos de Natasha para poner la lavadora, David Copperfield nos avisa de que nos bajamos en la próxima parada, dejamos a Hans Castorp ahí tosiendo y nos vamos al Mercadona. Sólo en muy contadas ocasiones podemos hacer un viaje de ese calibre de un tirón. En mi caso, me ha sucedido únicamente con Obabakoak, cuyas quinientas y pico páginas me zampé un domingo de lluvia, feliz de sacrificar para ello mi sagrada siesta dominical. Eran, claro, años de pisito de soltero, sin pañales ni visitas al parque infantil.

Son obvias, pues, las virtudes de la brevedad: no sólo cumple uno fácilmente con el engorroso trámite impuesto por el profesor de inglés, sino que además nos permite leer un libro entero sin anuncios. 

Oh, esto está muy bien

El mundo está lleno de grandes novelas breves. Ahí están El Gran Gatsby, Bartleby el Escribiente, El Corazón de las Tinieblas, o las ya mencionadas de Orwell, Steinbeck o Tolstoi, entre unas cuantas decenas más. Sin embargo, no se me ocurren muchos novelistas breves. Quien más quien menos, todo escritor que se precie siente en algún momento la necesidad de escribir una GRAAAAN novela, quizá porque intuyen que en ese mundo maravilloso llamado la Posteridad las pagan a tanto el kilo.

Pero haberlos haylos, y uno de ellos es el guatemalteco Eduardo Halfon.

En las últimas semanas, he estado apurando al máximo el tiempo de lectura del que disponía, pues, en cuanto empiezan las clases, con su preparación, sus redacciones, sus reuniones y su estrés, los libros, breves y extensos, buenos y menos buenos, se alargan mucho. Y en ese momento, los libros del señor Halfon me vendrán de perlas, pues sólo en septiembre me he llevado al huerto, sin contar otras lecturas, hasta cinco libros de este autor: Monasterio, Duelo, Signor Hoffman, El Boxeador Polaco y Biblioteca Bizarra, no recuerdo ya en qué orden. No me extenderé sobre ninguno de ellos por dos razones: la primera, en aras de la siempre elogiable brevedad. Y la segunda, porque no sería capaz de hacerlo sin repetirme no una ni dos, sino quizá cinco veces. 

 Signor Hoffman, Eduardo Halfon (Libros del Asteroide)

Eduardo Halfon es uno de esos escritores que han decidido convertir su vida en literatura. En efecto, en estos cinco libros tenemos un narrador llamado Eduardo Halfon que se parece mucho al autor, y los relatos que componen El Boxeador Polaco o los textos, más cercanos al ensayo, de Biblioteca Bizarra, por citar un par de ejemplos, giran, en mayor o menor medida, alrededor de episodios (muy parecidos a los) de la vida del autor. Que esta vida no sea especialmente rica en acontecimientos no es óbice para hacer con ella buena, a veces muy buena, literatura. Tampoco la repetición casi obsesiva de algún episodio, como el modo en que su abuelo consiguió salir vivo de Auschwitz, menoscaba en mi opinión la calidad de su obra. Repetirse bien es un arte. No todo el mundo sabe hacerlo sin provocar un uf otra vez por parte del lector que hojea un ejemplar en la sección de novedades. Vila-Matas sabe. Murakami, con sus gatos y sus platos de fideos con jazz de fondo, no. Y Halfon, en mi opinión, lo hace muy bien (naturalmente, hay opiniones para todo: a David Pérez Vega le gusta tanto como a mí; a Tongoy, ni fu ni fa). 

En otras palabras: leo a Halfon sabiendo lo que me voy a encontrar, porque lo que me voy a encontrar me gusta.

