Ahora que este blog va despacio, vamos a contar obviedades: el nazismo y todo lo que lo rodeó son un filón para la literatura. Personalmente, he de confesar que a algunas de las innumerables obras a que ha dado lugar les tengo cierta rabia. Me refiero en concreto a aquellas que lucen la palabra Auschwitz en el título, que no son pocas: La bibliotecaria de Auschwitz, El violín de Auschwitz, El tatuador de Auschwitz, El maestro de Auschwitz, El farmaceútico de Auschwitz...). Que alguna estará bien, seguro, pero el uso de ese comodín siniestro y facilón llena de pereza a este vampiro.
Otro tipo de obras que han proliferado a lo largo de las décadas son las que especulan con una historia alternativa, es decir, ese género, por llamarlo de alguna manera, del qué hubiera pasado si. Aquí sí encontramos obras notables, desde La conjura contra América (lectura muy disfrutada) hasta El hombre en el castillo (lectura pendiente), pasando por Eso no puede pasar aquí (lectura interruptus), entre, imagino, un par de decenas más.
Angela Maria Raubal, Geli
En los últimos años se han publicado una serie de obras que se inscriben en la novela histórica, aunque, como vimos en HHhH, no siempre se someten a la ortodoxia del género. De la de Binet ya hablamos hace unas semanas. En otro momento hablaré de La desaparición de Josef Mengele. Hoy voy a hablar de El ángel de Múnich, un apasionante thriller histórico.
Hay que agradecerle a Massimi, de entrada, que nos ahorre la palabra 'Hitler' en el título (y mira que habría sido fácil) y opte por el nombre de la capital bávara, que tanto nos puede hacer pensar en la Oktoberfest como en unas Olimpiadas. En fin, el ángel de Múnich se llamaba Angela Maria Raubal, Geli para los amigos y para su tío el Führer. En realidad Geli era hija de la hermanastra de Hitler, lo cual no sé hasta qué punto convertía en acceptable la relación que se rumoreaba mantenían los dos. Pero al margen de los rumores, es indudable que la suya fue mucho más que una relación entre tío y sobrina. De hecho, Hitler declaró más tarde que Geli fue la única mujer a la que amó.
Geli, entre Goebbels y Hitler
El 19 de septiembre de 1931 fue hallado el cuerpo sin vida de Geli en el apartamento que compartía con su tío. Aparentemente, se trataba de un suicidio. La joven se había matado de un disparo al corazón. Y es aquí donde comienza el misterio de un caso que, sin duda, podría haber cambiado el curso de la historia. De la mano del comisario Siegfried Sauer y el comisario adjunto Helmut Forster (los apellidos reales de los investigadores, si bien el autor no pudo averiguar los nombres de pila y tuvo que inventárselos), Fabiano Massimi se embarca en una investigación a gran escala, buceando entre miles de páginas y testimonios (aquí tenéis como ejemplo una interesante muestra extraída de las páginas de Flight from Terror, de Otto Strasser) a sabiendas de que su trabajo será tan fructífero como el de los que han investigado los crímenes de Jack el Destripador.
El apartamento del Führer en Prinzregentenplatz 16, Munich. Aquí sucedió todo.
El rumor principal a que dio pie la muerte de una chica que todos describían como alegre y llena de vitalidad era, evidentemente, el de que fue Hitler quien la asesinó o hizo asesinar. Es un hecho constatado que tía y sobrino tuvieron una fuerte discusión la noche del 18 de septiembre, como también lo es que el cadáver de Geli tenía la nariz rota y que la pistola que acabó con su vida era propiedad del Führer. El escándalo, como veis, estaba servido, a tan sólo dieciséis meses de las elecciones generales que Hitler aprovecharía para hacerse con el poder absoluto. Imaginad qué habría pasado si un escándalo de esta magnitud hubiera sido investigado como merecía. Y aunque parece difícil imaginar un delito de mayor gravedad para la carrera de un dictador en potencia que un asesinato, es probable que, de ser ciertas algunas de las especulaciones, lo que de verdad aterrorizaba a los jerifaltes nazis y amenazaba con acabar con su líder en la trena fuese no tanto el crimen como las filias de Adolf. Al fin y al cabo, un asesinato se puede disfrazar de accidente, pero otras cosas... no.
