Mostrando entradas con la etiqueta literatura india. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura india. Mostrar todas las entradas

miércoles, 27 de abril de 2016

Tren a Pakistán



Un verdadero sij se caracteriza por las cinco kas, como tuvo la gentileza de explicarme aquel sij, cuyo nombre no recuerdo, que conocí en la India. La primera de ellas es el kesh, esto es, el cabello, que, al igual que la barba, nunca se corta y se lleva envuelto en un turbante. Cuando le pregunté por qué él llevaba el pelo corto y la barba afeitada, me informó de que esa tradición depende del gurú al que profeses devoción. No he encontrado ninguna otra fuente de información al respecto, y más bien parece ser que, simplemente, algunos sijs deciden, por cuestiones prácticas, sociales o religiosas, y como sucede con uno de los protagonistas de esta gran novela, dejar de lado esa ka.

La segunda ka es el kara, una pulsera de hierro o acero. Luego viene el kirpan, que en tiempos pretéritos era una espada, pero que hoy, por motivos obvios, se limita por lo general a una pequeña daga. Viene a continuación el kanga, un peine de madera. A medida que me los describía, mi amigo iba mostrándome todos estos artículos. No así, afortunadamente, con el último, el kachehra, unos calzoncillos de algodón.

 Soldados sijs en la Primera Guerra Mundial

En un país como la India, donde la religión, o mejor dicho, las religiones, juegan un papel tan crucial y están tan presentes en cada momento de la vida cotidiana, de entre el fascinante espectáculo que ésta presenta, llama la atención del viajero el aspecto físico de los sijs. Frente a la esbeltez casi escuálida de la mayoría de hindúes y musulmanes, los sijs acostumbran ser grandes, fuertes y orondos, y no sorprende que, pese a que representan apenas un 2% de la población del país, el 20% del ejército indio esté compuesto por sijs. Su reputación belicosa, unida a su impresionante barba y su turbante, les confiere además un aire de majestuosidad que antaño los hacía ideales como guardaespaldas de grandes personalidades políticas. Sin embargo, desde el asesinato de Indira Gandhi a manos de dos de sus guardaespaldas, los sijs tienen muchísimo más difícil el acceso a un trabajo en el campo de la seguridad personal. Todavía se los puede ver, eso sí, como porteros de hoteles de lujo.


Khushwant Singh no era belicoso sino simplemente beligerante, por lo menos en algunas cuestiones, como veremos más abajo. Fallecido en 2014 a la edad de 99 años, Singh fue a lo largo de su vida uno de los escritores indios más prestigiosos, respetados y conocidos a nivel internacional, y se dice de él que tenía un sentido del humor muy fino y socarrón. De su obra leí, hace unos años, Delhi: a novel, cuyas páginas finales, que narran las terribles represalias contra la comunidad sij a raíz del asesinato de Indira Gandhi, recuerdo todavía vívidamente. Por eso mi reencuentro con él en esta magnífica novela que hoy nos ocupa es para mí motivo de gran regocijo.

Hasta 1947, la India, aparte de estar todavía integrada en el Imperio Británico, incluía también los territorios de lo que hoy son Pakistán y Bangladesh. Cuando en junio de aquel año se anunció la fecha de la independencia, el llamado Plan Mountbatten decidió atender también las demandas de la Liga Musulmana de crear un estado musulmán, que estaría situado en esos dos países. (Bangladesh, en realidad, fue Pakistán Oriental hasta su independencia del Occidental en 1971). La creación, así, de dos estados en virtud de la religión profesada por la mayoría de sus habitantes dio lugar a la que fue, indiscutiblemente, la mayor migración humana de la historia. Según el censo de la India de 1951, un total de 7.295.870 personas, entre hindúes y sijs, se establecieron en el país procedentes de Pakistán tras la Partición, mientras una cantidad prácticamente idéntica emprendió el camino inverso. Estamos hablando de 14 millones de desplazados, y huelga decir que un desplazamiento tan descomunal no estuvo exento de tragedia. Según algunos cálculos, hasta dos millones de personas fueron asesinadas en las matanzas entre religiones, y las terribles escenas descritas en la novela son absolutamente verídicas.

