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jueves, 15 de diciembre de 2016

La edad de la inocencia



... era la mía cuando, allá por 1993, Martin Scorsese estrenó la excelente adaptación de esta novela. Naturalmente, sólo hoy veo mi inocencia. Por aquel entonces, me tenía por un hombre hecho y derecho, de personalidad arrolladora, que jamás se plegaba a los dictados de la moda ni se rebajaba a ver las películas que la masa veía. Por eso, y por su éxito, que yo recuerdo arrollador, me negué desde el primer momento a ver una película de época, que triunfaba en los cines y que me obligaba a admitir que jamás había oído hablar de la señora Wharton. Si no la conozco, me decía, es porque no vale la pena conocerla.

La edad de la inocencia tiene la apariencia de un soberbio dramón, pero, a diferencia de ese tipo de historias, está narrado con una ironía que decapita sin piedad a todo títere que se le ponga por delante. Esa ironía está presente desde las primeras líneas, con ese distanciamiento que se impone el narrador con respecto a los hechos narrados, que nos refiere no desde el punto de vista de un personaje concreto, sino desde la alta sociedad, la prensa diaria y las buenas lenguas. En ese sistema social donde existen unas formas correctas que lo regulan todo, la entrada en escena de Newland Archer, que llega tarde a la ópera, también derrocha ironía. Su retraso se debe a que Nueva York era una metrópolis, y en las metrópolis llegar tarde a la ópera es "lo que se llevaba". Pero con Archer, se me ocurre que la ironía probablemente empieza con la elección de su nombre.

 La condesa Olenska desafiando las normas sociales: se levanta y, ella solita, va a donde está Archer

La Nueva York de La edad de la inocencia es una ciudad mojigata e hipócrita, muy alejada de la imagen esterotipada de frescura y libertad en la que quizá incurrían los europeos de la época. O las épocas, tanto la de la narración, que empieza en 1870 y termina un cuarto de siglo más tarde, o la de su publicación, en 1920. En una de las conversaciones que mantienen Ellen y Newland, ella señala que:

...parece tonto haber descubierto América únicamente para convertirla en una copia de otro país". Sonrió desde el otro lado de la mesa. "¿Piensa usted que Cristóbal Colón se habría tomado tantas molestias simplemente para ir a la ópera con Selfridge Merrys?"

Desde luego, no puede decirse que Newland, con su curioso nombre, que significa "nueva tierra", represente unos valores esencialmente nuevos. Sin embargo, los valores viejos de los que, a su pesar, es incapaz de desprenderse, tampoco son los que Wharton, a la sazón en Europa, añoraba de su tierra natal. Newland Archer es, en efecto, un personaje contradictorio, como lo fue la propia Wharton, tan progresista en algunas ideas, y tan reaccionaria en otras. No obstante, en honor a la verdad, hay que decir que el pobre de Newland tiene más de quiero y no puedo que de hipócrita. Defiende desde el primer momento a la condesa de todos los rumores que aluden a unas costumbres demasiado relajadas, y reivindica su derecho, y el de todas las mujeres, a vivir de manera libre y en igualdad de condiciones que los hombres. Sin embargo, cuando la sociedad requiere de él que, con el fin de evitar un escándalo, disuada a la condesa de sus intenciones de divorciarse, claudica miserablemente.

Si llego a la esquina sin pisar el borde de ninguna baldosa, tendré suerte

Con su complejidad, sus dudas, su miedo a ser valiente, y su valor a buenas horas, Archer es un personaje fascinante. También lo es, por supuesto, Ellen, cuya naturalidad constituye un peligroso desafío en la rígida alta sociedad neoyorquina. ¿Tanto miedo a la verdad tiene aquí la gente?, pregunta a su enamorado en una ocasión. Y no menos fascinante es May, la linda mosquita muerta que acaba llevándose el gato al agua. Wharton y May juegan a ratos con el lector, que, al igual que Archer, nunca sabe con certeza cuánto ignora May y cuánto pretende ignorar. Los tres personajes centrales se elevan, así, muy por encima del resto, que, pese a estar necesariamente retratados con menos matices, no dejan por ello de ser auténticos. Al fin y al cabo, ¿no se reduce nuestra vida a dos o tres personas de carne, hueso y alma, y, en un segundo plano, un enorme coro de sombras?

 Nueva York, o la ciudad de los sombreros

No. Aparte de personas y sombras, nuestra vida también puede reducirse a un puñado de momentos. En algunos casos se trata de los momentos en que todo cambió, y en el caso de los cobardes, el momento en que todo siguió igual y nos quedamos a la espera de ocasiones más calvas. Uno de esos momentos es cuando, en la visita que Archer y May, ya casados, hacen a la señora Manson Mingott, ésta les informa de que Ellen ha venido también de visita, y que se encuentra ahora paseando. Le pide a Newland que vaya a buscarla y éste la encuentra en el muelle, mirando al horizonte. No se acerca a ella, y se limita a observarla desde la distancia. Sin embargo, decide darle una oportunidad más al destino para que éste le dé una oportunidad más a él. Los cobardes pueden ser muy rebuscados. Así, Newland se dice que si Ellen no se ha girado hacia él antes de que el barco que surca el horizonte haya llegado a la altura del faro, volverá solo con su esposa.

Newland y May, felizmente casados

El problema, naturalmente, es que con frecuencia la voluntad del cobarde, la de su amada y la del destino no sólo no coinciden, sino que se empeñan en no hacerlo. Esto lo descubre posteriormente Newland, que ve entonces, junto al lector, cómo la figura de Ellen se hace todavía más grande. Y aunque este lector no supo verlo, Martin Scorsese sí se da cuenta de que esa escena anticipa el final de la novela, final que la cámara de Scorsese convierte en glorioso .

Me he dado el gustazo de ver la extraordinaria adaptación que hizo Scorsese de esta novela tan sólo un par de días después de terminar su lectura. Se trata sin duda de una de esas escasas ocasiones en que de una gran obra literaria sale una gran obra cinematográfica, cuando lo habitual es que una de las dos flaquee. Pero el director neoyorquino consiguió no sólo ser completamente fiel a la trama sino también al espíritu de la historia, y, por si eso fuera poco, dándole un carácter personal y original sin caer en excesos de ningún tipo.

Rodando la escena del muelle

En la experiencia de ver la peli después de leer el libro, todos conocemos ese recelo con el que miramos a los actores que van a encarnar a los personajes cuyas voces hemos llegado a oír y cuyos gestos se nos han hecho tan familiares. Pues bien, creo que en pocas ocasiones una actriz ha llegado a apropiarse de un personaje de una manera tan absoluta y perfecta como hace Michelle Pfeiffer con la condesa Olenski. Y mira que Pfeiffer no es, ni mucho menos, una de mis actrices fetiche. De hecho, a bote pronto, sólo sabría nombrar dos títulos de su filmografía: una, la que nos ocupa y, otra, el insufrible coñazo de Los fabulosos Baker boys. Pero su interpretación en La edad... es sencillamente soberbia. Ellen es una mujer más fuerte y libre de lo que la sociedad le permite, pero que, en última instancia, renuncia a hacer uso de esa libertad en beneficio propio. Es una mujer que se ha enfrentado a los abusos de un marido despótico, y que es incapaz de contener sus lágrimas al pensar en el amable hieratismo de los ricachones que la rodean. Es una luchadora capaz de sacrificarse hasta el límite, pero que sabe reconocer cuándo el sacrificio es inane. Cuando aparece Pfeiffer en la pantalla no vemos a Ellen: la reconocemos.

El maravilloso futuro que le espera a Newland con May

Tan sólo hay una escena donde me hubiera gustado que Scorsese hubiera sido un poco más audaz. Se trata de ese instante terrible que tiene lugar durante la cena de despedida que May organiza para Ellen. Es, por lo tanto, un momento en que todo parece perdido ya para Newland, aunque más tarde veremos que la pérdida será aún mayor. Sentado junto a Ellen y rodeado de la flor y nata de la sociedad neoyorquina, Newland se da cuenta de repente de que ha sido víctima de una confabulación. Todos los presentes, incluso su propia esposa, están convencidos de que la condesa y él son amantes, y entre todos, con sonrisas y maquinaciones, han conseguido separarlos definitivamente y hacer que todo vuelva a su respetable cauce. May olvidará esta canita al aire que ha echado su esposo, quien, a su vez, con el tiempo y la distancia, olvidará este encaprichamiento que tantas tonterías le ha empujado a hacer. Se ha conseguido evitar no un escándalo, palabra que apenas pronuncia nadie en la novela, sino, sencillamente, algo... desagradable.

Somos tus amigos, sólo queremos ayudarte

Wharton describe la escena y los sentimientos de Newland de manera magistral, y por un momento creemos ver a un Donald Sutherland que se acaba de dar cuenta de que todos los invitados a la fiesta son seres de otro planeta que se hacen pasar por humanos. Martin Scorsese, sin embargo, pasa casi de puntillas por esta escena, que pierde así gran parte de su fuerza, al dejar la descripción de los pensamientos de Newland en la voz de la narradora. Tras haber visto antes algunas ligeras licencias artísticas por parte del director, como cuando Ellen y May se dirigen a la cámara para transmitirnos lo que en el libro son cartas, esperaba algo más de esa escena, pero supongo que a Scorsese no le impresionó tanto como a mí. Tampoco nos vamoa a pelear por eso.