Cómo actuar ante una lluvia torrencial

Tu Rostro Mañana

Los libros del recientemente fallecido Javier Marías, tanto los mejores como los menos logrados, con frecuencia nos presentan también a un narrador muy parecido a Javier Marías, que a lo largo de quinientas o seiscientas páginas nos habla de la traducción, de lo que se cuecen los dones de Oxford, de la imposibilidad de conocer la verdad, y de la pulsión de convertir los secretos inconfesables en historias. Seguro que se os ocurren muchos otros escritores que con un par de obsesiones te llenan media estantería (no, ni Dickens ni Tolstoi; poco XIX hay en ese club). Pero frente a ese tipo de escritor, que no sé si llamar torrencial, tenemos al escritor goteo. Halfon, espécimen perfecto de esta variedad, exprime, nunca mejor dicho, esas tres o cuatro ideas que vertebran la obra de prácticamente cualquier autor, y con el material que otros convertirían en novela de varios domingos y mantita, nos regala cinco o seis gotas que quizá algún día den lugar a una estalagmita.

Desde luego, Halfon no se repite más de lo que lo hace cualquier otro autor. Cambian los títulos, cambian las historias, queda ese aire a "libro de fulanito". Quién sabe, a lo mejor he soltado todo este rollo para descubrir que hay una cosa llamada "estilo personal". 

En definitiva, y por abreviar, me gusta Eduardo Halfon porque habla de su abuelo, de sus viajes, de su casi imposible judáismo, de sus lecturas, de sus cigarrillos, de su emoción ante el nacimiento de su primer hijo, de las visitas que hace a sus tíos, de sus clases en la universidad, de literatura, y porque su nombre me hace pensar en mi tía Alfonsa.

miércoles, 2 de febrero de 2022

Releyendo Austerlitz


Una chica que conocí me contó un día que no recordaba nada de su infancia anterior a la edad de diez o doce años. En otra conversación, me dijo que había conocido la pobreza de verdad. Venía de un país que no solemos asociar con la prosperidad de sus habitantes, por lo que no puse este dato en cuestión. Me costaba entender, sin embargo, que alguien no guarde recuerdo alguno de los años que, dicen, nos forman como persona y de los que, por lo menos yo, guardo recuerdos indelebles. Como soy un poco lento, tardé en caer en la cuenta de que se trataba de uno de esos mecanismos de defensa mediante los cuales mandamos al cuarto oscuro de la memoria aquellos recuerdos que son demasiado dolorosos para permitirles que nos acompañen.

Vivir con esa desmemoria debe de ser un estado confuso. Quizá bello también: un estado parecido al entresueño, en el que uno no sabe si está donde creía estar, si es la mañana o la tarde, si, poniéndonos cínicos, a quien abraza es su mujer o su amada, o, algo más poéticos, si vive soñando o sueña que vive.


W. G. Sebald era un maestro en ese estilo de entresueño. Como muestra, esta primera, magistral, frase de Austerlitz, que ya desde el primer momento nos sitúa en un escenario de irrealidad e indefinición.

En la segunda mitad de los años sesenta, en parte por razones de estudio, en parte por otras razones para mí mismo no totalmente claras, viajé repetidamente de Inglaterra a Bélgica, a veces para pasar sólo un día y a veces para varias semanas.

En las siguientes líneas, ese escenario de indefinición se acentúa (o se desdibuja) por la acción (u omisión) de las palabras: me parecía, la oscura nave de la estación, esa sensación de estar indispuesto, recuerdo aún mis pasos inseguros, hasta que pasamos la página sobre impronunciables nombres flamencos y pensamientos desagradables, y nos damos de bruces con los ojos de un lemur y un búho, cuya mirada fijamente penetrante el narrador compara a la de algunos pintores y filósofos que, por medio de la contemplación o del pensamiento puros, tratan de penetrar la oscuridad que nos rodea.

Y sigue, creo que me rondaba también por la cabeza la pregunta de si, al caer la verdadera noche, cuando el zoo se cerraba al público, encendían para los habitantes del Nocturama la luz eléctrica...

