Mostrando entradas con la etiqueta Henri Troyat. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Henri Troyat. Mostrar todas las entradas

martes, 22 de abril de 2014

Rasputín y la tentación


El monje Grigori Rasputín era prácticamente analfabeto, por lo que no es probable que hubiera leído la celebrada cita de Wilde sobre el mejor modo de librarse de la tentación. Su postura al respecto, de todas formas, era algo diferente de la del irlandés: Rasputín no caía en la tentación para librarse de ella, sino como el mejor camino para acercarse a Dios. "Era Dios -nos dice Troyat- quien empujaba a su servidor Grigori a la fornicación, la embriaguez, la danza frenética. Después de esta purga sería digno, al menos durante algún tiempo, de oír los consejos del Altísimo".

Este otro servidor, no obstante, a diferencia de Wilde y Rasputín, se jacta de tener una voluntad de hierro. Así, pese a que, durante la redacción de esta entrada, el Maligno no ha cesado de susurrarme al oído incitándome al pecado y la depravación, he conseguido resistir y no he recurrido a la canción de los Boney M para darle título. Y esa es sólo una de las múltiples tentaciones que acechan a quien se acerca a este fascinante personaje.

Casi cien años después de su muerte, la figura de Rasputín, a poco que uno se acerque a él, concita todavía un interés fuera de toda medida.  Este interés se explica, en primer lugar, por la propia persona de Rasputín, que fue tan idolatrado como profeta y sanador milagroso como detestado por su naturaleza diabólica y su escandalosa influencia sobre la zarina.

"El desayuno del cosaco". Los optimistas pronósticos para la guerra con Japón

En segundo lugar, por la época histórica que le tocó vivir, la de los últimos años del zarismo. En aquellos años previos a la I Guerra Mundial, cuando, tras el fiasco de la guerra ruso-japonesa, en el Imperio Ruso el espíritu de la Revolución se manifestaba en un creciente descontento social y en periódicos estallidos de violencia contra el gobierno, este monje siberiano de luenga barba e hipnótica mirada, de aire ascético y naturaleza lujuriosa, resulta más que un anacronismo: es un auténtico enigma.

Y por último, porque se trata de una historia que, aunque resultara apasionante, en una novela la calificaríamos como inverosímil. No me creo, diría el lector, este intento de asesinato por parte de una mujer sin nariz. Tampoco me trago el personaje del príncipe envenenador exiliado que vive de sus memorias. Lo de la hija de Rasputín trabajando en el circo rodeada de leones y elefantes, ¡venga ya! Y sobre todo, el meollo de la historia: ¿quién se va a creer que un campesino siberiano analfabeto puede llegar a convertirse en el hombre más influyente de la corte de Nicolás II?

Rasputín junto a la zarina, sus hijas, el zárevich y la cuidadora

Nos cuenta Troyat, a quien me niego a volver a elogiar porque me he quedado ya sin adjetivos, que el papá de Grigori desconfiaba de la escuela. El señor Rasputín era un campesino acomodado, de los más prósperos del pueblo siberiano de Pokróvskoye. Tenía prestigio como desfacedor de entuertillos entre vecinos, reputación de bebedor, y un carácter, cabe suponer, bastante despreocupado en lo que respecta a la educación de sus hijos. Yefim Rasputín pensaba que la vida, el campo y los animlaes ya enseñaría a sus hijos lo que éstos tuvieran que aprender.

El pequeño Grigori tuvo una temprana infancia idílica, hasta que la tragedia golpeó a la familia: un día su hermano Dmitri y él se cayeron al río y enfermaron de pulmonía. El mayor murió y el propio Grigori se salvó de milagro. La tragedia traumatizó al pequeño, cuyo carácter perdió ese desenfado infantil y pasó a ser mucho más retraído. Este cambio en el carácter se acentuó cuando, durante su convalecencia, Rasputín tuvo su primera visión mariana. Nos cuenta su hija María en sus memorias Rasputín, mi padre, que una hermosa señora vestida de azul se le presentó al niño que luego sería su padre y le dijo que tenía que curarse. El Pope del pueblo no tuvo dudas en confirmar la veracidad del relato, y desde ese momento el pequeño Grigori se sintió un elegido.
 
 
A partir de entonces, el pequeño Grigori pasmó a propios y extraños con sus poderes sobrenaturales. Cuéntase que era capaz de sanar animales enfermos y encontrar a otros que habían sido robados. Empezó a trabar amistad con vagabundos que decían ser starets elegidos por Dios, y los invitaba a su casa. Su padre los acogía de buen grado, y Rasputín, que escuchaba con devoción las historias de estos santos errantes, empezó a soñar con una vida de peregrinaje espiritual.

Tras una breve experiencia de este tipo en los santuarios locales, Rasputín se casó, a los diecinueve años, con una joven llamada Praskovia. Tuvieron un bebé que murió a los seis meses y Rasputín, destrozado, se entrega a la bebida y a una vida de desenfreno. Ante los desmanes que causaba, el pueblo lo condenó a un año de destierro. Empieza el verdadero peregrinaje de Rasputín.

Los jlisty en pleno calentamiento

Conoció al asceta Makari, quien, aparte de empezar a enseñarle a leer y escribir e introducirle en la biblia, le confirmó su destino como peregrino. El Rasputín que volvió a Pokróvskoye ya no era el mismo. Precedido por su fama, y considerado ya por sus vecinos un sanador de cuerpos y almas, Rasputín comenzó a organizar reuniones místicas en las que los adeptos, o habría que decir las adeptas, aparte de orar y entrar en trance, se entregaban a la fornicación. Comprensiblemente, no todos veían con buenos ojos estas actividades espirituales, y Rasputín fue acusado de pertenecer a la herética secta de los jlisty. Esta secta rechazaba el sacerdocio y creía en la posibilidad de una comunicación directa con el Espíritu Santo. Practicaban al ascetismo de una manera un tanto sui generis, que consistía en rituales frenéticos que solían incluir flagelaciones y culminar en orgías. Pese a que su hija María niega que su padre perteneciera a dicha secta, la sospecha, y el consiguiente escándalo, nunca abandonó a Rasputín.

Buf, y no he resumido más que las primeras 18 páginas. En fin, por abreviar un poco, diremos que su fama como sanador fue creciendo como la espuma. En su peregrinaje a Kazan, un clérigo, impresionado por la devoción y el misticismo de Rasputín, le escribió una carta de recomendación para la Academia de Teología de San Petersburgo, dirigida por el archimandrita Teofán. A su llegada a la ciudad imperial en 1903, Rasputín, que no olvidemos era un (complejo) campesino, se quedó impresionado por el ajetreo, la belleza, el lujo y "la sensación difusa de omnipotencia imperial". Al poco tiempo, sin embargo, fue él quien imresionó a todo aquél que lo conoció. El propio Teofán quedó maravillado con aquel "representante genuino del terruño ruso, un cristiano de los primeros tiempos, cercano a las enseñanzas de Jesús. No era un hombre de iglesia, sino un hombre de Dios".

