Nos dice la contraportada que De noche, bajo el puente de piedra es una "historia de historias, relato de relatos". Y seguramente lo es, pero no creo que sea la mejor forma de describir lo que es este libro fundamentalmente: una novela. Formada a base de relatos, sí, cuya relación entre unos y otros, por lo menos al principio, no es del todo obvia, de acuerdo. Pero el poso que nos deja al final es el de Novela. Extraordinaria, bellísima Novela. Con una mayúscula, simplemente porque tampoco es cuestión de ponerse a gritar.
De noche...transcurre en la Praga de finales del siglo XVI y principios del XVII, una época y lugar en los que mi ignorancia se siente como en casa y que resultan ser de lo más interesantes. Praga era a la sazón la capital del Reino de Bohemia, y había sido residencia de varios Emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico. A pesar de ser, pues, territorio de fuerte tradición católica, el protestantismo iba ganando en aceptación, lo cual, unido a otras causas, desembocaría en 1618 en la Guerra de los Treinta Años. Antes de llegar a ella, sin embargo, Praga pasó por un período marcado por la inefable figura de Rodolfo II, Rey de Bohemia y Emperador del Sacro bla bla bla.
El conocido retrato que hizo Arcimboldo de Rodolfo II
A este Rodolfo no le preocupaban demasiado los asuntos de la corte ni sus ramificaciones religiosas. Sobrino de nuestro Felipe II, Rodolfo era católico, y pasó sus años de formación en España, a pesar de lo cual su reinado se caracterizó por la tolerancia religiosa. Protestantes y, sobre todo, judíos podían vivir sin miedo, hasta el punto de que en aquellos años la vida cultural judía floreció en Praga como no lo había hecho hasta entonces. Baste decir que, a principios del siglo XVIII, en ningún lugar del mundo había tantos judíos como en Praga, donde representaban la cuarta parte de la población.
A falta de interés en la política, la vida de Rodolfo II giraba en torno a sus grandes pasiones: las artes, la astrología y la alquimia. Fue mecenas de numerosos artistas y científicos, y algunos de ellos, como Arcimboldo o Bartholomeus Spranger, Kepler o Tycho Brahe, fueron acogidos en su corte. Tenía una notable colección de obras de arte en la que figuraban varios Durero y Brughel, y un célebre gabinete de curiosidades que incluía leones, tigres, águilas y osos.
Johannes Kepler y Rodolfo II
Muchos historiadores han achacado al aparente desinterés de Rodolfo por las cosas de palacio los desastres de su reinado, el más señalado de los cuales es la ya mencionada Guerra de los Treinta Años. Esa visión, sin embargo, ha cambiado en los últimos años, y ahora historiadores y biógrafos se inclinan por valorar su notable contribución al desarrollo cultural y científico del país, que ven como un factor clave en el desarrollo del Renacimiento en Bohemia. Esa mirada benevolente de los historiadores hacia sus filias se extiende también a sus fracasos políticos, que hoy se consideran más bien un loable intento fallido de crear un imperio cristiano unificado.
Y diréis, ¿a cuento de qué la vida y milagros de este señor? Pues a cuento de que es uno de los protagonistas de esta soberbia obra literaria que es De noche, bajo el puente de piedra.
La calle Rabínská, en el antiguo barrio judío de Praga
Aunque mucho menos conocido, otro de los grandes personajes de la época que se pasean por estas páginas es Mordecai Maisel (Mordejai Meisl en el libro), filántropo, prestamista y líder de la comunidad judía. A lo largo de su vida, el emprendedor Maisel llegó a amasar una inmensa fortuna. Su filantropía le impulsó a realizar obras de caridad, promover la construcción de hospitales, proveer de ropa a los más pobres, contribuir a la construcción de iglesias y sinagogas, y prestar dinero sin intereses a mercaderes en apuros. Es más, con el tiempo Maisel se convirtió de facto en el prestamista oficial de Rodolfo II, a quien prestó grandes cantidades de dinero a cambio de ciertos privilegios y oportunidades de negocio.
Siglos más tarde, Jakob Meisl (a éste le dejo el apellido como en el libro), estudiante de medicina y descendiente del legendario Mordecai, le cuenta todas estas historias a su alumno particular, que es nuestro narrador. En palabras de Meisl, ni los libros ni los profesores son capaces de explicar los porqués y los cómos de la Historia, pues siempre dejan de lado el factor humano y el lado mágico de la vida. Así, por ejemplo, cuando los rebeldes bohemios perdieron la histórica batalla de Monte Blanco, ello no se debió a que tenían enfrente al conde Tilly ni al pésimo emplazamiento de su artillería, sino a que el caballero Peter Zaruba "no tuvo la sensatez de preguntarle al mesonero que le atendió: ¿cómo puedes ofrecer doce platos semejantes por solo tres gros? ¿Eso, amigo, es económicamente imposible! Y así perdió Bohemia su libertad y cayó en manos de Austria...".
Retrato de Mordecai Maisel
Las vidas de Mordecai y Rodolfo se cruzan en varios momentos, algunos de los cuales nos proporcionan unas páginas maravillosas. Como ya hemos dicho, Mordecai prestó grandes sumas al Rey, pero a estos dos personajes no sólo los unen los lazos económicos, sino que también hay de por medio una historia de amor cuyo origen y razón de ser sólo se nos revela al final del libro.
Estos saltos adelante y atrás en el tiempo, saltos que van desde la época del narrador hasta la infancia de un niño judío muy espabilado, pasando por la juventud de Rodolfo tras su regreso de la corte española y por las maquinaciones del chambelán Philipp Lang (otro personaje histórico que podría estar sacado de una película), dan una gran agilidad al relato y lo impregnan de misterio. A ello contribuyen también las otras grandes dualidades que nutren la historia. Así, De noche... se desliza por esa dimensión que se extiende entre el mundo de los sueños y el de la realidad, juega los conceptos de destino y azar, hace un esqueje entre un rosal y un romero, y toquetea los hilos que unen al mendigo más miserable con el emperador más sacro y más germánico.
Fotograma de El Golem (1920), de Paul Wegener
La novela, pues, está envuelta en lo que los gentiles con escaso conocimiento del misticismo judío podríamos definir como un ambiente cabalístico, que es otra manera de referirse al elemento mágico. De hecho, uno de los numerosos personajes históricos que vemos en la obra es el Rabino Loew, el destacado talmudista a quien la leyenda atribuye la creación del Golem, ese personaje de barro cuya misión era proteger a los judíos de Praga de ataques antisemitas y pogromos. En nuestra historia no hay golems, pero sí fantasmas, profecías, transmigración de almas o perros que hablan, pero mucho ojo, que a nadie se le ocurra hablar de realismo mágico. Por favor. Porque no.
De noche... es también una elegía al antiguo barrio judío de Praga, ciudad natal del autor. Si habéis visitado la ciudad, quizá os haya sucedido como a mí, que busqué en vano esas estrechas y oscuras calles del barrio judío, tan tortuosas ellas, por las que se paseaba el golem de Paul Wegener. Aquel histórico barrio, conocido como Josefov, fue en su mayor parte demolido entre 1893 y 1913, con el fin de hacer sitio a una remodelación de la ciudad al estilo del plan Haussmann que transformó París. De él sólo quedan en pie seis sinagogas, el viejo cementerio y el ayuntamiento judío, todos ellos parte del Museo Judío.
El barrio judío antes de su demolición. Los rincones tan kafkianos como éste ya no existen.
