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sábado, 9 de julio de 2022

Después del Reich, de Giles MacDonogh

 


Hoy inician los aliados las negociaciones. La radio escupe discursos, rebosa de las bellas palabras con las que nuestros ex enemigos se rinden mutuo homenaje. Yo únicamente entiendo que nosotros, los alemanes, estamos perdidos y entregados, somos una colonia. (Una mujer en Berlín)

Las guerras no terminan con la firma de la capitulación del bando perdedor. Continúan cobrándose víctimas de otra manera durante años, y a veces décadas. Si sabremos de eso los españoles.

La Segunda Guerra Mundial no es una excepción a esta regla. No concluyó ni con el suicidio de Hitler en su búnker ni el día en que Wilhelm Keitel firmó la rendición incondicional. Tampoco lo hizo con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Algunos dirán que empezó a acabarse en la Batalla de Stalingrado; otros, que el principio del fin llegó con Pearl Harbor y la consiguiente entrada de los EEUU en guerra; y los de más allá, que el final de verdad llegó casi cuarenta años más tarde con la caída del Muro. Pero viendo cómo está el patio, uno llega a la inevitable conclusión de que llevamos desde los años 30 en una guerra permanente que simplemente cambia de vez en cuando de escenario.

El mariscal de campo Wilhelm Keitel, acompañado de oficiales soviéticos, antes de firmar la rendición incondicional de Alemania

Sea como sea, la Historia necesita fechas, así que daremos por buena la del 8 de mayo de 1945. Poco, muy poco, sucedió aquella noche. Unos señores importantes firmaron un documento que estipulaba quiénes eran vencedores y quiénes vencidos. Y fijaos la relevancia que tiene la fecha que unos países celebran la victoria el 8 de mayo mientras otros lo hacen el 9.

 History

No pasa nada, dirá Giles MacDonogh. Lo verdaderamente importante abarca un periodo que empieza unos años antes (¿cuándo? Véase más arriba) y termina unos años después, en prisiones y patíbulos repartidos por Europa, así como a lo largo de una línea que empezó a dividir el continente en dos partes. Y a eso verdaderamente importante se dedica en este abrumador y apasionante libro al que va a resultar difícil hacer justicia. 

Después del Reich es un recorrido por un espacio y unos años que, hasta cierto punto, han quedado arrinconados y barridos bajo la alfombra de la Historia. Diríase que lo que vino justo antes fue tanto y tan gordo que no había espacio en los libros ni interés en los lectores para culminar el relato con un epílogo que sería cualquier cosa menos feliz.

Compra y venta en las calles de Berlín, octubre de 1945

Pero este epílogo de más de ochocientas páginas da para mucho, y aunque en ningún momento puede ser una lectura alegre, sí va más allá de una mera descripción de barbaridades y tribulaciones colectivas. Leyéndolo, recuerda uno en más de un momento esas viñetas satíricas de los periódicos de antaño, con estereotipos de diferentes países repartiéndose un pastel, sea África, Asia o, en este caso, Alemania. Se horroriza con los testimonios de violación sistemática de mujeres por parte del Ejército Rojo, crimen al que no fue ajeno el ejército aliado. Asiste a esa tragedia tan de nuestro tiempo, la de millones de desplazados, en este caso alemanes, que fueron atacados, humillados y expulsados de países donde llevaban viviendo desde hacía generaciones. Se asombra con el hecho de que la moneda más sólida y fiable de aquellos años no fuera el dólar, la libra ni el franco, sino... el paquete de tabaco. No puede por menos de sonreírse ante el papel de víctima que pretende (¡y consigue!) interpretar Austria. Se sorprende estrechando la mano de un campechano verdugo que tan pronto te sirve una pinta de cerveza como te ahorca. Se siente intrigado con el mito de los Werewölfe, que no eran licántropos sino nazis incapaces de asumir la caída del Reich. Y uno, en definitiva, disfruta como un señor bajito.

 

Soldados soviéticos camino de Viena pasan junto a la casa incendiada de un funcionario nazi

En un continente devastado, sembrado de cadáveres y ciudades arrasadas, quizá la imagen que mejor puede resumir la situación del escenario tras la batalla es la del caos. Un caos que hemos visto en los libros de Primo Levi y en las películas de Rossellini, un caos que hace aún más difícil dar respuesta a la pregunta fundamental que planea sobre el libro de principio a fin: ¿acaso era posible impartir justicia? 

Este libro no pretende excusar a los alemanes, pero no duda en poner en evidencia a los Aliados victoriosos por el modo en que trataron al enemigo en tiempos de paz, pues en la mayoría de los casos no se violó, mató de hambre, torturó o apaleó hasta la muerte a los criminales, sino a mujeres, niños y ancianos. Lo que documento y, a veces, cuestiono aquí es cómo algunos comandantes militares e, incluso, ministros de gobiernos permitieron a mucha gente tomar venganza; y el hecho de que, en muchas ocasiones, al ejercer su venganza, esa gente no mató a los culpables sino a inocentes. Los verdaderos asesinos murieron con demasiada frecuencia en la cama.

Tras la liberación de Dachau, estos reclusos se disponen, pala en mano, a tomarse su venganza. La inminente víctima es probablemente un kapo.

Nos cuenta el autor en el prólogo que, al visitar el monumento a la Primera Guerra Mundial en Berlín, observó que la inscripción había sido eliminada con un cincel. Los alemanes habían perdido el derecho a tener héroes. La conciencia de ser culpables de iniciar la guerra y haber cometido las atrocidades que conocemos llevó al pueblo alemán a aceptar con sorprendente docilidad la culpa colectiva. Se les iba a privar de derechos y de soberanía nacional. 

Quedarían a merced de los Aliados hasta que sus conquistadores hubiesen decidido qué hacer con ellos. Y, entretanto, no podrían protestar por el trato que se les daba.

 Entre estos presos que celebran la liberación, vemos al de la pala de la foto anterior

 En Gran Bretaña, al principio fue fácil respaldar esas intenciones, pues estaban en la línea de lo que desde hacía tiempo se conocía como vansittartismo. El vansittartismo, llamado así por Robert Gilbert Vansittart, diplomático británico y feroz germanófobo, era una doctrina que sostenía que, desde el siglo XIX, la agresiva política militar de Alemania había contado con el apoyo incondicional de la población, y abogaba, por tanto, por una Alemania permanentemente desmilitarizada y aislada políticamente para evitar futuras agresiones.

En mayor o menor medida, esta germanofobia continúa vigente en el Reino Unido. 

It's high time we stopped mentioning the war | Comedy | The Guardian

Una amiga inglesa de mi edad me dijo un día que jamás pisaría Alemania, por lo que hicieron en la guerra. Recuerdo algunos ingleses, alumnos míos de español, algo mayores, que decían cosas parecidas. ¿Se puede justificar esa actitud? Bueno, es difícil explicarle a alguien que vivió el Blitz en sus carnes que su germanofobia es un poco exagerada.

Pero no nos desviemos, que me conozco.