Martin Scorsese, Michelle Pfeiffer y Daniel Day-Lewis, durante el rodaje

Pero si La edad de la inocencia es una obra maestra, cabe suponer que Wharton no nos habla en ella de una nueva versión del tres es multitud, ni nos cuenta la trágica historia de un amor imposible. Por favor, seamos serios. Y como obra maestra que es, también cabe suponer que la idea princicpal, si es que tal cosa existe en la buena literatura, es más bien esquiva. Tomemos, no obstante, un pasaje casi casi escogido al azar. Newland está hablando a Ellen como abogado encargado de su petición de divorcio:

El individuo, en esos casos, casi siempre es entregado en sacrificio a lo que se supone que es el interés colectivo.

¿Dónde está aquí la novela romántica? Pero sigamos con el fragmento en cuestión:

La gente se aferra a cualquier convención que mantenga unida a la familia - para proteger a los niños, si los hay.
Fotograma de la primera versión cinematográfica (1924), hoy irremisiblemente perdida

Hay quien ha dicho que Wharton escribió una novela sobre América, y más concretamente, sobre una América que ha echado a perder sus posibilidades. En el párrafo mencionado, de hecho, vemos a esa América incapaz de concebir a un candidato a la presidencia que no sea un respetabilísimo marido y padre de familia, como vemos también una imagen del propio Archer, que, ingenuo de él, no se da cuenta de que lo que está revelando a Ellen no es el futuro de ella, sino el suyo propio.

Así es la escritura de Wharton, tan inocente en apariencia, y tan sutil, tan rica en ideas y, por qué no, tan cargada de una elegantísima mala leche.

Cantaba, por supuesto, "M'ama!" y no "él me ama", pues una incuestionable e inalterada ley del mundo musical requería que el texto en alemán de las óperas francesas cantadas por artistas suecos fuera traducido al italiano para una mejor comprensión por parte de una audiencia angloparlante. Esto le parecía tan natural a Archer como todas las otras convenciones que moldeaban su vida...

Wharton sigue observándonos

Y a todo esto, ¿qué hay de la inocencia? Pues que en la novela la hay a porrillo. Se trata de una inocencia a veces real, a veces fingida, a veces metafórica, indivual o colectiva. Pero como lo que más me gusta es hablar de mí mismo, diré que, para inocencia, la del lector que se negó desde el primer momento a ver una película de época, que triunfaba en los cines y que lo obligaba a admitir que jamás había oído hablar de la señora Wharton. La ignorancia es disculpable; la inocencia, no.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Pedazo Siberiada


 Nos dice la morfología que el sufijo -ada indica "acción propia de alguien o algo" y que tiene connotaciones despectivas. Tenemos de ello numerosos ejemplos, como canallada, burrada o putada. Más específico es el uso de este sufijo con determinados gentilicios. Así, todos sabemos qué es una españolada o una americanada, y es curioso que ambos términos se utilicen sobre todo al hablar de cine. Supongo que si españolada cada vez se dice menos se debe a que la calidad de nuestro cine ha mejorado, y a que la era dorada de suecas en bikini y españoles calvos y aceitunados en calzoncillos pronto será un -grato o no- recuerdo completamente ajeno a las nuevas generaciones.

La palabra americanada también se refiere al cine, pero puede describir tanto una película de estudiantes en celo, una comedia romántica protagonizada por dos maniquíes, o la historia de un lobo solitario experto en artes marciales capaz de derrotar él solito a todo el ejército chino. Por su parte, una francesada es una película donde la gente habla y come. Podríamos seguir con italianada y alguna más, y preguntarnos por qué no existen las inglesadas, pero creo que ya es suficiente.

Los Solomin

Es poco probable, sin embargo, que Andrei Konchalovski estuviera pensando en esas connotaciones cuando decidió filmar Siberiada (1979). Más bien, el sufijo -ada aquí nos remite a la epopeya, es decir al conjunto de poemas que forman la tradición de un pueblo, o al conjunto de hechos gloriosos dignos de ser cantados épicamente. Siberiada es, pues, heredera de la Ilíada, o de otros poemas épicos menos conocidos como La Francíada de Ronsard, o La Cristíada, de Diego de Hojeda.

Al igual que esas obras, este soberbio y bellísimo filme no se centra en las gestas de un héroe determinado. Konchalovski prefiere ceder todo el protagonismo a Yelán, un pequeñísimo y remoto pueblo siberiano donde el modo de vida apenas ha cambiado en los últimos siglos y que parece, por tanto, encontrarse más allá del tiempo. Entre las familias que viven en Yelán a principios del siglo XX se encuentran los acomodados Solomin y los paupérrimos Ustyuzhanin. Ambas familias se odian, y este odio se extiende a los hijos, Kolia Ustyuzhanin y Nastia Solomina.


Afanasii, construyendo el camino a través de la taiga


El padre de Kolia, antaño el mejor cazador de la región, lleva años enfrascado en la sisífica tarea de construir un camino a través de la taiga en la dirección que marca la estrella más brillante en el cielo. Su hijo sobrevive a base de robar comida del granero de los Solomin, hasta que Nastia decide castigarlo con una cruel humillación. La llegada en ese momento de Rodión, un revolucionario fugitivo de la justicia, causa una enorme impresión a Kolia, y no hace falta decir de qué modo cambiará la vida en la aldea cuando, con inevitable retraso, lleguen hasta Yelán los latigazos de la revolución.

 Andréi Konchalovski y su hermano Nikita Mijalkov

Tal sería, a grandes rasgos, la primera de las cuatro partes en que está dividida la película, si bien algunas de esas partes están a su vez divididas en diferentes episodios. Todo ello está ensamblado con imágenes extraídas de documentales sobre la historia de la URSS, en las que, a un ritmo frenético, vemos pasar la revolución rusa, la Primera Guerra Mundial, la muerte de Lenin, la colectivización, la industrialización o la Segunda Guerra Mundial, que nos llevan a la segunda parte de la película, situada en los años 60, época en que se descubrieron inmensas reservas de petróleo en Siberia.

Cuenta Konchalovski en la interesantísima entrevista del material adicional que, a mediados de los 70, Goskinó (Comisión estatal soviética para el cine) le propuso que hiciera una película sobre los obreros de los pozos petrolíferos, para lo cual le proporcionarían recursos económicos casi ilimitados. Konchalevski aceptó el encargo y filmó una obra maestra en la que, sí, aparecen trabajadores de pozos petrolíferos...

 Anastasia, de niña a mujer...

Volvamos a Yelán.

Por esta vida de miseria y dos metros de nieve se pasean ciervos y osos que entran y salen a placer de la vivienda de los Ustyuzhanin, donde mora también el personaje mítico del Abuelo Eterno y a ratos vemos fugazmente a una misteriosa mujer medio salvaje. Los primeros veinte minutos pueden resultar un tanto confusos, dada la naturalidad con que pasan por dicha vivienda personajes de lo más variopinto con un protagonismo más bien limitado (sin ir más lejos, el cazador mongol que veis en la portada). Sin embargo, a medida que pasan los minutos la historia se va centrando en lo que Konchalovski nos quiere contar, a saber, y en palabras de la revista Pantalla Soviética, "una película poética sobre el paso del tiempo, sobre las personas, sobre el lugar del hombre en la historia, y los grandes cambios que se están produciendo en nuestra patria". Que es bastante más que la vida en los pozos, pero Siberiada es aún mucho más que eso.

... a revolucionaria...

Dándole vueltas junto al guionista al asunto del petróleo, Konchalovski empezó a preguntarse por el significado de éste. ¿Se trata de un objetivo o un recurso? Esta es una pregunta menos tonta de lo que parece, y que en cualquier caso enlaza sutilmente con ese camino de troncos que está abriendo Afanasii, el padre de Kolia. Afanasii sigue la estela de la estrella más brillante para construir un camino que lleve a cualquier lugar fuera de Yelán. Cuando Kolia regrese, años más tarde, como representante de la revlución, para convencer a los aldeanos de la bondad de las inminentes excavaciones, les comunicará que el camino que van a construir es el que inició su padre.

-¡Pero si es el que lleva a la Loma del Diablo! -replica uno de los aldeanos.

 En la Loma del Diablo

La Loma del Diablo es una zona pantanosa donde los gases infectos que manan de la tierra hacen que todo aquél que se adentre tenga alucinaciones, pierda la memoria, acabe volviéndose loco y nos regale escenas inolvidables. Esta metáfora del camino representa, en palabras del propio Konchalovski, el comunismo: un camino que construimos para alcanzar el cielo y que nos conduce directamente al infierno.

El mundo es ahora de los Solomin


 Nos dice Konchalovski que concibió la estructura interna de la película alrededor de lo que él denomina "rimas" internas, es decir ciertos motivos e imágenes que se van repitiendo a lo largo del filme pero que van cambiando de sentido. Pese a que él no la menciona, la rima más evidente es esa escena tan hermosa que nos muestra a un personaje que abre las puertas de la aldea y sale corriendo en dirección al río, escena que vemos una y otra vez pero que nunca se repite. En una ocasión se trata de Rodión, el revolucionario, intentando escapar de las tropas del zar; en otra, de Nastia, que deja el pueblo para hacer la revolución; de Alexéi huyendo de Spiridon o Taya, que espera el regreso de su amado. Siempre es una escena como ésta la que cierra cada uno de los episodios, los cuales, a su vez, muestran otro tipo de rima interna. Todos ellos nos presentan a alguien que llega a la aldea y a alguien que se va. Y el que se va volverá, pero convertido en alguien diferente.

