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domingo, 30 de julio de 2017

¡Libros, cerveza, cooooca-cola!


Si compráis un mojito en la playa a un vendedor ambulante, probablemente tengáis la ligera sospecha de que el ron no será de la mejor calidad, ¿verdad? En realidad, os conformáis con que os refresque y no os envenene. Pues bien, de igual manera, no seáis muy exigentes con estas minireseñas escritas a vualapluma y que en realidad son bocetos de entradas que no llegaron a ver la luz. Os garantizo que al menos no producen indigestión.


Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos

Mi intención era dedicar una entrada exclusiva a este novelón. Antes de ello, habría publicado otra entrada anticipatoria en la que no habría más que una pregunta: ¿cuáles son, en vuestra opinión, las obras cumbre de la literatura en español que casi nunca nos vienen a la mente cuando nos hacen esta pregunta? Un poco rebuscado, ya lo sé. Mi intención era demostrar que la obra ganadora era ésta, pues esperaba que nadie la mencionara. Chorradas de bloguero para crear expectación e introducir un poco de novedad.

Luego fue pasando el tiempo, se me comió la pereza, y no me queda ahora más que el grato recuerdo de una lectura impresionante, densa, oscura, de prosa deslumbrante y que en muchas ocasiones me sobrepasa. Ésta era, en realidad, mi segunda lectura de esta novela, aunque no recuerdo si la llegué a terminar la primera vez. Sí recordaba las primeras páginas, desde luego, y sobre todo ese párrafo inicial difícilmente superable. Podría citarlo, desde luego, pero, con las maletas a medio hacer, os animo a que lo descubráis vosotros solitos.

En Yo, el Supremo, Roa Bastos novela la vida de José Gaspar Rodríguez de Francia, dictador de la República del Paraguay desde 1814 hasta 1840, y que, en efecto, se hacía llamar Karaí-Guasú, que en lengua guaraní viene a ser el Supremo. Gran parte de los hechos narrados son, pues, verídicos, y a ratos uno echa de menos un cursillo intensivo previo sobre la historia del Paraguay. Sin embargo, es la técnica literaria, la audacia del autor, y su increíble inventiva lingüística lo que hacen que el lector, que con frecuencia se encuentra perdido, se quede maravillado. Así, en los trozos aburridos, que los hay, uno puede desconectar de la trama, que inevitablemente va unos metros por delante, y no obstante disfrutar. Merecería una trilectura y una reseña algo más apañada.


La casa del malecón, de Yuri Trifónov

También quería continuar la serie de novelitas soviéticas con ésta y alguna más. De buenas intenciones están los blogs llenos.

Lo que más sorprende de esta historia es que la casa del malecón que da título a la obra no es lo que podría parecer. No es la humilde morada donde el narrador creció con su abuelita y cuyo recuerdo, junto con la esperanza de volver a cruzar su umbral, le ha ayudado a seguir adelante en los momentos más difíciles del estalinismo. Nada de eso. En realidad se trata de un edificio con una historia muy peculiar.

Si bien el nombre de Дом на набережной lo popularizó esta novela, el edificio era conocido de todos los moscovitas. Se construyó entre los años 1927 y 1931, y era un bloque de apartamentos de lujo para la élite del gobierno soviético. Se ve que al Padrecito de los Pueblos le gustaba tener a sus colaboradores bien a mano para lo que pudiera surgir. Así, hasta un tercio de sus residentes desaparecieron durante los años del terror. Pasada aquella época, la propia familia del autor se trasladó allí. Y de ahí nace la historia que nos cuenta esta novelita relativamente breve, triste, muy interesante, con unos personajes perfectamente retratados, aunque con un estilo quizá un pelín ampuloso en ocasiones.



The real life of Sebastian Knight, de Vladimir Nabokov

Después de leer Opiniones contundentes, de nuestro amigo Nabokov, no podía dejar de leer alguna de sus novelas, y la biblio de la escuela me ofrecía ésta. Qué puedo decir, todavía estoy por encontrar una novela de este autor que no sea una obra perfecta en su construcción. Aquí encontramos algunos de sus temas predilectos: la búsqueda, el exilio, la crítica de la crítica y el juego de identidades. Una gozada.



Chernobyl prayer, de Svetlana Alexiévich

Tras la inventiva de Nabokov, me apetecía un baño de realidad, con lo deprimente que puede llegar a ser eso.
Este libro es impresionante, me dijo mi mujer en cuanto empezó a leer este libro. Al cabo de un tiempo, cuando me disponía a leerlo yo, le pregunté qué le había parecido. Un poco repetitivo, me respondió, y añadió que lo había dejado a la mitad, lo mismo que le ocurrió a un compañero de mi trabajo.

