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domingo, 26 de febrero de 2017

¡Que arda oriente!



La incendiaria idea se le atribuye a Lenin, quien en realidad, por una vez, fue mucho más comedido al revelar sus planes. En todo caso, el significado profundo de sus palabras quedó recogido en una inscripción en un cuartel general del ejército bolchevique: "nuestra misión es prender fuego a Oriente". Tratábase, naturalmente, de un fuego metafórico, el de la revolución de los trabajadores y, en este caso, para ser más precisos, la revolución de los pueblos oprimidos contra el imperialismo.

A aquella guerra de estrategia, espionaje, rumores y tinta falsa que el Imperio Ruso y el Británico llevaban librando desde hacía décadas en Asia Central, y que tan bien nos contó el gran Peter Hopkirk en El gran juego, no se le había llegado a poner fin. Con este libro, bastante menos extenso pero igual de fascinante, el historiador británico nos ofrece lo que podría considerarse la segunda parte de aquella historia. Seguimos, pues, con un imperio del zar que sigue empeñado, hasta su definitivo desmoronamiento, en amenazar, de manera directa o indirecta, la frontera del Imperio Británico en la India. En los primeros momentos después de la revolución, parecía que las cosas iban a cambiar, por lo menos de manera temporal. El 2 de marzo de 1919, Lenin, Trotski, Zinoviev y hasta 52 líderes revolucionarios crearon, entre los muros del Kremlin, la Internacional Comunista, que pasaría a ser más conocida como la Commintern. Su objetivo declarado era acabar con todos los gobiernos existentes y sustituirlos por un soviet mundial. Este proceso revolucionario debía comenzar en Alemania, a la sazón derrotada, arruinada y desmoralizada, y luego extenderse como un reguero de pólvora por toda Europa. Parecía, pues, que la cuestión asiática quedaba aparcada.

Delegados del II Congreso de la Comintern. Ahí están Lenin, Karl Radek, Gorki, Bujarin, Zinoviev y, en el centro mismo, M. N. Roy

El proyecto fracasó, a pesar de algún éxito efímero, como el de Hungría, pero entre los dirigentes europeos la sensación predominante no fue tanto de victoria a secas, sino de victoria por los pelos. El propio Lloyd George, el Primer Ministro británico, admitió en un comunicado privado a sus colegas en la Conferencia de Paz de París en 1919:

Existe el peligro de que arrojemos a las masas de población de toda Europa a los brazos de extremistas cuya única idea para la regeneración de la humanidad es la destrucción total del tejido social. Estos hombres han triunfado en Rusia...

En todo caso, la revolución mundial no se materializó, y Lenin se vio obligado a reconsiderar su estrategia. Allí, al ladito, seguía el felino agazapado de Asia, foco constante de tensión, en concreto la India, colonia británica donde Engels, ya en 1882, había augurado una revolución. Lenin siempre había creído que la liberación de los pueblos asiáticos y africanos vendría después de la de Europa. Su razonamiento ahora era que, si las potencias europeas perdían sus colonias, sus economías se verían tan afectadas que la ansiada revolución sería inevitable. "Oriente -declaró- nos ayudará a conquistar occidente". Aquí empieza nuestra historia.

El barón Ungern von Sternberg, reencarnación de Gengis Khan

El gran Peter Hopkirk nos la cuenta con tanta pasión y maestría como en El gran juego, y, una vez más, consigue convertir un complejísimo relato sobre geopolítica en una inolvidable aventura de espías, agentes secretos, científicos que pasaban por ahí y chiflados mesiánicos. Por ello, servidor va a intentar emular al autor y, en lugar de centrarme en los acontecimientos y la cronología, presentaros un par o tres de los grandes protagonistas de esta historia.