Tren cargado de musulmanes rumbo a Pakistán

"Llegaban de Pakistán cargados de refugiados sijs e hindúes, o de la India cargados de musulmanes. Los viajeros iban encaramados al techo de los vagones con las piernas colgando, o subidos a unas literas apretujadas entre los bogies. Algunos iban peligrosamente montados sobre los topes."

Tren a Pakistán no nos habla de los entresijos de aquel complejo proceso político, sino del modo en que la vida en una pequeña comunidad se ve afectada por las decisiones políticas tomadas a miles de kilometros, y de cómo dicha comunidad, donde siempre ha reinado la convivencia, se ve de pronto envenenada por el odio tribal. Como dice el subinspector de policía en su informe al juez del distrito:

Todo bien, de momento. (...) Por la aldea todavía no han pasado refugiados. Estoy convencido de que en Mano Majra ni siquiera saben que los birtánicos se han ido ni que el país se ha dividido en Pakistán e Hinfustán. Algunos conocen a Gandhi...

 Pero antes de adentrarse en el argumento de la obra, hay que señalar alguna curiosidad más acerca de los sijs.

 Gandhi dirigiéndose a una multitud de musulmanes a punto de partir

Aparte de las cinco kas que mencionaba al principio de la entrada, otra característica de esta comunidad religiosa es el apellido Singh, que en el s. XVII el Gurú Gobind Singh ordenó para todos los varones (a las mujeres les impuso Kaur). Si bien dicho apellido, que significa 'león', ha sido adoptado también por otras castas y fes, sigue siendo, con mucha frecuencia, un rasgo que identifica a su portador como miembro de la comunidad sij. Por ello, cuando el personaje de Iqbal llega a Mano Majra, una pequeña aldea poblada por sijs, musulmanes y tan sólo una familia de hindúes, nadie sabe con certeza a qué religión pertenece, pues Iqbal es uno de esos nombres, escasísimos por otra parte, que pueden darse en cualquiera de las tres grandes religiones de la India. Así que nuestro personaje se llama Iqbal Singh, según algunos, y Mohamed Iqbal, según otros... y según convenga a los corruptos representantes de la autoridad y la justicia, que tienen que decidir a qué bando es conveniente que pertenezca el cabeza de turco. Naturalmente, y por si fuera poco, Iqbal, joven trabajador social que ha estudiado en Inglaterra y que llega a Mano Majra, enviado por el Partido, con el objetivo de predicar el comunismo, está afeitado y no lleva turbante. Sólo la presencia o ausencia de prepucio podrá confirmar su fe.

 Camapamento para los desplazados durante la Partición


Construida de manera magistral, la tragedia en Tren a Pakistán tiene dos desencadenantes. El primero de ellos es el asesinato de un hindú a manos de unos bandidos. Iqbal, que llega a la aldea al día siguiente del crimen en el mismo tren que los policías encargados del caso, se va a convertir, pese a ello, en el principal candidato a cabeza de turco, por ser forastero, de religión escurridiza, con estudios en el extranjero y de ideas comunistas.

Pero Iqbal, que, lejos de ser carismático, se nos antoja débil y al mismo tiempo arrogante, es, no obstante, tan sólo uno de entre toda una galería de personajes a cuál más interesante. En apenas 240 páginas, Khushwant Singh consigue, con pasmosa maestría, retratar en unas pocas pinceladas a unos personajes redondos, complejos y muy cercanos a nosotros. Desde Jugga, el gigantesco e irascible bandido sij, hasta Hukum Chand, un juez corrupto, patético y viejo verde, pasando por Meet Singh, el pacífico responsable del templo, o Nooran, la enamorada musulmana de Jugga, todos y cada uno son tan humanos como reconocibles para el lector occidental, por mucho turbante que lleven y por muchas horas que sean capaces de pasar en cuclillas. (Y ahora que caigo, no me viene a la mente ninguna imagen de un sij acuclillado; ¿es posible que algo tan prosaico constituya otra diferencia entre ellos y los hindúes y musulmanes?).

