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viernes, 1 de julio de 2016

Rebajas de verano


¡Ya están aquí y vienen más refrescantes que nunca! Cinco reseñas de saldo, con hasta un 80% menos de palabras, para que vayas menos cargado y disfrutes más de la playa.


The children act, de Ian McEwan, traducido al español como La ley del menor.

Flojito, flojito. McEwan parece haber escrito esta novelita con desgana, como quien cumple un trámite. A primera vista, uno diría que le falta pasión, pero, bien mirado, la pasión no suele ser lo que hace grandes las grandes novelas de este autor, sino un encomiable afán de meter el dedo donde más duele y hacerlo con elegancia. La elegancia está presente aquí, una elegancia sosa, monótona y predecible, una elegancia de oficinista de la city. Y eso que el argumento tenía potencial: una juez que se enfrenta al caso de un menor que necesita tratamiento médico urgente, pero cuyos padres se niegan a ello por motivos religiosos.

Quizá presintiendo el desarrollo anodino que iba a tener una historia escrita con ánimo de burócrata, McEwan intenta darle un poco de vidilla contándonos las desventuras matrimoniales de su señoría. Pero ni por ésas.


La larga marcha, de Rafael Chirbes.

Mi primer Chirbes. Tarde, lo sé. Todo lo contrario de La ley del menor. Una obra escrita con el corazón, el estómago, el alma o los cojones. O con todo a la vez. La historia de dos generaciones: la que salía de una guerra que había vivido, sufrido o librado, y la de sus hijos. Gran cantidad de personajes a cual más interesante. Sin buenos ni malos. Chirbes trata a sus lectores como gente adulta. Personajes que saltan de la página. Lenguaje rico y preciso dentro de su sencillez. Atmósfera de tristeza sin desesperación. La historia de nuestros abuelos. Sueños que presentíamos iban a acabar rotos.


The ice princess, de Camilla Läckberg.

Aunque ya lo he dicho unas cuantas veces, la verdad es que estos thrillers norteños van la mar de bien para desconectar. Tres o cuatro al año no hacen daño. Y ésta me gustó mucho.



El hombre sonriente, de Henning Mankell.

Todos los años caen una o dos de Mankell. Sin embargo, a diferencia de la de Läckberg, ésta me pareció flojita, con el argumento cogido por los pelos y demasiadas concesiones a la inverosimilitud. Se sostiene con apuros hasta la parte final, donde acaba por desmoronarse.



Lluvia de verano, de Ahmet Hamdi Tanpinar.

Mi descubrimiento de este año. Tanpinar (1901-1962) está considerado el mayor escritor turco del siglo XX. Creo recordar que su nombre aparecía una y otra vez en la obra Estambul, de Orhan Pamuk, lo cual no es de sorprender, dado que, bajo una apariencia de historias de amor, la gran protagonista de su novela más conocida, Paz, es la propia ciudad. En esta novelita que nos ocupa, se nos narra la relación de un escritor y una misteriosa joven que se presenta en su jardín una tarde de lluvia. Suceden muy pocas cosas, pero hasta llegar hasta aquí han tenido lugar terribles tragedias. La escritura de Tanpinar, de quien dicen que está muy influido por Proust, es magistral y delicada, como una obra de orfebrería, y las imágenes de un Estambul difuminado por la lluvia se han quedado conmigo para siempre.



La pequeña comunista que no sonreía nunca, de Lola Lafon.

Peino las suficientes canas como para recordar el nombre de Nadia Comaneci, que tanto se oyó en aquel verano de 1976. En los Juegos Olímpicos de Montreal, una niña de un país remoto habitado por lobos y salvajes consiguió por primera vez en la historia un 10 en las pruebas de gimnasia. Aquella niña no sólo marcó la historia de Rumanía, sino que cambió para siempre aquel deporte. Comaneci tenía catorce años. A partir de entonces, la gimnasia femenina ya no volvería a estar dominada por mujeres.

La historia de lo que sucedió a continuación en la vida de Nadia y de su país es fascinante, y ha conseguido mantener mi atención hasta la última página, a pesar de que, a mi juicio, esta novela (sí) de Lola Lafon es una obra fallida desde la primera página. Lafon se ha propuesto escribir una suerte de biografía ficcionalizada, al estilo de lo que hizo Carrère con su impresionante Limónov. Lo de biografía ficcionalizada o ficticia es una forma de decir que nos están contando una biografía, y al mismo tiempo se están defendiendo ante cualquier posible dato erróneo. Esto es así y el lector debe aceptarlo tanto le guste como si no. El problema es que, mientras Carrère nos convence plenamente con su ficción, la novela de Lafon está lastrada por un plateamiento erróneo, en el que, de modo explícito, nos advierte, antes de empezar, de que ha respetado lugares, fechas y hechos, pero se ha inventado todo lo demás. Mi gozo en un pozo. Y cuando nos ofrece extractos de sus ficticias conversaciones telefónicas con Comaneci, no sólo sabemos que dichas conversaciones son falsas, sino que además, y esto es lo imperdonable, suenan falsas. Utiliza además Lafon un estilo retórico y efectista que me ha parecido de lo más forzado e irritante.

Con todo, la historia de Comaneci, su relación con sus compañeras de equipo, su entrenador, su manipulación por parte de Ceaucescu, su relación con el hijo de éste, o su huida del país son tan interesantes que uno se deja llevar por la historia hasta el final.


Menajem Mendel, de Sholem Aleichem.

Mendel deja atrás a su mujer y se va a buscar fortuna. En sus cartas, le cuenta a su esposa sus ideas, sus proyectos, su puesta en  marcha y sus fracasos. Y vuelta a empezar. Mendel no se rinde ni ante la adversidad, ni ante los reproches de su mujer, que sabe que nada bueno saldrá de la fantasiosa e ingenua cabeza de su marido. Los capítulos alternan las cartas de Mendel y las respuestas de su esposa. No es, pues, especialmente sofisticada como novela, y su esquema llega a hacerse un tanto repetitivo, pero por otra parte, se trata de una lectura bastante divertida y un estupendo retrato de la vida en el shtetl dentro de la zona de asentamiento de los judíos en la época del tardío Imperio Ruso.




Little Wilson and Big God, de Anthony Burgess.

Anthony Burgess es uno de esos nombres que nos suenan, y, si preguntas por ahí, alguien te dirá que ha leído La naranja mecánica o Poderes terrenales, que son, de hecho, dos obras magistrales. Pero en algún momento alguien tendrá que dar un puñetazo en la mesa y reivindicar su figura como lo que fue: un escritor genial, absolutamente único, probablemente uno de los más grandes autores ingleses del siglo XX. Un buen lugar para acercarse a su obra serían sus memorias, y probablemente es mejor empezar por el segundo tomo, titulado en español Ya viviste lo tuyo. Comenzaba éste poco después de que le diagnosticaran un tumor cerebral incurable, momento a partir del cual Burgess empezó a escribir frenéticamente. Quizá fuera incurable el tumor, pero no acabó con él hasta varias décadas, muchas novelas, alguna que otra sinfonía, muchas borracheras y más de una pelea tabernera más tarde.

Yo no me metería con él

En uno de mis veranos ingleses conseguí hacerme con el primer volumen (bendito Bookbarn), que es también apasionante y divertido de principio a fin, con sólo algunos altibajos. Burgess nos habla aquí de su infancia, evidentemente; de su Mánchester natal, de aquellos años donde la posguerra se solapó con el auge de los totalitarismos en Europa, de la pérdida de su fe católica, de sus años en España, donde su imprudencia al llamar en público "cabrón" al caudillo lo llevó a la cárcel; de su ignominioso e hilarante paso por el ejército, del nacimiento de su primera vocación, la música, o de sus clases de literatura en Malasia. Y la lista podría seguir. Nos regala escenas divertidísimas, como cuando le rechazan su primera novela porque, dice el editor, "no parece una primera novela, aunque sí sería buena como segunda novela".