Hitler: los años desaparecidos, de Ernst Hanfstaengl, una de las fuentes principales de la novela
En sus notas finales, el autor expresa su esperanza de que la novela haga justicia a la vida de Geli. Lo cierto es que la Historia no lo ha hecho. Como señala Ron Rosembaum en este interesantísimo artículo, donde podéis leer prácticamente todo lo que sabe del caso, Geli Raubal es apenas una nota a pie de página en la biografía de Hitler y su muerte ha merecido escasos libros o películas. La investigación del asesinato se inició el sábado posterior al hallazgo de su cadáver y se cerró ese mismo día por la tarde. Esto huele un poco, debió de pensar el que dio la orden, así que se reabrió el lunes por la mañana y se volvió a cerrar por la tarde. Alguien manejó muchos hilos, o los hilos justos, para silenciar el caso y, por si eso fuera poco, casi todas las personas que poseían información crucial al respecto fueron implacablemente eliminadas.
UN ASUNTO MISTERIOSO: LA SOBRINA DE HITLER SE SUICIDA, publicado en el Münchner Post, el principal periódico anti-nazi de Múnich
Una de esas víctimas colaterales fue Fritz Gerlich, el valiente periodista que desde el primer momento se opuso a Hitler. Gerlich investigó el caso en profundidad hasta que, en marzo de 1933, cuando estaba a punto de publicar el resultado en su semanario Der Gerade Weg (El Camino Recto), un grupo de camisas pardas entró en su redacción y, tras apalizarlo y requisar todos sus documentos y manuscritos, lo arrestaron e internaron en el campo de Dachau, donde fue asesinado al cabo de un año durante La Noche de los Cuchillos Largos. El mismo destino tuvo Bernhard Stempfle, el cura nazi que ayudó a Hitler a redactar Mein Kampf. Stempfle también sabía demasiado sobre la relación entre Geli y su tío.
Emil Maurice, el chófer de Hitler, con quien Geli tuvo una relación. Para colmo, este inveterado nazi resultó tener ascendencia judía
El manto de silencio se ha mantenido a lo largo de la décadas, y la petición en 1992 de Hans Horváth, un historiador aficionado, de que se exhumaran los restos de Geli no fue bien recibida. Señala Rosembaum, mencionado en el párrafo anterior, que no podía ser de otra manera en un país que llevaba décadas intentando lavar su pasado y que hasta aquel año estaba presidido por un antiguo miembro del Partido Nazi.
En palabras de Goebbels, Geli es como una esfinge del Belvedere, en Viena
Como he dicho antes, estamos hablando de un thriller con todas las de la ley que no tiene nada que envidiar a los grandes del género. Pero además de la investigación, con todos los elementos del mejor cine negro, El Ángel de Múnich cuenta con el atractivo de presentarnos a algunos de los personajes principales de aquella negra época. Así, todos los capitostes nazis se pasan por estas páginas como Pedro por su casa, incluido el mismísimo AH. Hay que recordar que, en aquel momento, Hitler no era todavía la figura sagrada, venerada e intocable en que se convertiría, sino nada más que el líder de un partido político, por lo que verlo respondiendo de manera melodramática a las preguntas de un investigador no requiere un gran esfuerzo de la imaginación. Menos aún si tenemos en cuenta que sus palabras, como la de los otros personajes, están en su gran mayoría extraídas de memorias, cartas, diarios y otros documentos.
Yo amaba a Geli -prosiguió Adolf Hitler, que parecía encontrar fuerza y convicción con cada nueva frase-. Y ella me amaba a mí. Era la única mujer con la que habría podido casarme. Ahora -concluyó con la voz rota-, mi esposa será Alemania.
Uno de los grandes aciertos de Massimi es que no se encorseta en ninguno de los dos géneros que dan forma a esta obra. Es novela histórica cuando tiene que serlo, y es thriller cuando toca. Y al decir thriller quiero decir giros inesperados a cada momento, investigadores que se enfrentan a su doble, y persecuciones que culminan en lo alto del campanario. ¿Que eso, al decir de algunos, quita credibilidad a la investigación histórica y le da a algunas escenas finales un aire demasiado peliculero? Pues a mí, plim, debe de pensar Massimi.
