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miércoles, 5 de noviembre de 2014

El siglo de las luces


Ciertas grandes obras de la literatura son tan grandes que no hace falta leerlas para conocer perfectamente su argumento. Sabido es, por ejemplo, que la obra magna de Proust trata de un niño al que le gustaban mucho las magdalenas. Nuestros políticos y periodistas, pese a no tener la literatura en tanta estima como el fútbol, saben muy bien que Eichman en Jerusalén no es más que un largo proemio para la frase "la banalidad del mal". La broma infinita trata de tenis y de notas al final del libro, mientras que el Decamerón es un estudio del monje desdentado.

La cultura de oídas y frases cogidas al vuelo nos lleva a formarnos imágenes tan erradas que llega a dar vergüenza admitirlas. Pero como yo hace tiempo que superé el miedo al ridículo, no tengo mayor problema en hacerlo: El siglo de las luces trata de un científico loco y romántico que, incomprendido en su Francia natal, emprende un viaje al Caribe, donde por fin gozará de libertad para poner en funcionamiento su gran invención...

... embarazoso, ¿no?

La Máquina

Recuerdo que de este clásico de Carpentier, publicado por primera vez en 1962, se habló mucho 30 años más tarde, a raíz de la película del mismo título realizada en Cuba y que cosechó varios premios internacionales. No sé por qué en aquel momento no me molesté ni en leer una ni en ver la otra, pero supongo que estaba demasiado ocupado buscando algo que hacer con mis días post-estudiantiles mientras, al mismo tiempo, me esforzaba por mantener vivo un amor a distancia. Entre eso y algún texto de contraportada leído por ahí, me había convencido de que sabía muy bien de qué trataba esta novela, algo que confirmaba cada vez que abría el libro, que llevaba más de diez años en casa. La novela empieza de esta guisa:

Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros.

Me parece un comienzo maravilloso, y por ello no dejo de preguntarme por qué tardé tanto en leerla, cuando además, en primer lugar, este libro llevaba en casa tanto tiempo y, en segundo lugar, todo lo que he leído de Carpentier siempre me ha apasionado. Supongo que soy un lector bastante errático, por no decir infiel, o incluso promiscuo. Cuando un libro me gusta mucho, evito durante un tiempo volver a leer algo del mismo autor, quizá para no estropear el buen sabor de boca, quizá para que no se mezclen en mi memoria dos historias presumiblemente parecidas. Esto puede parecer una chorrada, pero estoy convencido de que leer El siglo de las luces inmediatamente después de Los pasos perdidos puede producir una sobredosis de barroquismo caribeño.

Carpentier escribió esta novela en Venezuela, donde pasó catorce años en los que publicó nada menos que El reino de este mundo, Los pasos perdidos y la que nos ocupa. Y entre vudú, remonte de ríos y guillotinas en funcionamiento 24/7, uno es el tema que parece sobrevolar la obra carpenteriana, y éste es la nostalgia -o quizás sería más preciso decir el sueño- de la América in illo tempore. Tanto es así que uno se pregunta si la gran cuestión de fondo no será "¿cuándo se jodió América?". Pero descendamos un par de peldaños desde tales hipótesis y generalizaciones.

Primeras escenas de la película

El siglo de las luces nos sitúa en La Habana alrededor del año 1790. Un próspero comerciante acaba de fallecer, y su hijo Carlos se ve obligado a tomar las riendas de la empresa. En la casona habanera viven también Sofía, hermana de Carlos, y Esteban, un primo huérfano y asmático. Aprovechando que será el albacea de la familia quien se encargue del negocio, los tres jóvenes se entregan a una suerte de orgía intelectual en la que comparten lecturas hasta la madrugada, descubren el mundo desde la biblioteca, representan con desbordado entusiasmo obras teatrales, y exploran cada rincón de la casa, del que vuelven con mapas, relojes, brújulas y todo tipo de artefactos. Esta edénica infancia prolongada se ve sacudida por la llegada de Víctor Hugues, un comerciante marsellés de gran cultura y ansias de conocimiento. La irrupción de Hugues no supone una expulsión del paraíso, pero sí la imposición de orden y luz en las desenfrenadas noches de la casa.

Por resumir un argumento que, de hecho, es bastante sencillo, digamos que poco después llegan al Caribe los aires de la revolución francesa. Se producen revueltas de esclavos en Saint-Domingue, y tanto Víctor Hugues como su amigo y curandero mulato Ogé, por su condición de masones y partidarios de la revolución, se ven en el punto de mira de las autoridades. Entre el caos de las rebeliones y la huida de Víctor, los tres jóvenes acaban separándose, y prácticamente sin saber cómo, Esteban se ve embarcado, junto a Hugues, rumbo a Francia.