 El Abuelo Eterno

Nadie que haya visto Siberiada, pues, diría que trata de trabajadores de pozos petrolíferos. Es evidente que los temas centrales son mucho más poéticos y profundos. Menos evidentes son, sin embargo, algunas de las ideas que rondaban la cabeza de Konchalovski por aquel entonces y que se plasmaron de forma muy sutil en la pantalla. Así, cuando Afanasii tala un gigantesco árbol en su camino hacia la estrella, su hijo Kolia oye un extraño coro de lamentaciones.

-Son sus compañeros -le dice su padre, refiriéndose al resto de los árboles.

Luego añade: "andamos sobre lo vivo, cortamos lo que vive, vivimos de lo vivo", un concepto, el de la Tierra como un organismo vivo, que enlaza con las ideas de Vladimir Vernadsky, que culminarían, en los años 70, en la formulación de la Hipótesis Gaia. También podríamos hablar de la escena final, que no es una concesión facilona y sentimental, sino una referencia a las ideas del filósofo ruso Nikolái Fiódorovich Fiódorov, o del interesante concepto de la noosfera, desarrollado también por Vernadsky. Cuánto petróleo se le puede sacar a esta película, ¿verdad?

Una "rima" con la escena que veis más arriba

Mención aparte merece la banda sonora, a cargo de Eduard Artémiev. Cualquiera que haya visto algunas de las grandes obras de Nikita Mijalkov (hermano de Konchalovski), Andréi Tarkovski o el propio Konchalovski reconocerá el inconfundible estilo de este compositor de música electrónica. El tema central de Siberiada combina las canciones populares rusas con unos teclados muy a lo Vangelis y unas melodías que nos recuerdan a los Pink Floyd de "Shine on you crazy diamond" o Dark side of the moon. A ver qué os parece. El primero es el más lírico y tradicional.



Y éste es el tema central. Si no queréis un spoiler, paradlo en 4:00.


Tanto en el cine como en televisión, Siberiada suele proyectarse en dos partes, debido a su largo metraje (275 minutos). Pero aquí me fallan las cuentas. Si el primer DVD dura una hora y cuarenta minutos, y el segundo otro tanto, o bien yo soy muy tonto o se me han perdido 75 minutos. De acuerdo, es posible que la carátula incluya la duración del material adicional, pero ¿también wikipedia? En todo caso, y metrajes aparte, no puedo imaginarme muchos placeres mayores que una tarde en el cine viendo esta película desde el principio hasta el final. Sin descanso.

El camino de Afanasii Ustyuzhanin a través de la taiga

jueves, 2 de junio de 2016

F de fundamentalismo


 En una de las escenas finales de Jesus Camp, vemos a Mike Papantonio hablando en directo, desde su emisora de radio, con Becky Fischer. A lo largo de la película, Papantonio, abogado y periodista, se ha revelado al espectador como un hombre profundamente cristiano, pero también como azote del fundamentalismo evangélico estadounidense. El periodista arguye que este movimiento radical está intentando acabar con uno de los pilares de la democracia, a saber, la separación entre iglesia y estado. Becky Fischer es una de estas radicales, como ella misma se define, y su evangelio está dirigido especialmente a los niños. Fischer organiza campamentos de verano para niños en los que les habla a éstos del camino que Dios ha labrado para ellos, les anima a arrepentirse en público de sus pecados y les revela la relación que existe entre Satanás y los libros de Harry Potter, entre otras lindezas.


Papantonio no le habría durado un asalto a Christopher Hitchens, que fue el verdadero azote no sólo del fundamentalismo sino de cualquier fe religiosa. Sin embargo, Hitchens sí reconocía que, dentro de lo que él considera lo absurdo de la religión, los fundamentalistas cristianos eran, al menos, absolutamente coherentes con lo que predicaban. Y no le falta razón.

-¿Cuándo se creó el Mundo?
-Hace seis mil años.
-¿Cómo explica la existencia de fósiles de dinosaurios?
-Dios puso a Adán y Eva en un edén repleto de espinosaurios y triceratops.
-Pues los científicos aseguran que esos fósiles tienen millones de años de antigüedad.
-La ciencia está al servicio del diablo.

Naturalmente, el mismo término "fundamentalismo" es ambiguo. Pensemos que una persona como Papantonio, que en EEUU pasa por liberal, esgrime ante Fischer el argumento siguiente: Dios condena el adoctrinamiento de los niños, y ha creado para los adoctrinadores un lugar especial. Y créame, no es un lugar agradable.

En ese momento ha perdido el debate. Probablemente es consciente de ello. Fischer responde con altivez "mire, yo no voy a entrar ahí". A Papantonio sólo le queda despedirse de Fischer y exclamar "qué gente, ¡es increíble!".

 Las ruinas del castillo de Alamut, cerca de la ciudad de Qazvin, Irán

El tema del fanatismo religioso ha sido tratado en literatura en bastantes ocasiones. Sin embargo, si pensamos en Gulliver o en La letra escarlata, ese fanatismo con frecuencia aparece como una fuerza opresora o como fuente de conflicto, y no tanto como motivo del sacrificio último del ser humano. Cabe imaginar, por razones que a nadie se le escapan, que este segundo tipo de fanatismo, ciego y suicida, va a ser uno de los temas esenciales en el siglo que vivimos, pero en el año 1938, la religión no figuraba entre los mayores focos de conflicto de occidente. Así, pese a que la impresionante novela de la que vamos a hablar parece ocuparse de ese fanatismo de un modo explícito, su autor no estaba en realidad hablando de religión sino de política. Alamut fue publicada en pleno apogeo de las dictaduras, y estaba sarcásticamente dedicada a Mussolini.

A pesar de haber publicado unas pocas obras más, el esloveno Vladimir Bartol es lo que en música se llama en inglés un one-hit wonder, es decir, alguien que ha triunfado con una sola canción o, en este caso, novela. Ello no obstante, la extraordinaria calidad de la novela le ha asegurado al autor un lugar en la historia de la literatura por una larga temporada.

De las muchas cosas buenas que se pueden decir de Alamut, quiero empezar por señalar que estamos ante una obra que, en buena medida, está basada en hechos reales, y que, cuando no es así, se remite a leyendas reales. La más fascinante de éstas nació de la pluma de Marco Polo, quien, al contrario de lo que nos cuenta en su conocido libro de viajes, ni visitó el castillo de Alamut ni conoció al Viejo de la Montaña, pues cuando, según su propia crónica, el inquieto veneciano se presentó en el lugar, el Viejo ya llevaba años muerto, y el castillo yacía en ruinas, arrasado por los mongoles, que no conocían la palabra "inexpugnable".

Fiesta y diversión en el campamento de verano

Pero antes de entrar en detalles, permitidme que haga las presentaciones. Aquí el castillo de Alamut, fortaleza conquistada en el año 1090, con argucias y sin violencia, por Hasan-i-Sabbah, también conocido como el Viejo de la Montaña. Aquí Hasan-i-Sabbah, reformador religioso convertido al ismailismo, una facción del islam, que se pasó parte de su vida buscando nuevos adeptos a su fe con el fin de crear una comunidad cada vez mayor y más poderosa para poder hacer frente al Imperio selyúcida, su mayor enemigo. Los miembros de la secta ismaelita fundada por Hasan-i-Sabbah pasaron a llamarse nizaríes, mientras sus detractores los llamaban Asesinos, antes de que el término adquieriera el significado que tiene hoy. Todo esto parece un poco complicado, lo sé, por lo menos a los que no estamos en absoluto familiarizados con la historia del islam, y así, en las primeras ciento y pico páginas uno se pregunta si la historia irá más allá de un retrato de esta fe en aquella época. Paciencia, lector, porque al cabo de unas pocas páginas más empieza una historia apasionante.

Cuenta el veneciano que el Viejo de la Montaña había creado en el valle de Alamut un paraíso como el que la religión nos promete si servimos bien a Dios. Allí llevaba a unos pocos de sus soldados, previamente drogados con hachís, que despertaban y se encontraban en mitad de esplendorosos jardines, exquisitos manjares y, por supuesto, bellísimas y serviles huríes que atendían sus deseos con celestial devoción. Después de pasar un día en ese edén, los Asesinos volvían a despertar en la fortaleza, con la convicción ahora de que el paraíso existe y ellos tienen un lugar asignado en él. Con semejante fe, el soldado cumpliría cualquier misión que se le encomendase y abrazaría con fervor la muerte.