Uno de los más fascinantes, misteriosos y terroríficos es, sin duda, el barón Ungern von Sternberg, de quien, por cierto, ya hablé aquí. Nuestro héroe, nacido en Austria, descendía de una familia de rancio linaje aristocrático y militar estonio que se remontaba, según él, hasta el rey Atila. De hecho, Ungern-Sternberg, interesado desde su juventud en las ciencias ocultas y la filosofía y religiones de oriente, se creía la reencarnación de Genghis Kan. En 1908, al frente de un regimiento de cosacos, fue destinado a Mongolia, donde habían estallado las hostilidades entre Mongolia y China. Forjó unos lazos inquebrantables con la cultura y la tierra mongola, se convirtió a budismo lamaísta y dejó que su interés en el ocultismo deviniera una obsesión. Al mismo tiempo, seguía con su gloriosa carrera militar, en la que su fiereza y coraje le hacían temible. Regresó de la Gran Guerra con el torso encorvado por el peso de las medallas y, como feroz antibolchevique que era, con gusto continuó soltando mandobles a diestro y siniestro en la Guerra Civil que siguió a la revolución. Dicen algunos que un sablazo que recibió en la cabeza en esa feroz guerra acabó de volverlo tarumba; otros sostienen que su locura era congénita, mientras unos terceros responden que su sadismo y brutalidad eran de hecho la norma en la guerra entre rojos y blancos.

 El Ejército Rojo y los basmachi, guerreros musulmanes, en la mesa de negociaciones

Hopkirk se centra en el plan que urdió nuestro barón para reconquistar Mongolia, entonces bajo dominio chino, y que pasaba por expulsar de Urga (hoy, Ulan Bator) a los invasores. Se agenció para ello la ayuda de los japoneses, que eran enemigos acérrimos de los bolcheviques y que en Siberia habían apoyado la causa blanca durante la Guerra Civil. El objetivo final de Ungern-Sternberg era, pues, recuperar Mongolia para los mongoles, restaurar al Bogd Khan, el Buda Viviente, en el trono, y proclamar la Gran Mongolia. Una vez conseguido eso, al frente de un ejército cada día mayor, cruzaría Rusia en dirección a Moscú, liberando al pueblo del yugo bolchevique. El spoiler no lo pongo yo, sino la historia: Ungern-Sternberg no consigue su propósito, pero en el camino deja un horripilante reguero de sangre, crucifixiones y bolcheviques asados.

 El Barón Sangriento, visto por Hugo Pratt en Corto Maltés en Siberia

Un año antes de que el Barón Sangriento, como se le conocía, pusiera en marcha su gran proyecto de reconquista, en 1920 tenía lugar el II Congreso de la Internacional Comunista, en el que se abordó de manera directa, entre otros, la forma de propagar la revolución en Asia. Entre los delegados asiáticos se encontraba un joven y espigado revolucionario indio llamado Manabendra Nath Roy, nombre falso con el que pasó a la historia. Roy, que sentía un odio visceral por Gran Bretaña, había empezado a desarrollar una prometedora carrera como terrorista, hasta que, perseguido por las autoridades, se vio obligado a huir del país y, tras pasar por Japón, China y los Estados Unidos, acabó recalando en México, donde, junto con el agente de la Comintern Mikhail Borodin, fundó el primer partido comunista fuera de Rusia.

En abril de 1920, Roy asistió al congreso de la Comintern invitado personalemente por Lenin, quien, al verlo, se sorprendió por su  juventud, pues esperaba un sabio y barbudo hombre de oriente. No sería ésa la única sorpresa que se llevó el padre de la revolución, pues al poco de haber comenzado el congreso, Roy tuvo la osadía de cuestionar el análisis de Lenin sobre el problema colonial. El camaraderil duelo se resolvió sometiendo la cuestión a voto. Ganaron las tesis de Lenin, pero el prestigio de aquel audaz jovenzuelo subió como la espuma.

 Manabendra Nath Roy

Zinoviev se apuntó con entusiasmo a avivar el fuego que debía prender en Asia, y no se le ocurrió otra cosa mejor que llamar a los pueblos musulmanes a la yihad contra los opresores imperialistas, léase los británicos. Ese llamamiento, huelga decirlo, era cuando menos imprudente, y los propios musulmanes no tardarían en ver cómo la dictadura del proletariado cobraba un aspecto de lo más colonialista. Antes de ello, sin embargo, la mecha fue prendiendo. El despiece del Imperio Otomano por parte de los aliados encendió aún más los ánimos de los musulmanes, entre los que además empezaban a correr rumores de que los británicos tenían la intención de abolir el Califato. La tensión que se mascaba en Delhi se acentuó todavía más cuando Gandhi decidió apoyar a los musulmanes por medio de una campaña masiva de no-cooperación.

