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lunes, 29 de mayo de 2017

Los hermanos Ashkenazi


La ortodoxia siempre es relativa. Cuando vivía en Mánchester, fui un día con mi esposa y mi suegra a Prestwich, localidad en la que, junto con la vecina Whitefield, se concentra la segunda mayor comunidad judía del Reino Unido. Era el día del Sabbat, e íbamos a visitar a un primo lejano de mi suegra con quien ésta no se había visto nunca.

Como los judíos no tienen permitido conducir en Sabbat, éste es el día perfecto para dar un paseíto en coche por la localidad, observando tranquilamente la ciudad y sus habitantes. En Prestwich se encuentra una de las mayores comunidades de judíos hasídicos, de quienes ya he hablado en alguna ocasión, y la verdad es que es francamente interesante conocer de primera mano ese mundo, aunque sólo sea de una manera superficial. Así, por sus calles uno puede ver no sólo esas levitas negras llamadas kapoteh, o los típicos sombreros que los gentiles asociamos con la ortodoxia, sino incluso esos grandes sombreros de piel de castor propios de los hasídicos, atuendos que parecen salidos del siglo XVIII, y mujeres con peluca sobre un cráneo quizá rapado.

La visita a la casa de D., el primo de mi suegra, fue igualmente interesante. D. emanaba cierto aire de joven patriarca, sentado en su sillón, con su esposa tras él y sus hijas a sus pies escuchando con devoción cada una de sus palabras. La comida, exquisitamente kosher, estuvo precedida de una larguísima oración y lectura en hebreo, interrumpida por un comentario que hizo mi esposa acerca del gato que no fue muy bien recibido.

Por las calles del Gran Mánchester

La sobremesa nos permitió mostrar nuestra admiración por el ingenio de un sistema de encendido de luces programado a una determinada hora, dado que en el Sabbat no se puede apretar un interruptor. La conversación, acabados los cotilleos y la puesta al día con las últimas noticias familiares, empezó a girar alrededor del judaísmo, y fue en ese momento cuando, en una de las escasísimas intervenciones espontáneas que se permitieron las mujeres de la casa, una de las hijas dijo: "eso sólo lo hacen los del gueto". Podéis imaginar nuestra estupefacción. Mi suegra, que creció en un ambiente judío, nos comentó más tarde que nunca había visto en Inglaterra una familia tan ortodoxa como aquélla, y sin embargo, ellos mismos no sólo se consideraban "progresistas", sino que incluso utilizaban un término de tan infausto recuerdo como "gueto" para referirse a sus correligionarios "atrasados".

La visita, en fin, terminó con una nueva metedura de pata por parte de mi atea esposa, que pidió un bolígrafo para apuntar el teléfono de la familia. ¡Escribir en Sabbat!

Pensando en Los hermanos Ashkenazi me ha venido a la mente este recuerdo. Si tiene algo que ver o no con la novela, todavía no lo sé. Ya me diréis vosotros.

Israel Yehoshua Singer

La verdad es que, después de leer La familia Karnowsky y esta novela que os traigo hoy, creo que habrá que reconsiderar quién de los dos Singer es hermano de quién. ¿I.B. o I.Y, el pequeño o el mayor, el longevo o el malogrado? Hasta hace bien poco, no se podía hablar de Israel Yehoshua sin aclarar que se trataba del hermano de Isaac Bashevis, autor relativamente popular y ganador del Nobel (fijaos si no en este y este titular). De un tiempo a esta parte, no obstante, la figura del primero ha empezado a recobrar parte del prestigio que gozó en vida (en 1936, año de su publicación, Los hermanos Ashkenazi fue líder de ventas en los EEUU junto a Lo que el viento se llevó), y algunas editoriales, como nuestra querida Acantilado, han decidido recuperar sus novelas más emblemáticas.

En todo caso, al igual que los propios Ashkenazi, los dos Singer no podrían tener una visión del mundo más diferente. Así, mientras Isaac Bashevis siempre trató el -en la literatura yiddish- inevitable tema del judaísmo desde dentro, mostrándonos la atormentada conciencia de unos personajes en lucha constante y descarnada con el Creador, su hermano Israel Yehoshua acompaña a los suyos en el duro viaje que emprenden para relegar a un segundo plano su judaísmo y asimilarse a una sociedad que, de otro modo, nunca los acabará de aceptar. Del mismo modo, mientras I.B nos regala inolvidables retratos de la vida en el shtetl, para I.Y la aldea judía no pasa de ser una nota a pie de página, el recuerdo, a veces vergonzoso, del humilde origen de un ambicioso emprendedor.

Anclado como está en un estilo realista, heredero del Mann de Los Buddenbrook, Singer toma como punto de partida, sin embargo, un viejo motivo procedente de los cuentos populares: el de los dos hermanos cuyas vidas toman rumbos opuestos desde el momento mismo del nacimiento. Simha es un recién nacido menudo y enclenque, de pelo ralo y cráneo estrecho, que llora con agudos chillidos. Su hermano Jacob, por su parte, es grande y robusto, con una cabeza de recio pelo negro, y que berrea como una mula. Desde ese momento, el mayor empezará a sentir que la vida guarda sus sonrisas para su hermano, y que todo lo que él desee alcanzar tendrá que currárselo trabajando como un... ¿judío? Veamos.

Fábrica de algodón de Israel Poznanski, puntal de la industria textil de Lodz

Uno de los aspectos más logrados de esta apasionante novela es, como sucedía en La familia Karnowsky y el Berlín de entre guerras, el retrato de una época y un lugar. Aquí se trata de la ciudad polaca de Lodz a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y hasta el comienzo de la Gran Guerra.

Con la anexión en 1831 del Ducado de Varsovia al Imperio Ruso comienza el gran crecimiento de Lodz, gracias, sobre todo, a la llegada de inmigrantes alemanes y judíos. Ésta es, de hecho, la escena que abre la novela:
Por los polvorientos caminos que desde Sajonia y Silesia descienden hasta Polonia, una insólita procesión de carruajes repletos de hombres, mujeres y niños, cargados con todas sus pertenencias, atravesaba pausadamente prados y bosques, pueblos y aldeas, saqueados y devastados por las recientes guerras napoleónicas. (...) Ya fueran ricos o pobres, todos ellos coincidían en una preciada posesión: un lustroso telar de madera atado a cada carro o carromato.
Nace así la industria textil de una ciudad que, desde ese momento, en virtud de un vertiginoso desarrollo económico, pasó de los dos centenares de habitantes que tenía en 1793 a 13.000 en 1840, y de ahí a 500.000 justo antes de la Primera Guerra Mundial. Lodz se ganó así el sobrenombre del Mánchester polaco, y el éxito de esa industria se debió en gran medida al trabajo y al carácter emprendedor de los empresarios judíos, de los que Simha Ashkenazi, el gran protagonista de la obra, es un ejemplo memorable.


Un mundo desaparecido: el Lodz judío antes de la Segunda Guerra Mundial

En las páginas de Los hermanos Ashkenazi, asistimos, pues, en primera fila, al proceso de construcción de esa industria y a las repercusiones que tuvo para la sociedad. Como en otras grandes novelas de las que ahora, por supuesto, no puedo recordar un solo título, I.Y. Singer nos muestra el modo en que los personajes se ven zarandeados por los bandazos de la historia y de unas fuerzas incontrolables. Esas fuerzas son el Imperio Ruso, el auge de los movimientos revolucionarios, la lucha por los derechos laborales y, finalmente, la guerra. No incluyo el antisemitismo dado que el pueblo judío ya estaba más que acostumbrado a la persecución y los pogromos.