El segundo desencadenante de la tragedia es la misteriosa llegada de un tren a Mano Majra. Pronto descubrimos que ese tren viene de Pakistán y está cargado de cadáveres de sijs. En la aldea no saben cómo reaccionar, y ni siquiera tras semejante atrocidad levantan la mano contra los musulmanes, pero sí empieza a hablarse de la necesidad de 'evacuarlos', siquiera de manera temporal. Desde ese momento, la gran protagonista de la novela es la tensión que se respira, que va en aumento, y que, de esos rumores iniciales acerca de matanzas al otro lado de la frontera, se ha convertido en una presencia insoportable que anuncia un desenlace que sospechamos ineludible. Poco a poco, la maquinaria de la mentira se compincha con los propagadores de odio, mientras en una escenas llenas de simbolismo, Hukum Chand, el juez, encoñado con una prostituta, observa con melancólica indolencia las peleas de las salamanquesas que se arrastran por las paredes.

 Calcuta. Tras la matanza, es la hora de los buitres

La literatura india no abunda en los catálogos de nuestras editoriales. Más allá de Rushdie y algún que otro fenómeno de ventas algo efímero, como Arundhati Roy, la literatura de ese inmenso país es una perfecta desconocida para el lector español. Por eso es tan de agradecer la publicación de una obra como ésta, tan diferente del realismo mágico de Rushdie y del exotismo de Roy. Tren a Pakistán sorprende, de hecho, por un estilo que se nos antoja muy occidental, con unos personajes, insisto, alejados de ese misticismo que algunos siempre buscan en una novela india. En ese sentido, vale la pena escuchar lo que el autor nos dice a través de Iqbal:

La India sufre de estreñimiento por haberse emppapado de tantas tonterías. Tomemos como ejemplo la religión. Para los hindúes, significa poco más que las castas y las vacas sagradas. Para los musulmanes, circuncidarse y comer carne kosher. Para los sijs, llevar el pelo largo y odiar al muslmám. Para los cristianos, hinduismo con salacot. Para los farsi, adorar el fuego y alimentar a os buitres. (...) Y el yoga... ¡El yoga, especialmente, esa maravillosa máquina de hacer dólares! Ponte cabeza abajo. Siéntate con las piernas cruzadas y, con la nariz, hazte cosquillas en el ombligo. Controla todos tus sentidos. Haz que las mujeres se corran hasta que griten "¡basta!" y tú puedas decir "la siguiente, por favor" sin abrir los ojos. Y esa cháchara sobre la reencarnación... De hombre en buey, en mono, en escarabajo. (...) Nosotros somos del misterioso Oriente. Dejémonos de hechos, la fe basta. 

Como veis, Khushwant Singh, ateo recalcitrante en un país donde la religión, valga la redundancia, es sagrada, no deja títere con cabeza. Sin embargo, pese al interés que puede tener, esa intrusión del autor no se justifica del todo en el conjunto de la obra. Tren a Pakistán no es una novela sobre la percepción que en occidente se tiene de la India. Su alcance va mucho más allá. En sus páginas, sólo los nombres de los personajes nos recuerdan que no estamos leyendo una historia sobre persecución y genocidio en Europa. O quizá es al contrario: nos demuestran que estamos ante un espejo de nuestras propias masacres. Pues no. Ni lo uno ni lo otro. El desenlace de la novela, extraordinario, nos saca de nuestro error. Singh no escribió sobre países, fronteras, colonialismo, odio o religión, sino sobre ese tema tan viejo que es el alma humana.

Caravanas de sijs emigrando al Punjab Oriental, en octubre de 1947


Aquí podéis ver un impresionante -y durísimo- documento gráfico de la Partición.

Y aquí podréis leer sobre el veto a los sijs en el campo de la seguridad personal.

miércoles, 5 de junio de 2013

Si estamos en Mississipi, esto es Faulkner


A todos nos gusta leer. A todos nos gusta viajar. Y por eso leer viajando es la hostia, y viajar leyendo ya ni os cuento. A veces, sin embargo, los dos placeres, en lugar de sumar, se multiplican, dando lugar a una experiencia que queda para siempre en nuestra memoria. En mi caso, aunque he viajado mucho y leo bastante, esa feliz combinación indisociable no se ha dado tanto como desearía. He disfrutado muchísimo de los viajes y he disfrutado muchísimo de los libros, pero casi siempre han sido dos experiencias paralelas. Recuerdo, por ejemplo, que en mi viaje a Marruecos leí Middlemarch, de George Eliot, el Pickwick, de Dickens, y la Regeneration Trilogy, de Pat Barker, pero no tengo ni idea de qué leí cuando visité Polonia, México o Bolivia (aunque probablemente sí recuerdo los libros; simplemente en mi memoria no están asociados a aquellos viajes).
En definitiva, esa experiencia lectora casi mística en mi caso se ha dado en las contadas ocasiones en que he dado con el libro acertado, único, para el viaje; ése, y no otro, en el que las calles, paisajes y personas que me rodeaban se fundieron con las palabras, escenarios y personajes de las páginas.