Traducido al español como Voces de Chernóbil, este libro de la Nobel  de Literatura de 2015 consiste en una serie de testiomonios de personas que sufrieron de manera directa el desastre de la planta nuclear de Chernóbil, en 1986. El primero de esos testimonios, el de la esposa de uno de los primeros bomberos que actuaron en la zona, es, en efecto, impresionante y desgarrador, y el lector piensa que no podrá aguantar muchas páginas con tanto dolor. Sin embargo, más que recrearse en el dolor, con los testimonios recogidos Alexiévich quiere hacer hincapié, sobre todo, en el desconocimiento de las verdaderas consecuencias del desastre a largo plazo, no sólo en lo que respecta al medio ambiente, sino también en la sociedad. En este sentido, hay que destacar que el país que resultó más afectado por la catástrofe no fue Ucrania, donde estaba la planta nuclear, sino Bielorrusia.

Creo que es justo reconocer que sí, que al cabo de un rato la lectura puede hacerse repetitiva. Son, por ejemplo, muchos los personajes que nos hablan de esas patatas y esos nabos tan hermosos y tan lozanos, y que sin embargo tenían prohibido comer. No obstante, se me ocurre que la fuerza de esta obra surge precisamente de dicha acumulación de testimonios y de su valor periodístico. Las voces que escuchamos en estas páginas nunca han sido escuchadas en profundidad. Reporteros y corresponsales de occidente quizá les dieron unos segundos para responder a ¿cómo lo vivió usted?, y científicos de todo el mundo se han interesado en su uso como cobayas. Pero escuchar esas voces era algo que nadie había hecho. En palabras de un profesor universitario:

Apenas hay libros sobre ello. ¿Piensa que es casualidad? Se trata de un episodio que todavía no forma parte de nuestra cultura. Es demasiado traumático. Y nuestra única respuesta es el silencio. Cerramos los ojos, como niños, y pensamos que así nos ocultamos. Algo se está acercando a nosotros desde el futuro, pero es demasiado enorme para nuestra mente.

Más allá de la historia de Chernóbil, este libro nos habla también del desmoronamiento del imperio soviético. ¿Repetitivo? Sin duda, y apabullante.
Human universe, de Brian Cox

La catástrofe de Chernobyl y algunos de los comentarios por parte de los entrevistados acerca del átomo, la radiación y la fusión nuclear, me dieron ganas de profundizar un poquito sobre el estudio de la materia. Podéis reíros.

Este libro vino después de la serie del mismo título de la BBC, la calidad de la cual se da por sentada. El libro, desde luego, es tan interesante como promete, lo cual, en no poca medida, se debe al autor y presentador, físico, profesor y músico, de aspecto y estilo desenfadado, pero embriagado de pasión por su trabajo.

Human universe se ocupa de algunas de las grandes preguntas que se ha estado haciendo el homo desde que se convirtió en sapiens. Nuestro lugar en el universo, nuestro origen, por qué estamos aquí, si hay vida más allá o qué nos depara el futuro son, entre otras, algunas de esas cuestiones. A los que acostumbramos a leer ficción o, a lo sumo, libros de historia o biografías, nos sorprende, creo, el modo de razonar tan lúcido y pragmático que tienen los científicos o, cuando menos, las mentes privilegiadas (a mi lado, desde luego, Cox lo es).

Como libro de divulgación, no hay duda de que Cox cumple con creces, hasta el punto de que ya me he agenciado la New Guide to Science de mi querido Asimov.

¡Vivir!, de Yu hua

A veces me da la impresión de que la mayoría de los lectores conoce muy bien cuáles son sus gustos literarios y que éstos son muy específicos. A uno le gustan los clásicos (léase, las novelas del XIX), a otro la ciencia ficción, a otra la literatura inglesa, y a aquél de allá las biografías. Yo no sabría decir qué tipo de literatura me gusta, ya que esto supondría dejar de lado todas las demás. De hecho, nada me gusta más, de vez en cuando, que romper esa cadena de lecturas en la que un libro nos lleva a otro, y leer algo que, por decirlo de alguna manera, no viene a cuento.

Antes de hacer estupideces como La gran muralla, que mi hijo me infligió hace unas semanas, Zhang Yimou hacía películas maravillosas que el cine Verdi nos permitía disfrutar a los barceloneses (Silvia, cada día añoro más aquellas noches de cine y té que pasamos). Entre ellas, Sorgo rojo, La semilla de crisantemo o ¡Vivir!, la última de las cuales está basada en una novela del autor Yu Hua.

De modo parecido al de Mo Yan en su extraordinaria Sorgo rojo, Yu Hua nos cuenta aquí dos historias: la historia humana y la Historia del país desde la época de la Guerra Civil China. Aunque una y otra transcurren de modo paralelo, el lector asiste de manera directa a las desventuras de Fugui, mientras los acontecimientos históricos son apenas un eco lejano que nos viene desde la otra orilla del río. Poco a poco, sin embargo, los tambores de guerras, grandes saltos adelante y revoluciones inculturales retumban con más fuerza, hasta que su cruel presencia acaba por imponerse en la vida de este pobre Job chino. Una historia sencilla y poderosa, a la que la película del otrora gran Yimou hizo plena justicia.