Y como yo he disfrutado de lo lindo con esta lectura, pues a mí también plim.
Cuando Hitler llegó al poder, el mundo ganó un genocida y perdió al artista que pintó esto.
Estoy librando una batalla perdida. No puedo contar esta historia del modo en que debería ser contada. Me doy de cabeza una y otra vez contra el muro de la Historia.
De los más significados secuaces de Hitler, quizá el menos conocido del gran público sea Reinhard Heydrich. No creo que ello se deba a la dificultad de pronunciar su nombre; al fin y al cabo, a todos nos pronunciar mal los nombres raros. Se trata, más bien, de la ausencia de algún rasgo grotesco que le confiera ese carácter icónico que sí tenía, por ejemplo, Himmler, con su aspecto de roedor eunucoide; Göring, galán y héroe devenido bufón; o el odio hecho rostro de Goebbels, conocido sobre todo por sus epígrafes sobre la repetición de mentiras, acuñados unos años antes de envenenar a sus propios hijos.
Heydrich, por su parte, era más difícil de caricaturizar. Alto, rubio, ojiazul, fornido y atlético, el Carnicero de Praga, como se le conocía (sus otros motes eran El Verdugo, la Bestia Rubia o, en palabras de Hitler, "el hombre con el corazón de hierro), encarnaba el ideal ario, a pesar de que toda la vida le persiguió el rumor de que tenía sangre judía (lo que, a decir de algunos, explicaba el tamaño de su nariz).
Quizá fue por eso por lo que se distinguió en su encarnizamiento contra los judíos, o quizá simplemente fue porque era un nazi. En todo caso, Heydrich organizó, junto a otros, la Noche de los Cristales Rotos y fue uno de los grandes promotores de la Solución Final. En 1941 fue nombrado Reichsprotektor de Bohemia y Moravia (en realidad, era "vice protector", pero el Protector nominal, Neurath, a quien el Führer consideraba demasiado blandito, tuvo que aceptar un permiso y ceder todo el poder de facto a Heydrich). Su misión, "germanizar a las alimañas checas", acabar con la resistencia y garantizar que nada entorpeciera la producción de armas y motores checos, cruciales para Alemania.
Heydrich se puso manos a la obra, es decir, proclamó la ley marcial, empezó a fusilar a diestro y siniestro, y aquellos a los que no fusiló los envió a campos de concentración. Tenía además el objetivo a medio plazo de vaciar la región de checos, fuera mediante la expulsión o mediante el exterminio, y así conquistar un poco más de ese tan ansiado Lebensraum. Quizá por un prurito de conservar las formas (ya ves tú, a esas alturas), dejaron al checo Emil Hácha en la presidencia, que hizo lo que se esperaba de él, a saber, ser un títere que se prestó a colaborar con la persecución a los judíos.
Jan Kubiš y Jozef Gabčík, los héroes de la Operación Antropoide
Tan seguro de su poder y tan encantado de haberse conocido estaba Heydrich que se paseaba por la ciudad en un Mercedes descapotable, a menudo sin siquiera escolta. Eso en griego se llama hybris, y es el paso previo a la némesis, que, como sabéis, suele presentarse con abundancia de sangre. Pues bien, a Heydrich le bajó la némesis el 27 de mayo de 1942, cuando culminó la heroica Operación Antropoide.
HHhH, que narra la gestación, planificación y ejecución del atentado, así como sus secuelas inmediatas, se publicó en 2010. Recuerdo haber visto por todas partes esas cuatro haches, que vienen a significar Himmlers Hirn heißt Heydrich, o sea, "el cerebro de Himmler se llama Heydrich", y haber leído alguna que otra encomiástica crítica. Hoy, terminada su lectura, constato que mi norma de no leer jamás libros escritos por ningún autor que se llame Laurent podría no estar del todo justificada. Porque HHhH es apasionante, y consigue, como hacía El hombre que amaba a los perros, que una novela sobre un acontecimiento histórico que sabemos cómo acaba se lea como un thriller.