Yo quiero escribir como Sebald. No soy el único; también muchos escritores de verdad lo han intentado. Claro, a todo el mundo le gusta crear estilo (si es que eso es lo que hizo Sebald), y si no son capaces de ello, retorcer, llevar más lejos el estilo heredado. Pero el estilo tiene que responder a una verdad. Si lo hace, tu apellido se convierte en adjetivo: sebaldiano. Si no, mona se queda. 

Lejos de alaracas estilísticas (algo muy diferente del estilo), Sebald es discreto. Ha encontrado un camino que no sabe muy bien adónde lleva (claro que lo sabe, es un autor magistral y sus libros son obras de ingeniería sencillas y perfectas como las vías romanas, pero permitidme la imagen), y lo que más le gusta es pasearse por él arriba y abajo. Mirad si no estos párrafos iniciales:

En octubre de 1980 viajé de Inglaterra, en donde para entonces yo había vivido durante casi 25 años, en un distrito que estaba casi siempre bajo cielos grises, rumbo a Viena, con la esperanza de que un cambio de lugar me ayudaría a superar una etapa de mi vida particularmente difícil. Sin embargo, en Viena descubrí que los días me resultaban demasiado largos, ahora que no estaban ocupados por mi acostumbrada rutina de escribir y hacer trabajos de jardinería, y literalmente no sabía a dónde dirigirme. Salía temprano cada mañana y caminaba sin rumbo ni objetivo por las calles de la ciudad antigua... (el segundo de los cuatro relatos de Vértigo)

A finales de septiembre de 1970, poco después de ocupar mi cargo en Norwich, conduje hasta Hing-ham en busca de un lugar donde vivir... (De Los Emigrantes) 

En agosto de 1992, cuando los días caniculares se acercaban a su fin, salí a caminar por el distrito de Suffolk, con la esperanza de disipar el vacío que se apodera de mí cada vez que concluyo un tramo largo de trabajo... (Los anillos de Saturno)

Páginas de Austerlitz

Habrá a quien le parezcan repetitivos, que es como decir que los cuentos de hadas son repetitivos porque todos empiezan con érase una vez. Pues el érase una vez de nuestro autor es un dónde y un cuándo algo vagos, seguidos de recuerdo, camino y desplazamiento en busca de no se sabe siempre muy bien qué. Y no sé vosotros, pero a mí esos inicios me parecen maravillosos. 

Es evidente que el tono de esos párrafos nos puede remitir a Proust, pero a mi juicio las similitudes entre uno y otro no van mucho más allá de largos párrafos, constantes digresiones y una escritura cálida y evocadora. Cada uno concibe tiempo e identidad de manera diferente, y basta comparar los títulos para ver qué busca cada uno en sus respectivas obras cumbre.

El despacho de Austerlitz

Pero centrémonos. ¿De qué nos habla Sebald, o, por cerrar esta sebaldiana digresión, de qué nos habla Austerlitz?

Pues de nada nuevo. De hecho, Sebald ya se había ocupado en obras anteriores de los temas alrededor de los cuales gira esta novela, a saber, la identidad, la memoria, la condición de desplazado, la sensación de no pertenencia, o lo que quedó de nuestra humanidad tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Y a ese respecto, creo haber leído por ahí que dichas obras constituyen una especie de borgiana reescritura continua del mismo texto (Borges era uno de los autores de cabecera de Sebald) que culminaron en la magistral novela que nos ocupa y que, tristemente, es la última que escribió. Personalmente, eso de la borgiana reescritura continua me parece una exageración bastante acertada. Leyendo Vértigo (1990), Los Emigrados (1992) o Los Anillos de Saturno (1994) después de haber leído Austerlitz (2001), uno no puede dejar de sentir que sus obras anteriores son un anticipo de la obra maestra que se avecina. Sin embargo, a diferencia de lo que me ha sucedido cada vez que empiezo a leer a un autor por su mejor obra, con Sebald el resto del camino no se hacía cuesta abajo. 