La masacre de Amritsar (de la película Gandhi). Leña para el fuego asiático

Dicha campaña llevó a Moscú la esperanza de que por fin la revolución había llegado a la India. Roy, sin embargo, no se fiaba ni un pelo de su compatriota el Mahatma, a quien, lejos de revolucionario, consideraba un absoluto reaccionario. Cuando en 1921, en la India, una turba furiosa prendió fuego a una comisaría y mató a veintidós oficiales británicos, Gran Bretaña se encontró al borde del precipicio. ¡La ocasión la pintan calva!, cuentan que exclamaron al unísono todos los soviets al tiempo que se frotaban las manos. Pero aquel acto de violencia fue rechazado de manera inequívoca por Gandhi, que decidió poner fin a su campaña y dio así un respiro a unas autoridades británicas a las que no les llegaba la camisa al cuello. Moscú se enfureció ante la irrepetible oportunidad perdida, y Roy contribuyó al mal rollo con un "ya os lo había dicho" y un artículo en el que apuntaba a que, de haber existido un partido indio revolucionario, otro gallo hubiera cantado.

Una de las primeras promociones de la Universidad Comunista del Este

Los soviéticos, por su parte, se habían estado preparando para tal eventualidad. Y qué mejor manera de hacerlo que creando la Universidad Comunista del Este, donde los alumnos estudiaban asignaturas sobre la organización y propaganda del partido, o teoría y tácticas de la revolución del proletariado. En sus escasos veinte años de existencia, la Universidad licenció a alumnos tan excelsos como el propio Roy, Deng Xiaoping o Ho Chi Min. La misión de las primeras promociones era infiltrarse, crear células revolucionarias y establecer contacto con los movimientos nacionalistas. Y probablemente ése fue el error de Roy: los grupos nacionalistas indios odiaban a los bolcheviques más aún que a los británicos y, por lo tanto, no querían que nadie los relacionara con el comunismo. Su propia guerra, la de la independencia, ya la ganarían ellos solos. La historia les dio la razón y se la quitó a Roy, que perdió el prestigio y suerte tuvo de escapar con vida. Poniéndonos metafóricos, podría decir que el fuego de la revolución quemó sus últimas cartas.

La insurrección de Cantón. La revolución que Stalin instigó en China le salió por la culata

El coronel Frederick Marshman Bailey es uno de esos personajes cuyas aventuras, de haber sido fruto de la ficción, el personal habría tachado de inverosímiles. Os contaré simplemente una de ellas y ya me diréis. Sucedió cuando Bailey se encontraba en Tashkent, intentando averiguar las intenciones del nuevo gobierno bolchevique, sobre todo en lo que concernía a sus planes para Afganistán y la India. Descubrió que había llegado a Tashkent un grupo de revolucionarios indios que se dedicaba a diseminar propaganda antibritánica y se proponía, con apoyo bolchevique, ganarse el favor de Amanullah, el nuevo rey de Afganistán. Amanullah había sucedido a su padre Habibullah, quien, además de aguantar la presión del Imperio Otomano y mantenerse neutral durante la Gran Guerra, había mostrado su firme rechazo a la revolución rusa y a cualquier tipo de contacto con los bolcheviques. Habibullah murió asesinado, no se sabe por quién, durante una cacería y el maleable Amanullah accedió al trono.

Amanullah Khan

Amanullah tenía prisa por hacer cosas y, apenas había alcanzado el poder, no se le ocurrió otra cosa mejor que invadir el Punjab, con lo que dio comienzo la llamada Tercera Guerra Anglo-Afgana. Los ingleses respondieron ipso-facto y, con el uso de la aviación, armada de bombas y ametralladoras, tuvieron suficiente con unas pocas semanas para destrozar al ejército afgano. Parece ser que Amanullah había fundado demasiadas esperanzas tanto en la población india, que, según sus cálculos, se iba a alzar en armas contra los británicos, como en los bolcheviques, de quien esperaba recibir apoyo moral y material. No ocurrió ni lo uno ni lo otro, pero Amanullah supo arreglárselas lo bastante bien como para llegar a un acuerdo satisfactorio con los británicos y seguir flirteando con los bolcheviques.