El Restaurante Yar de Moscú, donde cuenta la leyenda que Rasputín exhibió sus atributos más hipnóticos, escándalo que la corona intentó ocultar, pero que misteriosamente se filtró a la prensa

En aquel momento, el misticismo y el ocultismo eran lo más en la corte del zar, y la zarina Alexandra tenía de hecho su pequeña corte de curanderos y videntes. Así, entre la fama de Rasputín, la influencia de sus contactos, y su relación con una amiga de una amiga, era sólo cuestión de tiempo que el monje siberiano conociera por fin a Nicolás y Alexandra. La zarina, que nunca cayó en gracia al pueblo ruso, se reveló ante Rasputín como lo que sin duda era: una mujer inestable que, aunque profundamente devota, tenía una gran propensión a buscar respuestas en el más allá.

Uno de los aspectos de la vida de Rasputín que me da la sensación de haber sido menos estudiado es el modo en que su relación con la familia real se enraiza en el folklore ruso. En los cuentos tradicionales rusos, como en muchos otros, el zar es un personaje más, que tan pronto se presenta en la cabaña de un leñador como salva a un  oso de morir ahogado. Esta cercanía del zar al pueblo era, por supuesto, una fantasía, pero la aparición de Rasputín sirvió para que la fantasía durante un tiempo cobrara forma. Rasputín, el campesino analfabeto, el mujik siberiano, siempre se dirigió al zar y la zarina como "padrecito" y "madrecita", nunca como "majestad". Jamás se humilló ante ellos como era prescriptivo, sino que los trató, relativamente, de tú a tú. Esa insólita campechanía contribuyó a su carácter de "autenticidad" ante la zarina, que en sus cartas siempre se refirió a él como "nuestro amigo".
 
Todos querían salir en la foto

Como es sabido, Nicolás II y la zarina Alexandra ocultaban un terrible secreto: el zarevich Alexis, único heredero al trono, sufría de hemofilia. Cualquier herida o contusión podía complicarse hasta acabar con su vida, y en cualquier caso, le causaba un dolor insoportable. Rasputín obró el milagro de curar al zarévich hasta en tres ocasiones, una de ellas mientras se encontraba en su Siberia natal. Y es que, a diferencia de los curanderos de la zarina, el monje obraba sus milagros por medio de la oración y no de la imposición de manos.

Naturalmente, tanto entonces como ahora, eran muchos quienes acusaban a Rasputín de charlatán, y achacaban sus supuestas curaciones y milagros a la autosugestión o a la hipnosis. Los médicos, incapaces de aliviar los dolores del zarévich, se negaban, como es comprensible, a aceptar el milagrerismo de Rasputín y acusaban al monje de aprovechar lo que no era más que la evolución natural del paciente. Hay versiones para todos los gustos, y aunque uno es bastante reacio a dar crédito a estos milagros, lo cierto es que tras la intervención de Rasputín, el zarévich se recuperó incluso tras haber recibido, en una ocasión, la extremaunción. Si Rasputín era un impostor, fue uno de los mejores impostores de la historia.


Wake Up the Gypsy in Me, una curiosísima película de dibujos animados de 1933, protagonizada por Rice Pudding, trasunto de Rasputín. Observad en quién se transforma el monje al final. WTF?

Rasputín hizo numerosos y poderosísimos enemigos en la corte, y ni siquiera el favor de Alexandra bastaba para protegerlo de ellos, que no tardaron en urdir su asesinato. Por diferentes motivos, las fuerzas políticas de extrema izquierda y de extrema derecha quisieron aprovechar el creciente escándalo alrededor de Rasputín. La extrema izquiera "explotaba el desprestigio de la pareja soberana para acelerar la caída del régimen [mientras] la extrema derecha pretendía apartar del trono a quienes ensombrecían la dinastía para restaurar una autocracia pura y dura. Los partidarios de esta solución abogaban por disolver la Duma, endurecer la censura, conceder más poder a la policía y declarar la ley marcial. La zarina estaba con ellos, el zar vacilaba."

En junio de 1914, Rasputín viajó a su pueblo natal con su hija María. Allí, a la puerta de su casa, e encontró con una harapienta mendiga con un apósito en lugar de nariz que le pidió limosna. Esta mujer se llamaba Jina Guseva, y era una prostituta que había quedado desfigurada tras contraer la sífilis. Mientras Rasputín rebuscaba en el bolsillo algo que darle, recibió de la mendiga una puñalada en el vientre que le dejó con las tripas fuera. Cuando la mujer se disponía a volver a clavarle el puñal, Rasputín le asestó un puñetazo en la cabeza que la tumbó. Pánico en la corte, telegramas con deseos de una proonta recuperación a porrillo, y protección constante ordenada por el zar.

Jina Guseva

Es bastante probable que quien estuviera detrás de este intento de asesinato fuera el hieromonje Iliodor, a quien la wiki nos describe como el enfant terrible de la iglesia ortodoxa. Rasputín e Iliodor sintieron, desde el primer momento de conocerse en San Petersburgo, mutua admiración, pero si algunos hablan de nuestro héroe como un loco diabólico, no quedan palabras para definir a Iliodor. Parece ser que las primeras desavenencias entre ambos surgieron a raíz de la muerte de Tolstoi. Admirado por Rasputín (como hombre religioso, naturalmente; Rasputín jamás leyó ninguna de sus novelas), Tolstoi, que recordemos había sido excomulgado por la iglesia, era denostado por Iliodor, quien, a la muerte del escritor, colgó en su monasterio un retrato para que los fieles lo cubrieran de escupitajos. Este Iliodor, uno de los más clérigos más influyentes en la corte, posteriormente perdió la cabeza de tal modo que fue suspendido por el Santo Sínodo. Despechado y chulo, Iliodor fundó una comunidad religiosa llamada Nueva Galilea, que era una "asociación de mujeres y jovencitas entregadas en cuerpo y alma a la cuasa contra Rasputín. Su principal objetivo era atrapar al falso stárets y castrarlo, para que no enlodase más a criaturas inocentes".
Pero aún hay más, porque en 1916 Iliodor partió para Nueva York donde, al año siguiente, apenas 6 meses tras la caída de la monarquía, se interpretó a sí mismo en la película La caída de los Romanov.
 
