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jueves, 2 de junio de 2016

F de fundamentalismo


 En una de las escenas finales de Jesus Camp, vemos a Mike Papantonio hablando en directo, desde su emisora de radio, con Becky Fischer. A lo largo de la película, Papantonio, abogado y periodista, se ha revelado al espectador como un hombre profundamente cristiano, pero también como azote del fundamentalismo evangélico estadounidense. El periodista arguye que este movimiento radical está intentando acabar con uno de los pilares de la democracia, a saber, la separación entre iglesia y estado. Becky Fischer es una de estas radicales, como ella misma se define, y su evangelio está dirigido especialmente a los niños. Fischer organiza campamentos de verano para niños en los que les habla a éstos del camino que Dios ha labrado para ellos, les anima a arrepentirse en público de sus pecados y les revela la relación que existe entre Satanás y los libros de Harry Potter, entre otras lindezas.


Papantonio no le habría durado un asalto a Christopher Hitchens, que fue el verdadero azote no sólo del fundamentalismo sino de cualquier fe religiosa. Sin embargo, Hitchens sí reconocía que, dentro de lo que él considera lo absurdo de la religión, los fundamentalistas cristianos eran, al menos, absolutamente coherentes con lo que predicaban. Y no le falta razón.

-¿Cuándo se creó el Mundo?
-Hace seis mil años.
-¿Cómo explica la existencia de fósiles de dinosaurios?
-Dios puso a Adán y Eva en un edén repleto de espinosaurios y triceratops.
-Pues los científicos aseguran que esos fósiles tienen millones de años de antigüedad.
-La ciencia está al servicio del diablo.

Naturalmente, el mismo término "fundamentalismo" es ambiguo. Pensemos que una persona como Papantonio, que en EEUU pasa por liberal, esgrime ante Fischer el argumento siguiente: Dios condena el adoctrinamiento de los niños, y ha creado para los adoctrinadores un lugar especial. Y créame, no es un lugar agradable.

En ese momento ha perdido el debate. Probablemente es consciente de ello. Fischer responde con altivez "mire, yo no voy a entrar ahí". A Papantonio sólo le queda despedirse de Fischer y exclamar "qué gente, ¡es increíble!".

 Las ruinas del castillo de Alamut, cerca de la ciudad de Qazvin, Irán

El tema del fanatismo religioso ha sido tratado en literatura en bastantes ocasiones. Sin embargo, si pensamos en Gulliver o en La letra escarlata, ese fanatismo con frecuencia aparece como una fuerza opresora o como fuente de conflicto, y no tanto como motivo del sacrificio último del ser humano. Cabe imaginar, por razones que a nadie se le escapan, que este segundo tipo de fanatismo, ciego y suicida, va a ser uno de los temas esenciales en el siglo que vivimos, pero en el año 1938, la religión no figuraba entre los mayores focos de conflicto de occidente. Así, pese a que la impresionante novela de la que vamos a hablar parece ocuparse de ese fanatismo de un modo explícito, su autor no estaba en realidad hablando de religión sino de política. Alamut fue publicada en pleno apogeo de las dictaduras, y estaba sarcásticamente dedicada a Mussolini.

A pesar de haber publicado unas pocas obras más, el esloveno Vladimir Bartol es lo que en música se llama en inglés un one-hit wonder, es decir, alguien que ha triunfado con una sola canción o, en este caso, novela. Ello no obstante, la extraordinaria calidad de la novela le ha asegurado al autor un lugar en la historia de la literatura por una larga temporada.

De las muchas cosas buenas que se pueden decir de Alamut, quiero empezar por señalar que estamos ante una obra que, en buena medida, está basada en hechos reales, y que, cuando no es así, se remite a leyendas reales. La más fascinante de éstas nació de la pluma de Marco Polo, quien, al contrario de lo que nos cuenta en su conocido libro de viajes, ni visitó el castillo de Alamut ni conoció al Viejo de la Montaña, pues cuando, según su propia crónica, el inquieto veneciano se presentó en el lugar, el Viejo ya llevaba años muerto, y el castillo yacía en ruinas, arrasado por los mongoles, que no conocían la palabra "inexpugnable".

Fiesta y diversión en el campamento de verano

Pero antes de entrar en detalles, permitidme que haga las presentaciones. Aquí el castillo de Alamut, fortaleza conquistada en el año 1090, con argucias y sin violencia, por Hasan-i-Sabbah, también conocido como el Viejo de la Montaña. Aquí Hasan-i-Sabbah, reformador religioso convertido al ismailismo, una facción del islam, que se pasó parte de su vida buscando nuevos adeptos a su fe con el fin de crear una comunidad cada vez mayor y más poderosa para poder hacer frente al Imperio selyúcida, su mayor enemigo. Los miembros de la secta ismaelita fundada por Hasan-i-Sabbah pasaron a llamarse nizaríes, mientras sus detractores los llamaban Asesinos, antes de que el término adquieriera el significado que tiene hoy. Todo esto parece un poco complicado, lo sé, por lo menos a los que no estamos en absoluto familiarizados con la historia del islam, y así, en las primeras ciento y pico páginas uno se pregunta si la historia irá más allá de un retrato de esta fe en aquella época. Paciencia, lector, porque al cabo de unas pocas páginas más empieza una historia apasionante.

Cuenta el veneciano que el Viejo de la Montaña había creado en el valle de Alamut un paraíso como el que la religión nos promete si servimos bien a Dios. Allí llevaba a unos pocos de sus soldados, previamente drogados con hachís, que despertaban y se encontraban en mitad de esplendorosos jardines, exquisitos manjares y, por supuesto, bellísimas y serviles huríes que atendían sus deseos con celestial devoción. Después de pasar un día en ese edén, los Asesinos volvían a despertar en la fortaleza, con la convicción ahora de que el paraíso existe y ellos tienen un lugar asignado en él. Con semejante fe, el soldado cumpliría cualquier misión que se le encomendase y abrazaría con fervor la muerte.