Frederick Marshman Bailey, agente de los servicios de inteligencia británicos

Desde Tashkent, tanto Bailey como el gobierno bolchevique observaban con atención los movimientos y tejemanejes de Amanullah con británicos y con Moscú. Todos eran conscientes de que un Afganistán encamado con los bolcheviques sería una amenaza letal para la India británica, pero Bailey también sabía que, en aquel momento, hubiera sido muy sencillo para el ejército británico expulsar a los bolcheviques de Tashkent y de toda Asia Central. Qué giro hubiera tomado la historia, nunca lo sabremos, En todo caso, Bailey, desencantado ante la inacción de su gobierno y temiendo por su vida, decidió huir de Tashkent.

Enver Pasha, en los tiempos en que le dijo a Lenin: yo te consigo la India y tú me ayudas a recuperar Turquía.

Para un ciudadano británico perseguido por la Cheka, huir de una ciudad controlada por los bolcheviques e intentar entrar en Bujara, regida por un emir feroz antobolchevique que, como todos los emires, consideraba que todo extranjero era un espía, era una misión suicida. Así que nuestro héroe, ni corto ni perezoso, tras adoptar diferentes identidas, entre ellas la de prisionero de guerra austriaco, se infiltró nada menos que en la Cheka, es decir, entre sus propios perseguidores, con la misión de capturar a un peligroso espía británico, léase, él mismo. Y el relato que hace Hopkirk de este episodio es tan magistral que me niego a daros más detalles. ¿Cómo será el relato que el propio Bailey hizo en su libro Misión en Tashkent?

El comisario Borodin con Chiang Kai Shek


Bailey, Roy o el Barón Sangriento son sólo tres de los muchísimos personajes fascinantes, cuando no increíbles, que nos encontramos en estas páginas. Si tuviera más tiempo y ganas de escribir, os hablaría un poquito de Paul Nazarov, un geólogo ruso que se convirtió en el líder de una operación para acabar con el poder de los bolcheviques en Asia Central, que acabó escapando a través de las montañas, donde fue emparedado vivo en una cabaña, y que nos contó sus aventuras en este libro.  Podría hablaros de Georges Agabekov, agente de la Cheka y desertor por amor, de quien Hopkirk apenas se ocupa, pero cuya vida daría para toda una novela. O de Mijaíl Borodin, agente de la Comintern que intentó exportar la revolución proletaria a China. O del Comisario Osipov, oficial del ejército rojo que decidió echar a los bolcheviques de Tashkent matándolos uno a uno para hacerse él solito con el poder. O qué decir de Chiang Kai Shek, cuya historia y la del Kuomintang Hopkirk nos relata de manera tan clara que servidor por fin la entiende. Y no podemos olvidarnos de Enver Pasha, cuyas aventuras, no por más conocidas dejan de ser igual de fascinantes que todas las demás. En fin, de todos ellos y unos cuantos más se ocupa este maravilloso libro. ¿He dicho alguna vez que me parece imperdonable que sólo haya un libro de Hopkirk traducido al español?

"Hopkirk no fue un historiador de sillón" (del obituario de The Times)

jueves, 14 de julio de 2016

El Gran Juego



El Gran Juego podría describirse como una interminable partida de ajedrez que el imperio británico y el ruso jugaron sobre el tablero de Asia Central. Si bien sus prolegómenos podrían remontarse varios siglos atrás, se considera que comenzó cuando, a principios del s. XIX, Rusia empezó a expandir su territorio hacia el sur, a través del Cáucaso, con la vista puesta en Persia, desde donde se podría organizar una eventual invasión de la India. Años antes, Catalina la Grande había tonteado con la idea de invadir dicho país, y su sucesor Pablo envió un ejército de cosacos para hacer lo propio, ejército que, sin embargo, tuvo que dar la vuelta a mitad de camino cuando recibieron la noticia del asesinato del zar. Ello probablemente salvó la vida a la mayoría de ellos, que, con fe ciega en Pablo, habían partido tan mal equipados para la misión que no tenían ni un mapa en condiciones. Gran Bretaña, por tanto, no se tomaba demasiado en serio la amenaza rusa a la joya de su imperio.