Me pregunto cómo habrá envejecido esta novela, pero sospecho que no muy bien. Wolfe la publicó en el 87, pero a España no llegó hasta dos años más tarde. En casa la compró mi padre, y aquel verano me la llevé conmigo a los EEUU. Tenía yo en aquel entonces 20 años y salía por primera vez de casa, como quien dice. Iba a Estados Unidos para trabajar dos meses en un campamento de verano y pasar luego un mes viajando. Cualquiera que haya visitado Nueva York puede dar fe de que la ciudad causa una impresión difícil de describir. Se trata de un lugar donde uno se siente en casa desde el primer momento, pues en NY nadie es extraño, y tenemos la sensación de que todo nos resulta familiar, de tantas veces que lo hemos visto en la pantalla. No deja de acompañarnos la extraña sensación de que estamos en una película en la que todo es real. Pues bien, imaginad la impresión que le causó a un pardillo de 20 años llegar a la ciudad, en aquel taxi conducido por un vietnamita más ocupado en mostrar el dedo y gritar fuck you! a todo quisqui que en mirar por dónde iba. Hélas, llegados a nuestro destino, vi cómo mis amigos entraban en aquel albergue de la calle 88, lleno de chicos y chicas de todo el mundo, mientras a mí, cosas de la organización, me metían en otro taxi y me despachaban zumbando a la Estación Central, en la calle 42, donde tenía que comprar un billete para ir a las Montañas Catskill (para mí entonces, el culo del estado de Nueva York) y pedirle al conductor del autocar que me dejara bajar en el Red Apple Restaurant (descubro al escribir esto que dicho restaurante era toda una institución en la zona, y que cerró hace unos años), desde donde tenía que llamar al campamento para que me vinieran a recoger. Era de noche ya cuando salió el autocar. 

¡Vengan a buscarme, por favor!

Luego me resarcí de aquella triste llegada interruptus a la Gran Manzana, y, después de que me medio-expulsaran del primer campamento y antes de que me asignaran el segundo, pasé tres semanas pateándome la ciudad, los museos, asistiendo a una misa en Harlem, a conciertos en Central Park y saliendo cada noche con gente distinta que conocí en el youth hostel. De lo que viví en el primer campamento, dirigido por un ex-marine de 70 y pico años, y en el siguiente, un campamento cristiano, podría escribir una entrada bastante extensa. Pero lo importante es que, afortunadamente, entre cabañas con nombres indios, lagos, ciervos, mapaches, mofetas y algún que otro oso negro, en todo momento estuve acompañado por las 900 páginas del libro de Tom Wolfe.

La Nueva York que conocí. Creo que no la cambiaría por la de hoy.

En mi campamento trabajábamos con lo que se llamaba "underprivileged children", es decir, niños de familias desestructuradas del Bronx y Harlem, principalmente. Alguno que otro de aquellos niños crecía solo, abandonado por uno de sus progenitores y malviviendo con el otro, drogadicto. Otros eran capaces de hablar del tiroteo en que alguien se cargó a su tío como aquí podemos hablar del partido del domingo. En definitiva, aunque no era la norma y posiblemente la gran mayoría procedían simplemente de familias sin recursos, para todos ellos la violencia formaba, de alguna u otra forma, parte de sus vidas. Y durante mes y medio, ese mundo del que venían, el del Bronx cuando era el Bronx (hoy la cosa ha cambiado mucho y para bien, dicen), ese crisol de razas, y esa forma de hablar ("yo yo yo, mira!" en inglés en el original) me los encontraba tanto en la página del libro como al levantar la vista de él. El mundo de los yuppies no llegué a conocerlo tan de cerca.