Durante mucho tiempo se pensó que la palabra "asesino" procedía de "hashishin" o consumidores de hachís, algo aparentemente lógico por las razones mencionadas más arriba. Hoy, sin embargo se piensa que dicha etimología es incorrecta, aunque no se sabe con certeza su origen. En cualquier caso, las misiones que debían llevar a cabo los asesinos solían consistir en tareas de espionaje y, sobre todo, matar a califas, visires, sultanes y otros peces gordos (la palabra "assassin", en inglés, ha mantenido ese significado, pues sólo se utiliza para referirse al magnicida). Huelga decir que colarse en palacio ajeno para asesinar a un jerifalte suponía la captura y muerte del asesino, por lo que estamos hablando de los primeros terroristas suicidas de la historia. En una escena crucial de la novela, Bartol nos relata con absoluta maestría una de estas misiones suicida, mientras que en otra inolvidable escena nos muestra de manera espeluznante hasta dónde llega la fe ciega de estos fedayines.

Hassan-i-Sabbah, el Viejo de la Montaña

Mientras tanto, en Dakota del Norte, los soldados de Cristo que van al campamento de Kids On Fire School of Ministry no muestran tanto desprecio por la muerte, aunque Becky Fischer traza un inquietante paralelismo, amén de una evidente generalización, al decir que los cristianos tienen la obligación de entrenar a sus hijos ya que el enemigo (entiéndase, el islam) está entrenando a los suyos. "Quiero ver jóvenes tan comprometidos con la causa de Jesús como la juventud musulmana lo está con la suya. Quiero verlos entregar sus vidas por el evangelio, como hacen otros en Pakistán, Israel y Palestina". Ahí es nada.


Jesus Camp se centra en tres de estos jóvenes soldados: Levi, Tory y Rachael, niños de entre 8 y 10 años, inteligentes, elocuentes y, la verdad, encantadores. A Tory no le gusta Britney Spears, pues su música sólo habla de tonterías sobre chicos y chicas. Ella prefiere el heavy metal cristiano. Rachael, por su parte, va por la vida predicando la Palabra de Cristo, y la vemos en la bolera entregando a una joven información sobre el Camino de Dios. Levi sueña con llegar a ser predicador, y en el campamento tiene la oportunidad de empezar a prepararse. En otro momento de la película conoce a uno de los, a la sazón, reyes del sermón pentecostal: Ted Haggard, un personaje bastante repulsivo que no tiene palabras demasiado amables para el chaval, y al que vemos lanzando filípicas contra los homosexuales. (Lo más divertido del caso es que, al poco tiempo de estrenarse la película, se descubrió que, aparte de darle a la metanfetamina, el bueno de Haggard había tenido suficientes relaciones homosexuales como para escribir un par de volúmenes. El fanatismo a veces tiene estas paradojas).

Ted Haggard predicando el odio al homosexual, antes de que lo obligaran a salir del armario

Hay que reconocer que, pese a las lágrimas que se ven obligados a derramar de vez en cuando mientras confiesan sus terribles pecados, los tres parecen unos niños absolutamente felices, lo cual puede incomodar al espectador con ideas preconcebidas. Los directores de este extraordinario documental aseguran que su intención era retratar con absoluta objetividad este aspecto de la iglesia evangélica en el que convergen, por una parte, la fe y los intereses de los mayores y, por otra, los niños. En aras de esa objetividad, no hay una voz en off narrándonos los acontecimientos y presentándonos a los personajes, sino tan sólo unos escuetos créditos en determinados momentos. Y lo cierto es que se agradece no tener que oír la resabida voz y los topicazos del Michael Moore de turno. A diferencia de los sermones moralizantes de Moore, esta película está dirigida a personas que quieren ver, escuchar y sacar sus propias conclusiones. Y las conclusiones, por lo menos en mi caso, tienen más de interrogante que de certeza.

La certidumbre que nutre la fe de los Asesinos y los niños de Jesus Camp es un elemento fundamental para su misión en la vida. Sin embargo, el Viejo de la Montaña no tiene reparos en confesar a sus más íntimos colaboradores que la verdadera certeza que ha inspirado su cruzada particular es muy otra.

¿Sabes lo que enseña nuestra doctrina como la cumbre del conocimiento? -exclamé-. ¡Nada es verdadero, todo está permitido!

Así habla Hassan-i-Sabbah a su hijo, un vividor pendenciero del que reniega con crueldad. No debe verse en esta doctrina, sin embargo, un eco de Dostoievski. Más bien al contrario, este nihilismo, en palabras del Viejo, constituye una sofisticada e íntegra fe.

La sabiduría según la cual nada es verdadero y todo está permitido es, curiosamente, un arma de doble filo, estoy de acuerdo: el triste ejemplo de mi hijo lo muestra fehacientemente. Al que no le esté destinado desde el nacimiento no ve en ella más que un revoltijo gratuito de palabras vacías de sentido. Pero el que ha nacido para ella, encuentra una estrella maestra que lo guiará toda la vida...
A primera vista, parece inevitable, al leer Alamut, pensar en los movimientos terroristas que cada día asesinan a decenas de personas. Así lo hace la escritora Kenizé Mourad en su, por decirlo de una manera suave, prescindible epílogo. En una perla impagable, nos habla la señora de "los extremistas de cualquier calaña que se matan recíprocamente agitando la bandera de la Virgen, de Mahoma, de Krishna o de Baader-Meinhoff".

Pero Alamut es una gran novela y su mensaje va mucho más allá. Hassan-i-Sabbah es un personaje infinitamente más culto y complejo que cualquier imán radical, su filosofía es más rica de lo que su célebre cita (popularizada hoy por un juego de ordenador) nos puede dar a entender, y la tormenta espiritual por la que debe pasar Ibn Tahir, el otro personaje central de la historia, no la vería un yihadista ni en mil años que viviera.

Recreación algo fantasiosa del castillo de Alamut


jueves, 31 de marzo de 2016

El hombre y el oso


El amor por la naturaleza, como todos los amores, puede derivar en pasión, convertirse en obsesión, rebajarse a fanatismo y acabar en locura.

Timothy Treadwell era un chico normal, de familia de clase media, bueno en los estudios, excelente nadador, que un día se juntó con gente poco recomendable y empezó a darle a la bebida y las drogas. El problema se agravó cuando en un casting para hacer de camarero en la serie Cheers quedó por detrás de Woody Harrelson. Hundido en la depresión, Treadwell estuvo a punto de morir por una sobredosis de heroína. En ese momento, un amigo lo convenció de que hiciera un viaje a Alaska para alejarse del ruido y el mundanal vicio. Treadwell le hizo caso y en Alaska tuvo su primer encuentro con un oso grizzly, experiencia que, según él mismo, le salvó del mundo de las drogas y le reveló su destino. Por fin sabía para qué había venido al mundo.

Moriré por estos animales. Moriré por estos animales. Moriré por estos animales.

Treadwell pasó hasta trece veranos en el alaskeño (?) Parque Nacional de Katmai, y con sus documentales, entrevistas y charlas en los colegios, se hizo famoso tras labrarse una reputación como excéntrico ecologista, intrépido aventurero y, por supuesto, amante de los osos, de los que se consideraba, frente a la presunta incompetencia de las autoridades, el verdadero ángel guardián. Finalmente, Treadwell murió devorado por un oso. Con estas premisas, su inmenso talento y las grabaciones de Treadwell, Herzog nos narra una de sus inquietantes incursiones en el alma humana.


 En mis años más radicalmente ecológicos, yo ponía la vida de una foca o un lobo por encima de la de quienes los matan. Hoy, aunque sigo despreciando la caza o las corridas de toros, creo que he aprendido a ver las cosas en su justa medida. Algunos llaman a eso madurar; otros, hacerse conservador. La obsesión de Treadwell por los osos, como suele suceder con los que llevan la defensa de la naturaleza hasta el fanatismo, se fue manifestando en una creciente suspicacia hacia los humanos que desembocó en paranoia y hasta odio. Un momento muy revelador acerca de este comportamiento paranoico tiene lugar cuando Treadwell contempla, oculto y desde la distancia, a un grupo de hombres que ha venido a observar a los osos, sus osos. Estos observadores son conscientes de que están en "territorio Treadwell", y de hecho en otra toma vemos que nuestro protagonista, si bien sigue manteniendo respecto a ellos la distancia que debería mantener ante los osos, por lo menos ya no se oculta. Cuando los observadores se han ido, nuestro héroe nos muestra una inscripción que han dejado grabada en un tronco: hi Timothy, see you next year. Y según Treadwell, ese saludo no es nada menos que una amenaza. A continuación, nos enseña un "smiley" que han dibujado en una roca. Los ojos de este smiley, nos dice Treadwell, lo miran con odio.



En el documental sólo conocemos al Treadwell veraniego, como si, al igual que los osos, pasara largas temporadas hibernando. Presumiblemente, durante el resto del año se dedicaba a editar sus vídeos (llegó a grabar hasta cien horas) y a la concienciación social sobre los presuntos problemas del oso. Hay que hacer hincapié en la palabra presuntos porque el oso grizzly en Alaska no está en absoluto en situación de peligro. Treadwell afirmaba que estaba solo en la lucha contra la caza furtiva, (también afirmaba que pasaba los veranos completamente solo con los osos, aunque parece ser que eso era una mentirijilla para ayudar a construir su propia leyenda) pero los oficiales del parque afirman que nunca había habido un solo caso de furtivismo en la zona. Asimismo, frente a su reivindicación como defensor de los osos, el director del museo Alutiiq responde en el documental que Treadwell hizo más daño que bien a los grizzlies. "Intentó ser un oso", dice, "intentó comportarse como un oso, y los que vivimos en la isla, sabemos que eso no se hace, no puedes invadir su territorio". Al hacer que los osos se acostumbren a la presencia humana, añade, Treadwell en realidad ayudaba a los cazadores furtivos. Esta actitud irresponsable la hemos visto muchas veces, por ejemplo cuando supuestos defensores de los animales liberan cientos de visones en un habitat que no es el suyo, lo cual podrá ser bueno para su propio ego, siempre por encima del bien y del mal, pero es funesto para el equilibrio ecológico.

