The Cobb, en Lyme Regis
Decía el sabio que "el viajar es un placer que nos suele suceder". A mí, como a casi todos, este placer me sucede todos los veranos, y pese al riesgo de enrutinarse (© Batboy) que uno corre al vacacionar siempre en el mismo sitio, debo decir que, de momento, sigo descubriendo siempre algo nuevo. El año pasado os hablé aquí de mi ruta habitual por la pérfida Albión. Este año dicha ruta se ramificó por aquí y por allá, e incluso se extendió hasta Londres, donde pude constatar que la capital de la Albión ya no es lo que era, en el buen sentido de la expresión.
Y es que a los ingleses, y en particular a los londinenses, se les achacan muchas cosas, empezando por su carácter frío y cerrado. Por lo menos eso dicen mis alumnos, sobre todo los que jamás han salido de España. Debe de ser por eso que las mamás del colegio de mis hijos le dicen a mi mujer:
-Tú eres muy simpática y muy abierta. No pareces inglesa.
Para añadir a continuación:
-Tu marido, en cambio, sí que parece inglés.
Pues bien, tendrán que cambiar de tópico, porque hacía tiempo que no me encontraba con gente tan amable y educada. Quizá sea que los papeles se invierten, y allí donde un españolito espera encontrar una sonrisa dispuesta a detenerse cinco minutos y estudiar nuestro mapa, por ejemplo en un ejecutivo que sale corriendo de la estación de Waterloo, podemos dar las gracias si no nos apartan de una patada. Por otra parte, allí donde el gruñido y el escupitajo no nos sorprenderían, por ejemplo, y sin ánimo de ofender, en cajeros, guardias de seguridad o conductores de autobús, el londinense es atento, servicial y nos regala una sonrisa.
Otros de los inevitables lugares comunes al hablar de Inglaterra es la calidad de su comida, algo que critican en especial los turistas que buscan en Chinatown el restaurante más tirado de precio. Debe de ser que he tenido suerte con la familia de mi mujer, porque en pocos sitios como tan bien como allí.
La Garganta de Cheddar, en las colinas Mendip, Somerset
Es decir, gente amable y buena comida. ¿Qué más se puede pedir? Pues buen tiempo, porque cuando brilla el sol, Inglaterra parece un lugar casi idílico. En verano, el esplendor de la omnipresente hierba puede llegar a deslumbrar, y la gentileza de las colinas proporciona unas vistas espectaculares de una campiña no por domesticada menos bucólica. No obstante, por muy domesticada que esté la naturaleza, en Inglaterra uno siempre la tiene cerca, y eso es algo de lo que pocos urbanitas españoles puede presumir. En su manifestación más macabra, las diferencias se presentan en la carretera: en Gran Bretaña no veréis jamás un perro atropellado pudriéndose al sol durante semanas. Los arcenes de las carreteras ingleses, por el contrario, rebosan de zorros y tejones imprudentes. Por suerte, estos animales es también fácil verlos vivos, dado que son visitantes bastante asiduos de los jardines caseros. Y mientras la caza del zorro dejó de ser legal hace unos años, hoy el objetivo son los tejones, víctimas tanto de campañas sanitarias como de dueños de perros de pelea que buscan sparring para su entrañable mascota.
Como la familia de mi esposa está desperdigada entre Somerset, Gloucesterhisre, Hampshire y Londres, al coche de alquiler le sacamos rendimiento, algo que, además, es un auténtico lujo para alguien como nosotros, que en España vivimos estupendamente sin automóvil. Y hablando de automóviles, en Inglaterra está arrasando la moda de pintar dos franjas que atraviesan el coche desde el morro hasta el trasero, pero a mí lo que me hizo gracia fue esto que me encontré en el pueblo:
¿Llegará a ponerse de moda?