Otro acto de venganza tras la liberación de Dachau

El odio a Alemania y la sed de venganza contra el país se manifestó también al otro lado del Atlántico, donde Henry Morgenthau Jr., Secretario del Tesoro, presentó a Roosevelt un programa (las hojas de ruta todavía no existían) para la Alemania post-capitulación. El Plan Morgenthau, como dio en llamarse, ilustraba perfectamente el escenario que se le presentaba a Alemania: desmilitarización total, partición de Alemania "en cuatro estados de naturaleza casi totalmente agraria", desmantelamiento de la industria en la cuenca del Ruhr, y restitución y reparaciones en forma de trabajos forzados o confiscación de todo tipo de bienes fuera del país, entre otros. El plan fue presentado en 1944 y recibió el apoyo del presidente Roosevelt. Finalmente no se implementó, si bien su influencia, aunque fuera debida al rechazo que provocó, se hizo notar.

Soldados americanos ejecutando sumariamente a guardianes de Dachau. 

Se ha dicho miles de veces que la Historia la escriben los vencedores. Como muestra, un par de botones. En febrero de 1944, cuando ya se atisbaba el fin de la guerra, Churchill dijo ante la Cámara de los Comunes: "La rendición incondicional significa que los vencedores tienen carta blanca. (...) Si algo nos constriñe es nuestra propia conciencia de la civilización".

Puede que algunos consideren que las dos frases se contradicen mutuamente, pero es que en caliente se dicen muchas cosas. Unos meses más tarde, Roosevelt soltó lo siguiente: "hay que enseñar al pueblo alemán su responsabilidad por la guerra, y durante mucho tiempo deberían tener sólo sopa para desayunar, sopa para comer y sopa para cenar." Unos meses más tarde, media Alemania habría sido feliz simplemente con sopa para merendar.

Grupo de asalto soviético a punto de tomar el Reichstag

Mientras tanto, Francia y la URSS iban también a intentar sacar tajada. Francia exigía sanciones ejemplares para Alemania y reparaciones a gran escala en forma de carbón y coque. Al mismo tiempo, y pese al escasamente glorioso papel que jugó su ejército, buscaba su reconocimiento como gran potencia. Uno piensa en ese tipo que, cuando la pelea ha terminado, llega agitando el puño y gritando ¿dónde está, que lo mato?

Stalin, por su parte, "quería mantener las fronteras occidentales de Rusia tal como las había fijado el pacto de 1939 que él mismo había rubricado con Hitler". Debe de ser eso que llaman desnazificar.

El Teniente Coronel Felix L. Sparks intenta detener la matanza

Pero en ese sentido, el que esté libre de pecado ya sabe lo que tiene que hacer. El historiador Raoul Hilberg, por ejemplo, cuestiona la nobleza de la que los Aliados invistieron a posteriori sus objetivos: "la liberación de los supervivientes fue casi por entero un subproducto de la victoria. Los Aliados podían armonizar con su esfuerzo de guerra todo tipo de denuncias contra los alemanes, pero no estaban dispuestos a desviarse de sus objetivos militares para liberar a los judíos". Desde luego, no lo estaba la Unión Soviética, donde aún se recordaban los pogromos del Imperio Ruso y todavía estaba por llegar el Complot de los Médicos.

Ningún ruso me ha reprochado hasta ahora la persecución de los alemanes contra los judíos (Una mujer en Berlín)

Durante varios meses, el grito "¡que vienen los rusos!" se oyó de uno al otro confín de Europa, a veces con alegría, más frecuentemente con espanto. Con el ejército alemán en retirada, el avance soviético desde el este era imparable. Los rusos iban liberando ciudades, lo que en la jerga del ejército rojo quiere decir robar, saquear y violar salvajemente a toda mujer que se les pusiera por delante. 

Soldados del Ejército Rojo acosando a una mujer Alemana en Leipzig, 1945

Una de estas atrocidades tuvo lugar en octubre de 1944, en Nemmersdorf (hoy, Mayakóvskoye), donde los soviéticos violaron y asesinaron a decenas de personas. Hubo matanzas mayores, pero pocas alcanzaron la crueldad de aquella, que posteriormente fue explotada por el Ministerio de Propaganda de Goebbels. Los testimonios hablan de víctimas crucificadas sobre la puerta del granero, y las fotos que no publico muestran niños con el cráneo reventado. Naturalmente, no todo el mundo acepta la veracidad de dichas fotos y testimonios. Pero en cualquier caso, fuera o no exagerada y aprovechada por Goebbels, la matanza ocurrió, y en no poca medida contribuyó a ella el célebre escritor y periodista Iliá Ehrenburg. 

«Los alemanes no son seres humanos [...] No debemos hablar más. No debemos emocionarnos. Debemos matar. Si no has matado al menos un alemán en un día, has derrochado ese día [...] Si no puedes matarlo con una bala, mátalo con una bayoneta. Si tu sector del frente está tranquilo, o estás esperando para un gran ataque, mata un alemán mientras tanto. Si dejas un alemán vivo, él matará a un ruso, violará a una rusa. Si ya has matado a un alemán, mata a otro. Nada nos es más grato que un montón de cadáveres de alemanes. No cuentes los días. No cuentes los kilómetros. Cuenta solamente el número de alemanes que has matado. Mata al alemán, es lo que te pide tu abuela. Mata al alemán, es lo que te pide tu hijo. Mata al alemán, es lo que te pide tu patria. No lo olvides. No lo dejes pasar. Mata.»

Masacre de Nemmersdorf

Ehrenburg publicó estas incendiarias líneas en un panfleto titulado "Guerra", pero, como suele suceder con las cosas feas que hacían los soviéticos, muchos lo ponen en duda. No fue eso lo que dijo Ehrenburg, aseguran, sino que se trata de una burda manipulación por parte de los nazis, explicación que todavía hoy esgrime el invasor de turno ante las acusaciones de masacres de civiles. ¡Qué harían los sátrapas sin el comodín Goebbels!


 Después del libro de MacDonogh, he leído Una mujer en Berlín, testimonio anónimo de la vida en el Berlín tomado por los rusos, hoy convertido en un clásico. Cuando se publicó por primera vez en Alemania, en 1959, el libro cosechó tan acerbas críticas que su autora se negó a publicarlo otra vez mientras viviera. ¿Y a qué se debían esas críticas? Pues a que el libro enfrentaba a la sociedad con uno (en realidad, varios) de sus grandes tabúes: las violaciones en masa que sufrieron las alemanas durante aquellas semanas, a raíz de las cuales se calcula que nacieron 150.000 y 200.000 bebés "rusos". Por si eso fuera poco, desafiaba dicho tabú con un tono no sólo desapasionado, sino a veces incluso humorístico. Añádase a ello que el anonimato de ese título (compárese, por ejemplo, con El Diario de Ana Frank) dejaba bien a las claras que no se trataba de una historia personal, sino de una tragedia colectiva. En 1959 apenas habían transcurrido quince años desde aquel horror. Quizá la sociedad alemana no estaba preparada para reconocer su parte de sufrimiento.