Esquema de la planificación del atentado
Hace unas semanas hice un viaje a Praga con mi hija. Para prepararme como a mí me gusta, busqué algún libro relacionado con la ciudad. Parecía una elección fácil, con tanto Kafka, Kundera o Hasek como hay por ahí, pero me apetecía más algo que no hubiera leído y que, por una vez, no tuviera una k. Así que, gugleando por aquí y por allá, me encontré con Gottland, del polaco Mariusz Szczygiel. Prometía mucho: un libro de pequeños ensayos, ensalzado por la crítica, que nos cuenta la historia de ese país (bueno, de Checoslovaquia, más bien) a lo largo del siglo XX. Me acompañó a lo largo de aquellos cuatro días, pero lo abandoné en cuanto volví. Todavía lo tengo por casa, aunque no sé si lo retomaré. No acabó de gustarme precisamente por su estilo tan factual y seco que su enorme carga de sutil ironía no podía paliar. Le faltaba, en definitiva, el elemento que más he apreciado de HHhH: el narrador, que es el fet diferencial de esta novela.
La masacre de Lidice, el pueblo que el ejército nazi arrasó tras el asesinato de Heydrich
Porque la historia de la literatura está llena de novelas históricas ortodoxas. Y como pocas de ellas pueden superar a Yo, Claudio u Opus Nigrum, por poner un par de ejemplos, Binet, que hasta el libro que nos ocupa no había publicado nada, opta por la decisión más sabia: ni molestarse en intentarlo. Así, nuestro amigo tenía que elegir entre escribir una novela histórica tradicional que por fuerza sería interesante (muy mal tendría que hacerlo para hacer de esta gesta una historia aburrida), pero que aportaría poco más que datos ya conocidos y entretenimiento; o adentrarse en la senda del escritor que escribe sobre lo que escribe, un camino poco hollado en la novela histórica y que le permitiría reflexionar sobre aspectos cruciales del género.
El escenario del atentado
Damos por supuesto, entonces, que el narrador de HHhH es el autor mismo (¿para qué se iba a meter en jueguecitos literarios?), y que sus páginas sobre el proceso de escritura se ajustan bastante a la realidad. Así, mientras conocemos a los héroes Jan Kubiš y Jozef Gabčík, entre muchos otros, y seguimos hasta el último detalle la planificación de la Operación Antropoide, Binet entra y sale de la historia, se queja de lo difícil que esto de la novela histórica, e incluso nos habla de su relación con una mujer checa. Aquí tenéis unos ejemplos:
Por supuesto que podría, quizá debería -para ser como Victor Hugo, por ejemplo- describir en profundidad, a modo de introducción, a lo largo de diez páginas o así, la ciudad de Halle, donde nació Heydrich. Hablaría de las calles, las tiendas, las estatuas...
En el primer boceto, había escrito: 'se embutió en un uniforme azul'. No sé por qué imaginé que sería azul (...) No estoy seguro de si este escrúpulo tiene mucho sentido en esta fase.
Me pregunto cómo Jonathan Littell, en su novela Las Benévolas, sabe que Blobel tenía un Opel. Si Blobel realmente conducía un Opel, me quito el sombrero ante su impresionante investigación. Pero si es un farol, eso debilita toda la novela...
Intentando ahogar a los autores del atentado
Un participante en un forum de internet expresa la opinión de que Max Aue, el protagonista (...) de Las benévolas, "suena a verdad porque refleja su época". ¿Cómo? ¡No! Suena a verdad (para algunos lectores que se dejan engañar fácilmente) porque refleja nuestra época: un nihilista post-moderno, básicamente (...) De repente, lo veo todo claro: Las Benévolas es simplemente Houellebeq en plan nazi.
Como os habréis imaginado, me sentí un tanto preocupado por la publicación de la novela de Jonathan Littell, y por su éxito (...) Lo estoy leyendo en este momento, y cada página me hace sentir la imperiosa necesidad de escribir algo al respecto...
El diálogo en el capítulo anterior es un ejemplo perfecto de las dificultades a las que me enfrento. Desde luego, Flaubert no tuvo esos problemas con Salammbó, porque nadie transcribió las conversaciones de Amílcar, padre de Aníbal.
Esto es lo que pienso: inventarse un personaje con el fin de entender los hechos históricos es como fabricar pruebas.