Cuando Abraham Hersh, Ashkenazi padre, informa al rabino de que su esposa está encinta, éste vaticina que sus hijos serán hombres acaudalados. Pronto vemos que el menor, Jacob, es un estudiante del montón, pero, intuyendo quizá que a él la fortuna le vendrá dada, se dedica a vivir la vida y conquistar el corazón de... bueno, no hay por qué revelar tantos detalles. Por su parte, Simha, como si se hubiera propuesto demostrar la veracidad del vaticinio del rabino, se revela desde pequeño como un nene bastante asquerosito que, en lugar de jugar, prefiere ver llenarse su hucha, y que, incapaz de relacionarse con niños de su edad, se rodea de otros más pequeños a los que puede dominar a placer. Simha es un niño superdotado, "un genio", "un prodigio". A medida que crece, el mayor de los Ashkenazis irá haciéndose con parcelas de poder cada vez más grandes, hasta que, tras superar a veces terribles reveses, logra alcanzar su gran ambición: convertirse en el rey de Lodz, pero a un precio que ni la gran fortuna que logra amasar podrá pagar.
-Rebbe, yo preferiría que fueran hombres temerosos de Dios.
Con esas palabras responde Abraham Hersh al vaticinio del rabino.
El rebbe no contestó y Abraham Hersh no volvió a insistir. El comentario le había parecido de mal augurio y estaba ansioso por aclarar su significado precisamente ahora, antes de que llegara su nueva descendencia.
Judíos hasídicos polacos

Si en La familia Karnowsky Singer nos mostraba los efectos últimos de la asimilación de los judíos a la sociedad alemana, en la novela que nos ocupa el autor parece formular la pregunta desde otro ángulo: ¿hay sitio en una sociedad occidental capitalista para un judío sin que éste deba, en mayor o menor medida, renunciar a su identidad? Las dudas y temores de Abraham Hersh Ashkenazi en las primeras páginas de la novela nos indican a las claras la importancia de esta cuestión.
 Si por ser ricos sus hijos estuvieran destinados, Dios no lo quisiera, a abjurar de su religión, él renunciaría a la riqueza. Preferiría que fuesen maestros de párvulos, con tal de que fueran judíos honestos. 
Pero el pequeño Simha, todavía en pantalón corto, sabe muy bien lo que quiere. Colándose, en ausencia de su padre, en el despacho de éste, da rienda suelta a sus sueños, y lo hace de esta guisa:
 Cuando creciera, se sentaría en un despacho como el de su padre, pero no llevaría la kippah, sino que iría a cabeza descubierta, como los mercaderes alemanes del otro lado de la calle. Tampoco trataría a la gentuza que trataba su padre. Tendrían que quitarse las kippahs y dirigirse a él en alemán en lugar de yiddish.
Miembros del Khalyastre, un movimiento literario expresionista polaco en lengua yiddish. Singer, a la derecha.

La cuestión de la identidad judía, que a servidor, quizá por lo bien que la presentan los autores yiddish, siempre le ha interesado, se vuelve en esta obra más interesante todavía al enzarzarse, por utilizar un verbo inocente, con los movimientos revolucionarios. Y entran aquí en escena dos extraordinarios personajes de entre la gran galería que nos presenta el autor. Se trata de los agitadores Tevye y, sobre todo, Nissan. Es conocido el papel más que relevante que jugaron los judíos en los orígenes del comunismo y en la revolución bolchevique, y por ello, a la luz de estos dos personajes, se me ocurre que, a la pregunta sobre el hombre judío en la sociedad capitalista occidental, se podría añadir esta otra: ¿hay sitio en la revolución para un judío sin que éste deba, en mayor o menor medida, renunciar a su identidad? Al igual que Simha, Nissan tiene las ideas claras desde niño y sabe muy bien lo que odia:
Sí, odiaba a su padre, y junto con su padre, odiaba sus libros sagrados que sólo hablaban de dolor y estaban empapados en moralidad y melancolía su Torah, tan compleja y enrevesada que desafiaba todo entendimiento; todo su judaísmo, que oprimía el alma humana y la cargaba de culpa y remordimiento. Pero, sobre todo, Nissan odiaba al Dios de su padre, aquel ser cruel y vengativo que exigía una obediencia ciega...
Y si pensáis que un personaje así es más propio de Isaac Bashevis, os equivocáis. A Nissan no le atormenta su falta de fe, sino las injusticias sociales que lo rodean. En todo caso, si no hay sitio para el judío en la sociedad capitalista ni en la revolución, ¿dónde lo hay? En Rusia no, desde luego.

Verbigracia.

El acceso al trono de Alejandro III, Emperador de Rusia y Rey de Polonia, supuso un gran retroceso respecto al reinado de su padre. Donde éste había liberado a los esclavos, promovido la educación universal y concedido más autonomía a los gobiernos locales, aquél, el hijo, tras declarar que su autocracia no tendría límites, acabó con las instituciones alemanas, polacas y suecas en las respectivas provincias, y se dedicó a perseguir a los judíos. Un Trump de la época, para entendernos. Y esta implacable política antisemita tuvo como consecuencia la llegada en masa de judíos rusos a Lodz.

Alejandro III de Rusia.

Entraríamos así en otro de los aspectos que, personalmente, más me interesantes me han resultado en esta obra, y es la relación de unas comunidades judías con otras. Los judíos de Lodz ven con recelo a los rusos y sus maneras tan poco judías. Los judíos lituanos no entienden cómo los polacos son capaces de comer carne a diario con tanta tranquilidad, beber whisky o cerveza, o asar un ganso en el Sabbat. Y la bella Dinele, destinada a casarse con uno de los dos hermanos, desprecia el hasidismo, tan propio, según ella, de brutos zafios y peludos... como su propio padre. En fin, que entiende uno algo mejor el comentario de aquella chica de Prestwich acerca de "los del gueto".

El barrio judío de Lwow tras el pogromo de 1918


En su edición inglesa, esta maravillosa novela tuvo un gran éxito en Inglaterra y en los Estados Unidos. En Polonia, sin embargo, no fue muy bien recibida por las autoridades. Publicada inicialmente por entregas en el diario judío Nasz Przeglad, se ordenó la confiscación del periódico a causa de dos capítulos en los que se describe, respectivamente, el pogromo de Lwow en 1918, y una escena que me callo, pues os estropearía el final de la novela. No contentos con ello, en 1937 se iniciaron procedimientos legales contra el autor, que llevaba ya varios años residiendo en América. Dudo que se presentara al juicio.

Por hoy, no hay sitio, tiempo, fuerzas o ganas para más. Os aseguro, eso sí, que me dejo muchísimas cosas en el teclado: personajes grandísimos, encantadores u odiosos; historia, guerra, revolución, auges, violencia, caídas, envidia, caídas, venganza, auges, persecución, pecado y redención.

Los hermanos Singer eran tres. ¿Nos deparará Esther, también escritora, alguna sorpresa?

miércoles, 13 de abril de 2016

Estrellas errantes, o quizá errabundas, o...



Las estrellas no caen, tan sólo vagan en busca de su destino.

La expresión yiddish blondzen no significa exactamente errar, sino algo así como "vagar en busca del camino perdido". En español, como en inglés, no existe un verbo completamente equivalente, así que para el título de Blondzende shtern tendremos que dar por buenos tanto wandering como errantes. El matiz de la frase que al principio de la historia Leibel le dice a su amada es, no obstante, muy significativo.

Valga esta pedante puntualización también para la editorial que decidiere, en el inminente centenario de la muerte de Sholem Aleichem, recuperar su novela cumbre. Así lo hizo Penguin en 2009, con motivo del 150 aniversario, y no le ha ido tan mal. En español, si no me equivoco, este libro sólo se ha publicado en Argentina, y de eso hace ya casi medio siglo. Por algún motivo que se me escapa, nuestros editores habidos y habientes han decidido que Aleichem, uno de los padres fundadores de la literatura yiddish moderna y, en cualquier caso, el hombre que terminó de dignificarla y la universalizó, no merece la atención del lector español.

