"En la ruta del sudeste que había tomado había satisfactorios indicios de lejanía y desolación."
A algunos de nosotros, en un momento dado de nuestra vida, cierta inquietud muy parecida a la desesperación nos empuja a coger la
mochila y, sin otro plan que el de alejarnos, nos lanza a la carretera. Es posible que esa inquietud no nos abandone ya más, y es también posible, sin embargo, que, tras este brote, no volvamos nunca a recaer. Tanto da: el virus del viaje no tiene cura y puede permanecer latente en nuestro cuerpo durante décadas. Cuando uno es viajero, lo es
para toda la vida.
A orillas del Danubio, tras haber caminado casi dos mil kilómetros desde que salió de Inglaterra, Patrick Leigh Fermor aprovechó la llegada de la primavera y pasó su primera noche al raso. A la luz de una vela que había colocado en una roca, se puso a escribir su diario de viaje hasta que le entró la modorra. A continuación, con la música de fondo de ranas, gallinetas y avetoros, se tumbó a contemplar las constelaciones y dejó que vagaran entre él y el cielo las ideas y el entusiasmo de un mozalbete de 18 años.
¿Por qué la idea de que nadie sabía dónde me encontraba, como si huyera de una jauría de perros de presa o de unos coribantes empeñados en descuartizarme, era capaz de generar esta sensacion de triunfo?
Life is good
De entre todos los maravillosos párrafos que este extraordinario libro ofrece, se me ocurre que éste es uno de los más significativos. Tenemos en él condensados algunos de los rasgos inconfundibles de esta cima de la literatura de viajes (o de la literatura a secas): joie de vivre, referencias clásicas, vívidas imágenes y, sobre todo, el poder de comunicar de manera magistral sensaciones que apelan a los recuerdos del lector, o, por el contrario, de despertar en él la sed de perderse en el mundo y ver qué encontramos.
Además, cualquiera que haya vivido a fondo al menos una parte de su vida, lo cual no quiere decir hacer puenting y nadar con delfines, reconocerá en esas líneas la sensación de agradable alienación que nos embarga a los viajeros cuando menos lo esperamos. Recuerdo estar un día en el metro y fijarme en la persona de enfrente, ufana de haber encontrado un asiento para todo el trayecto y poder así enfrascarse a gusto en una apasionante sopa de letras. Con una condescendencia rayana en la piedad, le espeté en silencio mis pensamientos:
Tú no lo sabes, pero hace dos semanas regresé del otro confín del mundo.
Tierra de castillos
Entre los mochileros hay mucho más esnobismo del que se piensa, y yo no me libro de ello. Pero también me enorgullezco de coincidir con Fermor en que gran parte del placer del viaje radica en desaparecer. Así es. No radica en compartir momentos. Ni en contemplar puestas de sol. Ni en el indiscutible gozo de conocer gente nueva. Ni en colgar fotos en tu cuenta de facebook. Ni en encontrarte a ti mismo. Ni siquiera en escribir un blog de viaje.
Desaparecer. Lisa y llanamente. Y si no sabéis a qué me refiero con "desaparecer", os diré que, cuando fui a los Estados Unidos, mis padres se pensaron que me había secuestrado una secta. Sin coña. A eso me refiero.
(Y de paso, otro no: la gente no viaja más desde que llegaron los vuelos low-cost. Viaja muchísimo menos.)
El Salar de Uyuni. Y pensar que hay gente que recorre medio mundo para hacer esto...
Más de cuarenta años median entre el día en que Patrick Leigh Fermor llegó en barco a Holanda, decidido a recorrer Europa a pie hasta llegar a Constantinopla, y el momento en que empezó a escribir este libro. Son cuarenta años que lo llevan a través de juventud, madurez y veteranía hasta la sabiduría de la experiencia, años que Fermor, autor, historiador, destacado soldado, estudiante rebelde expulsado de The King's School por hacer manitas con la hija del verdulero, latinista y helenófilo autodidacta, vivió con una intensidad propia de otros siglos. Y son la experiencia y la erudición adquiridas en esa vida de leyenda las que permiten al autor recordar, revivir y narrar de principio a fin una aventura tan larga y lejana en el tiempo (ayudado, además, por la recuperación, veinte años más tarde, de un diario de viaje perdido en un castillo rumano).
La voz del viajero, pues, no es la de un adolescente. Uno de los grandes logros de Fermor en esta obra es el equilibrio que la voz narradora mantiene entre la ingenuidad de la juventud y la experiencia de la edad. En ese sentido hay que señalar, por ejemplo, los comentarios sobre sus lagunas culturales (!!) que, dice, le impedían sacarle todo el jugo a una conversación sobre Proust o a una visita a determinada ciudad. El Fermor sexagenario de El tiempo de los regalos y el septuagenario de Entre los bosques y el agua no han perdido un ápice de pasión, sed de vivir, hambre de conocimiento y, más importante, la voluntad de alcanzarlo.
Incidiendo sobre el esnobismo de los mochileros, hoy el adjetivo imprescindible es "auténtico". Puedes viajar a Londres, Bangkok o Tallin, pero si el instagramero que marca tendencia no te informa de dónde puedes encontrar el auténtico Londres, estás condenado a ser un simple turista. (Escupir). Por alguna razón que no se me oculta, esa autenticidad acostumbra encontrarse en la miseria. Así, parece que el auténtico Brasil es el de las favelas y la Cuba auténtica es la de las jineteras. Conocí a un hijo de diplomático suizo que, al tiempo que pagaba 400 euros a la semana por clases de español a las que no asistía, dormía en azoteas de la Barceloneta. Todo sea por la autenticidad.
Fermor, por su parte, pasa dos años cruzando Europa, pero no tiene tiempo para semejantes gilipolleces de pijo con complejo de clase. Disfruta tanto durmiendo al raso como en la mullida cama de la mansión de un noble húngaro. De hecho, uno de los aspectos más interesantes y envidiables de su viaje es la posibilidad, fecundamente aprovechada, que le brindan las nutridas bibliotecas de los castillos y mansiones donde de vez en cuando se aloja para saciar in situ su voracidad de conocimientos sobre historia, geografía, ictiología, lenguas o antropología. Mientras al viajero engreído, como servidor (ver más arriba), le encanta aleccionar a los demás sobre la auténtica forma de viajar, Fermor, por su parte, humilde ante el pastor que acepta su pan, agradecido al aristócrata que le ofrece copa tras copa de gran reserva, cautivado tanto por la belleza de una bandada cigüeñas como por el cuerpo de una campesina con la que retoza en un pajar, no podría estar más lejos del afán de aleccionar, ni al lector ni a nadie.
La intención de Fermor era escribir una trilogía, pero tras El tiempo de los regalos (1977) y Entre los bosques y el agua (1986), nunca llegó a publicar la tercera parte, The broken road (en español El último tramo). Fueron la escritora Artemis Cooper y el también viajero y autor Colin Thubron quienes, tras años de trabajo en el diario de viaje del autor, publicaron en 2013 el último volumen de esta trilogía. A juzgar por las críticas, parece que hicieron un trabajo soberbio.
Gitanos húngaros con su oso bailarín
A pesar de los millones de muertos de la Primera Guerra Mundial y de la caída casi simultánea de tres imperios, podría decirse que en la Europa de 1933 reinaba aún cierta inocencia. Al fin y al cabo, guerras había habido desde siempre y, pese a su magnitud, en aquélla las víctimas "inocentes" (entiéndase civiles) fueron una minoría, a diferencia de lo que lleva ocurriendo desde 1939. No cabe duda de que un mundo que no conoce los nombres de Auschwitz, Hiroshima ni Kolyma se nos antoja hoy idílico. Y en efecto, la Europa central que recorre Fermor, esa Holanda que reconoce por las pinturas de los museos, ese territorio Grimm que son los bosques de Baviera, esas noches rumanas de gitanos y hogueras con el oso bailarín al fondo, esos cafés de Bratislava con la ruidosa presencia de estudiantes talmúdicos debatiendo en yiddish, esas reverberaciones del aullido de los lobos en el bosque, o esa isla de Ada Kaleh, hoy hundida bajo las aguas, hacen de aquella Europa un paraíso donde la creciente presencia de unos nazis a los que nadie se tomaba en serio y los rumores acerca de campos de concentración no eran más que unos nubarrones que se prometían pasajeros.