Dado que Burgess nunca rehuyó el enfrentamiento físico, es evidente que no le daba miedo la polémica. Así, habla con vehemencia de sus fobias literarias y políticas, y no tiene reparos en contarnos alguna experiencia sexual que hoy, desde luego, no estaría bien vista por el público lector. Burgess es uno de esos escritores que, en baja forma, nos divierte y entretiene. Y aquí está en plena forma.



La casa, de Paco Roca.

Maravilloso. Paco Roca está tocado por la gracia en esta historia sencilla y universal. Y algo muy importante: pese a que las novelas gráficas están cada día más presentes en mi índice de lecturas, es con Roca con quien realmente aprecio ese lenguaje especial que caracteriza a este género. Cada viñeta está donde tiene que estar y ocupa el espacio que debe ocupar. Con Roca uno aprende a disfrutar de la composición, y se da cuenta de toda la reflexión que hay tras cada dibujo. Observad si no esa primera página y veréis cuánto nos dice esa viñeta final que se repite.

martes, 22 de abril de 2014

Rasputín y la tentación


El monje Grigori Rasputín era prácticamente analfabeto, por lo que no es probable que hubiera leído la celebrada cita de Wilde sobre el mejor modo de librarse de la tentación. Su postura al respecto, de todas formas, era algo diferente de la del irlandés: Rasputín no caía en la tentación para librarse de ella, sino como el mejor camino para acercarse a Dios. "Era Dios -nos dice Troyat- quien empujaba a su servidor Grigori a la fornicación, la embriaguez, la danza frenética. Después de esta purga sería digno, al menos durante algún tiempo, de oír los consejos del Altísimo".

Este otro servidor, no obstante, a diferencia de Wilde y Rasputín, se jacta de tener una voluntad de hierro. Así, pese a que, durante la redacción de esta entrada, el Maligno no ha cesado de susurrarme al oído incitándome al pecado y la depravación, he conseguido resistir y no he recurrido a la canción de los Boney M para darle título. Y esa es sólo una de las múltiples tentaciones que acechan a quien se acerca a este fascinante personaje.

Casi cien años después de su muerte, la figura de Rasputín, a poco que uno se acerque a él, concita todavía un interés fuera de toda medida.  Este interés se explica, en primer lugar, por la propia persona de Rasputín, que fue tan idolatrado como profeta y sanador milagroso como detestado por su naturaleza diabólica y su escandalosa influencia sobre la zarina.

"El desayuno del cosaco". Los optimistas pronósticos para la guerra con Japón

En segundo lugar, por la época histórica que le tocó vivir, la de los últimos años del zarismo. En aquellos años previos a la I Guerra Mundial, cuando, tras el fiasco de la guerra ruso-japonesa, en el Imperio Ruso el espíritu de la Revolución se manifestaba en un creciente descontento social y en periódicos estallidos de violencia contra el gobierno, este monje siberiano de luenga barba e hipnótica mirada, de aire ascético y naturaleza lujuriosa, resulta más que un anacronismo: es un auténtico enigma.

Y por último, porque se trata de una historia que, aunque resultara apasionante, en una novela la calificaríamos como inverosímil. No me creo, diría el lector, este intento de asesinato por parte de una mujer sin nariz. Tampoco me trago el personaje del príncipe envenenador exiliado que vive de sus memorias. Lo de la hija de Rasputín trabajando en el circo rodeada de leones y elefantes, ¡venga ya! Y sobre todo, el meollo de la historia: ¿quién se va a creer que un campesino siberiano analfabeto puede llegar a convertirse en el hombre más influyente de la corte de Nicolás II?

Rasputín junto a la zarina, sus hijas, el zárevich y la cuidadora

Nos cuenta Troyat, a quien me niego a volver a elogiar porque me he quedado ya sin adjetivos, que el papá de Grigori desconfiaba de la escuela. El señor Rasputín era un campesino acomodado, de los más prósperos del pueblo siberiano de Pokróvskoye. Tenía prestigio como desfacedor de entuertillos entre vecinos, reputación de bebedor, y un carácter, cabe suponer, bastante despreocupado en lo que respecta a la educación de sus hijos. Yefim Rasputín pensaba que la vida, el campo y los animlaes ya enseñaría a sus hijos lo que éstos tuvieran que aprender.

El pequeño Grigori tuvo una temprana infancia idílica, hasta que la tragedia golpeó a la familia: un día su hermano Dmitri y él se cayeron al río y enfermaron de pulmonía. El mayor murió y el propio Grigori se salvó de milagro. La tragedia traumatizó al pequeño, cuyo carácter perdió ese desenfado infantil y pasó a ser mucho más retraído. Este cambio en el carácter se acentuó cuando, durante su convalecencia, Rasputín tuvo su primera visión mariana. Nos cuenta su hija María en sus memorias Rasputín, mi padre, que una hermosa señora vestida de azul se le presentó al niño que luego sería su padre y le dijo que tenía que curarse. El Pope del pueblo no tuvo dudas en confirmar la veracidad del relato, y desde ese momento el pequeño Grigori se sintió un elegido.
 
 
A partir de entonces, el pequeño Grigori pasmó a propios y extraños con sus poderes sobrenaturales. Cuéntase que era capaz de sanar animales enfermos y encontrar a otros que habían sido robados. Empezó a trabar amistad con vagabundos que decían ser starets elegidos por Dios, y los invitaba a su casa. Su padre los acogía de buen grado, y Rasputín, que escuchaba con devoción las historias de estos santos errantes, empezó a soñar con una vida de peregrinaje espiritual.

Tras una breve experiencia de este tipo en los santuarios locales, Rasputín se casó, a los diecinueve años, con una joven llamada Praskovia. Tuvieron un bebé que murió a los seis meses y Rasputín, destrozado, se entrega a la bebida y a una vida de desenfreno. Ante los desmanes que causaba, el pueblo lo condenó a un año de destierro. Empieza el verdadero peregrinaje de Rasputín.

Los jlisty en pleno calentamiento

Conoció al asceta Makari, quien, aparte de empezar a enseñarle a leer y escribir e introducirle en la biblia, le confirmó su destino como peregrino. El Rasputín que volvió a Pokróvskoye ya no era el mismo. Precedido por su fama, y considerado ya por sus vecinos un sanador de cuerpos y almas, Rasputín comenzó a organizar reuniones místicas en las que los adeptos, o habría que decir las adeptas, aparte de orar y entrar en trance, se entregaban a la fornicación. Comprensiblemente, no todos veían con buenos ojos estas actividades espirituales, y Rasputín fue acusado de pertenecer a la herética secta de los jlisty. Esta secta rechazaba el sacerdocio y creía en la posibilidad de una comunicación directa con el Espíritu Santo. Practicaban al ascetismo de una manera un tanto sui generis, que consistía en rituales frenéticos que solían incluir flagelaciones y culminar en orgías. Pese a que su hija María niega que su padre perteneciera a dicha secta, la sospecha, y el consiguiente escándalo, nunca abandonó a Rasputín.

Buf, y no he resumido más que las primeras 18 páginas. En fin, por abreviar un poco, diremos que su fama como sanador fue creciendo como la espuma. En su peregrinaje a Kazan, un clérigo, impresionado por la devoción y el misticismo de Rasputín, le escribió una carta de recomendación para la Academia de Teología de San Petersburgo, dirigida por el archimandrita Teofán. A su llegada a la ciudad imperial en 1903, Rasputín, que no olvidemos era un (complejo) campesino, se quedó impresionado por el ajetreo, la belleza, el lujo y "la sensación difusa de omnipotencia imperial". Al poco tiempo, sin embargo, fue él quien imresionó a todo aquél que lo conoció. El propio Teofán quedó maravillado con aquel "representante genuino del terruño ruso, un cristiano de los primeros tiempos, cercano a las enseñanzas de Jesús. No era un hombre de iglesia, sino un hombre de Dios".