Man's search for meaning, de Victor Frankl

Luego pensé que tanto llorar y tanto sufrir no servía para nada. En un momento como ése, no quedaba más remedio que pensar en cosas prácticas, tenía que preparar un funeral decente...
... Todos los muertos quieren seguir vivos, así que tú, que estás vivo y coleando, no tienes que morirte. Tu vida te la dieron tus padres -añadí-. Si no la quieres, antes deberías pedirles permiso a ellos.

Viktor Frankl fue neurólogo, psiquiatra y superviviente del holocausto, y si habéis leído este libro, convendréis en que su faceta de superviviente es inseparable de las otras dos. Man's search for meaning (El hombre en busca de sentido) fue publicado en Austria en 1946, y cuesta imaginar el modo en que fue recibido por el público y la crítica en general. Apenas un año después de la catástrofe que ha arrasado Europa, y con un mundo que aún no ha empezado a captar la magnitud de Auschwitz, ¿y aquí una víctima del genocidio nos viene con un mensaje vital y positivo?

A diferencia de otros testimonios sobre la Shoah, Frankl no se detiene en los detalles de los horrores del campo de concentración. Su interés se centra, en primer lugar, en la psicología de los prisioneros en esas condiciones inhumanas, que nos describe de un modo científico sin dejar de ser profundamente humano. En segundo lugar, y como psiquiatra, Frankl se propone dar una respuesta a la pregunta implícita en el título: ¿cuál es el sentido de la vida? Observad, sin embargo, que con el fin de evitar dar pie a elucubraciones metafísicas, la pregunta debería matizarse: cuando uno, como le ocurrió al propio autor, ha perdido a todos sus seres queridos de la manera más cruel imaginable, ¿tiene algún sentido la vida?

Para dar respuesta a dicha pregunta, Frankl recurre a la logoterapia, fundada por él mismo. La voz y las palabras de Frankl son fascinantes, y aunque en más de un momento el lector pueda dudar de la efectividad de dicha terapia, su relevancia e influencia son indiscutibles. Tanto es así que, en ocasiones, mientras estaba leyendo ¡Vivir!, no dejaba de acordarme de esta pequeña joyita. De hecho, las dos citas que habéis visto más arriba no son de Frankl, sino de la novela de Hua.



Y se acabó lo que se daba. Este año voy a una zona diferente de Inglaterra, así que, a la vuelta, espero poder contaros algo interesante. No faltaré a mi cita con las charities, aunque me temo que el Bookbarn me va a quedar demasiado lejos. En todo caso, ¡buen verano y felices lecturas!

lunes, 27 de marzo de 2017

I'm still standing


Debo admitir que, metido como estoy en las 700 páginas de vellón, y en ruso, de El primer círculo, de Solzhenitsyn, mi ritmo lector se ha ralentizado hasta poner en peligro mi querido blog. Creo que empecé la gran obra del ruso hace más de cinco semanas, y me dice el kindle que no llevo leído más que el 37%. Así que, con el fin quitar un poco de óxido al blog y mantener sus constantes vitales, qué mejor que publicar un resumen de algunas otras lecturas, de ésas de siempre, de las que no secuestran nuestra capacidad lectora durante tres meses.


El hombre inquieto, de Henning Mankell.

El thriller nórdico habitual de principios de año. Éste es el último en la serie de Kurt Wallander, y no fue demasiado bien recibido por la crítica. Decían algunos que quedan demasiados hilos sueltos al final, que se advierte cierta pereza o cansancio en la escritura de Mankell, y que hay demasiadas coincidencias muy convenientes para la solución del caso y que son demasiado poco creíbles. Esos tres reproches, de hecho, están muy relacionados, y no sé hasta qué punto están justificados. Quizá sea cierto que el autor quería acabar ya con su icónico personaje, y que deja algo de lado la escrupulosa atención al detalle y a la estructura de la novela que le pedimos a un buen thriller. Mankell desvía el foco hacia el declive de Wallander, y a los amantes del thriller eso les parece imperdonable. Quizá sea por eso que a mí, sin llegar a entusiasmarme, sí me gustó, si bien creo que el final del detective, el verdadero final, el definitivo, merecía más páginas que las que le dedica el autor.


The girl on the train, de Paula Hawkins

Otro thriller de lectura compulsiva, que se lee en una o dos tardes, y se olvida todavía más rápido. Una historia que engancha, sí, como se engancha la manga de la chaqueta con el pomo de la puerta, o un chicle a la suela del zapato. Hay autores, y sobre todo, hay miles de lectores que consideran el susodicho enganche una gran virtud, ya sabéis, ese famoso "me atrapó desde la primera línea", lo cual explica el éxito de aquel no sé qué Da Vinci. A mí, qué queréis que os diga, cada día me gustan más los libros que te aburren desde la primera línea.