En las cartas que, a modo de sendos prólogos, escribe a su amigo Xan Fielding, Fermor reconoce la suerte que tuvo de conocer ese mundo antes de que la década posterior lo barriera para siempre. Pero la tragedia que estaba por venir también se cobra sus víctimas entre algunos de los incontables y, aun así, inolvidables personajes que pueblan estas páginas. Así, topamos de vez en cuando con una nota a pie de página que nos informa de la triste suerte que corrió años más tarde esa persona con la que ahora comparte charla, chimenea y copa.
La isla de Ada Kaleh, una comunidad turca en el Danubio rumano. Fue hundida en 1970 para dar paso a una central hidroeléctrica, y Fermor la retrata en unas inolvidables páginas finales
Bastarían los retratos que nos ofrece el autor, las digresiones para hablar de un sufijo de la lengua húngara, el repaso a la historia de los hunos y los magiares, o el maravilloso relato de la escapada con su amigo Istvan y su amada Angéla por los montes de Transilvania para hacer de estos libros una fuente de placer lector sin fin. Pero es sin duda el modo en que Fermor, cuarenta y cincuenta años después de la experiencia, reflexiona y enriquece sus vivencias; la lengua que emplea, directa y sencilla, al tiempo que cultísima; la pasión y la alegría, sin pizca de sentimentalismo, de haber vivido esos días; sus reflexiones, erradas o certeras, siempre atrevidas; o la erudición sumada a una inagotable y contagiosa sed de conocimiento, lo que hacen de estos libros una obra maestra absoluta.
Las Puertas de Hierro del Danubio, el paso de Rumanía a Serbia donde concluye Entre los bosques y el agua
Hay por ahí un bloguero que, el día menos pensado, va a desaparecer.
Colin Thubron emprendió este viaje en la primavera de 1992, apenas unos meses después de que las repúblicas centroasiáticas se independizaran de Moscú. Ha transcurrido desde entonces casi un cuarto de siglo, y, dados los enormes cambios que ha vivido la zona, lo primero que se le ocurre a este lector es que cualquier guía de viajes le será de más utilidad en el muy hipotético caso de visitar alguna de esas repúblicas que conforman el Turkestán. Por suerte, la utilidad no figura entre mis 100 primeras razones para leer.
Fuera del escenario donde tienen lugar, las revoluciones que triunfan ponen el mundo patas arriba, despiertan temor y esperanza a partes iguales, y son recibidas por muchos con muestras de gran júbilo. No así con la caída de un imperio por sí solo. Cuando esto sucede, puede que se froten las manos las cuatro compañías que esperan sacar tajada de entre los escombros, pero lo más habitual suele ser ver asomar por el horizonte grises nubarrones de incertidumbre. Thubron comenzaba su viaje preguntándose por el camino que seguirían aquellas cinco repúblicas: ¿se lanzarían de lleno al -en palabras del autor- horno del islamismo? ¿O se refundarían en un nuevo pastiche comunista? La bajada de la marea soviética las había dejado desnudas y sin toalla, y su destino ahora sólo podía concebirse a la sombra del Islam, Moscú, Turquía u Occidente.
Ashkhabad en los años 20
Pero Colin Thubron no es politólogo, sino viajero, y El corazón perdido de Asia no es un ensayo sobre geopolítica, sino un libro de viajes. Así, las reflexiones del autor pronto dejan paso a lo que esperamos de este tipo de libros: en primer lugar, que no tenga el síndrome de Obélix, ya sabéis, ese recurso facilón de tantos autores y su "están locos estos...". Y en segundo lugar, impresiones, personas, anécdotas, descripciones e historia. Una historia que, por cierto, todavía se deja llevar por la inercia de tantas décadas, como descubre Thubron al encontrar por casualidad, en la recepción del hotelucho donde se aloja, una hoja con todos sus movimientos escrupulosamente anotados. Pero afortunadamente, la cosa no pasa de ahí.
Estamos, como veis, en la misma tierra que visitamos hace unas semanas en esa maravilla de Peter Hopkirk titulada El Gran Juego. Turkmenistán es la primera de las nuevas repúblicas a la que llega Thubron, quien a la sazón estaba ya más que curtido en viajes por otras zonas de oriente. Supongo que todavía se escriben libros de viajes que nos cantan las maravillas naturales, las delicias gastronómicas y la vibrante vida cultural del país en cuestión, pero desde luego Thubron no serviría para un libro así. Fijaos lo que ve desde el avión que lo lleva a Ashkhabad:
Milla tras milla el único color era un horrible platino que respiraba hambruna, hecho no de arena sino de la arcilla pulverizada de los imperios que se habían desintegrado en su polvo.
Thubron proviene de una familia acomodada. Es hijo de un padre militar y una madre que tenía entre sus ancestros al poeta John Dryden. Estudió en Eton y, como dato más que curioso, añadiré que es hermano de una hija de Rod Stewart. Como suena. A pesar de, debido a, o sin relación con ello, a nuestro viajero le gusta escribir con los labios cubiertos de barro reseco y un escorpión en la bota mientras, sentado en el suelo, espera un desvencijado autocar que lo llevará a las ruinas de un fuerte asaltado un siglo atrás por los rusos. Más tarde, en el asiento de atrás, intentará dormir la mona de los trece vasos de vodka que las normas de cortesía le obligaron ayer a aceptar. Por eso nos entusiasma su prosa a los que no hemos llegado quizá a tanto en nuestros viajes, pero sí nos hemos acercado.
El Mar de Aral, por llamarlo de alguna manera
Después de Turkmenistán vienen las otras cuatro repúblicas, a saber, Uzbekistán, Tayikistán, Kazajistán y Kirguizistán, nombres que, juntitos, antaño tanta gracia nos hacían. En todos ellos, el autor hace lo mismo: hablar con la gente, emborracharse por imperativo cultural, ahuyentar las cucarachas de su habitación del hotel, y patearse ruinas de templos, fuertes, mausoleos, ciudades y cementerios mientras un paciente y dicharachero taxista dormita en el coche. Sin embargo, pese a que este patrón se repite varias veces, y a las similitudes que presentan estos países que nunca hasta ahora fueron tales, en ningún momento tenemos la sensación de repetición. Cada persona tiene una historia diferente que contar. Cada pueblo, cada tribu y cada etnia, también.
Dushanbe, capital de Tayikistán
El lenguaje de Thubron es preciso, bello e incluso lírico, pero a ratos también puede ser crudo, descarnado y, algunos dirían, ofensivo e inaceptable. Como yo tampoco me la cojo con papel de fumar, he disfrutado de párrafos como el siguiente, el primero de dos páginas en las que nos acerca de forma tan somera como apasionante a la historia de la región:
Durante dos mil años Asia Central fue la cuna del terror, donde una implacable fila de razas bárbaras esperaba su turno para empujar a la anterior al fondo de la historia. Cualquiera que fuera el impulso de sus salvajes oleadas -bien la erosión de sus tierras de pasto o sus épocas de efímera unidad-, todas llevaban el mismo sello de movilidad fantasmal y crueldad.
Hace dos milenios y medio, los misteriosos escitas de Heródoto, -salvajes arios cuya patria era el caballo- bullíanfuera del alcance de la civilización, como un espantoso protoplasma de todo lo que vendría después...
Samarcanda, 1910. Niños judíos y su profesor
Y los continuos saltos del pasado más remoto al momento actual no pueden ser más oportunos. En 1992 el fundamentalismo islámico no se percibía como la amenaza global que es hoy, pero para alguien tan viajado como Thubron, el germen era ya evidente. Por ello, ante el vacío ideológico y de poder que el comunismo había dejado en la región, la cuestión es lo bastante preocupante como para que más de una vez surja la cuestión del papel que podría jugar el extremismo en aquellas repúblicas en pañales. Lo cierto es que la situación no podía parecer más propicia.