El Restaurante Yar de Moscú, donde cuenta la leyenda que Rasputín exhibió sus atributos más hipnóticos, escándalo que la corona intentó ocultar, pero que misteriosamente se filtró a la prensa

En aquel momento, el misticismo y el ocultismo eran lo más en la corte del zar, y la zarina Alexandra tenía de hecho su pequeña corte de curanderos y videntes. Así, entre la fama de Rasputín, la influencia de sus contactos, y su relación con una amiga de una amiga, era sólo cuestión de tiempo que el monje siberiano conociera por fin a Nicolás y Alexandra. La zarina, que nunca cayó en gracia al pueblo ruso, se reveló ante Rasputín como lo que sin duda era: una mujer inestable que, aunque profundamente devota, tenía una gran propensión a buscar respuestas en el más allá.

Uno de los aspectos de la vida de Rasputín que me da la sensación de haber sido menos estudiado es el modo en que su relación con la familia real se enraiza en el folklore ruso. En los cuentos tradicionales rusos, como en muchos otros, el zar es un personaje más, que tan pronto se presenta en la cabaña de un leñador como salva a un  oso de morir ahogado. Esta cercanía del zar al pueblo era, por supuesto, una fantasía, pero la aparición de Rasputín sirvió para que la fantasía durante un tiempo cobrara forma. Rasputín, el campesino analfabeto, el mujik siberiano, siempre se dirigió al zar y la zarina como "padrecito" y "madrecita", nunca como "majestad". Jamás se humilló ante ellos como era prescriptivo, sino que los trató, relativamente, de tú a tú. Esa insólita campechanía contribuyó a su carácter de "autenticidad" ante la zarina, que en sus cartas siempre se refirió a él como "nuestro amigo".
 
Todos querían salir en la foto

Como es sabido, Nicolás II y la zarina Alexandra ocultaban un terrible secreto: el zarevich Alexis, único heredero al trono, sufría de hemofilia. Cualquier herida o contusión podía complicarse hasta acabar con su vida, y en cualquier caso, le causaba un dolor insoportable. Rasputín obró el milagro de curar al zarévich hasta en tres ocasiones, una de ellas mientras se encontraba en su Siberia natal. Y es que, a diferencia de los curanderos de la zarina, el monje obraba sus milagros por medio de la oración y no de la imposición de manos.

Naturalmente, tanto entonces como ahora, eran muchos quienes acusaban a Rasputín de charlatán, y achacaban sus supuestas curaciones y milagros a la autosugestión o a la hipnosis. Los médicos, incapaces de aliviar los dolores del zarévich, se negaban, como es comprensible, a aceptar el milagrerismo de Rasputín y acusaban al monje de aprovechar lo que no era más que la evolución natural del paciente. Hay versiones para todos los gustos, y aunque uno es bastante reacio a dar crédito a estos milagros, lo cierto es que tras la intervención de Rasputín, el zarévich se recuperó incluso tras haber recibido, en una ocasión, la extremaunción. Si Rasputín era un impostor, fue uno de los mejores impostores de la historia.


Wake Up the Gypsy in Me, una curiosísima película de dibujos animados de 1933, protagonizada por Rice Pudding, trasunto de Rasputín. Observad en quién se transforma el monje al final. WTF?

Rasputín hizo numerosos y poderosísimos enemigos en la corte, y ni siquiera el favor de Alexandra bastaba para protegerlo de ellos, que no tardaron en urdir su asesinato. Por diferentes motivos, las fuerzas políticas de extrema izquierda y de extrema derecha quisieron aprovechar el creciente escándalo alrededor de Rasputín. La extrema izquiera "explotaba el desprestigio de la pareja soberana para acelerar la caída del régimen [mientras] la extrema derecha pretendía apartar del trono a quienes ensombrecían la dinastía para restaurar una autocracia pura y dura. Los partidarios de esta solución abogaban por disolver la Duma, endurecer la censura, conceder más poder a la policía y declarar la ley marcial. La zarina estaba con ellos, el zar vacilaba."

En junio de 1914, Rasputín viajó a su pueblo natal con su hija María. Allí, a la puerta de su casa, e encontró con una harapienta mendiga con un apósito en lugar de nariz que le pidió limosna. Esta mujer se llamaba Jina Guseva, y era una prostituta que había quedado desfigurada tras contraer la sífilis. Mientras Rasputín rebuscaba en el bolsillo algo que darle, recibió de la mendiga una puñalada en el vientre que le dejó con las tripas fuera. Cuando la mujer se disponía a volver a clavarle el puñal, Rasputín le asestó un puñetazo en la cabeza que la tumbó. Pánico en la corte, telegramas con deseos de una proonta recuperación a porrillo, y protección constante ordenada por el zar.

Jina Guseva

Es bastante probable que quien estuviera detrás de este intento de asesinato fuera el hieromonje Iliodor, a quien la wiki nos describe como el enfant terrible de la iglesia ortodoxa. Rasputín e Iliodor sintieron, desde el primer momento de conocerse en San Petersburgo, mutua admiración, pero si algunos hablan de nuestro héroe como un loco diabólico, no quedan palabras para definir a Iliodor. Parece ser que las primeras desavenencias entre ambos surgieron a raíz de la muerte de Tolstoi. Admirado por Rasputín (como hombre religioso, naturalmente; Rasputín jamás leyó ninguna de sus novelas), Tolstoi, que recordemos había sido excomulgado por la iglesia, era denostado por Iliodor, quien, a la muerte del escritor, colgó en su monasterio un retrato para que los fieles lo cubrieran de escupitajos. Este Iliodor, uno de los más clérigos más influyentes en la corte, posteriormente perdió la cabeza de tal modo que fue suspendido por el Santo Sínodo. Despechado y chulo, Iliodor fundó una comunidad religiosa llamada Nueva Galilea, que era una "asociación de mujeres y jovencitas entregadas en cuerpo y alma a la cuasa contra Rasputín. Su principal objetivo era atrapar al falso stárets y castrarlo, para que no enlodase más a criaturas inocentes".
Pero aún hay más, porque en 1916 Iliodor partió para Nueva York donde, al año siguiente, apenas 6 meses tras la caída de la monarquía, se interpretó a sí mismo en la película La caída de los Romanov.
 
La caída de los Romanov, con el hieromonje Iliodor interpretándose a sí mismo 

Rasputín siempre estuvo en contra de la participación de Rusia en la I Guerra Mundial. Su convalecencia tras el apuñalamiento coincidió con el momento en que Nicolás II tomó la decisión de intervenir. Los historiadores se preguntan qué hubiera sucedido si nuestro héroe hubiera podido lanzarle una miradita o dos de las suyas al zar. ¿Habría conseguido imponer su voluntad sobre el zar y detener la tragedia en la que se iba a hundir el país? Es difícil afirmarlo, máxime cuando la influencia de Rasputín sobre el zar nunca fue tan grande como sobre Alexandra, pero en cualquier caso es evidente que Nicolás II habría encontrado en la oposición del monje a la guerra un obstáculo formidable.
Es decir, que tampoco caeré en la tentación de afirmar que una puta sin nariz cambió el curso de la historia.

