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jueves, 19 de marzo de 2015

Esos otros placeres lectores


En las últimas semanas, Norman Manea y Rodrigo Fresán me han proporcionado sendos grandes placeres lectores, eso sí, de muy distinto signo.

Con el rumano Norman Manea, de quien hablé hace ya unos años a raíz de su impresionante El regreso del húligan, el placer ha sido el de la relectura, no de aquella autobiografía novelada, sino de un libro aún más oscuro en todos los sentidos, El sobre negro.


La relectura es un placer, con frecuencia más reivindicado que ejercido, del que existen por lo menos dos tipos. El primero consiste en leer en la madurez aquellas obras que nos marcaron en nuestra cada día más lejana juventud. Como sabéis, este tipo de relectura es un arma de doble filo. Uno puede, evidentemente, redoblar aquel gozo con la ayuda ahora del bagaje que los años, los kilos y otras muchas lecturas le han proporcionado, y descubrir así que aquella obra que tanto lo impresionó guardaba muchos secretos que sólo ahora podemos descubrir. Pero también puede suceder lo contrario, y sorprenderse uno al ver que El viejo y el mar, esa inolvidable novelilla que se zampó con pasión en una tarde, no tenía 100 páginas sino 500.



Pero existe, como digo, otro tipo de relectura, y es la que consiste en terminar un libro y acto seguido, o casi, volver a la primera página. Esto no me suele suceder muy a menudo, y cuando ocurre, se debe, como en este caso, no tanto al placer de la lectura como a la perplejidad que nos ha producido el libro en cuestión, y a la necesidad de entenderlo aunque sea un poquitín. Porque El sobre negro plantea al lector un enorme desafío. Yo, en este caso, lo he aceptado y lo he vuelto a aceptar. No sé si he salido airoso, pero sí con la cabeza muy alta.

*   *   *

Rumanía en los años 80 no era lo que se dice un buen sitio para vivir. De hecho, de todo el bloque del este, en aquel momento era probablemente en Rumanía donde la escasez y la miseria eran el mendrugo seco nuestro de cada día. No había vida sino supervivencia, y la esperanza sólo se podía encontrar en el diccionario. Por si eso fuera poco, al igual que en tantos países donde de la noche a la mañana se pasó de una dictadura a la contraria, la amnesia histórica se había encargado de enterrar crímenes y privilegiar a sus responsables.

 (Las fotos de Bucarest son del blog www.atomic-tangerine.com)

Verter un poco de luz sobre esa amnesia general es precisamente lo que se propone el protagonista, Anatol Dominic Vancea Voinov, Tolea para los amigos. Tolea perdió a su padre en oscuras circunstancias cuarenta años atrás. Oficialmente, Marcu Vancea se suicidó, desesperado por la persecución que lo estrangulaba y el infortunio que golpeó a su hijo, Tolea, en un desgraciado accidente de bicicleta. Éste, sin embargo, hoy sospecha que alguien lo empujó al suicidio, y recuerda aquel misterioso sobre negro que recibió su padre días antes de su muerte. Tolea se lanza, pues, a intentar reconstruir aquel episodio, a la vez que recorre un Bucarest sucio, tenebroso y pútrido, donde no se puede sobrevivir sin trapicheos, y donde en cada rostro se puede esconder una cicatriz junto a la ceja, señal definitiva, para Tolea, de que se halla ante un "sustituto".


Ése sería un resumen aproximado del tenue hilo argumental que enhebra la novela, pero El sobre negro esconde mucho más. Quizá sería más preciso decir oculta. O entierra. No: incinera y lanza las cenizas a un vertedero. Nuclear. Dicho de otra forma, Manea no nos lo pone fácil, y es que, como ya señalé al hablar de El retorno del húligan, lo que me gusta de Manea y, sin duda, lo que desespera a muchos lectores, es que es uno de esos autores que parecen escribir exclusivamente para ellos mismos. Así, Manea trufa esta novela de referencias que el lector no sabe por dónde coger. Verbigracia, Macrobio. ¿Qué os parece? ¿Cómo, que no os suena? Pues nos dice la wikipedia que se trata de un escritor romano de cuya vida poco se sabe, pero suponemos que su relevancia viene por el hecho de que el dicho Macrobio es el autor de Comentario al sueño de Escipión, un prolijo comentario a Sobre la república, de Cicerón. O quizá no, quizá se trata de otro Macrobio más ignoto todavía. En cualquier caso, si conseguimos dilucidarlo nos salen luego Baronio, Gerberto y Otón III. Pues bien, con esta incerteza, como quien va en chanclas por un lodazal lleno de bichos con dientes y aguijones, es como se siente el lector en cada página. Un gustazo.