Durante mucho tiempo se pensó que la palabra "asesino" procedía de "hashishin" o consumidores de hachís, algo aparentemente lógico por las razones mencionadas más arriba. Hoy, sin embargo se piensa que dicha etimología es incorrecta, aunque no se sabe con certeza su origen. En cualquier caso, las misiones que debían llevar a cabo los asesinos solían consistir en tareas de espionaje y, sobre todo, matar a califas, visires, sultanes y otros peces gordos (la palabra "assassin", en inglés, ha mantenido ese significado, pues sólo se utiliza para referirse al magnicida). Huelga decir que colarse en palacio ajeno para asesinar a un jerifalte suponía la captura y muerte del asesino, por lo que estamos hablando de los primeros terroristas suicidas de la historia. En una escena crucial de la novela, Bartol nos relata con absoluta maestría una de estas misiones suicida, mientras que en otra inolvidable escena nos muestra de manera espeluznante hasta dónde llega la fe ciega de estos fedayines.

Hassan-i-Sabbah, el Viejo de la Montaña

Mientras tanto, en Dakota del Norte, los soldados de Cristo que van al campamento de Kids On Fire School of Ministry no muestran tanto desprecio por la muerte, aunque Becky Fischer traza un inquietante paralelismo, amén de una evidente generalización, al decir que los cristianos tienen la obligación de entrenar a sus hijos ya que el enemigo (entiéndase, el islam) está entrenando a los suyos. "Quiero ver jóvenes tan comprometidos con la causa de Jesús como la juventud musulmana lo está con la suya. Quiero verlos entregar sus vidas por el evangelio, como hacen otros en Pakistán, Israel y Palestina". Ahí es nada.


Jesus Camp se centra en tres de estos jóvenes soldados: Levi, Tory y Rachael, niños de entre 8 y 10 años, inteligentes, elocuentes y, la verdad, encantadores. A Tory no le gusta Britney Spears, pues su música sólo habla de tonterías sobre chicos y chicas. Ella prefiere el heavy metal cristiano. Rachael, por su parte, va por la vida predicando la Palabra de Cristo, y la vemos en la bolera entregando a una joven información sobre el Camino de Dios. Levi sueña con llegar a ser predicador, y en el campamento tiene la oportunidad de empezar a prepararse. En otro momento de la película conoce a uno de los, a la sazón, reyes del sermón pentecostal: Ted Haggard, un personaje bastante repulsivo que no tiene palabras demasiado amables para el chaval, y al que vemos lanzando filípicas contra los homosexuales. (Lo más divertido del caso es que, al poco tiempo de estrenarse la película, se descubrió que, aparte de darle a la metanfetamina, el bueno de Haggard había tenido suficientes relaciones homosexuales como para escribir un par de volúmenes. El fanatismo a veces tiene estas paradojas).

Ted Haggard predicando el odio al homosexual, antes de que lo obligaran a salir del armario

Hay que reconocer que, pese a las lágrimas que se ven obligados a derramar de vez en cuando mientras confiesan sus terribles pecados, los tres parecen unos niños absolutamente felices, lo cual puede incomodar al espectador con ideas preconcebidas. Los directores de este extraordinario documental aseguran que su intención era retratar con absoluta objetividad este aspecto de la iglesia evangélica en el que convergen, por una parte, la fe y los intereses de los mayores y, por otra, los niños. En aras de esa objetividad, no hay una voz en off narrándonos los acontecimientos y presentándonos a los personajes, sino tan sólo unos escuetos créditos en determinados momentos. Y lo cierto es que se agradece no tener que oír la resabida voz y los topicazos del Michael Moore de turno. A diferencia de los sermones moralizantes de Moore, esta película está dirigida a personas que quieren ver, escuchar y sacar sus propias conclusiones. Y las conclusiones, por lo menos en mi caso, tienen más de interrogante que de certeza.

La certidumbre que nutre la fe de los Asesinos y los niños de Jesus Camp es un elemento fundamental para su misión en la vida. Sin embargo, el Viejo de la Montaña no tiene reparos en confesar a sus más íntimos colaboradores que la verdadera certeza que ha inspirado su cruzada particular es muy otra.

¿Sabes lo que enseña nuestra doctrina como la cumbre del conocimiento? -exclamé-. ¡Nada es verdadero, todo está permitido!

Así habla Hassan-i-Sabbah a su hijo, un vividor pendenciero del que reniega con crueldad. No debe verse en esta doctrina, sin embargo, un eco de Dostoievski. Más bien al contrario, este nihilismo, en palabras del Viejo, constituye una sofisticada e íntegra fe.

La sabiduría según la cual nada es verdadero y todo está permitido es, curiosamente, un arma de doble filo, estoy de acuerdo: el triste ejemplo de mi hijo lo muestra fehacientemente. Al que no le esté destinado desde el nacimiento no ve en ella más que un revoltijo gratuito de palabras vacías de sentido. Pero el que ha nacido para ella, encuentra una estrella maestra que lo guiará toda la vida...
A primera vista, parece inevitable, al leer Alamut, pensar en los movimientos terroristas que cada día asesinan a decenas de personas. Así lo hace la escritora Kenizé Mourad en su, por decirlo de una manera suave, prescindible epílogo. En una perla impagable, nos habla la señora de "los extremistas de cualquier calaña que se matan recíprocamente agitando la bandera de la Virgen, de Mahoma, de Krishna o de Baader-Meinhoff".

Pero Alamut es una gran novela y su mensaje va mucho más allá. Hassan-i-Sabbah es un personaje infinitamente más culto y complejo que cualquier imán radical, su filosofía es más rica de lo que su célebre cita (popularizada hoy por un juego de ordenador) nos puede dar a entender, y la tormenta espiritual por la que debe pasar Ibn Tahir, el otro personaje central de la historia, no la vería un yihadista ni en mil años que viviera.

Recreación algo fantasiosa del castillo de Alamut


jueves, 31 de marzo de 2016

El hombre y el oso


El amor por la naturaleza, como todos los amores, puede derivar en pasión, convertirse en obsesión, rebajarse a fanatismo y acabar en locura.

Timothy Treadwell era un chico normal, de familia de clase media, bueno en los estudios, excelente nadador, que un día se juntó con gente poco recomendable y empezó a darle a la bebida y las drogas. El problema se agravó cuando en un casting para hacer de camarero en la serie Cheers quedó por detrás de Woody Harrelson. Hundido en la depresión, Treadwell estuvo a punto de morir por una sobredosis de heroína. En ese momento, un amigo lo convenció de que hiciera un viaje a Alaska para alejarse del ruido y el mundanal vicio. Treadwell le hizo caso y en Alaska tuvo su primer encuentro con un oso grizzly, experiencia que, según él mismo, le salvó del mundo de las drogas y le reveló su destino. Por fin sabía para qué había venido al mundo.