«A punto de concluir el siglo, cuando contaba quince años e iba al instituto —mal estudiante, siempre necesitado de preceptores—, vi por última vez el barrio judío de Praga, que ya no se llamaba así, sino la “ciudad de José”. Aún la recuerdo tal y como era en aquella época, con sus endebles casas apoyadas unas contra otras y casi en ruinas, con agregados laterales y delanteros que hacían las callejuelas aún más estrechas. Esas callejuelas sinuosas y llenas de recodos que formaban un laberinto en el que me perdía irremisiblemente si no me andaba con cuidado. Oscuros pasadizos, patios sombríos, ventanucos y bóvedas como cuevas en las que los ropavejeros solían ofrecer su mercancía, pozos y cisternas contaminadas por la enfermedad de Praga, el tifus, y en cada rincón, en cada esquina, una taberna en la que confluía el submundo de la ciudad.»
Leo Perutz, nacido en Praga en 1882 de familia judía, fue una de esas mentes privilegiadas que fracasan en los estudios. Pese a un historial de resultados académicos mediocres, cuando no de expulsiones y abandonos, nos dejó, por ejemplo, además de libros tan magistrales como el que nos ocupa, fórmulas matemáticas que aún hoy se emplean en el cálculo estadístico.
Trabajó en la misma compañía que Kafka, si bien en otra sede, y se relacionó con artistas de la talla de Kokoschka, Brecht o Werfel (de quien un día de estos hablaremos), entre otros. No tuvo, al igual que su imperial personaje, demasiado interés por la religión. Sin embargo, como para los nazis la falta de fe no era un atenuante, nuestro amigo decidió, ante lo que se le venía encima a Europa, trasladarse a Tel Aviv. Poco amigo del sionismo y de cualquier tipo de nacionalismo, no se puede decir que celebrara la creación del estado de Israel. De hecho, nunca llegó a sentirse a gusto aquel país e intentó repetidamente regresar a Austria. No fue hasta 1950 cuando el país que, como veíamos aquí, se consideraba víctima del nazismo le permitió volver y recuperar la ciudadanía austriaca. Pero no encontraría editor para sus cuentos, tildados de excesivamente judíos.
Una edición en inglés muy bonita
Hay quien ve en la Praga de De noche..., publicado en 1953, una representación alegórica del holocausto y de la vida del autor. Personalmente, pese a haberlo leído dos veces seguidas (y las que vendrán), no he visto tan claramente dicha alegoría. Pero es que este libro tan rico, sugerente y hermoso merece tantas lecturas que vete tú a saber qué encontraré en él la próxima vez.
Estoy librando una batalla perdida. No puedo contar esta historia del modo en que debería ser contada. Me doy de cabeza una y otra vez contra el muro de la Historia.
De los más significados secuaces de Hitler, quizá el menos conocido del gran público sea Reinhard Heydrich. No creo que ello se deba a la dificultad de pronunciar su nombre; al fin y al cabo, a todos nos pronunciar mal los nombres raros. Se trata, más bien, de la ausencia de algún rasgo grotesco que le confiera ese carácter icónico que sí tenía, por ejemplo, Himmler, con su aspecto de roedor eunucoide; Göring, galán y héroe devenido bufón; o el odio hecho rostro de Goebbels, conocido sobre todo por sus epígrafes sobre la repetición de mentiras, acuñados unos años antes de envenenar a sus propios hijos.
Heydrich, por su parte, era más difícil de caricaturizar. Alto, rubio, ojiazul, fornido y atlético, el Carnicero de Praga, como se le conocía (sus otros motes eran El Verdugo, la Bestia Rubia o, en palabras de Hitler, "el hombre con el corazón de hierro), encarnaba el ideal ario, a pesar de que toda la vida le persiguió el rumor de que tenía sangre judía (lo que, a decir de algunos, explicaba el tamaño de su nariz).
Quizá fue por eso por lo que se distinguió en su encarnizamiento contra los judíos, o quizá simplemente fue porque era un nazi. En todo caso, Heydrich organizó, junto a otros, la Noche de los Cristales Rotos y fue uno de los grandes promotores de la Solución Final. En 1941 fue nombrado Reichsprotektor de Bohemia y Moravia (en realidad, era "vice protector", pero el Protector nominal, Neurath, a quien el Führer consideraba demasiado blandito, tuvo que aceptar un permiso y ceder todo el poder de facto a Heydrich). Su misión, "germanizar a las alimañas checas", acabar con la resistencia y garantizar que nada entorpeciera la producción de armas y motores checos, cruciales para Alemania.
Heydrich se puso manos a la obra, es decir, proclamó la ley marcial, empezó a fusilar a diestro y siniestro, y aquellos a los que no fusiló los envió a campos de concentración. Tenía además el objetivo a medio plazo de vaciar la región de checos, fuera mediante la expulsión o mediante el exterminio, y así conquistar un poco más de ese tan ansiado Lebensraum. Quizá por un prurito de conservar las formas (ya ves tú, a esas alturas), dejaron al checo Emil Hácha en la presidencia, que hizo lo que se esperaba de él, a saber, ser un títere que se prestó a colaborar con la persecución a los judíos.
Jan Kubiš y Jozef Gabčík, los héroes de la Operación Antropoide
Tan seguro de su poder y tan encantado de haberse conocido estaba Heydrich que se paseaba por la ciudad en un Mercedes descapotable, a menudo sin siquiera escolta. Eso en griego se llama hybris, y es el paso previo a la némesis, que, como sabéis, suele presentarse con abundancia de sangre. Pues bien, a Heydrich le bajó la némesis el 27 de mayo de 1942, cuando culminó la heroica Operación Antropoide.
HHhH, que narra la gestación, planificación y ejecución del atentado, así como sus secuelas inmediatas, se publicó en 2010. Recuerdo haber visto por todas partes esas cuatro haches, que vienen a significar Himmlers Hirn heißt Heydrich, o sea, "el cerebro de Himmler se llama Heydrich", y haber leído alguna que otra encomiástica crítica. Hoy, terminada su lectura, constato que mi norma de no leer jamás libros escritos por ningún autor que se llame Laurent podría no estar del todo justificada. Porque HHhH es apasionante, y consigue, como hacía El hombre que amaba a los perros, que una novela sobre un acontecimiento histórico que sabemos cómo acaba se lea como un thriller.
Esquema de la planificación del atentado
Hace unas semanas hice un viaje a Praga con mi hija. Para prepararme como a mí me gusta, busqué algún libro relacionado con la ciudad. Parecía una elección fácil, con tanto Kafka, Kundera o Hasek como hay por ahí, pero me apetecía más algo que no hubiera leído y que, por una vez, no tuviera una k. Así que, gugleando por aquí y por allá, me encontré con Gottland, del polaco Mariusz Szczygiel. Prometía mucho: un libro de pequeños ensayos, ensalzado por la crítica, que nos cuenta la historia de ese país (bueno, de Checoslovaquia, más bien) a lo largo del siglo XX. Me acompañó a lo largo de aquellos cuatro días, pero lo abandoné en cuanto volví. Todavía lo tengo por casa, aunque no sé si lo retomaré. No acabó de gustarme precisamente por su estilo tan factual y seco que su enorme carga de sutil ironía no podía paliar. Le faltaba, en definitiva, el elemento que más he apreciado de HHhH: el narrador, que es el fet diferencial de esta novela.