Todos los personajes sin excepción consiguen, dentro de su insondable misterio, captar el interés del lector, que acaba, junto con el propio Tolea, perdiendo la razón y viendo cicatrices en todas las cejas. Probablemente sea el doctor Marga el más enigmático de todos. Marga trabaja en un centro psiquiátrico y vive con holgura. En su juventud fue, junto a otros personajes, compañero de estudios de Tolea y estuvo enamorado de la hermana, quien un buen día conoció a una especie de mesiánico misionero con quien se casó y se fue a vivir a no recuerdo dónde. Eso sucedió poco antes del funesto accidente de bicicleta de Tolea. Años más tarde, el profesor Tolea fue expulsado de la enseñanza por culpa de un escándalo sexual, y, protegido por el propio Marga, recaló como conserje en un hotel bucarestino, lúgubre y sórdido como sólo podía serlo un hotel rumano de medio lujo. Y un buen día, quizá a raíz del brutal suceso que abre la novela, un suceso que conmueve y horroriza a toda la ciudad, Tolea empieza a buscar respuestas, y, de manera un tanto incauta, las acabará buscando en casa de Marga.

 Alegoría de la Prudencia, de Tiziano, es un motivo fundamental en el libro

Desde la crónica del suceso que abre la novela hasta el final, que, como os podéis imaginar, es abierto de par en par, se suceden decenas de pequeñas historias que, a su manera, se van entrelazando. Asistimos a escenas fascinantes como la que tiene lugar entre Tolea y la "sacerdotisa" en ese edificio a las afueras de la ciudad después del terremoto; los retazos del sueño constante que tiene lugar en un avión con una azafata de generosos senos, o la conversación con Tiziano. Y qué decir de esa charla con Venera, que Manea decide repetir. Oímos también hablar del griego Ianuli, un revolucionario casi legendario que abandonó su país para seguir con su lucha en Rumanía, y tenemos, entre otros muchos personajes, a Toma, administrador del piso donde vive Tolea y encargado de redactar informes sobre los vecinos. Todo ello está narrado con constantes y sutiles cambios del punto de vista, de estilo y, por si fuera poco, con escenas que parodian un clásico de la literatura rumana. Sabemos que en el centro hay un nudo un poco tosco que ata unas historias y personajes a otros, pero sabemos también que esas historias son como hilos de diferentes colores, grosor y tamaño y que, además, van a quedar sueltos.

Suponemos que Manea nos ha querido hablar de la violencia ejercida desde el poder, de la libertad, de la humillación, de la cobardía y, sobre todo, de un concepto que se repite de principio a fin: la indiferencia. Así que, si el lector no se empeña en "entenderlo" todo, o, para ser más precisos, si se conforma con entender sólo un poquito, puede disfrutar de una gran novela.



Rodrigo Fresán, por su parte, me ha proporcionado otro gran placer lector, que es el del abandono a mitad de lectura. Bueno, en realidad no he llegado ni a un tercio, pero lo he dejado sin remordimientos y con la conciencia muy tranquila.

A Fresán no sólo lo admiro, sino que lo tengo en un pedestal desde que leí Jardines de Kensington. En aquella novela, la impresionante capacidad de inventiva del autor, sabiamente mezclada con los elementos biográficos, consiguió que obviara esos rasgos de su escritura que más me irritan y que me rindiera a una narración que combinaba estupendamente la fantasía con la historia y la cultura pop. En La parte inventada, sin embargo, Fresán ha dado rienda suelta a sus tics y, desgraciadamente, en esta ocasión, a mi juicio, no hay una narración capaz de redimir ese desenfreno.

La parte inventada es un libro que entusiasma tanto a críticos como a lectores. La opinión de los primeros, en un mundillo donde los desmedidos elogios al colega son parte inexcusable del protocolo, me parece completamente irrelevante y no le pienso dedicar una palabra. En cuanto a los segundos, entiendo perfectamente su entusiasmo, pese a que mí la novela no me ha gustado. Y lo entiendo porque hay un hecho innegable: La parte inventada es un libro muy agradable de leer. Más que agradable, es un libro casi agradecido. El lector que se adentra en esa especie de metaconstrucción literaria no deja de sorprenderse exclamando "¡es verdad!, ¡yo conozco a alguien así!". O "¡sí! ¡cuántas veces he pensado yo lo mismo!". En definitiva, con cada página que leemos, recibimos un piropo del tipo: qué listo eres, lector. No se te escapa una.