A pesar de todo, las tres estuvimos muy divertidas, nos fuimos superando una y otra vez en lo relativo a los chistes sobre violaciones (Una mujer en Berlín)

 Adolf Hitler Nazi Germany Berlin World War II

Abril de 1945. La Cancillería del Reich. Hitler ve cerca el fin.

 Tras la cena desacostumbradamente opulenta me sentía apasionada y con ganas de travesuras. Pero por la noche me encontré de nuevo fría como el hielo en los brazos de Gerd. Me alegré cuando me dejó. Estoy echada a perder para el hombre (...) Si yo estaba de buen humor y me ponía a contar historias de las que nos tocó vivir durante las últimas semanas, entonces se montaba una buena, con muchas voces. Gerd: "Os habéis vuelto desvergonzadas como las perras, todas aquí en esta casa." (Una mujer en Berlín)


 Pero el Ejército Rojo no se dedicó sólo a violar, sino que se entregaron a la rapiña a todos los niveles. Así, tras el paso de los rusos apenas quedó un reloj en Berlín, tanta era la fascinación que aquellos objetos causaban a los soldados. Lo mismo sucedió con gramófonos o bicicletas, que no habían montado nunca. Aparte de objetos de uso personal, también arrasaron con las camas de hospital y con los raíles del tren, así como con monumentos e industrias y, ya puestos, debieron de pensar, con científicos, a los que secuestraban por decenas y se llevaban a la URSS.

En Praga, ciudadanos alemanes obligados por la Guardia Revolucionaria a desmantelar las barricadas

Mientras los berlineses, y sobre todo las berlinesas, sufrían entre las ruinas de sus casas, los millones de alemanes que vivían en otros lugares de Europa pagaban también su participación en la culpa colectiva.

Más civiles alemanes en tareas de reconstrucción

En un escenario político en el que la vileza está tan cerca de la heroicidad, uno de los personajes más interesantes es Edvard Beneš, el presidente de Checoslovaquia. Fue precisamente el gobierno en el exilio de Beneš quien organizó la Operación Antropoide, de la que hablábamos aquí. Dicha operación garantizaba a Beneš un merecido lugar en el Salón de la Fama de la Guerra. Lástima que luego decidiera estropearlo con sus vengativos decretos.


La humillación pública de los ciudadanos alemanes fue sólo una parte de la venganza.

Ya vimos en HHhH  cómo las gastaron los alemanes en Checoslovaquia. Por ello, es fácil entender que, al cambiar las tornas, la situación no se caracterizaría por una voluntad de reconciliación. "¡Ay, ay, ay, tres veces ay para los alemanes!, ¡vamos a liquidaros!", exclamó Beneš muy a lo Ehrenburg en una emisión de radio. De hecho, los Decretos de Beneš, que es como se conocen, resultan difícil de diferenciar de las Leyes Antijudías. Así, con el apoyo del Ejército Rojo y la vista gorda de los Aliados occidentales, se adoptaron medidas tales como las siguientes: los alemanes sólo podían salir a la calle en determinados momentos del día; estaban obligados a portar brazaletes blancos que, a veces, tenían estampada una "N", de la palabra checa Nemec, "alemán"; se les prohibía utilizar el transporte público o caminar por las aceras, y otras medidas por el estilo. Y, si una cosa ha demostrado la Historia, es que cuando estas decisiones están inscritas en un marco legal, las consecuencias prácticas son infinitamente más violentas.

Beneš, aclamado a su llegada a Pilsen en 1945

"...Una mujer auxiliar de la Wehrmacht fue lapidada y ahorcada; otro miembro de la SS fue colgado de una farola por los pies y quemado. Muchos testigos dieron fe de cómo se colgó y quemó a alemanes como 'antorchas vivientes', y no sólo a soldados sino también a chicos y chicas jóvenes..."

Los Decretos venían acompañados del Programa de Kosice. En dicha ciudad, ya liberada por el ejército soviético, se trazaron algunas de las principales líneas políticas, económicas y sociales que determinarían el futuro del país. En líneas generales, este programa, elaborado por el Partido Comunista de Checoslovaquia y definido con la siniestra combinación de palabras "programa de revolución nacional y democrática",  ponía al país de cara al este, de donde vendrían las instrucciones, las órdenes y, dos décadas más tarde, los tanques. Asimismo, subrayaba la culpa colectiva de los partidos de derechas, así como de las poblaciones alemana y húngara por la ocupación nazi de Checoslovaquia.


 Alemanes a la espera de ser expulsador de Checoslovaquia. Esas esvásticas en la frente...

Algunas de las medidas del Programa de Kosice eran el establecimiento de un sistema político basado en el Frente Nacional del que se excluía a la oposición, restricciones a la propiedad privada, la desnaturalización de los ciudadanos alemanes y húngaros residentes en el país, y la formación del ejército checoslovaco sobre los principios del Ejército Rojo, con la introducción de oficiales de propaganda. Ahí es nada.

Alemanes de los Sudetes obligados a ver los cadáveres de mujeres judías que murieron de hambre.

Para hacernos una idea de la magnitud de las expulsiones y los desplazamientos, baste decir que para el año 1947 los americanos habían recibido casi un millón y medio de solicitudes de alemanes checos para asentarse en su zona, con otros casi 800.000 acogidos por la URSS. Huelga decir que, aparte del drama humano, las consecuencias económicas para el país fueron desastrosas. Mientras tanto, la minoría suaba era expulsada de Hungría, y Rumanía y Yugoslavia se deshacían también de sus ciudadanos alemanes. 

 Königsberg Castle before World War I

El Castillo de Königsberg, en una foto anterior a la I Guerra Mundial

Con los desplazamientos de estos millones de ciudadanos, el mapa de Europa iba variando. Hoy la ciudad de Kaliningrado aparece en las noticias debido a la decisión de Lituania de aplicar sanciones a las mercancías rusas que pasen por su territorio. Y es que, si miráis el mapa, veréis que Kaliningrado es un enclave ruso que se encuentra entre Polonia y Lituania. Hasta 1945 se llamaba Königsberg, y había sido siempre una ciudad alemana. En aquel año fue destruida y anexionada por el Ejército Rojo, que a continuación utilizó a los civiles como mano de obra esclava antes de expulsarlos al año siguiente. También cayó Danzig, hoy Gdansk, si bien en este caso la ciudad fue reintegrada a Polonia, y sus ciudadanos varones de entre dieciséis y cincuenta y cinco años, enviados a trabajos forzados a la URSS.

 Albert Pierrepoint, con cara de no haber ahorcado a nadie en su vida

El concepto de culpa colectiva, como vemos, condenó a millones de inocentes. Y los verdaderos culpables no siempre recibieron el castigo que merecieron. Sin embargo, sí se intentó al menos. Hubo sumarios, juicios y condenas, y hasta el día de hoy cualquiera que estuviera implicado en las atrocidades nazis ha corrido el riesgo de ser obligado a responder de sus actos (aquí una noticia del 28 de junio de este mismo año). Con aquellas sentencias se consiguió dar a la retribución un aspecto más parecido a la justicia que a la mera venganza. No obstante, dado que la mayoría de las ejecuciones se llevó a cabo por medio de la horca y no el fusilamiento, se hizo necesaria la participación de un verdugo. Entra entonces en escena Albert Pierrepoint, hijo y sobrino de verdugos, quien, hasta su nombramiento como verdugo oficial, había combinado el trabajo en su tienda de verduras con su actividad como verdugo asistente. 