Moriré por estos animales. Moriré por estos animales. Moriré por estos animales.

Treadwell pasó hasta trece veranos en el alaskeño (?) Parque Nacional de Katmai, y con sus documentales, entrevistas y charlas en los colegios, se hizo famoso tras labrarse una reputación como excéntrico ecologista, intrépido aventurero y, por supuesto, amante de los osos, de los que se consideraba, frente a la presunta incompetencia de las autoridades, el verdadero ángel guardián. Finalmente, Treadwell murió devorado por un oso. Con estas premisas, su inmenso talento y las grabaciones de Treadwell, Herzog nos narra una de sus inquietantes incursiones en el alma humana.


 En mis años más radicalmente ecológicos, yo ponía la vida de una foca o un lobo por encima de la de quienes los matan. Hoy, aunque sigo despreciando la caza o las corridas de toros, creo que he aprendido a ver las cosas en su justa medida. Algunos llaman a eso madurar; otros, hacerse conservador. La obsesión de Treadwell por los osos, como suele suceder con los que llevan la defensa de la naturaleza hasta el fanatismo, se fue manifestando en una creciente suspicacia hacia los humanos que desembocó en paranoia y hasta odio. Un momento muy revelador acerca de este comportamiento paranoico tiene lugar cuando Treadwell contempla, oculto y desde la distancia, a un grupo de hombres que ha venido a observar a los osos, sus osos. Estos observadores son conscientes de que están en "territorio Treadwell", y de hecho en otra toma vemos que nuestro protagonista, si bien sigue manteniendo respecto a ellos la distancia que debería mantener ante los osos, por lo menos ya no se oculta. Cuando los observadores se han ido, nuestro héroe nos muestra una inscripción que han dejado grabada en un tronco: hi Timothy, see you next year. Y según Treadwell, ese saludo no es nada menos que una amenaza. A continuación, nos enseña un "smiley" que han dibujado en una roca. Los ojos de este smiley, nos dice Treadwell, lo miran con odio.



En el documental sólo conocemos al Treadwell veraniego, como si, al igual que los osos, pasara largas temporadas hibernando. Presumiblemente, durante el resto del año se dedicaba a editar sus vídeos (llegó a grabar hasta cien horas) y a la concienciación social sobre los presuntos problemas del oso. Hay que hacer hincapié en la palabra presuntos porque el oso grizzly en Alaska no está en absoluto en situación de peligro. Treadwell afirmaba que estaba solo en la lucha contra la caza furtiva, (también afirmaba que pasaba los veranos completamente solo con los osos, aunque parece ser que eso era una mentirijilla para ayudar a construir su propia leyenda) pero los oficiales del parque afirman que nunca había habido un solo caso de furtivismo en la zona. Asimismo, frente a su reivindicación como defensor de los osos, el director del museo Alutiiq responde en el documental que Treadwell hizo más daño que bien a los grizzlies. "Intentó ser un oso", dice, "intentó comportarse como un oso, y los que vivimos en la isla, sabemos que eso no se hace, no puedes invadir su territorio". Al hacer que los osos se acostumbren a la presencia humana, añade, Treadwell en realidad ayudaba a los cazadores furtivos. Esta actitud irresponsable la hemos visto muchas veces, por ejemplo cuando supuestos defensores de los animales liberan cientos de visones en un habitat que no es el suyo, lo cual podrá ser bueno para su propio ego, siempre por encima del bien y del mal, pero es funesto para el equilibrio ecológico.

Jewel Palovak observa a Herzog, que escucha la grabación de la muerte de Treadwell

Cualquiera que conozca a Werner Herzog, director de Fitzcarraldo, Aguirre, la cólera de Dios o El enigma de Kapasr Hauser, sabrá perfectamente, aunque no la haya visto, que Grizzly Man no es una película sobre osos. Es más, me atrevería a afirmar que ni siquiera es una película sobre Timothy Treadwell. O no sólo. Más bien es una reflexión sobre la relación del hombre con la naturaleza, sobre la percepción, equivocada o no, que tenemos de ésta, así como una historia sobre uno más de esos hombres que encuentran en el mundo salvaje un refugio contra la sociedad, o, de manera algo más perturbadora, buscan refugiarse de sí mismos, personajes límite que tanto fascinan al director alemán.

 Lo único que queda de él son sus grabaciones. Y cuando vemos a esos animales disfrutando de ser ellos mismos, en su gracia y su ferocidad, una idea se vuelve cada vez más clara. No se trata tanto de una mirada a la naturaleza como a nuestro interior, a nuestra propia naturaleza. Y para mí, eso es lo que da valor a su vida y su muerte. 

Amie Huguenard, compañera de Treadwell, frente al oso que probablemente los mató

Leyendo las críticas de esta excelente película, uno se pregunta si no somos un tanto cínicos al calificar a Treadwell de loco e irresponsable. En primer lugar, es absurdo no reconocer el mérito de haber sobrevivido trece veranos junto a estas criaturas. El grizzly de Alaska es, junto con el oso polar, el oso más grande del mundo. Un macho grande fácilmente puede pesar 600 kilos y, si se pone de pie, llega casi a los tres metros de altura. Se trata, en definitiva, de uno de los depredadores terrestres más poderosos que existen. Treadwell, sin embargo, se acerca a ellos, los espanta si advierte intenciones hostiles, y llega a acariciar a los oseznos. Algunas de las imágenes grabadas por Treadwell, como la impresionante pelea entre dos machos, son dignas de los mejores profesionales de la BBC, y no cabe duda de que pocas personas han logrado pasar tanto tiempo tan cerca de estos osos. Además, como señala Herzog, aquel año, en lugar de partir al final del verano, Treadwell se quedó hasta entrado octubre. El oso que lo mató había llegado a esa zona del parque hacía poco tiempo, no "conocía" a Treadwell, estaba hambriento y necesitaba acumular grasa para el invierno, que estaba ya muy próximo. Podría decirse, pues, que Treadwell murió más por un descuido o por un exceso de cofianza, que por un comportamiento suicida.