Sweet caress, de William Boyd

Esto ya es otra cosa. William Boyd vuelve a uno de sus argumentos favoritos, el de contarnos la historia del siglo XX a través de la vida de una persona. Lo hizo en Las nuevas confesiones, que no he leído; lo repitió en Any human heart, que no dejó de irritarme hasta que lo abandoné, y lo ha vuelto a hacer en este Sweet caress, traducido al castellano de manera correcta y pusilánime como Suave caricia. Estamos ante una novela excelente, en la que Boyd consigue lo que, a mi juicio, no conseguía en Any human heart: crear un personaje creíble cuyas andanzas, desventuras y vicisitudes nos interesen. El lector no tiene por qué encariñarse con el personaje, pero sí hay que pedirle a éste que, por lo menos, no nos toque las narices. Y con Amory Clay, la protagonista de esta historia, Boyd da en el clavo.

A través de los ojos y, sobre todo, de la cámara de Amory, nacida en 1908 en una familia aristocrática venida a menos, vemos desde el nacimiento del nazismo en el decadente Berlín de los años 20 hasta la guerra de Vietnam, pasando por el movimiento fascista en Londres o la Segunda Guerra Mundial. Entre la narración de los hechos por la propia Amory tenemos extractos de su diario de 1977, cuando, alejada del mundo en el que siempre ha vivido, la ciudad, los aeropuertos, el peligro, y apenas un puñado de hombres, pasa sus últimos días en una modesta casita de una isla del norte de Escocia.

Pero Sweet caress tiene algo que la hace especialmente atractiva para los mataos como yo que tenemos ínfulas literarias. ¿No os habéis pasado alguna vez por un mercado de artículos de segunda mano y os habéis parado a mirar los puestos de fotos antiguas? Se trata de fotos hoy absolutamente anónimas, adquiridas por vaciapisos tras el fallecimiento del propietario de un inmueble. ¿Verdad que es imposible, al verlas, no preguntarse por la vida de esas personas, por su historia, su descendencia, si estarán vivos todavía y decirse hay que ver, tanta felicidad, tanta ilusión (son fotos familiares, no hay momentos tristes) para luego acabar en un mercado polvoriento, a diez fotos por un euro? Pues lo que hizo Boyd fue adquirir a lo largo de los años ese tipo de fotos, y construir con ellas su historia. No las compró al azar, una idea quizá aún más atractiva, sino que, con la historia ya construida en su cabeza, sabía muy bien lo que estaba buscando. Y con esta novela, lo borda.


La casa dorada de Samarcanda, de Hugo Pratt

Quiso la casualidad que leyera esta maravilla justo después de terminar Setting the east ablaze, de Peter Hopkirk. No debía sorprenderme, dado el asiático título, pero aún así, tras haber pasado tantas horas leyendo sobre Enver Pachá (cuya legendaria muerte Pratt nos presenta "en directo"), el ejército bolchevique o el emirato de Bujara, entre tantos otros, volver a encontrarme esos escenarios en las gloriosas viñetas de Pratt provoca algo parecido a la emoción. Más aún cuando Corto nos habla de Alamut, del cual ya hablamos por aquí, o de los adoradores del diablo, que tan bien nos describía aquí Kurban Said, o de Kipling y su Gran Juego, que nos remite de nuevo a Hopkirk; cada página de este libro consigue eso tan difícil en la literatura como es conseguir que un viejo amigo nos abra una nueva puerta.
Este es un Corto en el que, a diferencia de La balada del mar salado, Pratt se introduce en el subconsciente de su héroe. Nos presenta sus sueños y sus alucinaciones, y con ello consigue que veamos en la sorprendente introducción de su doble algo mucho más profundo que un mero truco para crear confusión entre sus enemigos. Gran Juego, aventuras a porrillo, psicología y una auténtica gozada de lectura.

En fin. Se acabó lo poquito que se daba. Si el señor Solzhenitsyn me lo permite, espero recuperar pronto mi ritmo publicador. Dura vida la del bloguero amateur.


viernes, 1 de julio de 2016

Rebajas de verano


¡Ya están aquí y vienen más refrescantes que nunca! Cinco reseñas de saldo, con hasta un 80% menos de palabras, para que vayas menos cargado y disfrutes más de la playa.


The children act, de Ian McEwan, traducido al español como La ley del menor.

Flojito, flojito. McEwan parece haber escrito esta novelita con desgana, como quien cumple un trámite. A primera vista, uno diría que le falta pasión, pero, bien mirado, la pasión no suele ser lo que hace grandes las grandes novelas de este autor, sino un encomiable afán de meter el dedo donde más duele y hacerlo con elegancia. La elegancia está presente aquí, una elegancia sosa, monótona y predecible, una elegancia de oficinista de la city. Y eso que el argumento tenía potencial: una juez que se enfrenta al caso de un menor que necesita tratamiento médico urgente, pero cuyos padres se niegan a ello por motivos religiosos.

Quizá presintiendo el desarrollo anodino que iba a tener una historia escrita con ánimo de burócrata, McEwan intenta darle un poco de vidilla contándonos las desventuras matrimoniales de su señoría. Pero ni por ésas.