Con la llegada del comunismo las hermandades se hicieron clandestinas. El Islam oficial fue brutalmente persrguido y decenas de miles de religiosos fueron ejecutados. Stalin cerró 26.000 mezquitas, y, en 1989 sólo quedaban ochenta en todo Uzbekistán. Pero bajo esta fina capa de culto institucionalizado, cuyos líderes fueron obligados a un compromiso con Moscú, crecía un movimiento de multitud de mullahs no oficiales y hombres santos. En lugar de las mezquitas controladas, los centros de culto más fervorosos fueron entonces los sepulcros de venerados sufíes, objeto de secreto peregrinaje. Este Islam furtivo provocó paranoia en Moscú. Los comunistas buscaban por todas partes la maligna influencia de las redes sufíes, y el KGB no conseguía infiltrarse.
La palabra clave en esta historia es sufí. El sufismo es la denominación que recibe la rama mística del Islam, y sus practicantes, como vemos en el párrafo anterior, se agrupan en hermandades. Está extendido por toda Asia Central y, aunque caigamos en una simplificación escandalosa, podría decirse que el sufismo se caracteriza por una búsqueda más personal de Dios, por la meditación, y (disculpad la cacofonía de ismos) por alejarse del dogmatismo y la tendencia al extremismo que pueden darse en el chiismo y el sunismo, donde, por supuesto, no lo ven con buenos ojos.
Sufíes de Asia Central meditando
Si a ello le añadimos las características que nos presenta Thubron en el siguiente párrafo, podemos explicarnos por qué los locos asesinos de hoy no provienen de Tashkent, Bujara o Dushanbe.
Asia Central siempre ha tenido una corriente de apostasía. Los uzbecos introdujeron restos de chamanismo en la ortodoxia suní de su vida como sedentarios, y, bajo la superficie de sus ciudades-caravana, hubo durante siglos un infierno palpitante de demonios persas. A siete metros bajo el suelo de la mezquita de Atari vi las piedras de un templo del fuego del zoroastrismo; y el fuego, me dijeron, todavía es portado, como un recuerdo ancestral, a la cabeza de algunos séquitos nupciales musulmanes. Con una punzada de sospecha recordé entonces cómo, unos años antes, vi en Jerusalén a los últimos de una secta de sufíes bujariotas, que veían a Dios a través de la contemplación de las llamas.
Es difícil convertirse en fundamentalista si adoras a los elementos. La herejía nos salvará.
El haloxylon, una presencia constante
No obstante, no hay que inferir de ello que la vida entre diferentes religiones y numerosas etnias fuera una balsa de aceite. En Bujara, la comunidad judía, que había dominado la banca y los bazares, ahora apenas podía mantenerse. No hablaban hebreo, desconocían su propia historia y, poco a poco, iban abandonando el país.
Tenían las ventanas barradas, pero la hostilidad hacia ellos todavía era silenciosa, pensaba el zapatero. Más al noroeste, en Jiva, el antisemitismo se había vuelto tan feroz que todos habían huido, mientras al este, en el valle de Fergana, su presencia era cada vez más ominosa.
En el momento de escribir esto, la comunidad judía de Uzbekistán está condenada a desaparecer. También los rusos, después de décadas siendo la lengua y cultura dominantes, sufrían ahora el cambio de tornas.
Los uzbecos antes aprendían ruso. Ahora sacan a sus niños de la escuelas rusas y los llevan a escuelas uzbecas. Ahora son ellos los que mandan. (...) Pero el prejuicio nos empieza a dar miedo. Cuando voy al mercado ahora, me venden los peores trozos de carne o, simplemente, hacen como si no me vieran. Piensan que soy rusa. Ese rechazo antes no se daba, no de manera tan abierta...
Skobelev, hoy llamada Fergana, en Uzbekistán
En relación con ello, una de las cuestiones más interesantes a lo largo de todo el libro es la del nacionalismo, de la que Thubron nos ofrece diversos puntos de vista y, en consecuencia, ninguna conclusión definitiva. Shukrat, uzbeco, sueña con Turania, la Gran Turquía resucitada en forma de federación que englobara a uzbecos, kazajos, kirguises y turcomanos (los tayikos son de origen persa).
Hace cien años nadie aquí se sentía tayiko, uzbeco o kirguís. Todos eran miembros de su familia y musulmanes. No importaban las fronteras. La cruzabas montado en tu camello e intercambiabas un saludo. (...) ¡Todas esas demarcaciones fueron obra de Stalin, Brezhnev, Gorbachov! ¡Yo no soy chovinista! Mi mujer es tayika, son un pueblo iraní, y estamos casados. ¡La Gran Turquía no tiene nada que ver con el chovinismo! ¡Nada! ¡Es una hermandad!
Pero a continuación asaltó sus estanterías en busca de libros sobre Asia Central, mientras atribuía toda su civilización a Turquía, esgrimiendo referencias ocultas y proponiendo teorías estrafalarias. Las culturas china, persa y árabe se derrumbaban ante su avance. Los sogdianos no existían. Bactria desaparecía. Imperios enteros eran enrollados como una alfombra y arrinconados. La historia se resolvía en un réquiem por una maravillosa Turania perdida.
El lago Issyk Kul, en Kirguistán
Palabras sorprendentemente cercanas a la situación en la que vivimos algunos. No sé si es curioso o inevitable, pero sí parece un hecho que el nacionalismo es para algunos la mejor herramienta para resolver la falta de identidad nacional. ¿Acaso esa falta es una carencia y no una virtud? ¿Cuántos conflictos ha creado la falta de identidad nacional a lo largo de la historia? ¿Cuántas masacres? Por triste que resulte, la situación que Thubron nos ha descrito a través de Shukrat parece, pues, la consecuencia lógica de lo que oye de labios de Gelia:
La gente ahora está confundida. Ayer un alumno me dijo "mi padre es ucraniano, mi madre es tártara, ¿y yo qué soy? Supongo que ruso," y no le supe responder. (...) En cuanto a estos musulmanes, no sienten de verdad ninguna identidad. Se hacen llamar uzbecos o tayikos, pero eso no significa gran cosa para ellos. Antes eran soviéticos y ya está. Todos teníamos esta idea de que éramos un pueblo, de que acabaríamos mezclados unos con otros. Y ahora no nos queda nada.
"Crearemos nuestro propio sistema", dice más adelante otro profesor refiriéndose al modelo de Islam que deberían seguir. Y añade:
De momento, como ve, no tenemos una identidad como nación. La clave es la historia, y la nuestra nos la quitaron los soviéticos. Nos vendieron un hatajo de cuentos bolcheviques, sin nada referente a nosotros. En la escuela secundaria, donde doy clases, los libros de texto dedicaban sólo dos líneas a Tamerlán, el conquistador del mundo. ¡Dos líneas! Y para describirlo como un canalla.
Un rincón del desierto de Karakalpakstán
Parece mentira cuántas cosas en común tenemos españoles y uzbecos, ¿no? En fin, opto por dejarme en el teclado decenas de datos, ideas, anécdotas e historias que hacen de este libro una lectura apasionante. Entre ellas, un Dushanbe al borde la guerra civil, la búsqueda de los últimos hablantes de sogdiano, la visita a lo que fue una colonia de mennonitas alemanes en el janato de Jiva, el espantoso destino del Príncipe Bekovich, o el modo en que Kazajistán se quedaba paralizado todas las semanas cuando por la televisión daban Los ricos también lloran. Sí, la misma que medio paralizaba España también.
Como ya he señalado más arriba, Thubron no se propone conseguir que vayamos corriendo al armario, hagamos la mochila y nos tiremos a la carretera. Como sabemos los que nos hemos movido un poquito, eso que algunos, con no poco esnobismo, llaman viajar de verdad puede ser muy duro. Dormir en camas infestadas de parásitos, ocultar el signo de dólar que llevamos tatuado en el rostro, hacer de tripas corazón para no ofender a un humilde anfitrión que, con esa carne reseca y ese yogur cortado, nos ofrece todo lo que tiene; todo eso provoca en el viajero una sensación contradictoria, entre el orgullo de vivir experiencias intensas, y la nostalgia por nuestro hogar. La magistral pluma de Thubron nos provoca la nostalgia contraria.