Mi historia tiene muchos agujeros como novela. Pero en una novela al uso, es el novelista quien decide dónde tienen que estar esos agujeros. Y como soy un esclavo de mis escrúpulos, soy incapaz de tomar esa decisión.
(Todos los párrafos son traducción mía)
El Mercedes de Heydrich después del atentado
Por lo visto, esa presencia constante del autor molesta a algunos lectores, que no toleran esas intromisiones (¿tú te imaginas, dirán, a Waltari interrumpiendo la historia del egipcio para decir "jo, qué difícil es escribir sobre algo que ocurrió hace tres mil años"?), o, quién sabe, quizá consideran que el problema es que quien rompe las normas es un advenedizo como Binet.
Personalmente, es esa frescura y esa cercanía lo que más me ha gustado de HHhH. Binet, como he dicho más arriba, no se propuso escribir una obra maestra, y eso siempre se agradece. Escribe sin pomposidad; sus reflexiones, bien formuladas, no vuelan demasiado alto y su modestia no fingida hace pensar más en un bloguero que en un novelista o historiador.
El asedio en la Catedral de San Cirilo, cuya cripta los nazis intentaron inundar para hacer salir a los autores del atentado
Curiosamente, del atentado contra Heydrich sabemos más que de otros atentados mucho más recientes cometidos en la presunta era de la información. De él se han hecho varias películas (doña Wiki menciona hasta ocho), entre ellas Antropoide, que vi en cuanto terminé el libro y que me pareció muy buena, con grandes actores, fiel a los hechos, y además filmada en Praga. Aquí tenéis una escena.
No hay viajes suficientes para tanto libro. Uno de mis objetivos al ir a Praga era visitar Terezin, la ciudad convertida en gueto y campo de concentración de la que nos hablaba Sebald en Austerlitz. Lo visitamos y a mi hija le impresionó tanto como a mí. Sin embargo, si hubiera leído este libro antes del viaje, habríamos tenido que añadir a la lista de castillos, catedrales, barrios judíos y casas danzantes unos cuantos lugares por los que el turista no avisado suele pasar de largo. De hecho, existen varios tours especializados en esta historia. Una de las visitas obligadas es, por supuesto, la catedral de San Cirilo y Metodio, donde Kubis, Gabcik y compañía se refugiaron durante varios días, hasta que fueron traicionados por un compañero de misión. Allí fueron sitiados por más de 700 hombres de las SS, que llegaron a emplear mangueras con el fin de ahogarlos. Todo conduce a un final épico como merece esta historia.
Placa conmemorativa a los héroes de la Operación Antropoide
En definitiva, una historia apasionante, un asesinato estupendo y un gran libro.
La proclamación de Claudio como emperador es uno de esos momentos en que la historia cede el paso a la farsa. En los momentos de caos y confusión que siguieron al asesinato de Calígula, un aterrorizado Claudio se escondió en el palacio del emperador. A sus escasos treinta años, el hijo de Druso el Mayor había visto los suficientes asesinatos de amigos y familiares como para olerse lo peor en una situación como aquélla. Hasta ese momento, se había salvado del veneno y el puñal gracias a su tartamudeo y cojera, que le habían ganado la fama de retrasado y, por lo tanto, de inofensivo. De hecho, en más de una ocasión recibe el consejo de cultivar esa imagen de idiotez como la mejor defensa posible. Ahora, tras el asesinato de su sobrino el emperador, Claudio, de manera comprensible, piensa que la guardia pretoriana viene a por él. El pobre no sabe dónde meterse y se oculta tras unas cortinas. Allí lo encuentra un soldado llamado Grato, que, entre risas, informa a su superior de que ha encontrado con la persona indicada para suceder al emperador. "¡Soltadme!", grita Claudio, "¡no quiero ser emperador! ¡Larga vida a la república!". Pero de convencerlo se ocupa no sólo Mesalina, sino también el propio Grato, que, con una sonrisita burlona, le dice que no se ponga así, que ya se acostumbrará, y que:
-No es una vida tan mala la de emperador.