Aprovechemos esa pendatería mía de metaconstrucción literaria para resumir la idea principal de la novela.

¿Cómo funciona la mente de un escritor? Ésta es la pregunta que nos encontramos en la contraportada, que continúa de esta guisa: "La parte inventada busca respuesta a esa pregunta adentrándose en la mente de un escritor que trata de escribir su propia historia". Bien. Creo que todos estamos de acuerdo en que la ficción acepta en sus páginas -más todavía, recibe con los brazos abiertos- cualquier tema, siempre que el autor sepa justificar su inclusión en la trama e ir más allá de la mera curiosidad enciclopédica. Allí está Moby Dick, y su morfología ballenera, o, por citar un ejemplo algo más reciente, la ochentera El país del agua, de Graham Swift, que nos describía en detalle el ciclo vital de las anguilas. En suma: todo, absolutamente todo, puede convertirse en literatura. Pero el autor debe ser consciente en todo momento de que esas incursiones, o mejor dicho, excursiones fuera de "lo literario", deben estar subordinadas a la Literatura, y no al revés. En otra palabras, Melville no escribió un libro sobre los diferentes tipos de cetáceos, del mismo modo que la contraportada de El país del agua no rezaba "¿Dónde nacen las anguilas? Ésa es la pregunta que Graham Swift se ha propuesto responder".

Pues bien, en lugar de escribir un libro en el que, además de disfrutar de una obra literaria, nos introducimos en la mente de un escritor, Fresán ha decidido que el presunto viajecito por su mente vale, por sí solo, el esfuerzo de tragarse casi 600 páginas. Ya lo sé, quién me manda a mí, con lo clarito que lo decía la contraportada. Para una vez que ésta no engaña...

Dicho eso, insisto en que La parte inventada es un libro sumamente agradable de leer, del mismo modo que puede ser agradable conectarse a facebook diez minutos al día o pasearse por el mundo bloguero. Algunos ejemplos: ¿verdad que a todos nos gustan las listas? Pues en este libro tenéis listas a mansalva, listas a gogó, listas a troche y moche, listas a diestro y siniestro, listas a porrillo, listas a tutiplén. Disfrutad de una pequeña selección de las cuestiones que preocupan a El Niño, una lista que ocupa casi cinco páginas:

"¿Por qué Superman parece hacer el mismo esfuerzo -la misma tensión de músculos, su ceño fruncido- a la hora de levantar un automóvil o alterar a empujones la órbita de todo un planeta...?

(...) ¿Quién es el culpable de que haya tantos Sugus de color rojo y tan pocos de color verde en los paquetes de caramelos surtidos?

(...) ¿A qué se debe que haya agujeros en el queso? 

(...) ¿Es la aureola rodeando el cráneo de Jesucristo la representación gráfica de la poderosa migraña causada por la corona de espinas?

Yo una vez publiqué en facebook "¿por qué es imposible encontrar huevos blancos en el supermercado?". Conseguí seis o siete "me gusta" y un par de amigos aportaron sendos comentarios la mar de ingeniosos.

Otras de las reflexiones que pasan por "la mente de un escritor" no se ajustan tan bien a facebook, pero serían estupendas para un blog literario o para una columna de suplemento dominical:

Porque para demasiadas personas los libros se usan y se gastan y qué sentido tiene conservarlos. Ocupan tanto lugar, hay que sostenerlos y pesan, son tan sucios y, aunque no se diga en voz alta, los libros son demasiado baratos para ser algo bueno y provechoso, se susurra. (...) Y, sí, es para ellos que se ha inventado el status del libro electrónico donde -¡aleluya y eureka!- se ha conseguido hacer comulgar a la televisión con la impresión: para descargar y no cargar, para adquirir y acumular y no abrir ni pasar página. Y para que -tan satisfechos de que dos mil títulos puedan ser levantados por una sola mano- los libros no estén todo el tiempo ahí, a la vista, recordando con su atronador silencio todo lo que no se ha leído ni se leerá.

Leer es muy bonito y los libros huelen muy bien. Y esta prédica a los conversos le ocupa a Fresán otras cuantas decenas de páginas.