 Un Treadwell delirante mandando a tomar por saco a las autoridades que intentan restringir su actividad

 Por otra parte, y contrariamente a lo que nos quiere dar a entender, no puede decirse que Treadwell llegara a interactuar con los osos. A lo sumo, éstos lo toleran, lo observan con curiosidad y quizá recelan de él, asombrados de que algo que parece comestible no salga huyendo al verlos. Pero por mucho que nuestro héroe les declare su amor eterno e incondicional, los osos se empeñan en no corresponderle.

Los seres humanos, sobre todo los que amamos a los animales, tendemos a proyectar en éstos las cualidades de nosotros mismos que nos parecen más admirables: la lealtad, la amistad, el amor filial o el sentido de la justicia, entre otras. Cualquier vídeo en el que veamos a un animal salvaje mostrar algo parecido a nuestras virtudes más nobles se convierte en viral de inmediato, y todos decimos entonces qué malas somos las personas y qué bondadosos e inocentes los animales. En ese esquema tan simple no cabe la realidad, que nos mostraría a depredadores devorando a su presa mientras ésta aún patalea; a orcas que matan a un ballenato para luego no comerse más que una aleta, a machos rivales de leones, tigres u osos matando a las crías de las hembras con las que quieren aparearse, o a prácticamente cualquier especie animal cometiendo actos que, entre los humanos, nos parecerían de una crueldad indescriptible. Naturalmente, los animales no son crueles... como tampoco son "buenos". Eso es lo que algunos amigos de los animales, como Timothy Treadwell, son incapaces de ver. Cuando unos lobos matan a una cría de zorro, un Treadwell desconsolado acaricia el cadáver de éste mientras le dice "te quise mucho, gracias por dejarme ser tu amigo".

No puedo dejar de pensar en que, en el rostro de todos los osos que Treadwell filmó, no puedo hallar ni rastro de solidaridad, de comprensión, de piedad. No veo más que la sobrecogedora indiferencia de la naturaleza. Ese supuesto mundo secreto de los osos, sencillamente, no existe, y esa mirada vacía no me revela más que un aburrido interés en la comida. Sin embargo, para Treadwell este oso era un amigo, un salvador.

En otras palabras, el oso Yogui no existe. Estos bichos matan.



Timothy Treadwelly Amie Huguenard, unos días antes de morir


Una de las escenas más inolvidables de la película es aquella en la que vemos a Herzog, de espaldas, escuchando la grabación que, de manera casual, recogió el ataque del oso a Herzog y su acompañante, a los que devoró. Jewel Palovak, antigua amiga y compañera de Treadwell lo observa sobrecogida. Al concluir, Herzog le pide que no escuche jamás esa grabación. Es más, le dice, debería destruirla. Ella le responde que así lo hará. No llegó a hacerlo, sino que decidió guardarla en una caja de seguridad en un banco. Desconozco si antes de eso alguien hizo una copia, pues es muy fácil encontrar supuestas grabaciones del horroroso ataque. Siempre me niego a ver vídeos de muertes, en primer lugar por respeto a la víctima, y en segundo lugar, por respeto a mi propia sensibilidad. Sin embargo, equivocadamente, pensé que una cinta de audio no podría ser tan perturbadora. Pues lo es. Y ni siquiera sé si es auténtica. 

Tráiler oficial de Grizzly Man

En definitiva, película fascinante. Herzog en estado puro.

Si Dios existe, estará muy orgulloso de mí. Si viera cómo los quiero... Es una buena obra... Moriré por estos animales. Antes no tenía vida. Ahora tengo una vida. (Timothy Treadwell)

Creo que el común denominador del universo no es la armonía sino el caos, la hostilidad y el asesinato. (Werner Herzog)


lunes, 29 de febrero de 2016

El acto de matar



Llevábamos media hora viendo The act of killing y mi mujer dijo que ya no podía más. Es una película impresionante, vino a decir, una historia increíble y tiene un planteamiento completamente original, pero ya he captado la idea, no puedo seguir.

Es posible que la maldad sea en algunos casos difícil de entender. Quizás, tras lo que vimos en el siglo XX y lo que estamos viendo en los comienzos de éste, la forma más sencilla que hemos encontrado para entender el mal sea aceptar no sólo que éste forma parte de nosotros, sino que cualquiera de nosotros puede ser capaz de cometer las mayores atrocidades imaginables. O, dándole la vuelta, que los actos más viles y salvajes son con frecuencia cometidos por personas con las que, en otras circunstancias podríamos haber compartido una cerveza y unas risas. Naturalmente, uno puede elegir entre otras muchas explicaciones, pues, sea el egoísmo, el fanatismo o la ausencia de valores, éstas nunca van a faltar.

Tráiler de The act of killing

Viendo The Act of Killing uno no puede evitar plantearse esa pregunta. ¿Qué lleva a un hombre que ha asesinado a sangre fría a centenares de personas, a celebrar y vanagloriarse de esos asesinatos, aún cuarenta años más tarde, con risas y al ritmo de un chachachá? Quizá ese propio hombre, llamado Anwar Congo, un seductor verdugo convertido en héroe, que de héroe pasa a payaso y de payaso a víctima, podría respondernos. Pero quizá no sea esa pregunta la que más le interesa al director, Joshua Oppenheimer.

Esta impresionante película recupera para la avergonzada memoria de la humanidad uno de esos genocidios que caracterizaron el pasado siglo y que, como otros, cayó en el olvido de todos salvo sus víctimas y familiares. En Indonesia, en 1965, tuvo lugar un fallido golpe de estado instigado, según la versión oficial, por el Partido Comunista de Indonesia, lo que dio pie, posteriormente, a la toma de poder por parte del general Suharto y a la represión brutal de los miembros del Partido Comunista y de cualquiera sospechoso de simpatizar con ellos. Todo ello, mientras occidente miraba a otro lado. Al fin y al cabo, estábamos en el momento más gélido de la Guerra Fría.

Joshua Oppenheimer junto a algunos de los protagonistas


El director no se centra en la historia de las matanzas. De hecho, en palabras del propio Oppenheimer, The act of killing no es un documental histórico, sino una película sobre la impunidad. Por ello no encontraremos testimonios de las víctimas. Asimismo, de los acontecimientos políticos que condujeron a aquellas matanzas no se nos ofrece más que la mínima información necesaria para poder entender quién se enfrenta a quién. O mejor dicho, quién secuestra, tortura, mutila y asesina a quién. Y lo hace con un truco narrativo, por llamarlo de alguna manera, nunca visto antes en un documental de esta naturaleza.