Ya os conté que el año pasado encontré las huellas de Robert Louis Stevenson en Bristol, me dejé seducir por el ubicuo Laurie Lee en las Cotswold, y volví a pasear una vez más por la campiña que rodea la casa de Jane Austen. Decidí que este verano también intentaría, en la medida de lo posible, encontrar el lado literario de los sitios que visitara y así, una mis primeras excursiones paleontólogo-literarias tuvo lugar cuando llevé a mi hijo mayor a Charmouth, en busca de fósiles. Charmouth, que forma parte del Patrimonio de la Humanidad, se encuentra en la costa sur del país, conocida, por la abundancia de fósiles (no sé qué diantres voy a hacer con tantas belemnitas), como Costa Jurásica. Su vertiente literaria le viene de su proximidad, dos millas al oeste, con Lyme Regis, y otras dos al este, con Chesil Beach.
Lyme Regis os sonará a todos los que hayáis leído La mujer del teniente francés. Si sólo habéis visto la película, reconoceréis The Cobb, como se conoce al rompeolas, pues allí sucede una de las escenas clave. El autor de la novela, John Fowles, se mudó a Lyme Regis a los 50 años, y su pasión por el lugar, donde pasó el resto de su vida, lo convirtió en su habitante más insigne. También Jane Austen eligió el pueblo para algunas escenas de Persuasión y Northanger Abbey.
Aunque Lyme Regis es un paraíso para los buscadores de amonites, alguien me dijo que el pueblo en sí no tiene nada de especial, si bien dicha afirmación es probablemente un ejemplo de comedimiento británico. De hecho, las hordas de turistas que visitan el lugar en busca de amonites o a mojarse en el rompeolas no hacen mucho caso de esas advertencias, para irritación del bueno de Fowles. A mí, qué queréis que os diga, también me hacía mucha ilusión visitar el lugar, pero cuando uno lleva la familia a cuestas es difícil justificar una excursión para ver el escenario de una novela, por lo que me quedé con las ganas. Pero bueno, ya tengo una excusa para visitarlo el año que viene: los amonites.
La playa de Chesil
En Chesil Beach, por otra parte, es más fácil reconocer los ecos literarios. Hablamos, naturalmente, de la novela de Ian McEwan, On Chesil Beach, traducida al español como En la playa de Chesil. A nadie (quiero decir a mí) se le ocurre al leer una novela con ese título que la playa en cuestión pueda tener nada de especial. Sin embargo, Chesil es una maravilla geográfica, un tómbolo que discurre a lo largo de casi 30 kilómetros de playa. McEwan se metió en una polémica cuando reveló que se había llevado algunas piedras de la playa para ponerlas en su mesa de trabajo mientras escribía la novela. Más tarde, cuando ya les hubo sacado toda la inspiración posible y las autoridades le amenazaron con una multa de 2.000 libras, las devolvió. La visita a este lugar también tendrá que esperar al año que viene.
E igual que le ocurre a Dorohty tras visitar el país de Oz, sólo después de haber recorrido carreteras de ladrillo amarillo o negro asfalto, se da uno cuenta de lo que tiene en el jardín de su casa. Así, años y años pasando al lado de aquella placa, jamás me había parado a leerla. Este verano lo hice y descubrí que en la última casa, en la linde del bosque, de ese pequeñito pueblo al norte de Wells moró el escritor Edward Montague Compton MacKenzie. Sí, ya sé que en España es un perfecto desconocido, y que aparte de la mención que hace de él Axel Munthe en su maravillosa La historia de San Michele, es difícil que nadie se haya encontrado jamás con su nombre. Pero lo cierto es que este prolífico autor escocés en su día gozó de bastante éxito en Gran Bretaña, donde hace unos años hubo una simpática y bastante popular (hasta siete temporadas) serie de televisión titulada Monarch of the glen, que estaba basada en una de sus novelas.