Jewel Palovak observa a Herzog, que escucha la grabación de la muerte de Treadwell

Cualquiera que conozca a Werner Herzog, director de Fitzcarraldo, Aguirre, la cólera de Dios o El enigma de Kapasr Hauser, sabrá perfectamente, aunque no la haya visto, que Grizzly Man no es una película sobre osos. Es más, me atrevería a afirmar que ni siquiera es una película sobre Timothy Treadwell. O no sólo. Más bien es una reflexión sobre la relación del hombre con la naturaleza, sobre la percepción, equivocada o no, que tenemos de ésta, así como una historia sobre uno más de esos hombres que encuentran en el mundo salvaje un refugio contra la sociedad, o, de manera algo más perturbadora, buscan refugiarse de sí mismos, personajes límite que tanto fascinan al director alemán.

 Lo único que queda de él son sus grabaciones. Y cuando vemos a esos animales disfrutando de ser ellos mismos, en su gracia y su ferocidad, una idea se vuelve cada vez más clara. No se trata tanto de una mirada a la naturaleza como a nuestro interior, a nuestra propia naturaleza. Y para mí, eso es lo que da valor a su vida y su muerte. 

Amie Huguenard, compañera de Treadwell, frente al oso que probablemente los mató

Leyendo las críticas de esta excelente película, uno se pregunta si no somos un tanto cínicos al calificar a Treadwell de loco e irresponsable. En primer lugar, es absurdo no reconocer el mérito de haber sobrevivido trece veranos junto a estas criaturas. El grizzly de Alaska es, junto con el oso polar, el oso más grande del mundo. Un macho grande fácilmente puede pesar 600 kilos y, si se pone de pie, llega casi a los tres metros de altura. Se trata, en definitiva, de uno de los depredadores terrestres más poderosos que existen. Treadwell, sin embargo, se acerca a ellos, los espanta si advierte intenciones hostiles, y llega a acariciar a los oseznos. Algunas de las imágenes grabadas por Treadwell, como la impresionante pelea entre dos machos, son dignas de los mejores profesionales de la BBC, y no cabe duda de que pocas personas han logrado pasar tanto tiempo tan cerca de estos osos. Además, como señala Herzog, aquel año, en lugar de partir al final del verano, Treadwell se quedó hasta entrado octubre. El oso que lo mató había llegado a esa zona del parque hacía poco tiempo, no "conocía" a Treadwell, estaba hambriento y necesitaba acumular grasa para el invierno, que estaba ya muy próximo. Podría decirse, pues, que Treadwell murió más por un descuido o por un exceso de cofianza, que por un comportamiento suicida.


 Un Treadwell delirante mandando a tomar por saco a las autoridades que intentan restringir su actividad

 Por otra parte, y contrariamente a lo que nos quiere dar a entender, no puede decirse que Treadwell llegara a interactuar con los osos. A lo sumo, éstos lo toleran, lo observan con curiosidad y quizá recelan de él, asombrados de que algo que parece comestible no salga huyendo al verlos. Pero por mucho que nuestro héroe les declare su amor eterno e incondicional, los osos se empeñan en no corresponderle.

Los seres humanos, sobre todo los que amamos a los animales, tendemos a proyectar en éstos las cualidades de nosotros mismos que nos parecen más admirables: la lealtad, la amistad, el amor filial o el sentido de la justicia, entre otras. Cualquier vídeo en el que veamos a un animal salvaje mostrar algo parecido a nuestras virtudes más nobles se convierte en viral de inmediato, y todos decimos entonces qué malas somos las personas y qué bondadosos e inocentes los animales. En ese esquema tan simple no cabe la realidad, que nos mostraría a depredadores devorando a su presa mientras ésta aún patalea; a orcas que matan a un ballenato para luego no comerse más que una aleta, a machos rivales de leones, tigres u osos matando a las crías de las hembras con las que quieren aparearse, o a prácticamente cualquier especie animal cometiendo actos que, entre los humanos, nos parecerían de una crueldad indescriptible. Naturalmente, los animales no son crueles... como tampoco son "buenos". Eso es lo que algunos amigos de los animales, como Timothy Treadwell, son incapaces de ver. Cuando unos lobos matan a una cría de zorro, un Treadwell desconsolado acaricia el cadáver de éste mientras le dice "te quise mucho, gracias por dejarme ser tu amigo".

No puedo dejar de pensar en que, en el rostro de todos los osos que Treadwell filmó, no puedo hallar ni rastro de solidaridad, de comprensión, de piedad. No veo más que la sobrecogedora indiferencia de la naturaleza. Ese supuesto mundo secreto de los osos, sencillamente, no existe, y esa mirada vacía no me revela más que un aburrido interés en la comida. Sin embargo, para Treadwell este oso era un amigo, un salvador.

En otras palabras, el oso Yogui no existe. Estos bichos matan.



Timothy Treadwelly Amie Huguenard, unos días antes de morir


Una de las escenas más inolvidables de la película es aquella en la que vemos a Herzog, de espaldas, escuchando la grabación que, de manera casual, recogió el ataque del oso a Herzog y su acompañante, a los que devoró. Jewel Palovak, antigua amiga y compañera de Treadwell lo observa sobrecogida. Al concluir, Herzog le pide que no escuche jamás esa grabación. Es más, le dice, debería destruirla. Ella le responde que así lo hará. No llegó a hacerlo, sino que decidió guardarla en una caja de seguridad en un banco. Desconozco si antes de eso alguien hizo una copia, pues es muy fácil encontrar supuestas grabaciones del horroroso ataque. Siempre me niego a ver vídeos de muertes, en primer lugar por respeto a la víctima, y en segundo lugar, por respeto a mi propia sensibilidad. Sin embargo, equivocadamente, pensé que una cinta de audio no podría ser tan perturbadora. Pues lo es. Y ni siquiera sé si es auténtica. 

Tráiler oficial de Grizzly Man

En definitiva, película fascinante. Herzog en estado puro.

Si Dios existe, estará muy orgulloso de mí. Si viera cómo los quiero... Es una buena obra... Moriré por estos animales. Antes no tenía vida. Ahora tengo una vida. (Timothy Treadwell)

Creo que el común denominador del universo no es la armonía sino el caos, la hostilidad y el asesinato. (Werner Herzog)


lunes, 29 de febrero de 2016

El acto de matar



Llevábamos media hora viendo The act of killing y mi mujer dijo que ya no podía más. Es una película impresionante, vino a decir, una historia increíble y tiene un planteamiento completamente original, pero ya he captado la idea, no puedo seguir.

Es posible que la maldad sea en algunos casos difícil de entender. Quizás, tras lo que vimos en el siglo XX y lo que estamos viendo en los comienzos de éste, la forma más sencilla que hemos encontrado para entender el mal sea aceptar no sólo que éste forma parte de nosotros, sino que cualquiera de nosotros puede ser capaz de cometer las mayores atrocidades imaginables. O, dándole la vuelta, que los actos más viles y salvajes son con frecuencia cometidos por personas con las que, en otras circunstancias podríamos haber compartido una cerveza y unas risas. Naturalmente, uno puede elegir entre otras muchas explicaciones, pues, sea el egoísmo, el fanatismo o la ausencia de valores, éstas nunca van a faltar.

Tráiler de The act of killing

Viendo The Act of Killing uno no puede evitar plantearse esa pregunta. ¿Qué lleva a un hombre que ha asesinado a sangre fría a centenares de personas, a celebrar y vanagloriarse de esos asesinatos, aún cuarenta años más tarde, con risas y al ritmo de un chachachá? Quizá ese propio hombre, llamado Anwar Congo, un seductor verdugo convertido en héroe, que de héroe pasa a payaso y de payaso a víctima, podría respondernos. Pero quizá no sea esa pregunta la que más le interesa al director, Joshua Oppenheimer.

Esta impresionante película recupera para la avergonzada memoria de la humanidad uno de esos genocidios que caracterizaron el pasado siglo y que, como otros, cayó en el olvido de todos salvo sus víctimas y familiares. En Indonesia, en 1965, tuvo lugar un fallido golpe de estado instigado, según la versión oficial, por el Partido Comunista de Indonesia, lo que dio pie, posteriormente, a la toma de poder por parte del general Suharto y a la represión brutal de los miembros del Partido Comunista y de cualquiera sospechoso de simpatizar con ellos. Todo ello, mientras occidente miraba a otro lado. Al fin y al cabo, estábamos en el momento más gélido de la Guerra Fría.