La caída de los Romanov, con el hieromonje Iliodor interpretándose a sí mismo 

Rasputín siempre estuvo en contra de la participación de Rusia en la I Guerra Mundial. Su convalecencia tras el apuñalamiento coincidió con el momento en que Nicolás II tomó la decisión de intervenir. Los historiadores se preguntan qué hubiera sucedido si nuestro héroe hubiera podido lanzarle una miradita o dos de las suyas al zar. ¿Habría conseguido imponer su voluntad sobre el zar y detener la tragedia en la que se iba a hundir el país? Es difícil afirmarlo, máxime cuando la influencia de Rasputín sobre el zar nunca fue tan grande como sobre Alexandra, pero en cualquier caso es evidente que Nicolás II habría encontrado en la oposición del monje a la guerra un obstáculo formidable.
Es decir, que tampoco caeré en la tentación de afirmar que una puta sin nariz cambió el curso de la historia.

Rasputín convaleciente de su intento de asesinato

Suele sucederme, y lo digo una vez más, que las obras de Henri Troyat, a quien considero un biógrafo tan bueno como Stefan Zweig, se me hacen imposibles de resumir. Cada una de sus páginas, y más en una historia como la de Rasputín, es sencillamente apasionante, lo cual quiere decir apasionante de una manera bien sencilla. Uno pasa las páginas embobado, mientras ante él se suceden los embrollos de la corte, el hundimiento del prestigio del zar, que sólo recuperó brevemente gracias al entusiasmo popular ante la Gran Guerra; los rumores, las mentiras, las leyendas y los escándalos provocados por Rasputín, de quien se llegó a decir que fue amante de la zarina, algo que niegan práticamente todos los historiadores; la sorprendente sensatez de algunos de los consejos de Rasputín al zar en asuntos militares; la intervención de nuestro héroe a favor del acusado en el fascinante y vergonzoso caso Beilis; las teorías conspiratorias que acusaban al monje de ser un agente al servicio de Alemania; la partida de Nicolás II al frente para tomar las riendas de su ejército, lo que deja a la zarina sola en la corte con "nuestro amigo"; el mismísimo Kerenski, futuro Primer Ministro en el gobierno provisional, informado del plan para acabar con Rasputín; la increíble historia de ese asesinato, en el que estuvieron involucrados un príncipe y un diputado de extrema derecha; o la increíble profecía de Rasputín al zar:

Presiento que perderé la vida antes del 1 de enero. Quiero que el pueblo ruso, Papá [el zar], la Madre rusa [la zarina], los niños y la tierra rusa sepan lo que han de hacer. Si los que me matan son vulgares asesinos , en particular, mis hermanos, los campesinos rusos, tú, zar de Rusia, no tendrás que temer por tus hijos. Reinarán durante siglos. Pero si los que me matan son boyardos, nobles, y vierten mi sangre, sus manos estarán manchadas con mi sangre durante veinticinco años. Tendrán que irse de Rusia. Los hermanos se alzarán contra los hermanos, se matarán entre sí y se odiarán, y durante veinticinco años no habrá nobleza en el país. Zar de la tierra rusa, si oyes el toque de campana que anuncia la muerte de Grigori, debes saber que, si uno de los tuyos es el cuasante de mi muerte, ninguno de los tuyos, ningún hijo tuyo vivirá más de dos años. El pueblo ruso los matará [...] A mí me matarán. Ya no estoy entre los vivos. ¡Reza! ¡Reza! ¡Sé fuerte! Piensa en tu bendita familia.

Félix Yusupov, asesino confeso y sin embargo presunto

Como todo lo que rodea a la vida del monje diabólico, la muerte de Rasputín está envuelta en las tinieblas de la leyenda. La única versión de primera mano es la que nos proporcionó el presunto asesino, Félix Yusupov, en sus memorias, y es la que, con las debidas reservas, se ha dado por buena. Le otorga credibilidad el hecho de que alguien tan vanidoso como el propio Yusupov no queda demasiado bien parado, y en ocasiones la escena tiene más de farsa vodevilesca que de leyenda.
Nos cuenta Yusupov en sus memorias que, tras haber conseguido introducirse con argucias en el círculo de Rasputín, invitó al monje a su palacio, no se sabe muy bien con qué argucias. Algunos cuentan que Rasputín se frotaba las manos ante la posibilidad de un encuentro con la esposa de Yusupov, y hay quien asegura que Yusupov mismo jugó esa carta cuando en realidad la bellísima Irina se encontraba en Crimea. También ha habido quien ha sugerido que Yusupov, que era bisexual, decidió matar a Rasputín por despecho, al ver rechazados sus intentos de explorar bien a fondo la leyenda que rodeaba al monje (leyenda quizás injustificada; el cirujano que atendió a Rasputín tras el atentado en Pokrovskoye aseguró que tampoco era para tanto).

El cadáver de Rasputín, con el rostro completamente desfigurado

Sea como fuere, Rasputín se presentó en el impresionante palacio del príncipe. Éste, tras ofrecerle pasteles envenenados y ver cómo Rasputín se los comía como si nada, subió al piso de arriba para consultar con sus cómplices: "Oye, que no se muere, ¿qué hago?". A continación bajó y le descerrajó un tiro en el corazón. El doctor, que también se encontraba en el palacio comprobó que Rasputín estaba muerto, y acto seguido empezaron a intentar eliminar todo rastro del crimen. Horas más tarde, Yusupov tuvo un funesto presentimiento. Bajó al sótano, donde se había cometido el crimen (y que hoy tiene una reproducción en cera de la escena del crimen), y tomó el pulso al cadáver... que de repente abrió un ojo y le echó las manos al cuello. Sí, parece ser que más de un guionista ha leído las memorias de Félix Yusupov. Según éste, Rasputín consiguió levantarse y huir, y fue en el patio donde el diputado Purishkiévich le volvió a disparar antes de que consiguiera salir a la calle. Rasputín volvió a caer, presumiblemente muerto, pero, por si acaso, le remataron a patadas y porrazos, antes de tirar su cuerpo al río, de donde fue recuperado pocos días más tarde. Una historia increíble, sí, pero es la única que hay.
 

Recientemente se ha especulado con la teoría de que no fueron Yusupov y compañía quienes acabaron con la vida de Rasputín, sino que el asesinato fue organizado y llevado a cabo por los servicios secretos británicos. Efectivamente, la influencia de Rasputín sobre Nicolás y Alexandra hacían peligrar la intervención de Rusia en la guerra. Si Rusia se hubiera mantenido al margen, Alemania habría podido dirigir todas sus fuerzas al frente occidental, es decir, contra Inglaterra. Investigaciones recientes parecen dar relativa credibilidad a esta hipótesis, que no deja de ser una atractiva y tentadora teoría. No obstante, los servicios de inteligencia británicos no son la KGB, y cuesta creer que semejante información se haya podido mantener oculta durante in siglo.

El cuerpo, tras ser rescatado de las aguas del Málaya Nevka.

