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domingo, 10 de enero de 2016

El tiempo recobrado


...viendo cómo el ágil ir y venir de los años va tejiendo hilos entre recuerdos nuestros que al principio parecen más independientes...
Dejemos una cosa clara: la obra magna de Proust es imposible de abarcar, pero entenderla.... entenderla está chupao, hablando en castizo. Ya os decía al hablar de Por el camino de Swann en quién había pensado el autor al escribir su obra, y, por si hiciera alguna falta, estas líneas de El tiempo recobrado me lo confirman:
Mas, volviendo a mí mismo, yo pensaba más modestamente en mi libro, y aun sería inexacto decir que pensaba en quienes lo leyeran, en mis lectores. Pues, a mi juicio, no serían mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos, porque mi libro no sería más que una especie de esos cristales de aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Combray; mi libro, gracias al cual les daba yo el medio de leer en sí mismos, de suerte que no les pediría que me alabaran o me denigraran, sino sólo que me dijeran si es efectivamente esto, si las palabras que leen en ellos mismos son realmente las que yo he escrito...
Sí. Por fin Proust se ha decidido a hablar de su libro. En vista de que todo lo que ha vivido hasta ahora, todo lo que ha sentido, pensado y dicho ha empezado a perderse, a desperdigarse como hojas secas, antes de que la muerte ya presentida acabe de llevárselo todo, aquí tenéis al bueno del narrador corriendo de un lado a otro, recogiendo hilos como quien intenta atrapar el sombrero que el viento le ha arrebatado. Así, el proceso de gestación de la obra que estamos leyendo se hace por fin presente, y todo, a partir de un momento eternamente efímero como el primer polvo, sencillo e insignificante como la fisión del átomo. En suma, el otro gran momento magdalena de La récherche.
 Pero en el momento en que rehaciéndome, puse el pie en una losa un poco menos alta que la anterior, todo mi desaliento se esfumó ante la misma felicidad que, en diversas épocas de mi vida, me dio la vista de los árboles que creí reconocer en un paseo en coche alrededor de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me parecieron sintetizar. Igual que en el momento en que saboreaba la magdalena, desaparecieron toda inquietud sobre el porvenir, toda duda intelectual.
Mis compañeros durante medio año

 Proust no es escritor. Me niego a emplear con él el mismo término que se emplea con cualquier otro autor. Proust, como Dios, es el que es. Y como no es escritor, cuando nos habla de la vocación literaria, no nos sale con esos clichés que versan sobre el placer que nos porporciona la creación de otros mundos, sobre el poder de la imaginación, o sobre cómo es el destino quien ha decidido que fulanito se dedique a escribir, porque la literatura es su forma de vida así como el aire que respira. Proust crea una obra eterna. Los escritores crean clichés eternos. ¿Y por qué escribe Proust? Mira que os lo he dicho: Proust es muy fácil de entender. No tenéis más que leer el título.
Igual que en el momento en que saboreaba la magdalena, desaparecieron toda inquietud sobre el provenir, toda duda intelectual. Las que me asaltaban un momento antes sobre la realidad de mis dotes literarias y hasta sobre la realidad de la literatura se disiparon como por encanto. Sin haber hecho ningún razonamiento nuevo, sin haber encontrado ningún argumento decisivo, las dificultades, insolubles un momento antes, perdieron toda importancia. Pero esta vez estaba completamente decidido a no resignarme a ignorar por qué, como lo hice el día que ...
Y esta búsqueda de por qué algo tan nimio como unas baldosas irregulares, el sabor de una magdalena o el ruido que hace un criado al golpear un plato con una cucharita nos proporcionan esa tranquila y fugaz, pero indescriptiblemente profunda sensación de bienestar se traduce, para el lector, en dos mil páginas de placer y belleza, y, para el autor, en algo muchísimo más personal e íntimo que una mera vocación literaria. Tanto es así que su desprecio por la literatura realista no responde a motivos estéticos, sino absolutamente vitales.
Un nombre leído antaño en un libro contiene entre sus sílabas el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando lo leíamos. De suerte que la literatura que se limita a "describir las cosas", a dar solamente una mísera visión de líneas y de superficies es la que, llamándose realista, está más lejos de la realidad, la que más nos empobrece y nos entristece, pues corta bruscamente toda comunicación de nuestro yo presente con el pasado, cuyas cosas conservaban la esencia, y el futuro, en el que nos incitan a gustarla de nuevo. 

Todos hemos creído experimentar esa magdalénica epifanía en algún momento de nuestra vida. Es más, muchos están (quiero creer que yo soy diferente) convencidos de que recuperar el pasado requiere de algo tan sencillo como un olor, una foto o, de manera más prosaica, una canción pop. Y quién soy yo para decir que no, que sólo Proust y yo somos capaces de aprehender esos momentos que, lejos de lo que pensáis vosotros, no se pueden evocar, sino que nos asaltan cuando menos lo esperamos. Pero del mismo modo que el momento de la revelación escapa a nuestro control, también lo es su sustancia. Vemos fotos antiguas para recuperar momentos vividos con nuestra familia o con compañeros de colegio. Escuchamos una canción cursi para volver a vivir nuestro primer achuchón. Y lo hacemos porque pensamos que ésos son nuestros recuerdos  más importantes o felices...

... pero Proust sabe que no es así. 
... en la cima, los que se han hecho una vida interior ambiente se preocupan poco de la importancia de los acontecimientos. Para ellos, lo que modifica profundamente el orden de las ideas es sobre todo, con gran diferencia, algo que parece no tener en sí mismo ninguna importancia y que les altera el orden del tiempo retrotrayéndolos a otra época de su vida. Esto se observa prácticamente en la belleza de las páginas que inspira: el canto de un pájaro en el parque de Montboissier, o una brisa impregnada del olor de la reseda son evidentmente hechos de menor cuantía que las fechas más importantes de la Revolución y del Imperio. Sin embargo, inspiraron a Chateaubriand, en las Mémoires d'outretombe, páginas de un valor infinitamente más grande.
Ahí tenéis la diferencia. Un escritor selecciona aquellos recuerdos que considera más dignos de ser trasladados a la página y escribe con ellos una historia o, quizá, sus memorias. Pero ya hemos dicho que Proust no es escritor, y sabe por ello que una baldosa que baila tiene un valor literario y personal "infinitamente más grande" que todos sus años de escuela. Si es que los hubo. ¿O estuvo la educación de nuestro narrador a cargo de preceptores? Ni una palabra al respecto, pues ¿qué importancia puede tener eso al lado de sus archiconocidas epifanías? 

Nuestro narrador no dedica más que una línea a su paso por el ejército

Recobrando el tiempo, en este volumen regresamos, como veis, a Por el camino de Swann, donde se nos presentaba por primera vez este desigual duelo entre la memoria voluntaria, también llamada de la inteligencia, es decir, la de los escritores; y la memoria involuntaria, es decir, aquélla sometida a los vaivenes de la magdalenas. La gran tragedia del narrador, a estas alturas ya plenamente asumida, y, al mismo tiempo, su gran desafío, es precisamente la volatilidad y el carácter imprevisible de dichas epifanías. Y como muestra ahí tenemos, en la primera página, al narrador junto a Gilberta, en Combray, muchos años después de que empezara todo. Situación propicia, me diréis, para que nuestra nariz se llene de ese olorcillo de panadería. Tan propicia, en efecto, que constituye un fracaso en toda regla.
... separado de los lugares que atravesaba por toda una vida diferente, no había entre ellos y yo ninguna contigüidad en la que nace, incluso antes de darnos cuenta, la inmediata, deliciosa y total deflagración del recuerdo.

No he ocultado que la lectura de esta obra, así como las relaciones del narrador con Gilberta y Albertina, me han hecho revivir, a menudo con gran embarazo, una relación más inacabable que eterna, y más imaginaria que falsa, que tuve en mi juventud con ***. Un bendito día decidí no volver a verla más, y desde entonces pienso, con apenas un vestigio de satisfacción, en el dolor que yo, su gran amigo, le puedo haber infligido. Si es así, estas maravillosas palabras del narrador quizá le proporcionen, como a mí, algún tipo de consuelo:
... mi corazón había cambiado más aún que la cara de Gilberta. Esta cara ya no me gustaba mucho, pero, sobre todo, ya no me haría sufrir, ya no podría concebir, si hubiera vuelto a pensar en ello, que hubiera podido hacerme sufrir tanto encontrar a Gilberta caminando despacio junto a un muchacho, pensando "se acabó. Renuncio para siempre a verla". Del estado de mi alma, que, aquel lejano año, no había sido para mí más que una larga tortura, no quedaba nada. Pues en este mundo donde todo se gasta, donde todo perece, hay una cosa que cae en ruinas, que se destruye más completamente todavía, dejando aún menos vestigio que la Belleza: es el Dolor.
Ya no. Se acabó. Renuncio. No quedaba nada. Una cosa que cae en ruinas. Se destruye más completamente todavía... Si pensabais que Proust no iba a hablar más que de recuerdos, estáis, como siempre sucede con nuestro autor, completamente equivocados. Posiblemente el gran tema de este volumen, por paradójico que pueda sonar tratándose de El tiempo recobrado, es la Muerte.