La masacre de Lidice, el pueblo que el ejército nazi arrasó tras el asesinato de Heydrich
Porque la historia de la literatura está llena de novelas históricas ortodoxas. Y como pocas de ellas pueden superar a Yo, Claudio u Opus Nigrum, por poner un par de ejemplos, Binet, que hasta el libro que nos ocupa no había publicado nada, opta por la decisión más sabia: ni molestarse en intentarlo. Así, nuestro amigo tenía que elegir entre escribir una novela histórica tradicional que por fuerza sería interesante (muy mal tendría que hacerlo para hacer de esta gesta una historia aburrida), pero que aportaría poco más que datos ya conocidos y entretenimiento; o adentrarse en la senda del escritor que escribe sobre lo que escribe, un camino poco hollado en la novela histórica y que le permitiría reflexionar sobre aspectos cruciales del género.
El escenario del atentado
Damos por supuesto, entonces, que el narrador de HHhH es el autor mismo (¿para qué se iba a meter en jueguecitos literarios?), y que sus páginas sobre el proceso de escritura se ajustan bastante a la realidad. Así, mientras conocemos a los héroes Jan Kubiš y Jozef Gabčík, entre muchos otros, y seguimos hasta el último detalle la planificación de la Operación Antropoide, Binet entra y sale de la historia, se queja de lo difícil que esto de la novela histórica, e incluso nos habla de su relación con una mujer checa. Aquí tenéis unos ejemplos:
Por supuesto que podría, quizá debería -para ser como Victor Hugo, por ejemplo- describir en profundidad, a modo de introducción, a lo largo de diez páginas o así, la ciudad de Halle, donde nació Heydrich. Hablaría de las calles, las tiendas, las estatuas...
En el primer boceto, había escrito: 'se embutió en un uniforme azul'. No sé por qué imaginé que sería azul (...) No estoy seguro de si este escrúpulo tiene mucho sentido en esta fase.
Me pregunto cómo Jonathan Littell, en su novela Las Benévolas, sabe que Blobel tenía un Opel. Si Blobel realmente conducía un Opel, me quito el sombrero ante su impresionante investigación. Pero si es un farol, eso debilita toda la novela...
Intentando ahogar a los autores del atentado
Un participante en un forum de internet expresa la opinión de que Max Aue, el protagonista (...) de Las benévolas, "suena a verdad porque refleja su época". ¿Cómo? ¡No! Suena a verdad (para algunos lectores que se dejan engañar fácilmente) porque refleja nuestra época: un nihilista post-moderno, básicamente (...) De repente, lo veo todo claro: Las Benévolas es simplemente Houellebeq en plan nazi.
Como os habréis imaginado, me sentí un tanto preocupado por la publicación de la novela de Jonathan Littell, y por su éxito (...) Lo estoy leyendo en este momento, y cada página me hace sentir la imperiosa necesidad de escribir algo al respecto...
El diálogo en el capítulo anterior es un ejemplo perfecto de las dificultades a las que me enfrento. Desde luego, Flaubert no tuvo esos problemas con Salammbó, porque nadie transcribió las conversaciones de Amílcar, padre de Aníbal.
Esto es lo que pienso: inventarse un personaje con el fin de entender los hechos históricos es como fabricar pruebas.
Mi historia tiene muchos agujeros como novela. Pero en una novela al uso, es el novelista quien decide dónde tienen que estar esos agujeros. Y como soy un esclavo de mis escrúpulos, soy incapaz de tomar esa decisión.
(Todos los párrafos son traducción mía)
El Mercedes de Heydrich después del atentado
Por lo visto, esa presencia constante del autor molesta a algunos lectores, que no toleran esas intromisiones (¿tú te imaginas, dirán, a Waltari interrumpiendo la historia del egipcio para decir "jo, qué difícil es escribir sobre algo que ocurrió hace tres mil años"?), o, quién sabe, quizá consideran que el problema es que quien rompe las normas es un advenedizo como Binet.
Personalmente, es esa frescura y esa cercanía lo que más me ha gustado de HHhH. Binet, como he dicho más arriba, no se propuso escribir una obra maestra, y eso siempre se agradece. Escribe sin pomposidad; sus reflexiones, bien formuladas, no vuelan demasiado alto y su modestia no fingida hace pensar más en un bloguero que en un novelista o historiador.
El asedio en la Catedral de San Cirilo, cuya cripta los nazis intentaron inundar para hacer salir a los autores del atentado
Curiosamente, del atentado contra Heydrich sabemos más que de otros atentados mucho más recientes cometidos en la presunta era de la información. De él se han hecho varias películas (doña Wiki menciona hasta ocho), entre ellas Antropoide, que vi en cuanto terminé el libro y que me pareció muy buena, con grandes actores, fiel a los hechos, y además filmada en Praga. Aquí tenéis una escena.
No hay viajes suficientes para tanto libro. Uno de mis objetivos al ir a Praga era visitar Terezin, la ciudad convertida en gueto y campo de concentración de la que nos hablaba Sebald en Austerlitz. Lo visitamos y a mi hija le impresionó tanto como a mí. Sin embargo, si hubiera leído este libro antes del viaje, habríamos tenido que añadir a la lista de castillos, catedrales, barrios judíos y casas danzantes unos cuantos lugares por los que el turista no avisado suele pasar de largo. De hecho, existen varios tours especializados en esta historia. Una de las visitas obligadas es, por supuesto, la catedral de San Cirilo y Metodio, donde Kubis, Gabcik y compañía se refugiaron durante varios días, hasta que fueron traicionados por un compañero de misión. Allí fueron sitiados por más de 700 hombres de las SS, que llegaron a emplear mangueras con el fin de ahogarlos. Todo conduce a un final épico como merece esta historia.
Placa conmemorativa a los héroes de la Operación Antropoide
En definitiva, una historia apasionante, un asesinato estupendo y un gran libro.
A diferencia de los designios del Señor, los caminos que nos llevan a emprender una lectura son casi siempre perfectamente escrutables. ¿Qué se puede hacer cuando unos despreciables y estúpidos asesinos causan una masacre en tu ciudad? Miles de personas decidieron salir a la calle y gritar que no tenían miedo; otros, llenar de velas y recuerdos el mosaico de Miró en las Ramblas; y unos pocos, muy ruines y ruidosos, sacar tajada política. Pues bien, a mí no se me ocurrió más que refugiarme en la literatura sobre Barcelona. Podía haber recuperado la inolvidable Últimas tardes con Teresa, a mi juicio la gran novela sobre Barcelona, o haberme puesto de una vez con Vázquez Montalbán, sobre el cual no sé si alguna vez podré opinar. Finalmente, sin embargo, opté por abrir un par o tres de libros que rodaban por casa desde hacía décadas.
El primero de ellos fue La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. Nos cuenta Mendoza en este libro dos historias: una, la del protagonista, Onofre Bouvila, un hombre de origen humilde que, apenas todavía un chaval, deja el pueblo y se va a la ciudad, dispuesto a ganarse la vida, prosperar por los medios que sean necesarios y amasar la fortuna que su padre, indiano fracasado, no pudo conseguir en Cuba. Eran tiempos en que todavía no se había inventado la adolescencia, y uno pasaba de niño a hombre como quien pasa la página del periódico. Por eso puede parecer chocante la edad de Onofre, de tiernos trece años, en el momento en que llega solo a Barcelona y se hospeda en una pensión de mala muerte. Es posible que Mendoza estirara tanto la precocidad del protagonista por exigencias del guión, dado que la historia se sitúa entre las dos exposiciones universales celebradas en Barcelona en 1888 y 1929, un lapso de más de cuarenta años en el que Onofre debe llegar a lo más alto y luego ver qué hace una vez allí.