Pero la historia sigue, naturalmente. Poco después se cumplió la profecía de Rasputín, quien no previó, sin embargo, que su cadáver sería sacado de la tumba e incinerado por orden de Kerenski. Los candidatos a exilio se exiliaron, entre ellos, naturalmente, Yusupov, que pasó a la historia como el hombre que mató a. El chalado de Iliodor acabó sus días en Nueva York, trabajando de conserje. Por su parte, una de las hijas de Rasputín, Maria, se dedicó al maravilloso mundo del circo. Años más tarde, una de las hijas de Maria entabló amistad con Irina Yusupova, hija del hombre que mató a su abuelo. 

Y si pensáis que me iba a resistir a lo irresistible, andabais muy equivocados. Uno es fuerte, pero humano. Sirva como atenuante que este vídeo nos muestra al legendario cuarteto junto al Kremlin, así como al inimitable y legendario Bobby Farrell luciendo una barba tan luenga y recia como la de nuestro héroe. ¡Ra ra...!


jueves, 2 de enero de 2014

El zar de la Tercera Roma


Iván IV tras haber matado a su propio hijo, de Ilyá Repin

En la gran plaza de Kremlin los obreros instalaron diecisiete horcas, un enorme caldero lleno de agua colgado encima de un montón de leña y una sartén del tamaño de un hombre; también tensaron unas cuerdas para cortar en dos los cuerpos por frotamiento.

El Grande, El Hermoso, El Sabio... De todos los sobrenombres que los monarcas tienen a su disposición, el que Iván el Terrible eligió le iba que ni pintado, y no sólo por esa cita introductoria tan ilustrativa.
Convencido de ser descendiente directo de César Augusto, Iván IV Vasílievich quería hacer de Rusia la Tercera Roma, tras el Imperio Romano de Occidente y el de Bizancio, y por ello fue el primer gobernante ruso en proclamarse zar ('césar'). Se sentía elegido por Dios para servirle a Él y a su país, y si para cumplir su misión tenía que actuar de manera implacable, así lo haría. Iván sólo se sentiría obligado a responder ante Dios. Nos dice Troyat en esta apasionante biografía:

Para él, escuchar a los demás era dejar de reinar. Su poder no se apoyaba en el pueblo, sino en Dios. Y no veía a Dios como juez, sino como socio. O incluso como cómplice.

No fue hasta la segunda mitad de su reinado cuando empezó a conocérsele como "el Terrible", pero en realidad el adjetivo грозный (groznyi) significa en ruso algo así como "formidable", "amenazador", o más bien, "inspirador de temor", es decir, Iván era terrible como Dios mismo es terrible.

Un moribundo Basilio III bendice a su hijo Iván

Nuestro zar forma parte de esa galería de gobernantes que han pasado a formar parte del imaginario colectivo, no sólo en su país, sino también en todo occidente. Sin embargo, a diferencia de Enrique VIII, María Antonieta o Vlad el Empalador, de cuyas vidas conocemos al menos un detalle que nos permite hablar de ellos como expertos, de Iván el Terrible poca gente sabe más que lo que nos dice su nombre, a saber, que era ruso y terrible.

La Rusia que hoy conocemos, es decir, el país que, aun tras la desintegración de la URSS, sigue siendo un territorio gigantesco, debe en gran medida sus fronteras a Iván IV Vasílievich, que consiguió anexionarse los anhelados janatos tártaros de Kazán y Astracán, así como el inmenso territorio de Siberia. Del mismo modo, si bien nuestro héroe no modernizó el país, que siguió considerablemente retrasado respecto a Europa, sí logró unificarlo bajo su única autoridad, impidiendo así que en el país se consolidara un régimen feudal a manos de los boyardos. Este logro constituye el inicio de la autocracia rusa, que muchos ven aún hoy personificado en Vladimir Putin.


La Catedral de San Basilio, encargada por Iván para conmemorar la conquista de Kazán 

Nuestro héroe heredó el trono a los tres años de edad. Su padre, Basilio III, lo nombró sucesor en su lecho de muerte y en presencia de los boyardos, a los que no les hizo puñetera la gracia obedecer a un mocoso y a su madre, Elena Glinskaya, que sería Regente. Elena, hija de un tránsfuga lituano, era de familia católica y, para colmo de horrores, había sido educada muy " a la alemana", es decir, tenía una cultura y una libertad de costumbres inusitadas en aquella Rusia anclada en el oscurantismo. Pero no era su educación el mayor obstáculo para ser aceptada por los boyardos, sino el menguante poder e influencia de éstos desde tiempos de Iván III, y el rechazo que, por tanto, sentían ante cualquier monarca que no fuera un mero títere en sus manos.

Iván junto a su madre moribunda, en la película de Eisenstein

Elena gobernó como regente durante cinco años más, hasta que murió, posiblemente envenenada por los boyardos. Iván siempre albergó esa sospecha, y algunos análisis recientes sugieren que no iba desencaminado. Nuestro héroe, pues, se quedó huérfano a los ocho años. Desde aquel momento, los boyardos dejaron de lado a Ivancito, ocupados como estaban en pelearse entre ellos y olvidando que, por la cuenta que les traía, al niño también deberían haberle dado jarabe. Iván, por su parte, se dedicó a acumular rencor contra los boyardos, sabedor de que su momento llegaría.

El momento llegó el día que, durante un banquete al que había invitado a los boyardos, los acusó de haber abusado de su juventud y de haber gobernado de manera injusta y cruel. Al príncipe Andrei Shuiski no se le ocurrió nada mejor que reírse de Iván y ningunearlo, y llegó a poner las botas en su cama. Iván, que a la sazón contaba con tan sólo trece años, se la jugó y ordenó su arresto. La jugada le salió bien, los guardias arrestaron a Shuiski y lo lanzaron al patio donde estaban los perros de caza, que lo devoraron vivo. Habemus zar!

Iván conquista la ciudad de Kazán, de A. D. Kivshenko

Cuatro años más tarde, Iván se casaba con Anastasia Románovna y era coronado zar. Desde el primer momento, se mostró como un gobernante implacable, devoto de Dios, entregado a la causa del pueblo ruso, ansioso por la conquista de nuevos territorios en el este y por consolidar una porción de la costa báltica. Rusia debe a Iván, como ya he dicho, la anexión de Kazán, arrebatado a los tártaros, y el mundo entero le debe la icónica Catedral de San Basilio, construida en conmemoración de dicha conquista. No obstante, pese a sus gloriosas conquistas, Henri Troyat nos presenta a lo largo de su extraordinaria biografía un Iván bastante poco heroico que siempre está en segunda fila de batalla, y que no duda en columpiarse posteriormente sobre las gestas de sus generales.