 Proust en Cabourg, c. 1896

Al hablar de la Muerte, Proust se aleja por completo, una vez más, de todo lo que alguien pudiera haber dicho hasta entonces o haya dicho después de él. Dirían ellos, los escritores, que la muerte no es el fin, pero tampoco es el principio de nada. Que no hay que temerla, pero tampoco buscarla. Que somos los únicos animales conscientes de su mortalidad, que es la gran igualadora, que vivimos como si nunca fuéramos a morir, y morimos como si no hubiéramos vivido, y que, por ello, hay que atrapar el día antes de que llegue la noche. Para nuestro narrador, por su parte, la muerte no es más excepcional ni menos terrena que reventarse un grano o cortarse los pelos de la nariz. ¿Por qué temerla, pues? Si, como ha insistido Proust, cada uno de nosotros está compuesto de una serie de yoes que, como capas de una cebolla, nos vamos quitando a lo largo de la vida para revelar al nuevo yo, ¿no es lógico inferir que esos yoes anteriores nuestros están hoy muertos? ¿Qué mejor símbolo para el amor que un día sentimos y que hoy se nos antoja incomprensible, que la muerte?
Y en efecto, cuando, pasados los años, encontramos a las mujeres a las que ya no amamos, ¿no está la muerte entre ellas y nosotros, lo mismo que si ya no fueran de este mundo porque el hecho de que nuestro amor no exista ya convierte en muertos a las que eran entonces o al que éramos nosotros?
La Muerte, por consiguiente, está siempre presente en nuestras vidas, pero no en forma de conciencia de nuestra mortalidad, sino materializada como nuestros yoes pasados. En mi caso, como ya os he dicho, esos yoes acostumbran a avergonzarme. Sin embargo, no siempre debería ser así. Ved lo que el hallazgo, en una biblioteca, del libro François le champi, evoca en el narrador:

Era una impresión muy antigua, a la que se mezclaban tiernamente mis recuerdos de infancia y de familia y que no había reconocido en seguida. En el primer momento me pregunté con rabia quién era el extraño que venía a hacerme daño. Ese extraño era yo mismo, era el niño que yo era entonces, que el libro acababa de suscitar en mí, pues, como no conocía de mí sino aquel niño, a aquel niño evocó en seguida el libro, sin querer ser mirado más que por sus ojos, sin querer ser amado más que por su corazón, sin querer hablar a nadie más que a él. Aquel libro que mi madre me leyera en voz alta en Combray casi hasta la mañana había conservado, pues, para mí todo el encanto de aquella noche.
El tiempo disfrutado

Existe en inglés la expresión "Life is not a dress rehearsal", que viene a querer decir que la vida no es un ensayo general, sino que sólo tenemos una. Se trata, en suma, de una versión modernizada y menos latina del carpe diem. ¿Hasta qué punto contradice o confirma Proust esos dichos tan sabios? La felicidad que embarga a nuestro narrador gracias a la memoria involuntaria nos podría inducir a pensar que la vida vivida sí es un ensayo, mientras que la recordada es más "verdadera".

 Y yo gozaba no sólo de aquellos colores, sino de todo un instante de mi vida que los revelaba, que había sido sin duda aspiración hacia ellos,  de los que quizá algún sentimiento de fatiga o tristeza me impidió gozar en Balbec, y que ahora, libre de lo que hay de imperfecto, puro e inmaterial en la percepción exterior, me llenaba de alegría.
  En definitiva, que vivimos sólo al recordar. Lo cual no significa que estemos a salvo de volver a meter la pata, en lo que se me antoja una interesante coincidencia con esta novela rusa, de la que os hablé hace unos meses.
De pronto pensé que la verdadera Gilberta, la verdadera Albertina, eran quizá las que se entregaron en el primer momento de su mirada, una delante del seto de espinos rosa, la otra en la playa. Y fui yo el que, sin comprenderlo, sin haberlo revivido hasta más tarde en mi memoria, después de un intervalo en el que, por mis conversaciones, toda una distanciación de sentimiento les hizo temer ser tan francas como en el primer momento, lo estropeé todo con mi torpeza.
¿Me está diciendo Proust que, de volver a encontrarme con mi aburrida pasión de juventud, sería incapaz de llevar a cabo mi deseo de herirla con mi indiferente alegría, para así, sin ganas y con treinta años de retraso, desdeñar su gomorrez y seducirla para nada? Me temo que, más bien, y quizá a modo de advertencia, está comparando mi yo futuro con Monsieur d'Argencourt.

Era como un actor que sale por última vez a escena antes de que el telón caiga por completo en medio de las carcajadas. Si ya no me daba rabia, era porque, en él, que había vuelto a la inocencia de la infancia, ya no quedaba ningún recuerdo de las ideas despreciativas que hubiera podido tener de mí (...) Era excesivo hablar de un actor y, como una muñeca trepidante, con su barba postiza de lana blanca, agitado, paseando por aquel salón, como en un guiñol a la vez científico y filosófico en el que, lo mismo que en una oración fúnebre o en una lección en la Sorbona, servía a la vez de recordatorio de la vanidad de todo y de ejemplo de historia natural.

El París de Proust bajo las bombas alemanas

Así, si bien el tiempo recobrado es fuente de tranquila pero sobrecogedora felicidad, el reencuentro del narrador con los personajes que han poblado las páginas de los volúmenes anteriores le da ocasión de recrearse, como vemos, en los estragos que causa el tiempo pasado. Y este recreo da pie a algunas de las páginas más bellas y crueles que he leído quizá en toda mi vida.
... admiré la fuerza de renovación original del Tiempo que, sin dejar de respetar la unidad del ser y las leyes de la vida, así sabe cambiar la decoración e introducir audaces contrastes en dos aspectos sucesivos de un mismo personaje; pues a muchas de estas personas las identificamos inmediatamente, pero como unos retratos de ellos mismos, bastante malos, reunidos en la exposición en que un artista inexacto y malintencionado endurece los rasgos de uno, le quita la lozanía de la tez o la esbeltez del talle, ensombrece la mirada...

Y qué me decís de la siguiente. Estamos ya cerca del final del libro y la memoria involuntaria del narrador está completamente desbocada. Aquí debe de ser su antiguo yo el que le arrebata la pluma para regalarnos esta imagen, pues sólo un niño sabe ver esas formas:

Pero poco a poco, a fuerza de mirar su figura vacilante, incierta como una memoria infiel que ya no puede retener las formas de otro tiempo, llegué a recobrar algo de ellas entregándome al pequeño juego de eliminar los cuadrados, los hexágonos que la edad había superpuesto a sus mejillas.

¡Aquellos hexágonos! ¿Por qué dejé de verlos yo también? ¿Quizá porque aquel yo ya no existe, o más bien porque  los mismos hexágonos empiezan a perfilarse en mi cuello y me he puesto una venda en los ojos?


Y cuando hablaba de belleza y crueldad, me refería a imágenes como ésta:
Algunos hombres cojeaban. Se notaba bien que no era por un accidente de coche, sino por un primer ataque y porque ya tenían, como se dice, un pie en la sepultura. En la puerta entreabierta de la suya, algunas mujeres, medio paralizadas, parecía que ya no podían retirar completamente su vestido, que se había quedado enganchado en la piedra de la tumba...

Esperad, que aún hay más. Y es que hay más belleza en esta obra de Proust que en bibliotecas enteras: 
... casi todas las mujeres se esforzaban sin tregua por luchar contra la edad y tendían el espejo de su rostro hacia la belleza que se alejaba como un sol poniente y cuyos últimos rayos querían apasionadamente conservar.

 El retrato de estos muertos en vida es cruel, qué duda cabe. Pero la crueldad es necesaria, aunque no en el sentido que pensáis. Un escritor diría que hay que saber sufrir para saber apreciar mejor los buenos momentos. Proust sabe que es todo lo contrario.
Un escritor puede ponerse sin miedo a un largo trabajo. Comienza la inteligencia su obra: en el transcurso del camino surgirán muchas penas que se encargarán de terminarla. En cuanto a la felicidad, apenas tiene más que una sola ventaja: hacer posible la desventura. Preciso es que, en la felicidad, nos formemos unos vínculos muy dulces y muy fuertes de confianza y de apego, para que su ruptura nos produzca ese desgarramiento tan precioso que se llama la desgracia. Si no se viviera la felicidad, aunque sólo fuese por la esperanza, las desventuras carecerían de crueldad y, por consiguiente, de fruto.
 
Proust en la guerra de Vietnam

La facilidad que tiene Proust para dar la vuelta por completo a esas pseudoverdades asumidas por escritores y pensadores a lo largo de los siglos no es la única sorpresa que nos depara El tiempo recobrado. Jamás hubiera pensado, por ejemplo, que la influencia de esta obra en una de las grandes escenas de Apocalypse now fuera tan manifiesta. Así, al respecto de las incursiones de los aviones alemanes sobre París (por cierto, y a todo esto, ha habido una guerra), su amigo Roberto Saint-Loup le dice a nuestro héroe:

Pero, ¿no te gusta más el momento en que, definitvamente asimilados a las estrellas, se estacan para salir en misión de caza o entrar después del toque de fajina, el momento en que hacen apocalipsis, y ni las estrellas conservan ya su sitio? Y esas sirenas, todo tan wagneriano, lo que, por lo demás, era muy natural para saludar la llegada de los almenaes, muy himno nacional, con el Kronprinz y las princesas en el palco imperial, Wacht am Rhein; como para preguntarse si eran en verdad aviadores o más bien valquirias que ascendían.
Pero esto no es más que una anécdota con la que me despido de Proust y me excuso de continuar devanándome los sesos intentando seleccionar una cita más, si bien quizá un día de éstos dedique una entrada en exclusiva a algunos de los incontables párrafos memorables, antológicos y maravillosos que he encontrado en El tiempo recobrado. Empecé a redactar esta entrada posiblemente en septiembre, y desde entonces la he ido posponiendo y retocando, aunque las más de las veces, como un adicto que se sabe irrecuperable y se resigna a recaer en su perdición, me quedaba embelesado releyendo las citas que había anotado.

Las grandes creaciones de la literatura son con frecuencia obras muy largas, que, bien acompañan al lector durante un tiempo, bien lo secuestran a cambio de no sé muy bien qué rescate. Si uno llega a disfrutar de Proust, o a encadenarse a él, que no todo el mundo tiene tal suerte, podéis haceros una idea de la sensación de soledad o síndrome de Estocolmo que le embargará una vez concluida la lectura y de cuánto durará dicha sensación. Y es que siete volúmenes son muchos volúmenes. Muchas páginas, muchísimos personajes y, como ya he señalado, muy pocas "cosas que pasan". No obstante, en contra de lo que pudiera parecer, echando la vista atrás tengo un recuerdo muy vívido y, sobre modo, muy claro y distinto de cada uno de esos volúmenes. El deslumbramiento que me produjeron Swann y Las muchachas en flor; la gran escalada que supuso El mundo de Guermantes, o el inmenso placer de Sodoma, La prisionera y La desaparecida, con los que me sentí ya como en mi casa, o mejor dicho, en la casa de un maestro genial y mucho menos cascarrabias de lo que dicen. El tiempo recobrado maravilla por muchos motivos, y uno de ellos es la plenitud que alcanza al concluir la saga de modo casi circular, volviendo al camino de Swann, pero, como una cinta de Moebius, mostrándonos la otra cara de ese tiempo, de esa vida y, por descontado, del genio literario del autor.