Un emperador romano, de Sir Lawrence Alma-Tadema. Grato, un guardia pretoriano, descubre a Claudio tras las cortinas y lo proclama emperador
Esta proclamación tiene lugar al final de Yo, Claudio. Antes de ello, entre motines, batallas, intrigas palaciegas y asesinatos a porrillo, hemos asistido al auge y caída de tres emperadores, pero el verdadero conflicto, como hemos visto en la escena descrita arriba, es el que se produce con el fin de la República Romana y el nacimiento del Imperio, de la mano de Augusto. Claudio, que siempre quiso mantenerse al margen, que no anheló otra cosa que vivir tranquilo estudiando y escribiendo libros de historia, y que siempre fue un hombre de fuertes convicciones republicanas, se ve obligado a aceptar un puesto radicalmente contrario a sus principios. Y si el libro empieza con un tono irónico ("Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-lo-otro-y-lo-de-más-allá"), el final no lo es menos. Como aquellos pobres diablos que, en lo alto de la cruz, aún eran capaces de ver el lado brillante de la vida, nuestro héroe se consuela pensando que, como emperador, sus libros llegarán a muchos más lectores.
Uno de los dos colosales Barcos de Nemi, que Calígula mandó construir. Recuperados del lago por órdenes de Mussolini, fueron destruidos durante la II Guerra Mundial
Yo, Claudio está considerada no sólo una de las mejores novelas inglesas del siglo XX, sino un hito en la novela histórica, género cuya definición precisa constituye uno de esos debates eternos en la historia de la literatura. Algunos dicen que es novela histórica cualquiera que transcurra como mínimo cincuenta años antes de ser escrita, mientras que otros arguyen que su rasgo esencial es una visión realista o costumbrista de la época recreada. A este respecto, una de las definiciones que más me ha gustado es la que sugiere que "el objetivo de la ficción histórica no es mostrar al lector cómo era la vida exactamente en un periodo determinado de la historia (...). [En una novela histórica] el autor no centra su obra en la recreación de una época, sino en la trama, con el fin de ayudarnos a entender las diferencias entre entonces y ahora, y en unos personajes que consigan trascender el tiempo y hablarnos desde su propia perspectiva de una forma que el lector actual pueda entender. Una definición de ficción histórica literaria es, pues, la de una 'ficción situada en el pasado pero que hace hincapié en cuestiones relevantes en el momento actual.'"
Tiberio, retirado de la mundanal Roma y entregado a la voluptuosidad en su villa de Capri
Pues bien, Yo, Claudio fue publicada en 1934, cuando Hitler llevaba un año en la cancillería; Mussolini, doce como dictador, y en la Unión Soviética Stalin se afianzaba como caudillo. A lo largo de la historia de la humanidad no han faltado tiranos, sátrapas y genocidas, pero no cabe duda de que en los años treinta, y sobre todo a partir de la publicación de estas novelas, era difícil que nadie estableciera un paralelismo entre estos dictadores y aquellos divinos emperadores. ¿Culto al líder? ¿Juicios farsa? ¿Grandes purgas? ¿Ejércitos de informadores? Lo siento, dictadores estrella del siglo XX, pero todo eso estaba ya más que inventado antes de que llegarais vosotros. Y si, como novela histórica, Yo Claudio servía de reflejo de su época a los lectores de aquella década fatídica, como obra maestra de la literatura nos habla también directamente a nosotros, como hará con los lectores de siglos venideros. Por fortuna, la gran literatura no caduca. Por desgracia, el ser humano no aprende.
Entrada a la cueva de la Sibila en Cumas
La novela empieza con un recurso clásico y poderoso: la profecía de la Sibila. El narrador, un Claudio irónico, como hemos visto, anciano y que tiene ya presentimientos de muerte, recuerda la visita que dieciocho años atrás hizo a la Sibila en Cumas. La Sibila vaticina el destino del Imperio en unos versos enigmáticos, como debe ser, pero que dejan entrever un atisbo de lo que se avecina, y despiertan ya el interés del lector por ver qué va a pasar con esos "peludos", pues tal es el origen etimológico de la palabra "césar". A diferencia del resto del libro, inspirado principalmente en la obra de Suetonio, este episodio es fruto exclusivamente de la imaginación de Graves, que se sirvió de este artificio para enmarcar la narración. Parte de ese marco narrativo es también la elección del griego para escribir estas memorias. Nos dice Claudio que el griego siempre será la lengua literaria del mundo y que si Roma, como predice la Sibila, acabará pudriéndose, ¿no se pudrirá el latín con ella? Desconozco en qué lengua escogió expresarse en sus copiosas y desparecidas obras el verdadero Claudio, pero la ficción de hacerlo en el griego de Shakespeare le permite a nuestro narrador explicarnos el significado y etimología de términos del latín, algo que no habría tenido ningún sentido si estuvieran escritas en esta lengua.