Las cosas empezaron a torcerse para Iván y, sobre todo, para los boyardos, en 1553, cuando el zar cayó gravemente enfermo. Convencidos de que su señor tenía los días contados, los boyardos empezaron de nuevo a intrigar por la sucesión. Iván redactó un testamento en el que señalaba como sucesor a su hijo Dmitri, de apenas unos meses de edad. Mientras una facción de los boyardos aceptaba someterse a la última voluntad de su zar, otra facción se inclinaba por entregar el poder a Vladimir Andréyevich, príncipe de Staritsa y primo hermano de Iván. Pero inesperadamente, Iván se recuperó y, de manera todavía más inesperada, no tomó medida alguna contra los boyardos traidores, sino que aceptó de aparente buen grado sus temblorosas manifestaciones de alegría por su recuperación. Es posible que, durante su enfermedad, las súplicas de Iván a Dios hubiesen sido acompañadas por promesas de buena conducta (que, naturalmente, habría que esperar un tiempo antes de romper). De todos modos, a partir de ese momento, Iván el Terrible nunca volvió a tener plena confianza en nadie.

Los oprichniki dando una lección a un boyardo y su familia

Las atrocidades que llegaría a cometer Iván IV a lo largo de su vida incluían empalamientos, descuartizamientos, desollamientos, personas asadas vivas, destripadas por osos, prisioneros quemados vivos y todavía me guardo alguna de excesivo mal gusto. Su abogado defensor alegaría hoy enajenación mental transitoria provocada por un profundo trauma. Porque Iván no siempre fue Terrible. Si bien es cierto que de niño mostraba gran afición por torturar bichos, su carácter se había atemperado relativamente gracias a la influencia de la zarina, Anastasia Romanovna. Así, el día en que la zarina murió, de manera repentina e inesperada, algo se rompió definitivamente en el alma de Iván. Al igual que con su madre, el zar sospechó que su esposa había sido envenenada (en su gran película sobre el personaje, Eisenstein señala directamente a Eufosina, tía del zar y madre de Vladimir Andréyevich), lo cual probablemente terminó de desquiciar a Iván.

Aparte de sus conquistas, otro ejemplo del gran legado de Iván a la posteridad es la oprichnina, que puede considerarse precursora del KGB. Fue sobre todo debido a los desmanes de los oprichniki que Iván aterrorizó al pueblo ruso a lo largo de las dos décadas siguientes. La oprichnina era su guardia personal, que constaba de 6.000 mercenarios, quienes según Troyat procedían de las clases más bajas, aunque otros historiadores sostienen que en su origen estaba formada por miembros de la nobleza.

Los oprichniki, de Nikolai Nevrev

Los orígenes de esta guardia personal (en realidad, el término oprichnina también se refiere al territorio donde esta guardia tenía carta blanca para actuar) hay que buscarlos principalmente en los estragos que la Guerra Livona causó en la economía rusa. El descontento llevó al príncipe Andrei Kurbski, hombre de confianza de Iván, a desertar y pasarse a las tropas lituanas. Eisenstein, por su parte, achaca la traición de Kurbski a su ambición por convertirse en zar. (Hay que recordar, al hablar de la película de Eisenstein, que en los años 40, en el apogeo del estalisnismo, la figura de Iván IV estaba siendo objeto de revisión por los historiadores soviéticos con el fin de hacer de él un gran líder del pueblo ruso, comparable en grandeza al Padrecito de los Pueblos. Stalin, naturalmente, sentía gran admiración por Iván Vasílievich). Iván nunca perdonó a Kurbski su traición, y ambos se entregaron a una vitriólica relación epistolar que no tiene desperdicio, y que en ocasiones se asemeja a un foro político de internet:

... Y ahora callo, porque ya dijo Salomón que no hay que gastar palabras para dirigirse a los tontos, y tú eres uno de ellos.

A lo que el otro responde:

Deberías avergonzarte de escribir como una vieja y enviar una carta tan mal redactada en un país donde no faltan buenos conocedores de la gramática, la retórica...

Y así, una carta tras otra. En todo caso, la traición de Kurbski afectó sobremanera a Iván, que abandonó Moscú con destino desconocido, para, un mes más tarde, anunciar su abdicación en una carta al pueblo, en la que acusaba a los boyardos y a la iglesia de haber traicionado a Rusia. No queda claro si todo fue una astuta jugada de Iván, o si fue mera casualidad, pero el resultado no pudo ser mejor para el zar: al pueblo le entró el cangueli y partieron multitudes en peregrinación a la residencia del zar en Alexandrova Sloboda para implorarle que regresara. Iván accedió, con la condición de recortar todavía más los privilegios de los boyardos y de la iglesia, y de gozar él mismo de un poder absolutamente ilimitado. El pueblo, enemistado desde hacía tiempo con los boyardos, dijo que sí a todo, sin saber la que se le venía encima. Era el comienzo de la verdadera autocracia en Rusia.

Nikolai Cherkassov, el Iván de Eisenstein...

Uno de los episodios más negros del reinado de Iván IV fue la masacre de la ciudad de Nóvgorod. Los habitantes de esta ciudad, conquistada por Iván III, abuelo de nuestro amigo, añoraban su independencia, que, merced al comercio con Lituania y Suecia, les había permitido convertirse en una gran y próspera ciudad. Este descontento de la ciudad hacía sospechar al zar, cuya paranoia aumentaba por momentos, que se estaba gestando alguna traición, por lo que encargó del caso a la oprichnina. Sn entrar en detalles sobre las atrocidades que cometieron los oprichniki, baste decir que Nóvgorod, una de las ciudades más antiguas de Rusia, y la tercera más grande en aquella época, nunca volvió a recuperarse de aquel golpe.

... y Piotr Mamónov, el de Lungin. Poeta, rockero e impresionante actorazo

Aparte de su crueldad, Iván IV parecía tener un insaciable apetito sexual. Antes de ser coronado zar, ya había poseído a cientos de mujeres, y su voracidad continuó a lo largo de toda su vida. Llegó a tener ocho esposas diferentes, pero sólo dos de sus hijos llegaron a la edad adulta. Uno de ellos era Fiódor, que sufría una discapacidad mental y que aún así llegó a ser coronado zar, aunque el poder de facto lo tuviera su ministro Boris Godunov. Con Fiódor se extinguió la dinastía de los Rurik. El otro, el mayor, era Iván Ivánovich, quien, aunque nunca llegó al trono, era de hecho el primero en la línea de sucesión.