El Kindertransport. Niños judíos llegan a Londres en 1939

Por lo visto, el germen de Austerlitz fue un documental de la BBC sobre los Kindertransport, como se llamó al traslado a Inglaterra de niños judíos procedentes de Alemania y algunos países vecinos. El documental se centraba en el destino de dos de estas niñas, Lotte y Susi Bechhöfer, hermanas gemelas de tres años, que, al igual que Jacques Austerlitz, fueron acogidas por un pastor bautista galés y su esposa. Las hermanas Bechhöfer crecieron sin saber absolutamente nada de su pasado ni su primera infancia (no pensaríais que la historia que cuento al principio de esta entrada no venía a cuento, ¿verdad?)ni siquiera su verdadero nombre, y sólo de manera muy paulatina y debido a algunas casualidades, empezó Susi a atar cabos y descubrir sus orígenes. No fue hasta su jubilación, en 1987, cuando empezó a investigar en serio. Logró ponerse en contacto con miembros de su familia y supo del terrible destino de su madre: Auschwitz.

Susi Bechhöfer, hija de judía y oficial nazi

Si bien hay algunas diferencias fundamentales entre la historia de Austerlitz y la de Bechhöfer (la de ésta tiene elementos aún más oscuros), el párrafo anterior resume de manera bastante precisa el argumento de nuestra novela. Pero como acostumbra a suceder en la gran literatura, el argumento es lo de menos. Lo que nos maravilla de Austerlitz es otra cosa. 

No lo vio así, sin embargo, Susi Bechhöfer, quien consideró que la deuda que había contraído Sebald con ella y su trágica historia era demasiado alta para obviarla. Por ello intentó que el autor alemán reconociera su biografía como una de las fuentes del texto, a lo que el editor de Sebald respondió con aquello tan bonito que se decía antes de que llegara la hipertextualidad: es una licencia artística. No obstante, Sebald sí mantuvo contacto con Bechhöfer, pero antes de que pudiera aceptar o no cualquier tipo de reconocimiento bibliográfico, murió en accidente de coche. 

El campo de concentración Theresienstadt

Y después de tantos ámbulos, quizá alguien se estará preguntando qué hace a Austerlitz tan grande. Como si yo pudiera saberlo. Hablaba antes de la creación de un estilo tan personal que ha dado pie a su propio adjetivo. Bien, pero por muy personal e intransferible que sea, el estilo no basta como pasaporte a la gloria literaria. Tampoco la creación de eso que llaman un universo propio. Por eso, dejaré la cuestión en manos de gente que sabe más que yo de esto.

Este interesantísimo artículo, sin ir más lejos, nos da algunas de las claves de la obra de Sebald. Entre ellas, destacaré el concepto de los no-lugares, donde transcurre gran parte de Austerlitz. Los no-lugares son, por citar unos ejemplos, habitaciones de hoteles, bares, transportes colectivos, aeropuertos, salas de espera, es decir, "espacios de anonimato" por lo cuales los protagonistas transitan "de un modo impersonal, sin establecer ningún tipo de conexión afectiva, identitaria o de pertenencia". José Carlos Rodrigo Breto, autor del artículo, relaciona dichos no-lugares, pues, con "la pérdida de identidad y el desarraigo de los personajes", así como con una percepción del tiempo distinta y arbitraria (todos sabemos que el tiempo se detiene en una sala de espera).  


Se podrían decir muchas más cosas de Austerlitz. No he dicho nada, por ejemplo, del narrador ni del protagonista. También podríamos hablar del uso de las fotografías, del concepto de "arte encontrado", o incluso del diseño, con ese generoso espaciado de líneas que veo en todas las ediciones. Qué decir de todas las referencias históricas, culturales, zoológicas, filosóficas o arquitectónicas que nos ofrecen las contantes y larguísimas digresiones. Por supuesto, podríamos hablar de la vida del autor, apasionante por lo anodina que parecía, y que estuvo marcada, como para toda su generación, por la guerra. Pero como estoy seguro de que habrá una tercera lectura, quizá lo haga entonces.