Un reparto desacertado. Olivier Martínez es un soseras, y a Delfina, una chica que en el libro es descrita como poco agraciada, la interpreta nada menos que Emma Suárez
La segunda historia que nos cuenta es, por supuesto, la de Barcelona a través de los años en que, ya derribadas (cayeron en 1854) las murallas que durante siglos la habían aprisionado, la ciudad empezó a crecer y desarrollarse de manera vertiginosa. La exposición de 1888 debía de servir, pues, para colocar a Barcelona definitivamente en el mapa. Sin embargo, eran aquéllos, como hoy, por desgracia, años convulsos en la condal ciudad. En aquella Barcelona donde miles de obreros se hacinaban en barrios infectos construidos de la noche a la mañana, las ideas comunistas y anarquistas encontraron un caldo de cultivo ideal para su propagación. Y en ese caldo de cultivo, los gérmenes como Onofre Bouvila se movían como pez en el agua. Así, Onofre se dedica a todo tipo de trapicheo hasta que, poco a poco y gracias a algún que otro golpe sonado, se convierte en un respetado rey del hampa barcelonés.
Mendoza combina con absoluta maestría, pues, una suerte de novela picaresca, como es la historia de Onofre, y un retrato fascinante de nuestra querida Barcelona en el que se mezcla desarrollo urbanístico, economía, historia y política.
El Hotel Internacional, construido para la exposición en tan sólo 53 días y derribado al concluir ésta
Onofre, que al principio despierta nuestros instintos paternales, es objeto de un minucioso y profundo retrato psicológico por parte del autor. Podríamos estar ante uno de esos villanos repletos a partes iguales de maldad y grandeza a quienes su insaciable sed de poder condena a errar, miserables, por el mundo. Personalmente, sin embargo, el personaje me ha parecido víctima de ese apabullante retrato, como si, de tan bien que lo llegamos a conocer, se hubiera vuelto incapaz de sorprendernos. Todos sabemos que los personajes malvados siempre son más atractivos que los buenos, pero Onofre peca bien por exceso de maldad, bien por falta de rasgos que lo rediman. Por su parte, el resto de la enorme galería de personajes no tiene desperdicio, desde la familia y los habitantes de la pensión hasta los padres del protagonista, pasando por todos y cada uno de los mafiosos de tres al cuarto con los que se apandilla Onofre, o los prestigiosos y corruptos abogados y empresarios.
La fuente de Canaletas y un quiosco de los que no queda ni uno en Barcelona
No obstante, si hemos de juzgar por el título, La ciudad de los prodigios es, sobre todo, una historia de Barcelona, y en ese sentido, la novela es una gozada. Así, el relato de la construcción de las dos exposiciones, y en particular de la primera, en la que, en buena medida, se terminó de dar forma a la ciudad que hoy conocemos, es excelente. Mendoza se documentó de manera excepcional, y supo volcar esa documentación en el relato de manera que el lector nunca pueda separar los hechos y personajes históricos de los ficticios. Naturalmente, ello hace que la novela tenga bien poco de novela histórica y mucho de posmoderna, con un final que a servidor, que nunca ha logrado terminar un libro de Pynchon, le ha parecido especialmente pynchonesco.
Y a otra cosa, mariposa, que hoy tenemos mucho de que hablar. Verbigracia, de la gran Mercè Rodoreda.
Hablábamos de esta catalana universal y su obra más conocida, La plaça del Diamant, justo hace tres años (cada vez que me autocito y veo el tiempo que ha pasado, me entra un vértigo cósmico). Rodoreda, decía entonces, era en mis años mozos y, si no me equivoco, sigue siéndolo hoy, lectura obligada en la enseñanza secundaria en Cataluña. Sin embargo, una obra como Mirall trencat (Espejo roto, en castellano) está lejos de ser tan accesible para los lectores adolescentes como podía serlo La plaça... De hecho, las dos novelas están escritas en un estilo completamente diferente: mientras que la historia de Colometa se apodera inmediatamente del lector gracias a la voz de la narradora, así como a su lenguaje sencillo y directo, Mirall trencat se nos presenta como una novela sensiblemente más compleja, dadas sus múltiples voces narradoras y su fuerte carga simbólica, y por ende, de lectura más lenta y reflexiva.
Tanto la imagen de entrañable abuelita que tenía la autora como los títulos de sus obras (Aloma, La calle de las Camelias, o la que nos ocupa) dan a la literatura de Mercè Rodoreda un aire de enaguas y visillos que, desde luego, poco pueden atraer a priori a cierto tipo de lectores, en especial, desde luego, a los adolescentes mileniales. Craso error, como casi siempre que dejamos que las impresiones decidan nuestras lecturas, porque detrás de esas enaguas y visillos, que los hay, detrás de esas violetas, de esos armaritos lacados y de esos cojines de cretona, hay un auténtico volcán de pasiones o, si no os gusta esa expresión tan propia de un culebrón, un vertedero de sueños, amores y vanidades, descripción que se ajusta más al descarnado final de la novela. En cualquier caso, estamos ante una literatura que bucea en las miserias del alma humana como el mejor de los rusos, escrita, eso sí, con una sensibilidad exquisita, un lenguaje casi frágil de tan poético que es, y una elegancia propia de esos amantes a la antigua que cantaba el brasileño.
La mansión de los Valladaura, en un fotograma de la adaptación que hizo la televisión de Cataluña
A primera vista, Mirall trencat no es una novela tan barcelonesa como la anterior, en el sentido de que el escenario principal no es tanto la ciudad como la casa familiar y el jardín en los que transcurre la historia y algunos de sus terribles episodios. No obstante, a través de los avatares de los personajes y la casa, Rodoreda sí nos presenta un impresionante retrato de la sociedad y la historia de aquella Barcelona que conocieron nuestros abuelos y sus padres, aquella ciudad que, desde principios del siglo XX fue creciendo entre prosperidad y convulsiones hasta el estallido de la guerra civil. Con los personajes que la pueblan la autora nos muestra de manera soberbia todas las capas de aquella sociedad, desde la más alta burguesía hasta las clases más humildes, que entablaban entre sí las relaciones más indecorosas y, por consiguiente, inquebrantables de que es capaz nuestra débil carne.
Nos cuenta Mirall trencat la historia de Teresa Goday, hija de una pescatera que, merced a su matrimonio con un decrépito bolsista, entra en ese mundo de la alta burguesía, un detalle que se repite, en mayor o menor medida, en las tres novelas que traigo hoy. Teresa, que tiene un hijo ilegítimo al que criará como si fuera su ahijado, se casa, tras la muerte de su anciano marido, con el diplomático Salvador Valladaura, que vivirá toda su vida anclado en el recuerdo de su amada. Bárbara, que así se llama la pobre, muere al inicio de la novela en un suicidio muy shakespeariano, pero permanece sin embargo como uno de los personajes más enigmáticos de la novela.
La calle Urgel, irreconocible
Poco a poco, la novela se va erigiendo en una impresionante saga familiar, con todas las miserias, rencores, mentiras y secretos inconfesables que uno pueda imaginar, y, por eso, o a pesar de ello, con un terrible aire de melancolía que no ayuda precisamente a levantar el ánimo, pero que, como lectores, nos hace disfrutar como enanos. El lenguaje de Rodoreda, sutil y poético, que contrasta con la brutalidad de algunas escenas; sus referencias literarias, como la muerte, ya mencionada, de Bárbara, que nos hace pensar en Ofelia, o la relación entre María y Ramón, que nos remite a Cumbres borrascosas; su rico uso de los símbolos, con un jardín también muy bronteano; su sorprendente, pero acertadísima, introducción del elemento sobrenatural en la tercera parte; o el retrato de todos y cada uno de sus personajes, complejos, redondos, humanos y algún sinónimo más, hacen de Mirall trencat una novela extraordinaria, y de la mansión de los Valldaura un pequeño universo humano.