Una vez allí, ambos se entregan a la causa de la revolución, pero, mientras Esteban se dedica a la traducción de pasquines y a tareas meramente burocráticas, Víctor Hugues se convierte en un fanático decidido a aniquilar a cualquier posible enemigo de la revolución. Cumplida su misión, Hugues es enviado de vuelta al Caribe, investido de poder y con una insaciable sed de seguir la faena en la isla de Guadalupe. Y ése es el momento que se nos anunciaba en el primer párrafo de la novela, cuando, instalada sobre la proa del barco, llegan al Caribe las luces, la Enciclopedia, la Ilustración; en una palabra, la guillotina. Pero lo que eleva a niveles casi proféticos ese proemio es precisamente la omisión del término "guillotina" y la ausencia total de referentes temporales, que convierten la Máquina en la cruz, la horca, la hoguera o el pelotón de fusilamiento.

Abolición de la esclavitud

El personaje de Victor Hugues sería una creación inmortal de la literatura en lengua castellana si no fuera por el hecho de que nuestro déspota idealista existió. Desconozco hasta qué punto se trataba de un personaje conocido en Francia, pero es innegable que para los lectores hispanohablantes Carpentier hizo todo un trabajo de arqueología documental, y aunque la wikipedia francesa nos brinda bastantes datos al respecto de este señor, sólo Carpentier fue capaz de dotarlo de vida. Personaje arrollador, contradictorio y, para qué negarlo, bastante odioso, a Hugues se le encomendó la abolición de la esclavitud, que asumió con tanto entusiasmo como saña empleó después en la persecución de los supuestos liberados.

Es claro, pues, el tema de la revolución traicionada, y el paralelismo entre la revolución rusa y la francesa, con sus respectivos períodos de Terror, son más que evidentes. No deja, sin embargo, de producir cierta sorpresa que alguien tan entregado a la causa de la revolución cubana como Carpentier saliera airoso de una crítica tan feroz contra los excesos de la revolución, y de un retrato tan certero del revolucionario metamorfoseado en déspota. El caso es que en Cuba nadie se dio por aludido, y si bien podría aducirse que la novela se publicó al principio mismo de la era castrista, lo cierto es que Carpentier fue hasta el final de sus días el escritor estandarte del régimen.

Pero aparte de su vertiente de novela histórica, El siglo de las luces destaca por su cuestionamiento de la idea de que la Luz, es decir, la cultura y el racionalismo, representan nuestra mejor arma contra la barbarie humana. El símbolo de la luz, presente desde el irónico título, es constante a lo largo de la obra. La llegada de Hugues a la casa de los huérfanos, por ejemplo, saca a éstos del mundo de desorden, sombras y polvoriento saber en el que se revolcaban, y los hace abrir las ventanas y saludar al día, sin tener en cuenta lo bien que se vive a veces entre sombras y polvo. En contraste, al desarmar la guillotina, nos dice el narrador:

Había terminado la Máquina en esta isla su tremebundo quehacer. El reluciente y acerado cartabón, colgado por el Investido de Poderes en lo alto de sus montantes, regresaba a su caja. Se llevaban la Puerta Estrecha por la que tantos habían pasado de la luz a la noche sin regreso.

El papel de la luz es asimismo relevante en el cuadro Explosión en una catedral, que juega un papel central en la obra y que no sería exagerado considerar el personaje principal de la obra. Hay quien considera que su simbolismo llega al punto de que se puede identificar derecha e izquierda con Europa y América. Si eso es así, el mensaje del cuadro es muy revelador.


Y es que el tema del retorno al edén, tan evidente en Los pasos perdidos, está también presente en esta novela. Ese edén puede ser el feliz y tenebroso caos de los huérfanos, invadido e iluminado por Hugues, o puede ser, de manera más general en la obra carpentieriana, la América precolombina, cuyo esencia se perdió y algunos buscan en la frondosidad del trópico o, paradójicamente, en la magia del folklore de raíz africana. Aunque quizás la paradoja no esté en el elemento africano sino en la palabra "esencia", como sugiere este interesante fragmento de una entrevista:


Puede decirse que el estilo de la obra, como todo Carpentier, requiere un ligero esfuerzo (lo del barroquismo es ya un tópico; prefiero el término "exuberancia"), pero éste, en cualquier caso, será mucho menor de lo que una primera impresión nos puede hacer pensar. Más compleja es, desde luego, su simbología, aunque todos sabemos que los escritores utilizan los símbolos principalmente para tener entretenidos a los catedráticos de literatura. En todo caso, si a alguien una leve y más que placentera dificultad le supone un obstáculo para la lectura, mejor que lea a Coelho. Total, El siglo de las luces no es más que una novela magistral y una obra maestra de la literatura en lengua española. Y además, con aventuras, sangre, pasión y hasta piratas.

lunes, 4 de abril de 2011

El reino de este mundo, de Alejo Carpentier




Qué triste debe de ser la vida del crítico literario. Porque con este libro, aunque parezca mentira, a algunos no se les ocurrió nada mejor que iniciar una discusión bizantina sobre la diferencia entre el realismo mágico y lo real maravilloso. Hace falta tener atrofiada la capacidad de disfrute para dedicar artículos, libros y tesis doctorales a semejante debate. 