Besarabia, 1920. El texto en yiddish dice: "así nos llevaba Shaye a la guardería"


Estrellas errantes comienza con dos escándalos familiares. Reizel y Leibel, las jóvenes y errabundas estrellas, han desaparecido de sus casas sin dejar rastro. La una se ha llevado su candor y su primorosa voz; y el otro, el dinero que el contable de su adinerado padre guardaba en el dormitorio. Al correr la noticia, el pequeño shtetl de Holeneshti, en la rumana región de Besarabia, se queda conmocionada. No parece tratarse, además, de una simple locura pasajera de dos adolescentes, y algunos sospechan incluso que puede tratarse de un secuestro, pues esta desaparición coincide con la partida de la compañía de teatro que a lo largo de las últimas noches ha encandilado a propios y extraños en el misérrimo poblado, y que se había interesado por incorporar a Reizel a su compañía. Comienza así una historia que nos lleva de la Besarabia de principios del siglo XX al Nueva York de antes de la Primera Guerra Mundial, pasando por Lvov, Viena o Londres (ruta casi idéntica a la que siguió el propio Aleichem cuando emigró a América huyendo de los pogromos), y que nos cuenta un pedazo de la historia de la diáspora judía tan interesante como increíble.

El interior del Grand Theatre, la primera sala construida específicamente para el teatro yiddish

Cabe imaginar que si, además de su gran talento literario, Aleichem hubiera tenido la capacidad de vislumbrar, siquiera vagamente, lo que iba a deparar el futuro, nos hubiera narrado la vida de personas como los Warner Brothers, Irving Berlin, Louis B. Mayer, o la familia Gershwin. Todos ellos, hijos de humildes trabajadores manuales judíos, huyeron con sus familias de los pogromos que los amenazaban en Rusia, Polonia, Hungría o Rumanía y recalaron en los Estados Unidos, donde con el tiempo acabaron creando Broadway y Hollywood, y transformando el mundo del espectáculo como nadie había hecho hasta entonces. Pero en aquellos tiempos, el cine estaba todavía en su primera fase de desarrollo. El verdadero espectáculo de masas era el teatro, y, dentro de la comunidad judía, el teatro yiddish gozaba de una popularidad e influencia que hoy nos cuesta imaginar, con multitudes agolpadas en las salas y unos actores principales convertidos en estrellas veneradas con locura.

 El rey Lear judío

En su origen, las obras yiddish incluían desde piezas satíricas para ser representadas durante la fiesta de Purim hasta canciones seculares, pasando por mascaradas o canto religioso. Esto siguió sin cambiar demasiado hasta que, en 1876, el poeta Abraham Goldfaden, al que habían encargado que ofreciera un recital de sus poemas en un jardín de la ciudad de Jassy, en Rumanía, extendió el programa inicial y lo convirtió en un vodevil. Pues bien, aquella actuación ha pasado a la historia como la primera representación de teatro yiddish profesional. Poco a poco, algunos autores, a remolque de la Haskalah (el movimiento ilustrado que, en los siglos XVIII y XIX abogó por la integración del pueblo judío en las sociedades en que vivían, así como por una modernización y secularización de sus costumbres) fueron explorando temas y estilos más sofisticados y profundos,y adaptando obras clásicas para el público judío. Aunque dicho movimiento abogaba también por la erradicación del yiddish en favor del hebreo, el impulso de su vertiente intelectual favoreció lo que se conoce como el Renacimiento Yiddish, en el que destacaba la figura de Aleichem.

 Mishcha Elman, modelo del personaje Grisha Stelmach, interpretando Kol Nidrei

Tras el asesinato en 1881 de Alejandro II a manos de los revolucionarios, el posterior recorte de libertades en el Imperio Ruso bajo el nuevo zar supuso un duro golpe para este teatro apenas recién nacido. Al poco tiempo de llegar al poder, Alejandro III prohibió las representaciones teatrales en yiddish, dada la imposibilidad de controlar los posibles focos de rebelión en una lengua que las fuerzas del orden no entendían. En consecuencia, Goldfaden y su troupe, junto a muchos otros, se vieron forzados a emigrar, y el hueco que dejaron fue ocupado por titiriteros que representaban obras de ínfima calidad. Éstos lograron salvar la prohibición gracias al ardid de denominar su teatro judío-alemán, que es precisamente el término que, en la novela que nos ocupa, utiliza Shchupak al referirse a su compañía, que, con esas obras simplonas y vulgares con las que Goldfaden había intentado acabar, deslumbra al shtetl de Holeneshti.

El mundo del shtetl, trasladado a Nueva York

Si Estrellas errantes hubiera sido escrita unos años antes, Holeneshti habría sido el escenario principal y casi único de la novela. Pero la primera década del siglo XX, época de cambios cruciales en todo el mundo, supuso un punto de inflexión para el shtetl, el yiddish y los judíos de la Europa oriental. Como dice Dan Miron en su fascinante e iluminador postfacio:

Mientras las historias anteriores habían retratado el shtetl de Europa oriental como un organismo social relativamente cohesionado, la nueva novela lo presentaba en un proceso de disolución y reformulación social y cultural bajo unas circunstancias completamente nuevas. Así, en lugar de limitarse geográficamente a una pequeña aldehuela judía o a una ciudad mediana de provincias situada en el corazón de la Zona de Asentamiento judío de Ucrania, la novela abarca todo el mundo askenazí en aquella era de grandes movimientos migratorios.

Del mismo modo, la elección de Holeneshti permite a Aleichem retratar ese mundo de titiriteros y sus ramplonas representaciones, pues sólo en un pueblo pequeño, remoto e inculto podía todavía triunfar ese tipo de teatro que Goldfaden había conseguido superar y que Aleichem tanto despreciaba. Al respecto de ese tipo de teatro, nos dice el narrador que sus producciones menores eran:

dramones sentimentales y tragedias mediocres con títulos tan poco habituales como 'Shminder Begetz en el Auto de fe' o 'Arráncate la blusa para mí', (...) mientras que sus piezas más intelectuales y literarias se titulaban 'Hinke-Pinke', 'La nuez de Shlyme', 'Salto en la cama' o 'Velvele come mermelada'.

Pero este conflicto entre el nuevo teatro, serio y de calidad, y el teatro popular tiene más de una dimensión. Así, una de las cuestiones centrales del libro tiene algo que ver con el habitual conflicto
 entre el judío "primitivo" y el "sofisticado", o, desde el punto de vista opuesto, el judío "puro" y el "asimilado". Al llegar a Viena, Holtzman observa que los judíos vieneses no son realmente judíos.

[Judíos] que no necesitan del auténtico teatro yiddish, judíos que corren a escuchar a Sonnenthal o se contentan con un cabaret o una tabernucha donde la gente se reúne para beber cerveza, fumar y escuchar a alguien cantar canciones tan vulgares como Chava o Todos los viernes por la noche, y luego aplauden y se relamen los dedos, a judíos como ésos habría que colgarlos de un árbol o fusilarlos (...) [Holtzman] y su nuevo socio decidieron escupir sobre esa Viena tan refinada y regresar a las provincias, a los pueblos de Galitzia, Bukovina o Rumanía, donde los judíos no habían probado el fruto del Árbol de la Sabiduría, y donde el público todavía se congregaba para ver a los actores judíos del mismo modo que correr a ver un oso, un elefante o un mono.

Es fácil advertir en esta cita cierta ambigüedad en el juicio de Holtzman, como también la hay en Aleichem, que se debate entre la esencia de la cultura yiddish y su apertura al mundo no judío.



Muchos críticos han señalado que Estrellas errantes es una novela un tanto imperfecta. Habría que matizar ese adjectivo. Gloriosamente imperfecta, podríamos decir. O épicamente imperfecta. Si los juzgamos por sus respectivas mejores novelas, no cabe duda, por ejemplo, de que, como novelista, nuestro autor era sensiblemente inferior a otro grande de las letras yiddish, Der Níster. Aleichem ha pasado a la historia sobre todo por sus relatos, y en concreto los que sirvieron de base a El violinista en el tejado. Sus escasas novelas breves, como Menajem Mendel, son de hecho muy poco novelescas, se caracterizan por la acumulación de episodios de la misma índole y en ellas, en palabras de Miron, el dinamismo del lenguaje suple al de la trama. Pese a que Aleichem era un gran lector y admirador de los grandes clásicos rusos, en Estrellas errantes, como en sus otras novelas, la trama adolece de una escasez de esos momentos dramáticos que hacen subir, bajar, girar y revolcarse a la historia, y que tanto caracterizan a la literatura rusa de la época. Da la sensación, más bien, de que, para echar a rodar la novela, el autor se sirve tan sólo del impulso de los capítulos iniciales y del cebo de la conclusión a la que todo parece llevarnos. Aleichem, que quería escribir una gran novela, sólo consiguió narrar una gran historia, trufada, eso sí, de personajes memorables.