La larga marcha, de Rafael Chirbes.

Mi primer Chirbes. Tarde, lo sé. Todo lo contrario de La ley del menor. Una obra escrita con el corazón, el estómago, el alma o los cojones. O con todo a la vez. La historia de dos generaciones: la que salía de una guerra que había vivido, sufrido o librado, y la de sus hijos. Gran cantidad de personajes a cual más interesante. Sin buenos ni malos. Chirbes trata a sus lectores como gente adulta. Personajes que saltan de la página. Lenguaje rico y preciso dentro de su sencillez. Atmósfera de tristeza sin desesperación. La historia de nuestros abuelos. Sueños que presentíamos iban a acabar rotos.


The ice princess, de Camilla Läckberg.

Aunque ya lo he dicho unas cuantas veces, la verdad es que estos thrillers norteños van la mar de bien para desconectar. Tres o cuatro al año no hacen daño. Y ésta me gustó mucho.



El hombre sonriente, de Henning Mankell.

Todos los años caen una o dos de Mankell. Sin embargo, a diferencia de la de Läckberg, ésta me pareció flojita, con el argumento cogido por los pelos y demasiadas concesiones a la inverosimilitud. Se sostiene con apuros hasta la parte final, donde acaba por desmoronarse.



Lluvia de verano, de Ahmet Hamdi Tanpinar.

Mi descubrimiento de este año. Tanpinar (1901-1962) está considerado el mayor escritor turco del siglo XX. Creo recordar que su nombre aparecía una y otra vez en la obra Estambul, de Orhan Pamuk, lo cual no es de sorprender, dado que, bajo una apariencia de historias de amor, la gran protagonista de su novela más conocida, Paz, es la propia ciudad. En esta novelita que nos ocupa, se nos narra la relación de un escritor y una misteriosa joven que se presenta en su jardín una tarde de lluvia. Suceden muy pocas cosas, pero hasta llegar hasta aquí han tenido lugar terribles tragedias. La escritura de Tanpinar, de quien dicen que está muy influido por Proust, es magistral y delicada, como una obra de orfebrería, y las imágenes de un Estambul difuminado por la lluvia se han quedado conmigo para siempre.



La pequeña comunista que no sonreía nunca, de Lola Lafon.

Peino las suficientes canas como para recordar el nombre de Nadia Comaneci, que tanto se oyó en aquel verano de 1976. En los Juegos Olímpicos de Montreal, una niña de un país remoto habitado por lobos y salvajes consiguió por primera vez en la historia un 10 en las pruebas de gimnasia. Aquella niña no sólo marcó la historia de Rumanía, sino que cambió para siempre aquel deporte. Comaneci tenía catorce años. A partir de entonces, la gimnasia femenina ya no volvería a estar dominada por mujeres.

La historia de lo que sucedió a continuación en la vida de Nadia y de su país es fascinante, y ha conseguido mantener mi atención hasta la última página, a pesar de que, a mi juicio, esta novela (sí) de Lola Lafon es una obra fallida desde la primera página. Lafon se ha propuesto escribir una suerte de biografía ficcionalizada, al estilo de lo que hizo Carrère con su impresionante Limónov. Lo de biografía ficcionalizada o ficticia es una forma de decir que nos están contando una biografía, y al mismo tiempo se están defendiendo ante cualquier posible dato erróneo. Esto es así y el lector debe aceptarlo tanto le guste como si no. El problema es que, mientras Carrère nos convence plenamente con su ficción, la novela de Lafon está lastrada por un plateamiento erróneo, en el que, de modo explícito, nos advierte, antes de empezar, de que ha respetado lugares, fechas y hechos, pero se ha inventado todo lo demás. Mi gozo en un pozo. Y cuando nos ofrece extractos de sus ficticias conversaciones telefónicas con Comaneci, no sólo sabemos que dichas conversaciones son falsas, sino que además, y esto es lo imperdonable, suenan falsas. Utiliza además Lafon un estilo retórico y efectista que me ha parecido de lo más forzado e irritante.

Con todo, la historia de Comaneci, su relación con sus compañeras de equipo, su entrenador, su manipulación por parte de Ceaucescu, su relación con el hijo de éste, o su huida del país son tan interesantes que uno se deja llevar por la historia hasta el final.


Menajem Mendel, de Sholem Aleichem.

Mendel deja atrás a su mujer y se va a buscar fortuna. En sus cartas, le cuenta a su esposa sus ideas, sus proyectos, su puesta en  marcha y sus fracasos. Y vuelta a empezar. Mendel no se rinde ni ante la adversidad, ni ante los reproches de su mujer, que sabe que nada bueno saldrá de la fantasiosa e ingenua cabeza de su marido. Los capítulos alternan las cartas de Mendel y las respuestas de su esposa. No es, pues, especialmente sofisticada como novela, y su esquema llega a hacerse un tanto repetitivo, pero por otra parte, se trata de una lectura bastante divertida y un estupendo retrato de la vida en el shtetl dentro de la zona de asentamiento de los judíos en la época del tardío Imperio Ruso.