Rasputín convaleciente de su intento de asesinato

Suele sucederme, y lo digo una vez más, que las obras de Henri Troyat, a quien considero un biógrafo tan bueno como Stefan Zweig, se me hacen imposibles de resumir. Cada una de sus páginas, y más en una historia como la de Rasputín, es sencillamente apasionante, lo cual quiere decir apasionante de una manera bien sencilla. Uno pasa las páginas embobado, mientras ante él se suceden los embrollos de la corte, el hundimiento del prestigio del zar, que sólo recuperó brevemente gracias al entusiasmo popular ante la Gran Guerra; los rumores, las mentiras, las leyendas y los escándalos provocados por Rasputín, de quien se llegó a decir que fue amante de la zarina, algo que niegan práticamente todos los historiadores; la sorprendente sensatez de algunos de los consejos de Rasputín al zar en asuntos militares; la intervención de nuestro héroe a favor del acusado en el fascinante y vergonzoso caso Beilis; las teorías conspiratorias que acusaban al monje de ser un agente al servicio de Alemania; la partida de Nicolás II al frente para tomar las riendas de su ejército, lo que deja a la zarina sola en la corte con "nuestro amigo"; el mismísimo Kerenski, futuro Primer Ministro en el gobierno provisional, informado del plan para acabar con Rasputín; la increíble historia de ese asesinato, en el que estuvieron involucrados un príncipe y un diputado de extrema derecha; o la increíble profecía de Rasputín al zar:

Presiento que perderé la vida antes del 1 de enero. Quiero que el pueblo ruso, Papá [el zar], la Madre rusa [la zarina], los niños y la tierra rusa sepan lo que han de hacer. Si los que me matan son vulgares asesinos , en particular, mis hermanos, los campesinos rusos, tú, zar de Rusia, no tendrás que temer por tus hijos. Reinarán durante siglos. Pero si los que me matan son boyardos, nobles, y vierten mi sangre, sus manos estarán manchadas con mi sangre durante veinticinco años. Tendrán que irse de Rusia. Los hermanos se alzarán contra los hermanos, se matarán entre sí y se odiarán, y durante veinticinco años no habrá nobleza en el país. Zar de la tierra rusa, si oyes el toque de campana que anuncia la muerte de Grigori, debes saber que, si uno de los tuyos es el cuasante de mi muerte, ninguno de los tuyos, ningún hijo tuyo vivirá más de dos años. El pueblo ruso los matará [...] A mí me matarán. Ya no estoy entre los vivos. ¡Reza! ¡Reza! ¡Sé fuerte! Piensa en tu bendita familia.

Félix Yusupov, asesino confeso y sin embargo presunto

Como todo lo que rodea a la vida del monje diabólico, la muerte de Rasputín está envuelta en las tinieblas de la leyenda. La única versión de primera mano es la que nos proporcionó el presunto asesino, Félix Yusupov, en sus memorias, y es la que, con las debidas reservas, se ha dado por buena. Le otorga credibilidad el hecho de que alguien tan vanidoso como el propio Yusupov no queda demasiado bien parado, y en ocasiones la escena tiene más de farsa vodevilesca que de leyenda.
Nos cuenta Yusupov en sus memorias que, tras haber conseguido introducirse con argucias en el círculo de Rasputín, invitó al monje a su palacio, no se sabe muy bien con qué argucias. Algunos cuentan que Rasputín se frotaba las manos ante la posibilidad de un encuentro con la esposa de Yusupov, y hay quien asegura que Yusupov mismo jugó esa carta cuando en realidad la bellísima Irina se encontraba en Crimea. También ha habido quien ha sugerido que Yusupov, que era bisexual, decidió matar a Rasputín por despecho, al ver rechazados sus intentos de explorar bien a fondo la leyenda que rodeaba al monje (leyenda quizás injustificada; el cirujano que atendió a Rasputín tras el atentado en Pokrovskoye aseguró que tampoco era para tanto).

El cadáver de Rasputín, con el rostro completamente desfigurado

Sea como fuere, Rasputín se presentó en el impresionante palacio del príncipe. Éste, tras ofrecerle pasteles envenenados y ver cómo Rasputín se los comía como si nada, subió al piso de arriba para consultar con sus cómplices: "Oye, que no se muere, ¿qué hago?". A continación bajó y le descerrajó un tiro en el corazón. El doctor, que también se encontraba en el palacio comprobó que Rasputín estaba muerto, y acto seguido empezaron a intentar eliminar todo rastro del crimen. Horas más tarde, Yusupov tuvo un funesto presentimiento. Bajó al sótano, donde se había cometido el crimen (y que hoy tiene una reproducción en cera de la escena del crimen), y tomó el pulso al cadáver... que de repente abrió un ojo y le echó las manos al cuello. Sí, parece ser que más de un guionista ha leído las memorias de Félix Yusupov. Según éste, Rasputín consiguió levantarse y huir, y fue en el patio donde el diputado Purishkiévich le volvió a disparar antes de que consiguiera salir a la calle. Rasputín volvió a caer, presumiblemente muerto, pero, por si acaso, le remataron a patadas y porrazos, antes de tirar su cuerpo al río, de donde fue recuperado pocos días más tarde. Una historia increíble, sí, pero es la única que hay.
 

Recientemente se ha especulado con la teoría de que no fueron Yusupov y compañía quienes acabaron con la vida de Rasputín, sino que el asesinato fue organizado y llevado a cabo por los servicios secretos británicos. Efectivamente, la influencia de Rasputín sobre Nicolás y Alexandra hacían peligrar la intervención de Rusia en la guerra. Si Rusia se hubiera mantenido al margen, Alemania habría podido dirigir todas sus fuerzas al frente occidental, es decir, contra Inglaterra. Investigaciones recientes parecen dar relativa credibilidad a esta hipótesis, que no deja de ser una atractiva y tentadora teoría. No obstante, los servicios de inteligencia británicos no son la KGB, y cuesta creer que semejante información se haya podido mantener oculta durante in siglo.

El cuerpo, tras ser rescatado de las aguas del Málaya Nevka.

Pero la historia sigue, naturalmente. Poco después se cumplió la profecía de Rasputín, quien no previó, sin embargo, que su cadáver sería sacado de la tumba e incinerado por orden de Kerenski. Los candidatos a exilio se exiliaron, entre ellos, naturalmente, Yusupov, que pasó a la historia como el hombre que mató a. El chalado de Iliodor acabó sus días en Nueva York, trabajando de conserje. Por su parte, una de las hijas de Rasputín, Maria, se dedicó al maravilloso mundo del circo. Años más tarde, una de las hijas de Maria entabló amistad con Irina Yusupova, hija del hombre que mató a su abuelo. 

Y si pensáis que me iba a resistir a lo irresistible, andabais muy equivocados. Uno es fuerte, pero humano. Sirva como atenuante que este vídeo nos muestra al legendario cuarteto junto al Kremlin, así como al inimitable y legendario Bobby Farrell luciendo una barba tan luenga y recia como la de nuestro héroe. ¡Ra ra...!


jueves, 6 de marzo de 2014

Hitler, con hache de hybris


En cierto modo, podría decirse que el único exterminio completo que Hitler consiguió llevar a cabo fue el de su propio apellido. La Shoah no acabó con el pueblo judío; el socialismo y el marxismo siguen hoy bastante boyantes en algunos rincones del mundo, y polacos, gitanos y burgueses capitalistas continúan dando guerra. Sin embargo, de ese apellido maldito no ha quedado más rastro en Europa que la curiosidad de la tumba del zapatero judío de nombre prácticamente idéntico, fallecido en 1892 y enterrado en Bucarest.

En realidad, el apellido original era Hiedler, que su abuelo cambió a Hüttler. El padre de Adolf, Alois Schicklgruber, era hijo ilegítimo, y al legalizar su situación, se inclinó, o lo hizo el notario, por el nombre de su tío (y padrastro), Hitler, que fue el que finalmente quedó. Bromea Kershaw al señalar que quizá el curso de la historia hubiera sido diferente de haber mantenido Alois el apellido Schicklgruber. Ciertamente, es difícil imaginar a cientos de miles de seguidores gritando al unísono "Heil Schicklgruber!".


A lo largo de la historia se ha elucubrado con la posibilidad de que Hitler tuviera orígenes judíos, y de hecho Hans Frank, abogado nazi y Gobernador General de Polonia durante la guerra, escribió en sus memorias, mientras esperaba su ejecución, que Hitler le había pedido que investigara su historia familiar, a raíz del chantaje al que le había empezado a someter su sobrino William Patrick Hitler. William, nacido en Liverpool y de madre irlandesa, esperaba con su chantaje aprovechar el ascenso de su tío al poder. La posibilidad de que Hitler tuviera sangre judía, sin embargo, está hoy prácticamente descartada.