Funeral de Zigmund Mogulesko, venerado actor que inspiró el personaje de Leo Rafalesco

Aleichem era un soberbio retratista, y su talento en esa faceta algunos lo han comparado con el de Dickens. Por ello puede sorprender que los personajes centrales, Leo Rafalesco (nombre artístico de Leibel Rafalovitch) y Rosa Spivak (Reizel), parezcan estar un tanto desdibujados. Leo, de hecho, es un auténtico soseras. Su momento álgido como personaje es al principio de la novela, cuando está aún en la edad del pavo. A partir de ese momento y de la separación de Rosa, Leo se convierte en un pelele del que todos se aprovechan. Su incapacidad para decir no, o ya para reaccionar a cualquier estímulo, lo lleva a aceptar con la mayor indiferencia el amor de una rubia despampanante, que se lo come a besos mientras él, alelado, está pensando en su amorcito. Sólo en el teatro es capaz de cobrar vida, y sólo al final de la novela, al cabo de diez años desde que las dos estrellas perdieron el rumbo, encuentra de nuevo su propia voz. En lo que respecta al escenario, Leo decide, de manera significativa, que:

 No se hable más. A partir de ahora, Rafalesco ya no interpretaría más papel que el de Uriel Acosta. Era su decisión final. No más operetas. No más melodramas. No más obras de Purim. ¡Se acabó! ¡Se acabó!

Uriel Acosta en el Grand Theatre de Nueva York (1904),

Y aquí hay que hacer un pequeño inciso para decir cuatro cosas sobre ese señor. Uriel Acosta nació a finales del s. XVI en Portugal, en el seno de una familia de judíos conversos. Descontento con el catolicismo, Acosta comenzó a interesarse por la fe de sus antepasados, aunque de manera clandestina. Es decir, que de converso pasó a lo que entrañablemente se conocía como marrano. Al sentirse perseguido por la Inquisición, se fue con su familia a Amsterdam, a la sazón un santuario de libertad religiosa, y que pronto se convertiría en el centro de la diáspora sefardí. Dedicado de pleno al estudio del judaísmo, Acosta observó con disgusto que los rabinos se centraban en cuestiones puramente rituales y legalistas que tenían escaso fundamento bíblico. La publicación de su libro Un examen de las tradiciones de los fariseos constituyó un escándalo en la comunidad judía. El libro fue quemado en público y Acosta fue excomulgado. Tras huir a Hamburgo, volver posteriormente a Amsterdam, pedir perdón y hacer propósito de enmienda, Acosta se vio incapaz de reprimir su propia naturaleza racionalista. No se contentó con sus críticas al judaísmo, sino que llegó a afirmar que toda religión es un invento de los hombres. Como castigo por hereje, recibió treinta y nueve latigazos en la sinagoga portuguesa de Amsterdam. A continuación, le obligaron a tumbarse a la puerta de la sinagoga y dejar que toda la congregación pasase por encima de él. Humillado de esta manera tan inhumana, Acosta acabó suicidándose. Dos siglos más tarde, el autor alemán Karl Gutzkow escribió la obra teatral que, interpretada por Adolf von Sonnenthal, encandila a Leo hasta el punto de negarse a interpretar otro papel.

Sonnenthal en la Enciclopedia Judía

La sombra de Acosta, al mismo tiempo hereje, mártir y precursor de Spinoza, se extiende de principio a fin sobre Estrellas errantes. El dilema y la tragedia que representa este personaje son los mismos que observamos en tantas obras de la literatura yiddish. Se trata del conflicto que enfrenta la libertad del individuo y su identidad como judío. En esta ocasión, no obstante, el foco apunta al conflicto del artista judío y su identidad en un mundo hostil, y éste, digámoslo aunque sea de pasada, es probablemente el tema central de la novela. Dice Meyer Stelmach a su buen amigo al respecto de Rosa Spivak:

Después de todo, somos judíos en un mundo cristiano. Pero eso no la convenció. Un gentil es un gentil y un judío es un judío. A mí me encanta ser judío, de verdad, con todo mi corazón. Me encanta el teatro judío, la comida judía, como sabes, me encanta el yiddish, tengo un hogar judío, y mi mujer, que Dios le dé larga vida, es una mujer kosher, mis hijos, a Dios gracias, son judíos, y más allá de eso, debo insistir en que, si mi Grisha fuera al barrio judío y pisara un escenario judío o entrara en una sinagoga, sería el final, lo perderíamos todo, ya no sería el héroe de la comunidad. ¡Se acabó Grisha Stelmach! Y lo mismo le pasaría a Rosa Spivak. Mientras esté entre gentiles, aunque todos sepan que es judía, los judíos ricos irán corriendo a oírla cantar. Pero si hiciera el tonto y actuara sólo para judíos, dirían: '"¿qué? Así que eres de los nuestros, ¿qué tienes de especial?" Al final conseguimos convencerla para que al menos se pusiera un tupido velo y que nadie la reconociera.

Si fuera judío, me atrevería a bromear sobre lo retorcido del razonamiento. Por otra parte, también Rafalesco reflexiona sobre la condición del artista judío.

Muchas cosas quedaron claras. Existían escuelas donde podías aprender a  ser actor, pero no había ninguna para judíos. Existían filántropos que entregaban fortunas al mundo de las artes, pero no había nacido ninguno para los judíos. No teníamos escuelas para artistas judíos, ni profesores, ni textos, ni alfabetos, ni filántropos, ni arte. Teníamos teatros, actores, talento, grandes y brillantes estrellas cuya luz llegaba lejos, mucho más allá del escenario judío, hasta la nación de los gentiles. Y a veces sucedía que éstos oían hablar de una de estas estrellas. Se llegaban hasta el teatro judío, se sonreían mutuamente y se pegaban a esa estrella hasta seducirla para que se fuera con ellos, y así ésta se perdía por siempre para el escenario judío.

Escena de una opereta yiddish, género muy popular en Europa oriental y denostado por Aleichem

El otro personaje central es, en teoría, Rosa Spivak, la amada de Leo. Si como hemos dicho, Leo es, durante la mayor parte de la obra, un soso algo pánfilo, Rosa se nos muestra como una chica más espabilada y ambiciosa. Aleichem quiso retratar en ella la nueva mujer judía. Ya no había sitio en la literatura yiddish para la "hija judía", modosita, obediente y que se casa con quien elijan sus padres.

No amo a nadie, ¡a nadie! Hago lo que me apetece en cada momento, lo que me dicta el capricho. Las preocupaciones de los demás son un chiste para mí. La tragedia ajena, un juego.

Rosa, a quien Aleichem da ojos de gitana, toma las riendas de su propia vida, aun a sabiendas del precio que tendrá que pagar. El problema es que casi toda la información acerca de Rosa se nos muestra de forma indirecta, bien sea a través de otros personajes o mediante el recurso facilón del intercambio epistolar. Miron sugiere que ello se debe a que Aleichem, conocedor en profundidad del mundo del teatro yiddish, apenas tenía unas vagas nociones del mundo de la música profesional al que Rosa se dedica. A mí la explicación no me convence, y me inclino a pensar que Aleichem nunca llegó a tomar la medida a la novela larga. Esto se puede observar al final de la novela, con un desenlace impecable desde el punto de la trama, pero empobrecido, una vez más, por el recurso del intercambio de cartas.