Los habitantes de Novgorod huyen ante la llegada de los oprichniki

Zar y zárevich eran uña y carne. Iván Ivánovich sentía admiración hacia su padre, y éste estaba más que orgulloso de su hijo, que además de ser culto y valiente, había heredado su exquisita sensibilidad. Era entrañable verlos a los dos juntos deleitándose con las torturas de sus víctimas, y cuentan algunos cronistas que se intercambiaban las amantes. Parece ser que la última tortura que presenciaron en mutua compañía fue la de Eliseo Bomelius, proveedor oficial de venenos de la corte, a quien asaron vivo. Poco después, el zárevich hizo un comentario fuera de lugar sobre el modo en que Iván llevaba a cabo la guerra contra Polonia y, luego, otro comentario a destiempo que Iván oyó por ahí terminó por agriar la relación. Así, un mal día, Iván se encontró con su nuera en una sala de su residencia. Elena Sheremeteva se había ganado el cariño de su esposo y, hasta entonces, la aprobación de Iván, que no era precisamente un suegro fácil y que había forzado a su hijo a encerrar a sus anteriores esposas en un convento. Al ver a Elena de una guisa que él consideraba impropia de una futura zarina, la golpeó con tanta violencia que, según Troyat, le provocó un aborto. Cuando el zárevich quiso afearle la conducta, Iván, paranoico perdido, creyó ver un conato de rebelión, y con su cetro le atizó un mandoble en toda la cabeza. Iván Ivánovich murió cinco días más tarde.

El zar meditando junto al lecho de muerte de su hijo, de Viacheslav Schwarz

En sus últimos años, deprimido, atemorizado por las consecuencias para su alma que iba tener en el Juicio Final su vida de iniquidad, a Iván no se le ocurrió otra cosa mejor que hacer que una lista de todas las personas que había ordenado matar a lo largo de su vida. Es de suponer que en esa lista sólo tenían cabida las víctimas cuyos nombres era capaz de recordar, dado que la susodicha apenas llegaba a unos 3.700. Huelga decir que allí no están, por ejemplo, las decenas de miles de víctimas de la masacre de Novgorod.

He aquí una muestra del retrato psicológico que hace Troyat de este Iván aterrorizado y desquiciado.

Había unificado el país pese a la oposición de los boyardos. ¿Habría conseguido ese resultado glorioso de no haberse librado de sus peores enemigos mediante la tortura? ¿Qué importancia tenían unos miles de cadáveres martirizados frente a todos los pueblos, todas las tierras conquistadas para Rusia? Pero con Dios nunca se sabe. Después de haberle respaldado siempre, el Altísimo era capaz de reprocharle, en el último momento, la hecatombe de Nóvgorod, o sus matrimonios excesivos, o el asesinato del zárevich. Este último acto de violencia podía ser la gota de sangre que desbordara el vaso. No, no, porque Dios también era responsable de la muerte de su hijo, Cristo. Había dejado que Jesús muriea en la cruz. Dios y el zar, ambos asesinos de sus hijos, estaban destinados a entenderse.


Vasnetsov hizo el retrato más conocido de Iván el Terrible

A lo largo de la historia ha habido numerosos personajes de una crueldad sin límites que se han convertido en verdaderos héroes nacionales y, aún hoy, no han pérdido un ápice de esa aura gloriosa. Así, por ejemplo, no son pocos los rumanos que consideran que el sadismo de Vlad el Empalador no era mayor que el de otros gobernantes de la época, y que, por el contrario, fue esa mano dura la que salvó al país, e incluso a Europa, de las garras del turco. También en Rusia, del terrible Iván a menudo se han dejado de lado sus desmanes para centrarse en su gran legado: la modernización (muy relativa) del país, con un nuevo código de leyes; la creación del Zemski Sobor, el primer parlamento ruso; y la fundación de un gran estado transcontinental, multiétnico y pluriconfesional. Esta benevolencia con el déspota no se da sólo en la sociedad y entre los historiadores, sino que parece ser que también en los cuentos folklóricos la figura de Iván suele aparecer como un benefactor de los oprimidos. Supongo que nada de esto puede sorprendernos hoy, en un mundo en que son tantos los que prefieren olvidar los crímenes de los dictadores de ayer y reivindicarlos por sus supuestas buenas obras.


Iván murió durante una partida de ajedrez

Llevo unos días sumido en una fiebre por Iván el Terrible que está poniendo en peligro mi matrimonio.

Cariño, ¿qué podemos ver esta noche?
Iván el Terrible, de Eisenstein.
Cariño, ¿qué podemos ver esta noche?
La segunda parte de Iván el Terrible, de Eisenstein.
Cariño, ¿qué podemos ver esta noche?
El zar, una película rusa de 2009 sobre... Iván el Terrible.
Cariño, ¿puedo cerrar estas treinta ventanas que tienes abiertas en internet?
Sólo las que no sean sobre Iván el Terrible.

Dos semanas escribiendo esta entrada, y todavía me pierdo de enlace en enlace, leyendo más y más sobre el personaje y su tiempo. Y tengo la sensación de que no he dicho nada, ¡con todo lo que hay para contar! No he dicho nada de los hombres que rodeaban a Iván, como por ejemplo el odioso Maliuta Skuratov, líder de los oprichniki y una especie de Dzerzhinsky de la época. Tampoco he hablado de sus rivales, como del transilvano Esteban Báthory, que además de ser un personaje la mar de interesante, era tío de Isabel Báthory, la mayor asesina en serie de la historia, y de quien quizá hable en otra ocasión. No he mencionado más que de pasada a Bomelius, el envenenador y astrólogo holandés que acabó quejándose al zar de que le tenía frito. Tampoco he hablado de la relación de Iván con Isabel I de Inglaterra, con quien quería llevar esas relaciones un poco más allá de lo meramente comercial (según parece, encargó al viajero y explorador Anthony Jenkinson que sondeara con discreción a su Majestad. Una especie de "pregúntale si sale con alguien"; para entendernos). Y apenas he mencionado de pasada las películas de Eisenstein y de Lungin. Cuatro palabras sobre ellas:

La de Eisenstein, rodada en plena guerra y con los alemanes invadiendo el país, tenía el beneplácito, naturalmente, de Stalin, gran admirador de la figura de Iván. Estaba concebida como una trilogía, pero la realización de la tercera parte se detuvo cuando se anunció que la segunda no se iba a estrenar: no le había gustado al Padrecito de los pueblos. Este Iván el Terrible me ha parecido extraordinario, como casi todo lo que hizo este director. Escenas bellísimas, gran música de Prokofiev, interpretaciones entrañablemente histriónicas por parte de todo el reparto ("¡Oh, muero envenenada!"), y cada fotograma, una obra de arte. Eisenstein dio una gran relevancia al personaje de Efrosinia Staritsa, que apenas aparece en el libro de Troyat, e incluso se tomó la licencia poética de alterar los hechos históricos con el fin de dar un mayor dramatismo a la muerte de Vladímir, hijo de Efrosinia.