Como vemos, el nivel de exigencia al lector es muy bajo. ¡Cómo añoré en más de un momento a Manea llamándome idiota! En La parte inventada, al lector poco avisado quizá le impresione al principio el uso de las fuentes, con cambios constantes de Arial a American Typewriter, así como los incontables paréntesis y asteriscos, por lo que puede que más de uno piense que está ante una novela de estructura altamente sofisticada. Pero no os engañéis: al igual que tantas páginas y listas de este libro, los cambios de fuente, los asteriscos y las crucecitas son completamente superfluos e irrelevantes. Siempre es la misma voz la que nos habla, una voz de profesor universitario medio rebelde y aspirante a viejo cascarrabias, y siempre lo hace, en otro de los pecados imperdonables de esta novela, completamente desprovista del menor atisbo de ironía. Y como yo también tengo derecho a repetirme, insisto: esta novela gusta tanto porque lo poco que tiene que ofrecer al lector (o lo mucho que me he perdido en el resto del libro) se lo da perfectamente hervidito, cortadito, mascadito y hasta bien digeridito. Leed al respecto unas pocas líneas sobre los Karma, una familia de pijos filisteos ignorantes materialistas.

"Penélope (...) ha descubierto (...) que su capacidad de concentración por más de uno o dos minutos es nula, que no les importa cómo empieza y cómo transcurre y cómo terminará la película, que se puede empezar y terminar una historia en cualquier momento".

"Y una de las pocas órdenes del mundo exterior que los Karma obedecen sin resistencias ni quejas es, ya se dijo, la de jamás pasarse  de los ciento cuarenta caracteres para hablar o escribir. Para los Karma, escribir más de ciento cuarenta caracteres es casi como escribir una novela".

"Una joven Karma se acerca a Penélope y le confía que 'Yo he leído un libro, pero no fue una buena experiencia. Así que ya no repetí. Fue casi traumático".

Si no os ha quedado claro el tipo de familia que son los Karma, no os preocupéis. Hay cincuenta páginas así. Y contando. Fue en ese momento (página 150) donde lo dejé. Sé que se me puede reprochar que critique una novela que no he terminado, pero por eso mismo no he querido dedicarle una entrada entera. Admito también la posibilidad de que en las 400 páginas restantes la cosa pueda animarse un poco. De hecho, al hojearlas me ha parecido entender que hay un asesinato, y parece ser que entra en acción otro personaje y todo. No obstante, yo soy de los que piensan que, a partir de cierto momento, el libro que nos falla pierde todo derecho a mejorar.

Así que ya sabéis, si tenéis ganas de halagar vuestro ego y, para qué negarlo, pasar unos ratos bastante entretenidos, La parte inventada es vuestro libro. Yo me esperaré a que se publique la trilogía completa, con La parte revisada y La parte editada.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Jardines de Kensington, de Rodrigo Fresán


Hay una generación de escritores hispanoamericanos, en la que se encuentran, por citar unos nombres, César Aira, Juan Villoro, Rodrigo Fresán, Rodrigo Rey Rosa o Jorge Volpi, que goza hoy de gran prestigio entre los autores en lengua española. Quizá con el paso del tiempo estamos empezando a ver a Roberto Bolaño como, no sólo la figura más destacada de dicha generación, sino también su alma mater; desde luego, los ecos de su influencia son de largo alcance, y además se trata del único que ha logrado, de manera póstuma, un mayor reconocimiento y popularidad en otros mercados (o dicho de otra manera, tiene a sus difuntos pies a mercado, público y crítica anglosajona). Me da la impresión, sin embargo, de que no son pocos los lectores de mi generación (es decir, de los que mamamos del boom) que se miran a estos escritores con cierto recelo, cuando no rencor, como diciendo "por muy bien que escribáis, nunca seréis tan buenos como ah mi adorado Garcíamárquezcortázarfuentesdonosovargasllosa." Confieso que yo mismo me he acercado a ellos con mucha prudencia, y en algún caso he salido escaldado, como cuando, espoleado por los elogios de Bolaño a Juan Villoro, decidí darle a éste una oportunidad (= un libro) y, sencillamente, no pude con él. 


Otro de los autores elogiadísimos por Bolaño es el argentino Rodrigo Fresán. Así que el otro día en la biblioteca, huérfano de lecturas como estaba tras La novela de Ferrara, me cogí este libro suyo junto a otros cinco de otros variopintos autores y géneros, me senté a hojearlos y a ver qué pasaba. Y como nada sienta tan bien como soltar un cliché con convicción, aquí va éste: Jardines de Kensington me enganchó desde la primera página y ya no lo pude dejar. Esta novela, sencillamente, me ha deslumbrado.