Escena de la adaptación al teatro de Estrellas errantes

Dejemos de lado, pues, a nuestros enamorados, y señalemos que la verdadera grandeza de esta novela radica, en primer lugar, en su impresionante galería de personajes secundarios, muchos de los cuales son mucho más complejos e interesantes que los principales. Qué decir,  por ejemplo, del sinvergüenza secuestrador devenido empresario Hotzmach / Holtzman, primero irritante, luego entrañable, finalmente trágico. O de la enamoradiza celestina Breyndele Kozak. O la tontaina y maquinadora Henrietta Schwalb. O todos esos empresarios teatrales, artistas y buitres que sobrevuelan todo lo que huela a dinero.

En segundo lugar, por supuesto, está la manera en que Aleichem consigue narrar, a través de tantas historias personales, la emigración de los judíos de Europa oriental a tierras americanas, así como la descripción de ese mundo depauperado pero lleno de sueños en el que vivían. Para el propio Aleichem, la relación con América fue siempre algo ambivalente. Por una parte, el escritor sentía admiración por una tierra que daba acogida y permitía prosperar al recién llegado. No olvidemos que nuestro autor llegó a Nueva York apenas un año después del pogromo de Kiev, y tres del de Kishinev, en Besarabia.

América es, Dios la bendiga, una tierra de libertad, más libre incluso que Londres. Aquí cada uno hace lo que quiere. Llegada la Pascua, uno se va a la sinagoga, otro se va a trabajar en una tienda. En Yom Kippur o Kol Nidre, uno llora en el Ya'ales, otro va a un baile, baile de Yom Kippur, se llama. Un grupo de jóvenes se reúnen y, con su cerveza y sus salchichas de cerdo, hacen las paces con el viejo Dios de los judíos por Sus malas acciones, por Sus decretos y Sus pogromos, y Le cantan las cuarenta, para que no se olvide hasta el próximo Kol Nidre. ¡Si hablamos de un país libre, aquí es donde puede hacer lo que quieras!


 Víctimas del pogromo de Kishinev

Aleichem, comparado en ocasiones, como hemos visto, con Dickens, llegó a América con grandes esperanzas. Era ya un escritor respetado y querido en Europa oriental, y ahora quería triunfar en el teatro yiddish, que en Nueva York era un género ya plenamente consolidado. De hecho, el Grand Theatre y el People's Theatre, de Jacob Adler y Boris Tomashefsky respectivamente, ambos, al igual que Aleichem, nacidos en Ucrania, gozaban ya de un prestigio y una calidad muy superior a la que tenía el teatro yiddish en Europa. Se recibió a Aleichem con gran expectación, pero algunos comentarios un tanto condescendientes por parte de éste predispusieron al público en su contra. Su estreno simultáneo con sendas obras en aquellas dos grandes salas fue un fracaso en toda regla. Apenas unos meses después, deprimido y humillado, Aleichem regresó a Europa. La experiencia, no obstante, le fue de gran utilidad cuando, dos años más tarde, empezó a escribir Estrellas errantes, donde incorporó una escena muy parecida a la que le había tocado sufrir en persona.

Comenzada la Primera Guerra Mundial, un Aleichem pobre y enfermo, que llevaba tiempo sobreviviendo gracias a la ayuda de amigos y admiradores, regresó a los Estados Unidos, donde firmó un contrato con un periódico, lo cual le garantizaba unos pequeños ingresos fijos. La muerte de su hijo en Europa, a quien no habían dejado entrar en el país por la tuberculosis que sufría, terminó de hundir a Aleichem, que moría también de tuberculosis un año más tarde. Quizá como irónico símbolo del destino del artista judío, Aleichem, abucheado diez años antes, congregó en su funeral a más de cien mil neoyorquinos.

Funeral de Sholem Aleichem, en Nueva York.


Os dejo unos enlaces (en inglés, por supuesto). Uno, sobre la vida y obra de Sholem Aleichem, y los otros, como muestra de la pasión que aún hoy sigue despertando el teatro yiddish.

sábado, 12 de julio de 2014

Genealogía y otros vicios judíos



En más de una ocasión me han tomado por judío, y la verdad es que yo me siento bastante halagado de que me relacionen con un pueblo al que admiro. Sin embargo, ni yo ni nadie que no sea de origen judío podría jamás hacerse pasar durante mucho tiempo por lo que no es. Cuando dos judíos se encuentran (y esto no es un chiste), se preguntan el apellido. Cualquier apellido que se te ocurra, la otra persona, el judío de verdad, lo conocerá, y, probablemente, conocerá a alguien más con ese apellido. La pregunta será entonces si tu familia puede estar emparentada con aquella otra, y, de no ser así, cuál es la historia de tus padres y abuelos. En definitiva, la mentira no te durará ni dos minutos.

Dos son los factores que explican esta pasión judía por la genealogía. Uno de ellos tiene que ver con el hecho de que el pueblo judío no es sólo una comunidad religiosa, sino también un grupo étnico. Todavía hoy en día existen personas cuyos orígenes, afirman, se remontan a las tribus de sacerdotes (los kohanim, de donde deriva el apellido Cohen) y levitas mencionadas en la Biblia.

Daniel Mendelsohn

El segundo factor es más reciente: la tragedia que sacudió al  pueblo judío en el siglo pasado. El genocidio y los desplazamientos, la pérdida de contacto con seres queridos y el exterminio de familias enteras impulsaron, con los años, la creación de numerosas agencias genealógicas, que ayudaron a algunos a reencontrar a sus familiares, o el triste rastro que quedó de ellos. Y también, sin duda, fueron muchos los que en ese momento descubrieron su relación con personas cuya existencia desconocían hasta entonces.

(Se me ocurre, no obstante, que puede haber otro factor que la wikipedia no menciona, a saber, los requisitos que tiene que cumplir cualquiera que desee emigrar a Israel y que consisten, en pocas palabras, en demostrar sus orígenes judíos hasta tres generaciones de antepasados.)

Naturalmente, en la era internet tal afición por rastrear los orígenes ha experimentado un crecimiento espectacular, y aunque dicho crecimiento se extiende a otras comunidades aparte de la judía, en ésta, por los motivos mencionados, tiene especial relevancia. Son probablemente cientos las páginas web dedicadas a escarbar, por ejemplo, en la historia de los millones de víctimas de la Shoah, y así, cualquier persona de origen judío que desee averiguar qué fue de sus familiares lo tiene hoy más fácil que nunca.


Un ejemplo memorable de esta búsqueda lo tenemos en Los hundidos, de Daniel Mendelsohn. Leí este libro hace seis o siete años, si no más, y a diferencia de tantas otras lecturas que vienen y se van, lo recuerdo de manera absolutamente vívida. El título completo de la obra es Los hundidos. En busca de seis entre los seis millones, y esos seis, huelga decirlo, son aquellos miembros de su familia que perecieron en el genocidio. Uno no necesita excusas ni motivos para emprender semejante búsqueda, pero es fácil entender que, en este caso, la escena inicial del libro, escena que el autor tuvo que vivir más de una vez durante su infancia, lo marcara y convirtiera esa búsqueda en, más que una obligación, un destino ineludible.

La escena en cuestión nos mostraba, si no recuerdo mal, a los padres del autor recibiendo las visitas, a mediados de los años sesenta, en su casa de Estados Unidos, de tíos, tías y primos lejanos, supervivientes de la masacre de Bolekhow. En un momento dado, el pequeño Daniel entraba en la sala donde estaban hablando los mayores, y entonces algunos de éstos, apenas lo veían, estallaban en lágrimas, al ver en él el vivo retrato del tío-abuelo Shmiel. Del tío Shmiel sólo quedaban algunas cartas, unas pocas fotos, y la frase repetida en susurros, "el tío Shmiel y su mujer tenían cuatro hijas preciosas, fueron violadas y luego los mataron a todos."

Adam Kulberg, primo lejano del autor, con la carta que le informaba de que toda su familia había sido asesinada

Los hundidos es la crónica de la búsqueda de la memoria de Shmiel, su esposa y sus cuatro hijas, todos ellos asesinados en el holocausto. Acompañado de tres de sus hermanos, Mendelsohn emprendió esa dolorosa búsqueda, que, aparte del rastreo documental, lo llevó a recorrer ciudades, pueblos y shtetl de Polonia y Ucrania, y a lugares tan alejados como Israel o Australia. Como sabéis lo que os pasáis por aquí desde hace tiempo, siento una especial debilidad por este tipo de historias donde se entrelazan la Historia con mayúscula y la investigación personal, como sucedía en El orientalista o en la también excelente Orígenes, de Amin Malouf, y esta obra de Mendelsohn está a la altura de las mejores.