La gran suerte del lector es que el tiempo pasado con Proust siempre lo podremos recuperar.


El último yo de Marcel Proust

Pero si un ruido, un olor, ya oído o respirado antes, se oye o se respira de nuevo, a la vez en el presente y en el pasado reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, enseguida se encuentra liberada la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas, y nuestro verdadero yo, que, a veces desde mucho tiempo atrás, parecía muerto pero no lo estaba del todo, se despierta, se anima al recibir el celestial alimento que le aportan. Un minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros, para sentirlo, al hombre, liberado del orden del tiempo. Y se comprende que este hombre sea confiado en su alegría, aunque el simple sabor de una magdalena no parezca contener lógicamente las razones de esa alegría; se comprende que la palabra "muerte" no tenga sentido para él; situado fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro?

lunes, 28 de septiembre de 2015

La fugitiva


¡Lo sabía, lo sabía!, me he visto gritando en un momento de la lectura.  Podéis darle una entonación de alegría o, por el contrario, de irritación. O, si lo preferís, mitad y mitad. Al fin y al cabo, todos hemos sentido alguna vez esa mezcla de decepción y de orgullo cuando hemos intuido, a mitad del libro, quién era el asesino. Queremos ser más listos que el autor, pero al mismo tiempo lamentamos que éste no esté a la altura de nuestro intelecto.

Son seis volúmenes ya, y Proust ha pasado a ser uno más de la familia. No lo veo como a un hermano ni como a un padre, sino que, más bien, su relación conmigo es como la de un marido cuya esposa le consiente el adulterio, léase, el engaño. En cualquier caso, nos conocemos. Lo conozco. Me lo conozco. Por eso, cuando lo he pillado in flagranti, cuando he creído que me la estaba intentando colar otra vez, no me podido augantar. Veréis, me ha dicho...

Antes de continuar quiero dejar claro que con Proust no hay ni puede haber spoilers. Desde el primer momento, desde esas noches con asma, desde la célebre magdalena de hace seis volúmenes, desde los inolvidables campanarios de Martinville, he sabido, por comentarios recibidos aquí en el blog, por paseos por la red, por resúmenes y por listas de personajes, que fulanito se casa con mengana mientras se la pega con zutana, que este Don Juan se revela, mil páginas más tarde, como un sodomita impenitente, que aquella cándida adolescente es una recalcitrante gomorriana, que éste muere y que aquél ocupa su lugar, y que en el último volumen pasa nada menos que esto, aquello y lo de más allá. Me lo podrían contar mil veces antes de leerlo y aun así serían incapaces de estropeármelo. ¿Leer a Proust para saber qué va a pasar? ¿En serio? Creo que ya lo he dejado claro: no pasa nada. Ergo, no hay ni puede haber spoilers. Y hecha esta aclaración, para que veáis lo comprensivo que soy incluso con los que leen a Proust como si estuvieran viendo Gran Hermano, os advierto:

ALERTA: SPOILERS

Todo esto viene a cuenta, no de EL acontecimiento de este volumen, sino de un par de líneas que a menudo pasan desapercibidas y que, admitámoslo, no son especialmente relevantes. Pero a mí, ya os digo, me han hecho ponerme a dar gritos.

 Ejemplos de la prosa de Proust

Concluía La prisionera con la huida de ésta de la casa de Marcel (sigamos llamándole así). Las primeras páginas de La fugitiva, que en algunas ediciones recibe el título, a mi juicio, demasiado revelador, de Albertina desaparecida, nos depara, una vez más, esa maravilla proustiana de dar vueltas y más vueltas al mismo asunto, intentando describir todas las caras de un hectamiriedro, siguiendo un hilo milímetro a milímetro por el interior de un ovillo, o, en otras palabras, poniendo por escrito lo inefable: qué queda de Albertina en el narrador cuando desaparece. Qué queda y dónde se encuentra. Y la respuesta no gustará a muchos.
Los vínculos entre un ser y nosotros no existen más que en nuestro pensamiento.
Pero frases tan cortas y certeras como ésa son la excepción en La recherche... Lo habitual, para expresar esa esencial soledad del ser humano respecto de los demás y, como veremos, respecto de sí mismo, son frases tan maravillosas como la siguiente, que exigen a gritos ser degustadas sílaba a sílaba.
En realidad, en esas horas de crisis en las que nos jugaríamos toda nuestra vida, a medida que la persona de quien depende revela mejor la inmensidad del lugar que ocupa para nosotros, no dejando nada en el mundo que no sea alterado por ella, la imagen de esa persona va decreciendo hasta no ser ya perceptible
Sin embargo, la conciencia de esa soledad esencial e inevitable no es fácil de aceptar, y nuestro héroe se rebaja a truquitos de adolescente para intentar recuperar a Albertina. Lo hace por medio de una patética carta en la que le insinúa que, si no vuelve, él se irá con Andrea.Y una vez ha enviado la carta, surgen de nuevo las dudas:

Pareciéndome cierto el resultado de aquella carta, me pesaba haberla escrito. Pues, imaginando tan fácil el regreso de Albertina, resurgieron de pronto con toda su fuerza todas las razones que hacían de nuestro matrimonio una cosa tan mala para mí. Esperaba que se negara a volver. Me puse a calcular que mi libertad, que todo el porvenir de mi vida dependían de su negativa.

Ya os digo que el chico es indeciso, pero con estas vueltas al poliedro infinito pasamos página tras página de una prosa inconmensurable. Y entonces, cuando menos lo esperamos, sin preparación, sin clímax, sin más previo aviso que lo que el título alternativo sugería, Albertina muere. Pero tranquilos, que la cosa sigue igual. La vida, la muerte, quelle est la différence?

A ver si consigo explicarme. Para ello, empecemos con este párrafo, para el que ya no me quedan adjectivos:

Para que la muerte de Albertina hubiera podido suprimir mis sufrimientos, hubiera sido preciso que el choque la matara no sólo en Turena, sino en mí. En mí nunca estuvo tan viva. Para que un ser entre en nosotros tiene que tomar la forma, adaptarse al marco del tiempo; como no se nos aparece más que en minutos sucesivos, nunca puede presentarnos de él sino un solo aspecto a la vez, entregarnos una sola fotografía. Gran debilidad, sin duda, para un ser, consistir en una simple colección de momentos; gran fuerza también; depende de la memoria, y la memoria de un momento no sabe todo lo que pasó después; ese momento que la memoria registró dura todavía, vive aún, y con él el ser que en él se perfilaba. Y ese desmenuzamiento no sólo hace que la muerte viva: la multiplica. Para consolarme hubiera tenido que olvidar no a una, sino a innumerables Albertinas. Cuando hubiera llegado a soportar la pena de haber perdido a ésta, tendría que volver a empezar con otra, con otras cien.

 
Me atrevería a decir que en La fugitiva, Proust lleva a sus últimas y paradójicas consecuencias algunas de las ideas centrales de su obra. Una de estas ideas, como hemos visto en varias ocasiones y acabo de repetir, es la soledad esencial del ser humano, todo un universo encerrado en los muros de su yo. Desde el interior de estos muros podemos lanzar gritos al exterior, y lo que de esos gritos llegue a otro ser humano, a su vez encerrado en su muro, será el conocimiento que éste tenga de nosotros. Quizá la palabra "gritos" dé una impresión más desoladora de lo que se desprende de Proust. En lugar de "lanzar gritos" podéis decir "entonar cánticos". El resultado es el mismo: la imposibilidad de llegar a conocer al otro.
Lo que yo había tenido con ella, lo que llevaba en mi corazón, no era sino un poquito de ella, y el resto, que tomaba tanta extensión por no sólo esa cosa ya tan misteriosamente importante, un deseo individual, sino común con otras, me lo había ocultado siempre, me había mantenido siempre al margen de ello, como una mujer que me hubiera ocultado que era de un país enemigo y una espía, mucho más extraordinariamente aún que una espía, pues ésta sólo engaña sobre su nacionalidad, mientras que Albertina engañaba sobre su más profunda humanidad, sobre lo que no pertenecía a la humanidad común, sino a una raza extraña que se une a ella, que se esconde en ella y no se funde jamás con ella. 
Esta idea, la imposibilidad de llegar a conocer al otro, es la que, llevada al extremo, borra las diferencias entre la vida y la muerte.

Seguramente no tenía nada de extraordinario que la muerte de Albertina hubiera cambiado tan poco mis preocupaciones. Cuando nuestra amante vive, gran parte de los pensamientos que constituyen lo que llamamos nuestro amor nos vienen durante las horas en que ella no está a nuestro lado. Por eso nos habituamos a tener por objeto de nuestro pensamiento un ser ausente y que, aunque su ausencia dure sólo unas horas, en esas horas no está más que un recuerdo. De modo que la muerte no cambia gran cosa.
*    *    *

Esto que viene ahora no es un spoiler, sino simplemente una cosa que pasa, y eso no es poco: finalmente el narrador emprende, junto a su madre, su anhelado viaje a Venecia, lo cual proporciona a los redactores de resúmenes argumentales un poco de material. A mí, insisto, todo ese aspecto de la obra que nos refiere bodas, partidas al frente, viajes, entierros y polvos furtivos me interesa sólo en la medida en que el narrador va a hablar de ellas. Así pues, Venecia. Nuevo escenario, ideas conocidas. Más conocidas, desde luego, de lo que podemos serlo nosotros para nosotros mismos.