La marcha del ejército cosaco hacia la India

En 1807, sin embargo, llegó a Londres la noticia de que Napoleón Bonaparte había propuesto al zar Alejandro, sucesor de Pablo, que juntos marcharan hacia la India, se la arrebataran a los británicos y se la repartieran. La cosa ahora sí se ponía seria, y aunque, gracias a la fallida invasión de Rusia por Bonaparte, el susto les duró poco a los ingleses, la semilla de la sospecha ya se había sembrado. Con Napoleón derrotado, además, nacía una Rusia engrandecida y ambiciosa de nuevas conquistas. Daba comienzo así un prolongado juego de guerra entre dos imperios, una batalla de estrategias, espionaje y mentiras que se adelantó casi un siglo a la Guerra Fría; un fascinante duelo de exploraciones con tintes a veces nobles, a veces rastreros, con momentos de espantosa crueldad y con un carácter épico recogido por Rudyard Kipling en su novela Kim, que popularizó el término Gran Juego, acuñado en realidad por Arthur Connolly, cuya triste historia veremos más adelante.

El asesinato de Alexander Burnes

Este Gran Juego fue un constante toma y daca en el que las tornas no dejaban de cambiar. El objetivo primordial era, por parte de los ingleses, impedir que Rusia estableciera los límites de su imperio a una distancia amenazadoramente cercana a la India. A tal fin, a lo largo de décadas ambos ejércitos se ocuparon de explorar la zona de Asia Central y de Afganistán, de elaborar mapas de una zona hasta entonces prácticamente desconocida, de hallar rutas accesibles para tropas y artillería a través del Hindú Kush y la cordillera del Pamir, de ganarse el favor de los janes de la zona y de abrir rutas comerciales para los productos nacionales. 

Sería imposible entrar en los detalles de cada vaivén que dio el juego a lo largo del siglo que duró. Pero sí merece la pena narrar las historias de algunos de los personajes implicados en él, y que Peter Hopkirk (1930-2014), especialista en la historia de Asia Central y los imperios ruso y británico, nos cuenta con pasmosa maestría.

El ejército ruso toma Samarcanda (1868)

Cuando Ranjit Singh, el gobernador del Punjab, regaló a Guillermo IV unos magníficos chales de cachemira, Lord Ellenborough, alto responsable de la Compañía Británica de las Indias Orientales, tuvo la idea de corresponder al regalo con una pequeña misión de espionaje. Esta misión se le encomendó a Alexander Burnes, un prometedor oficial, intrépido, inteligente, y capaz de hablar persa, árabe, hindustani y otras lenguas de la India con fluidez. Su misión consistiría en remontar el río Indus hasta Lahore, con la excusa de hacer entrega a Ranjit Singh de cinco impresionantes caballos de tiro ingleses, de un tamaño jamás visto en Asia. En su periplo Indus arriba, Burnes comprobaría la navegabilidad de dicho río. La misión fue un éxito y Burnes consiguió un acuerdo que permitía a los productos ingleses competir con los rusos en el Turkestán.

 Camino de Kashgar a través de Turkestán

Tal éxito le abrió las puertas a su segunda misión, mucho más ambiciosa. Se trataba ahora de establecer relaciones con Dost Mohammed, el Emir de Afganistán, y de hallar una ruta a través del Hindú Kush hasta Bujará. Burnes consideraba que Dost Mohammed era el hombre ideal para gobernar un Afganistán unido, pero finalmente Lord Auckland, gobernador general de la India, no le hizo caso y puso en el trono a Shah Shuja, un déspota cruel y al mismo tiempo, en opinión de Burnes, incapaz de dirigir un país. Aquella errada decisión, unida a otros factores, dieron lugar a la Primera guerra anglo-afgana. En 1841, con Kabul tomada por el ejército británico, crece el resentimiento contra el invasor, agravado por el comportamiento de la colonia inglesa. Confiados en exceso, Burnes y otros oficiales residían en una casa poco protegida. Cuando el resentimiento se convirtió en insurrección, alentada por el rumor de que en la residencia de los oficiales británicos se encontraba el oro con el que compraban lealtades, un grupo violento y cada vez mayor rodeó y finalmente tomó la casa. Burnes vio morir a su hermano y se defendió con valentía hasta que fue descuartizado por las espadas de los afganos.
 