Joshua Oppenheimer junto a algunos de los protagonistas


El director no se centra en la historia de las matanzas. De hecho, en palabras del propio Oppenheimer, The act of killing no es un documental histórico, sino una película sobre la impunidad. Por ello no encontraremos testimonios de las víctimas. Asimismo, de los acontecimientos políticos que condujeron a aquellas matanzas no se nos ofrece más que la mínima información necesaria para poder entender quién se enfrenta a quién. O mejor dicho, quién secuestra, tortura, mutila y asesina a quién. Y lo hace con un truco narrativo, por llamarlo de alguna manera, nunca visto antes en un documental de esta naturaleza.

 Cuando se encontraba en Indonesia preparando el rodaje de un documental sobre un sindicato en una plantación en el norte de Sumatra, Oppenheimer observó que la gente no se atrevía a hablar. Descubrió que el origen de ese miedo se remontaba a cuarenta años atrás, y así fue cómo empezó a interesarse por las Masacres de 1965. Tras numerosas conversaciones y entrevistas con hasta cuarenta miembros de los escuadrones de la muerte indonesios, llegó hasta Anwar Congo, un hombre cuyo carácter campechano y aspecto de inusitada longevidad nos recuerda a los músicos de Buenavista Social Club. Oppenheimer consigue convencer a Congo para que se embarque en su proyecto de contar al mundo su versión de lo que ocurrió durante aquella siniestra época. Y claro, la versión de un verdugo es la que es, pero aquí entra en acción el genio del director...



 La organización paramilitar Pemuda Pancasila. Sobra todo comentario



... o no. O quizá sea el genio de la vanidad. O el de la imaginación.

Oppenheimer convence a Congo para que le hable de su modo de trabajo, y Congo se pone en contacto con sus colegas de torturas para recordar los viejos tiempos. Cuenta el director en una entrevista que el primer verdugo al que entrevistó le dijo: "deje que le muestre cómo maté a las Gerwani (el Ala de Mujeres Comunistas)". Acto seguido, el verdugo hizo venir a su esposa para recrear aquel crimen. "¿Qué está pasando aquí?", se preguntó Oppenheimer. Porque a partir de aquel momento esta reconstrucción de los crímenes se va desarrollando y haciendo más compleja y sofisticada, se convierte en el núcleo de esta extraordinaria película, y marca, probablemente, un hito en la historia de los documentales. 

Congo demuestra su habilidad con el alambre. Segundos después se marcará un chachachá, y el estrangulado dirá de él: "he aquí un hombre feliz"

Ver actos violentos reales es siempre desagradable. Cuando vemos escenas de asesinatos, torturas o ejecuciones en una película de ficción, la conciencia de que esa violencia no es real y esa sangre no es más que ketchup puede ayudarnos a soportarla. En The act of killing ese distanciamiento que produce la ficción es doble, ya que las escenas de tortura ni siquiera aspiran a ser ficticias. Es decir, en lugar de tener actores simulando una tortura real, tenemos a unos verdugos que discuten sobre el mejor modo de filmar un asesinato, mientras la víctima, con la navaja al cuello, sonríe a la cámara. Nada podría ser más falso. Pero lo que hace estas escenas tan difíciles de soportar es, precisamente, que sabemos que fueron reales. No tenemos, pues, el conocido recurso narrativo de la ficción dentro de la ficción, sino la realidad dentro de la realidad. Vemos a los asesinos gritar ¡corten, corten!, vemos a las víctimas levantarse, vemos a asesinos y asesinados comentando la jugada, pero vemos también a los niños, incapaces de entender el juego, llorando aterrorizados al ver a su abuelo golpeado y su aldea ardiendo.

 La glorificación televisiva (en un programa regional que indigna a los propios indonesios) de los asesinos

Poco a poco, como decía más arriba, el juego de la imaginación se va haciendo más sofisticado. De la reconstrucción de las sesiones de tortura pasamos, por ejemplo, a la filmación de las pesadillas de Congo. Sí, el verdugo admite que no ha dejado de tener pesadillas, y sitúa su comienzo en el día en que decapitó a un hombre y no le cerró los ojos, que no han dejado de mirarle desde entonces.

Pero si The act of killing es una obra maestra del cine documental, es evidente que no lo es sólo por mostrarnos la impunidad de un puñado de asesinos, así como la vergonzosa connivencia de un gobierno gangsteril. Su planteamiento, como ya hemos señalado, es pionero en el género y permite al director enfocar la historia de este genocidio como un estudio de la culpa, del remordimiento, de la vanidad, del modo en que funciona nuestra memoria, y de los mecanismos que empleamos para intentar defendernos de los fantasmas de nuestra conciencia. Anwar Congo se convierte así en mucho más que un vulgar ratero devenido sádico asesino que no sabe ni por qué mata. De hecho, hay quien ha relacionado la película con la obra de Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann. "Los actos fueron monstruosos, pero quien los cometió era una persona normal y corriente, ni diabólica ni monstruosa".

Gracias por haberme ejecutado

Cuando mi mujer se levantó para irse a la cama, me preguntó incrédula si pensaba seguir viendo esta película. Sí, le dije. Supongo que habrá algún tipo de desarrollo, no creo que sea simplemente una colección de escenas de tortura. Y efectivamente, lo hay.

En el rodaje de las diferentes escenas los verdugos hablan y discuten, entre otras cosas, sobre la conveniencia o no de realizar este documental. Todos ellos aman el cine, y afirman que se inspiraban en las películas de gángsters para algunas de sus ejecuciones. A uno de ellos el rodaje de este documental no le parece buena idea, ya que dañará su imagen, mientras que otro, Herman Koto, responde que es "la verdad" y la gente tiene derecho a conocerla. Algo parecido sucede cuando, en la reconstrucción de la masacre de una aldea, el ministro de (si no recuerdo mal) deportes, que está presente, sugiere, dirigiéndose a todo el equipo, que quizá esa escena sea mala para su reputación, pero al cabo de unos segundos se desdice y ordena que no se destruya esa escena, para que el mundo sepa que Pancasuli (la organización militar más grande de Indonesia, de la que todos estos asesinos son miembros) pueden ser aún más fieros. Y mientras todos ellos hablan, observamos que Congo cada vez guarda más silencio, y Oppenheimer nos lo muestra en algo que podrían ser momentos de reflexión.

 Congo viendo con sus nietos una escena de tortura

En este juego de realidad dentro de la realidad, surge, como en la obra de teatro a la que el rey Claudio asiste en Hamlet, la verdad. Un hombre que está a punto de participar como víctima en una escena de tortura cuenta entre risas cómo su padrastro fue asesinado por un escuadrón de la muerte. Recuerda que nadie, ni vecinos ni amigos, les ayudó a recoger el cadáver que estaba tirado en la calle, ja ja ja. ¿Tanto odiaba a aquel hombre o, sencillamente, aún hoy es incapaz de reprochar nada a los asesinos? Comienza el rodaje de la escena, y el hombre, que interpreta a alguien que sabe que va a morir, llora. Pero ese llanto, esas lágrimas y esos mocos son reales. Congo se lo mira en silencio. Más tarde él mismo se prestará a hacer de víctima en una escena parecida.

Como podéis ver en el póster que abre esta entrada, la película recibió numerosos galardones. Naturalmente, no se libró de algunas críticas, relativas, sobre todo, a la fidelidad a los hechos, a la línea entre realidad e imaginación, y a la manipulación por parte del director. En mi opinión, dichas críticas son injustificadas, pues parten de una premisa errónea: la de que estamos ante un documental al uso.

Y no penséis que os he contado demasiado. En absoluto. Como obra maestra que es, The act of killing esconde mucho más.





jueves, 2 de enero de 2014

El zar de la Tercera Roma


Iván IV tras haber matado a su propio hijo, de Ilyá Repin

En la gran plaza de Kremlin los obreros instalaron diecisiete horcas, un enorme caldero lleno de agua colgado encima de un montón de leña y una sartén del tamaño de un hombre; también tensaron unas cuerdas para cortar en dos los cuerpos por frotamiento.

El Grande, El Hermoso, El Sabio... De todos los sobrenombres que los monarcas tienen a su disposición, el que Iván el Terrible eligió le iba que ni pintado, y no sólo por esa cita introductoria tan ilustrativa.
Convencido de ser descendiente directo de César Augusto, Iván IV Vasílievich quería hacer de Rusia la Tercera Roma, tras el Imperio Romano de Occidente y el de Bizancio, y por ello fue el primer gobernante ruso en proclamarse zar ('césar'). Se sentía elegido por Dios para servirle a Él y a su país, y si para cumplir su misión tenía que actuar de manera implacable, así lo haría. Iván sólo se sentiría obligado a responder ante Dios. Nos dice Troyat en esta apasionante biografía:

Para él, escuchar a los demás era dejar de reinar. Su poder no se apoyaba en el pueblo, sino en Dios. Y no veía a Dios como juez, sino como socio. O incluso como cómplice.

No fue hasta la segunda mitad de su reinado cuando empezó a conocérsele como "el Terrible", pero en realidad el adjetivo грозный (groznyi) significa en ruso algo así como "formidable", "amenazador", o más bien, "inspirador de temor", es decir, Iván era terrible como Dios mismo es terrible.