Es extraño. Llegas de noche a una ciudad y, al mirar desde el balcón del hotel las calles glaseadas de luz, de un aspecto más secreto y seductor del que tendrán por el día, te preguntas cómo conseguirás descifrarla. Pero llegada la mañana, el enigma se resuelve con profana celeridad. Unas horas de paseo bastan para situar las avenidas principales, entablar un par de conversaciones y revelar el estado de ánimo de la ciudad, y cuando vuelves al hotel, ves que ya no está nadando perdido en un mar de luces y posibilidades, sino anclado, gris y feo, en la esquina de las calles Gógol y Krasin.
A veces sucede con los planes vacacionales lo mismo que con esos planes lectores del 1 de enero que algunos gustan de hacer. El año pasado, por estas fechas, me prometía que este verano aprovecharía mi viaje anual a las Cotswold para visitar Slad, la aldea de Laurie Lee, y también que pasaría un día en Lyme Regis, el pueblo de La mujer del teniente francés, buscando fósiles con mi hijo. Pero en un caso por falta de tiempo (una semana menos), y en otro, por una confabulación del destino, esos y otros planes han tenido que volver a posponerse, por lo que, como veréis, mis paseos veraniegos no han encontrado esta vez tantos ecos literarios como el año pasado. Lo que significa que el que viene los emprenderemos con más ganas, si cabe.
Respecto a Slad y el destino, nada más prosaico y, al mismo tiempo, incitante. Con un día libre por delante, dado que los suegros se iban a celebrar su aniversario de bodas en Londres con la representación de dos minióperas de Ravel (!), me dije "hoy vamos a Slad". Así que cogí un mapa, y dos y tres. No eran mapas a escala 1:2, de acuerdo, pero sí mapas locales. Por ello, no deja de sorprenderme que en ninguno de ellos figurara el valle de Slad. ¿Será un valle fantasma? ¿Consiguió Lee detener en el tiempo aquel pequeño valle hasta el punto de que ha desaparecido de los mapas? El año que viene saldremos de dudas. Porque además volveré con pasión renovada, dado que este verano me ha traído en la maleta la segunda parte de la trilogía autobiográfica de Lee, As I walked out one midsummer morning.
El patio del New Inn, en Gloucester
Con Slad sin cartografiar y el día algo encapotado, decidimos aventurarnos hasta Gloucester, donde nunca habíamos estado y que, al fin y al cabo, está bien cerca de Nailsworth. Poco sabía yo de Gloucester, y el nombre, quizá porque lo asocio con el pobre personaje de El rey Lear al que le arrancan los ojos, no me daba buenas sensaciones. Es más, la tenía por una ciudad gris, feúcha y aburrida. Y una vez más, salgo de mi ignorancia y descubro otro motivo más (y van) para visitar Gloucestershire (conste que no trabajo para la oficina de turismo del lugar). Gloucester es una ciudad estupenda para pasar un día, y tiene una catedral la mar de chula con unos claustros impresionantes que habréis visto en las pelis de Harry Potter. Paseando por sus calles, se topa uno con preciosas casas de la época Tudor, y si atraviesa la entrada del pub New Inn, se encontrará con el patio medieval con galerías mejor conservado de toda Gran Bretaña. Se cree que Shakespeare y su compañía llegaron a actuar en ese patio. ¿Representarían allí El rey Lear?
Uno de los claustros de la Catedral
El puerto de Gloucester es otro de sus grandes atractivos. Es muy parecido al puerto de Liverpool, y al igual que éste, se ha convertido en un importante centro comercial y de ocio, y los antiguos almacenes son hoy bares, restaurantes, apartamentos y tiendas. Entre estas últimas, destaca una preciosa tienda de antigüedades, donde podéis encontrar de todo. Se podía comprar hasta un semáforo.
Los almacenes de la zona portuaria, hoy convertidos en apartamentos
Al igual que hizo la ciudad de Bristol con Gromit hace un par de años, cuando sembró la ciudad de enormes esculturas pintadas por diferentes artistas para así incitar a los visitantes a descubrir rincones fuera de las rutas habituales, en Gloucester éste fue el verano de Scrumpty. De aquí a unos días dará comienzo el mundial de rugby, y Gloucester será una de las sedes. Scrumpty, la mascota, es un balón de rugby y sus esculturas, desperdigadas por toda la ciudad, las han decorado los alumnos de diferentes escuelas. Mi hija la pequeña se lo pasó pipa buscándolas todas.
Un Scrumpty en la zona del puerto
Los ingleses tienen unas formas de pasárselo pipa que no abundan mucho por aquí. Para empezar, el cricket. George Mikes era un autor cómico inglés cuyo origen húngaro le permitía ver a los británicos con cierto distanciamiento. Decía Mikes, comparando a los ingleses y a los "continentales", es decir, los europeos: "many continentals think life is a game; the English think cricket is a game". Supongo que, en el terreno deportivo, mi sangre inglesa no podría estar más diluida, pues nunca entenderé el atractivo de un coñazo tan soberano como el cricket. Por favor, un deporte que se juega con chaleco de lana... Y por eso no fuimos a ver un partido de cricket, sino a una jornada de eventing, que por lo visto tiene traducción y todo: concurso completo. En fin, si estáis tan perdidos como yo, se trata de caballos. Caballos corriendo, caballos saltando, niños jinetes, carreras de carros, y toda las cosas que se os ocurran que se pueden hacer a cuatro patas. O casi todas. Hay gente que llega a acampar, ya que el concurso dura hasta tres días. Es, en fin, uno de esos entretenimientos tan puramente británicos que no veréis un solo turista.
Como ya señalé el año pasado, cada vez se ven más turistas españoles en Nailsworth, que tiene un centro tan pequeñito que es inevitable encontrarse con ellos. Son, de momento, bastante inofensivos, sin duda por su espíritu pionero. Dicho espíritu, sin embargo, todavía no los lleva sinuosa y empinada carretera arriba, hasta el precioso pueblo de Minchinhampton, famoso sobre todo por su common, o tierra comunal. Este inmenso common forma parte del National Trust, es decir, es un lugar de interés histórico o belleza natural, y merece la pena visitarse para pasear y disfrutar de las impresionantes vistas con un helado de la furgoneta que siempre hay por ahí. Eso sí, id con buen calzado, porque el suelo está plagado de regalos vacunos. Y es que en este common, las vacas mandan, y los jugadores de golf tienen que someterse a ellas.
Golf y vacas
El Minchinhampton common es también, todos los veranos, el lugar donde se instala el Giffords Circus, un circo que en pocos años se ha labrado un enorme y merecido prestigio. El Giffords monta excelentes y divertidísimos espectáculos con títulos como "Guerra y Paz", espectáculo que narraba la desastrosa entrada de Napoleón en Moscú desde el punto de vista de una familia de aristócratas; o "Lucky 13", sobre una refinada ópera en la que irrumpe un ruidoso grupo de titiriteros transilvanos. El espectáculo que fuimos a ver el años pasado giraba alrededor de la mitología griega, y el de este año se llamaba "Moon songs". Si en verano andáis por allí, no os los perdáis. Aunque sólo sea por ver al genial payaso Tweedy en acción, un payaso de los que hacen reír. Que no todos saben.
Una semana menos no significa sólo menos días para hacer cosas y
explorar, sino que además los compromisos familiares están mucho más
apretujados. Para Lyme Regis, sencillamente, no hubo tiempo. No
obstante, uno de los planes que teníamos, el de visitar la abadía de
Glastonbury, sí lo hemos llevado a cabo, y es altísimamente
recomendable. Así que dejemos las Cotswold y emprendamos rumbo al sur, a Somerset.