Y todo a raíz del prólogo del autor, clásico entre los prólogos, de lectura tan obligada como interesante, en el que decía:

Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución (...) A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la Fuente de la Eterna Juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la coronela Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaran todavía a la busca de El Dorado...


No me acaba de quedar claro que el objetivo de Carpentier fuera fundar un estilo o un género literario, así que, ante la duda, queda declarado inocente. 




El reino de este mundo es, en cualquier caso, una novela redonda, un pequeño (por su extensión) prodigio literario, una obra prácticamente perfecta en la que se nos narran los hechos principales de la Revolución Haitiana, así como el papel que jugaron en ella protagonistas principales y secundarios. Recordemos aquí que la de Haití, tras la de los EEUU, fue la segunda revolución en tierras americanas de una colonia europea. Hay que subrayar, sin embargo, que no estamos ante una novela histórica propiamente dicha. Más bien, Carpentier utilizó el escenario de antes, durante y después de la revolución, para hablar de ya veremos qué. Y lo hizo mediante un magistral uso del tiempo narrativo, dando toda una lección de literatura, ejecutando saltos de doce años al tiempo que se demora en la descripción de la grupa de un caballo. Soberbio.

Nos asegura el autor que tanto los acontecimientos narrados como los personajes, desde el primero hasta el último, se ajustan a la verdad histórica. Entre estos personajes destacan, por supuesto, Ti Noel, esclavo e hilo conector de las cuatro partes en que se divide la novela, así como Mackandal, esclavo rebelde instigador de la primera rebelión de esclavos, quien, pese a morir en la primera parte, sigue siendo un personaje fundamental en la historia hasta la última página. La escena de la ejecución de Mackandal es otro ejemplo de literatura de alto octanaje, y de cómo se reconcilia lo real con lo maravilloso.


Por otro lado, entre los personajes más conocidos por la posteridad, está el fascinante Henri Christophe, que de reputado cocinero llegó a convertirse en héroe de la Revolución, presidente y, más adelante, autoproclamado primer rey de Haití. En la novela, sin embargo, tiene el personaje más bien poco de héroe y mucho de monstruo, y se nos antoja que estamos ante uno de los primeros caudillos, supremos y patriarcas que tanto abundan en la literatura hispanoamericana.



Otro de estos personajes Históricos, con mayúscula, es ni más ni menos que la hermanísima Paulina Bonaparte, que viajó a Francia acompañando a su marido, el general Leclerc, enviado por su cuñado para sofocar la rebelión en la isla. Paulina, que a primera vista se nos antoja una calientabraguetas (no se me ocurre nada más fino), es sin embargo, y por otros motivos, un personaje especialmente importante en la novela. A medio caballo entre la América "maravillosa" y la Europa "racional", Paulina parece representar al racionalismo ateo y cartesiano consagrado en la Revolución francesa, buscando, como nos recordaba el autor en el fragmento citado anteriormente, aquel consabido El Dorado que sus lecturas europeas le habían hecho imaginar. 


Y a todo esto, ¿de qué trata El reino de este mundo? De la libertad, la revolución, la condición humana, la magia de la fe, la identidad, las ansias de poder; el vudú, el papel del hombre humilde en el curso de la historia, y sobre todo, de América, de la creación de la identidad hispanoamericana. Desde la primera escena, inolvidable, con ese lenguaje rico, poético, visual, tropical y calderoniano (y que, lamentablemente, seguirá hasta el fin de los tiempos con el sambenito de "barroco"), hasta la última página, un pequeño grandísimo libro.
Y para concluir, qué menos que citar el párrafo final del prólogo de Carpentier, que quizá influyó más que la propia novela en la literatura hispanoamericana posterior, y que curiosamente es omitido en mi edición de Seix Barral:


Sin habérmelo propuesto de modo sistemático, el texto que sigue ha respondido a este orden de preocupaciones. En él se narra una sucesión de hechos extraordinarios, ocurridos en la isla de Santo Domingo, en determinada época que no alcanza el lapso de una vida humana, dejándose que lo maravilloso fluya libremente de una realidad estrictamente seguida en todos sus detalles. Porque es menester advertir que el relato que va a leerse ha sido establecido sobre una documentación extremadamente rigurosa que no solamente respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de los personajes –incluso secundarios-, de lugares y hasta de calles, sino que oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y de cronologías. Y sin embargo, por tal dramática singularidad de los acontecimientos, por la fantástica apostura de los personajes que se encontraron, en determinado momento, en la encrucijada mágica de la Ciudad del Cabo, todo resulta maravilloso en una historia imposible de situar en Europa, y que es tan real, sin embargo, como cualquier suceso ejemplar de los consignados, para pedagógica edificación, en los manuales escolares. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?
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