Recopilando información de todo tipo de fuentes, Mendelsohn intenta atar unos cabos que se habían ido deshilachando en la memoria de las generaciones y que podían aparecer de repente en la otra punta del mundo. A lo largo de la obra, el autor nos cuenta los pasos que está dando tanto entre archivos y álbumes como en la red, y es imposible no lanzarse a consultar en las pausas de la lectura algunos de los enlaces que nos proporciona. A ratos, Mendelsohn imprime a la investigación un ritmo de novela negra, y, como en ese tipo de historia, el lector tiene la sensación de descubrir pistas insospechadas y hacer hallazgos inverosímiles al tiempo que el propio autor. En este sentido, son inolvidables las desesperadas cartas que Shmiel, a medida que siente la inminencia del desastre, envía a sus familiares en América, o, por mencionar otro ejemplo, cuando descubrimos que Shmiel emigró a EEUU a principios de siglo, y por la fatalidad del inimaginable destino, decidió volver a Ucrania. La historia es de por sí absolutamente fascinante, y el modo en que, a través de fotografías, cartas, documentos y, sobre todo, en el clímax de la crónica, las conversaciones con aquellos vecinos que lo conocieron, el autor reconstruye de una manera asombrosamente vívida las vidas de su tío-abuelo, su mujer y cuatro hijas, me conmovió, me apasionó y, como veis, me dejó huella.

El guetto de Bolekhow

El autor alterna la crónica de la búsqueda con capítulos dedicados a la interpretación de pasajes de la Biblia. A algunos lectores estos capítulos les parecen indigestibles. A mí, que me gusta lo raro, me resultaron sencillamente apasionantes. El jugo que sabe sacar el autor no sólo a pasajes oscuros o poco conocidos, sino incluso a aquéllos que todo el mundo conoce, verbigracia, las primeras líneas del Génsesis, me recordó a Michel Tournier, un autor al que no leo desde hace siglos, pero que en su tiempo me reveló evidencias para mí ocultas tanto de la Biblia como de Pinocho. Ahí es nada. Es cierto, en honor a la verdad, que Mendelsohn, crítico, ensayista y verdadero erudito, disfruta haciendo gala de su sapiencia, y que la exégesis que lleva a cabo a veces puede resultar excesiva, pero, como ya he dicho en alguna otra ocasión, a mí me gustan los autores que de vez en cuando me recuerdan mis limitaciones culturales. En definitiva, uno de los libros más impresionantes que he leído en muchos años y que me están entrando unas incontenibles ganas de releer.



La genealogía, si bien el más perdonable, no es el único vicio del pueblo judío. De hecho, como nos demuestra Isaac Bashevis Singer en todas sus novelas, ni siquiera el judío más devoto y ortodoxo está a salvo de las asechanzas del maligno, que acosan por igual a judíos y gentiles.

(Os confieso que al principio, esta entrada iba a estar dedicada únicamente a la última novela de Singer que he leído, pero con el primer párrafo ya me he liado con otras historias, se me ha ido el santo al cielo, y he acabado hablando del libro de Mendelsohn, que, pensándolo bien, quizá no tenga mucho en común con La casa de Jampol.)

La historia en La casa de Jampol transcurre bien entrada la segunda mitad del s. XIX, una época convulsionada por recientes revoluciones, y en la que se avistaban en el horizonte revoluciones y convulsiones aún mayores. La principal de todas, y la que marca el devenir de aquella Polonia donde transcurre la historia, nos la señala el autor en la frase que abre la novela:

Después del fracaso de la rebelión de 1863, muchos nobles polacos fueron ahorcados.

Entre ellos, nada menos que la familia del Capitán Nemo, quien, en la versión inicial de 20.000 leguas..., era un noble polaco cuya familia había sido asesinada por los rusos en dicha rebelión. Sin embargo, la posterior alianza de Francia con la Rusia zarista hizo que el editor de Verne se inclinara por no revelar las raíces de la misantropía de Nemo. Pero bueno, no sigamos desvariando.

1861. Tropas rusas acampadas en plena Varsovia

La rebelión fracasada cuyo recuerdo abre la novela es conocida en la historia como el Levantamiento de Enero, y fue una revolución por parte de los jóvenes polacos, a los que luego se unieron los nobles, que tuvo como detonante el reclutamiento forzoso en el ejército ruso. Una de las consecuencias de la derrota de los insurgentes fue, aparte de las ejecuciones y los miles de deportados a Siberia, la confiscación de más de mil seiscientas tierras y propiedades de la nobleza polaca. Entre ellas estaba la casa del conde Jampolski, que da título a la novela.

Calman Jacoby, un respetado comerciante, decide escribir a San Petersburgo y solicitar al nuevo  propietario, un general y duque ruso, que le arriende la propiedad. Para su sorpresa, la fortuna le sonríe y, a partir de ese momento, con su capacidad de trabajo y su habilidad para los negocios, Calman consigue crear un pequeño imperio. Pero a diferencia de El imperio de Kalman el lisiado, más centrado en el antiheroico protagonista, Singer da más protagonismo a la progenie de este otro Calman, formada por sus cuatro hijas y, con su estilo sencillo y maestría narrativa, sigue sus diferentes y tortuosos caminos, con el telón de fondo de un país sometido, una violencia dormida, y el torbellino de ideas e ideologías que entonces empezaron a gestarse. Nos dice el autor en la nota previa:

Todas las ideas espirituales e intelectuales que han triunfado en nuestros tiempos tienen su origen en el mundo de aquel tiempo, y así ocurre con el socialismo y el nacionalismo, el sionismo y el asimilacionismo, el nihilismo y el anarquismo, la igualdad de derechos de la mujer, el ateísmo, la debilitación de los vínculos familiares, el amor libre, e incluso el fascismo, en sus rudimentos.

Algunos de los sublevados de 1863

La literatura yiddish no suele ocuparse de los grandes nombres de la historia, aquéllos que trillan las sendas que seguimos los pobres mortales. Tiende, más bien, a centrar su atención en esos pobres mortales a los que tanto las sendas como las ideas les vienen dadas, y a contarnos el modo en que se rebelan contra éstas, se adaptan o se pierden en el caos. Y de caos se puede tildar sin duda esa segunda mitad del s. XIX.

El Levantamiento de Enero tuvo lugar 30 años después de la Revolución de los Cadetes, y no fue el último, pues en 1905 un imperio ruso en caída libre todavía tuvo que enfrentarse al pueblo polaco en la Insurrección de Lodz. Pero, insurrecciones aparte, el verdadero caos, como muy bien nos recuerdan las palabras de Singer, flotaba en el ambiente, en esa marabunta de espectros que recorría Europa. Los nombres de Nechayev y Bakunin, el de Karakozov (el primer revolucionario ruso que atentó contra la vida del zar) o el de Chernishevski, novelista y revolucionario; el colonialismo europeo en África, los eternos ecos de la revolución en Francia y la reciente guerra franco-prusiana, entre muchos otros, aparecen en las páginas como los lejanos relámpagos de una tormenta en el horizonte.

Sin embargo, como suele suceder en los libros de Singer, y quizá (no he leído tanto como para poder afirmarlo) en toda la literatura yiddish, tanto los personajes como los hechos históricos parecen ser herramientas en manos del autor para dar forma a la cuestión central y eterna, que viene a ser, en apariencia, el judaísmo, y en realidad, la relación del hombre con un Dios que se ha desentendido de su creación.