La estatua de Peter Pan en Kensington Gardens, erigida con nocturnidad, nunca dejó de desagradar a Barrie, porque, según él, no mostraba al diablo que Peter lleva dentro

Simplificando mucho, se podría decir que Jardines... narra la vida de J.M. Barrie, el autor de Peter Pan, desde el punto de vista de Peter Hook (así se llama, nada menos, el narrador), ficticio autor de literatura infantil y creador de la saga de Jim Yang. Desde el primer momento queda claro el paralelismo no sólo entre los dos personajes, Peter Pan y Yang, sino entre sus autores, así como, algo menos obvio, las dos épocas en que transcurre la historia, la época victoriana y los 60. 
Peter Hook, hijo de un matrimonio que formó un grupo de música tan olvidable como curioso (el padre se empeñó en reivindicar, en pleno esplendor de la beatlemanía, los valores victorianos a través de su música), crece, huérfano desde su más tierna, en una enorme residencia llamada Neverland, es decir la residencia que Barrie creó con su imaginación. Así, más que un paralelismo entre las dos vidas, lo que tenemos es el haz y el reverso de la misma. (Naturalmente, a Neverland le corresponde un siniestro Alwaysland). Este juego de diferentes perspectivas tiene un tono decididamente oscuro: la historia principal tiene lugar a lo largo de una noche, y Hook no se dirige al lector, sino, gran acierto de Fresán, a Keiko Kai, un niño que lo acompaña en unas circunstancias que no voy a revelar aquí.
Es cierto que la elección de los nombres, de tan significativa que es, peca de obvio. Peter Hook es, huelga decirlo, resultado de unir Peter Pan y el Capitán Garfio (Hook), mientras que Jim Yang, el niño eterno que atraviesa el tiempo en una cronocilceta, representa el yin y el yang. Sin embargo, aunque los nombres quizá nos sugieran más de lo necesario, eso no resta ni un ápice de interés y profundidad a la novela.
Se han escrito y filmado numerosas recreaciones del mito de Peter Pan, y quiero dejar claro que ésta no es una más. Fresán es muy consciente de que lo que está haciendo va mucho más allá. Así, ha cogido el mito, lo ha estudiado, desmontado, ha analizado sus  componentes y los ha vuelto a combinar con una fórmula distinta. El resultado es una apasionante reflexión sobre la infancia, la inocencia, el peso del pasado, la familia, la culpa, la imaginación y la lectura como salvación, la escritura, la muerte, la gloria efímera y la condena de la eternidad... con momentos inolvidables, como el encuentro entre Yang y Peter Pan, una escena brevísima, pero de una increíble fuerza y maravillosamente perturbadora.

Tres de los hermanos Llewelyn Davies, objeto de la devoción de Barrie

Sorprende no sólo el impresionante trabajo de documentación que ha llevado a cabo Fresán, y que resulta en un fascinante relato de la vida de Barrie, sino también que en una obra que debe tanto a una biografía real, destaque de la manera que lo hace la fabulosa imaginación del autor. Esto se debe, a mi juicio, no sólo a la brillantez de los elementos claramente ficticios, sino sobre todo al magistral uso de la voz narradora. En efecto, otro de los grandes aciertos literarios del autor ha sido la elección de un narrador como Hook, complejo, oscuro y plenamente consciente de ser una especie de alter ego mutante  de Barrie, con el interesante foco que un personaje así nos ofrece sobre el aún más interesante autor de Peter Pan

Barrie y su San Bernardo Porthos

No voy a extenderme aquí sobre Barrie, porque desde luego su vida merece mucho más espacio. Sí señalaré, no obstante, que hoy nos cuesta imaginar la popularidad de la que llegó a gozar (llegó a ser nombrado Caballero del Reino), las amistades que llegó a cultivar (George Bernard Shaw, Chesterton, A.A. Milne, Arthur Conan Doyle, P.G. Woodehouse, Robert Louis Stevenson -a quien nunca llegó a conocer en persona-, o incluso a la actual reina Isabel II o su hermana Margaret, a las que, de niñas, les contaba cuentos), la expectación que levantaban los estrenos de sus obras teatrales, lo prolífico que llegó a ser, y el nivel de vida del que le permitió disfrutar su obra más conocida. Su vida estuvo marcada, además de por la muy temprana muerte de su hermano David, por la relación que mantuvo con la familia Llewelyn Davies, relación que dio lugar, entre secretos, pecadillos, traumas, frustraciones y un amor desmedido, al libro que cambió la vida de Barrie y de todos los Llewelyn Davies. Todo ello y más, narrado con maestría por Fresán en esta, insisto, gran obra de ficción.

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