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martes, 8 de marzo de 2022

El Vértigo

 


Cuando uno lee una obra de esas que te absorben, y va tomando notas, y crece la sensación de apabullamiento, no siempre es buena idea, al terminar la lectura, volver al inicio. O quizá sí. El caso es que las primeras páginas nunca son iguales en esa relectura inmediata. Su valor puede haber crecido o puede haber menguado. También puede que te preguntes si no has entendido nada, o si quien no entendió nada fue Evgenia Ginzburg. Pero empecemos por el principio.

Como dice Ginzburg en la primera frase de estas sobrecogedoras memorias, "en realidad, 1937 había comenzado en 1934, y más exactamente el 1 de diciembre de 1934" (ya, no es la primera frase más memorable de la historia de la literatura), o en otras palabras, la Gran Purga, también llamado el Gran Terror, se empezó a desatar con el asesinato de Sergei Kirov, amigo y brazo derecho de Stalin.

El funeral del camarada Kirov

Oficialmente, el asesino de Kirov fue Leonid Nikolayev, un don nadie que, al estilo de Lee Harvey Oswald, un buen día se convirtió en un superhombre capaz de cargarse a la segunda persona más protegida del país. La historia no oficial, la del abrazo del oso georgiano, es bastante más creíble, sobre todo cuando el principal argumento de quienes la niegan es la enorme amistad que unía a Kirov con el Padrecito de los Pueblos.

En todo caso, este asesinato le vino de perlas a Stalin para deshacerse no sólo de todo aquél que pudiera hacerle sombra, sino para poner en marcha la política más represora de la historia hasta aquel momento (luego llegaron los Kim y cosas parecidas). Para ver la señal más clara de ello no hace falta, de nuevo, pasar de la primera página. Cuando recibe una llamada con la orden de presentarse en el cómite regional, Ginzburg nos dice que "el sentimiento de desconfianza con respecto a él [Stalin] lo ocultaba con el mayor cuidado, incluso a mí misma". Y es que la policía del pensamiento ya empezaba a actuar.

Desde el primer momento se supo, o, lo que no es lo mismo, se hizo saber, que el asesino de Kirov era un comunista, o por lo menos alguien que se hacía pasar por tal cuando en realidad era un peligrosísimo agente trotskista. Ello significó que absolutamente nadie estaba a salvo de sospechas, ni siquiera los comunistas con pedigrí proletario afiliados al partido desde antes de la Revolución. De hecho, ellos menos que nadie.

La prisión de Lefortova, en Moscú, donde fue juzgada Evgenia Ginzburg

El arresto de Nikolai Yelvov, compañero de Ginzburg que unos años antes escribió un ensayo que sería criticado por Stalin, hace que el círculo empiece a estrecharse alrededor de la autora. Al fin y al cabo, estaba "relacionada" con Yelvov (habían trabajado juntos), al fin y al cabo, nunca denunció a su compañero (como tampoco hicieron sus acusadores), al fin y al cabo...

En estas primeras páginas, Ginzburg contrapone la crueldad del régimen de terror a la dignidad de los "comunistas auténticos", que deben de ser aquellos que creen que en el paraíso de los trabajadores no se puede arrestar a alguien sin pruebas y que, ante una acusación falsa, la verdad y la justicia prevalecerán. Así, en uno de sus primeros interrogatorios responde a las autoridades:

No tengo culpa de nada (...) Si me imponen una admonición, lucharé hasta que la cancelen.

Las primeras páginas de El vértigo relatan todo el proceso, lento pero implacable, mediante el cual Evgenia Ginzburg de sospechosa pasó a ser culpable, y de ahí a  miembro de un grupo contrarrevolucionario trotskista (no, no me he equivocado en el orden), motivo por el cual fue torturada y condenada a diez años, que se convirtieron en dieciocho, en el Gulag, y que ocupan el resto del libro. Eso es todo, pero estas ochocientas cincuenta páginas de memorias podían haber sido mil doscientas y no perder un ápice de interés. Desfila por ellas una galería de personajes tan grande, que abarca desde verdugos hasta víctimas (una metamorfosis que afectó a miles de personas), desde académicos y científicos hasta prostitutas y asesinos, todos ellos retratados de una manera tan magistral que el conjunto va mucho más allá de ser un fresco de la sociedad bajo Stalin y se convierte en un muestrario de la naturaleza humana en todos sus grados de dignidad, sufrimiento y miseria moral.

La prisión de Butirka, donde Ginzburg permaneció bajo arresto

Como tantos otros comunistas de pro, Ginzburg estaba convencida de que su fe ciega en el comunismo y su carnet del Partido la protegían de cualquier sospecha. Una vez éstas nacen y adquieren pábulo, se convence de que fe y carnet la salvarán de la condena (ésta es la acusación que un editor formulará contra ella más adelante: que sólo se preocupó de las víctimas cuando ella se convirtió en una. Ginzburg lo niega, y en su defensa se remite al capítulo titulado "Mea culpa"). Aún tardará unas páginas en caerse del guindo, pero es interesante observar cómo no toda la sociedad era tan cándida, y cómo hay personas en el 37 capaces de dar lecciones de historia y sentido común a tanta gente de hoy en día que debería leer este libro y prefiere leer twitter. Una de sus compañeras de celda antes del juicio es Nadiezda Derkovskaya, que, como socialrevolucionaria que era, conocía bien tanto las cárceles zaristas como las soviéticas, y que en un momento dado le dice:

Lo siento por usted personalmente, pero no le oculto que estoy contenta de que por fin los comunistas experimenten sobre la propia piel algo de lo que nosotros anunciábamos hace mucho tiempo.

Cuando Derkovskaya, fumadora compulsiva, se queda sin tabaco, Evgenia le ofrece el paquete que ha recibido de su madre. Suspicaz, Derkovskaya pregunta a la secretaria de su Comité Regional si debe aceptar tabaco de una comunista. La respuesta es no. Los cigarrillos se quedan en la mesa y nadie los toca durante toda la noche. 

Permanecí tumbada en el catre central, con los ojos abiertos, y me invadieron los pensamientos más heréticos sobre cuán frágil es el límite entre la rígida honestidad y la más obtusa intolerancia, y sobre cuán sectarias y relativas son todas las ideologías y, en cambio, qué absolutos son los tremendos tormentos que los hombres se infligen recíprocamente.

Ginzburg, su hijo, el futuro escritor Vasili Aksiónov, y su tercer marido, Anton Walter, en Magadán, 1950.

Experimentar las maravillas del régimen en carne propia y en todo su esplendor le abrió los ojos a Evgenia Ginzburg, quien, no obstante, en el momento de escribir El Vértigo, todavía habla de los ya mencionados "comunistas auténticos" que quieran escucharla, y, con los ojos empañados en lágrimas, se alegra de que "en nuestro partido, en nuestro país, reina de nuevo la gran verdad leninista" (estas son las palabras a las que aludía al principio de esta entrada). ¿Recordáis la de mandamases soviéticos que se suicidaron cuando se desintegró la URSS? Pues eso. Parece que es más fácil pasar veinte años en Siberia que aceptar que todo lo que hemos creído era mentira.

Dicho de otra forma, el gulag fue cosa de Stalin, y este libro, en palabras de la autora, no es otra cosa que "una crónica de los tiempos del culto a la personalidad". 

En el tren cargado de periodistas, profesoras y doctoras que la lleva a Kolymá, matan el tedio y el hambre con recitales de poesía. En un momento dado interviene una Olga Orlovskaya. Dice Evgenia:

Me quedé de piedra al oír lo que recitó.

 Stalin, mi sol de oro,

si también me esperase la muerte,

quisiera, como pétalo en el camino,

morir en el camino de mi patria...

(...) Se levantó un clamor terrible. A pesar de todo, por lo menos veinte de la setenta y seis viajeras del séptimo vagón sostuvieron con la testarudez de los maníacos que Stalin no sabía nada de las ilegalidades que se estaban cometiendo en aquellos momentos.

-Son los jueces instructores, esos canallas, quienes lo han inventado todo (...) Hay que escribirle más a él. A Iosif Vissarionovich... Para hacerle saber la verdad. Apenas la conozca, ¿cómo podrá permitir cosas semejantes contra el pueblo?

Ginzburg, ya libre, con su hijo Vasili, su marido Anton Walter, y Antonina, la niña que adoptó en el Gulag

Pero lo cierto es que la pertinacia de Ginzburg en su fe en el Partido no empequeñece su figura.