Había hecho su aparición en mí el nuevo ser que soportaba fácilmente vivir sin Albertina, puesto que había podido hablar de ella en casa de los Guermantes con palabras afligidas, sin sufrimiento profundo. La posible llegada de estos nuevos yos que deberían llevar otro nombre distinto del anterior me había asustado siempre, por su indiferencia a lo que yo amaba: en otro tiempo, cuando, a propósito de Gilberta, su padre me decía que si yo iba a vivir a Oceanía ya no querría volver, muy recientemente, cuando tanto me dolió leer las memorias de un escritor mediocre que, separado de por vida de una mujer a la que había adorado de joven, de viejo la volvía a encontrar sin emoción, sin deseo de volver a verla. Y, en cambio, ese ser tan temido, tan benéfico y que no era otro que uno de esos yos de recambio que el destino tiene en reserva para nosotros, y que, sin escuchar ya nuestros ruegos más que los escuchara un médico clarividente y, como tal, autoritario, me traía con el olvido una supresión casi completa del sufrimiento...
El párrafo sigue y sigue. Interrumpirlo aquí es como contestar el móvil durante un concierto en mitad de la novena, pero bueno, para eso tenéis el libro en la biblioteca.



Otra de las grandes paradojas de esta obra es la innegable coherencia del narrador a lo largo de la interminable investigación que lleva a cabo sobre su propio yo, cuando en realidad éste, como se empeña una y otra vez en demostrarnos, no es más que uno de entre miles, perdido entre el hoy y el pasado. Pero eso, si no es una tontería, sería asunto de la psicología. En todo caso, si cada uno de nosotros es una multiplicidad de yoes,  no podemos decir que el paso del tiempo nos haga cambiar, sino que, como una hoja del calendario, arranca el yo del ayer y revela el de hoy.

Quizá recordéis la película La invasión de los ultracuerpos, y cómo el pánico a convertirnos en uno de ellos, de esas terroríficas vainas, desaparece en cuanto el proceso de asimilación ha tenido lugar. Está vagamente inspirada en estas líneas de Proust.

Y al darme cuenta de que no me alegraba de que estuviera viva, de que ya no la amaba, hubiera debido sentir el mismo choque de quien, mirándose al espejo después de varios meses de viaje o de enfermedad, se ve con el pelo blanco y una cara nueva, de hombre maduro o de viejo. Esto produce una gran impresión porque quiere decir: el hombre que yo era, el hombre rubio, ya no existe, soy otro. Y ¿no es un cambio igualmente profundo, una muerte tan total del yo que éramos, la sustitución tan completa de este nuevo yo, ver un rostro todo arrugado y sobre él una peluca blanca, que ha sustituido al antiguo? Mas, pasados los años y en el orden de la sucesión de los tiempos, transformarse en otro no aflige más que ser sucesivamente, en una misma época, los seres contradictorios, el malo, el sensible, el delicado, el grosero, el desinteresado, el ambicioso que se es sucesivamente cada día. Y la razón de no afligirse es la misma, es que el yo eclipsado (...) no está presente para deplorar al otro, al que está allí en este momento.

¿Quién eres tú? ¿Qué has hecho con tu antiguo yo?

No obstante, lo recobremos o no, Proust nos demuestra que somos más poderosos que el tiempo, y que esas hojas que hemos arrancado al calendario todavía no las hemos llevado al contenedor de papel para reciclar.
Pues el hombre es ese ser sin edad fija, ese ser que tiene la facultad de tornarse en unos segundos muchos años más joven, y que, rodeado por las paredes del tiempo en que ha vivido, flota en él, pero como en un estanque cuyo nivel cambiara constantemente y le pusiera al alcance ya de una época, ya de otra.
Llega ahora el momento de la lectura en que me he puesto a gritar "¡lo sabía, lo sabía!". Poco a poco, con sus dimes y diretes y sus vueltas al poliedro al derecho y al revés, el la quise no la quise del narrador a lo largo de 250 páginas empezaba a exigir un giro inesperado, y por eso me he sentido de lo más perspicaz cuando el narrador recibe un telegrama y servidor ha leído lo siguiente:

... y, dirigiendo una mirada a un escrito lleno de palabras mal transmitidas, pude leer, sin embargo: "Querido amigo: me crees muerta, perdóname, estoy bien viva; quisiera verte, hablarte de casamiento, ¿cuándo volverás? Cariñosamente, Albertina"
 No os quejéis, que os he avisado. Podría ahora rizar el rizo y desespoilear lo spoileado, pero me interesa más señalar cómo Proust lleva al extremo el axioma de que no amamos aquello que tenemos fácilmente a nuestro alcance. 
El monstruo ante cuya aparición se estremeció mi amor, el olvido, había acabado en efecto, como yo creí, por devorarlo. Esta noticia de que Albertina vivía no sólo no despertó mi amor, no sólo me permitió recordar hasta qué punto había avanzado mi retorno hacia la indiferencia, sino que le hizo sufrir instantáneamente una aceleración tan brusca que me pregunté, retrospectivamente, si antes la noticia contraria, la de la muerte de Albertina, no había exaltado a la inversa mi amor, rematando la obra de su partida y retardado su declinación. 

¿Quién de los dos es más romántico?

Mi amigo Pedro sostenía la idea de que, contrariamente a lo que dice el tópico, los hombres son mucho más románticos que las mujeres. Éstas, decía, se mueven por el cálculo; los hombres, por el sentimiento. Cuando estoy ante una mujer que me gusta mucho, quiero llevármela a la cama ahora mismo. Ése es un sentimiento sincero y profundo. Cuando una mujer se encuentra ante un hombre que le atrae, piensa: este hombre me gusta, pero ¿me conviene? ¿Debo acostarme con él? Y si es así, ¿cuándo?

Mi experiencia me ha demostrado que Pedro tiene, por lo menos, parte de razón (la otra parte se la quita mi esposa). Todos los hombres (no sé si las cosas son ahora también a la inversa, ¿o quizá lo han sido siempre? ¡ay, siempre fui tan pardillo!) sabemos de primera mano que no hay nada como dejar de mostrar interés por ella para tenerla loquita. Por eso, cuando, desaparecida Albertina, reaparece Gilberta, el primer amor del narrador, el cinismo de éste respecto al amor se revela más fulminante que nunca.
Pasados diez años ya no existen las razones que tenía uno para amar demasiado, el otro para no poder soportar un despotismo demasiado exigente. Sólo subsiste la conveniencia, y todo lo que Gilberta me hubiera negado en otro tiempo me lo concedía ahora fácilmente, sin duda porque ya no la deseaba. Y lo que le había parecido intolerable, imposible: estaba siempre dispuesta a venir a mí, nunca con prisa de dejarme, sin que nos dijéramos nunca la razón del cambio; es que había desaparecido el obstáculo: mi amor.
 A veces sueño con tener esa suerte, con volver a encontrarme un día con *** y demostrarle que ya no me interesa. Que todo lo que sentí por ella hace más de veinte años no terminó, porque en realidad nunca existió. Que soy mucho más fuerte que antes, porque me he vuelto un cínico. Que no me sorprenderá su tardía confesión sobre su naturaleza gomorriana, pues la sospeché desde hace mucho tiempo, y Proust me la ha confirmado. Que me alegro de verla feliz y, sobre todo, de que lo nuestro se quedara en nada. En definitiva, como, si no me equivoco, señala en algún momento el narrador en un pensamiento terrible que me viene ahora a la mente, pero cuyas palabras exactas no apunté: que no quisiera morirme antes de poder demostrarle que nunca la quise. Cosas que Proust le saca a uno.

Separación (1896), de Edvard Munch

Y sentí una vez más, en primer lugar, que el recuerdo no es inventivo, que es impotente para desear otra cosa, ni siquiera otra cosa mejor que lo que hemos poseído; después, que es espiritual, de suerte que la realidad no puede proporcionarle el estado que busca; por último, que el renacimiento que encarna, derivándose de una persona muerta,  más que la necesidad de amar, en la que hace creer, es la necesidad de la ausente. De suerte que incluso el parecido con Albertina de la mujer elegida, el parecido, si lograba obtenerlo, de su cariño con el de Albertina sólo lograba hacerme sentir más la ausencia de lo que, sin saberlo, había buscado, y que era indispensable para que renaciera mi amor; lo que había buscado, es decir, Albertina misma, el tiempo que vivimos juntos, el pasado que, sin saberlo, buscaba.

miércoles, 29 de julio de 2015

La prisionera


La quiero. No la quiero. La quiero. No la quiero... No la quiero.

De esta original guisa deshoja Marcel (llamémosle así) la margarita en La prisionera, y como a estas alturas ya nos hemos aprendido de memoria los títulos de los siete volúmenes, sospechamos que en el siguiente, La fugitiva (antaño Albertina desaparecida), esos pétalos llevarán escrito "la quise. No la quise". Pero cada cosa a su tiempo.

Sodoma y Gomorra concluía con un supuesto cliffhanger, que es como llaman los ingleses a las escenas finales llenas de suspense que nos mantienen en ascuas hasta el siguiente episodio. Ya sabéis, el héroe colgando sobre un foso lleno de crocodrilos y atado a una cuerda que se rompe por segundos. Es difícil imaginar a nuestro héroe en semejante trance, pero no cabe duda de que aquel "tengo que casarme con Albertina" tenía como objetivo dar un poco de aliento al lector que mira con recelo los tres volúmenes que le quedan y que a su vez lo contemplan a él desde la estantería, quietos, muditos, sin la menor apariencia de ocultar en su interior pasiones más turbulentas ni aventuras más trepidantes que las que ha vivido hasta ese momento en las fiestas de la duquesa de Guermantes. Esa frase, cuando menos, augura al lector un tenue hilo argumental y la declaración de intenciones, por parte del autor, de que va a pasar algo.