Por su parte, la versión de Pável Lungin se centra sobre todo en la relación entre Iván y el metropolita Felipe, quien osó plantar cara al déspota y acabó como podemos imaginar. Realizada en 2009, El Zar es, obviamente, muchísimo más realista, desde todos los puntos de vista, que la de Eisenstein. Los personajes, desde el zar hasta el último campesino, son absolutamente creíbles en su papel: sucios, andrajosos, con el pelo grasiento y enmarañado y los dientes podridos. Las escenas de violencia son francamente desagradables; la ambientación, impecable; la fidelidad a la historia, yo diría que absoluta. En conjunto, se trata de una película muy... bastante... Hm, es difícil describirla, dado que las atrocidades más espantosas e inhumanas cometidas por los oprichniki son un juego de niños al lado de los subtítulos de esta versión. Gajes de internet, supongo. Pero también supongo que si, a pesar de ellos, he disfrutado tanto con la película, es porque ésta es excelente.


En resumen, un Troyat extraordinario como siempre, perfectamente acompañado por el maestro Eisenstein y por Lungin, un director al que no conocía, y que hace honor al fascinante personaje de Iván el Terrible.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Daily Life in Russia under the Last Tsar, de Henri Troyat



Como no soy experto en el tema, no sé si Henri Troyat fue un gran historiador. De lo que no me cabe duda es de que era un grandísimo divulgador de la historia. Troyat, sencilamente, era incapaz de escribir algo aburrido. Cuando la pasión se une al talento, y encima se está libre de cualquier atisbo de pedantería o pomposidad, el resultado no puede decepcionar. La cosa no tiene más misterio.
Para hacer de esta crónica de la vida diaria en la Rusia de 1903 un libro tan interesante y fácil de leer, Troyat se sirvió de un sencillo y descarado artificio: se inventó el personaje de Edward Russell, un inglés de 26 años, hijo de un rico empresario que, por intereses tanto comerciales (Rusia se perfilaba como un futuro gigante económico) como humanísticos, envía a su hijo a Moscú para que aprenda cómo se hacen allí las cosas. Este artificio le permite al autor mostrarnos los hechos desde el punto de vista del de fuera; le permite asimismo presentarnos en forma de diálogo lo que en otro libro sería una exposición de hechos. Permite al personaje de Russell hacer deducciones erróneas y reaccionar con sorpresa e incredulidad ante la realidad. Y naturalmente, permite ironizar y criticar. 


Pertrechado de su guía Baedeker de Rusia, Russell llega a Moscú, donde se alojará en casa de Alexander Vassilievitch Zubov, un próspero comerciante moscovita que había visitado previamente la empresa del señor Russell. De la mano de Zubov y de su familia, con paseos por aquí, cenas por allá, viajes por el Volga, espectáculos de ópera, incursiones en el lumpen, visitas a fábricas, mercados, juzgados y hospitales, y hasta un pase de revista al ejército por parte del zar, el joven inglés, de curiosidad insaciable y gran afán por aprender, nuestro amigo inglés hará un amplio recorrido por toda la sociedad rusa. 

Un rico comerciante, de Boris Kustodiev

El lector de Daily Life in Russia... (Vida Cotidiana en Rusia en los días del Último Zar, por desgracia inédito en español) no puede dejar de tener la impresión de que la motivación de Troyat al escribirlo fue doble. Por un lado, el libro tiene una clara vertiente académica, disimulada bajo un estilo accesible y  ameno. Troyat dedica, por ejemplo, capítulos enteros a explicar el sistema administrativo y los diferentes grados de funcionario (¿os acordáis de esos "funcionario de 12º grado" de Gógol?), así como la justicia, los obreros o la iglesia ortodoxa.


Por otro lado, es imposible olvidar la carga personal que la redacción de un libro así había de tener para el autor. Troyat, como Nabokov, Rothko, Bunin, Berberova, decenas de artistas e intelectuales y, por supuesto, miles de ciudadanos anónimos, fue arrancado de su tierra para no volver jamás. Puede decirse que, en el caso de la Revolución rusa, el exilio fue una tragedia aún mayor que en otros países, dado que el exiliado ruso no sólo no pudo volver a pisar su tierra, sino que además su país, tal y como lo conocía, dejó de existir. Personalmente, no me cabe duda de que, aunque Troyat nos dice que el libro fue un encargo, él se volcó en este proyecto de recuperación de su propia memoria, de la de sus padres, y la de su sufrida tierra natal. (Me pregunto qué me quedaría a mí si me hubieran arrancado de mi tierra a los 9 ó 10 años: ¿Mazinger Z, el referéndum de la Constitución;  el billete de metro a 5 ptas., el litro de gasolina a 20; atentados de ETA, Camilo Sesto, los últimos pantalones de campana, el Papus, los caramelos Chimos, la plaza Virrey Amat, los años del destape?)

Los sirgadores del Volga, de Ilyá Repin. Russell vio a algunos de los pocos que quedaban.

Huelga decir, sin embargo, que aparte de una concesión final al lector sentimental, el autor no siente el menor atisbo de nostalgia ni nos quiere vender las bondades de aquella sociedad. Corrupción, miseria, explotación y censura eran el pan nuestro de cada día, y así lo refleja Troyat.

Y para terminar, os dejo aquí  un interesantísimo documento visual (con la inevitable carga publicitaria de las páginas web rusas) sobre la Rusia de hace 100 años que nos describe el gran Troyat en este libro.

sábado, 26 de marzo de 2011

Catalina la Grande, de Henri Troyat


No se le puede pedir más a un libro. Historia, biografía, y culebrón, con asesinatos de emperadores, zarinas crueles y caprichosas, sexagenarias cepillándose a tiernos mancebos, bebés encarcelados, zares con fimosis, cosacos que afirman ser el zar que todos creían muerto, amantes convertidos en celestinos de su antiguo amor...

"Lacayos, ponedme un poco de colorete"

A Catalina, cuyo verdadero nombre era Sofía Augusta Federica de Anhalt-Zerbst, la vida le cambió a sus tiernos 15 años, cuando la emperatriz Isabel la hizo llevar a Rusia para ver si le convenía como esposa a Pedro Ulrico de Holstein Gottorp, ahijado de su hermana Ana y nieto de Pedro el Grande. No se puede decir que se gustaran, o desde luego ella no se llevó una gran impresión con Pedro Ulrico, quien, por lo visto, aparte de sufrir cierto retraso mental, no había sido muy agraciado por la naturaleza en ningún otro aspecto.

Pedro III de Rusia

Se casaron, pero la noche de bodas el heredero al trono dejó a la desposada esperando en el lecho nupcial y llegó horas más tarde borracho como una cuba. Las noches siguientes los ardores de Catalina tampoco pudieron apagarse, pues Pedro se dedicó a jugar con sus soldaditos de madera en la cama. Pedro, que sufría de fimosis, procuraba compensar su fracaso matrimonial inventándose conquistas y alardeado de ellas ante Catalina, que siguió siendo virgen muchos años después de casarse.