La narración de los viajes y los encuentros de Burnes con el emir o el gran visir, en su mayor parte extraída de su propio libro Viajes a Bujará, muy fácil de encontrar en inglés, es fascinante. Y no lo es menos su breve entrevista con un esclavo ruso.

 La embajada de Muraviov al janato de Jiva

El tráfico de esclavos era práctica habitual en Asia Central. La mayoría de estos esclavos eran rusos apresados por turcomanes, y de hecho, varias de las misiones e incursiones del ejército ruso tenían como objetivo, principal o secundario, la liberación de dichos esclavos, algunos de los cuales llevaban varias décadas en aquella situación. Al capitán ruso Nikolai Muraviov se le encomendó la misión de llegar al janato de Jiva con el fin de establecer relaciones amistosas con el jan, Mohammed Rahim Bahadur Khan I. La tarea se presentaba ardua, pues el jan era un hombre de crueldad extrema, aficionado a los empalamientos y a cortar la boca de un tajo hasta las orejas a todo aquél que era descubierto bebiendo o fumando. El camino hasta Jiva, además, atrevasaba el desierto de Karakum y cruzaba zonas asediadas por los traficantes turcomanes de esclavos. Si a ello le añadimos que Muraviov tenía que recabar información sobre las defensas de Jiva, tanto de las murallas como de su ejército, así como de los pozos de agua a lo largo del camino, y averiguar todo lo posible acerca del destino de los tres mil esclavos rusos que había en el país, es decir, espionaje puro y duro, resulta fácil concluir que se trataba de una misión suicida.

Muraviov, no obstante, sobrevivió, y, aunque poco pudo hacer por los esclavos, sí consiguió una aproximación entre los dos países. Su trabajo de espionaje, además, fue valiosísimo y puede decirse que marcó el fin de los janatos independientes de Asia Central, como el tiempo se encargó de demostrar.

Calle principal de Jalalabad

De entre las muchas historias trágicas que salpican el Gran Juego, una de las más terribles es sin duda la que acaeció a Charles Stoddart. A diferencia de otros agentes británicos, a Stoddart no se le había encomendado una misión secreta. Su tarea consistía simplemente en tranquilizar al emir Nasrullah de Bujará acerca de la presencia de tropas británicas en Afganistán, conseguir que firmara un tratado de amistad entre los dos países, y persuadirle de que liberase a los esclavos rusos. El interés británico en los esclavos tenía como objetivo, fundamentalmente, dejar a Rusia sin una excusa aceptable para invadir el emirato. Para su desgracia, durante su visita sucedió algo que no ha quedado nunca del todo claro y que tuvo terribles consecuencias. Es posible que, en una zona donde la delación y la traición eran la norma, alguien hubiera hecho correr la voz de que Stoddart era un espía. Según otra versión, a nuestro hombre lo perdió su torpeza y su ignorancia del protocolo requerido ante un emir. Parece ser que se presentó ante Nasrullah montado en su caballo, en lugar de hacerlo a pie, y que lo saludó desde la montura. En su primera entrevista posiblemente volvió a meter la pata, y el castigo del emir fue implacable: Charles Stoddart dio con sus huesos en un pozo infestado de ratas e insectos donde, en compañía de tres presos comunes y sus propias heces, pasó los últimos años de su vida.

 El pozo de la muerte, versión 1

 Con refinada crueldad, el emir permitía a Stoddart salir en alguna ocasión del pozo y pasar una temporada bajo estrecha vigilancia en la casa de un oficial del emirato. Mientras tanto, se sucedían las exigencias de su liberación por parte de Gran Bretaña, que, sin embargo, nunca demostró la firmeza necesaria. Sólo la iniciativa individual de un compatriota le aportó un breve y tenue rayo de esperanza.

