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sábado, 18 de mayo de 2013

Tristán e Iseo


Con la lectura de Tristán e Iseo, he llegado a la conclusión de que los clásicos tenían un problema de márketing. Y no se trata sólo de esa vacilación e inconsistencia al darle un nombre a su producto (la conocida Isolda es en la edición de Alianza Iseo, mientras que en otros lugares es Isode, y aún hay más versiones), sino, sobre todo, de que no nos venden lo que nos dicen que nos venden.

Esto es lo que vemos en el envase.


Y esto, lo que nos encontramos al abrirlo:

Drystan & Esyllt, de Jérôme Lereculey

Bien mirado, quizá no se trate tanto de un problema de márketing como de una estafa, pura y llanamente. Porque a ver, uno compra algo pensando que va a leer un peñazo medieval de amor cortés y ciervos asaeteados, y se encuentra con dragones, batallas, gigantes, enanos, reyes cornudos, héroes de incógnito, leprosos, mujeres fatales y hasta el Rey Arturo que pasaba por ahí. En definitiva, uno se siente felizmente estafado.

Esbozar un análisis siquiera mínimamente informado e informativo sobre esta obra es algo que escapa completamente a mi capacidad. Para empezar, los orígenes de la leyenda se remontan desde la neblina de Cornualles hasta las Tierras Altas de Escocia, pasando por mis verdes valles de Gales o las costas de Irlanda y Bretaña. Y no son pocos los que, por el contrario, sitúan dichos orígenes en Persia. Existen además varias versiones de la obra, aunque éstas pueden resumirse en dos tradiciones principales: en primer lugar, las más antiguas, de los franceses Béroult y Thomas de Bretaña, que no nos han llegado completas. Y en segundo lugar, la que surge del Tristán en prosa, escrita a mediados del s. XIII y que dos siglos más tarde proporcionaría a Thomas Malory el material con el que escribió una parte de La muerte de Arturo. A estas versiones se unen dos versiones alemanas, de Eilhart von Oberg y Gottfried von Strassburg, que difieren de las anteriores en muchos aspectos clave. Y por lo visto Chrétien de Troyes también escribió su propia versión, que se perdió.

El trozo de espada encaja, revelando así la identidad de Tristán

Parece, pues, misión casi imposible establecer el origen preciso de la leyenda, dado que ésta, contada en incontables versiones desde tiempo inmemorial y a lo largo y ancho de toda Eurasia, incorpora elementos no sólo celtas, germanos o persas, sino también de la mitología grecolatina. Ahí está, por ejemplo, la historia de Frocín, el enano felón, que revela a los barones el secreto del rey Marcos sin quebrantar su juramento de fidelidad. ¿Cómo? Pues introduciendo la cabeza en un hoyo y gritando el secreto a las raíces un espino blanco, un episodio calcado de la historia del Rey Midas.

No obstante, sí parece ser que existió un príncipe picto llamado Drust, que vivió en Escocia sobre el año 720 d.C., y que al salvar a una princesa de las garras de unos piratas dio origen a la leyenda del Morholt, el gigante que cada cinco años se cobraba de Cornualles el tributo de trescientos jóvenes y otras tantas doncellas.

El enano felón echando harina al suelo (Joseph Bedier, 1927)

Con tantas versiones diferentes de la historia, me da una pereza enorme intentar resumir el argumento. En líneas muy generales, trata, como resulta fácil imaginar, del amor entre Tristán, el héroe matagigantes y cazadragones, e Iseo (Isolda...), hija de los Reyes de Irlanda Anguis e Iseo. Merced a sus gestas, Tristán consigue la mano de la joven Iseo para su señor, el Rey Marcos de Cornualles. Pero en el viaje que los lleva de vuelta a su tierra, Brangel, doncella de Iseo, les da a beber del filtro de amor que la princesa debía beber en el lecho junto a su esposo y que les haría amarse "de suerte que nadie podrá sembrar la discordia entre ellos".