Uno de los campamentos en los que trabajé

Decía antes que no sé cómo habrá envejecido La hoguera de la vanidades. Para los que no lo conozcáis, os diré simplemente que durante un par o tres de años fue EL libro de Nueva York, o, cuando menos, el libro que mejor reflejaba aquel fenómeno social que a finales de los 80 alcanzaba su clímax, aquel mundo, el de los yuppies (qué antigua suena la palabra), que se creyeron por un tiempo los Amos del Universo. El protagonista (¿Sherman?, escribo esto de memoria) es un agente de bolsa que lo ha conseguido todo, que está en la cima y bla bla bla, pero un día se pierde con el coche y acaba en lo más profundo del Bronx, donde se mete en un buen lío, momento a partir del cual empieza su caída. Contada así, no es una historia demasiado original, pero la verdad es que el libro está muy bien escrito, y que reflejaba a la perfección la relación entre las distintas capas de la sociedad en aquella época y lugar. Cuando un libro es tan escrupulosamente fiel a un momento preciso de la historia, pueden suceder dos cosas: que alcance la intemporalidad, o que su grandeza sea completamente efímera. ¿Habrá ardido esta obra junto a aquellas vanidades tan ochenteras?


Años más tarde, emprendí un viaje desde México a Colombia. No sé si fue en Oaxaca o en San Cristóbal donde conocí a una chica norteamericana que estaba leyendo un libro enorme, con una portada bastante bonita y con un título muy curioso. La chica se deshizo en elogios hacia el libro, y como parecía saber de lo que hablaba, en cuanto lo encontré en una librería me hice con él.
La larga noche de los pollos blancos transcurre entre Guatemala, donde lo empecé a leer y, creo recordar, Nueva York. Es una novela extraordinaria, una especie de thriller político mezclado con la historia de Guatemala, una exploración de las relaciones familiares y una historia de amor. 

Puede parecer cutre, pero el servicio es más eficiente que en otro país que yo me sé

Recuerdo la emoción que me producía leer los capítulos situados, por ejemplo, en el lago Atitlán, en Chichicastenango (¡Chichi, Chichi!, gritaban los conductores en la estación de autobuses), Huehuetenango (¡Huehue, Huehue!), ciudad de Guatemala (¡Guate, Guate!) o Antigua, sitios que yo acababa de visitar hacía apenas unos días. Ciudad de Guatemala es posiblemente la única ciudad del mundo donde he pasado miedo. Salí una tarde a dar un paseo y aunque no vi nada ni nadie sospechoso (en realidad no vi nada, la ciudad estaba sumida en una oscuridad casi absoluta), podía respirarse el peligro. Me volví al hotel y a las 8 ya estaba encerrado en mi habitación con el señor Goldman, quien confirmó lo fundados que eran mis temores. Tampoco es que en el hotel se respirara mucha seguridad. Corrían por él hordas de adolescentes con las hormonas a flor de piel que parecían buscar una habitación vacía para entrar a hacer vete tú a saber qué.
Todavía me acompañó el libro cuando fui a la selva a ver los quetzales (en la cabaña, y dentro de mi mosquitera, había más especies de insectos que en toda la península ibérica, y algunos de ellos, del tamaño de palomas), o cuando en el camión que me llevó a Uspantán conocí a un antiguo guerrillero. ¿Nos habíamos visto antes? Estuve a punto de preguntarle si conocía a Francisco Goldman.


Un año más tarde, hallábame yo una noche tomando el fresco en la terraza de mi hotel en Varanasi, frente al Ganges, cuando un chico italiano se me acercó:
-Perdona, ¿eres español?
Entonces caí. El año anterior, él, yo y unos pocos mochileros más habíamos cruzado en una camioneta la frontera entre México y Guatemala. De hecho, habíamos pasado luego un par de días juntos. En fin, una de esas casualidades de la vida mochilera.