John Hurt, un Calígula depravado y cobarde
El verdadero
Malcolm McDowell, un Calígula despiadado
Así, aprendemos, como ya hemos visto, que césar significa una cabeza
cubierta de pelo, o que Cayo Julio César Augusto Germánico recibió el
sobrenombre de Calígula porque de niño, cuando acompañaba en
expediciones militares a su padre Germánico, gustaba de calzarse las
botas (caligas) de los legionarios.
Anécdotas lingüísticas aparte, leer estas dos fantásticas novelas es una experiencia literaria inolvidable, del mismo modo que debió de ser inolvidable ver en su momento la mítica adaptación que la BBC hizo en 1976. Servidor, por desgracia, era demasiado pequeñajo en aquella época para ver tanta depravación, y en mi recuerdo el rostro de Derek Jacobi está indisolublemente asociado desde entonces a la voz de mi madre diciendo "¿qué haces levantado? ¡a la cama ya!". Con aquella serie, toda España se aprendió la sucesión de emperadores desde Augusto a Nerón, lo cual nos devuelve al debate sobre la ficción histórica, de la que se dice también que debe entretener e ilustrar. En ese sentido, el mérito de Graves es haber dado vida -vida eterna, además- a personajes habitualmente marmóreos. Suetonio y Tácito, por nombrar a los más conocidos, han narrado las vidas de algunos de estos personajes, y sus descripciones, las de Suetonio en particular, son memorables, pero la distancia entre historiador e historiado era imposible de obviar. Al meterse en la piel de Claudio, Graves salva esa distancia y nos narra en primera persona y desde el ojo del huracán todos aquellos hechos que habitualmente nos refería la Historia. Y esto, que hoy parece obvio, antes no lo era.
Caractaco, rey de los britanos, apresado y exhibido en Roma. Tras su noble discurso ante Claudio, éste le concede la libertad
Según el autor, la obra comenzó a gestarse la noche en que, tras leer a Suetonio, la figura de Claudio se le apareció en un sueño exigiéndole que escribiera su verdadera historia. (Claro que, en otro momento, Graves dijo que la había escrito con el único fin de ganar dinero). Y aunque no se nos oculta ninguno de los defectos de Claudio, es evidente que Yo, Claudio tiene mucho de reivindicación de la figura del emperador. Pero más allá del retrato de Claudio, personalmente, y como he señalado más arriba, creo que Graves nos habla del siglo XX, de tiranías, de despotismo, de la brutalidad del poder, de la indefensión del pueblo frente a ese poder, de la absoluta soledad del poderoso y, sobre todo, de la dificultad que el buen gobernante tiene para regir el país con estricta fidelidad a sus principios.
Messalina (1881), de Peder Severin Kroyer
En lo que se refiere a la soledad del poderoso, sólo un personaje es capaz de aliviar ese sentimiento hasta el final de la vida de nuestro héroe. Claudio, rechazado por su familia desde niño y objeto de burla por parte de todos, encuentra cariño en su admirado hermano Germánico y su primo Póstumo, y respeto en el filósofo Atenodoro, su tutor, que despierta en él el amor por la historia y el anhelo de la república. Pero cuando el pequeño Claudio lo conoce, Atenodoro es ya un anciano, y Germánico y Póstumo serán víctimas de conjuras que hacen hervir la sangre al lector. Las sucesivas esposas de Claudio, por su parte, no le provocan más que asco, disgustos o indiferencia, y la única a la que de verdad creee amar es la pérfida Mesalina, cuya reputación de ninfómana recalcitrante y aficionada a endulzar elvino ajeno es cuestionada hoy por la historia. Sólo una persona comprende, respeta y estima a Claudio hasta el fin de sus días: la prostituta Calpurnia. En ella Graves crea uno de esos personajes secundarios que bien valdrían una obra entera por sí mismos.