Una preciosa imagen antigua de la abadía de Glastonbury
Ya en mi entrada del año pasado mencioné el aspecto hippy,
mágico y espiritual de Glastonbury, que hace de sus escaparates un
paraíso de elfos, druidas, Morganas y hierbas curalotodo. Ello se debe a
la relación de la ciudad con las leyendas artúricas, leyendas que en
última instancia se remontan al bíblico José de Arimatea.
José de Arimatea lleva el grial a Inglaterra
José de Arimatea es ese misterioso personaje que aparece de manera casi fugaz en los cuatro evangelios canónicos, y que, según éstos, hizo descender el cuerpo de Cristo para darle sepultura. Otras fuentes, como los evangelios apócrifos, apuntan que además conservó el sudario de Cristo y recogió su sangre en el Santo Grial. Cuenta el Evangelio según Nicodemo que José, encarcelado por los judíos por haber enterrado el cuerpo de Jesús, recibe la milagrosa ayuda de éste para escapar de su encierro. De allí, parte hacia occidente para, años más tarde, recalar en Glastonbury, adonde lleva el grial y donde funda la primera iglesia consagrada a la virgen. (Algunas versiones son aún más fantasiosas, pues cuentan que antes José visitó Glastonbury acompañado de Jesús cuando éste era un niño). Y el grial, naturalmente, es esencial en el ciclo artúrico, si bien no apareció hasta que lo introdujo Chrétien de Troyes.
El Pozo del cáliz, en Glastonbury, donde José de Armiatea escondió el Santo Grial
Pues bien, la abadía de Glastonbury, que hemos visitado este verano, y donde se puede pasar, tan grande e interesante es, todo un día, es el lugar donde, se nos dice, en 1191 los monjes encontraron los cuerpos de Arturo y Ginebra junto a la capilla. Casi un siglo más tarde, los trasladaron, en presencia de Eduardo I, al interior de la abadía, donde su tumba permaneció hasta que en 1539, en virtud de la disolución de los monasterios, iniciada bajo el reinado de Enrique VIII, se confiscaban todas las propiedades de la iglesia. ¿Qué harían Cromwell y compañía con esa tumba?
El último abad de Glastonbury, Richard Whiting, acusado de traición por su lealtad a Roma, padeció el castigo reservado a los condenados por traición: fue ahorcado, arrastrado y descuartizado en Glastonbury Tor. Su cabeza fue expuesta en la desierta abadía, y sus miembros, en las principales ciudades de Somerset. Como veis, cada brizna de hierba de este rincón de Inglaterra emana historia. Y mientras tanto, mi lectura del verano era Wolf Hall, que transcurre justo en esos días.
El espino de Glastonbury, antes de que lo destruyeran unos gamberros
Otras de las historias que se cuentan sobre José de Arimatea en estas tierras es la del espino de Glastonbury, un tipo de espino común que florece dos veces al año. Según la leyenda, José se tumbó en la tierra para dormir y dejó el cayado a su lado. Para asombro de los lugareños, el cayado echó raíces y floreció. Este tipo de espino se ha conservado desde la antigüedad gracias a la propagación mediante injertos, y todos los años se cortaba una ramita y se enviaba a Buckingham Palace para la mesa de Navidad de la Familia Real. El espino que se plantó en la colina de Wearyall para reemplazar al árbol original, destruido durante la Revolución inglesa, corrió hace cinco años la misma suerte a manos de unos vándalos, en un acto que causó consternación en la ciudad.
El niño del vestido, inédito en España
Este verano ha sido también el de la consolidación de David Walliams como uno de los autores de cabecera de mis hijos. Probablemente hayáis visto sus libros en nuestras librerías, y supongo que se estarán vendiendo con merecido éxito. Pero la verdad es que en Inglaterra Walliams es un auténtico fenómeno de ventas. Desde 2008 ha publicado siete libros y está a punto de salir el octavo. Los tenemos todos en casa y los dos mayores no paran de leerlos y releerlos. Naturalmente, cuando un autor infantil tiene un éxito tan grande, es inevitable que prensa y mundillo editorial lo aclamen y etiqueten como el nuevo Roald Dahl, y más si las ilustraciones, como en el libro del que os voy a hablar, corren a cargo de Quentin Blake. Ahora, ¿son justas esas comparaciones? Pues a mi juicio son, aparte de odiosas, tontas, pero dan una idea de la relevancia que tiene Walliams en este momento. Lo cierto es se trata de unos libros muy divertidos que transmiten valores fundamentales de respeto sin caer nunca en el sermón ni la cursilería. El paso del tiempo dirá qué lugar debe ocupar Walliams en la literatura infantil, aunque dudo que éste esté cerca de Dahl. A diferencia de éste, cuyos libros son intemporales, y se disfrutan hoy tan bien como hace cuarenta años, Walliams se dirige claramente a una audiencia infantil del siglo XXI. Y esta contemporaneidad es un arma de doble filo.
David Walliams, a su aire
Walliams trata algunos temas poco habituales en la literatura infantil, y hace referencias a la cultura de masas, la telebasura y la sexualidad, todo ello con gran desparpajo y naturalidad. Ésa es, como digo, su gran virtud, aunque, como es de esperar, escandalice a algunos padres. Su primer libro, sin ir más lejos, toca el tema del travestismo mientras nos cuenta la historia de Dennis, un niño que vive con su padre, camionero deprimido tras su divorcio, y su hermano mayor. Dennis, que añora terriblemente a su madre, siente pasión por el fútbol y es la estrella del equipo de la escuela, pero también tiene una pasión oculta: las revistas de moda para mujeres. El libro se titula The boy in the dress, "El niño del vestido", y, como digo, integra con absoluta naturalidad el tema del travestismo en lo que no es más que una historia de iniciación divertida, muy bien narrada, con momentos emotivos y personajes entrañables, sobre ese difícil momento de la vida, justo antes de la adolescencia, en que no sabemos quiénes somos, y preferimos morir a pasar vergüenza. ¿Un libro para niños que habla del travestismo? Puede ser sorprendente, sí. Os sorprenderá bastante menos saber que en cierto país se han publicado todos los libros de Walliams menos éste. Y es que aquí somos mu machos.
Fotograma de la adaptación de la BBC
El autor se permite bromear sobre sí mismo cuando habla de los tacones altos. "Es muy difícil andar con tacones", dice, "aunque eso, querido lector, yo no lo sé por propia experiencia, claro está". Walliams, de hecho, es conocido por su afición al travestismo, no sólo en su faceta de actor en Little Britain, sino también en su vida privada. Asimismo, hace unos meses se divorció, tras cinco años de matrimonio, de la modelo Lara Stone, quien adujo que la causa de la ruptura había sido el afeminamiento de su señor esposo. Los heterosexuales a los que no nos interesa la vida sexual de los demás solemos desconocer muchas cosas al respecto. Servidor, por ejemplo, pensaba que el travestismo era una actividad propia de homosexuales, y resulta que más bien todo lo contrario. Como digo, la vida privada de los otros no es un tema que me interese especialmente, así que a otra cosa, mariposa (no pun intended).
Un rinconcito del bookbarn, donde todos los libros están a una libra
Mi recorrido por las charities y el bookbarn este año contaba con algunas restricciones, siempre difíciles de poner en práctica. Peso y espacio se convierten en un verdadero problema cuando tienes que hacer maletas para dos adultos y tres niños en un circuito Barcelona-Bristol-Alicante-Almería-Barcelona, así que las compras este año han sido bastante reducidas. Helas aquí.
Empezando por abajo:
- I, Claudius y Claudius the god. Es decir, en inglés y en un volumen. Por una libra no está mal, ¿no?
- On the shores of the Mediterranean, de Eric Newby. Newby es uno
de los grandes de la literatura de viajes. No lo he leído jamás, pero
su nombre siempre aparece en cualquier estantería inglesa.
- We were the Mulvaneys (traducida en español como ¿Qué fue de los Mulvaney?), de Joyce Carol Oates, una novela muy buena que ya me he leído y de la que supongo que caerá reseña.
- The handmaid's tale, de Margaret Atwood. No he leído nada de esta autora, tan elogiada por todos.