Esta colosal biografía del inglés Ian Kershaw, aparte de iluminarnos, entretenernos y abrumarnos, nos depara una curiosa sorpresa, o quizá debería decir, la confirmación de una sospecha. Y es que llega un momento en que nos damos cuenta de que estamos devorando fascinados centenares de páginas sobre la vida de una persona que en realidad... era muy poco interesante. En eso radica parte del interés de la historia, en explicar cómo alguien tan mediocre, tan insignificante en muchos sentidos, tan carente de casi cualquier tipo de talento, consiguió enardecer a millones de seguidores y hundir su país y toda Europa en el horror del totalitarismo más ciego y brutal que pueda imaginarse. Huelga decir, pues, que lo que Kershaw nos está contando a través de la vida de Hitler no es ni más ni menos que la historia del nazismo.

Así, en este volumen, de enormes dimensiones, si bien no tan descomunal como el segundo, el autor nos lleva de los relativamente humildes orígenes del dictador, a través de su accidentado pero constante ascenso en el partido, hasta el momento en que, ensoberbecido fuera de toda medida, comete su primer acto de hubris, al que habrían de seguir todos los demás. Pero antes, volvamos a echar un somero vistazo a la vida del jovencito Adolf.

Hitler, en el centro de la última fila

Parece ser que, ya de niño, Hitler recurría a la rabieta cuando alguien le negaba un capricho. En la aldea de Leonding, la última residencia de su inquieto padre, nuestro antihéroe era un pequeño cabecilla en la escuela al que le apasionaba jugar a la guerra. El cambio a secundaria no le sentó nada bien. La nueva escuela se encontraba en Linz, que Hitler consideró a partir de entonces su ciudad natal, y la caminata de Leonding a la escuela le suponía una hora de ida y otra de vuelta. Nunca llegó a encajar entre sus nuevos compañeros y su rendimiento en los estudios fue muy mediocre. Abandonó la escuela con un sentimiento de odio hacia compañeros y profesores, con la única salvedad de su profesor de historia, que por lo visto le inculcó el amor a la patria y un fuerte sentimiento nacionalista alemán.

 Al joven Adolf le apasionaba la pintura, como luego lo haría la arquitectura y la ópera. Pero cuando le dijo a su padre, un severo y gris funcionario austriaco, lo de 'papá, quiero ser artista', el señor Alois puso una cara como la que veis aquí:


Alois Hitler era una persona violenta, que le amargó la vida a su esposa Klara. El padre de Adolf era un mediocre que se ufanaba de haber a lo más alto en el funcionariado que sus estudios básicos le permitían. Los intentos de Alois de encaminar a su hijo por su misma senda despertaron en Hitler un odio profundo por la vida y condición del oficinista y, en general, por cualquier cosa que tuviera algo que ver con la burocracia.

Klara Pölzl, la madre de Hitler

Hitler fue a Viena con el sueño de estudiar bellas artes. No consiguió entrar en la facultad, y al año siguiente volvió a ser rechazado. Por aquella época, contaba con un único amigo, August Kubizek, que da la impresión de haber sido un tipo bastante apocado, el tipo de persona al que podía arrimarse un ególatra don nadie como Hitler, sabiendo que no se atrevería a mandarle a freír espárragos. Como suele suceder en este tipo de relaciones, Hitler monopolizó la amistad de Kubizek. También compartió con él piso y pasión wagneriana, pero le ocultó su frustrado segundo intento de ingresar en la Facultad de Bellas Artes, y un buen día, quizá incapaz de soportar la vergüenza, decidió desaparecer. Se reencontraron treinta años más tarde, cuando el Führer visitó Linz.
Stefanie Rabatsch a los 85 y en la flor de su vida. Al enterarse de que casi medio siglo atrás había sido el amor secreto del Führer, se sorprendió. Sin embargo, recordó una carta de amor anónima que había llegado un día a sus manos 

En 1953, Kubizek publicó sus memorias, tituladas Adolf Hitler, mi amigo de juventud. Gracias a ellas, Stefanie Rabatsch se enteró, varias décadas después, de que Hitler había bebido los vientos por ella, y que, tímido como era, jamás se atrevió a confesarle su pasión. Kubizek también apuntaba en sus memorias a la mojigatería casi puritana de su amigo. En una ciudad como Viena, donde se supone que imperaba una formal moralidad burguesa, pero de cuyos vicios nos hablaron tan bien Schnitzler o Zweig, el provinciano Hitler reveló "un desarrollo sexual profundamente desequilibrado y reprimido, como minimo". "Llegaba, según el relato de Kubizek, a un asco y una repugnancia profundas hacia la actividad sexual. (...) Le repugnaba la homosexualidad. Era contrario a la masturbación. La prostitución le horrorizaba, pero le fascinaba. La asociaba con enfermedades venéreas que le aterraban". Años más tarde, durante la guerra, se mantuvo siempre al margen de los habituales desfogues sexuales de sus compañeros en el ejército. Éstos, en consecuencia, lo veían como un bicho raro: además de vegetariano, casto. Cuando llegó al poder, Hitler se convirtió, incluso para sus colaboradores más cercanos, en un ser inaccesible, incomprensible, inescrutable: un dios. En otras palabras, jamás dejó de ser un bicho raro.

Ausgust Kubizek, el único amigo que Hitler tuvo en su vida

Aunque en 1938 el Partido Nazi le encargó algunos escritos propagandísticos sobre Hitler, lo cierto es que Kubizek siempre se mantuvo al margen de la política, y no dejó que los terribles acontecimientos afectaran su sentimiento de amistad por Hitler. Uno no puede dejar de sentir algo parecido a la admiración por él cuando dice: "ninguna fuerza en el mundo podría obligarme a negar mi amistad por Adolf Hitler."

Triste y solo en Viena, cuando a Hitler se le acabaron los ahorros, se convirtió en un paria de la tierra. Dormía en cuartuchos cuando se lo podía permitir, y a la intemperie en los peores momentos. "En un momento indeterminado de antes de la Navidad de 1909, flaco y desaliñado, con la ropa sucia y llena de piojos, los pies llagados de tanto andar, se unió a los pecios y desechos humanos que se abrían paso hasta el gran asilo recién fundado para los sin techo (...) El pequeño burgués tan temeroso de caer en el proletariado se había hundido hasta el fondo de la escala social". Pasó unos años en el llamado Asilo de Hombres, y se ganó la vida haciendo chapuzas y vendiendo cuadros (¿quedará alguno de esos cuadros? ¿Cuánto valdrán?). De los años que median entre su separación de Kubizek y su traslado a Munich, en 1913, posiblemente para eludir el servicio militar en Austria aunque también atraído por la vida cultural de la ciudad, no se sabe mucho, dado que la mayor fuente de información de esa época es su Mein Kampf, pero en cualquier caso, parece ser que, quizá influido por algunas lecturas, empezó a desarrollar su antisemitismo patológico a partir de aquellos años.

¡Hosanna, ha estallado la guerra!

Llegó la Primera Guerra Mundial, y fue recibida por el pueblo alemán casi como una bendición, pues se esperaba que trajera "la liberación definitiva de los grilletes de un orden burgués decadente y estéril". Decía un periódico:

[La guerra] es una resurrección, un renacimiento de la nación. Alemania, al verse apartada de pronto de las tribulaciones y los placeres de la vida cotidiana, se alza unida con la fuerza del deber moral, dispuesta al más elevado sacrificio. (...) Estos primeros días de agosto son días incomparables e inmortales de gloria...