Desde el primer momento de su llegada a Rusia, Catalina, por cuyas venas no corría ni una gota de sangre rusa, se volcó en su nuevo papel de futura emperatriz de todas las Rusias. No sólo se dedicó de lleno a aprender la lengua, sino que además se convirtió a la fe ortodoxa, dándole así un disgusto monumental a su padre, al que vio por última vez el día que salió de su casa. Todo lo contrario de Pedro, quien nunca se consideró ruso, vivía obsesionado con la ora aliada ora enemiga Prusia y soñaba con el día en que, coronado emperador, podría germanizar a gusto su imperio. Es de imaginar quién de los dos se ganó con más facilidad las simpatías de la corte y del pueblo.

Y pronto empezó el desfile de amantes, o como se los denominaba, "favoritos". El primero de ellos fue Sergéi Saltykov, del que se dice que fue el padre de Pablo, pese a que Pedro en ningún momento se dio por aludido y se consideró padre del futuro Pablo I. El tiempo pareció darle la razón, ya que Pablo salió tan feúcho, infantil y germanófilo como Pedro.

Pablo I, otro que murió asesinado 

La lista de amantes es larga y la diferencia de edad nunca fue un problema. De hecho, Catalina pasó sus últimos años, ajada, obesa y desdentada, en compañía de un taimado y retorcido favorito, Platón Zúbov, casi 40 años más joven que ella, y a quien, salvo ella, todos odiaban. Lo odiaba sobre todo uno de los favoritos más insignes de Catalina, Grigori Potemkin. Se daba la circunstancia de que Potemkin, que llegó a ser uno de los hombres más poderosos y que más hizo por ensanchar las fronteras de Rusia por el sur, se había cansado, como les pasaba a todos, de cumplir cada noche en la cama de la emperatriz. Ella, siempre generosa con sus amantes, a quienes regalaba, al final de su relación, joyas, tierras y miles de campesinos, decidió encargar a Potemkin, se supone que de manera tácita, de proporcionarle nuevos favoritos. Y parece ser que siempre daba en el clavo. El problema fue que Platón Zúbov iba por su cuenta, de manera que Potemkin perdió gran parte de la influencia que tenía en la corte.

Grigori Potemkin, irresistible

A la muerte de Isabel, Pedro accedió al trono, pero un golpe de estado urdido por el círculo de Catalina y que al final tuvo que llevarse a cabo de manera un tanto precipitada lo destronó a los 6 meses. Su asesinato unos días más tarde por Alexei Orlov, hermano de Grigori, otro de los grandes hombres en la vida de la zarina, fue un jarro de agua fría sobre la reputación de la recién coronada Catalina, cuya participación en el crimen, un accidente según Orlov, nunca se ha podido demostrar.

Iván VI, zar a los dos meses de edad

Uno de los personajes más trágicos, no sólo de esta historia, sino de toda la historia de los zares, es sin duda Iván VI, o Ivanushka, como se le conocía popularmente. Coronado a los dos meses de edad, fue depuesto al cabo de unos meses por Isabel y encarcelado de por vida. Se le conocía en prisión como "el prisionero sin nombre", dado que se intentó desde el primer momento mantener el secreto sobre su identidad. Encerrado a los 12 años en la fortaleza de Shlusselberg, estaba completamente aislado del resto del mundo, apenas se le permitía ver la luz del sol, y había órdenes de que no se le enseñara a leer y escribir. Cabe imaginar que fue a través de sus carceleros, tan prisioneros como él, como aprendió a leer y descubrió quién era, a pesar de que, como es más que comprensible, su salud mental estaba desde hacía años irremediablemente dañada.

Miróvich frente al cadáver de Iván VI, de Tvorozhnikov

Las órdenes que había dado Isabel, a saber, que bajo ningún concepto se le entregara a nadie con vida, aunque se presentara un documento firmado por la emperatriz misma, habían sido confirmadas por Catalina. Y así, el día en que un iluminado subteniente de la fortaleza llamado Vasily Mirovich descubrió la identidad del sin nombre, decidió acabar con el reinado de Catalina y reinstaurar a un auténtico ruso descendiente de zares. Cuando por fin logró entrar en su celda, se encontró con el cadáver de Ivanushka. Sus guardianes habían cumplido la orden.


Pugachov, de enjaulado...

Otro personaje que cualquier aficionado a la literatura rusa reconocerá es Pugachov, el cosaco rebelde que desencadena los acontecimientos en La Hija del Capitán, de Pushkin. Pugachov aprovechó el descontento de los campesinos, que vivían en condiciones de esclavitud, así como de los cosacos, que se sentían despreciados, y, haciéndose pasar por Pedro III, que estaba en la tumba desde hacía unos cuantos años, encabezó una rebelión que acabó con el cabecilla paseado en jaula por Moscú y condenado a ser descuartizado y luego decapitado. Catalina, sin embargo, se apiadó de él y se saltó el descuartizamiento.

...a icono del comunismo

Y como me pasa siempre con libros como éste, podría seguir escribiendo y escribiendo, porque, una vez más, este libro no tiene desperdicio.

Henri Troyat

Henri Troyat (1911-2007) era nieto del cáucaso, ruso de nacimiento y francés de adopción. Su familia tuvo la prudencia de salir de Rusia antes de que las cosas se pusieran chungas del todo, y tras un periplo bastante ajetreado, recaló en París. Escribió alrededor de 100 libros. Ganó el Goncourt con su primera novela, Día Falso, pero es conocido sobre todo por sus libros de historia y sus biografías, entre las que destacan las de los grandes zares y los clásicos de la literatura rusa del siglo XIX.

Entierro de Henri Troyat en Moscú

Cada página de este libro se lee como un novelón. Como ya me lamentaba en mi reseña de Peter the Great, ¿por qué no podemos tener historiadores así en España? ¿Dónde están nuestros Orlando Figes, Simon Sebag Montefiore, Robert K. Massie, Antonia Fraser, Henri Troyat, Simon Schama...? ¿Tienen los nuestros un concepto mal entendido de lo que es cultura? ¿Es debido a nuestro provincianismo? ¿O simplemente es que a los españoles la única historia que nos interesa es la de la guerra civil? Recuerdo los tebeos de Zipi y Zape; para ese par de diablillos estudiar historia significaba aprenderse la lista de los reyes godos. Desgraciadamente, esa mentalidad continúa en nuestro país de catetos, perpetuada por maestros de primaria, profesores de secundaria y catedráticos de universidad. Si algo es entretenido, es trivial y frívolo. Sólo el aburrimiento eleva el alma. ¡País!

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...