Otra versión, más lúgubre aún. Desconozco si alguno de los dos es el auténtico

Oficial del servicio de inteligencia británico, explorador y escritor, Arthur Connolly tenía el corazón roto cuando se embarcó en un misión más desquiciada que imposible: reconciliar y unir, bajo control británico, a Jiva, Bujará y Kokand, los tres janatos rivales de Turkestán, en guerra constante entre ellos. Meses antes de embarcarse en ese proyecto, la mujer que amaba lo había rechazado por un rival, y Hopkirk especula con la posibilidad de que Connolly actuara de manera temeraria movido por el desdén hacia su propia vida.

Como era de esperar, y como había advertido el malogrado Alexander Burnes, los janatos no tenían ningún interés en reconciliarse y, de hecho, el jan de Kokand informó a Connolly de que en ese momento estaba a punto de ir a la guerra contra Bujará. Tras este fracaso, sólo la liberación de Stoddart podría justificar su costosa misión ante el gobernador general.



De alguna manera, durante su estancia en Kokand, Connolly había conseguido establecer contacto con Stoddart, que en aquel momento disfrutaba de su cautiverio fuera del pozo. Stoddart, que creía ver cierto favor temporal por parte del emir, respondió a Connolly que estaba convencido de que Nasrullah lo recibiría de buen grado. No sabía, desde luego, que la red de espías del emir había asegurado a éste que Connolly estaba conspirando con Jiva y Kokand para destronarlo. Unos meses antes, el emir había escrito una carta personal a la reina Victoria, quien, suponía él, era soberana de una tierra casi tan grande como Bujará y alrededores. Al no recibir respuesta, se sintió despreciado. Días más tarde, Stoddart y Connolly fueron llevados a la plaza que se extiende ante el palacio del emir, donde se les obligó a cavar su propia tumba antes de ser decapitados o, probablemente, degollados del cruel modo al que estamos tristemente acostumbrados a ver estos días.

Fortaleza de Bala Hissar, en Kabul

William Brydon no estaba llamado a entrar en la historia. Sin embargo, el nombre de este cirujano auxiliar del ejército británico está indisolublemente unido a uno de los episodios más catastróficos del ejército británico, y a una de sus imágenes más épicas.

Brydon se encontraba en Kabul cuando tuvo lugar la insurrección referida más arriba y que acabó con la vida de Burnes. Los disturbios no acabaron con aquella muerte, sino que, al contrario, la tensión fue en aumento. William Macnaghten, que en aquel momento era el más alto responsable del gobierno británico en Kabul, tuvo buena parte de culpa en aquel desastre. Hombre cobarde e incompetente, y más pendiente de evitar complicaciones para poder disfrutar cuanto antes de su designación como gobernador de Bombay, actúo con enorme torpeza y mezquindad. Durante meses, compró la paz de los jefes afganos, al tiempo que informaba a Lord Auckland de que en Afganistán reinaba una tranquilidad absoluta. Pero un día el dinero se acabó.

Macnaghten, en el momento de ser apresado

Mientras tanto, a los rebeldes se les había unido Mohammed Akbar Khan, hijo de Dost Mohammed, el emir a quien los británicos habían depuesto para colocar a su títere. Akbar estaba sediento de venganza, y con 30.000 hombres, siete veces más que las fuerzas británicas en Kabul, podía haberlo hecho sin mayor miramientos. Sin embargo, si quería volver a ver en el trono a su padre, exiliado en Calcuta, debía andarse con más cuidado. Los británicos, desesperados por la creciente e incontrolable violencia de los afganos, decidieron evacuar la ciudad y dirigirse a la guarnición de Jalalabad. El camino hacia Jalalabad era durísimo, pues atravesaba montañas nevadas infestadas de bandidos.

Macnaghten inició negociaciones con Akbar para que se les permitiera abandonar la ciudad sin ser atacados, pero su soberbia y su ingenuidad no eran las armas más adecuadas para enfrentarse con el carácter astuto y traicionero del líder de los afganos. Akbar le hizo una oferta inesperada y del todo sorprendente a Macnaghten: a cambio de una gran suma de dinero y la ayuda del ejército británico para combatir a sus rivales, el títere Shah Shujah seguiría en el trono, los británicos podrían permanecer tranquilos en Kabul hasta la primavera, y Akbar les entregaría al asesino de Burnes. Cuando al día siguiente le preguntó si aceptaba el trato, Macnaghten respondió "¿por qué no?", palabras que sellaron su destino, pues fueron oídas por aquéllos a quienes Macnaghten pensaba, tonto de él, que Akbar iba a traicionar. ¿Quiénes son éstos?, tuvo tiempo de preguntarle a Akbar. Macnaghten fue apresado en el acto. Horas más tarde, su torso colgaba de un poste en el bazar, mientras su cabeza, brazos y piernas pasaban de mano en mano y eran alzadas por la turba en un gesto triunfal.