Iseo navegando en busca de Tristán (Evrard d'Espinques)

Pasa lo que pasa y, para intentar arreglar el estropicio, la buena de Brangel, en la noche de bodas de Marcos e Iseo, se acostará con el Rey haciéndose pasar por su señora, en un episodio muy parecido al que vimos en los Nibelungos, cuando Sigfrido decide echarle una manita a Gunter. Como suele suceder en estos casos, el rey siempre es el último en enterarse, y pese a que los enemigos de Tristán se chivan a su majestad continuamente, los dos amantes casi siempre consiguen pergeñar alguna argucia que los saque del apuro. Pero todo, incluso la ingenuidad del rey, tiene un límite.

Iseo, a punto de ser quemada viva (William Russell Flint, 1927)

Sabido es que el Romanticismo tomó la Edad Media como inspiración y motivo, y que centró la búsqueda de su particular grial sobre todo en el género del romance caballeresco, de donde acabaría tomando el nombre. No es de extrañar, por tanto, que la historia de Tristán e Isolda cautivara a los románticos, fascinación que fue más acusada si cabe en el movimiento pre-rafaelita. Esta revitalización de la leyenda culminó en la ópera de Wagner, que se ha convertido para muchos en su primer referente.

La liebestod de Isolda

Aparte de la influencia que tuvo la leyenda sobre la imaginería del Romanticismo, nuestra época actual está en buena medida marcada por el concepto del amor romántico, concepto que se desarrolló en el siglo XIX a partir de romances como el Tristán. Desconozco si existe una definición precisa de ese amor romántico, aunque supongo que es, por poner un ejemplo, aquél donde la incontenible fuerza del amor se opone y triunfa sobre el matrimonio de conveniencia entre dos familias. Sin embargo, uno de los motivos clave, y que parece repetirse de manera invariable en todas las versiones, es que el amor entre Tristán e Iseo, que al principio no se gustan demasiado, nace única y exclusivamente del filtro de amor, la poción mágica que Brangel les da a beber y que los condena a amarse. (En unas versiones, como la de Alianza, Brangel les da a beber del filtro por error, mientras en otras versiones lo hace sin querer queriendo. Asimismo, puede variar la duración de sus efectos, de tres años a toda la eternidad.)

El Tapiz de Tristán, que se puede ver un día al año en la Abadía de WIenhausen. Aquí vemos la historia hasta el fatídico momento en que Tristán e Iseo beben del filtro de amor

Probablemente, las palabras "romance" y "romántico" son unas de las más maltratadas de la historia. Al respecto de las infraliterarias "novelas románticas", dice un personaje en una novela que he leído recientemente:

Me refiero a que no son romances, ¿verdad? No en el sentido estricto de la palabra. Son simplemente versiones bastardas de la novela sentimental de cortejo y matrimonio que empezó con Pamela, de Richardson. (...) El verdadero romance es una forma narrativa anterior a la novela. Está llena de aventuras y coincidencias y sorpresas y maravillas, y tiene muchos personajes que están perdidos o encantados, o que van por ahí buscándose unos a otros, o el Grial, o algo así. Y a menudo, claro está, se enamoran...

Sabias palabras, pardiez, que además de definir perfectamente el tipo de obra que es el Tristán, acentúan esa discrepancia entre lo que se supone el origen del romaticismo y esa cosa llamada "amor romántico". Personalmente, se me ocurren pocas ideas menos "románticas" que dos amantes que se enamoran tras beber un filtro de amor. En ese sentido, el Tristán parece estar más cerca de la ciencia-ficción que del siglo de Goethe, Byron, Pushkin y compañía. ¿Dónde está la grandeza del amor si en realidad es el resultado de la ingesta de un brebaje?