 Cuando se encontraba en Indonesia preparando el rodaje de un documental sobre un sindicato en una plantación en el norte de Sumatra, Oppenheimer observó que la gente no se atrevía a hablar. Descubrió que el origen de ese miedo se remontaba a cuarenta años atrás, y así fue cómo empezó a interesarse por las Masacres de 1965. Tras numerosas conversaciones y entrevistas con hasta cuarenta miembros de los escuadrones de la muerte indonesios, llegó hasta Anwar Congo, un hombre cuyo carácter campechano y aspecto de inusitada longevidad nos recuerda a los músicos de Buenavista Social Club. Oppenheimer consigue convencer a Congo para que se embarque en su proyecto de contar al mundo su versión de lo que ocurrió durante aquella siniestra época. Y claro, la versión de un verdugo es la que es, pero aquí entra en acción el genio del director...



 La organización paramilitar Pemuda Pancasila. Sobra todo comentario



... o no. O quizá sea el genio de la vanidad. O el de la imaginación.

Oppenheimer convence a Congo para que le hable de su modo de trabajo, y Congo se pone en contacto con sus colegas de torturas para recordar los viejos tiempos. Cuenta el director en una entrevista que el primer verdugo al que entrevistó le dijo: "deje que le muestre cómo maté a las Gerwani (el Ala de Mujeres Comunistas)". Acto seguido, el verdugo hizo venir a su esposa para recrear aquel crimen. "¿Qué está pasando aquí?", se preguntó Oppenheimer. Porque a partir de aquel momento esta reconstrucción de los crímenes se va desarrollando y haciendo más compleja y sofisticada, se convierte en el núcleo de esta extraordinaria película, y marca, probablemente, un hito en la historia de los documentales. 

Congo demuestra su habilidad con el alambre. Segundos después se marcará un chachachá, y el estrangulado dirá de él: "he aquí un hombre feliz"

Ver actos violentos reales es siempre desagradable. Cuando vemos escenas de asesinatos, torturas o ejecuciones en una película de ficción, la conciencia de que esa violencia no es real y esa sangre no es más que ketchup puede ayudarnos a soportarla. En The act of killing ese distanciamiento que produce la ficción es doble, ya que las escenas de tortura ni siquiera aspiran a ser ficticias. Es decir, en lugar de tener actores simulando una tortura real, tenemos a unos verdugos que discuten sobre el mejor modo de filmar un asesinato, mientras la víctima, con la navaja al cuello, sonríe a la cámara. Nada podría ser más falso. Pero lo que hace estas escenas tan difíciles de soportar es, precisamente, que sabemos que fueron reales. No tenemos, pues, el conocido recurso narrativo de la ficción dentro de la ficción, sino la realidad dentro de la realidad. Vemos a los asesinos gritar ¡corten, corten!, vemos a las víctimas levantarse, vemos a asesinos y asesinados comentando la jugada, pero vemos también a los niños, incapaces de entender el juego, llorando aterrorizados al ver a su abuelo golpeado y su aldea ardiendo.

 La glorificación televisiva (en un programa regional que indigna a los propios indonesios) de los asesinos

Poco a poco, como decía más arriba, el juego de la imaginación se va haciendo más sofisticado. De la reconstrucción de las sesiones de tortura pasamos, por ejemplo, a la filmación de las pesadillas de Congo. Sí, el verdugo admite que no ha dejado de tener pesadillas, y sitúa su comienzo en el día en que decapitó a un hombre y no le cerró los ojos, que no han dejado de mirarle desde entonces.

Pero si The act of killing es una obra maestra del cine documental, es evidente que no lo es sólo por mostrarnos la impunidad de un puñado de asesinos, así como la vergonzosa connivencia de un gobierno gangsteril. Su planteamiento, como ya hemos señalado, es pionero en el género y permite al director enfocar la historia de este genocidio como un estudio de la culpa, del remordimiento, de la vanidad, del modo en que funciona nuestra memoria, y de los mecanismos que empleamos para intentar defendernos de los fantasmas de nuestra conciencia. Anwar Congo se convierte así en mucho más que un vulgar ratero devenido sádico asesino que no sabe ni por qué mata. De hecho, hay quien ha relacionado la película con la obra de Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann. "Los actos fueron monstruosos, pero quien los cometió era una persona normal y corriente, ni diabólica ni monstruosa".

Gracias por haberme ejecutado

Cuando mi mujer se levantó para irse a la cama, me preguntó incrédula si pensaba seguir viendo esta película. Sí, le dije. Supongo que habrá algún tipo de desarrollo, no creo que sea simplemente una colección de escenas de tortura. Y efectivamente, lo hay.

En el rodaje de las diferentes escenas los verdugos hablan y discuten, entre otras cosas, sobre la conveniencia o no de realizar este documental. Todos ellos aman el cine, y afirman que se inspiraban en las películas de gángsters para algunas de sus ejecuciones. A uno de ellos el rodaje de este documental no le parece buena idea, ya que dañará su imagen, mientras que otro, Herman Koto, responde que es "la verdad" y la gente tiene derecho a conocerla. Algo parecido sucede cuando, en la reconstrucción de la masacre de una aldea, el ministro de (si no recuerdo mal) deportes, que está presente, sugiere, dirigiéndose a todo el equipo, que quizá esa escena sea mala para su reputación, pero al cabo de unos segundos se desdice y ordena que no se destruya esa escena, para que el mundo sepa que Pancasuli (la organización militar más grande de Indonesia, de la que todos estos asesinos son miembros) pueden ser aún más fieros. Y mientras todos ellos hablan, observamos que Congo cada vez guarda más silencio, y Oppenheimer nos lo muestra en algo que podrían ser momentos de reflexión.