- Strange life of Ivan Osokin, de P.D. Ouspensky. ¡Cómo me gusta descubrir autores rusos de los que jamás había oído hablar! Este libro cuenta la historia de un hombre que, ¿dichoso él?, tiene la oportunidad de volver a vivir su vida y corregir los errores cometidos. Qué ganas tengo de hincarle el diente.
- The collector, de John Fowles. Junto con El mago y La mujer del teniente francés, ésta es una de las grandes obras de Fowles, y muchos la conoceréis por la película que se hizo.
- The Goloviovs, de Mikhail Saltykov-Shchedrin, un clásico ruso del XIX que hasta ahora no he tenido ocasión de leer.
- As I walked out one midsummer morning, de Laurie Lee. Como ya os he dicho más arriba, ésta es la segunda parte de la trilogía autobiográfica de Lee. En este volumen nos habla, entre otras cosas, de las andanzas del autor en España justo antes de la Guerra Civil.
Y esos libros de lomo negro que hay a la derecha:
- Sagas vikingas varias, de ésas que es tan difícil encontrar aquí. Aparte de King Harald's saga, que compré el año pasado, los otros los vi todos juntitos en el bookbarn. Irresistible. Se prevé una temporada vikinga.
- The mabinogion. Otra joya de Penguin Classics. Jamás había oído hablar de esta obra magna de la literatura galesa, que además es nada menos que la primera obra literaria en prosa de Gran Bretaña. Y tiene una pinta estupenda.
En fin, que entre aviones, Enrique VIII, la campiña inglesa y tierras almerienses, este verano no ha dado para más.
Y es que a los ingleses, y en particular a los londinenses, se les achacan muchas cosas, empezando por su carácter frío y cerrado. Por lo menos eso dicen mis alumnos, sobre todo los que jamás han salido de España. Debe de ser por eso que las mamás del colegio de mis hijos le dicen a mi mujer:
-Tú eres muy simpática y muy abierta. No pareces inglesa.
Para añadir a continuación:
-Tu marido, en cambio, sí que parece inglés.
Pues bien, tendrán que cambiar de tópico, porque hacía tiempo que no me encontraba con gente tan amable y educada. Quizá sea que los papeles se invierten, y allí donde un españolito espera encontrar una sonrisa dispuesta a detenerse cinco minutos y estudiar nuestro mapa, por ejemplo en un ejecutivo que sale corriendo de la estación de Waterloo, podemos dar las gracias si no nos apartan de una patada. Por otra parte, allí donde el gruñido y el escupitajo no nos sorprenderían, por ejemplo, y sin ánimo de ofender, en cajeros, guardias de seguridad o conductores de autobús, el londinense es atento, servicial y nos regala una sonrisa.
Otros de los inevitables lugares comunes al hablar de Inglaterra es la calidad de su comida, algo que critican en especial los turistas que buscan en Chinatown el restaurante más tirado de precio. Debe de ser que he tenido suerte con la familia de mi mujer, porque en pocos sitios como tan bien como allí.
La Garganta de Cheddar, en las colinas Mendip, Somerset
Es decir, gente amable y buena comida. ¿Qué más se puede pedir? Pues buen tiempo, porque cuando brilla el sol, Inglaterra parece un lugar casi idílico. En verano, el esplendor de la omnipresente hierba puede llegar a deslumbrar, y la gentileza de las colinas proporciona unas vistas espectaculares de una campiña no por domesticada menos bucólica. No obstante, por muy domesticada que esté la naturaleza, en Inglaterra uno siempre la tiene cerca, y eso es algo de lo que pocos urbanitas españoles puede presumir. En su manifestación más macabra, las diferencias se presentan en la carretera: en Gran Bretaña no veréis jamás un perro atropellado pudriéndose al sol durante semanas. Los arcenes de las carreteras ingleses, por el contrario, rebosan de zorros y tejones imprudentes. Por suerte, estos animales es también fácil verlos vivos, dado que son visitantes bastante asiduos de los jardines caseros. Y mientras la caza del zorro dejó de ser legal hace unos años, hoy el objetivo son los tejones, víctimas tanto de campañas sanitarias como de dueños de perros de pelea que buscan sparring para su entrañable mascota.
Como la familia de mi esposa está desperdigada entre Somerset, Gloucesterhisre, Hampshire y Londres, al coche de alquiler le sacamos rendimiento, algo que, además, es un auténtico lujo para alguien como nosotros, que en España vivimos estupendamente sin automóvil. Y hablando de automóviles, en Inglaterra está arrasando la moda de pintar dos franjas que atraviesan el coche desde el morro hasta el trasero, pero a mí lo que me hizo gracia fue esto que me encontré en el pueblo:
¿Llegará a ponerse de moda?
Ya os conté que el año pasado encontré las huellas de Robert Louis Stevenson en Bristol, me dejé seducir por el ubicuo Laurie Lee en las Cotswold, y volví a pasear una vez más por la campiña que rodea la casa de Jane Austen. Decidí que este verano también intentaría, en la medida de lo posible, encontrar el lado literario de los sitios que visitara y así, una mis primeras excursiones paleontólogo-literarias tuvo lugar cuando llevé a mi hijo mayor a Charmouth, en busca de fósiles. Charmouth, que forma parte del Patrimonio de la Humanidad, se encuentra en la costa sur del país, conocida, por la abundancia de fósiles (no sé qué diantres voy a hacer con tantas belemnitas), como Costa Jurásica. Su vertiente literaria le viene de su proximidad, dos millas al oeste, con Lyme Regis, y otras dos al este, con Chesil Beach.
Lyme Regis os sonará a todos los que hayáis leído La mujer del teniente francés. Si sólo habéis visto la película, reconoceréis The Cobb, como se conoce al rompeolas, pues allí sucede una de las escenas clave. El autor de la novela, John Fowles, se mudó a Lyme Regis a los 50 años, y su pasión por el lugar, donde pasó el resto de su vida, lo convirtió en su habitante más insigne. También Jane Austen eligió el pueblo para algunas escenas de Persuasión y Northanger Abbey.
Aunque Lyme Regis es un paraíso para los buscadores de amonites, alguien me dijo que el pueblo en sí no tiene nada de especial, si bien dicha afirmación es probablemente un ejemplo de comedimiento británico. De hecho, las hordas de turistas que visitan el lugar en busca de amonites o a mojarse en el rompeolas no hacen mucho caso de esas advertencias, para irritación del bueno de Fowles. A mí, qué queréis que os diga, también me hacía mucha ilusión visitar el lugar, pero cuando uno lleva la familia a cuestas es difícil justificar una excursión para ver el escenario de una novela, por lo que me quedé con las ganas. Pero bueno, ya tengo una excusa para visitarlo el año que viene: los amonites.
La playa de Chesil
En Chesil Beach, por otra parte, es más fácil reconocer los ecos literarios. Hablamos, naturalmente, de la novela de Ian McEwan, On Chesil Beach, traducida al español como En la playa de Chesil. A nadie (quiero decir a mí) se le ocurre al leer una novela con ese título que la playa en cuestión pueda tener nada de especial. Sin embargo, Chesil es una maravilla geográfica, un tómbolo que discurre a lo largo de casi 30 kilómetros de playa. McEwan se metió en una polémica cuando reveló que se había llevado algunas piedras de la playa para ponerlas en su mesa de trabajo mientras escribía la novela. Más tarde, cuando ya les hubo sacado toda la inspiración posible y las autoridades le amenazaron con una multa de 2.000 libras, las devolvió. La visita a este lugar también tendrá que esperar al año que viene.
E igual que le ocurre a Dorohty tras visitar el país de Oz, sólo después de haber recorrido carreteras de ladrillo amarillo o negro asfalto, se da uno cuenta de lo que tiene en el jardín de su casa. Así, años y años pasando al lado de aquella placa, jamás me había parado a leerla. Este verano lo hice y descubrí que en la última casa, en la linde del bosque, de ese pequeñito pueblo al norte de Wells moró el escritor Edward Montague Compton MacKenzie. Sí, ya sé que en España es un perfecto desconocido, y que aparte de la mención que hace de él Axel Munthe en su maravillosa La historia de San Michele, es difícil que nadie se haya encontrado jamás con su nombre. Pero lo cierto es que este prolífico autor escocés en su día gozó de bastante éxito en Gran Bretaña, donde hace unos años hubo una simpática y bastante popular (hasta siete temporadas) serie de televisión titulada Monarch of the glen, que estaba basada en una de sus novelas.