Ahora, cuando estoy llegando al final de mi vida, lo sé con toda certeza: Anton Walter tenía razón. En cada corazón late un mea culpa, y sólo hay que saber cuándo prestará oído el hombre a esas dos palabras que resuenan en lo más hondo de su ser. 

Durante las noches de insomnio se oyen muy claramente. Esas noches de insomnio en las que, como dice Pushkin, todos «releemos la vida con horror», y nos estremecemos, y maldecimos. En el insomnio, la conciencia no se consuela por no haber participado directamente en los asesinatos y en las traiciones. Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio. De uno u otro modo. Repitiendo irreflexivamente peligrosas fórmulas teóricas. Levantando en silencio la mano derecha. Escribiendo cobardemente una verdad a medias. Mea culpa… Y creo, cada vez más, que dieciocho años de infierno en la tierra no bastan para una culpa como ésta.“

Una de las primeras ediciones de El Vértigo, en 1967

El sentimiento de culpa de la autora es más fuerte que su sed de venganza. En una sociedad donde nadie estaba a salvo, por muy arriba que estuviera y por muchos terroristas contrarrevolucionarios que hubiera desenmascarado, es natural que Ginzburg tuviera más de una oportunidad de regodearse por el castigo final de algunos de los que contribuyeron a su sufrimiento. Sí puede resultar extraño, sin embargo, que sea tan difícil separar el desprecio del agradecimiento a esas mismas personas. Pero en el Gulag todo era posible. Cuando visita a un moribundo Krivitski, el médico que en una ocasión le salvó la vida, éste ignora que ella está al tanto de su actividad como informador secreto, actividad que condujo, entre otras cosas, a la tercera condena de Anton Walter, el hombre del que Ginzburg se enamoró y con quien acabó casándose.

Y fui a verle. Unos días antes de mi visita había recobrado el habla. Balbuceaba, tartamudeaba, pero podía hablar. No cesaba de hablar, en una nueva acusación. Me reprochaba mi negra ingratitud. Si no fuese por él, ¿habría podido sobrevivir en el Curma? Y ahora, cuando él estaba enfermo, ni siquiera iba a verle. Hasta ahora, veinte días después...

¿Qué podía responderle? Explicarle el motivo de mi negra ingratitud acarrearía un agravamiento de su enfermedad. ¿Callarme, entonces? Imposible. Me producía  una confusa sensación de repugnancia, no sólo por lo que sabía de su pasado, sino también por su aspecto actual. Sus ojos turbios, a punto de nublarse para siempre, destilaban aún astucia y mentira. La boca estaba torcida no sólo por la parálisis, sino también por un odio inmenso...

Adaptación cinematográfica de la novela. Le falta algo de grandeza.

Pese a que Ginzburg en casi todo momento abrazó la vida y celebró la condena a trabajos forzados como una bendición, dado su convencimiento de que la esperaba el paredón (en realidad, en la URSS no había paredón; se disparaba a la nuca del condenado), dieciocho años de infierno no son fáciles de digerir por muy vital que sea tu actitud ante la vida. Y curiosamente es la esperanza la que se le clava en el alma como un punzón, y es en la reclusión donde encuentra la salvación moral.

Las personas que han vivido en el Volga durante la época estaliniana y sin ser encerradas en las prisiones, suelen decirnos a veces que han sufrido más que nosotros. Y, en cierto modo, era verdad. En primer lugar -y esto es lo más importante- nuestra suerte nos ha preservado de  caer en un terrible pecado: el de participar, directa o indirectamente, en los asesinatos, en las persecuciones y en los ultrajes a otras personas. (...) La particularidad de nuestro infierno consistía en que su puerta no estaba coronada por la inscripción del infierno del Dante: "Dejad vuestra esperanza, los que entráis". Al contrario: nosotros teníamos esperanza. No nos enviaban a las cámaras de gas ni a la horca. (...) Es verdad que nuestras probabilidades de vivir eran bastante menos numerosas que las de morir. Pero existían, al menos. Aunque evanescente, vacilante como una pequeña llama en el viento, la esperanza estaba en nosotros. Pero cuando existe la esperanza, existe también el terror.

Su trabajo en el Gulag como enfermera salvó la vida a Evgenia Ginzburg

Sé que esto es un lugar común de las contraportadas, pero podemos abrir este libro por cualquier página y quedarnos enganchados con la prosa sólida, clara y sincera de la autora, y con los hechos casi inimaginables (aunque cada día menos) que describe. La descripción de la vida en el Gulag, los personajes de todos los estratos de la sociedad reunidos en un infierno blanco, el aislamiento de un mundo lejano donde estallaba una guerra muy grande; centenares de anécdotas, detalles, reflexiones, alegrías que eran un paso adelante, tragedias que eran dos atrás; el horror cotidiano y los brotes de esperanza que, pese a lo que diga Ginzburg, no siempre era terrorífica; o el regreso a Moscú, veinte años después, descrito en unas páginas memorables. El Vértigo no es una lectura deprimente. Pero no temáis: tampoco es un canto a la vida. Es un gran libro de memorias, es historia, es verdad y es gran literatura.

Recuerdo el día en que murió Franco, y recuerdo ver a mi madre llorar ante el televisor mientras miles de personas pasaban por la capilla ardiente. Estas son las palabras de Ginzburg al hablar de la muerte de Stalin:

Me desplomé en un asiento, con los dos brazos sobre la mesa. Y prorrumpí en violentos sollozos. Se descargó de pronto, toda mi tensión. No sólo la tensión de los dos últimos meses de espera de la tercera detención, sino también la de dos decenios enteros. En un segundo, todo desfiló ante mis ojos. Todas las torturas y todas las celdas. Todas las hileras de fusilados y las innumerables multitudes martirizadas. Y mi vida, mi propia vida, aniquilada por la voluntad diabólica de aquel hombre. Y mi hijo, mi hijo, que había muerto...

Y allá lejos, en alguna parte, en algún Moscú que ahora me parecía menos irreal, había exhalado su último suspiro el sanguinario ídolo del siglo. Y aquello era el más importante de los acontecimientos para los millones de víctimas que aún conservaban un soplo de vida, para la gran masa de los amigos y de los familiares de éstas... Y también, para cada pequeña vida aislada.

Debo confesarlo: yo no lloraba solamente por aquella gigantesca tragedia histórica. Lloraba, antes que nada, por mí misma. Por lo que aquel hombre había hecho conmigo, con mi alma, con mis hijos, con mi madre.

¡Maldito seas, Kolymá!, el canto del Gulag, compuesto por los presos

domingo, 5 de febrero de 2017

Memorias de Bergman y Berberova



Hablar de los géneros en la literatura es ante todo una cuestión de expectativas. Todos tenemos bastante claro qué le pedimos a un libro de aventuras, a un thriller o a una novela histórica. Del mismo modo, pensaría uno que al abrir un libro de memorias lo hacemos sabiendo muy bien lo que nos vamos a encontrar: recuerdos de la infancia, retratos familiares, pequeños traumas y primeras veces. Hasta que uno ha leído unos cuantos y se da cuenta de que el de las memorias es uno de los géneros más amplios y variados de la literatura.

En ocasiones, el memorante se limita a hablar de su época y las personas con las que se codeó, mientras él mismo permanece en las sombras y sigue siendo un desconocido para el lector. Eso era lo que sucedía con las por otra parte fascinantes memorias de Victor Serge, de las que hablé aquí. En otras ocasiones, el autor bucea mucho más allá de sus propios recuerdos y trepa a las ramas del árbol familiar, como hacía Amos Oz en su maravillosa y trágica Una historia de amor y oscuridad. György Faludy optaba por mostrarnos en Días felices en el infierno la vitalidad, sed de experiencias y capacidad de resistencia del individuo en una sociedad totalitaria, mientras que Arthur Koestler, en uno de los libros de memorias más grandes que he leído, se centraba tanto en su historia personal como en la de todo el siglo XX. Unas memorias totales.