Un moribundo Basilio III bendice a su hijo Iván

Nuestro zar forma parte de esa galería de gobernantes que han pasado a formar parte del imaginario colectivo, no sólo en su país, sino también en todo occidente. Sin embargo, a diferencia de Enrique VIII, María Antonieta o Vlad el Empalador, de cuyas vidas conocemos al menos un detalle que nos permite hablar de ellos como expertos, de Iván el Terrible poca gente sabe más que lo que nos dice su nombre, a saber, que era ruso y terrible.

La Rusia que hoy conocemos, es decir, el país que, aun tras la desintegración de la URSS, sigue siendo un territorio gigantesco, debe en gran medida sus fronteras a Iván IV Vasílievich, que consiguió anexionarse los anhelados janatos tártaros de Kazán y Astracán, así como el inmenso territorio de Siberia. Del mismo modo, si bien nuestro héroe no modernizó el país, que siguió considerablemente retrasado respecto a Europa, sí logró unificarlo bajo su única autoridad, impidiendo así que en el país se consolidara un régimen feudal a manos de los boyardos. Este logro constituye el inicio de la autocracia rusa, que muchos ven aún hoy personificado en Vladimir Putin.


La Catedral de San Basilio, encargada por Iván para conmemorar la conquista de Kazán 

Nuestro héroe heredó el trono a los tres años de edad. Su padre, Basilio III, lo nombró sucesor en su lecho de muerte y en presencia de los boyardos, a los que no les hizo puñetera la gracia obedecer a un mocoso y a su madre, Elena Glinskaya, que sería Regente. Elena, hija de un tránsfuga lituano, era de familia católica y, para colmo de horrores, había sido educada muy " a la alemana", es decir, tenía una cultura y una libertad de costumbres inusitadas en aquella Rusia anclada en el oscurantismo. Pero no era su educación el mayor obstáculo para ser aceptada por los boyardos, sino el menguante poder e influencia de éstos desde tiempos de Iván III, y el rechazo que, por tanto, sentían ante cualquier monarca que no fuera un mero títere en sus manos.

Iván junto a su madre moribunda, en la película de Eisenstein

Elena gobernó como regente durante cinco años más, hasta que murió, posiblemente envenenada por los boyardos. Iván siempre albergó esa sospecha, y algunos análisis recientes sugieren que no iba desencaminado. Nuestro héroe, pues, se quedó huérfano a los ocho años. Desde aquel momento, los boyardos dejaron de lado a Ivancito, ocupados como estaban en pelearse entre ellos y olvidando que, por la cuenta que les traía, al niño también deberían haberle dado jarabe. Iván, por su parte, se dedicó a acumular rencor contra los boyardos, sabedor de que su momento llegaría.

El momento llegó el día que, durante un banquete al que había invitado a los boyardos, los acusó de haber abusado de su juventud y de haber gobernado de manera injusta y cruel. Al príncipe Andrei Shuiski no se le ocurrió nada mejor que reírse de Iván y ningunearlo, y llegó a poner las botas en su cama. Iván, que a la sazón contaba con tan sólo trece años, se la jugó y ordenó su arresto. La jugada le salió bien, los guardias arrestaron a Shuiski y lo lanzaron al patio donde estaban los perros de caza, que lo devoraron vivo. Habemus zar!

Iván conquista la ciudad de Kazán, de A. D. Kivshenko

Cuatro años más tarde, Iván se casaba con Anastasia Románovna y era coronado zar. Desde el primer momento, se mostró como un gobernante implacable, devoto de Dios, entregado a la causa del pueblo ruso, ansioso por la conquista de nuevos territorios en el este y por consolidar una porción de la costa báltica. Rusia debe a Iván, como ya he dicho, la anexión de Kazán, arrebatado a los tártaros, y el mundo entero le debe la icónica Catedral de San Basilio, construida en conmemoración de dicha conquista. No obstante, pese a sus gloriosas conquistas, Henri Troyat nos presenta a lo largo de su extraordinaria biografía un Iván bastante poco heroico que siempre está en segunda fila de batalla, y que no duda en columpiarse posteriormente sobre las gestas de sus generales.

Las cosas empezaron a torcerse para Iván y, sobre todo, para los boyardos, en 1553, cuando el zar cayó gravemente enfermo. Convencidos de que su señor tenía los días contados, los boyardos empezaron de nuevo a intrigar por la sucesión. Iván redactó un testamento en el que señalaba como sucesor a su hijo Dmitri, de apenas unos meses de edad. Mientras una facción de los boyardos aceptaba someterse a la última voluntad de su zar, otra facción se inclinaba por entregar el poder a Vladimir Andréyevich, príncipe de Staritsa y primo hermano de Iván. Pero inesperadamente, Iván se recuperó y, de manera todavía más inesperada, no tomó medida alguna contra los boyardos traidores, sino que aceptó de aparente buen grado sus temblorosas manifestaciones de alegría por su recuperación. Es posible que, durante su enfermedad, las súplicas de Iván a Dios hubiesen sido acompañadas por promesas de buena conducta (que, naturalmente, habría que esperar un tiempo antes de romper). De todos modos, a partir de ese momento, Iván el Terrible nunca volvió a tener plena confianza en nadie.

Los oprichniki dando una lección a un boyardo y su familia

Las atrocidades que llegaría a cometer Iván IV a lo largo de su vida incluían empalamientos, descuartizamientos, desollamientos, personas asadas vivas, destripadas por osos, prisioneros quemados vivos y todavía me guardo alguna de excesivo mal gusto. Su abogado defensor alegaría hoy enajenación mental transitoria provocada por un profundo trauma. Porque Iván no siempre fue Terrible. Si bien es cierto que de niño mostraba gran afición por torturar bichos, su carácter se había atemperado relativamente gracias a la influencia de la zarina, Anastasia Romanovna. Así, el día en que la zarina murió, de manera repentina e inesperada, algo se rompió definitivamente en el alma de Iván. Al igual que con su madre, el zar sospechó que su esposa había sido envenenada (en su gran película sobre el personaje, Eisenstein señala directamente a Eufosina, tía del zar y madre de Vladimir Andréyevich), lo cual probablemente terminó de desquiciar a Iván.

Aparte de sus conquistas, otro ejemplo del gran legado de Iván a la posteridad es la oprichnina, que puede considerarse precursora del KGB. Fue sobre todo debido a los desmanes de los oprichniki que Iván aterrorizó al pueblo ruso a lo largo de las dos décadas siguientes. La oprichnina era su guardia personal, que constaba de 6.000 mercenarios, quienes según Troyat procedían de las clases más bajas, aunque otros historiadores sostienen que en su origen estaba formada por miembros de la nobleza.

Los oprichniki, de Nikolai Nevrev

Los orígenes de esta guardia personal (en realidad, el término oprichnina también se refiere al territorio donde esta guardia tenía carta blanca para actuar) hay que buscarlos principalmente en los estragos que la Guerra Livona causó en la economía rusa. El descontento llevó al príncipe Andrei Kurbski, hombre de confianza de Iván, a desertar y pasarse a las tropas lituanas. Eisenstein, por su parte, achaca la traición de Kurbski a su ambición por convertirse en zar. (Hay que recordar, al hablar de la película de Eisenstein, que en los años 40, en el apogeo del estalisnismo, la figura de Iván IV estaba siendo objeto de revisión por los historiadores soviéticos con el fin de hacer de él un gran líder del pueblo ruso, comparable en grandeza al Padrecito de los Pueblos. Stalin, naturalmente, sentía gran admiración por Iván Vasílievich). Iván nunca perdonó a Kurbski su traición, y ambos se entregaron a una vitriólica relación epistolar que no tiene desperdicio, y que en ocasiones se asemeja a un foro político de internet:

... Y ahora callo, porque ya dijo Salomón que no hay que gastar palabras para dirigirse a los tontos, y tú eres uno de ellos.

A lo que el otro responde:

Deberías avergonzarte de escribir como una vieja y enviar una carta tan mal redactada en un país donde no faltan buenos conocedores de la gramática, la retórica...

Y así, una carta tras otra. En todo caso, la traición de Kurbski afectó sobremanera a Iván, que abandonó Moscú con destino desconocido, para, un mes más tarde, anunciar su abdicación en una carta al pueblo, en la que acusaba a los boyardos y a la iglesia de haber traicionado a Rusia. No queda claro si todo fue una astuta jugada de Iván, o si fue mera casualidad, pero el resultado no pudo ser mejor para el zar: al pueblo le entró el cangueli y partieron multitudes en peregrinación a la residencia del zar en Alexandrova Sloboda para implorarle que regresara. Iván accedió, con la condición de recortar todavía más los privilegios de los boyardos y de la iglesia, y de gozar él mismo de un poder absolutamente ilimitado. El pueblo, enemistado desde hacía tiempo con los boyardos, dijo que sí a todo, sin saber la que se le venía encima. Era el comienzo de la verdadera autocracia en Rusia.

Nikolai Cherkassov, el Iván de Eisenstein...

Uno de los episodios más negros del reinado de Iván IV fue la masacre de la ciudad de Nóvgorod. Los habitantes de esta ciudad, conquistada por Iván III, abuelo de nuestro amigo, añoraban su independencia, que, merced al comercio con Lituania y Suecia, les había permitido convertirse en una gran y próspera ciudad. Este descontento de la ciudad hacía sospechar al zar, cuya paranoia aumentaba por momentos, que se estaba gestando alguna traición, por lo que encargó del caso a la oprichnina. Sn entrar en detalles sobre las atrocidades que cometieron los oprichniki, baste decir que Nóvgorod, una de las ciudades más antiguas de Rusia, y la tercera más grande en aquella época, nunca volvió a recuperarse de aquel golpe.