Josef Kramer e Irma Grese

Tras la liberación del campo de Bergen-Belsen y el proceso a los oficiales, Pierrepoint fue enviado a Hamelin, donde ejecutó a once de los condenados a muerte. Entre ellos estaba la infame Irma Grese, también conocida como "La hiena de Auschwitz" o "La bestia bella". Más adelante, entre 1948 y 1949 Pierrepoint llegó a ejecutar a más de doscientas personas, aunque no tuvo el "privilegio" de encargarse de los condenados en Nuremberg. Por algún motivo, ese trabajo recayó en un verdugo americano que, por lo visto, era bastante menos eficaz en la tarea. 


Irma Grese, con unos kilos menos, se dirige a su cita con Albert Pierrepoint

Otro de los insignes ejecutados del señor Pierrepoint fue William Joyce, más conocido como Lord Haw Haw. Joyce, miembro desde 1932 de la Unión Británica de Fascistas de Oswald Mosley y nacionalizado alemán en 1940, se hizo famoso por sus retransmisiones radiofónicas, que siempre empezaban con las palabras "Germany calling, Germany calling!". Sus retransmisiones, que contaban con el apoyo del Ministerio de Propaganda nazi, tenían como primer objetivo desmoralizar a las tropas norteamericanas, británicas, canadienses y australianas, así como a la población del Reino Unido. 

La última alocución de un audiblemente borracho Lord Haw Haw, 30 de abril de 1945

Su segundo objetivo era conseguir un acuerdo de paz entre aliados y nazis que dejara a éstos en el poder. Curiosamente, dado que en sus boletines informaba sobre el hundimiento de barcos y el derribo de aviones del ejército británico, muchos ciudadanos de este país escuchaban sus boletines con la esperanza de averiguar algo acerca del destino de sus seres queridos.

Lord Haw Haw, herido y arrestado por las tropas británicas

Ironías del destino, la popularidad de su programa y de su voz fue su condena. Joyce había huido junto a su mujer y estaba refugiado en una posada cercana a la frontera danesa. Un día vio a unos oficiales británicos buscando leña, y se ofreció a ayudarles. Les dijo en francés dónde podían encontrar algunos leños, y luego añadió unas palabras para sí en inglés. En ese momento, uno de los oficiales reconoció su voz. Cuando Joyce se llevó la mano al bolsillo para mostrarles su pasaporte falso, el oficial le disparó a la pierna.

 
Göring, uno de los que, a su manera, escapó a la justicia
 
 Se hace tarde y estoy cansado, así que voy a dejarme muchas cosas en el tintero. Pero os aseguro que el resto no tiene desperdicio: la vida en una Alemania en la que los americanos tenían prohibido confraternizar con los alemanes. La aparición de una nueva clase privilegiada desde el momento en que se pone fin a esa prohibición: alemanes que trabajan para los americanos. La campaña del editor judío británico Victor Gollancz contra la severidad del castigo al pueblo alemán. Los entresijos de los juicios de Nuremberg. Las maquinaciones de la URSS para ocupar puestos estratégicos con los llamados "moscovitas", es decir, comunistas alemanes que volvían de su exilio en la URSS, entre ellos el siniestro Walter Ulbricht, de quien ya hablé aquí. El nuevo objetivo prioritario de los EEUU: combatir el comunismo. La creación de la Stasi y la Juventud Libre Alemana, siguiendo los modelos de la Gestapo y las Juventudes Hitlerianas. La tensión entre las diferentes zonas ocupadas, y las primeras señales de una división del país. La apertura de las puertas de la OTAN a Alemania. La creación de la RDA y el inicio de la Guerra Fría...

Dresden, 1946.

Mientras esperaba bajo la lluvia al tranvía para el regreso, hablé con una pareja de refugiados, hombre y mujer, que llevan dieciocho días huidos. Venían de Checoslovaquia, traían noticias terribles. "El checo le quita al alemán la camisa y le azota con el rebenque", dice el hombre. Y la mujer, cansada, sentencia: "No nos podemos quejar. Nos lo hemos buscado". (Una mujer en Berlín)

Refugiados alemanes, civiles y militares, expulsados de Polonia y Checoslovaquia, se agolpan en la estación de tren  de Berlín.

Después del Reich es una lectura apasionante, larga e intensa, pero en absoluto agotadora. Giles MacDonogh consigue con este libro eso tan difícil que es escribir para el experto en Historia, para el bloguero diletante, y para el lector que simplemente quiere complementar sus conocimientos de la Historia con el lado menos conocido de esta.

Icónica imagen de la derrota. Hans Georg Henke, artillero de 16 años, al ser arrestado por el ejército americano. 

martes, 8 de marzo de 2022

El Vértigo

 


Cuando uno lee una obra de esas que te absorben, y va tomando notas, y crece la sensación de apabullamiento, no siempre es buena idea, al terminar la lectura, volver al inicio. O quizá sí. El caso es que las primeras páginas nunca son iguales en esa relectura inmediata. Su valor puede haber crecido o puede haber menguado. También puede que te preguntes si no has entendido nada, o si quien no entendió nada fue Evgenia Ginzburg. Pero empecemos por el principio.

Como dice Ginzburg en la primera frase de estas sobrecogedoras memorias, "en realidad, 1937 había comenzado en 1934, y más exactamente el 1 de diciembre de 1934" (ya, no es la primera frase más memorable de la historia de la literatura), o en otras palabras, la Gran Purga, también llamado el Gran Terror, se empezó a desatar con el asesinato de Sergei Kirov, amigo y brazo derecho de Stalin.

El funeral del camarada Kirov

Oficialmente, el asesino de Kirov fue Leonid Nikolayev, un don nadie que, al estilo de Lee Harvey Oswald, un buen día se convirtió en un superhombre capaz de cargarse a la segunda persona más protegida del país. La historia no oficial, la del abrazo del oso georgiano, es bastante más creíble, sobre todo cuando el principal argumento de quienes la niegan es la enorme amistad que unía a Kirov con el Padrecito de los Pueblos.

En todo caso, este asesinato le vino de perlas a Stalin para deshacerse no sólo de todo aquél que pudiera hacerle sombra, sino para poner en marcha la política más represora de la historia hasta aquel momento (luego llegaron los Kim y cosas parecidas). Para ver la señal más clara de ello no hace falta, de nuevo, pasar de la primera página. Cuando recibe una llamada con la orden de presentarse en el cómite regional, Ginzburg nos dice que "el sentimiento de desconfianza con respecto a él [Stalin] lo ocultaba con el mayor cuidado, incluso a mí misma". Y es que la policía del pensamiento ya empezaba a actuar.

Desde el primer momento se supo, o, lo que no es lo mismo, se hizo saber, que el asesino de Kirov era un comunista, o por lo menos alguien que se hacía pasar por tal cuando en realidad era un peligrosísimo agente trotskista. Ello significó que absolutamente nadie estaba a salvo de sospechas, ni siquiera los comunistas con pedigrí proletario afiliados al partido desde antes de la Revolución. De hecho, ellos menos que nadie.