 Congo viendo con sus nietos una escena de tortura

En este juego de realidad dentro de la realidad, surge, como en la obra de teatro a la que el rey Claudio asiste en Hamlet, la verdad. Un hombre que está a punto de participar como víctima en una escena de tortura cuenta entre risas cómo su padrastro fue asesinado por un escuadrón de la muerte. Recuerda que nadie, ni vecinos ni amigos, les ayudó a recoger el cadáver que estaba tirado en la calle, ja ja ja. ¿Tanto odiaba a aquel hombre o, sencillamente, aún hoy es incapaz de reprochar nada a los asesinos? Comienza el rodaje de la escena, y el hombre, que interpreta a alguien que sabe que va a morir, llora. Pero ese llanto, esas lágrimas y esos mocos son reales. Congo se lo mira en silencio. Más tarde él mismo se prestará a hacer de víctima en una escena parecida.

Como podéis ver en el póster que abre esta entrada, la película recibió numerosos galardones. Naturalmente, no se libró de algunas críticas, relativas, sobre todo, a la fidelidad a los hechos, a la línea entre realidad e imaginación, y a la manipulación por parte del director. En mi opinión, dichas críticas son injustificadas, pues parten de una premisa errónea: la de que estamos ante un documental al uso.

Y no penséis que os he contado demasiado. En absoluto. Como obra maestra que es, The act of killing esconde mucho más.





lunes, 29 de julio de 2013

De Rodríguez


Una de las cosas más saludables que puede hacer un buen marido cuando está de Rodríguez es ir al cine y, por una vez, comprobar que, al igual que los animales, los coches y los candelabros, también las personas hablan. Así que, animado por los comentarios y elogios de mis alumnos hacia esta película, esta tarde he ido al Verdi, que no pisaba desde hacía ocho años (premio para quien adivine cuántos años tiene el mayor de mis hijos).


Probablemente muchos conozcáis ya la historia de Rodríguez (apreciad ahora en todo su esplendor el sutil doble sentido con el que he titulado la entrada), que es como se conoce a Sixto Rodríguez. Desde que este Searching for Sugar Man ganó premios como el BAFTA y el Oscar al Mejor Documental, la historia de este albañil, hijo de mexicanos y nacido en Detroit, ha ido de boca en boca y de un programa de televisión a otro. Parece que sólo tipos como yo, que consultamos la cartelera de hace diez años antes de sacar un DVD de la biblioteca, no nos habíamos enterado de su existencia. No obstante, y como me consta que no soy el único padre devoto, os contaré, a muy grandes rasgos, de qué va la cosa.



A finales de los 60, Rodríguez, cantautor de extraordinario talento, y a quien los que lo conocían comparaban con Dylan, publicó dos álbumes repletos de grandes canciones que pasaron completamente desapercibidos en el mercado norteamericano. Rodríguez se vio obligado a retirarse de la música y dedicarse a la  construcción (en pequeñito, eso sí; instalando tejados y arreglando wáteres). Sin embargo, por esos azares de la vida, uno de esos álbumes viajó hasta Sudáfrica en la maleta de una turista. A los pocos años, Rodríguez se había convertido en un auténtico icono en Sudáfrica, y sus canciones se oían en casas, fiestas, programas de radio  y cualquier ocasión en la que hubiera música. 


Muchísimo más popular que los Doors o los Stones, Rodríguez fue en aquellos años una especie de símbolo de lucha contra el apartheid, y son varias las generaciones de aquel país que han crecido con su música. Cabe recordar aquí que, durante décadas, Sudáfrica fue un paria en la escena política internacional. Su inhumana política racista hizo que el país se viera aislado, boicoteado y despreciado a lo largo y ancho del planeta. Uno de los efectos menos esperados de las sanciones fue que de un éxito arrollador en la industria discográfica como el de Rodríguez ¡y en lengua inglesa! no se oyó ni hablar fuera de sus fronteras.



A lo largo de los años, Rodríguez llegó a vender medio millón de discos en Sudáfrica. Pero, y aquí viene lo bueno, él no tenía ni idea de ello y, huelga decirlo, no le llegó ni un duro. Su vida, de la que no se sabía absolutamente nada, estaba para los sudafricanos envuelta en misterio, y circulaban varias versiones sobre su muerte. Según una de ellas, se había prendido fuego en el escenario. Según otra no menos dramática, tras un concierto en que lo habían abucheado, se despidió del público y ante ellos se descerrajó un tiro en la sien.


Searching for Sugar Man nos cuenta la historia de dos sudafricanos que, a finales de los 90, se proponen averiguar qué fue en realidad de aquel "cantante maldito", auténtica leyenda de la música. Por lo visto la idea del doumental surgió cuando, en un viaje al país, el director sueco Malik Bendjelloul oyó la historia de boca de uno de ellos. Intrigado, empezó a investigar, escuchó su música y quedó prendado.



El resultado de las investigaciones de unos y la dirección de otro, un documental excelente basado en una historia tan real como increíble. Hay que decir, no obstante, que en algunos momentos ha primado el cine sobre la objetividad: después de consultar ya sabéis dónde, descubre uno que, aunque la película en ningún momento miente, sí omite por lo menos un dato que menoscababa ligeramente el mito que se pretende construir. Pero hecha esa salvedad, tengo que reconocer que Searching for Sugar Man me ha cautivado desde el primer momento y ha llegado a emocionarme. Y sobre todo, ¡qué puñado de grandes canciones!


viernes, 8 de febrero de 2013

Promises


Más Jerusalén, aunque este no tiene nada que ver con la novela de Lagerlöf. Se trata, eso sí, de una película que me ha emocionado, y así, una vez más, me veo obligado a proclamar mi entusiasmo a los cuatro vientos.
Promesas se grabó entre 1995 y 2000, y los directores Justine Shapiro, B.Z. Goldberg y Carlos Bolado, tuvieron que seleccionar de entre más de 170 horas de entrevistas para encontrar y construir una historia. La que nos cuentan al final es muy antigua y sencilla, y habla del odio entre dos comunidades, de la necesaria deshumanización del enemigo para que ese odio fermente, y de lo que sucede (o podría suceder) cuando dejamos que ese enemigo, tan parecido a nosotros, con el que compartimos profeta y origen semita, se presente ante nosotros y se revele, también, humano.