Y mientras todo el mundo conoce, y con justicia, a Rodoreda, me da la impresión de que pocos, más allá del Ebro, han oído hablar de Narcís Oller. Nacido en Valls en 1846 y muerto en Barcelona a la edad de 83 años, Oller es otro de los autores canónicos en la asignatura de literatura catalana. Por ello, y por mi tozudez, rebeldía e ignorancia, me negué en redondo a leerlo en aquellos años de secundaria (aunque, no me preguntéis cómo, siempre me las apañaba para aprobar con notas más que aceptables). En fin, más vale tarde si la dicha es buena, y en este caso lo ha sido y con creces.
Narcís Oller
Oller es un autor decimonónico con todas las de la ley, y La febre d'or tiene ese sabor inconfundible que tienen las grandes novelas europeas del XIX. Situada en los años de 1880 a 1882, esta novela nos presenta un retrato de la locura bursátil que se apoderó de la Bolsa de Barcelona en 1876 hasta su estallido seis años más tarde, es decir, apenas unos años antes del inicio de La ciudad de los prodigios. Aquella locura, que tomó su nombre a posteriori precisamente de la novela de Oller, permitió un gran desarrollo industrial y económico en Cataluña, donde a la burguesía le dio por fundar bancos como quien crea un blog. La febre d'or nos cuenta la historia de Gil Foix, un hombre de extracción humilde que descubre lo fácil que es enriquecerse si se tiene habilidad para comprar y vender en el momento oportuno (recordemos que el marido de Teresa Goday, en Mirall trencat, había construido así su fortuna). Como veis, parece una radiografía de la España del pelotazo, y es que en todas partes y épocas cuecen habas.
De lo que se entera uno leyendo La febre d'or: Barcelona tuvo un hipódromo nada menos que en Can Tunis
Creo no ir muy desencaminado si aventuro que, al escribir La ciudad de los prodigios, Mendoza tuvo bastante presente la novela de Oller. Hemos visto, por ejemplo, cómo el escenario de ésta es el punto de partida de La ciudad... Nos encontramos una vez más con un hombre que deja atrás sus orígenes humildes a base de medrar o, en el caso de Bouvila, a través del crimen. Y Mendoza, que siembra su novela de referencias literarias de todo tipo, da a su protagonista femenina principal el mismo nombre que tiene la heroína de La febre d'or: Delfina.
Sería interesante comparar estas dos Delfinas, la descastada anarquista de Mendoza y la vaporosa e idealista de Oller, tan diametralmente opuestas a primera vista, pero tan próximas la una a la otra en el fondo. Igualmente interesante resulta la comparación entre el protervo Onofre y el bobalicón de Gil. Como ya he señalado más arriba, en el arte, como en la historia, los malos siempre son más resultones. En este caso, no obstante, el personaje del bolsista Gil Foix se me antoja más redondo que el del hampón Onofre. Carente este último de rasgo redentor alguno, podríamos decir que toma el camino más directo que le ofrece la novela, y una vez lo enfila, nada lo aparta de él. Gil, por su parte, deambula de aquí para allá, al vaivén de lo que quieran hacer con él los buitres de los que se rodea. Sueña, tropieza, se convierte en el hazmerreír de la burguesía vieja, siempre desdeñosa de estos advenedizos a los que jamás aceptará completamente (qué poco han cambiado algunas cosas en Cataluña), y nos brinda un episodio inolvidable, como es el de sus andanzas por París con una fulana de altos vuelos.
El Bolsín de Barcelona, uno de los escenarios de la novela. Hoy es una escuela de arte
Oller, cuya obra literaria recibió elogios de autores como Galdós o Zola, es un pequeño regalo para el lector que gusta del realismo y al que ya se le empiezan a acabar los franceses y los rusos, y no tiene bastante con Clarín o el ya mencionado don Benito. No obstante, hay que decir que, juzgando por esta obra, a Oller a veces le pierde la moralina, en especial en el tramo final de la novela. Pero bueno, también los más grandes moralizaban, y por otra parte, algunos pensamos que la resolución de una novela es su parte menos importante. Como sucede con las entradas de blog.
El actual auge de las series de televisión impresiona al más pintado. Tanto en cantidad como en calidad o variedad, no hay duda de que estamos viviendo una era dorada de este tipo de producción. Si ello se debe al actual desarrollo tecnológico, tan vertiginoso que ya aburre, a la luenga sombra de hitos ya legendarios en la historia de la televisión como Los Soprano o The wire, o a una conjunción de hados y gnomos es cuestión que dejo a los entendidos .
(Por cierto, hoy no voy a hablar de series.)
El caso es que a veces dudo que esta edad dorada pueda durar mucho más. Sencillamente, la modernidad no produce tantos genios como para mantener la calidad y la creatividad de manera permanente. Naturalmente, si algún día llega la crisis, empezará precisamente por la creatividad: el número de ideas geniales que flotan en el éter es limitado, y como consecuencia, guionistas y compañía no dudan en recurrir, en primer lugar, a la historia, tanto la milenariamente remota como la más reciente, con resultados tan extraordinarios como Vikingos, The crown o, según me informan, Narcos.
El otro gran recurso de los guionistas es, huelga decirlo, la literatura. Ahí están, por mencionar tan sólo dos ejemplos, esa biblia visual que fanatiza a las masas titulada Juego de tronos, a la que quizá algún día me enganche, o El cuento de la criada, del que hablábamos hace unos meses. Y ahora entramos en materia: ¿cómo es posible que nadie haya hecho todavía una adaptación de esa obra maestra tan arrebatadoramente visual titulada El palacio de los sueños? No, no estoy pidiendo nada. Es pura curiosidad. Estamos muy bien sin la adaptación. Que quede claro.
En todo caso, la respuesta a la pregunta se me antoja obvia: porque no la han leído. ¿Y por qué no la han leído? Quizá porque la escribió un albanés, pobre. Bueno, tampoco nos pongamos cínicos. Ismail Kadaré, de hecho, está reconocido como uno de los grandes escritores del s. XX; toda su obra ha sido traducida a más de treinta idiomas, y, aunque su nombre suena ahora menos que hace unos años, es uno de esos sempiternos (¡mueran los clichés! ¡vivan los sinónimos!) candidatos al premio Nobel. El palacio de los sueños es su obra más emblemática y, si bien la primera lectura, hace unos años, me dejó un tanto frío (que es una forma suave de decir me aburrió), esta vez me ha dejado deslumbrado. O quizá deslumbrado no sea la palabra adecuada. Más bien me ha dejado tirado en el suelo, envuelto en oscuridad, sediento, mareado y absolutamente gélido. Una gozada, vamos.
El puente Mes, cerca de Shkodra. Se desconoce si se emparedó a un hombre en sus cimientos
La idea central de la novela no podría ser más poderosa: un ministerio que recoge, clasifica, estudia e interpreta todos los sueños de los súbditos del imperio, con el fin de arrancar de raíz cualquier intento de ataque o conspiración. El imperio en cuestión es el otomano, del que Albania formó parte desde principios del s. XV hasta su independencia en 1912. Se trata, no obstante, de un Imperio Otomano desdibujado. No tenemos de él referencias cronológicas precisas y tampoco se nos dice en qué ciudad nos encontramos. Más adelante veremos a qué se debe ese escenario tan borroso.