Un grupo de judíos jasídicos en Cracovia

Veíamos en La familia Máshber que el judaísmo estaba a merced tanto de la persecución étnica en forma de pogromos como del fanatismo dentro mismo de la comunidad. En La casa de Jampol los peligros que acechan al pueblo judío no vienen por ese lado sino, más bien, por el progreso de occidente. En palabras de un personaje de la novela, Wallenberg, un judío convertido al catolicismo:

Es absurdo vivir en Polonia y hablar una jerga germánica, como el yiddish, y más ridículo todavía vivir en la segunda mitad del siglo XIX y comportarse como si uno viviera en la Antigüedad. (...) He viajado por Turquía y Egipto, y puedo decirle que ni siquiera los beduinos son tan salvajes como nuestros asideos.

 Dejando de lado la cuestionable elección por parte del traductor del término asideo en lugar de jasídico, la caracterización de ese movimiento religioso como fanático y retrógrado es tan sólo una de las acusaciones que los judíos "occidentalistas" hacen a una parte de su pueblo.

¿No le parece raro que los judíos lituanos se hayan dedicado tanto al estudio, en tanto que los judíos polacos apenas se interesan en adquirir conocimientos científicos?

La tensión entre ambas corrientes es una constante a lo largo de la novela, y podemos decir que también en este sentido las palabras de Singer respecto a las ideas espirituales de nuestros tiempos se ven hoy confirmadas, pues son muchos los israelíes que tienen una opinión igual de negativa sobre el judaísmo ultra-ortodoxo, que tanto debe al jasidismo.

Judíos jasídicos en acción. Un vídeo casero, una canción yiddish muy hermosa y una voz increíble

Pero decíamos que el peligro proviene, sobre todo, del progreso de occidente, y de hecho, el fantasma de un siniestro personaje (no es el Carlos que pensáis) recorre la novela de principio a fin.

-... Los judíos han de convertirse en polacos de cabo a rabo. De lo contrario, seremos expulsados, como en los tiempos del Faraón.
-Los polacos también están esclavizados.
-Éste es otro asunto.
-Los fuertes quieren dominar a los débiles -dijo Ezriel, un poco dubitativo acerca de la pertinencia de su observación.
-Mucho me temo que así sea. En Inglaterra se ha publicado recientemente un libro que hace furor en el mundo científico. Según parece, sostiene la teoría de que la vida no es más que una constante lucha para sobrevivir, y que tan sólo los más fuertes triunfan.

La grandeza de Singer radica en que uno no sabe muy bien si el autor utiliza el conflicto espiritual y la batalla de ideas como mero escenario para desarrollar un impresionante novelón que muchos han comparado con Los Buddenbrook, o si, por el contrario, las vicisitudes de la saga familiar, con sus miembros atormentados, atribulados y, en ocasiones, depravados, no son más que una excusa para para presentar dichos conflictos y batallas.

Con un escritor tan grande como Singer, autor de novelones como El mago de LublinLa familia Moskat o la que para mí es una auténtica obra maestra, Sombras sobre el Hudson, es posible que La casa de Jampol dé la impresión de ser una novela secundaria en su bibliografía. Pero no os engañéis: La casa de Jampol es Singer en estado puro, un libro donde un puñado de personajes más reales que la vida misma nos muestran nuestras ambiciones, nuestros miedos, nuestra insignificancia, y la enorme fuerza que, en nuestra ingenuidad, le otorgamos a nuestra frágil esperanza.

Y la saga continúa con Los herederos. Ya estoy frotándome las manos.

I'm a Yiddish man in New York


jueves, 3 de abril de 2014

La caída de la casa Máshber


Cuando nació mi primer hijo, me tocó a mí, como es lógico, anunciar el feliz acontecimiento a la familia. Después de hablar con mi madre, llamé a mi suegra, en Inglaterra. La familia de mi mujer es de origen judío, si bien mi suegra es atea y, por si fuera poco, está casada con un cristiano. No obstante, como veremos, toda renuncia a la propia religión tiene sus límites. Así, cuando le dije el nombre que le habíamos puesto al retoño -nombre que habíamos ocultado hasta entonces, para evitar comentarios del tipo "uy, no, ése no"-, no contestó con la alegría que yo esperaba. Más bien, lo hizo con un curioso y un tanto ominoso silencio. Qué raro, pensé, si es el nombre de su padre, es decir, el abuelo de mi mujer, o lo que es lo mismo, el bisabuelo del recién nacido, primer bebé de esa generación en toda la familia.

Pocas horas más tarde, una llamada telefónica de Inglaterra nos informó de cuál era el problema: es tradición entre los judíos askenazíes no poner nunca a un bebé el nombre de un familiar vivo. Y el bisabuelo de la criatura, a sus 91 años, estaba vivo y más que lúcido. Naturalmente, nos negamos en redondo a cambiarle el nombre, con lo cual se gestaba, si no un cisma, sí un pequeño conflicto familiar. Y eso después de haber dejado bien claro, desde hacía ya unos meses, que bajo ningún concepto circuncidaríamos al bebé, en caso de que fuera niño.

Por suerte, un par de días más tarde, otra llamada telefónica nos comunicó la feliz solución del asunto. Alguien de la familia había hecho las investigaciones pertinentes, y había descubierto que entre los judíos sefardíes (eso debía de ir por mí), la dichosa tradición del nombrecito no existía. Así que todos tan contentos, y el que más, el bisabuelo. Y es que, ateos o devotos, ya nos hablaba Tevye de la importancia que para ambos tiene... ¡¡la tradición!!


La actual revitalización de la cultura yiddish viene de la mano de la música klezmer, un fenómeno cada día más popular a nivel mundial. Uno de los factores decisivos en esta popularización cabe buscarla precisamente en El violinista en el tejado (1971), que hizo que muchos hijos y nietos de emigrantes judíos, que habían poco menos que dado la espalda a sus raíces, descubrieran y comenzaran a interesarse por aquella música, así como por la obra literaria de autores como Sholem Aleichem, y se contagiaran de la nostalgia del shtetl. A ello hay que unir, naturalmente, el premio Nobel otorgado a Isaac Bashevis Singer en 1978. Esta combinación de factores parece haber tenido unos efectos algo retardados, pero hoy se puede decir que el klezmer está para quedarse.

En cuanto a la literatura yiddish, desconozco lo que se escribe en la actualidad, pero me alegra ver cómo desde hace unos años se están recuperando, con cuentagotas pero también con regularidad, algunas de las grandes obras literarias de aquella cultura que a pesar de todo, tozuda ella, se negó en su día a dejarse exterminar. No es de extrañar que dicha recuperación tenga lugar en primer lugar en EEUU, dado que allí se encuentra hoy la mayor comunidad de hablantes de yiddish. 

Parte del divertido discurso de Bashevis Singer en Estocolmo, hablando sobre el yiddish

Hace unas semanas hablaba de la extraordinaria El imperio de Kalman el lisiado, de la cual destacaba, aparte de su gran calidad literaria, su marcado tono elegíaco, sobre todo hacia el final de la obra, al concluir la historia justo en el momento en que Adolf Hitler alcanzaba el poder en Alemania. En La familia Máshber, el autor nos dice también, en el prefacio, que el mundo que se dispone a retratar :

tiempo ha que se esfumó sin dejar vestigio, arrastrando consigo el cimiento económico sobre el que se hallaba construido, al igual que sus conflictos sociales e ideológicos y sus intereses. No me ha resultado fácil evocarlo, reavivarlo y poner en acción a sus personajes.

Der Níster, cuyo verdadero nombre era Pinchus Kahanovich, es uno de esos autores desconocidos para el gran público y venerados por el pequeño mundo de la cultura yiddish. Nació en 1884 en Berdichev, Ucrania, y murió en 1950 en el gulag soviético. En 1904 adoptó su pseudónimo, que significa en yiddish "El oculto", tras abandonar su ciudad natal con el fin de eludir el servicio militar. 

En el prefacio a La familia Máshber, considerada su obra maestra, nos encontramos con un planteamiento mucho menos elegiaco que el de Elberg, y con una visión de aquel mundo perdido prácticamente despojada de cualquier atisbo de nostalgia. Nos dice el autor que:

Me he aferrado, al componer este libro, al método del realismo artístico, aquel que se identifica con el famoso mandamiento de Goethe: "Pinta, pintor, y calla".