 La cursiva es mía, de Nina Berberova
En tiempos de Iván el Terrible, un tal Kara Aul llegó a Moscovia, quizá por obligación, procedente de la ciudad negra tártara. Fue bautizado y no regresó al reino tártaro. Ignoro qué hicieron sus descendientes durante los doscientos años que transcurrieron hasta el día en que Catalina II donó la propiedad a Yuri. También ignoro por qué motivo recibió sus tierras, sus medallas y sus anillos de gentilhombre. Había pocos objetos en su mansión, todos databan del siglo pasado y no aparecían huellas del anterior. Por el desván, en completo desorden y cubiertos por telas de araña, rodaban antiguos miriñaques, álbumes encuadernados de terciopelo, un globo terráqueo, una colección completa de la revista El mensajero de Europa y una multitud de flores de azahar, símbolo de la pueza, que adornaban la cabeza de las novias de la nobleza el día de su boda.
En las primeras páginas de La cursiva es mía, Nina Berberova nos regala párrafos tan interesantes como éste. Esta escritora rusa nacida en 1901 no fue una autora muy prolífica, y su obra, de la que sólo he leído estas excelentes memorias, no acostumbra figurar entre la de los grandes nombres de la literatura rusa. Berberova fue, en todo caso, protagonista en primera línea y cronista excepcional del exilio ruso tras la Revolución que llevó a miles de intelectuales, nobles y militares a huir del país y recalar en Berlín y, con más frecuencia, en París. De dicho exilio ya nos habló Nabokov en Habla, memoria, donde, como solía ser el caso con el amigo de los lepidópteros, nos hablaba sobre todo de sí mismo.



Nuestra autora de hoy, sin embargo, no tenía quizá un concepto tan alto de sí misma, y por eso, sin dejar de lado el aspecto más privado de un libro de este tipo, dedicó numerosas y brillantes páginas a los círculos literarios en los albores de la Unión Soviética y a sus posteriores compañeros de exilio. Por estas páginas, pues, pasan y nos sorprenden Alexander Kerenski, Nikolai Gumiliov, Maxim Gorki, Andrei Bieli, Ivan Bunin, Nabokov y, sobre todo, Vladislav Khodasievich, a quien servidor no conocía y que, por lo visto, aparte de ser durante años el marido de Berberova, está considerado uno de los grandes de la poesía rusa del siglo XX.

Contrasta este tipo de memorias, que mantiene un atinado equilibrio entre lo personal y lo público, con Linterna mágica, el libro en el que Ingmar Bergman se desnuda y, por continuar con la metáfora, nos planta sus partes íntimas a un palmo de la cara.


Cuando vemos una película de Allen, Truffaut, Kaurismaki o Almodóvar, por mencionar sólo unos pocos, no es difícil hacerse una idea bastante aproximada de la personalidad del director. En algunos casos, naturalmente, esa personalidad se revela de manera más pronunciada que en otros, pero más allá del estilo personal de cada uno, más allá de eso que los amigos de los clichés llaman el sello o el poso vital, hay unos tics, unas obsesiones y hasta un cierto olor que nos dice mucho de la persona que ha creado esa obra. Sin embargo, obras como El séptimo sello, Persona o El silencio nos pueden sugerir, entre el sopor y el arrobo, que este sueco moreno y de rostro alargado era cualquier cosa menos un tipo alegre. Y apenas poco más. Lo que es seguro es que después de leer este libro, no se nos va a escapar un suspiro del estilo "ah, ojalá hubiera conocido a don Ingmar en persona". Al mismo Bergman, sin ir más lejos, no le gusta demasiado lo que recuerda.
No reconozco a la persona que era yo hace cuarenta años. Mi desagrado es tan grande y el mecanismo de rechazo ha funcionado con tanta eficiacia, que difícilmente puedo vislumbrar la imagen. A este respecto, las fotografías no ayudan demasiado. Solamente nos muestran una persona disfrazada, alguien bien atrincherado. Si me sentía atacado respondía mordiendo como un perro asustado. No confiaba en nadie. Estaba dominado por una sexualidad que me obligaba a incesantes infidelidades y acciones compulsivas, torturado constantemente por el deseo, el miedo, la angustia y la mala conciencia.

El pastor Edvard Vergerus, inspirado en el padre del autor

La lectura de Linterna mágica ha ido seguida de la película Fanny y Alexander, la última de sus grandes obras, que apenas recordaba ya. Quizá le habría sacado más jugo si hubiera cambiado el orden, dado que es más fácil reconocer la imagen en la página que la cita en el celuloide. No obstante, el carácter autobiográfico de la película, de todos conocido, es tan marcado que no resulta difícil rastrear los acontecimientos y personajes que inspiraron tantas escenas. En las primeras páginas, por ejemplo, nos encontramos con una de las escenas más impactantes de la película, aquélla en que el obispo, padrastro de Alexander, azota a éste sádicamente y lo humilla obligándolo a besarle la mano. Así nos habla Bergman de su propio padre:
Mi hermano lo pasó aún peor. Muchas veces mi madre se sentaba en su cama para curarle la espalda en la que los latigazos habían levantado la piel y marcado sanguinolentas estrías. Como yo aborrecía a mi hermano y temía sus violentos arrebatos de mal genio, sentía una gran satisfacción cuando lo castigaban tan severamente.
Terminada la tanda de azotes, había que besar la mano de mi padre. Inmediatamente se comunicaba el perdón y el peso del pecado caía a tierra dando paso a la liberación y a la misericordia. 
Ingmar, por los años en que intentaba reventarle la cabeza a su hermano

A juzgar por la escena en que Ingmar golpea a su hermano en la cabeza con una garrafa de cristal y éste le arrea un guantazo que le hace saltar dos dientes, podría parecer que el odio entre hermanos que menciona el autor era más pronunciado de lo habitual en familias no del todo bien avenidas. Pero en realidad ambos niños estaban unidos no sólo por lazos fraternales, sino sobre todo por el odio al padre.

Nada más diferente de la relación de Berberova con su padre, a quien adoraba y al que, tras su exilio, sólo pudo volver a ver una vez.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, [mi padre] realizó una corta carrera cinematográfica. En 1935, el realizador cinematográfico Kozíntsev se le acercó y le dijo: "Le necesitamos; necesitamos a un hombre como usted". "¿A mí?", pregntó mi padre. "No tengo experiencia ni talento". "Pero, con su barba, su cuello almidonado y su manera de andar, posee usted el estilo que necesitamos", le contestaron. "En Leningrado sólo quedan dos o tres personas de su clase. Ayer contratamos a una". Así fue como mi padre interpretó su primer papel, el de un hombre del antiguo régimen, al que liquidan al final de la película.
En 1937, en una calle sucia y maloliente próxima al bulervar Sebastopol (...) fui a dar con una reducida célula comunista que organizaba  proyecciones de películas soviéticas. (...) Me indicaron el lugar y la hora de la proyección de una de esas películas, pero me comunicaron que para poder comprar una entrada era necesario ingresar en la célula comunista y pagar la cotización anual. Lo hice en el acto. El día establecido, me encontré en una gran sala oscura, entre otros miembros de la célula que se hallaban muy exaltados.
El exilio literario ruso en Berlín, 1923. Entre ellos, Berberova, Khodasevich, Bely y Muratov

A continuación, Berberova nos describe una ridícula escena en la que un cerdo contrarrevolucionario intenta sabotear los planes de Lenin para sanear el presupuesto de Rusia. Un marinero analfabeto consigue reducirlo y arrestarlo, entre las ovaciones y los gritos de venganza por parte de los espectadores.
Ya en el exterior, le permitían detenerse un instante, en la entrada del Banco Estatal, para contemplar el canal Catalina y el horizonte de San Petersburgo encapotado por la lluvia. Su mirada recayó en mí, sentada en la sala parisina. Se lo llevaban, escoltado, y nunca más volvía  verle. ¡Qué reencuentro, tras una separación de quince años! No todo el mundo puede gozar de la felicidad proporcionada por un encuentro semejante al nuestro, antes de separarse para siempre...

 Nina Berberova y Vladislav Khodasievich

La belleza de momentos como éste abundan en La cursiva es mía. Bergman, por su parte, reserva todo lirismo para las inolvidables páginas finales, en las que hace revivir a su madre para preguntarle todo aquello que en su día no pudo o no quiso.
Tengo que preguntarle algo importante, madre. Hace años, creo que fue en el verano de 1980, yo estaba sentado en mi silla en el cuarto de trabajo de Farö, el tiempo estaba lluvioso, una de esas lluvias serenas de verano que duran todo el día y terminan por no existir. Yo leía y escuchaba la lluvia. En ese instante sentí que usted estaba cerca de mí, a mi lado, podía extender la mano y coger la suya. No fue que me hubiera quedado dormido, lo sé seguro, ni siquiera fue una experiencia extraterrenal. Sabía que usted estaba conmigo, en la habitación. ¿O fue una ilusión? No acabo de entenderlo, ¡ahora tengo que preguntarle!
Ante la respuesta negativa de su madre, un Bergman desesperado insiste:
Nos hicimos amigos, ¿no nos hicimos amigos? ¿No invalidamos el viejo reparto de papeles madre e hijo y nos hicimos amigos? ¿Hablamos con sinceridad y confianza? ¿No fue así? ¿Llegué a entender su vida, estuve siquiera cerca de entenderla? ¿O no fue más que una ilusión lo de nuestra amistad? No, no crea que estoy embrollándome, aplastado por los reproches que me hago a mí mismo...