Trsitán loco, de Dalí

Nos dice Alicia Yllera en la excelente introducción que el filtro es precisamente lo que confiere al amor entre nuestros sufridos amantes los rasgos que lo distinguen del amor cortés. Evidentemente, lo que atraía a los románticos de la historia de Tristán e Iseo no era tanto la naturaleza de su amor como la visión del amor como condena, así como el destierro social que sufren nuestros héroes por su relación, y el inevitable fatal desenlace al que ésta los conduce.
Iseo se lamenta ante el cadáver de su amado

Los ecos de la historia se multiplican sin cesar a lo largo de los siglos, y en más de un momento, tenemos la sensación de estar leyendo otro libro. Hay un episodio en el que Iseo, con la excusa de que no se quiere mojar al cruzar un río, se sube a caballo sobre un Tristán disfrazado de malato (leproso). Luego jura a su marido el Rey que él y ese malato que la ha ayudado a cruzar el río han sido los únicos hombres que ha habido jamás entre sus piernas, un ejemplo de ingenio y engaño que nos recuerda, por ejemplo, al Decamerón. Otros episodios, como el de la trampa con harina para que los amantes se delaten por sus huellas, son claramente folclóricos, como lo es también el cabello dorado que unas golondrinas traen al rey. Y qué decir de los árboles que nacen de las tumbas de los amantes y enlazan sus ramas. La impresionante carga simbólica, folclórica e histórica de la obra producen, una vez más, una lectura tan fascinante como amena.

En fin, cualquier estudio de la leyenda de Tristán e Iseo está condenado a perderse en infinitas ramificaciones por allí donde la literatura se funde con la antropología, la historia y la psicología. El bloguero diletante siente un vértigo acongojante ante la idea de intentar abrir por ahí un camino más o menos desbrozado, y por ello prefiere limitarse a una advertencia al lector: si no quieres pasártelo pipa con las mil y una aventuras de una obra que ha marcado buena parte de la literatura, la música y el arte universales, más te vale no leer este libro. Sería como beber del filtro de amor que condenó a Tristán e Iseo (o Isolda).

Ilustración de Vitali Volovich

domingo, 24 de febrero de 2013

El caballero de la piel de tigre, de Shota Rustaveli


Entre los libros que el barbero y el cura encontraron en la biblioteca de Alonso Quijano, faltaba la obra cumbre de la literatura georgiana. Y uno lo lamenta, porque ¡cuánto hubiera disfrutado nuestra gloria nacional con las andanzas de Avtandil y Tariel penando por sus amadas Tinatín y Nestan, o con el solitario Pridón, por tierras de Arabia, el Indostán o Jatai! Pero aunque aquel reino caucásico había recibido el nombre de Iberia por parte de griegos y romanos, la verdad es que el contacto cultural entre aquellos iberos y los habitantes de un lugar de La Mancha no era, por aquel entonces, especialmente estrecho.


Ruta militar georgiana, a su paso junto al Monte Kazbek.


Tampoco lo es hoy. De hecho, desde que Jasón y los argonautas llegaron a la Cólquide y se llevaron de allí el vellocino de oro, aquella tierra, Georgia y su cultura son para la mayoría de nosotros unas perfectas desconocidas, y a veces uno podría pensar que la mayor contribución georgiana a la humanidad fue Stalin. De hecho, fue precisamente leyendo la biografía del joven monstruo cuando por primera vez oí hablar de este clásico y de su autor, Rustaveli, entre otros oscuros nombres de poetas probablemente jamás traducidos a nuestra lengua. Esta obra, no obstante, sí se ha publicado en nuestro país, en ediciones muy contadas, y si no me equivoco, nunca en una traducción directa. En todas las bibliotecas públicas de la provincia de Barcelona sólo hay un ejemplar (el que tengo ahora en mis manos), incluido en una de esas impagables colecciones de Círculo de Lectores, y de la que, sencillamente, no existe foto de portada en google.