W. G. Sebald (1944-2001)


miércoles, 13 de octubre de 2021

La octava vida (para Brilka), de Nino Haratischwili


Decíamos ayer (aquí, para más señas) que la literatura georgiana, como la tierra de donde procede, es una perfecta desconocida en occidente. Tanto es así que, en las escasas ocasiones en que nos visita, parece que tiene que hacerlo de incógnito o, cuando menos, de manera indirecta. Verbigracia, la novela de hoy, que no fue escrita en la lengua de (poned aquí el nombre de vuestro georgiano universal favorito), sino en alemán. Pero digo yo que un libro escrito por una georgiana, situado en Georgia, y que nos habla de la historia reciente y no tan reciente del caucásico país, puede calificarse de literatura georgiana sin que nadie se rasgue las vestiduras.

Sin embargo, dados nuestros más que escasos conocimientos de la literatura georgiana, si tuviéramos que inscribir esta novela en la tradición literaria del país y buscar los puntos que la enlazan con otros autores georgianos contemporáneos, acabaríamos viéndonos obligados a hacer como los críticos de los suplementos literarios, es decir, salirnos por la tangente y compararla con Tolstoi. Y es que con una saga familiar de la Europa del este y más de mil páginas, si no se te ocurre el nombre de Tolstoi no eres crítico ni eres ná. 

Nino Haratischwili

Nino Haratischwili tiene un concepto de la Historia bastante diferente de la del gran autor ruso. Para éste, la Historia "es un producto de la contingencia, no sigue una dirección y no se ajusta a un patrón". Haratischwili, por su parte, dice que patrón, tiene un rato, y la compara a un tapiz:

"tú eres un hilo, yo soy un hilo, y juntas somos un pequeño adorno, y al juntarnos con muchos otros hilos damos un dibujo como resultado".

Esta imagen, unida a las extraordinarias (que no fantásticas) coincidencias que salpican la novela, nos acerca a algo bastante parecido al Destino, que siempre se ha llevado a cara de perro con la Contingencia.

La propia autora lo explica más claramente en esta interesante entrevista:

«Me he preguntado en profundidad qué es el destino, qué porcentaje de autodeterminación tenemos, y me gustaría trasladar esa pregunta a los lectores, porque yo no hallo una respuesta definitiva. En esos regímenes es muy limitado. En todos ellos encontramos individuos que luchan por abrir su propio camino, pero en la mayoría, y eso lo puedo percibir todavía en mi generación postsoviética, queda un poso de conformismo, de pensar que no merece la pena el esfuerzo porque no se va a conseguir ningún cambio… es un pensamiento muy soviético: el individuo no cuenta."


Kutaisi

Esta historia cuyos individuos no cuentan comienza cuando Brilka, una niña de 12 años en viaje de estudios a Amsterdam con la escuela, decide escaparse y llegar por su cuenta a Viena. Niza, su tía, que es quien nos narra la historia, será la encargada de encontrarla y devolverla a casa. A Niza, que, como la autora, vive en Berlín y tiene su vida hecha, no le hace ninguna gracia tener que en busca de su díscola sobrina, pero no tiene elección. Este incidente reaviva en la narrador muchos recuerdos (trágicos, por supuesto) de hechos que no ha vivido personalmente, pero que han presidido su vida y la de sus antepasados. Y estos recuerdos, al despertar, se imponen a las reticencias de Niza respecto de su sobrina, y por ello, sabiéndose quizá un hilo más del tapiz familiar, decide contarle a Brilka la historia de su familia. Mediante este recurso narrativo, que se me antoja muy poco tolstoiano, la autora enlaza presente y pasado, confiere naturalidad a la primera persona, y se aleja de cualquier esquema decimonónico.

Así que no, por muchos miles de páginas que tenga, y aunque nos cuenta la historia de una familia que es muy infeliz y lo es de una manera muy particular, La octava vida no es Tolstoi. Y ni falta que le hace: es un libro con el que he disfrutado tanto que hasta me he acordado de que yo antes tenía un blog y en él hablaba de libros con desconocidos.