La prisión de Lefortova, en Moscú, donde fue juzgada Evgenia Ginzburg

El arresto de Nikolai Yelvov, compañero de Ginzburg que unos años antes escribió un ensayo que sería criticado por Stalin, hace que el círculo empiece a estrecharse alrededor de la autora. Al fin y al cabo, estaba "relacionada" con Yelvov (habían trabajado juntos), al fin y al cabo, nunca denunció a su compañero (como tampoco hicieron sus acusadores), al fin y al cabo...

En estas primeras páginas, Ginzburg contrapone la crueldad del régimen de terror a la dignidad de los "comunistas auténticos", que deben de ser aquellos que creen que en el paraíso de los trabajadores no se puede arrestar a alguien sin pruebas y que, ante una acusación falsa, la verdad y la justicia prevalecerán. Así, en uno de sus primeros interrogatorios responde a las autoridades:

No tengo culpa de nada (...) Si me imponen una admonición, lucharé hasta que la cancelen.

Las primeras páginas de El vértigo relatan todo el proceso, lento pero implacable, mediante el cual Evgenia Ginzburg de sospechosa pasó a ser culpable, y de ahí a  miembro de un grupo contrarrevolucionario trotskista (no, no me he equivocado en el orden), motivo por el cual fue torturada y condenada a diez años, que se convirtieron en dieciocho, en el Gulag, y que ocupan el resto del libro. Eso es todo, pero estas ochocientas cincuenta páginas de memorias podían haber sido mil doscientas y no perder un ápice de interés. Desfila por ellas una galería de personajes tan grande, que abarca desde verdugos hasta víctimas (una metamorfosis que afectó a miles de personas), desde académicos y científicos hasta prostitutas y asesinos, todos ellos retratados de una manera tan magistral que el conjunto va mucho más allá de ser un fresco de la sociedad bajo Stalin y se convierte en un muestrario de la naturaleza humana en todos sus grados de dignidad, sufrimiento y miseria moral.

La prisión de Butirka, donde Ginzburg permaneció bajo arresto

Como tantos otros comunistas de pro, Ginzburg estaba convencida de que su fe ciega en el comunismo y su carnet del Partido la protegían de cualquier sospecha. Una vez éstas nacen y adquieren pábulo, se convence de que fe y carnet la salvarán de la condena (ésta es la acusación que un editor formulará contra ella más adelante: que sólo se preocupó de las víctimas cuando ella se convirtió en una. Ginzburg lo niega, y en su defensa se remite al capítulo titulado "Mea culpa"). Aún tardará unas páginas en caerse del guindo, pero es interesante observar cómo no toda la sociedad era tan cándida, y cómo hay personas en el 37 capaces de dar lecciones de historia y sentido común a tanta gente de hoy en día que debería leer este libro y prefiere leer twitter. Una de sus compañeras de celda antes del juicio es Nadiezda Derkovskaya, que, como socialrevolucionaria que era, conocía bien tanto las cárceles zaristas como las soviéticas, y que en un momento dado le dice:

Lo siento por usted personalmente, pero no le oculto que estoy contenta de que por fin los comunistas experimenten sobre la propia piel algo de lo que nosotros anunciábamos hace mucho tiempo.

Cuando Derkovskaya, fumadora compulsiva, se queda sin tabaco, Evgenia le ofrece el paquete que ha recibido de su madre. Suspicaz, Derkovskaya pregunta a la secretaria de su Comité Regional si debe aceptar tabaco de una comunista. La respuesta es no. Los cigarrillos se quedan en la mesa y nadie los toca durante toda la noche. 

Permanecí tumbada en el catre central, con los ojos abiertos, y me invadieron los pensamientos más heréticos sobre cuán frágil es el límite entre la rígida honestidad y la más obtusa intolerancia, y sobre cuán sectarias y relativas son todas las ideologías y, en cambio, qué absolutos son los tremendos tormentos que los hombres se infligen recíprocamente.

Ginzburg, su hijo, el futuro escritor Vasili Aksiónov, y su tercer marido, Anton Walter, en Magadán, 1950.

Experimentar las maravillas del régimen en carne propia y en todo su esplendor le abrió los ojos a Evgenia Ginzburg, quien, no obstante, en el momento de escribir El Vértigo, todavía habla de los ya mencionados "comunistas auténticos" que quieran escucharla, y, con los ojos empañados en lágrimas, se alegra de que "en nuestro partido, en nuestro país, reina de nuevo la gran verdad leninista" (estas son las palabras a las que aludía al principio de esta entrada). ¿Recordáis la de mandamases soviéticos que se suicidaron cuando se desintegró la URSS? Pues eso. Parece que es más fácil pasar veinte años en Siberia que aceptar que todo lo que hemos creído era mentira.

Dicho de otra forma, el gulag fue cosa de Stalin, y este libro, en palabras de la autora, no es otra cosa que "una crónica de los tiempos del culto a la personalidad". 

En el tren cargado de periodistas, profesoras y doctoras que la lleva a Kolymá, matan el tedio y el hambre con recitales de poesía. En un momento dado interviene una Olga Orlovskaya. Dice Evgenia:

Me quedé de piedra al oír lo que recitó.

 Stalin, mi sol de oro,

si también me esperase la muerte,

quisiera, como pétalo en el camino,

morir en el camino de mi patria...

(...) Se levantó un clamor terrible. A pesar de todo, por lo menos veinte de la setenta y seis viajeras del séptimo vagón sostuvieron con la testarudez de los maníacos que Stalin no sabía nada de las ilegalidades que se estaban cometiendo en aquellos momentos.

-Son los jueces instructores, esos canallas, quienes lo han inventado todo (...) Hay que escribirle más a él. A Iosif Vissarionovich... Para hacerle saber la verdad. Apenas la conozca, ¿cómo podrá permitir cosas semejantes contra el pueblo?

Ginzburg, ya libre, con su hijo Vasili, su marido Anton Walter, y Antonina, la niña que adoptó en el Gulag

Pero lo cierto es que la pertinacia de Ginzburg en su fe en el Partido no empequeñece su figura.

Ahora, cuando estoy llegando al final de mi vida, lo sé con toda certeza: Anton Walter tenía razón. En cada corazón late un mea culpa, y sólo hay que saber cuándo prestará oído el hombre a esas dos palabras que resuenan en lo más hondo de su ser. 