El documental consta casi exclusivamente de entrevistas a siete niños que residen en Jerusalén o cerca de la ciudad. Son niños de ambas comunidades y de los más diversos ambientes familiares y sociales. Hay dos gemelos de familia laica, descendientes directos de un superviviente de la Shoah; un estudiante de la Torah, hijo de un rabino; una niña cuyo padre lleva dos años encarcelado y a la espera de juicio por su relación con el FPLP; un palestino residente en Jerusalén; un niño que vive en un asentamiento, y otro que lo hace en un campamento de refugiados. Muchos de ellos viven apenas a 20 minutos unos de otros, pero la mayoría sabe que sus vidas jamás se cruzarán y están convencidos de que así es como debe ser.


El trabajo de edición es excelente, y la historia, que, repito, se basa en entrevistas a niños, no tarda más que unos minutos en enganchar al espectador, que en todo momento sabe, cree saber, y quiere creer que sabe adónde nos quieren llevar los directores. B.Z. Goldberg, nacido en Jerusalén pero criado en EEUU, es la voz narradora, y su cara amable hace dudar a los niños que dicen que los judíos son malos.
-Pues yo soy judío.
-No, yo hablo de los judíos de verdad, no los americanos.


Algunas escenas son verdaderamente magistrales, no tanto por el talento del director como por la habilidad para estar ahí, como se dice de los fotógrafos y los delanteros centro. Una de ellas es cuando habla Raheli, la niña de una familia ultraortodoxa que vive en uno de los polémicos asentamientos. El director le pregunta cómo imagina su futuro, y la niña, muy mona ella, se lanza a narrarnos su vida como buena madre, mejor esposa e intachable judía. Al tiempo que nos lo cuenta, y la historia dura unos cuantos minutos, no deja de pelearse con dos sillas de plástico que no consigue separar, mientras su hermano juega con el ordenador.
En otro momento, los gemelos y el director visitan el muro de las lamentaciones. Allí está en ese momento el hijo del rabino. No llegan a compartir plano, y los gemelos le cuentan a Goldberg que sienten miedo ante los propios judíos ortodoxos. Para ellos, esas personas son más extrañas y están más alejadas de ellos de lo que puede estarlo los palestinos.


Como ya he dicho antes, la historia que se nos cuenta es muy antigua, sencilla y también descorazonadora. El conflicto seguirá. Ha de seguir. Dios nos dio esta tierra. Esta tierra es nuestra. Pero para que los niños hereden el conflicto, es necesario que hereden el odio, y para ello, han de heredar el lenguaje, un lenguaje que a veces no es más que una sucesión de dogmas. Al espectador se le ponen los pelos de punta al oír a un niño decir que Dios entregó Israel a los judíos, y a otro hablar de cómo le gustaría matar a los del otro bando. Y pese a todo, uno no puede evitar coger cariño a casi todos los niños, incluso al repelentillo estudiante de la torah, que se granjea las simpatías del respetable merced a un entrañable duelo de eructos con el niño árabe que se acerca a tontear frente a la cámara.



Conforme nos acercamos al final del documental, aumenta la esperanza y nuestras vías lacrimales empiezan a tener más trabajo. (No os preocupéis; no revelo más que lo que podéis leer en la carátula del DVD). Faraj, que no ha dejado de hablar del odio que tiene a los judíos, se pone la mar de contento cuando el director le pone al teléfono con uno de los gemelos. En ese momento vemos el alivio que supone para un niño poder comportarse como tal, y dejar de lado por un momeento el odio que familia, amigos y circunstancias le han inculcado desde la cuna. La trivialidad de la conversación es tan hermosa que, literalmente, se nos saltan las lágrimas. ¿Qué deporte practicas? ¿Te gusta la pizza? En el campamento de refugiados no hay pizza.
Y eso es sólo el principio de una hermosísima escena.


No sé si habré conseguido abriros el apetito, pero en cualquier caso, aquí tenéis el documental, enterito y doblado al español. (Por lo visto, cuatro años más tarde el mismo equipo rodó un breve reportaje para ver qué había sido de aquellos niños. Inexplicablemente, dicho reportaje no está en el DVD y no he podido encontrarlo en ningún lado.)


lunes, 4 de octubre de 2010

Shoa, de Claude Lanzmann



¿Es posible, para alguien que no lo vivió, llegar a describir de manera imaginable el horror del holocausto? Las imágenes de excavadoras amontonando esqueléticos cadáveres en una fosa es algo que, para el director francés Claude Lanzmann, mediatizaría ese horror. Vendría a ser como decir "sé que el holocausto fue horroroso porque he visto imágenes de los judíos en Auschwitz". Pero la vista, en este caso, actuaría como intermediaria entre el horror y el espectador. Si sabemos que el holocausto representa el horror más absoluto es porque hay personas que lo vivieron y nos lo han contado. Por eso en Shoa no hay una sola imagen, no ya de los judíos en campos de concentración, sino tampoco del periodo nazi.
Shoa está construida exclusivamente a partir de entrevistas con personas que de alguna manera u otra, fuera como víctimas, verdugos, o testigos, se vieron envueltas en el exterminio. Y uno puede pensar que nueve horas de entrevistas puede ser tedioso. Pues se equivocaría. Shoa es un documental fascinante y de una belleza pavorosa.
Como documental sobre el holocausto, Shoa supuso, pues, una revolución. Y no exageran quienes dicen que esta es la película definitiva sobre el tema, aunque sea tan sólo por el hecho de que dentro de unos años morirá el último superviviente de los campos. A partir de ese momento, el holocausto será algo remoto, ajeno, un horro que nos llegará "mediatizado". Eso, y muchísimo más, es lo que confiere a Shoa un valor incalculable como documental: en él tenemos reunidos probablemente por única vez todo tipo de testimonios directos.
La película, cuyo rodaje llevó a Lanzmann casi una década, contiene momentos absolutamente terroríficos y espeluznantes, a la vez que de gran belleza. Desde la primera escena, en la que la víctima Simon Srebnik, el niño al que los alemanes obligaban a cantar alegres cancioncillas, pasea por un precioso prado, y recuerda cómo 30 años atrás, ahí estaba el campo de Chelmno, hasta la entrevista a Franz Suchomel, antiguo oficial nazi (a quien el director promete anonimidad y le oculta la presencia de una cámara), pasando sobre todo por las entrevistas con los campesinos polacos. 
Como digo, la película dura nueve horas, y naturalmente debió de haber docenas de horas de filmación. Pero el trabajo de edición es absolutamente prodigioso. En un momento dado, escuchamos el testimonio de Richard Glazar, uno de los judíos de clase más acomodada que viajaron cómodamente en los trenes de la muerte ignorante de su destino. Y de repente nos cuenta cómo, al atravesar los campos polacos, vio a un joven campesino que, al paso del tren, hizo el gesto de pasarse el índice de un lado a otro del cuello. Glazar, cuarenta años más tarde, parece, todavía hoy, más desconcertado por ese gesto que aterrorizado. ¿Cómo puede un ser humano tratar así a otro? E inmediatamente vemos a Lanzmann entrevistando a un desagradable campesino polaco que reconoce, entre risas, haber hecho ese gesto a la vista de los trenes. Por unos segundos creemos que el director ha encontrado a ese joven que Glazar vio. Pero la verdad es aún más espeluznante, como comprendemos al escuchar a más y más campesinos que reconocen que hacían ese gesto.