... y Piotr Mamónov, el de Lungin. Poeta, rockero e impresionante actorazo

Aparte de su crueldad, Iván IV parecía tener un insaciable apetito sexual. Antes de ser coronado zar, ya había poseído a cientos de mujeres, y su voracidad continuó a lo largo de toda su vida. Llegó a tener ocho esposas diferentes, pero sólo dos de sus hijos llegaron a la edad adulta. Uno de ellos era Fiódor, que sufría una discapacidad mental y que aún así llegó a ser coronado zar, aunque el poder de facto lo tuviera su ministro Boris Godunov. Con Fiódor se extinguió la dinastía de los Rurik. El otro, el mayor, era Iván Ivánovich, quien, aunque nunca llegó al trono, era de hecho el primero en la línea de sucesión.

Los habitantes de Novgorod huyen ante la llegada de los oprichniki

Zar y zárevich eran uña y carne. Iván Ivánovich sentía admiración hacia su padre, y éste estaba más que orgulloso de su hijo, que además de ser culto y valiente, había heredado su exquisita sensibilidad. Era entrañable verlos a los dos juntos deleitándose con las torturas de sus víctimas, y cuentan algunos cronistas que se intercambiaban las amantes. Parece ser que la última tortura que presenciaron en mutua compañía fue la de Eliseo Bomelius, proveedor oficial de venenos de la corte, a quien asaron vivo. Poco después, el zárevich hizo un comentario fuera de lugar sobre el modo en que Iván llevaba a cabo la guerra contra Polonia y, luego, otro comentario a destiempo que Iván oyó por ahí terminó por agriar la relación. Así, un mal día, Iván se encontró con su nuera en una sala de su residencia. Elena Sheremeteva se había ganado el cariño de su esposo y, hasta entonces, la aprobación de Iván, que no era precisamente un suegro fácil y que había forzado a su hijo a encerrar a sus anteriores esposas en un convento. Al ver a Elena de una guisa que él consideraba impropia de una futura zarina, la golpeó con tanta violencia que, según Troyat, le provocó un aborto. Cuando el zárevich quiso afearle la conducta, Iván, paranoico perdido, creyó ver un conato de rebelión, y con su cetro le atizó un mandoble en toda la cabeza. Iván Ivánovich murió cinco días más tarde.

El zar meditando junto al lecho de muerte de su hijo, de Viacheslav Schwarz

En sus últimos años, deprimido, atemorizado por las consecuencias para su alma que iba tener en el Juicio Final su vida de iniquidad, a Iván no se le ocurrió otra cosa mejor que hacer que una lista de todas las personas que había ordenado matar a lo largo de su vida. Es de suponer que en esa lista sólo tenían cabida las víctimas cuyos nombres era capaz de recordar, dado que la susodicha apenas llegaba a unos 3.700. Huelga decir que allí no están, por ejemplo, las decenas de miles de víctimas de la masacre de Novgorod.

He aquí una muestra del retrato psicológico que hace Troyat de este Iván aterrorizado y desquiciado.

Había unificado el país pese a la oposición de los boyardos. ¿Habría conseguido ese resultado glorioso de no haberse librado de sus peores enemigos mediante la tortura? ¿Qué importancia tenían unos miles de cadáveres martirizados frente a todos los pueblos, todas las tierras conquistadas para Rusia? Pero con Dios nunca se sabe. Después de haberle respaldado siempre, el Altísimo era capaz de reprocharle, en el último momento, la hecatombe de Nóvgorod, o sus matrimonios excesivos, o el asesinato del zárevich. Este último acto de violencia podía ser la gota de sangre que desbordara el vaso. No, no, porque Dios también era responsable de la muerte de su hijo, Cristo. Había dejado que Jesús muriea en la cruz. Dios y el zar, ambos asesinos de sus hijos, estaban destinados a entenderse.


Vasnetsov hizo el retrato más conocido de Iván el Terrible

A lo largo de la historia ha habido numerosos personajes de una crueldad sin límites que se han convertido en verdaderos héroes nacionales y, aún hoy, no han pérdido un ápice de esa aura gloriosa. Así, por ejemplo, no son pocos los rumanos que consideran que el sadismo de Vlad el Empalador no era mayor que el de otros gobernantes de la época, y que, por el contrario, fue esa mano dura la que salvó al país, e incluso a Europa, de las garras del turco. También en Rusia, del terrible Iván a menudo se han dejado de lado sus desmanes para centrarse en su gran legado: la modernización (muy relativa) del país, con un nuevo código de leyes; la creación del Zemski Sobor, el primer parlamento ruso; y la fundación de un gran estado transcontinental, multiétnico y pluriconfesional. Esta benevolencia con el déspota no se da sólo en la sociedad y entre los historiadores, sino que parece ser que también en los cuentos folklóricos la figura de Iván suele aparecer como un benefactor de los oprimidos. Supongo que nada de esto puede sorprendernos hoy, en un mundo en que son tantos los que prefieren olvidar los crímenes de los dictadores de ayer y reivindicarlos por sus supuestas buenas obras.


Iván murió durante una partida de ajedrez

Llevo unos días sumido en una fiebre por Iván el Terrible que está poniendo en peligro mi matrimonio.

Cariño, ¿qué podemos ver esta noche?
Iván el Terrible, de Eisenstein.
Cariño, ¿qué podemos ver esta noche?
La segunda parte de Iván el Terrible, de Eisenstein.
Cariño, ¿qué podemos ver esta noche?
El zar, una película rusa de 2009 sobre... Iván el Terrible.
Cariño, ¿puedo cerrar estas treinta ventanas que tienes abiertas en internet?
Sólo las que no sean sobre Iván el Terrible.

Dos semanas escribiendo esta entrada, y todavía me pierdo de enlace en enlace, leyendo más y más sobre el personaje y su tiempo. Y tengo la sensación de que no he dicho nada, ¡con todo lo que hay para contar! No he dicho nada de los hombres que rodeaban a Iván, como por ejemplo el odioso Maliuta Skuratov, líder de los oprichniki y una especie de Dzerzhinsky de la época. Tampoco he hablado de sus rivales, como del transilvano Esteban Báthory, que además de ser un personaje la mar de interesante, era tío de Isabel Báthory, la mayor asesina en serie de la historia, y de quien quizá hable en otra ocasión. No he mencionado más que de pasada a Bomelius, el envenenador y astrólogo holandés que acabó quejándose al zar de que le tenía frito. Tampoco he hablado de la relación de Iván con Isabel I de Inglaterra, con quien quería llevar esas relaciones un poco más allá de lo meramente comercial (según parece, encargó al viajero y explorador Anthony Jenkinson que sondeara con discreción a su Majestad. Una especie de "pregúntale si sale con alguien"; para entendernos). Y apenas he mencionado de pasada las películas de Eisenstein y de Lungin. Cuatro palabras sobre ellas:

La de Eisenstein, rodada en plena guerra y con los alemanes invadiendo el país, tenía el beneplácito, naturalmente, de Stalin, gran admirador de la figura de Iván. Estaba concebida como una trilogía, pero la realización de la tercera parte se detuvo cuando se anunció que la segunda no se iba a estrenar: no le había gustado al Padrecito de los pueblos. Este Iván el Terrible me ha parecido extraordinario, como casi todo lo que hizo este director. Escenas bellísimas, gran música de Prokofiev, interpretaciones entrañablemente histriónicas por parte de todo el reparto ("¡Oh, muero envenenada!"), y cada fotograma, una obra de arte. Eisenstein dio una gran relevancia al personaje de Efrosinia Staritsa, que apenas aparece en el libro de Troyat, e incluso se tomó la licencia poética de alterar los hechos históricos con el fin de dar un mayor dramatismo a la muerte de Vladímir, hijo de Efrosinia.


Por su parte, la versión de Pável Lungin se centra sobre todo en la relación entre Iván y el metropolita Felipe, quien osó plantar cara al déspota y acabó como podemos imaginar. Realizada en 2009, El Zar es, obviamente, muchísimo más realista, desde todos los puntos de vista, que la de Eisenstein. Los personajes, desde el zar hasta el último campesino, son absolutamente creíbles en su papel: sucios, andrajosos, con el pelo grasiento y enmarañado y los dientes podridos. Las escenas de violencia son francamente desagradables; la ambientación, impecable; la fidelidad a la historia, yo diría que absoluta. En conjunto, se trata de una película muy... bastante... Hm, es difícil describirla, dado que las atrocidades más espantosas e inhumanas cometidas por los oprichniki son un juego de niños al lado de los subtítulos de esta versión. Gajes de internet, supongo. Pero también supongo que si, a pesar de ellos, he disfrutado tanto con la película, es porque ésta es excelente.


En resumen, un Troyat extraordinario como siempre, perfectamente acompañado por el maestro Eisenstein y por Lungin, un director al que no conocía, y que hace honor al fascinante personaje de Iván el Terrible.
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