Durante las noches de insomnio se oyen muy claramente. Esas noches de insomnio en las que, como dice Pushkin, todos «releemos la vida con horror», y nos estremecemos, y maldecimos. En el insomnio, la conciencia no se consuela por no haber participado directamente en los asesinatos y en las traiciones. Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio. De uno u otro modo. Repitiendo irreflexivamente peligrosas fórmulas teóricas. Levantando en silencio la mano derecha. Escribiendo cobardemente una verdad a medias. Mea culpa… Y creo, cada vez más, que dieciocho años de infierno en la tierra no bastan para una culpa como ésta.“

Una de las primeras ediciones de El Vértigo, en 1967

El sentimiento de culpa de la autora es más fuerte que su sed de venganza. En una sociedad donde nadie estaba a salvo, por muy arriba que estuviera y por muchos terroristas contrarrevolucionarios que hubiera desenmascarado, es natural que Ginzburg tuviera más de una oportunidad de regodearse por el castigo final de algunos de los que contribuyeron a su sufrimiento. Sí puede resultar extraño, sin embargo, que sea tan difícil separar el desprecio del agradecimiento a esas mismas personas. Pero en el Gulag todo era posible. Cuando visita a un moribundo Krivitski, el médico que en una ocasión le salvó la vida, éste ignora que ella está al tanto de su actividad como informador secreto, actividad que condujo, entre otras cosas, a la tercera condena de Anton Walter, el hombre del que Ginzburg se enamoró y con quien acabó casándose.

Y fui a verle. Unos días antes de mi visita había recobrado el habla. Balbuceaba, tartamudeaba, pero podía hablar. No cesaba de hablar, en una nueva acusación. Me reprochaba mi negra ingratitud. Si no fuese por él, ¿habría podido sobrevivir en el Curma? Y ahora, cuando él estaba enfermo, ni siquiera iba a verle. Hasta ahora, veinte días después...

¿Qué podía responderle? Explicarle el motivo de mi negra ingratitud acarrearía un agravamiento de su enfermedad. ¿Callarme, entonces? Imposible. Me producía  una confusa sensación de repugnancia, no sólo por lo que sabía de su pasado, sino también por su aspecto actual. Sus ojos turbios, a punto de nublarse para siempre, destilaban aún astucia y mentira. La boca estaba torcida no sólo por la parálisis, sino también por un odio inmenso...

Adaptación cinematográfica de la novela. Le falta algo de grandeza.

Pese a que Ginzburg en casi todo momento abrazó la vida y celebró la condena a trabajos forzados como una bendición, dado su convencimiento de que la esperaba el paredón (en realidad, en la URSS no había paredón; se disparaba a la nuca del condenado), dieciocho años de infierno no son fáciles de digerir por muy vital que sea tu actitud ante la vida. Y curiosamente es la esperanza la que se le clava en el alma como un punzón, y es en la reclusión donde encuentra la salvación moral.

Las personas que han vivido en el Volga durante la época estaliniana y sin ser encerradas en las prisiones, suelen decirnos a veces que han sufrido más que nosotros. Y, en cierto modo, era verdad. En primer lugar -y esto es lo más importante- nuestra suerte nos ha preservado de  caer en un terrible pecado: el de participar, directa o indirectamente, en los asesinatos, en las persecuciones y en los ultrajes a otras personas. (...) La particularidad de nuestro infierno consistía en que su puerta no estaba coronada por la inscripción del infierno del Dante: "Dejad vuestra esperanza, los que entráis". Al contrario: nosotros teníamos esperanza. No nos enviaban a las cámaras de gas ni a la horca. (...) Es verdad que nuestras probabilidades de vivir eran bastante menos numerosas que las de morir. Pero existían, al menos. Aunque evanescente, vacilante como una pequeña llama en el viento, la esperanza estaba en nosotros. Pero cuando existe la esperanza, existe también el terror.

Su trabajo en el Gulag como enfermera salvó la vida a Evgenia Ginzburg

Sé que esto es un lugar común de las contraportadas, pero podemos abrir este libro por cualquier página y quedarnos enganchados con la prosa sólida, clara y sincera de la autora, y con los hechos casi inimaginables (aunque cada día menos) que describe. La descripción de la vida en el Gulag, los personajes de todos los estratos de la sociedad reunidos en un infierno blanco, el aislamiento de un mundo lejano donde estallaba una guerra muy grande; centenares de anécdotas, detalles, reflexiones, alegrías que eran un paso adelante, tragedias que eran dos atrás; el horror cotidiano y los brotes de esperanza que, pese a lo que diga Ginzburg, no siempre era terrorífica; o el regreso a Moscú, veinte años después, descrito en unas páginas memorables. El Vértigo no es una lectura deprimente. Pero no temáis: tampoco es un canto a la vida. Es un gran libro de memorias, es historia, es verdad y es gran literatura.

Recuerdo el día en que murió Franco, y recuerdo ver a mi madre llorar ante el televisor mientras miles de personas pasaban por la capilla ardiente. Estas son las palabras de Ginzburg al hablar de la muerte de Stalin:

Me desplomé en un asiento, con los dos brazos sobre la mesa. Y prorrumpí en violentos sollozos. Se descargó de pronto, toda mi tensión. No sólo la tensión de los dos últimos meses de espera de la tercera detención, sino también la de dos decenios enteros. En un segundo, todo desfiló ante mis ojos. Todas las torturas y todas las celdas. Todas las hileras de fusilados y las innumerables multitudes martirizadas. Y mi vida, mi propia vida, aniquilada por la voluntad diabólica de aquel hombre. Y mi hijo, mi hijo, que había muerto...

Y allá lejos, en alguna parte, en algún Moscú que ahora me parecía menos irreal, había exhalado su último suspiro el sanguinario ídolo del siglo. Y aquello era el más importante de los acontecimientos para los millones de víctimas que aún conservaban un soplo de vida, para la gran masa de los amigos y de los familiares de éstas... Y también, para cada pequeña vida aislada.

Debo confesarlo: yo no lloraba solamente por aquella gigantesca tragedia histórica. Lloraba, antes que nada, por mí misma. Por lo que aquel hombre había hecho conmigo, con mi alma, con mis hijos, con mi madre.

¡Maldito seas, Kolymá!, el canto del Gulag, compuesto por los presos

domingo, 26 de febrero de 2017

¡Que arda oriente!



La incendiaria idea se le atribuye a Lenin, quien en realidad, por una vez, fue mucho más comedido al revelar sus planes. En todo caso, el significado profundo de sus palabras quedó recogido en una inscripción en un cuartel general del ejército bolchevique: "nuestra misión es prender fuego a Oriente". Tratábase, naturalmente, de un fuego metafórico, el de la revolución de los trabajadores y, en este caso, para ser más precisos, la revolución de los pueblos oprimidos contra el imperialismo.

A aquella guerra de estrategia, espionaje, rumores y tinta falsa que el Imperio Ruso y el Británico llevaban librando desde hacía décadas en Asia Central, y que tan bien nos contó el gran Peter Hopkirk en El gran juego, no se le había llegado a poner fin. Con este libro, bastante menos extenso pero igual de fascinante, el historiador británico nos ofrece lo que podría considerarse la segunda parte de aquella historia. Seguimos, pues, con un imperio del zar que sigue empeñado, hasta su definitivo desmoronamiento, en amenazar, de manera directa o indirecta, la frontera del Imperio Británico en la India. En los primeros momentos después de la revolución, parecía que las cosas iban a cambiar, por lo menos de manera temporal. El 2 de marzo de 1919, Lenin, Trotski, Zinoviev y hasta 52 líderes revolucionarios crearon, entre los muros del Kremlin, la Internacional Comunista, que pasaría a ser más conocida como la Commintern. Su objetivo declarado era acabar con todos los gobiernos existentes y sustituirlos por un soviet mundial. Este proceso revolucionario debía comenzar en Alemania, a la sazón derrotada, arruinada y desmoralizada, y luego extenderse como un reguero de pólvora por toda Europa. Parecía, pues, que la cuestión asiática quedaba aparcada.