Y todo ese rollo lo suelto porque, una vez más, me maravilla y me deprime ver que unas obras tan sencillas, tan universales, tan hermosas y entretenidas como ésta desaparecen de catálogos, librerías y bibliotecas y se convierten en exquisitos manjares para cuatro eruditos y algún vampiro que pasa por allí. (No obstante, en la red sí está disponible. Aquí lo podéis leer en inglés)


Rustaveli en un fresco del Monasterio de la Cruz, en Jerusalén


Poco se sabe de Shota Rustaveli, aparte de lo que él mismo cuenta en esta obra. Para empezar, no sabemos su nombre, dado que Rustaveli significa o bien propietario o bien hombre de Rustavi, una ciudad al sur del país. Vivió en el siglo XII, y se piensa que fue ministro o tesorero (con perdón) en la corte de la reina Tamara de Georgia. Hizo una peregrinación a Jerusalén y allí, siglos más tarde, se descubrió un fresco en el Monasterio de la Cruz con su retrato.

Uno de los castillos de la Reina Tamara

A la reina Tamara precisamente está dedicada la obra, y, como suele suceder, uno se pone a investigar por ahí, luego por allá, una cosa lleva a la otra y acaba como tiene que acabar: perdiéndose uno por las carreteras secundarias de la historia. Esta Tamara es una figura cuya relevancia en Georgia va más allá de la historia. Su padre, Jorge III, era de los que sabían dejarlo todo atado y bien atado, y oliéndose las dificultades que tendría una mujer al frente del reino, decidió coronarla sin abdicar él, es decir reinar junto a su hija. De este modo, pensaba, consolidaría el poder de la heredera cuando él ya no estuviera. La jugada le salió bien, y, tras seis años de correinado (?), a la muerte de Jorge, Tamara heredó un reino fuerte que supo mantener así, si bien tuvo que hacer ciertas concesiones a la aristocracia. Extendió las fronteras del imperio, lo convirtió en un bastión cristiano contra el islam, contribuyó de manera decisiva a la fundación del Imperio de Trebisonda, y tuvo la buena idea de morirse antes de que llegaran las invasiones mongol y jorezmita (¿no os digo que se aprende mucho haciendo esto?) y le bajaran los humos a ese pequeño reino del Cáucaso.

Ilustración de Mihaly Zichy para la Tamara de Lérmontov

En occidente, y durante el romanticismo, la figura de Tamara se convirtió en un símbolo de la sensualidad oriental, y el gran poeta ruso Lermontov, un enamorado del Cáucaso, en su obra Tamara convertía a nuestra amiga en una devoradora de hombres.

La otra Tamara, junto a su padre, Jorge III, en un fresco restaurado del Monasterio de Betania

Frente a esta distorsión del personaje, en Georgia, en el siglo XIX, también se romantizó la figura de Tamara, pero por el lado pío. Tamara, que de hecho ya había sido canonizada por la iglesia ortodoxa, se convirtió así en una figura venerada por los georgianos, que veían en ella el símbolo de la época de mayor gloria y esplendor del país, un triste contraste con la Georgia anexionada al Imperio Ruso.

Avtandil al encuentro de un siempre lloroso Tariel (esa piel es de leopardo, a mí no me engañan). Al fondo, el sol y la luna.

El libro que nos ocupa, como buen clásico de la literatura medieval, es, en apariencia, sencillísimo, y nos habla de caballeros andantes que se pasan el día llorando por sus amadas, a las que tienen que abandonar quién sabe por cuánto tiempo para salir en busca de sus amados, léase, otro caballero andante tan noble, valeroso y apuesto como ellos. El primero es Avtandil; el segundo, Tariel. Cuando el uno encuentra al otro, parte casi al instante en busca de la amada de éste, presa la pobre de unos espíritus malignos. Y así, en esa continua búsqueda, mientras degüellan bichos a diestro y siniestro, nuestros héroes se encuentran con piratas, grutas llenas de incalculables tesoros, y algún otro caballero de triste y melancólica figura. Pero bajo esta tierna sencillez argumental se oculta una obra de gran calado filosófico y profundamente humanista.