El protagonista, de nombre Mark-Alem, es miembro de la poderosa e influyente familia de los Quprili, y en algún momento anterior al de esta historia decidió islamizar su nombre. De ahí lo de Alem. Así, de buenas a primeras el lector percibe en el ambiente cierta tensión entre los Quprili y el Sultán, tensión que se revelará más clara a medida que se desarrolla el relato.
La relación de nuestra familia con el Palacio de los Sueños siempre ha sido muy complicada. Al principio, en los días del Yildis Sarrail, que se ocupaba tan sólo de interpretar las estrellas, las cosas eran relativamente sencillas. Pero cuando el Yildis Sarrail se convirtió en el Tabir Sarrail todo empezó a ir mal.
El relato de Kafka en la inolvidable adaptación de El proceso por Orson Welles
Apenas comenzada la lectura, además de este ambiente misterioso y enrarecido, el lector no puede dejar de sentir la sombra de Kafka. Los paralelismos entre El palacio de los sueños y el praguense son evidentes, y no son pocos los que han hablado de El castillo para ilustrar esta relación. Personalmente, además de esa atmósfera opresiva, la kafkianez de la novela me vino a la mente más bien por la repetida frase que le dicen a Mark-Alem: te hemos elegido porque nos convienes ("you suit us" en la versión inglesa), que no dejaba de recordarme a la líneas finales del relato "Ante la ley". Sin embargo, frente a la insignificancia del individuo aplastado por la maquinaria burocrática de El proceso, o frente a la eterna espera del campesino en el relato de Kafka, el protagonista de El palacio... es, por el contrario, elegido para un puesto privilegiado. El individuo en esta novela no se enfrenta, pues, al poder, sino que es absorbido por éste. Y más que absorbido, podríamos decir incluso engullido, como si esos interminables y oscuros pasillos palaciegos en los que transcurre buena parte de la novela fueran los intestinos de un monstruo gigantesco.
El Comité Central del Partido del Trabajo, probable modelo para el Tabir Sarrail
El gigantesco mecanismo que, a todos los efectos, él dirigía, funcionaba día y noche. Sólo entonces se dio cuenta de cuán vasto era realmente el Tabir Sarrail. Altos cargos veteranos entraban con timidez en su despacho. El Viceministro del Interior, que le visitaba con frecuencia, se cuidaba de no interrumpirlo nunca cuando hablaba. En los ojos del Viceministro, así como en los de todos los funcionarios del estado, había, a pesar de sus educadas sonrisas, una pregunta constante: ¿hay algún sueño sobre mí?... Ser poderoso y estar cargado de honores, ostentar puestos importantes y gozar de gran influencia: nada de ello bastaba para que se sintieran tranquilos. Lo que importaba no era sólo hasta dónde habían llegado en su vida: igual de importante era el papel que jugaban en los sueños de los demás, los misteriosos carruajes que conducían en esos sueños, los signos cabalísticos grabados en las puertos de esos carruajes...
Es evidente que detrás de un ministerio dedicado a recoger, estudiar e interpretar los sueños de la población se esconde una nada velada crítica al totalitarismo en su versión más estalinista. Cuando en 1984 Orwell nos presentaba la Policía del Pensamiento, encargada de arrestar a quienes cometen crímenes de ese tipo, veíamos cómo al ciudadano que quisiera sobrevivir en ese mundo tan horripìlante y real no le quedaba sino aferrarse a una tenaz represión de sus propios pensamientos y opiniones, incluso en su ámbito más privado. El Tabir Sarrail va un paso más allá en su implacable totalitarismo, dada la absoluta imposibilidad de controlar nuestros sueños. Y ese carácter imprevisible es especialmente cruel, tanto más cuanto que nos hace pensar en esos miembros del Partido que, tras su arresto, negaban las acusaciones, pero, una vez dictada la condena, admitían que, pese a no ser conscientes de ello, si el Partido los acusaba de conspiración, debía de ser así, puesto que el Partido es infalible.
Enver Hoxha, un amado líder hoy curiosamente olvidado por nuestros nostálgicos habituales
Los sueños, por su parte, son falibles, y de ahí la importancia de su escrupulosa selección e interpretación. Huelga decir que, en esta alegoría, hay que hacer un ejercicio de suspensión de la incredulidad. He leído por ahí alguna crítica que reprochaba al autor que no hubiera explicado con más detenimiento algunos detalles relativos a la organización de la maquinaria de recolección de sueños, que llega hasta el último rincón del imperio, o a la verificación de su autenticidad. Pues mira, en primer lugar, Kadaré sí nos proporciona los detalles necesarios. Y en segundo lugar, es igual: te crees lo que diga el autor y ya está, del mismo modo que te crees que Gregor Samsa se despertó convertido en bicho y que los animales de la Granja Manor son más elocuentes que nuestros políticos.
Mark-Alem, pues, a caballo de la influencia de su tío, quien lo ha enchufado en el ministerio, asciende rápidamente del Departamento de Selección al de Interpretación, y de ahí a la Oficina del Sueño Maestro, o Suprasueño. Se llama así al sueño seleccionado cada semana y presentado al Sultán, para guiarlo en su ejercicio del poder. Cada día más poderoso, Mark-Alem se siente tan perdido sentado en su escritorio delante de los sueños que debe interpretar como cuando deambula de un lado a otro por los interminables pasillos del Sarrail. Crece la tensión, suenan los gritos durante el interrogatorio de soñadores sospechosos, llaman con violencia a la puerta de casa durante una fiesta, y nuestro gris héroe se siente cada vez más pequeñito.
Estamos de acuerdo, pues, en que a ningún lector de esta obra se le pudo escapar el carácter de crítica al totalitarismo que impregna toda la novela. ¿A ninguno? Bueno, sólo a la Unión Albanesa de Escritores, que, dos semanas después de su publicación, celebraron, a instancia de Ramiz Alia (a la sazón, designado sucesor de Hoxha) una reunión de emergencia en la que resolvieron prohibir la novela. Demasiado tarde, debió de decir alguien. Todos los ejemplares ya están agotados. Nos la han colado.
Plaza Skanderberg, en 1988. Esa diáfana prosperidad
Kadaré, como decíamos más arriba, había optado por situar la novela fuera de un tiempo y lugar históricos precisos. Hubiera sido impensable, en una obra de estas características, hacer referencias explícitas al contexto político de aquel momento, y Kadaré, que ya se las había visto con la censura, era perfectamente consciente de ello. No obstante, parece que, como un niño resabido que juega a ver hasta dónde puede llegar sin pasarse de la raya, quiso, por ejemplo, que en la descripción de la ciudad donde transcurre la novela el lector albanés pudiera reconocer fácilmente la ciudad de Tirana, así como lugares tan específicos como la Plaza Skanderberg o el edificio del Comité Central del Partido del Trabajo de Albania, más que probable modelo del Tabir Sarrail.