Nueve horas de absoluto genio dan para muchos momentos memorables, y sería imposible recordar aquí ni siquiera una quinta parte de ellos. Pero como muestra un botón:

Simon Srebnik regresa al pueblo que lo vio convertirse en víctima y bufón de los nazis. Lo vemos a la entrada de la iglesia, rodeado de sus antiguos vecinos. Todos ellos se acuerdan de él, "por supuesto", con gran cariño. Simon, en medio de ellos, parece feliz. Poco a poco, su sonrisa se va congelando cuando de nuevo comienza a salir a la luz los reproches, las acusaciones, y el miedo.

Abraham Bomba, cortando el pelo a un cliente a la vez que recuerda cómo le obligaron a cortar el pelo a las mujeres antes de que éstas fueran gaseadas, se derrumba al recordar el momento en que su amigo ve a su mujer y su hermana entrar en la cámara de gas.

Lanzmann nos lee la carta a un alto cargo nazi sobre cuestiones logísticas: el uso de los camiones de gas, cómo conservar mejor el material, hacer más productivos los transportes. Se trata de una carta absolutamente espeluznante. La consideración de un grupo de seres humanos como ganado, o incluso peor, nunca ha sido reflejada de manera más elocuente, científica y terrorífica.

Filip Müller, que en todo momento muestra una impresionante entereza y se revela como un narrador extraordinario, suplica a Lanzmann, con lágrimas en los ojos, que interrumpa la grabación cuando se ve obligado a recordar el momento en que el grupo de checos de Theresiendstadt iba a ser gaseado. Confiesa que en aquel momento, al ver que hombres, mujeres, niños y ancianos iban a ser gaseados, quiso despedirse de la vida, y se introdujo en la cámara de gas. 

Jan Karski, correo clandestino durante la guerra, rememora, contra su voluntad ("sé por qué hace usted esto; se trata de un documento histórico, pero en 35 años jamás he vuelto al pasado"), su actividad como mensajero entre Polonia y los aliados, y su visita al guetto de Varsovia.

Franz Suchomel, que accede a dar la entrevista bajo la condición de que no se grabe ni se mencione su nombre. No sabe que Lanzmann lo está grabando con una cámara oculta, y que tiene toda la intención de incluir su testimonio, con nombre y apellidos, en el documental. Como el resto de nazis que aparecen en él, Suchomel niega haber tenido conocimiento de los campos de exterminio hasta que llegó a Treblinka. Expresa en repetidas ocasiones el horror que le produce recordarlo y la compasión que le inspira el destino de los judíos. Uno no deja de tener la sensación de que son palabras huecas. Lanzmann intentará extraer de Suchomel, como de otros, algo, no se sabe muy bien qué. ¿Un sincero arrepentimiento? ¿Una petición de perdón? Antes de que eso pudiera producirse, nuestra mente tendría que concebir lo inconcebible: que un ser humano que perpetró semejantes atrocidades pueda seguir viviendo con esa culpa dentro. Al monstruo solo le queda esconderse de sí mismo, negar sus propios recuerdos, desdoblarse en dos: el yo de antes, y el de ahora, que jamás permitiría lo que aquél permitió.
Euna de sus últimas apariciones, vemos a un Suchomel cada vez más envalentonado entonando la canción que les obligaban a aprenderse a los judíos en Treblinka, canción que debían cantar para infundirse ánimos al ir a trabajar.

Como no podía ser de otra manera, tratándose del pueblo judío, la película ha sido y es una fuente de polémica. Se ha acusado al director de Shoa de ofrecer un retrato nada favorable del pueblo polaco, haciendo caso omiso de numerosos testimonios de su ayuda y colaboración con los judíos. Se le acusa de insistir en la pasividad y la indiferencia de los polacos ante la masacre del pueblo judío, y Lanzmann ciertamente insiste en sacar a la luz el odio ancestral que parte del pueblo polaco sentía por sus vecinos. No sólo fueron muchos, dicen esas voces, los polacos que, jugándose la vida, ayudaron al pueblo judío, sino que fueron muchos también los pueblos que hicieron la vista gorda ante el holocausto. Es fácil entender esas críticas (en sus entrevistas, Lanzmann sabe llevar al interlocutor a su terreno, a veces de forma sutil: "qué casa más bonita, ¿y qué significan esos dibujos?", otras más directo, "está usted contento de que ya no haya judíos?"), pero creo que los que la hacen pecan de un exceso de susceptibilidad. El antisemitismo ha existido siempre. Existió en Polonia, que es donde se encontraban la mayoría de los campos de concentración y exterminio, entre ellos los de de Chelmno, Sobibor, Treblinka, Auschwitz y el guetto de Varsovia. Así, Lanzmann no nos puede mostrar el antisemitismo de Rumanos, Húngaros o Rusos. Lanzmann quiso hacer un documental no solo sobre el exterminio, sino también sobre el modo en que la vida seguía para la población sometida, mientras a unos centenares de metros se quemaban cuerpos humanos en masa. Para desgracia de judíos y polacos, eso sucedió en Polonia. 
La película se cierra con el testimonio de dos supervivientes del ghetto de Varsovia. Itzhak Zuckermann, destrozado por su experiencia y por el alcohol, es incapaz de pronunciar una sola palabra. El otro, Simha Rotem, nos proporciona el testimonio que pone fin al documental, un testimonio que posiblemente representa la desolación más absoluta que puede sentir el ser humano. 

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