Sir Edward Montague Compton MacKenzie, a la izquierda, con los duques de York
No descubro nada nuevo si digo que Inglaterra es, en muchos sentidos, un auténtico paraíso para los lectores. Como ya comentasteis algunos en mi entrada sobre la biblioteca más pequeña del mundo , en Inglaterra al libro se le respeta. Tanto es así que a la entrada de algunos edificios es normal que haya una librería donde los residentes se sirvan de lecturas, costumbre que se podría comparar con el agua bendita a la entrada de la iglesia. Además de ese respeto reverencial a la palabra escrita, el lector tiene en el Reino Unido incontables placeres al alcance de la mano. Por mencionar sólo unos poquitos, los paisajes donde se sitúan las obras de las Brönte, Austen, Dylan Thomas, o los poetas románticos apenas han cambiado, y las casas donde vivieron están abiertas al público; uno puede ver representada una obra de Shakespeare en una réplica exacta de The Globe situada prácticamente en el mismo lugar que el original; las calles, pasillos y aulas de Oxford y Cambridge resuenan con las pisadas de centenares de autores que pasaron por allí; en la campiña de Wessex, región que ha adoptado el nombre que Hardy le dio, se tiene la sensación de que tras aquel roble nos vamos a encontrar con Judas el Oscuro; y, en fin, si uno se pone a enumerar autores y novelas que habitan las calles de Londres nos pueden dar aquí las tantas.
No soy el único. Botín de otro bloguero tras un saqueo de las charity shops
Pero para el lector compulsivo Inglaterra esconde también un tesoro no tan conocido: las charity shops, es decir esas tiendas administradas por voluntarios y nutridas de las donaciones del respetable, que tienen como finalidad recaudar fondos para una buena causa. De ellas, en España todos conocemos Oxfam, aunque yo no he visitado ninguna de sus tiendas aquí y desconozco si son un buen lugar para adquirir libros baratos. En Inglaterra, insisto, uno puede encontrar auténticas joyas por un precio, pues eso, de caridad.
Este año he tirado de las charity porque el peregrinaje a The Bookbarn no resultó tan fructífero como en otras ocasiones. Supongo que se debió a que llegué una hora antes de que cerraran, y, francamente, hace falta un poquito más de tiempo para cerner un millón de libros y encontrar la pepita de oro. No obstante, me hice, entre otros, con los siguientes:
- The fall and rise of Reginald Perrin, de David Knobbs, esa historia que recordaba de mi infancia como una comedia hilarante y que resulta ser de un humor bastante amargo.
- Little Wilson and big God, la primera parte de las memorias de Anthony Burgess, un genio nunca debidamente reconocido. Hace años leí la apasionante segunda parte, y me quedé con la imagen de un erudito con maneras de estibador marsellés. Su infancia y juventud prometen. - The seven pillars of wisdom, que narra las memorias de T.E. Lawrence, el de Arabia, en la Rebelión Árabe contra los otomanos. Este libro era mencionado en varias ocasiones en el libro de Robert Kaplan Fantasmas balcánicos. Desgraciadamente, mi búsqueda de Black lamb and grey falcon fue infructuosa.
Y todos por una libra.
¡Qué catedral ni que...! A mí déjame con Roald dahl
Por su hermosa y conocidísima catedral, Wells tiene el rango de ciudad y el honor de ser la más pequeña de Gran Bretaña. Hay que decir que se trata de una ciudad bastante aburrida, en la que, aparte del cine, los pubs y los conciertos en la Catedral, poco más se puede hacer. Perdón, me equivoco: también se puede comprar libros.
La High Street de Wells no tendrá más de ciento cincuenta metros. Pues bien, en ese pequeño tramo uno puede encontrar seis o siete charities (Cancer Research, British Heart Foundation, Save the Children, y otros), y si se aventura allende la zona turística (es decir, si camina veinte metros más), encontrará todavía un par más. Algunas de las piezas que me cobré:
- Jerusalem, del gran historiador Simon Sebag Montefiore, de quien hace un tiempo leí su fascinante biografía de Stalin.
- Nicholas and Alexandra, del no menos grande Robert K. Massie. Se me cae la baba sólo de pensar cómo va a contar la historia del último de los zares quien tan bien contó la de Pedro el Grande.
Y no contento con ello, aprovechando el bueno tiempo, fui en dos ocasiones al mercadillo de los miércoles, donde, todo a una libra, compré:
-What am I doing here, viajes y reflexiones de Bruce Chatwin. Y es que, por culpa de Magris y Kaplan, creo que voy a entrar en una fase de libros de viajes.
- La vida nueva, de Dante, que nunca está de más tener en casa.
- The lost heart of Asia, de Colin Thubron, viajes por las exrepúblicas asiáticas soviéticas. De este autor tengo esperando desde hace años En Siberia.
- Attila the Hun, de John Man, una biografía también muy prometedora.
Las cuevas de Wookey Hole, a cinco minutos de Wells
Cada vez que vamos a Hampshire, pasamos junto a Stonehenge. Por lo visto, desde hace tiempo se habla de construir una carretera alternativa que no estropee el paisaje. No sé, la verdad es que la actual pasa a una distancia bastante respetuosa del monumento y proporciona una perspectiva que, si bien es prosaica y poco espiritual, no deja de ser original y a veces hermosísima. El problema, pues, en mi caso, es que lo he visto tantas veces que me daría una enorme pereza pagar y hacer cola para, al fin y al cabo, sufrir un severo anticlímax. De todas formas, este año, al volver a Somerset, gracias al sol de la tarde y a la caravana que había en la carretera, pudimos recrearnos en una vista preciosa, muy parecida a ésta.
Este año me dije que era una vergüenza pasar veinte veranos viendo Glastonbury Tor en el horizonte desde casa de la suegra, y no haberla visitado ni una sola vez. Así que al coche y en veinte minutos llegamos a ese pueblo tan bonito lleno de hippies y druidas. Glastonbury Tor es una colina coronada con una torre medieval, mencionada en las leyendas artúricas y relacionada con la mitología celta que en alguna otra ocasión ya ilustré con una foto. Hay que hacer hincapié en que la Tor es la colina y no la torre en sí, pues la palabra, que viene del inglés antiguo, significa precisamente "peñón" o "colina".
Glastonbury también tiene su ración de charities y librerías de viejo, pero con un excesivo predominio de temas esotéricos. Ello no obstante, en la Oxfam del lugar encontré un libro del que jamás había oído hablar, pero que, a priori, tiene todo lo que me interesa:
- Nine suitcases, de Béla Zsolt, las memorias de un judío húngaro durante la persecución nazi.
Glastonbury Tor se ve a muchas millas a la redonda debido a que se encuentra en medio de los Somerset Levels, algo así como los llanos de Somerset. Al norte de Wells, y de hecho prácticamente en el escarpado jardín de mi suegra, empiezan las Mendip Hills, unas colinas en las que no abundan los fósiles pero sí monedas y artefactos romanos y anglosajones, aparte de una escurridiza pantera negra que regularmente llena las portadas del periódico local. Una hora y pico de carretera hacia el norte y llegamos a casa del suegro.
Minchinhampton, otro pintoresco pueblecito de las Cotswolds
Me gusta creer que mi entrada del verano pasado no cayó en saco roto, y que la sorprendente cantidad de turistas españoles que encontré este año en Nailsworth viajó hasta allí siguiendo mi estela y la de Laurie Lee. Como ya os comenté en aquella entrada, Nailsworth es una ciudad pequeña, bonita, tranquila, y un lugar ideal para explorar las Cotswolds. Pero además, Nailsworth también tiene su librería, sus charity shops y una pequeñísima y excelente librería de viejo. En esta última, compré:
- King Harald's saga, una preciosa edición de Penguin Classics para seguir con mi exploración de las sagas vikingas.