La linterna mágica, en Fanny y Alexander

No obstante, como digo, estas emotivas páginas contrastan fuertemente con todo el resto, donde Bergman nos demuestra su talento para la infidelidad y donde, a primera vista, el amor no juega un papel demasiado importante. Ved lo que nos dice acerca del escándalo fiscal en el que estuvo implicado y al que dedica unas cuantas páginas. Habla el hombre de familia:
No sé cómo reaccionaron mis otros hijos, teníamos poco contacto, por no decir ninguno. La mayoría pertenecía además a grupos izquierdistas y, por lo que después he podido saber, pensaron que su padre se lo tenía bien merecido.
Claro que tampoco puede decirse que Berberova derrochara un apasionado amor por la familia, por lo menos en su juventud.
En aquella época, yo quería a muchas personas y me gustaban muchas cosas, pero también era capaz de sentir odio. Detestaba, en particular, todo cuanto oliera a "nido", a espíritu familiar, a maternidad. Calentarse junto a alguien, acurrucarse contra él, buscar refugio se me antojaba repugnante y humillante.
Como si se tratara de una película llena de escenas desagradables, en ocasiones al lector de Linterna mágica le cuesta no apartar con asco la vista de la página, como cuando el autor nos describe en detalle su primera paja, nos narra cómo se quedó una noche encerrado en el depósito de cadáveres, donde yacía el cuerpo de una hermosa joven, o nos cuenta que un día se cagó en la cama, episodio que relata, por cierto, con gran maestría. El libro lo saqué de la biblio, pero no pude reprimirme de escribir en el margen ¡aaajjjj! (En lápiz, por supuesto).


 La danza de la muerte, escena de El séptimo sello. Bergman nos cuenta una divertida anécdota

Podría decirse que en Bergman el dolor nace de su propia experiencia familiar, religiosa y personal, mientras que Berberova, que se nos antoja una persona más capaz de saborear el placer, fue víctima de su tiempo. No se extiende mucho la autora sobre la Revolución, pero da la impresión de ser una de tantos millones que vieron traicionada su esperanza en un futuro mejor para Rusia. 
Nadia trabaja ahora en la Checa -dijo tranquilamente mirándome con simpatía- Se pasea con una cazadora de cuero y lleva revólver. El otro día me la encontré por la calle y me dijo que había que fusilar a la gente como yo, y eso es precisamente lo que se empeñan en hacer.
Más tarde, una Berberova indignada nos habla de la monstruosidad en que acabó convertida la Revolución, y cruza los dedos ante la fundada sospecha de un futuro de negacionismo y apología de aquellos crímenes.
Durante los años comprendidos entre 1950 y 1960, en la Unión Soviética se tenía la costumbre de escribir que los emigrados "tenían miedo" de las masas y que el concepto de pueblo revolucionario les hacía temblar. No creo que Bunin, Záitsev, Tsvetáieva, Rémizov y Jodásievich temieran a las masas. En cambio, sí tenían miedo, y no sin razón, de los burócratas de la vida literaria. Esos servidores del régimen, que también hacían las veces de críticos literarios, se apoderaron poco a poco de Tierra virgen roja, convirtieron Na Postu en una herramienta de propaganda, contribuyeron a la clausura de LEF ("Frente de izquierda"), el periódico de Maiakovski; enviaron a Pilniak a presidio y provocaron su muerte, arruinaron la vida de Voronski, mataron a Mandelstam, a Kliúiev, a Bábel y a muchos otros y acabaron por perecer en las purgas estalinistas. Hay que confiar en que nadie les rehabilite.
Pero ni las penurias, ni la guerra, ni la soledad e incomprensión por parte de una intelectualidad que apoyaba a Stalin consiguieron acabar con el sentimiento vital  de esta pequeña y frágil mujer.


 Andrei Bely, momentos antes de uno de sus ataques

 No obstante, como he señalado más arriba, es la descripción del París del exilio ruso  y los retratos de sus protagonistas lo que da su verdadero valor a estas memorias. Las pinceladas que nos proporciona en ocasiones corroboran lo que ya sabíamos, como la tosquedad de Gorki, mientras que en otras ocasiones nos sorprenden, como al hablar de la grosería de Bunin. Entre estas sorpresas destaca Andréi Bely, autor de Petersburgo, considerada una de las obras maestras del siglo XX, y uno de los personajes más grotescos que se pasean por estas páginas.
De repente, en su imaginación excitada por el vino, todos los comensales se convirtieron en un círculo de enemigos que esperaban su muerte, no creían en su santidad y acogían su sacrificio con sonrisas irónicas. Si histeria iba en aumento. (...) Le condujeron hasta la puerta. Quise estrecharle la mano para decirle, soimplemente, que, en mi opinión, era y seguiría siendo uno de los grandes escritores de nuestra época y que guardaría el recuerdo de nuestros encuentros como un tesoro. Al ver i intención de acercarme a él, Bely fue presa de una agitación violenta, echó la cabeza haca atrás y se dispuso a saltar como una pantera...
 

Ambos libros confluyen en un momento, y es el auge del nazismo, con el que tuvieron una relación radicalmente opuesta. Berberova vivió en persona la entrada del ejército alemán en París, y vio cómo la segunda esposa de Khodasievich era arrestada y deportada.
Los hombres ya habían sido detenidos en otoño, pero hasta entonces l situación no había afectado a las mujeres. Olga solía decir que no se llevarían a las mujeres ni a los ancianos. Detenían a todo elmundo, a jóvenes y a viejos, con o sin estrella.
El relato que sigue, con Berberova corriendo de un lado a otro para intentar ayudar a Olga, es estremecedor, y termina con la conversación que mantiene con un oficial de las SS.
¿Es una mujer casada?
-No, viuda.
-¿Era judío el marido?
-No, ario.
-¿Hay documentos?
-Sí, sería fácil demostrarlo.
-Pero, ¿ella es judía?
-Se convirtió al cristianismo.
-No es un problema de religión, sino de raza.
-¿Qué significa eso?
-Significa que esa mujer puede volver a casarse y abrazar de nuevo la fe judaica.
-Tiene cincuenta años.
Aquí, reflexionó un instante.
-No -dijo-, imposible hacer nada. Si su marido aún viviera, sería distinto.
Posteriormente, en el capítulo "El cuaderno negro", su diario escrito durante la guerra, Berberova nos narra el interrogatorio al que fue sometida por la sección rusa de la Gestapo, y de nuevo tenemos un impagable retrato de la emigración rusa.
Tengo cuidado con los rusos de París. Son gente de extrema derecha,oscuros patanes,de edad avanzada, que forman la verdadera "generación olvidada" de la emigración. Entre ellos hay antiguos funcionarios de "la corte de Su Majestad Imperial" y del ministerio del Interior,ex miembros de la Unión del Pueblo Ruso, ex gobernadores que lograron salvarse de la Revolución, antiguos cuadros políticos de organizaciones paramilitares y bandas armadas. Ahora era "su turno", no el nuestro.
Más adelante, en un París liberado, Berberova es testigo de la humillación pública de una joven acusada de haber sido amante de un alemán.