Y así, desde el primer momento nos encontramos con Albertina viviendo en la misma casa que el narrador y oculta a los ojos del mundo.
Cuando ahora pienso que mi amiga, a nuestro regreso de Balbec, fue a vivir bajo el mismo techo que yo, que renunció a la idea de hacer un viaje, que su habitación estaba a veinte pasos de la mía, al final del pasillo, en la sala de tapices de mi padre, y que todas las noches, muy tarde, antes de dejarme deslizaba su lengua en mi boca, como un pan cotidiano, como un alimento nutritivo y con el carácter casi sagrado de toda la carne a la que los sufrimientos que por ella hemos padecido han acabado de conferirle una especie de dulzura moral...

Fotograma de la adaptación que la televisión francesa hizo de la obra

Un comienzo feliz, casi idílico, e irremediablemente encaminado a un triste desenlace, es lo que quizá se diría ante estas palabras un lector poco avisado (no sé si yo seré avisado, pero ya empiezo a conocer a Proust). Pues bien, nada más lejos de la realidad. Desde el primer momento, la convivencia de Albertina con nuestro héroe, el mismo que dijo "tengo que casarme", no es para éste fuente de felicidad ni tiene nada de idilio. Podría pensarse que el leit motif de este volumen es, pues, la sencilla idea, ya mencionada, al respecto del deseo y la decepción y que podría resumirse en "sólo amamos aquello que está fuera de nuestro alcance". Ved si no lo que nuestro a ratos oblomoviano narrador tiene que decir al respecto de Albertina.
Otras veces permanecía acostado, soñando todo el tiempo que quería, pues había orden de no entrar nunca en mi cuarto antes de que yo llamase, lo que, por la incómoda posición de la pera eléctrica encima de mi cama, requería tanto tiempo que muchas veces, cansado de buscarla y contento de estar solo, casi volvía a dormirme unos momentos. No es que yo fuese completamente indiferente a la estancia de Albertina en nuestra casa. El estar separada de sus amigas conseguía evitar a mi corazón nuevos sufrimientos. Lo mantenía en un reposo, en una casi inmovilidad que le ayudarían a curarse. Pero al fin y al cabo aquella calma que me procuraba mi amiga era lenitivo del sufrimiento más que alegría. Y no es que no me permitiera gustarlas numerosas, pero estas alegrías que el dolor demasiado vivo me impidiera sentir, lejos de debérselas a Albertina, que por otra parte ya no me parecía apenas bonita y con la cual me aburría, sintiendo la clara sensación de no amarla, las gustaba, por el contrario, cuando Albertina no estaba conmigo. 
Y si eso es lo que dice en la página once, fijaos, después de tantas vueltas, lo que dice en la 474.
A decir verdad, incluso cuando comenzaba a mirar a Albertina como un ángel músico maravillosamente patinado y que me felicitaba de poseer, no tardaba en volver a serme indiferente; en seguida me aburría a su lado, pero esto duraba poco: sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible, sólo amamos lo que no poseemos, y en seguida volvía a darme cuenta de que no poseía a Albertina. 
No obstante, voy a atreverme a contradecir al narrador y a sugerir que quizá sería más preciso modificar dicho leit motif y enunciarlo como "sólo creemos amar aquello que tememos perder". Las sospechas que el narrador alberga sobre la fidelidad de Albertina, y más aún, sobre sus tendencias gomorrianas, despiertan en él unos celos paranoicos que lo llevan a confiar en Andrea para que, de manera tácita, vigile a Albertina y le informe a él de sus idas y venidas. Albertina, pues, tiene relativa libertad para entrar y salir, siempre que sus salidas cuenten con el visto bueno del narrador. De ahí el título de este volumen, La prisionera. Pero ¡aaamigo! Los títulos los carga el diablo. Piensas que has dado con uno perfecto, que revela lo justo sin llegar a desvelar nada ni confundir a nadie, y, cuando menos te lo esperas, te encuentras con que la historia se te ha ido de las manos, te ha cogido ese título y te lo ha puesto del revés... Naturalmente, es una forma de hablar. A Proust no se le va nada de las manos, pero sí me atrevo a afirmar que el verdadero título de este volumen es El prisionero.
De esto, precisamente de esto, me privaba la presencia de Albertina, mi vida con Albertina. ¿Me privaba de esto? ¿No debía pensar, por el contrario, que me regalaba esto? Si Albertina no viviera conmigo, si fuera libre, imaginaría, y con razón, a todas aquellas mujeres como objetos posibles, como objetos probables de su deseo, de su placer. Me parecerían como esas bailarinas que, en una danza diabólica, representando las Tentaciones para un ser, lanzan sus flechas al corazón de otro. Las modistillas, las muchachitas, ¡cómo las odiaría! Objeto de horror, quedarían excluidas para mí de la belleza del universo. Esclavo de Albertina, no sufriendo por ellas, las restituía a la belleza del mundo.

El sembrador, de Millet

Llegados hasta aquí, cinco volúmenes, casi dos mil páginas, el lector siente la tentación de empezar a recoger lo que ha sembrado con su lectura. O lo que la lectura ha sembrado en él. Y así, algunas ideas en las que Proust ha ido haciendo hincapié, empezamos a reconocerlas como centrales en la obra. Una de estas ideas es, evidentemente, la imposibilidad del conocimiento del otro. De hecho, Proust es aún más radical, pues, según él (o según como yo lo entiendo a él) dicha imposibilidad no se debe en absoluto a la impenetrabilidad del ser humano, sino a la inexpugnabilidad del muro que nos encierra a cada uno de nosotros. Cada persona es un mundo, lo sabemos. Pues bien, si te gusta la aventura y la exploración, podrás descubrir rincones inhóspitos del tuyo. Pero nunca lograrás ir más allá de tu cuerpo, tu mente, tu persona.

Sabemos, en consecuencia, que los intentos del narrador por saber y evitar, saber qué quiere hacer Albertina y evitarlo, saber qué hizo y ... ¿evitarlo? están condenados a la paradoja: si llegar, siquiera llegar a otra persona está fuera de nuestro alcance, ¿podemos al menos adueñarnos de ella? La consecuencia de este absurdo es casi lógica: al intentar adueñarse de un alma ajena, el narrador acaba siendo prisionero de sí mismo
Es terrible tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen
Sigamos con la recolección. La siguiente idea se sembró hace algunos cientos de páginas, y aunque no madurará del todo hasta La fugitiva, aquí, cuales brevas, tenemos un anticipo. Hablamos de la multiplicidad de cada persona. Como dijo el filósofo, nadie puede bañarse dos veces en la memoria de Proust, pues ésta ya no es la misma, ni tampoco nosotros somos la misma persona que un día fuimos.
Cada vez, una muchacha se parece tan poco a lo que era la vez anterior (haciendo añicos en cuanto la divisamos el recuerdo que conservábamos y el deseo que nos proponíamos) que la estabilidad de naturaleza que le atribuimos es sólo ficticia y por comodidad de lenguaje. Nos han dicho que una linda muchacha es tierna, cariñosa, plena de los más delicados sentimientos. Nuestra imaginación lo cree sin más, y cuando la vemos por primera vez, bajo la corona rizada de su cabello rubio, del disco de su cara rosada, casi nos da miedo de que esa hermana demasiado virtuosa, al enfriarnos por su virtud misma, no pueda nunca ser para nosotros la amante que hemos deseado. Al menos, ¡cuántas confidencias le hacemos en el primer momento, creyendo en esa nobleza de corazón, cuántos proyectos convenimos los dos! A los pocos días nos pesa habernos confiado tanto, pues la muchachita de mejillas color rosa nos dice cosas propias de una lúbrica Furia. 
Como vemos, estamos ante una cruel paradoja del deseo, a saber, que trastorna hasta tal punto nuestra memoria que el logro de lo anhelado siempre constituirá una decepción.
¿No era, en efecto (...), la muchacha que vi la primera vez en Balbec, bajo su polo plano, con sus ojos insistentes y alegres, desconocida todavía, delgada como una silueta perfilada sobre la solas? Estas efigies que se conservan intactas en la memoria, cuando las encontramos de nuevo, nos asombra su desemejanza con el ser que conocemos; nos damos cuenta del trabajo de moldeo que el hábito realiza cotidianamente. En el encanto que Albertina tenía en París junto a la chimenea, vivía aún el deseo que me había inspirado el cortejo insolente y florido que se extendiera antes a lo largo de la playa, y así como Raquel conservaba para Saint-Loup, incluso después de dejarla, el prestigio de la vida de teatro, en esta Albertina enclaustrada en mi casa, lejos de Balbec, de donde yo la había arrancado precipitadamente, subsistían la emoción, la preocupación social, la vanidad inquieta, los deseos errantes de la vida de las playas. 

Varios rostros de Benozzo Gozzoli

Y por si no os ha quedado claro:
Pues los seres, incluso aquellos con los que hemos soñado tanto que nos parecían una imagen, una figura de Benozzo Gozzoli que se destaca sobre un fondo verdoso, y cuyas variaciones estábamos dispuestos a  creer que se debían únicamente al punto en que estábamos situados para mirarlas, a la distancia que nos separaba de ellas, esos seres, a la vez que cambian en relación a nosotros, cambian también en sí mismos; una figura que antes fuera sólo un perfil sobre el mar era más rica ahora, más sólida, más acusado su volumen. 
El recuerdo embellece su objeto, también en la memoria del lector. Por ello, mientras seguimos saboreando a cucharaditas esta obra (que algunos se jactan de devorar), a veces nos dejamos llevar por la nostalgia y recordamos con cierta añoranza los dos primeros volúmenes, donde parecía más fácil oír a Proust llamarnos por nuestro nombre. No obstante, creo que el primer tercio de La prisionera nos brinda una prosa quizá tan perfecta como aquélla, donde cada frase se pelea con la siguiente por aparecer citada en este blog. Qué decir, por ejemplo, de la descripción que hace el narrador del sueño de Albertina, descripción que se extiende a lo largo de cinco páginas, y que comienza tal que así:
Al cerrar los ojos, al perder la conciencia, Albertina se había desprendido, uno tras otro, de aquellos diferentes caracteres de humanidad que me decepcionaron e día mismo en que la conocí. Ya no quedaba en ella más que la vida inconsciente de los vegetales, de los árboles, vida más diferente de la mía, más ajena y que, sin embargo, me pertenecía más. Ya no se escapaba su yo a cada momento, como cuando hablábamos, por las puertas del pensamiento inconfesado y de la mirada.