Pero también encontré algo más difícil de hallar que cualquier fósil:
- Men in prison, del viejo conocido de este blog, el imprescindible Victor Serge. Sé que es imposible que este libro esté a la altura de El caso Tuláyev, pero es que hay lecturas que a uno le dejan con unas insaciables ganas de más.
En la charity Emmaus, de precios insultantes, encontré los siguientes, entre otros:
- Black dogs, de Ian McEwan, que ya he leído y quizá reseñe un día de éstos.
- Rubicon, de Tom Holland, y es que la historia de Roma da para tantas lecturas.
- A time of gifts, de Patrick Leigh Fermor, otro recorrido Danubio abajo, como el de Magris, pero nada menos que a pie y en 1933. Entusiasmado por este autor antes de haberlo leído, gracias a las constantes referencias en el libro de Kaplan.
- The last summer, novelita de Boris Pasternak en Penguin Modern Classics. Una joyita de edición que me llevé por 50 peniques (lo mismo que casi todos los demás).
- The fall of the stone city, de Ismail Kadaré. Nuevecito.
- Waiting for the dark, waiting for the light, de Ivan Klíma, una novela de este autor checo situada en el antes y el después de la caída del muro.
Arlington Row, en Bibury
Volvemos del Cotswold Wildlife Park, una especie de zoo en el que, a diferencia de los zoos habituales, los animales tienen sitio para moverse. El recinto de los rinocerontes, por ejemplo, ocupa un área casi tan grande como todo el zoo de Barcelona. Aunque estamos cansados, el lujo de disfrutar de un coche nos permite pararnos en un pueblecito minúsculo y pintoresco, que por la mañana nos ha sorprendido por la abrumadora presencia de turistas japoneses. Aparcamos y nos bajamos del coche. El pueblecito en cuestión se llama Bibury, y por figurar en el interior de los pasaportes británicos, resulta que es el pueblo más fotografiado del mundo. Vaya chorrada, ¿no? El caso es que es verdaderamente bonito, y la afluencia de turistas japoneses se debe, por lo visto, a que allí se alojó el Emperador Hirohito en su viaje por Europa. Una de las mayores atracciones de Bibury es Arlington Row, donde se pueden ver las casas habitadas más antiguas de Inglaterra. Una Inglaterra de postal, sí, y de cine, pero también un lugar ideal para descansar y pasear junto al río.
¿Empapelaríais así una habitación?
Cuando era pequeño, tenía un disco en formato sencillo con el cuento de "El lobo y los siete cabritillos", y me pasaba las horas muertas escuchándolo una y otra vez en el picú (uy, qué manera de revelar mi edad) de mis tíos. Hoy los tiempos han cambiado, y aunque mis niños no entenderían que me pudiera entusiasmar haciendo rodar 30 veces al día el Cinexin para ver a Pluto y Goofy dándose porrazos, lo de escuchar una y otra vez historias en el CD sí forma parte ya de su educación literaria. No sé si este tipo de audiolibros es muy frecuente en España; en Inglaterra, donde el mercado de libros de audio es vastísimo, son algo muy habitual. Y si además entre los narradores uno se encuentra con actores como Stephen Fry, pues para qué vamos a seguir.
Stephen Fry leyendo a Roald Dahl
Así, puedo enorgullecerme y me enorgullezco de que mis hijos no tienen PSPs ni reproductores de DVD, y que en los viajes que hacemos en coche se quedan calladitos, embelesados, escuchando, por ejemplo, historias de Los Cinco, de Enid Blyton; The enormous crocodile, de Roald Dahl, con la voz del ya mencionado Fry en una interpretación divertidísima; "El soldadito de plomo", con Stephen Mangan (gran actor y frecuente colaborador de Armando Iannucci), o al autor Michael Morpurgo leyendo su historia "This morning I met a whale". ¿He dicho que los niños se quedaban calladitos? Pues teníais que haber visto a los mayores.
Una de las consecuencias de mi pillaje legal en las charities es que, cuando llegamos a Londres, no nos quedaba sitio en las maletas para más libros. No me quedó, pues, más remedio que hacer el turista. La verdad es que, aunque he estado siete u ocho veces en Londres, ésta ha sido la primera en que, por decirlo de alguna manera, me he apropiado de la ciudad. Y con eso quiero decir, sencillamente, que la he hecho mía, que he conseguido hacerme un mapa mental y verla como un todo, más que como una serie de monumentos aislados. Hemos tenido la fortuna de alojarnos en la casa de la bisabuelastra de los niños (mi esposa tiene una familia un tanto complicada), un lugar maravilloso situado en Belsize Park y a cinco minutos de Primrose Hill. Un par de fotos de la casita:
Y aparte de callejear por el Londres más fotogénico y vocinglero, hubo también momentos para el recogimiento espiritual. Hace unos años asistí a un servicio religioso en la sinagoga de Belsize Square, y este año el desafío era hacer lo mismo con los niños, de 9, 7 y 5 años, tarea nada fácil cuando, por si fuera poco, más de la mitad del servicio se oficia en hebreo. Belsize Square Synagogue, fundada en 1939 por refugiados y exiliados de Alemania, es una sinagoga única en el Reino Unido, ya que es completamente independiente tanto de movimientos ortodoxos como reformistas. El servicio acostumbra combinar el sermón del rabino con preciosos cantos litúrgicos. No se eluden las cuestiones más peliagudas del judaísmo en la actualidad ni se evitó en esta ocasión la actual situación en Gaza. Mi hijo mayor se aburrió como una ostra, la mediana recibió junto a otras niñas la bendición, y la pequeña se quedó dormida en primera fila, casi a los pies del rabino.
Paseo desde Primrose Hill hasta Piccadilly. Un aplauso por mi hija pequeña
Cuando uno lo pasa tan bien en Inglaterra y se desenvuelve sin ningún problema, es inevitable quedarse con una impresión quizá algo irreal del país. Supongo que por suerte, yo ya tengo la experiencia de haber vivido allí unos años, y sé que, cuando acaba el verano y empieza uno a trabajar, los pequeños inconvenientes de la vida cotidiana se convierten en obstáculos muy grandes. No obstante, el contraste entre un país donde la administración es amable y, sobre todo, razonable, y un país de pandereta donde prima el enchufismo y el ciudadano no tiene ningún derecho ante los organismos públicos, puede llegar a ser abrumador. Y este año el contraste ha sido tan duro que, por primera vez en muchos años, nos planteamos volver a Inglaterra. Dejad que os ponga un par de ejemplos: cuando viví en Mánchester, trabajé por cuenta propia unos meses, pero mi ignorancia y mi pereza hicieron que descuidara el pago del correspondiente impuesto. Cuando recibí la multa, envié una carta a la administración explicándoles el caso y pidiéndoles que fueran comprensivos. Y lo fueron. ¿Podéis imaginar algo remotamente parecido en España, donde, si te equivocas al entregar un documento en una oficina, arrugan el morro y te dicen "esto qué es", al tiempo que lo sujetan como si fuera papel higiénico usado?
Otro ejemplo podemos encontrarlo en el transporte público. En Londres, los niños menores de 10 años (o 12, ahora no recuerdo) no pagan. Pasan y ya está. ¿A que parece fácil? No para TMB, el transporte metropolitano de Barcelona, donde uno tiene que enviar fotocopias, solicitudes, ese documento prehistórico y franquista llamado libro de familia y, por supuesto, la tasa de 36 euros por niño, para que, al cabo de un mes, tengan el detalle de enviarte la tarjeta infantil. La administración pública en Gran Bretaña está al servicio del ciudadano; en España está al servicio de la burocracia.
Podría seguir con muchísimos más ejemplos, muchos de ellos sobre asuntos bastante más graves, pero qué os voy a contar que vosotros no sepáis ya. Y la entrada sobre un verano tan estupendo no merece acabar con un tono amargo. Así que ¡salud, leche fresca y caridad!