Little Wilson and Big God, de Anthony Burgess.

Anthony Burgess es uno de esos nombres que nos suenan, y, si preguntas por ahí, alguien te dirá que ha leído La naranja mecánica o Poderes terrenales, que son, de hecho, dos obras magistrales. Pero en algún momento alguien tendrá que dar un puñetazo en la mesa y reivindicar su figura como lo que fue: un escritor genial, absolutamente único, probablemente uno de los más grandes autores ingleses del siglo XX. Un buen lugar para acercarse a su obra serían sus memorias, y probablemente es mejor empezar por el segundo tomo, titulado en español Ya viviste lo tuyo. Comenzaba éste poco después de que le diagnosticaran un tumor cerebral incurable, momento a partir del cual Burgess empezó a escribir frenéticamente. Quizá fuera incurable el tumor, pero no acabó con él hasta varias décadas, muchas novelas, alguna que otra sinfonía, muchas borracheras y más de una pelea tabernera más tarde.

Yo no me metería con él

En uno de mis veranos ingleses conseguí hacerme con el primer volumen (bendito Bookbarn), que es también apasionante y divertido de principio a fin, con sólo algunos altibajos. Burgess nos habla aquí de su infancia, evidentemente; de su Mánchester natal, de aquellos años donde la posguerra se solapó con el auge de los totalitarismos en Europa, de la pérdida de su fe católica, de sus años en España, donde su imprudencia al llamar en público "cabrón" al caudillo lo llevó a la cárcel; de su ignominioso e hilarante paso por el ejército, del nacimiento de su primera vocación, la música, o de sus clases de literatura en Malasia. Y la lista podría seguir. Nos regala escenas divertidísimas, como cuando le rechazan su primera novela porque, dice el editor, "no parece una primera novela, aunque sí sería buena como segunda novela".

Dado que Burgess nunca rehuyó el enfrentamiento físico, es evidente que no le daba miedo la polémica. Así, habla con vehemencia de sus fobias literarias y políticas, y no tiene reparos en contarnos alguna experiencia sexual que hoy, desde luego, no estaría bien vista por el público lector. Burgess es uno de esos escritores que, en baja forma, nos divierte y entretiene. Y aquí está en plena forma.



La casa, de Paco Roca.

Maravilloso. Paco Roca está tocado por la gracia en esta historia sencilla y universal. Y algo muy importante: pese a que las novelas gráficas están cada día más presentes en mi índice de lecturas, es con Roca con quien realmente aprecio ese lenguaje especial que caracteriza a este género. Cada viñeta está donde tiene que estar y ocupa el espacio que debe ocupar. Con Roca uno aprende a disfrutar de la composición, y se da cuenta de toda la reflexión que hay tras cada dibujo. Observad si no esa primera página y veréis cuánto nos dice esa viñeta final que se repite.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Restos de temporada 2015




Corroído por la impaciencia, a la espera del momento en que yo mismo me dé un empujoncito y termine de una vez mi última entrada Proustiana, aquí os dejo, de momento, unas más que brevísimas impresiones del resto de mis lecturas, en las que incluyo las buenas, las malas y las regulín. No sé si este año puedo hacer algún tipo de balance, porque al lado de don Marcel todo empequeñece, qué se le va a hacer. Hasta el número de lecturas es sensiblemente menor que otros años, algo que, por otro parte, me preocupa muy poco. Más me preocupa, sin embargo, la tendencia a olvidar todo aquello que no reseño inmediatamente, así como los límites de mi paciencia, que cada vez me parecen más próximos. ¿O quizá no debería preocuparme?


Red earth and pouring rain, de Vikram Chandra

Comencé el año lector con mal pie. Este libro lo compré durante mi lejano viaje a la India, y llevaba, por lo tanto, sus buenos veinte años esperándome en la estantería. La verdad es que esta historia narrada en parte por un mono gramático empieza bien, muy bien, hasta que se mete por caminos y vericuetos que no recuerdo muy bien, precisamente porque no me engancharon. Y es que, como ya os he dicho, cada vez tengo menos paciencia. Cosas de la edad. No obstante, releyendo resúmenes de su argumento y elogiosas críticas, no descarto darle otra oportunidad.
 
Luego vino una pequeña racha Turguéniev, con Rudin,


Mumu,

y Primer amor.


Leí las tres en ruso, lo cual tiene su lado bueno y su lado malo. Por una parte está el gozo y el orgullo de leer a un clásico ruso en el original y entender el setenta y cuatro por ciento. Por otra parte, ese ventiséis por ciento que se queda por ahí no deja de resquemarnos. Naturalmente, la única manera de reducir el procentaje es seguir dale que te pego con el ruso. Se intentará.