Sin embargo, empobreceríamos mucho esta obra si pensáramos que ese imperio otomano situado fuera de un tiempo claramente definido responde exclusivamente a un vano deseo de camuflar una crítica. Los grandes libros nunca se limitan a una única idea, y esta novela, en efecto, es tan rica que puede leerse perfectamente sin pensar una sola vez en dictadores balcánicos. El palacio de los sueños está oportunamente envuelta en una atmósfera onírica que se mueve entre el subconsciente, el mito y cierto aire de fatalidad que la emparentan con grandes novelas como El desierto de los tártaros, de Buzzati, o El mar de las sirtes, de Julien Gracq. El aspecto del mito se observa no sólo en ese borroso imperio otomano, sino también en la propia familia del protagonista, los Quprili. Así, en las primeras páginas tenemos a Mark-Alem abriendo un libro titulado Los Quprili de generación a generación. Una crónica, y leyendo las siguientes líneas:
Nuestro patronímico es una traducción de la palabra albanesa Ura (qyprija o kurpija); hace referencia a un puente de tres arcos en Albania central, erigido en los días en que los albaneses todavía eran cristianos y construido con un hombre emparedado en sus cimientos. Una vez hubieron terminado el puente, uno de nuestros antepasados, cuyo nombre era Gjon y que participó en la construcción, siguió una antigua tradición y adoptó el nombre de Ura, junto con el estigma del crimen que lleva asociado.
Músicos bosnios y su instrumento tradicional , el gusla
Esta presencia del mito familiar cobra relevancia más adelante, cuando descubrimos que los Quprili son la única gran familia de Europa, y probablemente de todo el mundo, que poseen su propia epopeya. Esa epopeya, "a la altura de Los Nibelungos", y que todavía se puede oír en lengua serbia en Bosnia, nos saca del universo familiar y nos introduce en el mundo y la historia de los Balcanes, y de ahí nos lleva a la del Imperio Otomano.
Una vez al año, durante el mes del Ramadán, venían rapsodas de Bosnia. Se alojaban durante unos días en casa de los Quprili, recitando sus largos cantos épicos (...). Luego recibían su recompensa y se marchaban, dejando tras de sí una atmósfera de vacío y de misterio sin resolver (...). Corrían rumores, sin embargo, acerca de que el Sultán envidiaba a los Quprili su epopeya.
La noche fatal en que Mark-Alem oye por primera vez la epopeya familiar, se sorprende al observar que las palabras y las voces podían venir "de labios tanto de los vivos como de los muertos". Y así, en esa zona muerta donde se cruzan vivos y muertos, sueños y realidad, poderosos y súbditos, mito, historia y subconsciente, lo dejamos por hoy. Que cada lector se sirva a su gusto.
El palacio de los sueños es una novela muy de Chiriquiana.
Se maravillaba al oír hablar al visir, que explicaba cómo ninguna orden había salido ni saldría jamás del Tabir Sabir, ni hacía falta que lo hiciera. El Tabir lanzaba ideas, y su propio extraño mecanismo se encargaba de investirlas de un siniestro poder, pues procedían, según él, de las profundidades inmemoriales de la civilización otomana.
Si compráis un mojito en la playa a un vendedor ambulante, probablemente tengáis la ligera sospecha de que el ron no será de la mejor calidad, ¿verdad? En realidad, os conformáis con que os refresque y no os envenene. Pues bien, de igual manera, no seáis muy exigentes con estas minireseñas escritas a vualapluma y que en realidad son bocetos de entradas que no llegaron a ver la luz. Os garantizo que al menos no producen indigestión.
Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos
Mi intención era dedicar una entrada exclusiva a este novelón. Antes de ello, habría publicado otra entrada anticipatoria en la que no habría más que una pregunta: ¿cuáles son, en vuestra opinión, las obras cumbre de la literatura en español que casi nunca nos vienen a la mente cuando nos hacen esta pregunta? Un poco rebuscado, ya lo sé. Mi intención era demostrar que la obra ganadora era ésta, pues esperaba que nadie la mencionara. Chorradas de bloguero para crear expectación e introducir un poco de novedad.
Luego fue pasando el tiempo, se me comió la pereza, y no me queda ahora más que el grato recuerdo de una lectura impresionante, densa, oscura, de prosa deslumbrante y que en muchas ocasiones me sobrepasa. Ésta era, en realidad, mi segunda lectura de esta novela, aunque no recuerdo si la llegué a terminar la primera vez. Sí recordaba las primeras páginas, desde luego, y sobre todo ese párrafo inicial difícilmente superable. Podría citarlo, desde luego, pero, con las maletas a medio hacer, os animo a que lo descubráis vosotros solitos.
En Yo, el Supremo, Roa Bastos novela la vida de José Gaspar Rodríguez de Francia, dictador de la República del Paraguay desde 1814 hasta 1840, y que, en efecto, se hacía llamar Karaí-Guasú, que en lengua guaraní viene a ser el Supremo. Gran parte de los hechos narrados son, pues, verídicos, y a ratos uno echa de menos un cursillo intensivo previo sobre la historia del Paraguay. Sin embargo, es la técnica literaria, la audacia del autor, y su increíble inventiva lingüística lo que hacen que el lector, que con frecuencia se encuentra perdido, se quede maravillado. Así, en los trozos aburridos, que los hay, uno puede desconectar de la trama, que inevitablemente va unos metros por delante, y no obstante disfrutar. Merecería una trilectura y una reseña algo más apañada.
La casa del malecón, de Yuri Trifónov
También quería continuar la serie de novelitas soviéticas con ésta y alguna más. De buenas intenciones están los blogs llenos.
Lo que más sorprende de esta historia es que la casa del malecón que da título a la obra no es lo que podría parecer. No es la humilde morada donde el narrador creció con su abuelita y cuyo recuerdo, junto con la esperanza de volver a cruzar su umbral, le ha ayudado a seguir adelante en los momentos más difíciles del estalinismo. Nada de eso. En realidad se trata de un edificio con una historia muy peculiar.
Si bien el nombre de Дом на набережной lo popularizó esta novela, el edificio era conocido de todos los moscovitas. Se construyó entre los años 1927 y 1931, y era un bloque de apartamentos de lujo para la élite del gobierno soviético. Se ve que al Padrecito de los Pueblos le gustaba tener a sus colaboradores bien a mano para lo que pudiera surgir. Así, hasta un tercio de sus residentes desaparecieron durante los años del terror. Pasada aquella época, la propia familia del autor se trasladó allí. Y de ahí nace la historia que nos cuenta esta novelita relativamente breve, triste, muy interesante, con unos personajes perfectamente retratados, aunque con un estilo quizá un pelín ampuloso en ocasiones.
The real life of Sebastian Knight, de Vladimir Nabokov
Después de leer Opiniones contundentes, de nuestro amigo Nabokov, no podía dejar de leer alguna de sus novelas, y la biblio de la escuela me ofrecía ésta. Qué puedo decir, todavía estoy por encontrar una novela de este autor que no sea una obra perfecta en su construcción. Aquí encontramos algunos de sus temas predilectos: la búsqueda, el exilio, la crítica de la crítica y el juego de identidades. Una gozada.
Chernobyl prayer, de Svetlana Alexiévich
Tras la inventiva de Nabokov, me apetecía un baño de realidad, con lo deprimente que puede llegar a ser eso.
Este libro es impresionante, me dijo mi mujer en cuanto empezó a leer este libro. Al cabo de un tiempo, cuando me disponía a leerlo yo, le pregunté qué le había parecido. Un poco repetitivo, me respondió, y añadió que lo había dejado a la mitad, lo mismo que le ocurrió a un compañero de mi trabajo.