Al acercarnos a otro árbol, vemos otra idea central de La recherche, ésta sí, bien madura. Hemos hablado de la multiplicidad de la persona a lo largo del tiempo y en relación al recuerdo. Bien, puede que una persona sea múltiple, y que podamos quitarle sus sucesivas capas cual a una cebolla. Pero el amor, ¡ah!, el amor es Uno. Además, es más generoso de nuestra parte subrayar la unicidad del amor en lugar del cinismo del narrador.
Me desnudaba, me acostaba y, sentada Albertina en una esquina de la cama, reanudábamos nuestra partida o nuestra conversación interrumpida por los besos; y en el deseo, lo único que nos hace encontrar interés en la existencia y en el carácter de otra persona, si, en compensación, vamos abandonando a los diferentes seres sucesivamente amados, permanecemos tan fieles a nuestra naturaleza que una vez, viendo en el espejo, mientras besaba a Albertina llamándola "niñita mía", la expresión triste y apasionada de mi propio rostro, semejante a lo que fuera en otro tiempo cerca de Gilberta, de la que ya no me acordaba, a lo que sería quizá después junto a otra si alguna vez llegara a olvidar a Albertina, me hizo pensar que por encima de las consideraciones de persona (decidiendo el instinto que consideremos a la actual como única verdadera) estaba yo cumpliendo los deberes de una devoción ardiente y dolorosa consagrada como una ofrenda a la juventud y a la belleza de la mujer. 
Recogido este fruto, creemos ver uno un tanto más difícil de encontrar, pero que sabemos que está ahí, puesto que donde crece la multiplicidad de la persona, la transmigración de las almas no puede andar muy lejos. Vale la pena buscar bien, es una trufa blanca de la prosa.
Cuando hemos pasado de cierta edad, el niño que fuimos y el alma de los muertos de los que salimos vienen a echarnos a puñados sus bienes y sus desventuras, queriendo cooperar en los nuevos sentimientos que experimentamos y en los cuales nosotros, borrando su antigua efigie, los refundimos en una creación original. 
Sabroso, ¿no? Deleitaos un poquito más.
Como todos debemos continuar en nosotros la vida de los nuestros, sin duda el hombre ponderado y burlón que no existía en mí al principio se había incorporado al hombre sensible, y era natural que así fuera, porque así habían sido mis padres. Por otra parte, al formarse este nuevo ser, encontraba su lenguaje ya preparado en el recuerdo del otro, irónico y reparón, con que me habían hablado, en el que ahora hablaba yo a los demás, y que salía de mi boca con toda naturalidad, bien porque yo lo evocase por mimetismo y asociación de recuerdos, o porque también las delicadas y misteriosas incrustaciones del poder genésico hubiesen dibujado en mí, sin intervención mía, como en la hoja de una planta, las mismas entonaciones, los mismos gestos, las mismas actitudes que habían tenido los que me dieron vida. 

Pigmalión y Galatea, de Laurent Pecheux

Sabedor de que, debido a su naturaleza solipsista, el otro, en este caso Albertina, es y será inaccesible, e intuyendo como consecuencia que nunca conseguiremos adueñarnos de su alma, el narrador, al que ahora imaginamos sosteniendo un cubo de Rubik, intenta vencer la paradoja con un cambio de estrategia, de armamento y hasta de objetivo: Albertina es parte de él, es su obra. Nos dice Pigmalión Proust:
 Me contestó con palabras que me demostraban cómo se habían desarrollado de pronto en ella, desde Balbec, una inteligencia y un gusto latente, palabras que ella decía debidas únicamente a mi influencia, a la constante cohabitación conmigo, palabras que, sin embargo, yo no habría dicho jamás, como si algún desconocido me hubiera prohibido usar nunca en la conversación formas literarias. (...) Y a pesar de todo me con movió, pues pensaba: cierto que yo no hablaría como ella, pero, por otra parte, ella no hablaría así sin mí, ha recibido profundamente mi influencia, de modo que no puede no amarme: es mi obra. 
¿Victoria o derrota? La posesión del ser deseado deja de ser imposible y pasa a ser inevitable. 
Por otra parte, si queremos reducir a una fórmula la ley de nuestras curiosidades amorosas, tendríamos que buscarla en la máxima diferencia entre una mujer vista y una mujer tocada, acariciada. (...) Una prostituta nos sonríe ya en la calle lo mismo que nos sonreirá dentro de la casa. Somos escultores. Queremos sacar de una mujer una estatua completamente diferente de la que ella nos ha presentado. Hemos visto una muchacha indiferente, insolente a la orilla del mar, hemos visto una vendedora seria y activa en su mostrador que nos responderá siempre secamente aunque sólo sea para que no se burlen de ella sus compañeras, una verdulera que apenas nos contesta. Bueno, pues inmediatamente queremos experimentar si la orgullosa muchacha de la orilla del mar, si la vendedora encastillada en el que dirán, si la distraída verdulera no llegarán, como resultado de nuestros manejos, a ceder en su actitud rectilínea, a rodear nuestro cuello con aquellos brazos que llevaban la fruta,  a inclinar sobre nuestra boca, con una sonrisa  consentidora, unos ojos hasta entonces fríos o distraídos. 
Huelga decir que, cuando reducimos nuestras curiosidades amorosas a una fórmula y jugamos a sacar de cada mujer una estatua diferente de la que hemos visto, el fruto recogido tendrá el amargo sabor del cinismo, al que, en todo caso, también nos habría conducido la unicidad del amor.
A decir verdad, yo había llegado con Albertina a ese momento en que (si todo continúa lo mismo, si las cosas ocurren normalmente) una mujer ya no nos sirve más que de transición hacia otra mujer. Todavía está en nuestro corazón, pero muy poco; tenemos prisa de ir todas las noches en pos de desconocidas, y sobre todo de desconocidas conocidas de ella que podrían contarnos su vida. Y es que ya hemos poseído, ya hemos agotado todo lo que ella ha querido entregarnos de sí misma. Su vida es también ella misma, pero precisamente la parte que no conocemos, las cosas sobre las que la hemos interrogado en vano y que sólo de labios nuevos podremos recoger. 
Una de las escenas más recordadas de este volumen tiene como protagonista al escritor Bergotte. O quizá sería más preciso decir a un pedazo de lienzo amarillo. A las puertas de la muerte, y a raíz de un artículo leído en un periódico, Bergotte siente la imperiosa necesidad de volver uno de sus cuadros favoritos, Vista de Delft, de Vermeer (que Proust escribe Ver Meer). Se trata de esa urgencia casi física que se apodera de nosotros en los momentos más cruciales de nuestra vida, como la que asalta al moribundo que, mientras agoniza, se tortura intentando recordar si cerró la puerta de casa con llave, o la mujer embarazada que, a punto de dar a luz, se sube a una escalera y se pone a pintar la cocina.
Un crítico escribió que en la Vista de Delft de Ver Meer (...), cuadro que Bergotte adoraba y creía conocer muy bien, había un lienzo de pared amarilla (que Bergotte no recordaba) tan bien pintado que, mirándole sólo, era como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaba a sí misma. Bergotte leyó esto, comió unas patatas y se fue a la exposición. En los primeros escalones que tuvo que subir le dio un vértigo. Pasó ante varios cuadros y sintió la impresión de la sequedad y de la inutilidad de un arte tan falso que no valía el aire y el sol de un palazzo de Venecia o de una simple casa a la orilla del mar. Por fin llegó al Ver Meer, que él recordaba más esplendoroso, más diferente de todo lo que conocía, pero en el que ahora, gracias al artículo del crítico, observó por primera vez los pequeños personajes en azul, la arena rosa y, por último, la preciosa materia del pequeño fragmento de pared amarilla. Se le acentuó el mareo; fijaba la mirada en el precioso panelito de pared como un niño en una mariposa amarilla que quiere coger. "Así debiera haber escrito yo -se decía... 

Vista de Delft, de Vermeer

La escena en cuestión maravilla por lo que tiene de enigmático, y porque intuimos que, oculta tras el enigma, la escena revela una absoluta sencillez. Si miráis el lienzo en cuestión, entenderéis lo que digo. En todo caso, uno no puede evitar preguntarse si por la boca de Bergotte el que habla no será nuestro autor, quien, llegado este punto, con los pulmones cayéndosele a pedazos y tras pasar incontables noches en vela dedicado a su obra, no desearía haber escrito algo tan sencillo y perfecto como ese trozo de pared amarilla.

Llegamos al final de nuestro pequeño huerto y me doy cuenta de que me he olvidado por completo de aquella hilera donde colgaban los formidables retratos del barón de Charlus y de Morel, quienes, a modo de un Augusto y un Cariblanco, han amenizado este volumen, actuando como contrapunto al foco intelectual del narrador. El primero de ellos es -creo que ya lo dije en la entrada anterior- una creación inolvidable y, posiblemente, uno de los mejores retratos que podemos encontrar en la literatura. Ese Charlus que, al principio de Sodoma y Gomorra, se nos revelaba como un impenitente sodomita, ha ido perdiendo con los años el miedo al qué dirán y todo atisbo de prudencia, para convertirse en una caricatura de carne y hueso, valga la contradicción.
Además, no era sólo en las mejillas colgantes de aquella cara pintada, en el pecho tetudo, en la grupa saliente de aquel cuerpo descuidado e invadido por el opulento abdomen donde sobrenadaba ahora, extendido como el aceite, el vicio que monsieur de Charlus guardara antes tan íntimamente en lo más secreto de sí mismo. Ahora se desbordaba en sus palabras. 
Y esta pequeña descripción es sólo una pequeña muestra. Porque hay más, muchísimo más. El huerto de Proust es inagotable.