 Todos hemos visto las fotos, pero el vídeo es impactante

Suecia no participó en la guerra, pero el nazismo si tocó muy de cerca a nuestro amigo, que a los dieciséis años se fue de intercambio a Alemania, a casa de un pastor protestante, padre de nueve hijos salidos de un catálogo del nacionalsocialismo.
En Weimar se iba a celebrar el día del Partido con un desfile gigantesco encabezado por Hitler. En la rectoría reinaba una actividad febril lavando y planchando camisas, sacando brillo a botas y correajes. (...) Llegamos a Weimar a las doce de la mañana. el desfile y el discurso de Hitler empezaban a  las tres. La ciudad era un hervidero de excitación festiva, la gente, endomingada o de uniforme, paseaba por las calles. (...) Súbitamente se hizo el silencio, sólo se oía el chapoteo de la lluvia sobre los adoquines y las balaustradas. El Führer estaba hablando. (...) Al terminar el discurso todos lanzaron su Heil, la tormenta cesó y la cálida luz se abrió paso entre  formaciones de nubes de un negro azulado.
(...) Yo no había visto jamás nada parecido a este estallido de fuerza incontenible. Grité como todos, alcé la mano como todos, rugí como todos, amé como todos.
 Nazis en Suecia, a principios de los 40

Podríamos acharcarlo a de juventud, no sería el primero. Pero a Bergman no le duele la confesión:
Durante muchos años estuve de parte de Hitler, alegrándome de sus éxitos y lamentando sus derrotas.
Claro que tampoco era el único entre los suecos.
Mi hermano fue uno de los fundadores y organizadores del partido nacionalsocialista sueco, mi padre votó varias veces por los nacionalsocialistas. Nuestro profesor de historia era un entusiasta de "la vieja Alemania", el profesor de gimnasia asistía todos los veranos a los encuentros de oficiales que se celebraban en Baviera, algunos de los pastores de la parroquia eran criptonazis, los amigos de la familia manifestaban gran simpatía por "la nueva Alemania".
Ve uno algunas cosas de otra forma, ¿no?

En fin, cotilleos, historia, traiciones, literatura, trapos sucios, amores, cine, violaciones, vendettas, pasión, guerra, confesiones, curiosidades, miserias. Si leer un libro de memorias es todo eso, imaginad leer dos.


Os dejo con una cita muy proustiana de Berberova.
¿Qué me atraía de la poesía exactamente en aquella época? (...) Quien, en su juventud, no haya experimentado dolorosamente la necesidad de descubrir el sentido eterno de la medida y de la belleza, permanecerá para siempre insensible a esa llamada.
Ese sentimiento no es el fruto de un proceso lógico. Su origen se halla en los repliegues más secretos y profundos del corazón humano, lejos de la agitación siniestra o irrisoria que nos rodea. Una loca noche de embriaguez está a mil leguas del amor, de la pena y de la desolación que conforman la esencia de la vida nocturna. La eternidad puede revelársenos en el estribo de un autobús. Podemos entrever la visión fulgurante de la fragilidad de las cosas en la taquilla del correo o descubrir el carácter efímero de nuestra vida al mirar un calendario en la sala de espera de un consultorio.

viernes, 1 de julio de 2016

Rebajas de verano


¡Ya están aquí y vienen más refrescantes que nunca! Cinco reseñas de saldo, con hasta un 80% menos de palabras, para que vayas menos cargado y disfrutes más de la playa.


The children act, de Ian McEwan, traducido al español como La ley del menor.

Flojito, flojito. McEwan parece haber escrito esta novelita con desgana, como quien cumple un trámite. A primera vista, uno diría que le falta pasión, pero, bien mirado, la pasión no suele ser lo que hace grandes las grandes novelas de este autor, sino un encomiable afán de meter el dedo donde más duele y hacerlo con elegancia. La elegancia está presente aquí, una elegancia sosa, monótona y predecible, una elegancia de oficinista de la city. Y eso que el argumento tenía potencial: una juez que se enfrenta al caso de un menor que necesita tratamiento médico urgente, pero cuyos padres se niegan a ello por motivos religiosos.

Quizá presintiendo el desarrollo anodino que iba a tener una historia escrita con ánimo de burócrata, McEwan intenta darle un poco de vidilla contándonos las desventuras matrimoniales de su señoría. Pero ni por ésas.


La larga marcha, de Rafael Chirbes.

Mi primer Chirbes. Tarde, lo sé. Todo lo contrario de La ley del menor. Una obra escrita con el corazón, el estómago, el alma o los cojones. O con todo a la vez. La historia de dos generaciones: la que salía de una guerra que había vivido, sufrido o librado, y la de sus hijos. Gran cantidad de personajes a cual más interesante. Sin buenos ni malos. Chirbes trata a sus lectores como gente adulta. Personajes que saltan de la página. Lenguaje rico y preciso dentro de su sencillez. Atmósfera de tristeza sin desesperación. La historia de nuestros abuelos. Sueños que presentíamos iban a acabar rotos.


The ice princess, de Camilla Läckberg.

Aunque ya lo he dicho unas cuantas veces, la verdad es que estos thrillers norteños van la mar de bien para desconectar. Tres o cuatro al año no hacen daño. Y ésta me gustó mucho.



El hombre sonriente, de Henning Mankell.

Todos los años caen una o dos de Mankell. Sin embargo, a diferencia de la de Läckberg, ésta me pareció flojita, con el argumento cogido por los pelos y demasiadas concesiones a la inverosimilitud. Se sostiene con apuros hasta la parte final, donde acaba por desmoronarse.



Lluvia de verano, de Ahmet Hamdi Tanpinar.

Mi descubrimiento de este año. Tanpinar (1901-1962) está considerado el mayor escritor turco del siglo XX. Creo recordar que su nombre aparecía una y otra vez en la obra Estambul, de Orhan Pamuk, lo cual no es de sorprender, dado que, bajo una apariencia de historias de amor, la gran protagonista de su novela más conocida, Paz, es la propia ciudad. En esta novelita que nos ocupa, se nos narra la relación de un escritor y una misteriosa joven que se presenta en su jardín una tarde de lluvia. Suceden muy pocas cosas, pero hasta llegar hasta aquí han tenido lugar terribles tragedias. La escritura de Tanpinar, de quien dicen que está muy influido por Proust, es magistral y delicada, como una obra de orfebrería, y las imágenes de un Estambul difuminado por la lluvia se han quedado conmigo para siempre.



La pequeña comunista que no sonreía nunca, de Lola Lafon.

Peino las suficientes canas como para recordar el nombre de Nadia Comaneci, que tanto se oyó en aquel verano de 1976. En los Juegos Olímpicos de Montreal, una niña de un país remoto habitado por lobos y salvajes consiguió por primera vez en la historia un 10 en las pruebas de gimnasia. Aquella niña no sólo marcó la historia de Rumanía, sino que cambió para siempre aquel deporte. Comaneci tenía catorce años. A partir de entonces, la gimnasia femenina ya no volvería a estar dominada por mujeres.

La historia de lo que sucedió a continuación en la vida de Nadia y de su país es fascinante, y ha conseguido mantener mi atención hasta la última página, a pesar de que, a mi juicio, esta novela (sí) de Lola Lafon es una obra fallida desde la primera página. Lafon se ha propuesto escribir una suerte de biografía ficcionalizada, al estilo de lo que hizo Carrère con su impresionante Limónov. Lo de biografía ficcionalizada o ficticia es una forma de decir que nos están contando una biografía, y al mismo tiempo se están defendiendo ante cualquier posible dato erróneo. Esto es así y el lector debe aceptarlo tanto le guste como si no. El problema es que, mientras Carrère nos convence plenamente con su ficción, la novela de Lafon está lastrada por un plateamiento erróneo, en el que, de modo explícito, nos advierte, antes de empezar, de que ha respetado lugares, fechas y hechos, pero se ha inventado todo lo demás. Mi gozo en un pozo. Y cuando nos ofrece extractos de sus ficticias conversaciones telefónicas con Comaneci, no sólo sabemos que dichas conversaciones son falsas, sino que además, y esto es lo imperdonable, suenan falsas. Utiliza además Lafon un estilo retórico y efectista que me ha parecido de lo más forzado e irritante.

Con todo, la historia de Comaneci, su relación con sus compañeras de equipo, su entrenador, su manipulación por parte de Ceaucescu, su relación con el hijo de éste, o su huida del país son tan interesantes que uno se deja llevar por la historia hasta el final.


Menajem Mendel, de Sholem Aleichem.

Mendel deja atrás a su mujer y se va a buscar fortuna. En sus cartas, le cuenta a su esposa sus ideas, sus proyectos, su puesta en  marcha y sus fracasos. Y vuelta a empezar. Mendel no se rinde ni ante la adversidad, ni ante los reproches de su mujer, que sabe que nada bueno saldrá de la fantasiosa e ingenua cabeza de su marido. Los capítulos alternan las cartas de Mendel y las respuestas de su esposa. No es, pues, especialmente sofisticada como novela, y su esquema llega a hacerse un tanto repetitivo, pero por otra parte, se trata de una lectura bastante divertida y un estupendo retrato de la vida en el shtetl dentro de la zona de asentamiento de los judíos en la época del tardío Imperio Ruso.