Dost Mohammed se entrega a Macnaghten

Pero aun tras el asesinato de Macnaghten, la colonia británica seguía en Kabul. La situación era a todas luces insostenible y los británicos volvieron a negociar con Akbar para qu se les permitiera abandonar Kabul. Éste accedió y les ofreció una escolta que los acompañara hasta Jalalabad a cambio de la entrega de su artillería, unos rehenes y el poco oro que les quedaba. Los británicos no tuvieron otro remedio que aceptar, pero en cuanto empezaron la larga marcha vieron que no había ni rastro de la prometida escolta. Y entonces fue cuando empezó el juego para Akbar.

La caravana, de 16.000 personas, entre las que había 4.500 oficiales y 12.000 civiles, fue atacada una y otra vez por bandidos y francotiradores. Cada día Akbar les volvía a prometer la escolta, al tiempo que lamentaba no poder hacer nada ante aquellos rebeldes de las montañas que, afirmaba, escapaban a su control. Junto a las balas, el frío y el hambre causaban estragos entre los británicos, y aquella larga marcha se convirtió en una auténtica masacre. Tan sólo un puñado de hombres llegó al pueblo de Gandamak, a 30 millas de su destino. Pero los afganos se habían propuesto no dejarlos pasar de allí.

El último combate del 44º regimiento, en Gandamak

La narración que hace Hopkirk de este episodio, como de todos los demás, no puede ser más vívida y dramática, y es una auténtica gozada para el lector, que no olvidará nunca la odisea del único hombre que pudo completar la marcha y llegar a Jalalabad. Horas más tarde, un centinela de la guarnición de Jalalabad avistó la silueta de un hombre moribundo a lomos de un pony. Se trataba de William Brydon, que, con medio cráneo rebanado por un sable, y salvado por un ejemplar de la revista Blackwood's Magazine, que se había metido bajo el gorro para proegerse del frío, vivió para contarlo. No así su valeroso pony, que no volvió a levantarse.

Los restos de un ejército, de Elizabeth Thompson. William Brydon llega a Jalalabad

Lo que os he contado aquí no son más que cuatro historias que apenas ocupan un momento en este larguísimo y tan desconocido duelo que ocupó a dos gigantescos imperios a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX. En cierto momento, tanto Rusia como Gran Bretaña sintieron que habían alcanzado unos objetivos territoriales en Asia Central relativamente satisfactorios, y que una escalada en las amenazas y en la justificación de futuras invasiones no beneficiaba a nadie. Únase a ello la situación de Rusia después de su ignominiosa derrota en la guerra contra Japón, así como la creciente tensión en los Balcanes, y entenderemos por qué el interés del mundo se alejó de Afganistán durante unas cuantas décadas. Aunque sea una enorme simplificación, puede decirse que el Gran Juego terminó cuando se presentó en la partida un nuevo jugador: Alemania. Y gira el mundo.

Una emboscada en la expedición de Chitral (1895), de A.D. Gardyne


En ocasiones anteriores he mencionado mi ilimitada admiración por los historiadores británicos, y Hopkirk no es una excepción. El Gran Juego, que, faltaría plus, no ha sido nunca traducido al español (se admiten correcciones), es una obra colosal: informativa, amena, apasionante, apasionada, documentada, sorprendente y épica. ¿Qué hay que hacer para que surjan historiadores así en nuestro país? Y si echáis un vistazo a su bibliografía, es para que se le haga a uno la boca agua. En especial con ese libro titulado Setting the east ablaze, que se me antoja, sobre el papel, la continuación del que os he traído hoy, pues en él narra el sueño bolchevique de llevar la revolución a Asia, y los intentos de Gran Bretaña por evitarlo. Tampoco está traducido.

Esto es lo que se llama un historiador


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