Delegados del II Congreso de la Comintern. Ahí están Lenin, Karl Radek, Gorki, Bujarin, Zinoviev y, en el centro mismo, M. N. Roy

El proyecto fracasó, a pesar de algún éxito efímero, como el de Hungría, pero entre los dirigentes europeos la sensación predominante no fue tanto de victoria a secas, sino de victoria por los pelos. El propio Lloyd George, el Primer Ministro británico, admitió en un comunicado privado a sus colegas en la Conferencia de Paz de París en 1919:

Existe el peligro de que arrojemos a las masas de población de toda Europa a los brazos de extremistas cuya única idea para la regeneración de la humanidad es la destrucción total del tejido social. Estos hombres han triunfado en Rusia...

En todo caso, la revolución mundial no se materializó, y Lenin se vio obligado a reconsiderar su estrategia. Allí, al ladito, seguía el felino agazapado de Asia, foco constante de tensión, en concreto la India, colonia británica donde Engels, ya en 1882, había augurado una revolución. Lenin siempre había creído que la liberación de los pueblos asiáticos y africanos vendría después de la de Europa. Su razonamiento ahora era que, si las potencias europeas perdían sus colonias, sus economías se verían tan afectadas que la ansiada revolución sería inevitable. "Oriente -declaró- nos ayudará a conquistar occidente". Aquí empieza nuestra historia.

El barón Ungern von Sternberg, reencarnación de Gengis Khan

El gran Peter Hopkirk nos la cuenta con tanta pasión y maestría como en El gran juego, y, una vez más, consigue convertir un complejísimo relato sobre geopolítica en una inolvidable aventura de espías, agentes secretos, científicos que pasaban por ahí y chiflados mesiánicos. Por ello, servidor va a intentar emular al autor y, en lugar de centrarme en los acontecimientos y la cronología, presentaros un par o tres de los grandes protagonistas de esta historia.

Uno de los más fascinantes, misteriosos y terroríficos es, sin duda, el barón Ungern von Sternberg, de quien, por cierto, ya hablé aquí. Nuestro héroe, nacido en Austria, descendía de una familia de rancio linaje aristocrático y militar estonio que se remontaba, según él, hasta el rey Atila. De hecho, Ungern-Sternberg, interesado desde su juventud en las ciencias ocultas y la filosofía y religiones de oriente, se creía la reencarnación de Genghis Kan. En 1908, al frente de un regimiento de cosacos, fue destinado a Mongolia, donde habían estallado las hostilidades entre Mongolia y China. Forjó unos lazos inquebrantables con la cultura y la tierra mongola, se convirtió a budismo lamaísta y dejó que su interés en el ocultismo deviniera una obsesión. Al mismo tiempo, seguía con su gloriosa carrera militar, en la que su fiereza y coraje le hacían temible. Regresó de la Gran Guerra con el torso encorvado por el peso de las medallas y, como feroz antibolchevique que era, con gusto continuó soltando mandobles a diestro y siniestro en la Guerra Civil que siguió a la revolución. Dicen algunos que un sablazo que recibió en la cabeza en esa feroz guerra acabó de volverlo tarumba; otros sostienen que su locura era congénita, mientras unos terceros responden que su sadismo y brutalidad eran de hecho la norma en la guerra entre rojos y blancos.

 El Ejército Rojo y los basmachi, guerreros musulmanes, en la mesa de negociaciones

Hopkirk se centra en el plan que urdió nuestro barón para reconquistar Mongolia, entonces bajo dominio chino, y que pasaba por expulsar de Urga (hoy, Ulan Bator) a los invasores. Se agenció para ello la ayuda de los japoneses, que eran enemigos acérrimos de los bolcheviques y que en Siberia habían apoyado la causa blanca durante la Guerra Civil. El objetivo final de Ungern-Sternberg era, pues, recuperar Mongolia para los mongoles, restaurar al Bogd Khan, el Buda Viviente, en el trono, y proclamar la Gran Mongolia. Una vez conseguido eso, al frente de un ejército cada día mayor, cruzaría Rusia en dirección a Moscú, liberando al pueblo del yugo bolchevique. El spoiler no lo pongo yo, sino la historia: Ungern-Sternberg no consigue su propósito, pero en el camino deja un horripilante reguero de sangre, crucifixiones y bolcheviques asados.

 El Barón Sangriento, visto por Hugo Pratt en Corto Maltés en Siberia

Un año antes de que el Barón Sangriento, como se le conocía, pusiera en marcha su gran proyecto de reconquista, en 1920 tenía lugar el II Congreso de la Internacional Comunista, en el que se abordó de manera directa, entre otros, la forma de propagar la revolución en Asia. Entre los delegados asiáticos se encontraba un joven y espigado revolucionario indio llamado Manabendra Nath Roy, nombre falso con el que pasó a la historia. Roy, que sentía un odio visceral por Gran Bretaña, había empezado a desarrollar una prometedora carrera como terrorista, hasta que, perseguido por las autoridades, se vio obligado a huir del país y, tras pasar por Japón, China y los Estados Unidos, acabó recalando en México, donde, junto con el agente de la Comintern Mikhail Borodin, fundó el primer partido comunista fuera de Rusia.

En abril de 1920, Roy asistió al congreso de la Comintern invitado personalemente por Lenin, quien, al verlo, se sorprendió por su  juventud, pues esperaba un sabio y barbudo hombre de oriente. No sería ésa la única sorpresa que se llevó el padre de la revolución, pues al poco de haber comenzado el congreso, Roy tuvo la osadía de cuestionar el análisis de Lenin sobre el problema colonial. El camaraderil duelo se resolvió sometiendo la cuestión a voto. Ganaron las tesis de Lenin, pero el prestigio de aquel audaz jovenzuelo subió como la espuma.

 Manabendra Nath Roy

Zinoviev se apuntó con entusiasmo a avivar el fuego que debía prender en Asia, y no se le ocurrió otra cosa mejor que llamar a los pueblos musulmanes a la yihad contra los opresores imperialistas, léase los británicos. Ese llamamiento, huelga decirlo, era cuando menos imprudente, y los propios musulmanes no tardarían en ver cómo la dictadura del proletariado cobraba un aspecto de lo más colonialista. Antes de ello, sin embargo, la mecha fue prendiendo. El despiece del Imperio Otomano por parte de los aliados encendió aún más los ánimos de los musulmanes, entre los que además empezaban a correr rumores de que los británicos tenían la intención de abolir el Califato. La tensión que se mascaba en Delhi se acentuó todavía más cuando Gandhi decidió apoyar a los musulmanes por medio de una campaña masiva de no-cooperación.