Avtandil encuentra a Tariel moribundo junto a un tigre y un león, de Mihaly Zichy

A primera vista, El caballero de la piel de tigre, que en realidad puede que se trate de una piel de pantera, parece fundir los valores del amor cortés y la literatura medieval con un paganismo precristiano, donde se adora al sol, la luna y demás astros. Georgia fue, junto con Armenia, uno de los primeros países en convertirse al cristianismo. Hasta ese momento, habían convivido el zoroastrismo y el mitraísmo, caracterizado este último por el culto al sol. Y ciertamente, en este libro, prácticamente no hay estrofa donde no aparezca el sol. Tariel, que es el caballero en cuestión, después de cargarse a los jinetes del rey Rosteván, despierta en éste una incontenible añoranza por volver a verlo:

He encontrado un caballero de aire extraño y maravilloso;
los rayos que de él emanaban llegaban a los confines de la tierra...

Pero también su hermano jurado, Avtandil, es el sol:

De la mano le lleva, como al astro radiante,
Tariel, al verlo, exclamó que era igual al sol.

Tariel fue a su encuentro, los dos semejantes a soles,
a la luna, al cielo sin nubes, inundando de rayos la llanura;
a su lado, ni el áloe merece ser un árbol,
recordaban a los siete planetas. ¡Por qué buscar otra imagen!

Aparte del sol, hay, como ya habéis visto, una serie de símbolos y motivos, poderosos y primordiales, que se repiten sin cesar a lo largo de la obra. Así, a la luna y los planetas (los siete planetas de la época eran la luna, Venus, Mercurio, el sol, Marte, Júpiter y Saturno, y puede que estuvieran relacionados con los siete niveles de iniciación del mitraísmo), hay que añadir el cuervo y el león (primero y cuarto niveles de iniciación), la rosa, el cristal, el ciprés, el áloe, la perla, o el fuego. Pero curiosamente, en una obra tan repleta de motivos religiosos, dedicada a una reina que combatió contra los reinos musulmanes colindantes, y que fue escrita en plena época de las cruzadas, no hay, si la memoria no me falla, ni un sólo símbolo cristiano. Y por el contrario, el Corán sí se menciona en repetidas ocasiones. Nos dice este erudito y fascinante artículo que la obra está fuertemente influida por el islam, y más concretamente, por el sufismo. Mis conocimientos del sufismo no llegan muy allá. Tampoco los del neoplatonismo, otra de las bases filosóficas del poema. En cualquier caso, no es de extrañar que el poema no fuera visto con buenos ojos por la iglesia, y que ésta, como se nos informa en el prólogo, todavía en el s. XVIII se dedicara a mandar quemar ejemplares de la obra.

Avtandil, Tariel y Pridón, de Tamara Abakelia. No son la Santísima Trinidad. ¿Quizá las tres grandes religiones monoteístas?

Escrita más o menos al mismo tiempo que el Cantar de los Nibelungos y las obras de Chétien de Troyes, El caballero... nos narra una búsqueda. Como si del Grial se tratara, nuestros héroes emprenden una búsqueda continua, donde no importa tanto qué se busca como el hecho de buscar. Nos encontramos ante una obra arraigada en el humanismo del islam medieval -anterior al de la Europa renacentista-, y que abarca fuentes que van desde España hasta China. Se cita, por ejemplo, a Ibn Ezra, el gran poeta judío español, que escribía en árabe, y cuya poesía, aparte de estar imbuida de un fuerte componente homoerótico habitual también en sus contemporáneos musulmanes y más que evidente en El caballero..., invita al hombre a buscar en su interior y apartarse de la vanidad de la gloria mundana. El objetivo del caballero es, pues, hallar las fuentes últimas del conocimiento, incalculable tesoro oculto en una gruta. Así, mientras cristianos y musulmanes guerreaban, Rustaveli abogaba por la reflexión, la búsqueda de Dios en nuestro interior, y

yo canto aquí a un amor terrenal en su caminar hacia la carne,
quien sin lujuria lo imita, languidece y desfallece.