Años más tarde, Hitler escribió: "dominado por un violento entusiasmo, caí de rodillas y di gracias al cielo con el corazón desbordado por otorgarme la buena suerte de que se me permitiera vivir en esta época". Cuando años más tarde vio la famosa fotografía de Heinrich Hoffman, su fotógrafo oficial, de la manifestación patriótica que tuvo lugar en la Odeonsplatz de Munich, le comentó que él había estado allí. Hoffman se puso a hacer ampliaciones de la foto, hasta encontrar por fin al futuro Führer, entusiasmado entre la multitud. La foto, nos dice Kershaw, contribuyó a asentar el mito de Hitler, y le reportó enormes beneficios al fotógrafo. Por su parte, Hitler no llegó a empuñar las armas en la guerra, sino que desempeñó funciones de correo, y parece ser que se distinguió por su entrega y coraje. Fue herido en dos ocasiones.

La Pimera Guerra Mundial. Un Hitler demacrado y tristón. A sus pies, su perro Foxl

Entre noviembre de 1918 y mayo de 1919 tuvo lugar la llamada Revolución Alemana, que acabó con la monarquía del káiser Guillermo II, y que llegó a proclamar la dictadura del proletariado en Baviera, que apenas duró unos días. El país estuvo inmerso en una guerra civil de facto, y sus repercusiones, sobre todo en Baviera, fueron muy profundas. La revolución se asentó en la memoria popular, y "esto tuvo un significado más perdurable, como un 'gobierno de terror' impuesto por elementos extranjeros al servicio del comunismo soviético". Las fuerzas derechistas, hasta los más moderados, comenzaron a referirse a los comunistas como "emisarios rusos", "agentes bolcheviques", y "agitadores extranjeros", entiéndase rusos o judíos, que para muchos venía a ser lo mismo.

Hitler regresó a Múnich en noviembre de 1918, y fue destinado al servicio de guardia en un campo de prisioneros de guerra. No se licenció del ejército hasta 1920, debido a su participación en tareas políticas al servicio del Reichswehr, y puede señalarse ese momento como su iniciación en la política. Según el propio Hitler, su primera actividad política consistió en su participación en la comisión investigadora formada tras la desaparición de la Räterepublik (república de los soviets), aunque siempre prefirió no hablar mucho sobre el tema. SIn embargo, y aquí viene la sorpresa, todo parece indicar que Hitler desempeñó tareas políticas al servicio del SPD, y de hecho fue elegido segundo representante de su batallón durante la "república roja". Es decir, que contrariamente a sus afirmaciones, Hitler no hizo nada por luchar contra la amenaza comunista, y es más que probable, así lo cofirman varios testimonios, que durante un tiempo simpatizara abiertamente con los socialdemócratas.

Los acusados por el Putsch de la Cervecería

Su entrada definitiva en el mundo de la política se produjo a raíz de su encuentro en 1919 con Anton Drexler, fundador del DAP, Partido de los Trabajadores Alemanes, que luego se convirtió en el NSDAP, o Partido Nazi. Drexler se quedó impresionado con el poder de oratoria de Hitler y le invita a afiliarse. Fue el miembro número 55. A partir de ahí, su ascenso en el escalafón del partido y su relevancia política fueron fulgurantes. Tanto que no tardaron en ofrecerle la presidencia del partido, a la que él, sin embargo, renunció durante mucho tiempo. Consideraba que la mejor aportación que podía hacer era en materia de propaganda. Años más tarde, renunciaría en repetidas ocasiones a entrar a formar parte de un gabinete de gobierno. Por una parte, intuiría la trampa que un puesto en el gobierno suponía, pues se le acabaría la demagogia, y por otra parte, no estaba dispuesto a compartir el poder con nadie. Hitler siempre jugó a todo o nada. Pero no adelantemos acontecimientos.

La humillación que supuso para Alemania el Tratado de Versalles, el pago de reparaciones de guerra, que en 1921 alcanzó el 26% del valor de las exportaciones alemanas, la hiperinflación y la invasión del Ruhr por parte de Francia, entre otros, fueron calentando la indignación de los alemanes a lo largo de la década de los años 20, y representaron agua caída del cielo para un populista eternamente airado como Hitler. Con todo ello tenía material para cientos de discursos, cuya técnica iba perfeccionando poco a poco.

Billete de 100 billones de marcos, emitido en 1923

Todo ello condujo finalmente al fallido golpe de estado de 1923, conocido como el Golpe de la Cervecería, por el que Hitler sería juzgado y condenado. La crónica del golpe que hace Kershaw ocupa sólo tres o cuatro páginas, pero, pese a su inevitable carácter que de tan chapucero parece hasta romántico, tiene todas las características de un auténtico thriller político, y es sencillamente magistral. Es imposible saber si el resultado podría haber sido otro, pero la narración hora a hora, y casi minuto a minuto, de dónde estaba quién y qué tenía que hacer fulano cuando mengano, nos lanza tan de lleno en la historia que el lector casi celebra a gritos el arresto de Hitler.

Tanto durante el juicio como en prisión, Hitler se comportó con desmedido orgullo y arrogancia, y sus simpatizantes, bastante bien predispuestos, empezaron a entregarse al culto de su nuevo héroe y profeta. De hecho, puede decirse que Hitler recibió un trato más que benévolo en el juicio, en el que se le permitió presentarse con su ropa y donde fue condenado a tan sólo cinco años de prisión. Durante su cautiverio, además, tuvo la suerte de tener un admirador más en el director del centro.

La cárcel comenzó a cimentar el aura de caudillo heroico del condenado. Si bien hasta entonces Hitler se había visto como un mero 'tambor', como él mismo se denominaba, un profeta del gran mesías que había de conducir Alemania a la gloria, en prisión, mientras escribía Mein Kampf, empezó a sentirse llamado a ser algo más que un mero instrumento.

Maria Reiter, de 17 años, un juguetito de Hitler, que se negó a casarse con ella

Hitler era un hombre sin ninguna idea clara y práctica de lo que haría para llegar al poder, o de lo que haría con él cuando lo alcanzara. Odiaba toda preocupación burocrática o administrativa. Detestaba la racionalidad en la política, y recurrió a mitos, leyendas y al siempre siniestro recurso de "el pueblo" (¡ay!). La gran aportación de Hitler a las ciencias políticas fue el descubrimiento de que no hay estímulo, promesa, esperanza, ni por supuesto ideología tan poderosa para unir a las masas como el odio. Hitler apeló a la pasión humana más rastrera y la canalizó en la dirección de su objetivo como nadie lo había hecho hasta entonces. A diferencia de tantos otros tiranos y genocidas con la boca siempre llena de fraternidad entre los pueblos y democracia, hay que reconocer que Hitler, aparte de las contadas ocasiones en que había que quedar bien ante occidente, nunca engañó a nadie. Su odio a todo, empezando por la misma democracia, lo llevó siempre bien orgulloso por delante.

La tosquedad del pensamiento nazi era un arma de doble filo. Por un lado, ese simplismo basado en tres o cuatro conceptos vacuos era muy fácil de entender para las masas, que veían en dicho simplismo una actitud felizmente alejada de la mentalidad burocrática y legalista que caracterizaba a la por entonces frecuentemente denostada democracia. Sin embargo, en las elecciones de otoño de 1932, la simplificación ideológica se volvió en contra del NSDAP, a quienes los votantes de clase media empezaron a ver como demasiado socialistas. Dice Kershaw:

A muchos de ellos les había parecido que los ataques de los nazis se diferenciaban muy poco de la lucha de clases de los comunistas. La similitud de las variedades "roja" y "parda" de "bolchevismo" parecía demostrada por el apoyo del NSDAP a la huelga de inspiración comunista de los trabajadores del transporte de Berlíndurante los días que precedieron a las eclecciones.

También le costaba dar un poco de coherencia a la cuestión judía: los judíos representaban lo peor del capitalismo internacional al mismo tiempo que eran responsables del fantasma marxista. En cualquier caso, el partido nazi superó pronto el revés en las elecciones gracias a la torpeza del caniller Papen, la avanzada edad de Hindenburg, y la determinación de Hitler, que, como hemos dicho antes, se negó en redondo a formar parte de un gabinete de gobierno. El 30 de diciembre de 1933 Hitler era nombrado canciller, si  bien con un poder todavía bastante precario.