Didier Sandré como Charlus

¿Qué esculturas, qué cuadros largamente perseguidos, poseídos al fin, o incluso, en el mejor de los casos, contemplados con desinterés, me hubieran dado acceso -como la pequeña herida que cicatrizaba bastante rápidamente, pero que la torpeza inconsciente de Albertina, de personas indiferentes o de mis propios pensamientos no tardan en abrir de nuevo- a aquel salirse fuera de sí mismo, a aquel camino de comunicación privado, pero que da a la carretera general donde acontece lo que no conocemos hasta el día que lo sufrimos: la vida de los demás? 

domingo, 5 de julio de 2015

Sodoma y Gomorra


Pues los dos ángeles que fueron puestos a las puertas de Sodoma para saber si sus habitantes, dice el Génesis,  habían hecho verdaderamente todo aquello cuyo clamor llegara hasta el Altísimo fueron, y hay que felicitarse de ello, muy mal elegidos por el Señor, que debió confiar tal misión a un sodomita.

*     *     *
 
Fue una lástima que Proust no estuviera conmigo hace veinte años en aquel albergue junto al lago Nicaragua, donde conocí a una pareja gay de Estados Unidos, dos señores cuarentones (de quienes hablé aquí) que, una noche, tuvieron la amabilidad de prestarse a una sesión de "todo lo que quiso saber sobre la homosexualidad y no se atrevía a preguntar". Digo que es una lástima porque, como veremos en seguida, nuestro autor tenía unas ideas un poquito curiosas sobre la "inversión", que es el término que emplea con más asiduidad, y por ello me habría gustado ver qué impresión le causaba aquella pareja. Proust, por su parte, dice en Sodoma y Gomorra cosas como las siguientes:

El adolescente al que no le gustan las mujeres y quiere curarse encuentra con alegría este subterfugio de descubrir una novia que le representa un cargador de muelle. En el caso contrario, si la mujer no tiene desde el principio los caracteres masculinos, los adquiere poco a poco para agradar a su marido, aun insconscientemente, con esa especie de mimetismo en virtud del cual ciertas flores toman la apariencia de los insectos a los que desean atraer.

Mucho ha llovido en un siglo, y supongo que uno tendrá que hacerse a la idea de que algunos homosexuales poco sabían de su condición más allá de la imposibilidad, que afecta a todo mortal, de reprimir sus deseos. Afortunadamente, y a pesar de figurar como tal en ciertos escaparates, En busca del tiempo perdido no es una novela gay y uno no la lee con el objetivo de aprender nada, sino porque, con permiso de Cervantes y algún otro, es la obra literaria más grande jamás escrita.

El narrador entra bien pronto en materia, y nos describe de esta guisa el encuentro entre el barón de Charlus y Jupien, el chalequero:

... tenía miedo de hacer ruido. De todos modos hubiera sido inútil. Ni siquiera tuve que lamentar no haber llegado a mi taller hasta pasados unos minutos. Pues, por lo que oí al principio en el de Jupien, y que no fue más que sonidos inarticulados, supongo que pocas palabras se dijeron. Verdad es que aquellos sonidos eran tan violentos que, de no repetirse sucesivamente y cada vez una octava más alto en quejido paraleleo, habría podido yo creer que una persona estaba degollando a otra muy cerca de mí y que, después, el homicida y su víctima resucitada tomaban un bño para borrar las huellas del crimen. 

Y todavía viene la propina.

Posteriormente llegué a la conclusión de que hay una cosa tan estrepitosa como el dolor, y es el placer, sobre todo cuando va acompañado -a falta del miedo a tener niños, y aquí no era el caso, a pesar del ejemplo poco probatorio de la leyenda dorada- de los cuidados inmediatos de limpieza.

No se vayan todavía, que aún hay más:

Exige recibir él mismo por la mañana, en la cocina, la crema fresca de manos del mozo lechero y, las noches en que el deseo le excita demasiado, llega hasta a traer a su camino a un borracho, hasta arrancarle la blusa a un ciego. 

Pero no todo tiene por qué ser tan sórdido. También hay sitio para la mitología:

Así, los invertidos, que se suelen relacionar con el antiguo Oriente o con la edad de oro de Grecia, vendrían aún de más lejos, de aquellas épocas de prueba en que no existían ni las flores dioicas ni los animales unisexuados, de aquel hermafroditismo inicial de cuyos rudimentos de órganos machos parecen quedar huellas en la antomía de la mujer y de los femeninos en el hombre.

Dejémoslo aquí por el momento, que tampoco hay que abusar de las citas. (Triste sino el del bloguero que se atreve con Proust. ¡Tanto por citar y tan poco que decir!)

Robert de Montesquiou, que inspiró el personaje del barón de Charlus

Algún amigo de Proust cuyo nombre ahora se me escapa le reprochó que el narrador de A la recherche... no fuera homosexual. ¿Por qué tal reproche? ¿Acaso pensaba dicho amigo que se le estaba hurtando algo de veracidad a la obra? ¿De honestidad? Proust nunca dejó de insistir en que había escrito una obra de ficción, y negó siempre que se tratara de una autobiografía. Lejos de mi intención entrar en el manido debate sobre la interrelación entre una y otra, pero sí resulta curioso que, al margen de la novela, nuestro autor negara rotundamente su propia condición sexual, hasta el punto de retar a un duelo al escritor Jean Lorrain, por hacer insinuaciones al respecto. 

Estoy combinando la lectura de Proust con la obra Años de vértigo, de Philipp Blom, un interesantísimo paseo por la historia cultural de occidente en los años que van de 1900 al inicio de la Gran Guerra. Nos dice Blom que la decadencia de la virilidad era uno de los principales motivos de preocupación en aquella sociedad. Las mujeres daban los primeros pasos en la lucha por sus derechos, caía la natalidad, y se observaba con preocupación una cierta degeneración de las costumbres. Cabría deducir por todo ello que la cuestión de la homosexualidad juega en este volumen un papel no muy diferente del que, en El mundo de Guermantes, jugaba el caso Dreyfus. Es decir, quizá Proust no dedicó un volumen (en realidad, el tema es constante a lo largo de toda la obra) a una obsesión personal, sino a algo que era, a pesar del tabú, una cuestión social.

Mucho se ha dicho y escrito al respecto de la vida sexual de Proust, y algunos de sus contemporáneos, como nos explica el álbum biográfico del primer volumen de Alianza, tuvieron el mal gusto de recrearse en detalles francamente escabrosos, por no decir repulsivos. Evitemos, pues, ese interés gratuitamente morboso, y veremos que en Proust la cuestión homosexual va mucho más allá del sexo.

Raza sobre la cual pesa una maldición y que tiene que vivir en la mentira y el perjurio, pues sabe que se considera punible y vergonzoso, por inconfesable, su deseo, ese deseo que constituye para toda criatura el mayor gozo de vivir, que tiene que renegar de su Dios, pues hasta los cristianos, cuando comparecen ante el tribunal como acusados, les es forzoso, ante Cristo y en su nombre, defenderse como de una calumnia de lo que es su vida misma; hijos sin madre, a la que no tienen más remedio que mentir toda la vida y hasta a la hora de cerrarle los ojos; amigos sin amistades,a pesar de todas las que inspira su encanto, frecuentemente reconocido, y que su corazón, que suele ser bueno, sentiría...

Quién sabe, quizá el amigo de Proust no acertó en sus reproches.

 Madame Armand de Caillavet, modelo de Mme Verdurin

La cuestión de la homosexualidad, descrita en ocasiones, como habéis visto, de modo bastante crudo, y personificada sobre todo en el barón de Charlus, creación literaria absolutamente inmortal, así como los inevitables cotilleos al respecto en los salones y fiestas, podrían, una vez más, engañarnos al respecto del verdadero motivo y alimento de la obra: la memoria, por supuesto. De hecho, este volumen se abre con el narrador remontándose desde la primera palabra a un momento muy anterior a aquél con que llegaba a su fin El mundo de Guermantes:

Mucho antes de hacer a los duques la visita que acabo de contar...

En nuestro paseo por el camino de Swann vimos cómo la memoria agarraba puñados de la infancia del narrador y los derramaba sobre la página como si fueran granos de arena. Hizo luego lo propio con su adolescencia, en A la sombra de las muchachas en flor, y quizá recordéis cómo en El mundo de Guermantes asistíamos al momento en que por primera vez las mujeres miraban a nuestro héroe como a un hombre. Es decir, que a pesar de la aparente y muy engañosa parsimonia con que el narrador se demora en salones, paseos en coche y descripciones de espinos blancos, los años tampoco pasan en balde en el tiempo perdido, donde los personajes, algunos de ellos tan queridos por el lector, empiezan a envejecer. Hacia el final del volumen anterior, Swann se presentaba en el salón de los Guermantes con una triste noticia. Aquí volvemos a verlo, cada vez más avejentado y alejado de aquel atractivo dandy que fascinó a nuestro narrador en su infancia.

Por fin tuve la alegría de que entrara Swann en aquella sala, tan grande que al principio no me vio. Alegría con mezcla de tristeza, de una tristeza que quizá no sentían los demás invitados, pero que en ellos consistía en esa especie de fascinación que ejercen las formas inesperadas y singulares de una muerte próxima, de una muerte que, como dice el pueblo, llevan en la cara.

Huelga decir que la descripión del decrépito Swann se extiende a lo largo de casi tres páginas maravillosas. Un fragmento más:

Por otra parte, acaso en aquellos últimos días la raza acusaba en él el tipo físico que la caracteriza, al msimo tiempo que el sentimiento de una solidaridad moral con los demás judíos, solidaridad que Swann parecía haber olvidado toda su vida, y que, injertados uno en otro, la enfermedad mortal, el asunto Dreyfus, la propaganda antisemita, habían despertado, sin embargo, hay algunos israelitas, muy finos y delicados hombres de sociedad, en los cuales permanecen en reserva y entre bastidores, para salir a escena en un momento oportuno de su vida, un zafio y un profeta. Swann había llegado a la edad del profeta.