Little Wilson and Big God, de Anthony Burgess.

Anthony Burgess es uno de esos nombres que nos suenan, y, si preguntas por ahí, alguien te dirá que ha leído La naranja mecánica o Poderes terrenales, que son, de hecho, dos obras magistrales. Pero en algún momento alguien tendrá que dar un puñetazo en la mesa y reivindicar su figura como lo que fue: un escritor genial, absolutamente único, probablemente uno de los más grandes autores ingleses del siglo XX. Un buen lugar para acercarse a su obra serían sus memorias, y probablemente es mejor empezar por el segundo tomo, titulado en español Ya viviste lo tuyo. Comenzaba éste poco después de que le diagnosticaran un tumor cerebral incurable, momento a partir del cual Burgess empezó a escribir frenéticamente. Quizá fuera incurable el tumor, pero no acabó con él hasta varias décadas, muchas novelas, alguna que otra sinfonía, muchas borracheras y más de una pelea tabernera más tarde.

Yo no me metería con él

En uno de mis veranos ingleses conseguí hacerme con el primer volumen (bendito Bookbarn), que es también apasionante y divertido de principio a fin, con sólo algunos altibajos. Burgess nos habla aquí de su infancia, evidentemente; de su Mánchester natal, de aquellos años donde la posguerra se solapó con el auge de los totalitarismos en Europa, de la pérdida de su fe católica, de sus años en España, donde su imprudencia al llamar en público "cabrón" al caudillo lo llevó a la cárcel; de su ignominioso e hilarante paso por el ejército, del nacimiento de su primera vocación, la música, o de sus clases de literatura en Malasia. Y la lista podría seguir. Nos regala escenas divertidísimas, como cuando le rechazan su primera novela porque, dice el editor, "no parece una primera novela, aunque sí sería buena como segunda novela".

Dado que Burgess nunca rehuyó el enfrentamiento físico, es evidente que no le daba miedo la polémica. Así, habla con vehemencia de sus fobias literarias y políticas, y no tiene reparos en contarnos alguna experiencia sexual que hoy, desde luego, no estaría bien vista por el público lector. Burgess es uno de esos escritores que, en baja forma, nos divierte y entretiene. Y aquí está en plena forma.



La casa, de Paco Roca.

Maravilloso. Paco Roca está tocado por la gracia en esta historia sencilla y universal. Y algo muy importante: pese a que las novelas gráficas están cada día más presentes en mi índice de lecturas, es con Roca con quien realmente aprecio ese lenguaje especial que caracteriza a este género. Cada viñeta está donde tiene que estar y ocupa el espacio que debe ocupar. Con Roca uno aprende a disfrutar de la composición, y se da cuenta de toda la reflexión que hay tras cada dibujo. Observad si no esa primera página y veréis cuánto nos dice esa viñeta final que se repite.

martes, 16 de febrero de 2016

Petróleo y sangre en oriente



El índice de Petróleo y sangre en oriente es una auténtica fiesta. Ved si no qué títulos: "El último templo de Zaratustra", "Príncipes del petróleo", "La revuelta de los leprosos", "Los judíos salvajes", "La ciudad del agua roja", "La tumba de Tamerlán el tullido y la capital Samarkanda", o "Con los adoradores del diablo", por mencionar sólo unos pocos.

Otro motivo de celebración es que por fin alguien se haya decidido a reeditar algunas de las obras de Kurban Said, Lev Nussimbaun o Essad Bey, que, como ya dijimos en algún momento, son la misma persona. Hace poco hablábamos de Ali y Nino, publicada por Libros del Asteroide, pero de la reedición de la obra que nos ocupa y, próximamente, de su biografía de Stalin, se ha decidido encargar la editorial Renacimiento, que servidor desconocía y que tiene, la verdad, un catálogo de lo más interesante.

Así pues, regocijémonos por doble motivo.

 Éstos amenazan con convertirse en habituales de este blog

Petróleo y sangre... cuenta, en esencia, la historia que nos contaba Tom Reiss en la primera parte de su monumental biografía, con la diferencia de que aquí dicha historia se nos narra de primera mano. Estamos, por tanto, ante unas memorias con algo de fabulación por parte de un autor siempre huidizo y enigmático. En ellas, Bey, extraordinario contador de historias, nos cautiva desde la primera línea con su sencilla pero evocadora descripción de la ciudad que lo vio nacer, y que nos conduce al día en que su padre, magnate del petróleo, conoció y se casó con su madre, revolucionaria a la sazón encarcelada por sembrar la agitación entre los obreros. La historia comienza de esta guisa:

Hace cuarenta años, Bakú no era más que una pequeña ciudad perdida en el desierto. No existían aún las calles europeas, y hubiera sido inútil querer buscar un refugio contra los rayos implacables del sol bajo la sombra raquítica de algún árbol agostado por la sequía.

A partir de ese momento, Bey combina el canto de tono elegiaco a Azerbaiyán con el progresivo avance del bolchevismo, que amenazaba directamente a su familia, y con la huida del autor y su padre a través del Cáucaso hasta llegar a Berlín. Curiosamente, después del primer capítulo, la revolucionaria madre no vuelve a ser mencionada en toda la historia.

Una calle de Bakú en los años 20

Lo más fascinante de este libro es, sin duda, el retrato apasionado que hace el autor de su tierra, retrato en el que, a modo de un moderno Heródoto, Bey mezcla hechos verídicos con historias que ha oído y con viejas leyendas, sin llegar nunca a separar claramente las tres categorías. El mundo que nos presenta es el de un Azerbaiyán que ya entonces era una tierra casi mítica, pues pocos occidentales se habían aventurado por ella más allá de Bakú. Así, si bien, por la mencionada mezcla de historia y leyenda, muchos tildan Petróleo y sangre...  y otras de sus obras de documentos poco rigurosos, para este lector la obra representa, además de un gran relato de aventuras, una fuente de apasionante información sobre una tierra, unos pueblos, costumbres y mitos de los que, de otra manera, jamás habría tenido conocimiento. Y esto es a veces frustrante para el lector que quiere adentrarse un poco más en esas historias, sean verídicas o legendarias, qué más da.

El problema que se nos presenta al buscar más información radica, posiblemente, en la fantasía de Bey, pero también, en parte, en la transcripción de algunos términos de origen turco, azerbaiyano o armenio. Aun así, he buscado de todas las maneras posibles información al respecto, por ejemplo, de los jassaien, pero, con una excepción (un estudio alemán titulado "Las amazones del cáucaso. La verdadera historia y el mito"), los escasos resultados nos remiten a este libro o al de Reiss. Tampoco cabe extrañarse, si lo que dice Bey es cierto:

Los jassaien habitan al norte del territorio de Sakataly; pero el angosto defiladero donde están establecidos no tiene nombre conocido. Los vecinos llaman simplemente a los jassaien "la tribu de las doncellas", o "el pueblo que no conoce su origen", ya que una de las más extrañas particularidades de esta raza es la total ignorancia de su pasado, quizá porque carecen totalmente de él.

Helenendorf, un trocito de Alemania en el Cáucaso

Algo parecido sucede con la tribu de los aisoren (aicoren en la versión del traductor), transcripción que proporciona muy pocos resultados relevantes, pero los suficientes como para sugerir que el autor no nos habla de aves fénix ni de hombres de dos cabezas, sino de hechos con una base real a los que, paradójicamente, resulta mucho más difícil llegar a conocer que aquéllos. Al respecto de estos aicoren, nos dice Bey:

También hacia el sur, junto a la frontera persa y en un lugar despreciado por los turistas, esconden sus costumbres maravillosas muchas razas singulares apenas conocidas de la humanidad. Allí vegetan los aicoren, que no pasan de mil, y que son considerados como los últimos y únicos descendientes verdaderos de los poderosos asirios. Hablan un purísimo dialecto semita; son nestorianos (antigua secta cristiana), tienen un tipo marcadamente judío y son los seres más dulces y pacíficos de oriente.

 Templo yazedí en Lalesh, al norte de Irak

Lejos de dar rienda suelta a la fabulación más extraordinaria y sensacionalista, en el caso de los "adoradores del diablo", Bey, por el contrario, resiste esa enorme tentación y nos presenta una descripción justa y bastante precisa. Así habla el autor de los yazidíes:

Esta religión no tiene nada que ver con las misas negras y satanismo europeo. Los jeziden son gente sencilla y pacífica; temen al sol y adoran al demonio en forma de un dorado pavo real.