Dicen que la India transforma a todo aquél que la visita. Si conocéis a alguien que haya estado allí, coincidiréis en que volvió muy místico y vestido de una forma mu rara. Y desde luego, con unos cuantos kilos de menos. Pero esa transformación también se debe a que, a diferencia de lugares como Nueva York o Buenos Aires, si viajas solo a la India, pasas mucho tiempo solo. Allí conocí a gente que me confesó que en dos meses habían leído más libros que en toda su vida.
El llamado choque cultural, que hace que algunos viajeros no aguanten allí más de unos días (en mi caso, viajé con un amigo que se volvió a España al cabo de una semana), se debe más a la pobreza que a la cultura (que también). Uno puede (o podía; espero que la situación haya mejorado algo) salir del Hotel Taj Majal, el más lujoso de Mumbai, tras visitar su excelente librería, y cien metros más allá, encontrarse con un bebé cubierto de moscas y llorando al lado de su madre, tendida en el suelo y aparentemente muerta. 

Toda una aventura subirse a uno de esos autobuses. Reducen la velocidad, pero no se paran.

Hijos de la Medianoche es un libro que releeré pronto. Cuenta la historia de un chico nacido justo en el momento en que la India conseguía la independencia y me pareció una maravilla, pero aparte de eso, apenas recuerdo nada de él. Me quedan en la memoria un puñado de escenas y sobre todo ese ambiente, esas historias y esos personajes que parecían entrar y salir del libro. Recuerdo la descripción de aquellos minúsculos talleres y tiendas, amontonados unos sobre otros, donde la gente trabaja, come y duerme, situados en Mumbai, Delhi o Varanasi, en callejones con un palmo de barro y orín, con infinitos recovecos y pasajes donde, cómo no, solían encontrarse los albergues más populares. Recuerdo, por poner otro ejemplo, leer las páginas sobre los parsis y su costumbre de dejar que los buitres se coman a los muertos, a quienes dejan en las Torres del Silencio, en Mumbai. Ah, me dije semanas más tarde, ahora entiendo qué era aquel sitio que fui a visitar y en el que no se podía entrar. Era una tarde de monzón, y yo, perdido en algún lugar cerca del Himalaya, donde debí de leer casi 200 páginas de un tirón, volví momentáneamente a la fascinante ciudad de Mumbai. Es curiosa la relación del viajero con Mumbai. Llega uno y piensa que está en el paradigma de ciudad del tercer mundo. Dos meses y medio después de vagar por el país, vuelve a la ciudad y se siente como en Nueva York. Pero en fin, todo esto, que daría para otra entrada, sucedió hace ya muuucho tiempo.


La India, como digo, permite -exige- muchas lecturas, sobre todo si uno pasa allí diez semanas. Son muchas ciudades y pueblos donde no hay absolutamente nada que hacer por la noche, muchas pensiones y hoteles donde no hay más huéspedes que el menda, muchos viajes larguísimos en tren, y muchas horas de espera en las estaciones. Como curiosidad, diré que me había preparado para el viaje con Pasaje a la India, una gran novela que, sin embargo, no me ayudó demasiado a hacerme una idea de lo que me iba a encontrar allí. Por eso, una vez en Mumbai, me compré Malgudi Days, un libro de relatos de R.K. Narayan, uno de los grandes de las letras indias. A diferencia del libro de Rushdie, que leí a continuación, los relatos de Narayan no transcurren en la, no me cansaré de insistir, maravillosa Mumbai, sino en la pequeña ciudad ficticia de Malgudi. Pese a que ésta se encuentra en el sur, adonde no fui, la experiencia de recorrer el Rajastán, Maharashtra o Uttar Pradesh tras haber leído esas historias fue igual de intensa que la posterior lectura de Hijos de la Medianoche. Algunos libros más tarde, le tocó el turno a V.S. Naipaul, que escribió una excelente trilogía de ensayos sobre la India titulados An area of darkness, India: a wounded civilization, e India: a million mutinies now. Los tres son una joya, tanto si conocéis el país como si no, pero hay que decir que Naipaul, que es de Trinidad, aunque de origen indio, es tremendamente crítico con la tierra de sus ancestros. En cualquier caso, estos tres libros los leí hacia el final del viaje, y me ayudaron a entender un poco mejor todo lo que estaba viendo, oliendo, oyendo, comiendo, tocando, respirando, expectorando... El tercer y más voluminoso volumen de la trilogía lo terminé, tras una lectura frenética, en el avión que me trajo a Barcelona de vuelta de uno de mis viajes más inolvidables.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...