 Charles Haas, en quien Proust se inspiró para el personaje de Swann

El carácter profético de Swann, aquel hombre antaño envidiado y alabado por todos y que un día, entre ceder al deseo y preservar su prestigio, eligió convertirse en la comidilla de los salones, se empieza a reflejar quizás en el narrador, quien a todas luces siempre ha sentido más afecto y admiración por Swann, en quien ve -o el lector intuye- un alter ego, que por su propio padre. Nuestro héroe, en efecto, empieza a manifestar un afán de posesión y unos celos en nada diferentes a los de aquel Swann que espiaba la ventana de Odette, celos y afán que llevará al extremo en La prisionera.

... comencé a comprender que la vida de Albertina estaba situada (claro que no materialmente) a tal distancia de mí, que siempre necesitaría fatigosas exploraciones para poner la mano sobre ella.

A los que tenemos una relación, digamos, normal con nuestra pareja, en algún momento puede llegar a chocarnos la que se da entre el narrador y Albertina.

La pérdida de toda brújula, de toda dirección, que caracteriza la espera, persiste todavía después de llegar la persona esperada, y sustituyendo a la calma que nos permitía pintarnos su llegada como un determinado placer, nos impide sentir ninguno. Allí estaba Albertina: desatados mis nervios, no se habían repuesto y seguían esperándola.

Es decir, nos llegaría a chocar si nosotros mismos no hubiéramos sido víctimas, en algún momento de nuestra vida, de ese amor que no conoce nombres, que nos engulle y nos obliga a errar por el mundo a la sombra de muchachas en flor, suplicando aunque sea un poquito de simulacro.
 
Me debía haber marchado aquella noche sin volver a verla jamás. Ya entonces presentía que, en el amor no compartido -lo que equivale a decir en el amor, pues hay seres para los que no existe el amor compartido-, sólo se puede gustar de la felicidad ese simulacro que me era dado en uno de esos momentos únicos en los que la bondad de una mujer, o su capricho, o el azar, aplican a nuestros deseos, en una coincidencia perfecta, las mismas palabras, los mismos actos que si de verdad fuéramos amados.

 Eso sí, no cometamos el error de concluir que, igual que sólo existe un único amor al que vamos cambiando el nombre a lo largo de nuestra vida, sólo existe una vida. Es cierto que en un momento dado, el narrador nos dice que:

Deseamos apasionadamente que haya otra vida en la que seríamos lo mismo que somos en este mundo. Pero no reflexionamos en que, aun sin esperar a esa otra vida, ya en ésta, pasados unos años, somos infieles a lo que hemos sido, a lo que queríamos seguir siendo inmortalmente. Aun sin suponer que la muerte nos modificara más que esos cambios que se producen en el transcurso de la vida, si, en esa otra vida, encontráramos el yo que hemos sido, nos apartaríamos de nosotros como de esas personas con las que hemos estado relacionados, pero a las que no hemos visto desde hace mucho tiempo.

Pero si nuestro anhelo se queda en eso, en mero deseo irrealizado, ello no se debe a que sólo haya una vida, sino, quizás, a que, al igual que la memoria, nuestra presencia en una u otra vida no depende de nuestra voluntad. Así, de una manera que se nos antoja inevitable, el buceo en las paradojas de la memoria lleva a Proust hasta la metempsicosis.

Todos tenemos nuestros recuerdos, ya que no la facultad de recordarlos (...) Pero, ¿qué es un recuerdo que no se recuerda? O vayamos más lejos. No recordamos nuestros recuerdos de los treinta últimos años; pero nos bañan por completo; ¿por qué, entonces, detenerse en treinta años, por qué no prolongar hasta más allá del nacimiento esa vida anterior? Desde el momento en que no conozco toda una parte de los recuerdos que están detrás de mí, desde el momento en que me son invisibles, en que no tengo la facultad de llamarlos a mí, ¿quién me dice que, en esa masa desconocida de mí, no hay algunos que se remontan mucho más allá de mi vida humana? Si puedo tener en mí o en torno mío tantos recuerdos que no recuerdo, este olvido (al menos olvido de hecho, puesto que no tengo la facultad de ver nada) puede recaer en una vida que he vivido en el cuerpo de otro hombre, incluso en otro planeta. Un mismo olvido lo borra todo. Pero entonces, ¿qué significa esa inmortalidad del alma cuya realidad afirmaba el filósofo noruego? El ser que yo seré después de la muerte no tiene más razones para acordarse del hombre que yo soy desde mi nacimiento que éste para acordarse lo que fui antes de él.

 Albertina, vista por David Wesley Richardson

Acostumbra decirse que uno de los temas principales de En busca del tiempo perdido es el desarrollo de la vocación literaria del narrador. Si esto es así, lo cierto es que Proust hace hincapié justamente en la incapacidad del narrador para ponerse a escribir. A su frustración inicial, que le aplasta la confianza en sí mismo (al comienzo del segundo volumen, por recordar un ejemplo, sus pinitos literarios no merecen por parte de Norpois más que el desprecio), se une, quizá, su arrolladora pasión por, si no gozar, sí observar la vida, deleitarse en su belleza y estudiar su fealdad. En definitiva, cuando quiere ponerse a escribir, siempre lo llama algún asunto ineludible, como mirar el mar o escrutar por enésima vez las últimas palabras de Albertina, en un intento de saber si son ciertos los rumores que la tachan de gomorriana. A pesar de todo ello, el narrador sí tiene muy claras sus ideas acerca del acto de escribir. Aquí lanza una puya a los escritores que pasan más tiempo en las redes sociales que leyendo o escribiendo:

Un verdadero escritor, exento del estúpido amor propio de tanta gente de letras, si, al leer el artículo de un crítico que siempre le ha mostrado la mayor admiración, ve citados los nombres de autores mediocres y no el suyo, no tiene tiempo de detenerse en lo que pudiera ser para él un motivo de extrañeza: le reclaman sus libros. 

Veíamos más arriba cómo, al respecto de la homosexualidad, Proust parece plantear un juego de dobles negaciones, algo que, al decir de algunos, debería darnos una afirmación. Así, Proust nos dice: "yo no soy homosexual", para luego añadir "los homosexuales viven en la mentira y el perjurio". Se me ocurre que se oculta un juego parecido en lo que respecta a la identidad del narrador, quien se nos presenta como la antítesis de "un verdadero escritor", y al acto de escribir. De hecho, en el siguiente volumen veremos que este juego, por lo menos en dos ocasiones, es mucho más explícito. Pero no adelantemos ni los acontecimientos ni su gloriosa y proustiana ausencia.

 Sodoma y Gomorra ofrece otro de los grandes momentos magdalena de la obra. Recordaréis que en el volumen anterior asistíamos a la muerte de la abuela del narrador, la persona a la que más próximo se sentía el narrador, como sucede con relativa frecuencia, pues la relación con nuestra abuela siempre estará libre de la tensión que envuelve a la que tenemos con la madre. Este momento magdalena tiene lugar en Balbec, de vuelta en el mismo hotel donde ambos se habían alojado la vez anterior.

Perturbación de toda mi persona. La primera noche, como sufría una crisis de fatiga cardíaca, tratando de dominar el sufrimiento, em incliné despacio y con prudencia para descalzarme. Pero apenas toqué el primer botón de la bota, se me llenó el pecho de una presencia desconocida, divina, me sacudieron los sollozos, me bortaron lágrimas de los ojos. El ser que venía en mi ayuda, que me salvaba de la sequedad del alma, era el que, años antes, en un momento en que ya no tenía nada de mí, había entrado y me había vuelto a mí mismo, pues era yo y más que yo (el continente, que era más que el contenido y me lo traía): Acababa de ver, en mi memoria, inclinado sobre mi fatiga, el rostro tierno, preocupado y decepcionado de mi abuela, como aquella primera noche de la llegada; el semblante de mi abuela, no de la que yo me había sorprendido y reprochado echar tan poco de menos y que de ella sólo tenía el nombre, sino de mi verdadra abuela, cuya realidad viva encontraba ahora por primera vez desde los Champs-Elysées, donde sufrió el ataque. Esta realidad no existe para nosotros mientras hoa sido recreada por nuestro pensamiento (sin esto, los hombres que han intervenido en un combate gigantesco serían todos grandes poetas épicos); y así, en un deseo loco de arrojarme en sus brazos, sólo en aquel momento -más de un año después de su entierro, por ese anacronismo que con tanta frecuencia impide la coincidencia del calendario de los hechos con el de los sentimientos- acababa de enterarme de que había muerto.

¿Tendría yo un momento magdalena parecido si me volviera a alojar en aquella pensión de Cañete, aquel precioso pueblo donde, de niño, pasamos un verano, una pensión cuyos pasillos amanecían tachonados de las cacas de un perrito pequinés, donde mi hermano y yo pillamos piojos, y donde una noche en que mi abuela se levantó de la cama para acercarse hasta la mía y arroparme, yo, haciéndome el dormido, en un reflejo condicionado por ese temor a que nos encuentren despiertos, entreabrí los ojos y vi, a través de la tela de su camisón, sus flácidos pechos, imperdonable pecado que jamás, hasta hoy, confesé a nadie? 

Lo reconozco: estaba equivocado. Pensaba que, a partir de El mundo de Guermantes, Proust había dejado de escribir sobre mí. Concluido ya el quinto volumen, constato que, por muchos salones llenos de duques y princesas que aparezcan, por muchos sodomitas, gomorrianas, ramas de espino y representaciones de las obras de Racine, En busca del tiempo perdido es, en más de un sentido, el libro de mi vida.

 Obsérvense las proporciones de la obra

 No puedo irme sin señalar que, naturalmente, no todo es sodomía y gomorrez en este volumen. También hay sitio para el humor. Porque no me digáis que el bueno de Marcel no se estaba cachondeando del lector cuando dice: 

Las proporciones de esta obra no me permiten explicar aquí por qué...

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