La masacre de Amritsar (de la película Gandhi). Leña para el fuego asiático

Dicha campaña llevó a Moscú la esperanza de que por fin la revolución había llegado a la India. Roy, sin embargo, no se fiaba ni un pelo de su compatriota el Mahatma, a quien, lejos de revolucionario, consideraba un absoluto reaccionario. Cuando en 1921, en la India, una turba furiosa prendió fuego a una comisaría y mató a veintidós oficiales británicos, Gran Bretaña se encontró al borde del precipicio. ¡La ocasión la pintan calva!, cuentan que exclamaron al unísono todos los soviets al tiempo que se frotaban las manos. Pero aquel acto de violencia fue rechazado de manera inequívoca por Gandhi, que decidió poner fin a su campaña y dio así un respiro a unas autoridades británicas a las que no les llegaba la camisa al cuello. Moscú se enfureció ante la irrepetible oportunidad perdida, y Roy contribuyó al mal rollo con un "ya os lo había dicho" y un artículo en el que apuntaba a que, de haber existido un partido indio revolucionario, otro gallo hubiera cantado.

Una de las primeras promociones de la Universidad Comunista del Este

Los soviéticos, por su parte, se habían estado preparando para tal eventualidad. Y qué mejor manera de hacerlo que creando la Universidad Comunista del Este, donde los alumnos estudiaban asignaturas sobre la organización y propaganda del partido, o teoría y tácticas de la revolución del proletariado. En sus escasos veinte años de existencia, la Universidad licenció a alumnos tan excelsos como el propio Roy, Deng Xiaoping o Ho Chi Min. La misión de las primeras promociones era infiltrarse, crear células revolucionarias y establecer contacto con los movimientos nacionalistas. Y probablemente ése fue el error de Roy: los grupos nacionalistas indios odiaban a los bolcheviques más aún que a los británicos y, por lo tanto, no querían que nadie los relacionara con el comunismo. Su propia guerra, la de la independencia, ya la ganarían ellos solos. La historia les dio la razón y se la quitó a Roy, que perdió el prestigio y suerte tuvo de escapar con vida. Poniéndonos metafóricos, podría decir que el fuego de la revolución quemó sus últimas cartas.

La insurrección de Cantón. La revolución que Stalin instigó en China le salió por la culata

El coronel Frederick Marshman Bailey es uno de esos personajes cuyas aventuras, de haber sido fruto de la ficción, el personal habría tachado de inverosímiles. Os contaré simplemente una de ellas y ya me diréis. Sucedió cuando Bailey se encontraba en Tashkent, intentando averiguar las intenciones del nuevo gobierno bolchevique, sobre todo en lo que concernía a sus planes para Afganistán y la India. Descubrió que había llegado a Tashkent un grupo de revolucionarios indios que se dedicaba a diseminar propaganda antibritánica y se proponía, con apoyo bolchevique, ganarse el favor de Amanullah, el nuevo rey de Afganistán. Amanullah había sucedido a su padre Habibullah, quien, además de aguantar la presión del Imperio Otomano y mantenerse neutral durante la Gran Guerra, había mostrado su firme rechazo a la revolución rusa y a cualquier tipo de contacto con los bolcheviques. Habibullah murió asesinado, no se sabe por quién, durante una cacería y el maleable Amanullah accedió al trono.

Amanullah Khan

Amanullah tenía prisa por hacer cosas y, apenas había alcanzado el poder, no se le ocurrió otra cosa mejor que invadir el Punjab, con lo que dio comienzo la llamada Tercera Guerra Anglo-Afgana. Los ingleses respondieron ipso-facto y, con el uso de la aviación, armada de bombas y ametralladoras, tuvieron suficiente con unas pocas semanas para destrozar al ejército afgano. Parece ser que Amanullah había fundado demasiadas esperanzas tanto en la población india, que, según sus cálculos, se iba a alzar en armas contra los británicos, como en los bolcheviques, de quien esperaba recibir apoyo moral y material. No ocurrió ni lo uno ni lo otro, pero Amanullah supo arreglárselas lo bastante bien como para llegar a un acuerdo satisfactorio con los británicos y seguir flirteando con los bolcheviques.

Frederick Marshman Bailey, agente de los servicios de inteligencia británicos

Desde Tashkent, tanto Bailey como el gobierno bolchevique observaban con atención los movimientos y tejemanejes de Amanullah con británicos y con Moscú. Todos eran conscientes de que un Afganistán encamado con los bolcheviques sería una amenaza letal para la India británica, pero Bailey también sabía que, en aquel momento, hubiera sido muy sencillo para el ejército británico expulsar a los bolcheviques de Tashkent y de toda Asia Central. Qué giro hubiera tomado la historia, nunca lo sabremos, En todo caso, Bailey, desencantado ante la inacción de su gobierno y temiendo por su vida, decidió huir de Tashkent.

Enver Pasha, en los tiempos en que le dijo a Lenin: yo te consigo la India y tú me ayudas a recuperar Turquía.

Para un ciudadano británico perseguido por la Cheka, huir de una ciudad controlada por los bolcheviques e intentar entrar en Bujara, regida por un emir feroz antobolchevique que, como todos los emires, consideraba que todo extranjero era un espía, era una misión suicida. Así que nuestro héroe, ni corto ni perezoso, tras adoptar diferentes identidas, entre ellas la de prisionero de guerra austriaco, se infiltró nada menos que en la Cheka, es decir, entre sus propios perseguidores, con la misión de capturar a un peligroso espía británico, léase, él mismo. Y el relato que hace Hopkirk de este episodio es tan magistral que me niego a daros más detalles. ¿Cómo será el relato que el propio Bailey hizo en su libro Misión en Tashkent?

El comisario Borodin con Chiang Kai Shek


Bailey, Roy o el Barón Sangriento son sólo tres de los muchísimos personajes fascinantes, cuando no increíbles, que nos encontramos en estas páginas. Si tuviera más tiempo y ganas de escribir, os hablaría un poquito de Paul Nazarov, un geólogo ruso que se convirtió en el líder de una operación para acabar con el poder de los bolcheviques en Asia Central, que acabó escapando a través de las montañas, donde fue emparedado vivo en una cabaña, y que nos contó sus aventuras en este libro.  Podría hablaros de Georges Agabekov, agente de la Cheka y desertor por amor, de quien Hopkirk apenas se ocupa, pero cuya vida daría para toda una novela. O de Mijaíl Borodin, agente de la Comintern que intentó exportar la revolución proletaria a China. O del Comisario Osipov, oficial del ejército rojo que decidió echar a los bolcheviques de Tashkent matándolos uno a uno para hacerse él solito con el poder. O qué decir de Chiang Kai Shek, cuya historia y la del Kuomintang Hopkirk nos relata de manera tan clara que servidor por fin la entiende. Y no podemos olvidarnos de Enver Pasha, cuyas aventuras, no por más conocidas dejan de ser igual de fascinantes que todas las demás. En fin, de todos ellos y unos cuantos más se ocupa este maravilloso libro. ¿He dicho alguna vez que me parece imperdonable que sólo haya un libro de Hopkirk traducido al español?

"Hopkirk no fue un historiador de sillón" (del obituario de The Times)

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