El título de la novela hace referencia a las vidas de ocho miembros de esta saga familiar. Son ocho extensos capítulos centrados en cada uno de ellos, si bien, como es lógico, las respectivas historias no dejan de cruzarse entre sí. Por supuesto, ninguna de estas historias puede escapar a la Historia (que ya sabemos lo que eso significaba en la URSS) ni puede evitar ser devorado por ésta. 

Kutaisi, en los años 1910-20

Niza, pues, se sumerge en el pasado familiar y emerge en la ciudad de Kutaisi. Estamos en los albores de la Revolución Rusa, cuando Stasia, la bisabuela de la narradora, conoce y se enamora de Simón, teniente de la Guardia Blanca y amigo del padre de ella, reputado maestro chocolatero. Este hombre, próspero empresario y hombre de gran cultura y reconocimiento social, posee una receta mágica para preparar el chocolate a la taza, receta que consiguió unos años antes, durante un viaje que hizo por Europa para aprender de los grandes chocolateros de Viena, París o Budapest. 

Aparte de la presunta presencia de Tolstoi, críticos y varios blogueros coinciden en que La Octava Vida bebe, por decirlo de una manera cursi, de las fuentes del realismo mágico. Servidor ya pasó el realismo mágico, como uno pasa las paperas y el sarampión, así que no me asustó la posibilidad de exponerme a él, siempre que fuera a pequeñas dosis. Y las dosis son, efectivamente, despreciables. De hecho, sólo se me ocurren dos elementos de esta novela que vagamente se pueden relacionar con el realismo mágico: uno de ellos es la relación que tiene Stasia con los fantasmas de la familia. Pero como todo el mundo sabe, los fantasmas existen, así que ese argumento no me vale. El otro, que sí es más convincente, es esa receta para chocolate a la taza que vuelve loco a quien apenas huela su aroma, y que tiene consecuencias invariablemente nefastas para todo aquél que llega a paladearlo. Este chocolate aparece cada vez que el tapiz necesita cortar un hilo, y es, pues, una de las imágenes recurrentes de la historia. A mi juicio, sin embargo, se trata más de una simple metáfora más o menos conseguida que de un elemento de realismo mágico. En todo caso, yo podría haber prescindido completamente de las descripciones de la preparación del chocolate, que en ocasiones se acercan peligrosamente a aquella cursilada mexicana que en su día, hace ya casi treinta años, tanto nos gustó. Ya sabéis:


La Revolución de 1917 se lleva al teniente Simón a San Petersburgo, y empieza así a tejerse el tapiz, repleto de imágenes de nuestros héroes y su descendencia, así como de una impresionante pléyade de personajes secundarios cuyas vidas se ramifican en incontables historias, la más efímera de las cuales daría para una pequeña novela. Entre los personajes principales tenemos a Kostia, hijo de Stasia y Simón, un bolchevique hasta la médula que al final de sus días tendrá que ver con impotencia lo que acaba haciendo Gorbachov con su soviética unión; a Kitty, su hermana, que tras una experiencia atroz intentará rehacer su vida en el extranjero; tenemos a Christina, hermanastra de Stasia, cuya arrolladora belleza le permitirá codearse con los chacales más destacados del Partido. Entre los secundarios podemos destacar a Alania, el niño bastardo que llegará a ser un poderoso hombre en la sombra; a Misha Eristavi, el estudiante que prepara una "pequeña sublevación cinematográfica"; a Thekla, el verdadero amor de Kostia; a cualquiera de los sufridos pretendientes de su hija y su nieta, o a tantos y tantos otros cuyos nombres hoy, dos meses después de la lectura, no puedo recordar. Entre ellos se reparten un calvario de guerras, traiciones, torturas, mutilaciones, venganzas y todo tipo de altas y bajas pasiones, sin llevar al lector en ningún momento al terreno del melodrama. Sólo en un par de ocasiones la autora se acerca peligrosamente al barranco del sentimentalismo, pero no llega a caer, porque Haratischwili no será Tolstoi, pero tampoco es Isabel Allende.