Hoy se considera que esta deidad en forma de pavo real no representa para los yazedíes la figura del diablo, sino un ángel rebelde al que ellos reverencian por su carácter independiente. Su nombre es Melek Taus, uno de los siete arcángeles a los que, según la tradición yazedí, Dios encargó el cuidado de su creación. Cuando, más tarde, Dios creó a Adán, ordenó que los arcángeles se postraran ante él. Melek Taus se negó a ello, en un episodio casi idéntico al de Shaytán, el diablo en el Islam, lo que contribuyó a su estigmatización y persecución a lo largo de los siglos. Hoy los yazedíes están siendo masacrados por Isis, que los siguen considerando adoradores del diablo.


Oficiales de la División Salvaje

En ocasiones, las gentes de las que nos habla Bey son, como en el caso de los yazedíes, bien conocidas de los historiadores, aunque algunos de los hechos que les achaca son más difíciles de documentar. A este respecto, hay que hablar de la temible División Salvaje. Era ésta una división del Ejército Imperial Ruso compuesta casi exclusivamente por voluntarios musulmanes procedentes de Chechenia, Ingusetia, Daguestán o Azerbaiyán entre otros, y que permaneció fiel al zar durante la Revolución rusa. Pues bien, hablándonos de un amigo suyo, nos dice Bey:

Memed fue al colegio, se hizo un gran estudiante y la ciencia, sin duda, le empujó a la más negra melancolía. En el año 1918, al poco de estallar la revolución soviética, abandonó la escuela para ingresar en la división de los Salvajes. Estaba formada por los hijos de las mejores familias de Azerbaiyán, y era famosa porque los soldados atacaban a mordiscos a sus enemigos.
Todos ellos tenían la rara habilidad de desgarrar a dentelladas la garganta de sus víctimas. Ni que decir tiene que pertenecer a ese glorioso regimiento era mi sueño dorado, y que envidiaba sinceramente a Memed...

 La División Salvaje enfrentándose al ejército austriaco en la Gran Guerra

Que la División Salvaje era despiadada nadie lo cuestiona, pero no he encontrado más referencias a sus habilidades dentales. En todo caso, la proximidad de este regimiento a la ciudad es señal de lo feas que pintaban las cosas para los Nussimbaum.

Muy cerca de la ciudad acampaban los restos desmovilizados del ejército ruso, sobre los que ejercían, y no sin resultados,su perniciosa propaganda los comunistas del barrio obrero. Pronto empezó a verse por las calles de Bakú a soldados desharrapados, provistos de armas nuevecitas, contemplando descaradamente los palacios de los magnates del petróleo, o borrachos perdidos en las tabernas, dando mueras al capitalismo. Los nacionalistas armenios, a las órdenes de Adronik y Stepa Lalai, habían formado un ejército disciplinado que se hallaba muy interesado en que el Gobierno llevara a cabo su plan de barrere derusos el país. Así las cosas, llegó a la ciudad la división de los Salvajes (...). Tres eran, pues, los peligros que amenazaban a la ciudad en forma de tres ejércitos antagónicos.

Bukhara


Como ya he mencionado más arriba, el libro combina el retrato del Azerbaiyán más indómito con la huida de narrador y su padre a través de desiertos y montañas, a veces salvados y a veces a punto de ser ejecutados por el pachá o el bandolero de turno. Algunas de sus peripecias, naturalmente imposibles de comprobar y por lo tanto merecedoras del descrédito de los historiadores, son no obstante dignas de la mejor novela de aventuras, y es precisamente su propio carácter absurdo, cuando no surrealista, lo que les confiere más credibilidad. Deléitense con este fragmento de la narración del secuestro del autor:

Las negociaciones entre los armenios y mi padre duraron cinco días. Al principio pidieron mis carceleros el medio millón de rublos, petición que, como es natural, fue rechazadade plano.Entonces el jefe de la banda se presentó de nuevo para rogarme que escribiera otra carta al autor de mis días, pues si éste insistía en su actitud, tendrían que matarme. Cuando hube escrito la importante misiva, el gordo me propuso cortarme una orjea para enviársela a mi padre, y así hacer que accediera a mis pretensiones; como podía suponerse, en ese punto me negué en redondo a complacerle.

Y así siguen las aventuras del narrador, en un crescendo paralelo a la progresiva desaparición del viejo Azerbaiyán, con historias como la de Ármin Vámbery (quien, al igual que el autor, era un judío orientalista) a punto de ser decapitado por el último emir de Bujara; con la revuelta de Ganja contra el avance bolchevique; con la descripción de Helenendorf, un pedazo de Alemania en pleno Cáucaso; y con incontables y fascinantes historias y personajes que hacen de esta lectura una auténtica gozada. Os dejo con un caramelito más.

Abandonamos los territorios de Yafar Kan con la firme esperanza de llegar rápidamente a Enseli, donde obtendríamos noticias frescas de Bakú. Nuestra caravana había aumentado considerablemente, pues se nos unió una familia rusa que venía huyendo del Turquestán. Una grave contrariedad nos salió al paso; el territorio estaba asolado por la revuelta de los Dschengelis a las órdenes del apóstol revolucionario, Mirza Kutschuk Kan...



miércoles, 3 de febrero de 2016

Gachas de alforfón



Una de las joyitas de mi biblioteca es el libro infantil Ленин и дети, es decir Lenin y los niños, que compré en Moscú hace casi un cuarto de siglo. Por aquel entonces, como todo el mundo sabe, la presencia de Vladimir Ilich Ulianov era ubicua en todos los aspectos de la vida del ciudadano soviético, y la literatura infantil no era una excepción. En consecuencia, el aura divina que envolvía al, sin embargo, entrañable y campechano Vladímir hacía poco menos que imposible que un niño solitario e inseguro no llegara a enamorarse de él. Y eso es lo que le sucedió a Gary Shteyngart, el autor de estas divertidas y emotivas memorias. 

Se podría decir que no es un hombre guapo, pero es un hombre muy serio. Tal vez llegara a reírse alguna vez, pero si fue así, yo nunca lo vi. Nadie se cruza por la calle con Vladímir. Y nadie se toma a broma sus ideas. Su nombre completo es Vladímir Ilich Lenin, y yo lo adoro.

 El corro de la patata, momento cumbre de Lenin y los Niños

La gestación de un escritor es la más larga del mundo animal, y es muy difícil determinar en qué momento tiene lugar la concepción. No obstante, parece bastante claro que en el caso de Shteyngart, todo empezó con la lectura de El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf, con el amor por Lenin y con la pasión por el queso, un queso soviético "muy duro, grueso y amarillento".Y así, cuando su abuela Galia descubre la gran afición de Ígor (el nombre del autor antes de americanizarlo como Gary) por la lectura, le hace la siguiente propuesta: 

Por cada página que escribas -me dice-, te daré un taquito de queso. Y por cada capítulo que termines, te haré un sándwich con mantequilla y queso.

Y así nació Lenin y el ganso mágico, la primera obra de un escritor en ciernes.

Pero antes de que el pequeño Ígor llegue a convertirse en escritor, tienen que pasar muchas cosas, algunas de ellas muy gordas. Por ejemplo, que esta familia de judíos soviéticos emigre a los EEUU gracias a un acuerdo entre Jimmy Carter y Leónidas Brezhnev para intercambiar judíos por cereales y tecnología. Atrás queda entonces la familia de la madre, el camarada Lenin, el queso correoso y la tranquilidad que da la certidumbre de la mentira. Por delante, la vida con unos padres permanentemente abocados al divorcio, el estigma de provenir del imperio del mal, y la incertidumbre consustancial a occidente. 

Mi padre y yo estamos sentados sobre la fea colcha de nuestro apartamento. (...) Y mientras tanto él me cuenta todo lo que sabe. Todo era mentira. El comunismo, el Lenin latino,la liga juvenil del Komsomol, los bolcheviques, el jamón con demaiada grasa, el Canal Uno, el Ejército Rojo, el el´ctrico olor a caucho en el metro, la contaminada neblina soviética que flotaba sobre los perfiles estalinistas de la Plaza de Moscú, todo lo que nos dijimos, todo lo que fuimos.

Nos estamos pasando al enemigo.

-Pero, papá, el Tupolev 154 sigue siendo más rápido que el Boeing 727, ¿no?
En tono tajante:
-El avión más rápido del mundo es el Concorde SST.
-¿Es uno de nuestroa aviones?
-No. Pertenece a British Airways y Air France.
-Entonces... Eso significa... Quieres decir...