Por tanto, tengo poco que decir de estas novelas. De ellas, la que me ha dejado un recuerdo más vivo es sin duda Rudin, la más extensa de las tres y la primera que publicó el autor. Turguéniev nos presenta en esta historia a un personaje muy interesante, acerca del cual el lector no acaba nunca de formarse un juicio claro. Rudin es uno de esos abundantes ejemplos en la literatura rusa de "hombre superfluo", lleno de ideas y planes, pero prisionero de su incapacidad para llevarlos a cabo. Se le ha comparado con Pechorin, el protagonista de Un héroe de nuestro tiempo, y lo cierto es que tanto el personaje como algunos aspectos de la trama nos recuerdan a la gran obra de Lérmontov. Ese setenta y cuatro por ciento lo disfruté hasta la última centésima.



El derrotista, de Harvey Pekar

Muy buena novela gráfica de un autor que desconocía, aunque su estilo nos resulta tan familiar como el de Will Eisner. Pekar nos cuenta aquí su vida y su camino de adolescente mamporrero a señor dibujante.


De profundis, de Oscar Wilde

Wilde escribió esta obra durante su reclusión en la cárcel de Reading, a donde fue condenado por conducta indecente. Haciendo acto de contrición y dirigiéndose a su compañero de indecencias, don Óscar escribió un libro maravilloso, profundo y estremecedor. Preparo entrada sobre ésta y otras obras escritas desde la trena.



El prisionero del Cáucaso, de León Tolstoi

Lo mejor del kindle es el acceso fácil y gratuito a centenares de clásicos en lengua original. Y en ruso, Tolstoi es de los autores más accesibles, máxime si se trata de una de sus historias breves. El título de esta obra fue utilizado primero por Pushkin, que centró su poema en la historia de amor entre el prisionero y la chica caucasiana. Tolstoi, por su parte, nos habla más del choque entre culturas, y percibe el Cáucaso, como vimos en mi entrada anterior, como una tierra de salvajes necesitada de que Rusia tenga el detalle de civilizarla. Incorrecciones políticas aparte, se trata de un relato inolvidable, que no ha perdido un ápice de popularidad ni, desde luego, de relevancia. El reciente conflicto checheno dio ocasión a Vladimir Makanin, hace unos años, a publicar un relato con el mismo título.


 The fall of the stone city, de Ismail Kadaré

Las novelas de Kadaré se mueven entre la ficción, la historia reciente de Albania, y lo onírico, y ésta no es una excepción. Trata, entre otras cosas, de las vueltas de tortilla que da el totalitarismo en esos momentos cruciales de la historia, y es una novelita fascinante que nos deja, como acostumbra Kadaré, con esa sensación de que sólo una relectura nos ayudará a penetrar hasta el verdadero meollo.


La saga del Rey Harald, de Snorri Sturlusson

No todas las sagas vikingas son igual de amenas. Algunas pueden hacerse francamente farragosas, y sólo su interés histórico las salva para el lector actual. Ésta, sin embargo, es de las que nos hacen disfrutar. Reyes llamados Harald y reyes llamados Harold en un libro de gran interés para entender la historia de... Inglaterra.



Pasaje de las sombras, de Arnaldur Indridason

Con Indridason siempre me lo paso pipa, y esta novela no es una excepción. Si la memoria no me falla, estamos de nuevo ante un asesinato que tuvo lugar hace muchos años, lo que parece un rasgo común de muchas de las novelas del islandés.



The secret history, de Procopio

Literatura bizantina. Ahí es nada. Me atrajo este autor desde que leí las constnates referencias que Asimov hacía a él en su historia de Constatinopla. Esperaba, la verdad, unas descripciones más detalladas de los desmanes y la depravación del emperador Justiniano y su señora Teodora. Con todo, uno aprende, y la historia vuelve a cobrar vida ahora mismo, cuando estoy leyendo a Gibbon y su Decadencia y caída del imperio romano.


Por amor a Judit, de Meir Shalev

Tenía muy buenas referencias sobre este autor israelí, considerado uno de los grandes, pero la verdad es que tuve que hacer un gran esfuerzo para terminar esta novela. Si es que la terminé, que ya ni me acuerdo. Parece que el realismo mágico no prende en Oriente Medio. Tras un interesante comienzo, la historia de esta mujer y sus amores, junto con las excentricidades y leyendas del resto de personajes, todos ellos repletos de buen rollo, se me hizo tediosa, tediosa.


El misterioso caballero del libro sagrado, de Antón Dochev

Un ejemplo perfecto de lo que pasa cuando leemos una novela única y no pasamos a reseñarla inmediatamente. Se queda ahí, en el fondo de la memoria, donde sus rescoldos humean durante un tiempo hasta que se apagan y acaban convertidos en ceniza. Pero va, intentemos reavivarlos. ¿Qué es lo que hace de esta novela algo único? Pues que está escrita por un autor búlgaro. Aparte de eso, el trasfondo histórico, con las persecuciones de herejes en la Europa del siglo XIII, con un monje bastante sádico y un narrador que tiene un plazo de quince días para contar la historia, es muy interesante, aunque quizá habría agradecido un ritmo más sosegado.