Traducido al español como Voces de Chernóbil, este libro de la Nobel de Literatura de 2015 consiste en una serie de testiomonios de personas que sufrieron de manera directa el desastre de la planta nuclear de Chernóbil, en 1986. El primero de esos testimonios, el de la esposa de uno de los primeros bomberos que actuaron en la zona, es, en efecto, impresionante y desgarrador, y el lector piensa que no podrá aguantar muchas páginas con tanto dolor. Sin embargo, más que recrearse en el dolor, con los testimonios recogidos Alexiévich quiere hacer hincapié, sobre todo, en el desconocimiento de las verdaderas consecuencias del desastre a largo plazo, no sólo en lo que respecta al medio ambiente, sino también en la sociedad. En este sentido, hay que destacar que el país que resultó más afectado por la catástrofe no fue Ucrania, donde estaba la planta nuclear, sino Bielorrusia.
Creo que es justo reconocer que sí, que al cabo de un rato la lectura puede hacerse repetitiva. Son, por ejemplo, muchos los personajes que nos hablan de esas patatas y esos nabos tan hermosos y tan lozanos, y que sin embargo tenían prohibido comer. No obstante, se me ocurre que la fuerza de esta obra surge precisamente de dicha acumulación de testimonios y de su valor periodístico. Las voces que escuchamos en estas páginas nunca han sido escuchadas en profundidad. Reporteros y corresponsales de occidente quizá les dieron unos segundos para responder a ¿cómo lo vivió usted?, y científicos de todo el mundo se han interesado en su uso como cobayas. Pero escuchar esas voces era algo que nadie había hecho. En palabras de un profesor universitario:
Apenas hay libros sobre ello. ¿Piensa que es casualidad? Se trata de un episodio que todavía no forma parte de nuestra cultura. Es demasiado traumático. Y nuestra única respuesta es el silencio. Cerramos los ojos, como niños, y pensamos que así nos ocultamos. Algo se está acercando a nosotros desde el futuro, pero es demasiado enorme para nuestra mente.
Más allá de la historia de Chernóbil, este libro nos habla también del desmoronamiento del imperio soviético. ¿Repetitivo? Sin duda, y apabullante.
Human universe, de Brian Cox
La catástrofe de Chernobyl y algunos de los comentarios por parte de los entrevistados acerca del átomo, la radiación y la fusión nuclear, me dieron ganas de profundizar un poquito sobre el estudio de la materia. Podéis reíros.
Este libro vino después de la serie del mismo título de la BBC, la calidad de la cual se da por sentada. El libro, desde luego, es tan interesante como promete, lo cual, en no poca medida, se debe al autor y presentador, físico, profesor y músico, de aspecto y estilo desenfadado, pero embriagado de pasión por su trabajo.
Human universe se ocupa de algunas de las grandes preguntas que se ha estado haciendo el homo desde que se convirtió en sapiens. Nuestro lugar en el universo, nuestro origen, por qué estamos aquí, si hay vida más allá o qué nos depara el futuro son, entre otras, algunas de esas cuestiones. A los que acostumbramos a leer ficción o, a lo sumo, libros de historia o biografías, nos sorprende, creo, el modo de razonar tan lúcido y pragmático que tienen los científicos o, cuando menos, las mentes privilegiadas (a mi lado, desde luego, Cox lo es).
Como libro de divulgación, no hay duda de que Cox cumple con creces, hasta el punto de que ya me he agenciado la New Guide to Science de mi querido Asimov.
¡Vivir!, de Yu hua
A veces me da la impresión de que la mayoría de los lectores conoce muy bien cuáles son sus gustos literarios y que éstos son muy específicos. A uno le gustan los clásicos (léase, las novelas del XIX), a otro la ciencia ficción, a otra la literatura inglesa, y a aquél de allá las biografías. Yo no sabría decir qué tipo de literatura me gusta, ya que esto supondría dejar de lado todas las demás. De hecho, nada me gusta más, de vez en cuando, que romper esa cadena de lecturas en la que un libro nos lleva a otro, y leer algo que, por decirlo de alguna manera, no viene a cuento.
Antes de hacer estupideces como La gran muralla, que mi hijo me infligió hace unas semanas, Zhang Yimou hacía películas maravillosas que el cine Verdi nos permitía disfrutar a los barceloneses (Silvia, cada día añoro más aquellas noches de cine y té que pasamos). Entre ellas, Sorgo rojo, La semilla de crisantemo o ¡Vivir!, la última de las cuales está basada en una novela del autor Yu Hua.
De modo parecido al de Mo Yan en su extraordinaria Sorgo rojo, Yu Hua nos cuenta aquí dos historias: la historia humana y la Historia del país desde la época de la Guerra Civil China. Aunque una y otra transcurren de modo paralelo, el lector asiste de manera directa a las desventuras de Fugui, mientras los acontecimientos históricos son apenas un eco lejano que nos viene desde la otra orilla del río. Poco a poco, sin embargo, los tambores de guerras, grandes saltos adelante y revoluciones inculturales retumban con más fuerza, hasta que su cruel presencia acaba por imponerse en la vida de este pobre Job chino. Una historia sencilla y poderosa, a la que la película del otrora gran Yimou hizo plena justicia.
Man's search for meaning, de Victor Frankl
Luego pensé que tanto llorar y tanto sufrir no servía para nada. En un momento como ése, no quedaba más remedio que pensar en cosas prácticas, tenía que preparar un funeral decente...
... Todos los muertos quieren seguir vivos, así que tú, que estás vivo y coleando, no tienes que morirte. Tu vida te la dieron tus padres -añadí-. Si no la quieres, antes deberías pedirles permiso a ellos.
Viktor Frankl fue neurólogo, psiquiatra y superviviente del holocausto, y si habéis leído este libro, convendréis en que su faceta de superviviente es inseparable de las otras dos. Man's search for meaning (El hombre en busca de sentido) fue publicado en Austria en 1946, y cuesta imaginar el modo en que fue recibido por el público y la crítica en general. Apenas un año después de la catástrofe que ha arrasado Europa, y con un mundo que aún no ha empezado a captar la magnitud de Auschwitz, ¿y aquí una víctima del genocidio nos viene con un mensaje vital y positivo?
A diferencia de otros testimonios sobre la Shoah, Frankl no se detiene en los detalles de los horrores del campo de concentración. Su interés se centra, en primer lugar, en la psicología de los prisioneros en esas condiciones inhumanas, que nos describe de un modo científico sin dejar de ser profundamente humano. En segundo lugar, y como psiquiatra, Frankl se propone dar una respuesta a la pregunta implícita en el título: ¿cuál es el sentido de la vida? Observad, sin embargo, que con el fin de evitar dar pie a elucubraciones metafísicas, la pregunta debería matizarse: cuando uno, como le ocurrió al propio autor, ha perdido a todos sus seres queridos de la manera más cruel imaginable, ¿tiene algún sentido la vida?
Para dar respuesta a dicha pregunta, Frankl recurre a la logoterapia, fundada por él mismo. La voz y las palabras de Frankl son fascinantes, y aunque en más de un momento el lector pueda dudar de la efectividad de dicha terapia, su relevancia e influencia son indiscutibles. Tanto es así que, en ocasiones, mientras estaba leyendo ¡Vivir!, no dejaba de acordarme de esta pequeña joyita. De hecho, las dos citas que habéis visto más arriba no son de Frankl, sino de la novela de Hua.
Y se acabó lo que se daba. Este año voy a una zona diferente de Inglaterra, así que, a la vuelta, espero poder contaros algo interesante. No faltaré a mi cita con las charities, aunque me temo que el Bookbarn me va a quedar demasiado lejos. En todo caso, ¡buen verano y felices lecturas!