El Reichstag, en llamas

Uno de los episodios cruciales en la consolidación de Hitler como dueño de un poder sin límites fue el incendio del Reichstag, en febrero de 1933, apenas tres semanas después de su nombramiento como canciller del Reich. El incendio se declaró a las 9 de la noche, y cuando llegó la policía se encontraron a Marinus van der Lubbe, un comunista holandés, en actitud bastante sospechosa, al que arrestaron inmediatamente. Van der Lubbe, que tenía antecedentes por incendio, confesó ser el autor del incendio, fue condenado a muerte y guillotinado un año más tarde. Göring aseguró que en un registro tres días antes en la sede del KPD, el Partido Comunista Alemán, se había descubierto toda una conjura bolchevique que incluía asesinatos de dirigentes políticos, ataques a edificios públicos y el asesinato de las esposas y familiares de personalidades oficiales. Siguieron a estas declaraciones las detenciones masivas de comunistas y socialistas, y el 22 de marzo, la creación de Dachau, el primer campo de concentración. Pese a la idea bastante extendida de que fue el propio Partido Nazi el que provocó el incendio del Reichstag, Kershaw no da crédito a dicha teoría.

La otra gran consecuencia del incendio fue la Ley de Autorización, que otorgaba al Partido Nazi un poder dictatorial de una manera que ellos consideraban legal. ¿Acaso no se hizo a través de una ley? 
Lo que siguió puede compararse a una pitón que acaba de atrapar a su presa y la estrangula implacablemente, pues no de otra manera actuaron los nazis con la democracia y la libertad. Es una historia conocida sólo a grandes rasgos y que Kershaw nos relata paso a paso, con espeluznante claridad. No obstante, mi capacidad de síntesis tiene un límite, por lo que no entraré en detalles.

Hitler junto a Hindenburg en la inauguración del nuevo Reichstag. Hitler nunca lució uniforme militar junto al Presidente del Reich.

Al cabo de un año, y mientras el Partido Nazi iba extendiendo su red por todos ámbitos de la sociedad, Hitler, con Hindenburg agonizando, hizo firmar a sus ministros una ley que establecía que, a la muerte del presidente, su cargo quedaría unido al de canciller del Reich. Esto significaba que, al morir Hindenburg, Hitler se convertiría en comandante supremo de las fuerzas armadas. "Dejaba de existir así la posibilidad de que el ejército apelase por encima del jefe del gobierno al presidente del Reich como comandante supremo". A continuación, el ministro de defensa Werner von Blomberg y el mariscal de campo Walter von Reichenau, modificaron el juramento de lealtad del ejército al pueblo y a la patria, e instituyeron el juramento de lealtad incondicional al Führer. Pese a que Blomberg era considerado un lacayo de Hitler, el objetivo de ese juramento era en realidad crear un fuerte vínculo entre el Führer y el ejército, en detrimento del Partido Nazi. Es decir, Blomberg pretendía "consolidar el predominio del ejército como 'centro motriz' del Tercer Reich. Huelga decir que la jugada le salió mal, y que "lejos de crear en Hitler una dependencia del ejército, el juramento (...) señaló el momento simbólico en que el ejército se encadenó al Führer".

"¡Judíos fuera!", un simpático juego de mesa para toda la familia creado por una empresa privada en 1936, y del que se vendieron cerca de un millón de copias

Una de las muchas cosas que uno descubre con Kershaw es que a Hitler en realidad lo conocemos muy bien. Si pensamos en el otro gran monstruo del siglo XX, vemos que la imagen que en general tenemos de Stalin no se ajusta a la realidad. Así, mientras de casi todos es sabido que Josif Vissariónovich Djugashvili fue un tipo vengativo, sanguinario y totalmente carente de escrúpulos, es totalmente falso que fuera un zoquete zafio e inculto, y la gente sabe muy poco de su juventud. Con Hitler, sin embargo, los incontables retratos y caricaturas que se han hecho de él en libros y películas han sido bastante fieles en su caracterización. Hitler era un tipo cerrado, casi incapaz de sentir afecto. A pesar de que se sabe de su relación con algunas mujeres, no eran pocos los que lo veían como un ser asexuado, y Helena Hanfstaengl, esposa de Ernst "Putzi" Hanfstaengl, jefe de prensa de Hitler (quien, por cierto, estuvo prometido a Djuna Barnes y bastante vinculado con las hermanas Mitford) se refirió a él como "un castrado", para tranquilizar a su marido ante los tejos que le tiraba Hitler. Tenía un genio incontrolable y no soportaba que le llevaran la contraria. Era probablemente consciente de su falta de cualquier tipo de talento, y eso hacía que su concepto de la política se centrara exclusivamente en enardecer a las masas. Sabía esconder su ignorancia en temas económicos tras un aura de misterio y desinterés, con lo que conseguía que su corte de subalternos compitieran entre sí por "trabajar en la dirección del Führer", es decir, en hacer lo que pensaban que agradaría a su líder.

Este espíritu de trabajar en la dirección del Führer se concretó, por ejemplo, en la Ley para la Prevención de Descendencia con Enfermedades Hereditarias, más conocida como la ley de esterilización, que supuso la esterilización obligatoria de 400.000 personas.

Patria, tierra, nación... Los judíos son malos porque no tienen nada de eso.

Al hablar de la Alemania nazi, es totalmente imposible no caer en generalizaciones. Es preciso, no obstante, hacer hincapié en el hecho de que dichas generalizaciones a veces nos impiden distinguir bien los hechos. La generalización más evidente, y que aún hoy es empleada como recurso facilón en cualquier discusión política, es la del uso del término nazi para referirse a un ejército o a todo un país. Como sabemos, los nazis eran tan sólo un partido político, y ni siquiera en los primeros años con Hitler en el poder podía afirmarse que los nazis controlaran todo el país. En concreto, durante muchos años hubo una gran tensión entre el partido nazi y amplios sectores del ejército, tensión que desembocó, por ejemplo, en la frustrada Operación Valquiria.

Ernst Röhm, a la derecha.

Uno de los personajes que mejor nos ayudan a entender este conflicto entre el partido y el ejército es Ernst Röhm. Este oficial rechoncho, héroe de la Primera Guerra Mundial, fue uno de los fundadores de las SA, o Sturmabteilung, la sección de asalto del Partido Nazi. La SA era, en pocas palabras, la sección de matones de los nazis, es decir, todos esos chulillos de uniforme que veis en las fotos boicoteando los negocios judíos. Röhm, cuya homosexualidad siempre había incomodado a sus compañeros de partido, terminó por convertirse en un auténtico indeseable desde el momento en que empezó a ambicionar más poder. Su intención, de hecho, era que sus chicos sustituyeran a las fuerzas armadas de la República de Weimar. Esto le enemistó no sólo con el ejército, sino con el mismo Führer, que vio en él a un peligroso rival. Por otra parte, los desmanes de la SA causaban alarma entre la sociedad desde hacía ya tiempo. La Noche de los Cuchillos Largos puso fin a todo eso. Ernst Röhm fue arrestado, junto con muchos otros elementos indeseables. En su celda, le dejaron un revólver para que pudiera acabar con su propia vida y lo dejaron solo. Cuando regresaron, se encontraron con Röhm sin camisa, en actitud desafiante. "Si me tienen que matar, que lo haga el propio Adolf", les dijo. Acto seguido, lo mataron de un disparo en el pecho a bocajarro. La SA fue desarticulada e integrada en las SS.

Como ya hemos visto, Hitler envolvía sus ideas toscas, simplonas, superficiales, demagógicas en una oratoria hipnótica. Ahí radicaba su gran poder, de carácter casi religioso. Las masas le adoraban y esa adoración alimentaba su incontenible narcisismo, con lo cual, en un círculo vicioso, aumentaban su poder, su megalomanía y su convicción, cada día más firme e implacable, de poseer el don de la infalibilidad. Todo lo cual nos lleva, por fin, a su primer gran acto de hybris.