Ya somos el enemigo.

 Nueva York, 1976. Salvad a los judíos soviéticos

Los Shteyngart no tardan en descubrir que también en América la mentira tiene las patas muy largas. Se dan cuenta de ello cuando, por uno de esos maravillosos golpes de suerte que a veces acontecen en el mundo capitalista, les cae del cielo una fortuna. El feliz acontecimiento se les comunica en forma de carta: "¡¡¡SR. S. SHITGART, ACABA DE GANAR UN PREMIO DE DIEZ MILLONES DE DÓLARES!!!" Los Shteyngart se lo creen, y esa tragicómica escena refleja perfectamente el tono del libro, donde abundan los momentos en que uno se indigna y se compadece de las vicisitudes por las que pasa nuestro héroe y su familia, al tiempo que no puede evitar reírse de su ingenuidad. Shteyngart va un poco más lejos en su autoironía, que cabría casi llamar autoburla, y parece no importarle que el lector se ría tanto con él como de él, pues él es el primero en hacerlo. Naturalmente, en ello hay también una buena dosis de narcisismo, como muy bien señala el Dr Franzen (sí, Jonathan) en este divertido book trailer de la obra.


Cuando estuve viajando por Argentina, un día, buscando un hotel barato en Buenos Aires, me presenté en una especie de pensión llamada, si no recuerdo mal, "hotel rosa", que me imagino que existe en todas partes, y que consiste en un lugar donde van las parejitas a a refocilarse durante un par de horas. El recepcionista, al verme ahí, solito con mi mochila, preguntando por una habitación, debió de confirmar sus prejuicios sobre la estupidez de los gallegos. Y es que enfrentarse a una cultura desconocida es arriesgarse a hacer el ridículo, la peor pesadilla de los españoles. No así, afortunadamente, de Shteyngart, que con su retrato de la experiencia del emigrante, o, sencillamente, del que se encuentra perdido en una cultura extraña, nos proporciona momentos tan divertidos como el día en que su padre lo llevó al cine a ver "una película francesa, de modo que debe de ser muy culta". 

La película se titula Emmanuelle, las alegrías de una mujer y puede ser interesante averiguar lo alegres que están esas mujeres francesas, sobre todo si se tiene en cuenta su exquisito patrimonio intelectual ("Balzac, Renoir, Pissarro, Voltaire", me recita mi padre mientras vamos al cine).

(...) Los siguientes ochenta y tres minutos discurren con la peluda mano de mi padre tapándome los ojos y la hercúlea tarea que me impongo de intentar quitármela de encima. (...) A pesar de los esfuerzos de mi padre, ese día consigo ver en la pantalla unas siete vaginas, siete más de las que conseguiré ver en muchos años.


La tragedia del inmigrante, que tan de cerca podemos observar estos días, no se limita a las penurias económicas o a la discriminación sufrida en el país de acogida. Con frecuencia, y sobre todo entre la segunda y tercera generación, el verdadero conflicto es el que atañe a la identidad personal. Shteyngart se enfrenta a dicho conflicto en más de un frente. Así, no sólo se esfuerza en deshacerse de su origen como ciudadano soviético y lucha durante años por quitarse de encima su acento de malo de la película, sino que percibe incluso su condición de judío como un castigo. Gary, que se ve obligado a vestir ropa donada, se siente atormentado por su pobreza en un colegio hebreo lleno de pijos, y mortalmente aburrido por el estudio del hebreo. Y la cosa sólo puede ir a peor: 

Al año siguiente, me hacen el regalo que todos los niños esperan: una circuncisión. 


 El autor ante la estatua del "Lenin latino", vívido recuerdo de su primera infancia

Así como hoy el cine vive un festival de remakes y precontracuelas, durante la década de los 80 uno de los recursos preferidos de los productores norteamericanos era la propaganda antisoviética. No sólo películas como Rambo o Rocky IV, sino títulos bastante más explícitos como Amanecer rojo o Escorpión rojo, arrasaban en la taquilla. Esta paranoia colectiva también tuvo consecuencias para nuestro héroe, a quien los matones de la escuela hebrea apodaron el "jerbo rojo", entre otras lindezas. No debe sorpender, pues, el mecanismo de defensa que adoptará nuestro héroe. Su padre, de manera comprensible, habiendo disfrutado toda su vida del paraíso comunista, se ha convertido en un republicano a ultranza y reaganista hasta la muerte, mientras que, a los once años, el propio Gary se enamora de Reagan, se suscribe a una revista de corte conservador, y es nombrado miembro de pleno derecho por la Asociación Nacional del Rifle. Unos años más tarde, lo tenemos participando como voluntario en la campaña presidencial de George Bush padre. Pero parece que ni eso basta para desprenderse de su sovietez, su judaísmo y su aura de perdedor. El día de las elecciones, en el cuartel general del partido, donde Gary sueña con conocer a una chica republicana rica, blanca y decente, las dos rubiazas que se le acercan le piden un ron con coca-cola.

A Shteyngart no le preocupa que saquen su perfil malo en las fotos

Los años de universidad de Shteyngart están marcados por la virginidad crónica, por el consumo  de alcohol y marihuana a mansalva, y por el desesperado intento de integrarse, de tener un grupo, de dejar de ser un bicho raro. Y ése es, en mi opinión el tema central del libro. Algunos (entre ellos el propio Shteyngart, que se equivoca) han señalado que Pequeño fracaso es la historia de la vocación literaria del autor. Otros se inclinan por el contraste entre el país de los sóviets y los EEUU, y una visión personal y certera de los 80 y los 90. No faltan los que dicen que, ante todo, este libro es una declaración de amor a la ciudad de Nueva York. Evidentemente, todo ello es cierto, pero lo que hace que tantos lectores se identifiquen con este judío neurótico, feúcho, peludo, bajito y perdedor es su perfecto retrato del miedo que tiene el niño perdido en un mundo incomprensible, de la cándida pasión y el desconcierto del adolescente acomplejado que anhela dejar de ser un chihuahua solitario, y del adulto que acaba aceptando la vida como es, a sus padres como son, y a su tierra de origen como fue.

Doy aquí un gran salto por encima de muchas páginas divertidas, memorables, embarazosas, trágicas e incluso violentas, que me han hecho pasar muy buenos ratos, pero que prefiero dejar que descubráis por vosotros mismos. Y aunque son tantas que, al repasarlas, me dan ganas de volver a leer este libro, hay que decir, no obstante, que es probable que el estilo, o mejor dicho, la personalidad (uno y otra son inseparables en este autor) de Gary Shteyngart no sea del gusto de todos los lectores. ¿Verdad que conocéis a alguien que detesta no ya las películas, que también, sino la sola mención del nombre de Woody Allen? A Shteyngart se le ha comparado con el cineasta, y es cierto que ambos parecen compartir la idea de que no hay nada más serio que el humor, pero también es cierto que si Allen te pone de los nervios con su neurosis, su ingenio y su verborrea, Shteyngart no es para ti.

Leningrado en 1972, año de nacimiento de Shteyngart

A modo de despedida, merece mención especial, en primer lugar, el soberbio e impresionante último capítulo. Aquí Shteyngart, sin ponerse en absoluto solemne, sí abandona el tono irónico, sarcástico o, sencillamente, despiadado, de las páginas anteriores y regresa con sus padres a su ciudad natal, hoy tan diferente de la que conoció como el nombre San Petersburgo lo es de Leningrado. Se trata de un emotivo viaje a la memoria familiar, e incluye en su itinerario algunos de los recuerdos más triviales de nuestra infancia, que, como sabemos, acostumbran ser los que más nos marcan. Shteyngart se reconcilia con sus orígenes, con el trágico pasado de su padre, y con un doloroso recuerdo que hasta ahora era incapaz de comprender y que, en un círculo perfecto, nos lleva de nuevo a esa librería neoyorquina en la que, en la escena inicial, el autor sufre un inexplicable ataque de pánico.
Y quiero destacar, en segundo lugar, la impecable traducción de Eduardo Jordá, algo digno de celebrarse en los tiempos que corren.

Quizá algunos consideren Pequeño fracaso una lectura interesante y divertida. En mi opinión, Shteyngart ha conseguido mucho más, aunque de ello me ha dado cuenta sobre todo al terminar la lectura y volver la vista atrás. Como sucede con la vida misma.

Y por cierto, las gachas de alforfón son un desayuno exquisito.

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