Claudio, moribundo, recuerda su encuentro con la Sibila
¿Y qué hay de la religión? Al fin y al cabo, hablamos de Claudio, el dios. La religión, siempre inseparable del poder, lo era también en Roma, y más aún desde el momento en que se divinizó a Augusto. No obstante, el lector observa en estos romanos, mucho menos locos de lo que aseguran algunos, una actitud absolutamente pragmática e incluso racional hacia la religión. Como nos recuerda Isaac Asimov en El Imperio Romano, (de la imprescindible Historia Universal, en Alianza):
Las religiones oficiales de Grecia y Roma por igual estaban
prácticamente muertas por la época del Imperio. Las clases superiores
realizaban los ritos (...) de una manera mecánica y distraída.
El propio Claudio nos dice: Fue por esta época cuando empecé a interesarme por la cuestión de las nuevas religiones y cultos. Cada año llegaba a Roma algún nuevo dios para satisfacer las necesidades de los inmigrantes, algo a lo que yo no tenía objeción alguna. (...) El descubrimiento de que la religión es un producto comercial como el aceite, los higos o los esclavos se hizo en Roma durante los últimos años de la República.
Una de las costumbres de los druidas descritas por Claudio
A pesar de ello, el fanatismo religioso es uno de los temas centrales de Claudio, el dios.
Parece haber demasiada religión en el ambiente. Es una mala señal. Me recuerda a lo que dijiste cuando hicimos decapitar a aquel idiota místico, Juan el Bautista: "el fanatismo religioso es la forma más peligroso de locura".
Son palabras de que Graves pone en boca de Salomé, aunque podría haberlas pronunciado el propio Claudio. Éste, que ya se vio obligado a olvidar sus principios al aceptar ser proclamado emperador, y que en todo momento se ha negado en redondo a que lo divinicen, reacciona de un modo resignado y burlón cuando le informan de que en Inglaterra, en el templo dedicado a Augusto en Colchester, ahora lo adoran a él:
Así que por eso me siento tan raro. ¡Me he convertido en un dios!
Añádase a todo ello el conflicto entre judíos y griegos en Alejandría, por el plan de Calígula de erigir templos a sí mismo en las sinagogas, y que condujo a algunos de los primeros pogromos de la historia; la detallada descripción del druidismo y algunas de sus prácticas más bárbaras, así como la determinación de Claudio de erradicarlo; la ya mencionada divinización del caudillo; la aparición de un loco al que llaman el Mesías, los ecos de cuya fama y devoción popular llegan hasta Roma; o, más allá de la religión, la cuestión de quién es un ciudadano romano de pleno derecho y quién no; la corrupción en la concesión de monopolios; o la borrosa línea que separa la política de las carreras de cuadrigas, y veremos que la relevancia de esta obra tranquila y genial se extiende hasta tiempos y lugares muy cercanos.
Recreación del Templo de Claudio, en Colchester, Inglaterra
Tanto Yo, Claudio como Claudio, el dios son lo que en inglés se llama long-seller, libros que no han dejado de reeditarse y venderse desde su publicación. Al tratarse de libros de ficción, he intentado no caer en la tentación de recrearme en los acontecimientos históricos, algo que además me habría tenido perdido durante semanas, y me he limitado a incluir algunas fotografías al respecto. De hecho, aunque sería un crimen dejar de lado el talento literario del autor, uno podría, si quisiera, leer estas dos novelas como si se trataran de libros de historia, tanta es la fidelidad de Graves a los hechos. Éste es el gran logro de don Robert, crear una obra de ficción fascinante y amena, en la que la ficción juega de hecho un papel muy pequeño. Dar vida a incontables personajes hasta entonces pétreos y momificados (¡qué gran escena, por poner un ejemplo, el último encuentro entre Tiberio y Livia!), presentar de manera clara un periodo complejo y crucial de la historia, y lograr que el resultado sea tan fresco hoy como cuando se publicó hace ochenta años, es algo que sólo está al alcance de los maestros. Y hoy que la novela histórica vive una especie de auge, uno se pregunta...