Avtandil junto a un manantial de montaña, de Sergo Kobuladze

Rustaveli es un héroe nacional en Georgia, y en su honor se han nombrado las más importantes avenidas, estaciones, teatros y premios nacionales. Pero curiosamente, del mismo modo que el cristianismo parece estar ausente en esta obra, la historia de El caballero... no sucede en Georgia, sino, como se ha mencionado más arriba, en Arabia, India, China y Persia. Aunque después de todo, quizá ello no resulte tan curioso en alguien tan leído y tan viajado como Rustaveli: humanismo y nacionalismo no suelen ir de la mano.
Probablemente fue de Persia de donde la obra recibió la mayor influencia cultural, literaria y, como ya hemos visto, religiosa. En esta estrofa, por ejemplo, aparecen los deves, procedentes del zoroastrismo persa:

Encontré cavernas vacías que los gigantescos deves habitaban;
yo los cortaba, los atravesaba, en vano se me resistían,
mas ellos mataron a mis esclavos mal protegidos por las cotas;
el destino siguió hiriéndome, alcanzándome con su rayo.


Los dos héroes en busca de aventuras, en una ilustración de Tseretliseuli del s. XVII

Más adelante, nos encontramos con los kachs, magos desprovistos de carne, hostiles a los humanos, y personajes habituales en los cuentos populares georgianos. Hay que señalar, no obstante, que el papel que juegan en la obra estos seres fantásticos es muy limitado. El tema principal, como ya hemos dicho, es la exaltación de los valores caballerescos, tales como el valor, la lealtad y el amor cortés, si bien, respecto a este último, se observa una vez más la influencia de Persia, y más concretamente, de Las mil y una noches. Porque el amor cortés será muy bonito, pero Avtandil, que, al contrario del dermoatigrado Tariel, no deja de tener su lado práctico, sabe que, a veces, uno ha de olvidarse de su amada, hacer de tripas corazón, y ceder ante los avances amorosos de una señora algo ajada (¡que además se llama Fatmán!) que le puede ayudar en su misión.

Fatmán con Avtandil saborea la dicha hasta el alba,
el caballero, sin deseo alguno, enlaza a su cuello el cuello de cristal,
muere pensando en Tinatín, furtivamente se estremece;
su corazón, otra vez salvaje, se une a las fieras.

Avtandil derrama en secreto lágrimas que llegan al mar,
en los negros remolinos de sus ojos bogan navíos de azabache,
dice: "Vedme, amantes felices, privado de la hechicera rosa;
como un cuervo sobre el estiércol, yo, el ruiseñor, se posa".

Las lágrimas fluyen de sus ojos, capaces de ablandar el suelo;
la rosaleda de sus mejillas pone un dique al bosque de azabache.
Fatmán está llena de gozo cual bello pájaro que se alegra:
cuando el cuervo encuentra la rosa, se cree ruiseñor.

Qué maravillas se escribían en el siglo XII. Y si ése ha sido, probablemente, el único momento en que asoma el cinismo, imaginaos la belleza de las 1.484 cuartetas restantes, donde se unen la lírica, la épica y hasta el existencialismo.

El destino trata al hombre como Dios a las tempestades,
tan pronto el sol brilla como la ira del cielo truena.
Antes, la desgracia me poseía, ahora en fiesta la cambio...

Nada es más dulce para el hombre que el azabache con el cristal,
que junto al ciprés, en el jardín el áloe regado en árbol se convierta,
que dé alegría a quien lo vea y tristeza al ausente...


Una lectura, en definitiva, fácil de leer, difícil de hallar, bellísima, fascinante, y que, al escribir estas líneas, me cautiva más a cada momento. 

La sangre con sus lágrimas mezcladas trazan canales en sus mejillas.
Él dijo: "El sol ya no está allá para que repose mi cabeza,
 mi corazón de diamante lo ha rayado una negra pestaña,
¡oh mundo! Ya no gozaré de alegría hasta que vuelva a verla.

La suerte que antaño, plantado en el Edén en árbol me convirtió,
hoy me hiere con su lanza y con su espada me desgarra.
Ha atrapado mi corazón en la trampa de fuego de la eterna llama,
ahora sé que este mundo no es más que una mentira y una patraña.

Os dejo con este precioso vídeo y el Coro de Rustavi, tierra, según una de las dos teorías al respecto, de donde procedía Rustaveli.


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