La Plaza Yereván de Tiflis, 1917

El relato fluye, el tiempo pasa, pero siempre sabemos en qué momento preciso de la Historia nos encontramos. Aparte de los grandes acontecimientos que abrían aquellos telediarios de antaño, como guerras, congresos del PCUS, y la muerte a plazos de la gerontocracia soviética, la narradora va salpicando el relato con referencias a algunos de los hitos de la cultura popular del siglo XX, cuyos ecos llegaban, a pesar de todo, a la pequeña ciudad de Kutaisi: el año en que se estrenó Porgy and Bess, el del combate de Muhammad Ali contra George Foreman o el de la publicación de un álbum de Lou Reed. Y así, entre cantos de occidente y gritos desde Moscú, desfila ante nosotros buena parte de la historia de la Unión Soviética, desde su violenta concepción hasta su relativamente (piénsese en lo que podría haber sido) plácida y lenta agonía, marcada aquí y allá por conflictos en unas repúblicas que no veían la hora de mandar a Marx y Lenin a tomar un café.

Mención aparte merece uno de los personajes.

El sádico sexual Laventri Beria, el "Pequeño Gran Hombre", con el Generalísimo al fondo

En un estado totalitario, por definición, no existe la vida privada. Todo pertenece al estado, que es un modo de decir, todo pertenece al Generalísimo y sus compinches. Y es en la imbricación de la Historia (o el Poder) con las historias (o los súbditos) donde brilla especialmente el talento narrativo de la autora. Aunque, bien mirado, cuando se trata de un monstruo como Lavrenti Beria, esa imbricación quizá no resulte tan difícil.

Beria, a quien en la novela conocemos como el Pequeño Gran Hombre, y que, como el Padrecito de los Pueblos, era georgiano, fue el jefe de la policía soviética y del NKVD, o sea, uno de los personajes más siniestros del siglo XX, responsable, entre otras lindezas, de la masacre de Katyn. Pero aunque le encantaba matar, no era ésa su única afición. Se le atribuyen centenares de violaciones, y se dice que los límites de su depravación están aún por conocerse. En 2003, durante unas obras en la embajada de Túnez en Moscú, situada en la antigua mansión de Beria, aparecieron huesos humanos. 

Si el ciudadano soviético vivía con el miedo al golpe en la puerta en mitad de la noche, al coche negro, a que su vecino o compañero de trabajo le hiciera el vacío, inequívoca señal de la inminente condena, las mujeres, además, (inclúyase aquí a las niñas), vivían con el terror de que Beria se fijara en ellas. Nuestro Pequeño Gran Hombre gustaba de salir en su coche a la caza de mujeres, a las que secuestraba, invitaba gentilmente a cenar, y luego violaba. Y esta afición juega un papel muy importante en nuestra novela.

Tiflis, 1947. Fotografía de Robert Capa

En la entrevista que menciono más arriba, la autora señala que tenía la intención inicial de contar la historia de una familia durante el final de la era soviética. Pero, como todos sabemos, la Historia tiene esas cosas: se da uno cuenta de que este personaje no se entiende sin aquella invasión, esa invasión no se entiende sin esa boda, esa boda no se entiende sin esa matanza, y esa matanza no se entiende sin aquel encuentro fortuito. Y así, en un afán de iluminar cada retazo del tapiz, Haratischwili se tuvo que remontar en el tiempo hasta recalar en un comienzo que, forzosamente, será arbitrario.

Yo, la verdad, le habría dado permiso para remontarse otro siglo, porque esta novela tiene todo lo que me gusta: muchas páginas, Historia, crueldad y nombres raros.

En definitiva, un novelón con el que me lo he pasado pipa.




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