Der Níster, cuyo pseudónimo significa "El oculto"

Esta reivindicación del realismo era probablemente el escudo con el que el autor se quería proteger de la censura soviética. La mayor parte de la obra anterior de Der Níster era yiddish puro y duro, es decir misticismo cabalístico a go-gó y simbolismo a mansalva, algo no del agrado de las autoridades. Tanto es así que el mismo presidente de la Federación de Escritores Rusos en Yiddish inició una campaña contra él y le obligó a renunciar al simbolismo. En aquel momento, Der Níster prácticamente dejó de escribir cuentos y novelas y pasó a dedicarse al periodismo y la traducción. Tan sólo hacia el final de los años 30, cuando al gobierno soviético le dio por promover las diversas nacionalidades del país, entre ellas el yiddish, decidió Der Níster volver a la literatura. Siempre, eso sí, dentro de los límites marcados por el realismo socialista. Que no es lo mismo que seguir sus preceptos...

Un cuento para niños de Der Níster, ilustrado por Chagall

La otra gran diferencia con Kalman el lisiado radica en que, en La familia Máshber, el mundo perdido del shtetl y la desaparición de un modo de vida presente en el este de Europa desde hacía siglos, no es consecuencia del auge del nazismo, y sólo muy tangencialmente del antisemitismo y los pogromos que tenían lugar constantemente en Rusia, Ucrania y Polonia. De hecho, y para empezar, el escenario de la historia no es tanto un shtetl como una ciudad ucraniana de tamaño considerable, un importante centro cultural, religioso, económico y financiero, cercano a la frontera con Polonia. La ciudad de N., como la conocemos en la novela, es un trasunto de Berdichev, ciudad natal del autor. Situada en la actual Ucrania, Berdichev constituía, hacia finales del s. XIX, la segunda mayor comunidad judía del Imperio Ruso, y alrededor del 80% de su población era judía, la mayor parte de ellos jasídicos. 

La historia del jasidismo, una corriente del judaísmo que surgió en Polonia en el s. XVIII, es bastante compleja para nosotros los presuntos sefardíes. En líneas muy generales, el jasidismo reivindicaba el valor de la espiritualidad frente a lo que consideraba un judaísmo excesivamente aferrado a la lectura del Talmud. El nacimiento del jasidismo venía a confirmar un viejo conflicto entre diferentes corrientes dentro del judaísmo, que había dado lugar, por ejemplo, a la aparición de autoproclamados mesías, como Sabbatai Zevi. Pero que no cunda el pánico: apenas es necesario saber más que estos datos básicos para entender el conflicto central de la novela que nos ocupa.

Berdichev a finales del s. XIX

La familia Máshber estaba concebida como una trilogía de la que Der Níster sólo llegó a escribir las dos primeras partes, antes de que Stalin decidiera que Hitler no iba desencaminado del todo y que había que acabar con los judíos. El título de la obra habría cobrado mayor relevancia con el tercer volumen, donde el nieto de Moshe tomaría las riendas de la historia. Con este tercer volumen inédito (algunos creen que quizá, con el arresto del autor, las autoridades también requisaron esa tercera parte de la novela), lo que nos queda, que en ningún momento se percibe como una obra inacabada, podría titularse Los hermanos Máshber, y la referencia a Dostoievski no estaría del todo injustificada.


Un poquitín de klezmer para descansar. O no.

La historia que se nos cuenta es de lo más sencilla y se puede resumir muy brevemente: es la historia del hundimiento económico y la desintegración de una familia en la Ucrania de finales del s. XIX. Moshe Máshber es un próspero y respetado banquero, felizmente casado, padre de familia y abuelo. En su casa, aparte de esposa, mujer, hijas, yernos y nieto, vive también recluido su atormentado hermano Alter, a quien todos dan por retrasado mental. Su otro hermano, Luzzi, tras pasar años en una búsqueda espiritual, ha decidido seguir la doctrina del rabino Nachman de Breslev. Este Nachman, que vivió a finales del s. XVII, era considerado poco menos que un hereje entre el resto de los jasidim. En pocas palabras, con el cambio de rumbo espiritual de Luzzi, la familia feliz, la armonía entre hermanos, la absoluta devoción que sentía la familia de Moshe por el hermano mayor, y todo lo demás se va a hacer gárgaras. Al mismo tiempo, una mala cosecha, un ultraje al retrato del zar y una creciente fanatización de la población de N. nos ponen el conflicto en bandeja. 

Retrato de un cambista

Pese a ser grandes creaciones literarias, los tres hermanos Máshber no son, sin embargo, el mayor atractivo de la novela. Haciendo caso omiso de las reglas del realismo socialista, Der Níster introduce el personaje de Sruli, un tipo extraño, con un pasado sorprendente, y que actúa dentro de la novela como una especie de maestro de marionetas. Sruli hace y deshace a su antojo, actúa como benefactor anónimo, parece situarse más allá del bien y del mal, e incluso más allá de las garras del peligro. Hay quien ha querido ver en Sruli un símbolo del poder soviético jugando con la vida del individuo en nombre de la gran causa. A mí la idea no acaba de convencerme y me inclino por pensar que Der Níster simplemente se negó a barrer de su obra todo rastro de misterio cabalístico. 

Otro de los grandes atractivos de la novela es la detallada y vívida recreación de aquel mundo que, a la vez que un pequeño imperio, era también otro súbdito más del imperio ruso. Ese mundo ha sido retratado muchas veces en literatura (en pintura, lo retrató sobre todo Marc Chagall, amigo y colaborador de Der Níster), pero pocas veces con tanto detalle, realismo e incluso crudeza como aquí. La desintegración de la familia Máshber, que representa, evidentemente, el hundimiento de las comunidades judías en gran parte del imperio ruso, no se debe tanto, parece decirnos el autor, al antisemitismo que las rodea como al propio fanatismo e intolerancia de algunos de sus miembros e incluso líderes religiosos. Der Níster retrató a una comunidad judía tan hermosa y miserable como cualquier otra, una comunidad capaz de proveerse ella sola de héroes, samaritanos, emprendedores, ladrones, chantajistas, borrachos, alcahuetas y matones. Una comunidad, en suma, para la que la combinación de desgraciados factores antes mencionada no representa más que el empujoncito que la lanza al abismo al que ella solita se ha ido acercando. Dada la falta de libertad en la que se movía el autor al escribir esta obra, es difícil decir si su verdadera intención era hacer un retrato tan severo y autocrítico de la comunidad de N., pero esa ambigüedad contribuye a hacer la novela aún más interesante. 


Marc Chagall, delante, con Der Níster tras él, rodeados de profesores y autores en lengua yiddish

La familia Máshber, en todo caso, se me antoja una novela que, sin dejar de ser literatura yiddish, se sitúa también en la tradición de la gran novela rusa del XIX, sólo que escrita medio siglo más tarde. No estamos, desde luego, ante una obra para ser leída con prisas. La familia Máshber es una obra extensa (algunos dirían larga) en la que la acción parece jugar un papel secundario frente a la recreación de un mundo perdido (algunos dirán uy qué lentaaa). Son casi 900 páginas repletas de pormenorizadas descripciones de oficios, casas, calles, costumbres, en las que la acción transcurre silenciosa bajo el suelo; sólo de vez en cuando notamos cierto temblorcito, luego un tren que pasa por debajo, hasta que por fin la casa se nos viene encima. La galería de personajes es casi inacabable, y todos y cada uno de ellos, desde los tres hermanos hasta el mayor pringao de la ciudad, participan de ese realismo tan detallado, magistral y poco socialista del autor. 

Der Níster, en suma, consigue hacernos creer que ese mundo que "se esfumó sin dejar vestigio", ese mundo en el que a nadie se le pasaría por la cabeza darle a su hijo el nombre de un familiar vivo (de alguna manera tenía que justificar el rollo del primer párrafo, ¿no?) sigue ahí, en el mismo sitio, donde siempre había estado.

El viejo cementerio judío de Berdichev


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