Mister Wonderful, de Daniel Clowes

Una novelita que se lee en un suspiro. Historia sencillita y relativamente conmovedora, en la que lo verdaderamente destacable son las ilustraciones. El formato es más ancho que alto, con el juego que eso da.


El jardinero de Sarajevo, de Miljenko Jergovic

Excelentes relatos del gran autor bosnio, que, no obstante, me gusta (aún) más en su faceta de novelista. Breves escenas y pequeñas instantáneas que condensan toda la tragedia de una tierra que sólo ahora parece empezar a conocer la paz.


Swan song, de Edmund Crispin

Cuando servidor tiene un gatillazo lector con un autor que me "debería" gustar, tiendo a achacarlo a una lectura deslavazada o a haber elegido un mal momento. Quizá fue eso lo que me sucedió con este libro. En todo caso, fue una pequeña decepción. No le pillé la gracia, y el interés del misterio me pareció bastante limitado.


Jerusalén. Un retrato de familia, de Boaz Yakin y Nick Bertozzi

Esto sí. Palabras mayores. Novelaza gráfica, historia épica, personajes que saltan de la página, escenas desgarradoras. Tres euritos me costó esta joya en el Mercado de San Antoni, y me proporcionó unas cuantas horas de gran placer. 


Dangling man, de Saul Bellow

Me dio la impresión de estar leyendo una versión desechada de Herzog. Boceto de obra maestra, pues, lo cual significa que es muy recomendable, pero que tampoco hay que hacerse excesivas ilusiones.


Años de vértigo, de Philipp Blom

¿Qué mejor libro para acompañar mi lectura de Proust? Blom nos hace aquí un retrato de los grandes cambios sociales, artísticos, científicos o económicos que se obraron en occidente en los años previos a la Gran Guerra, y lo hace tan bien y uno aprende tanto sobre tantas cosas que al final no habrá más remedio que dedicarle una entrada. Si lo hago, será una de esas entradas que me obligan a pasarme días enteros investigando y paladeando el gustito que dejó la lectura.


Gone girl, de Gillian Flynn

Todo lo que le pide uno a un thriller. Empezar a leer y no poder soltar el libro. No es gran literatura, desde luego, pero, en su género, cumple con creces.


El camino blanco, de John Connolly

 Y todo lo que me dio Gone girl (en español, Perdida), me lo negó Connolly. Demasiada brujería, demasiados fantasmas y, con tantos personajes cuyas historias se han ido narrando en libros anteriores, demasiada sensación de estar en una fiesta donde todos se lo pasan muy bien menos tú, que no conoces a nadie.


We were the Mulvaneys, de Joyce Carol Oates

Este novelón me sirvió para estrenarme con Oates, algo que, dada la ingente producción de esta autora, resulta paradójicamente difícil. Y fue un estreno muy feliz, porque se trata de una novela excelente. La historia de una familia ejemplar y envidiada que un día queda marcada por la tragedia, momento a partir del cual comienza su lenta pero irremisible caída. Magistral retrato de la familia, institución que, manque Tolstoi diga lo contrario, un día puede ser feliz y al siguiente hundirse en la desgracia.


La balada del norte, de Alfonso Zapico

No debería estar permitido publicar el primer tomo de esta obra sin tener el segundo ya en la imprenta. La revolución de Asturias, narrada por el gran Zapico. Gran historia y mejores personajes. Extraordinaria.


Bring up the bodies, de Hilary Mantel

Una de mis grandes lecturas del verano fue Wolf Hall. Pues bien, ésta es la segunda parte, y es más interesante aún, si cabe. El lector ya está familiarizado con el estilo de Mantel, y puede aquí disfrutar de la perfidia de Ana Bolena, sabedor del fin que le espera. Thomas Cromwell sigue haciendo de las suyas en la corte de Enrique VIII, maquinando, manipulando y de la hipocresía haciendo virtud. Una gozada.


Vientos de cuaresma, de Leonardo Padura

Me apetecía otro thriller, y me incliné por el cubano Padura, consciente de que ninguno de sus libros se acercará a esa maravilla titulada El hombre que amaba a los perros. El detective Mario Conde, encoñado entre pista y pista.


My life, de Benvenuto Cellini

Menudo personaje fue Cellini, y qué libro de memorias tan grande nos dejó. Si no me he lanzado a escribir la reseña ha sido, como de costumbre, por miedo a empezar a explorar esa época y no salir de ahí nunca. El poder de los Médici, el cariño de los papas, las técnicas de escultura, los mandobles y estocadas que el autor arreaba a todo aquél que se ganara su desprecio, junto con la arrolladora personalidad del autor y su entrañable falsa modestia, hacen de este libro una lectura no siempre fluida, pero sí absolutamente memorable.

Y se acabó lo que se daba. Si no nos leemos antes de Nochevieja, os deseo a todos una feliz Navidad y unas prósperas lecturas.


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