La reocupación de la Renania supone, para Kershaw, el primer momento en que Hitler peca de arrogancia desmedida y se deja llevar por su irracional ambición y fe en su condición de elegido. La ocupación y remilitarización de esta región alemana, que, en virtud del Tratado de Versalles, estuvo controlada por la Liga de Naciones hasta 1935, tuvo lugar tras una larga serie de fanfarronadas con las que Hitler avasalló a los franceses, un increíble ultimátum que dio a los ingleses, y una sarta de mentiras a toda la comunidad internacional acerca de sus intenciones de paz. Alemania violó el Tratado de Versalles, ocupó y militarizó la zona, y no pasó nada. Bueno, sí pasó: Hitler consolidó aún más su aura heroica y divina.

Las tropas alemanas regresan a Renania

No son pocos quienes lamentan la banalización del término "nazi" en nuestros días. Dicho término, argumentan, se ha convertido en un mero insulto, o en EL insulto, el peor que se le puede hacer a un rival político. Es inmoral, sostienen, utilizar en nuestras triviales rencillas un término que define a los autores de la mayor atrocidad del siglo XX. Creo que no les falta razón, y que cualquier acto que pueda contribuir a la banalización del holocausto es repudiable. Conviene, sin embargo, señalar que es un error pensar que el nazismo surgió en Auschwitz. Auschwitz es la consecuencia lógica del nazismo, y el nazismo, a su vez, fue el resultado de un fanatismo y un totalitarismo tan rampantes hoy como hace 70 años.

domingo, 5 de agosto de 2012

Tomás Moro, de Peter Ackroyd


De Tomás Moro nos ha quedado la imagen del hombre a la sombra del rey, del hombre que de verdad maneja los hilos de la corte. Es una imagen estereotípica (y muy parecida a la del mayordomo impertérrito, casi hierático) de un Moro serio y severo, implacable martillo de herejes e incorruptible en sus principios, poco acorde, sin embargo, con el Moro que posee un sentido del humor tan pronto cáustico y vulgar como de una finura exquisita que pasa dos metros por encima de las entendederas de su señor. 

El futuro rey, cuando todavía era simplemente Quique

En este sentido, la historia se ha portado bastante bien con Moro, dado que esa imagen juiciosa y severa que de él tenemos parece que se ajusta bastante a la realidad. No es el caso de Enrique VIII, a quien, aparte de cruel, a menudo se representa como un zafio que no pensaba más que en comer, ver peleas de osos contra perros, y engendrar un heredero. Dejando de lado la cuestión de la crueldad, yo, la verdad, dudo que en España en estos momentos haya un solo político con una décima parte de la cultura de aquel rey.

Vais a ver la que se va a armar

Los que empezamos a peinar canas a menudo pensamos que nos ha tocado el privilegio de vivir una época de grandes cambios históricos. No en vano hemos sido testigos de la caída de enormes e icónicas construcciones y monumentos, hemos vivido en directo al nacimiento y desarrollo de internet, y estamos asistiendo, a decir de algunos, a un nuevo choque de civilizaciones. Sin embargo, cuando uno se mete de lleno en las primeras décadas del siglo XVI, se da cuenta de que pocos cambios pueden compararse al que supuso el humanismo renacentista. Los valores que habían sido sagrados e inmutables poco a poco empiezan a tambalearse y vemos cómo se acerca el armagedón, en forma de noventa y cinco tesis colgadas por Martín Lutero en la iglesia de Wittenberg.

La ejecución de Elizabeth Barton

El libro de Ackroyd empieza con poca fuerza. No puede decirse que en su infancia y adolescencia Moro corriera un sinfín de aventuras. Pero una vez entra en la corte, el libro no tiene desperdicio. (En realidad, sí que lo tiene, y mucho, pero sobre esto, más adelante). Ackroyd nos presenta un vastísimo, profundo y ameno retrato de los principales actores en aquella verdadera revolución que fue la transición al mundo moderno, la llegada de la Reforma, y la ruptura de Enrique VIII con la iglesia católica. Naturalmente, están Erasmo, gran amigo de Moro; el anticristo hereje Lutero, el mismo Enrique, Catalina de Aragón, Thomas Cromwell, otros personajes más siniestros como Ana Bolena o el cardenal Thomas Wolsey, además de la pintoresca monja Elizabeth Barton (a quien la Enciclopedia Británica se refiere como "extática inglesa"), quemada por sus trances y profecías referentes a la anulación del matrimonio entre Enrique y Catalina; Richard Hunne, quien se negó a pagar a la iglesia la tasa establecida por el funeral de su bebé: la mortaja, y que apareció suicidado en su celda en sospechosas circunstancias; Thomas Bilney, un católico ortodoxo que no cayó en gracia al cardenal y fue quemado en 1531 (que Ackroyd llama el "año de las hogueras"), y otros muchos en los que ahora no tengo tiempo de profundizar (estoy escribiendo esta reseña deprisa y corriendo, entre una maleta y otra, y seis meses después de leer el libro).

Orson Welles, un inolvidable cardenal Wolsey en "Un hombre para la eternidad"

Este chamuscado panorama lo alegra Ackroyd con muestras del ingenio epistolar de Moro o Lutero. Así, cuando Enrique publica un tratado en Defensa de los Siete Sacramentos, con el que se ganaba la bendición del Papa, Lutero contesta con una diatriba en la que lo tilda de cerdo, imbécil y mentiroso que merecía, entre otras lindezas, estar cubierto de excrementos. En defensa de su señor, Moro respondió ofreciéndose a "volver a meterle en su mierdosa boca, verdadera bolsa de mierda, toda la mierda y porquería que su repugnante podredumbre ha vomitado." Cómo las gastaban estos humanistas. Tanto estudiar griego y latín para eso.

Tomás Moro defendiéndose frente al cardenal Wolsey

No cabe duda de que Ackroyd tiene una actitud bastante indulgente hacia Moro, responsable de la ejecución en la hoguera de tantas personas acusadas de herejía. Nos cuenta el autor que llegó inluso a custodiar a algunas de ellas en su propia casa, pero que siempre negó las acusaciones de tortura. En cualquier caso, la historia de los últimos años de Moro, llena de intrigas de la corte y la iglesia, es tan ejemplar como fascinante. Moro, que estaba dispuesto a reconocer a Ana Bolena como reina, se negó a acatar el Acta de Sucesión en los términos que Enrique le exigía, dado que ello supondría un rechazo de la autoridad papal. Las dos partes se encajonaron en tecnicismos, y en más de una ocasión Moro se merendó a sus acusadores. Pero era éste el que tenía la antorcha. Finalmente, Moro antepuso sus principios e integridad a su propia vida. Algunos lo llamarían orgullo y cabezonería.
Nuestro hombre fue condenado a ser ahorcado, arrastrado por caballos y descuartizado, pero Enrique se apiadó de él y se conformó con una simple decapitación. 


En definitiva, este libro es tan bueno que incluso sale airoso de la impresentable, deleznable, abominable y execrable edición de Edhasa. Estoy convencido de que nadie, absolutamente nadie, ni siquiera el traductor, revisó ni una sola vez el texto. Las erratas son incontables, no hay páginas en las que no aparezca una por lo menos y la puntuación es sencillamente espantosa. Curiosamente, la traducción en sí no es tan mala, si obviamos alguna que otra palabra inventada y una insoportable y agotadora tendencia a separar las concesivas con un punto y seguido delante del "aunque", del tipo "Tomás volvió a Londres. Aunque ya no fue bien recibido". Es absolutamente indignante que una editorial tenga la desfachatez de publicar un libro sin pasar una mínima revisión. Esto sería imperdonable en una edición barata, pero es que ésta cuesta ni más ni menos que 40 euros de vellón (menos mal que lo saqué de la biblio). Si Tomás Moro levantara la cabeza...

Felices lecturas a todos. Nos vemos a la vuelta de mi breve viaje a tierras de Tomás Moro.
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