Sir Edward Montague Compton MacKenzie, a la izquierda, con los duques de York
No descubro nada nuevo si digo que Inglaterra es, en muchos sentidos, un auténtico paraíso para los lectores. Como ya comentasteis algunos en mi entrada sobre la biblioteca más pequeña del mundo , en Inglaterra al libro se le respeta. Tanto es así que a la entrada de algunos edificios es normal que haya una librería donde los residentes se sirvan de lecturas, costumbre que se podría comparar con el agua bendita a la entrada de la iglesia. Además de ese respeto reverencial a la palabra escrita, el lector tiene en el Reino Unido incontables placeres al alcance de la mano. Por mencionar sólo unos poquitos, los paisajes donde se sitúan las obras de las Brönte, Austen, Dylan Thomas, o los poetas románticos apenas han cambiado, y las casas donde vivieron están abiertas al público; uno puede ver representada una obra de Shakespeare en una réplica exacta de The Globe situada prácticamente en el mismo lugar que el original; las calles, pasillos y aulas de Oxford y Cambridge resuenan con las pisadas de centenares de autores que pasaron por allí; en la campiña de Wessex, región que ha adoptado el nombre que Hardy le dio, se tiene la sensación de que tras aquel roble nos vamos a encontrar con Judas el Oscuro; y, en fin, si uno se pone a enumerar autores y novelas que habitan las calles de Londres nos pueden dar aquí las tantas.
No soy el único. Botín de otro bloguero tras un saqueo de las charity shops
Pero para el lector compulsivo Inglaterra esconde también un tesoro no tan conocido: las charity shops, es decir esas tiendas administradas por voluntarios y nutridas de las donaciones del respetable, que tienen como finalidad recaudar fondos para una buena causa. De ellas, en España todos conocemos Oxfam, aunque yo no he visitado ninguna de sus tiendas aquí y desconozco si son un buen lugar para adquirir libros baratos. En Inglaterra, insisto, uno puede encontrar auténticas joyas por un precio, pues eso, de caridad.
Este año he tirado de las charity porque el peregrinaje a The Bookbarn no resultó tan fructífero como en otras ocasiones. Supongo que se debió a que llegué una hora antes de que cerraran, y, francamente, hace falta un poquito más de tiempo para cerner un millón de libros y encontrar la pepita de oro. No obstante, me hice, entre otros, con los siguientes:
- The fall and rise of Reginald Perrin, de David Knobbs, esa historia que recordaba de mi infancia como una comedia hilarante y que resulta ser de un humor bastante amargo.
- Little Wilson and big God, la primera parte de las memorias de Anthony Burgess, un genio nunca debidamente reconocido. Hace años leí la apasionante segunda parte, y me quedé con la imagen de un erudito con maneras de estibador marsellés. Su infancia y juventud prometen.
- The seven pillars of wisdom, que narra las memorias de T.E. Lawrence, el de Arabia, en la Rebelión Árabe contra los otomanos. Este libro era mencionado en varias ocasiones en el libro de Robert Kaplan Fantasmas balcánicos. Desgraciadamente, mi búsqueda de Black lamb and grey falcon fue infructuosa.
Y todos por una libra.
¡Qué catedral ni que...! A mí déjame con Roald dahl
Por su hermosa y conocidísima catedral, Wells tiene el rango de ciudad y el honor de ser la más pequeña de Gran Bretaña. Hay que decir que se trata de una ciudad bastante aburrida, en la que, aparte del cine, los pubs y los conciertos en la Catedral, poco más se puede hacer. Perdón, me equivoco: también se puede comprar libros.
La High Street de Wells no tendrá más de ciento cincuenta metros. Pues bien, en ese pequeño tramo uno puede encontrar seis o siete charities (Cancer Research, British Heart Foundation, Save the Children, y otros), y si se aventura allende la zona turística (es decir, si camina veinte metros más), encontrará todavía un par más. Algunas de las piezas que me cobré:
- Jerusalem, del gran historiador Simon Sebag Montefiore, de quien hace un tiempo leí su fascinante biografía de Stalin.
-
Nicholas and Alexandra, del no menos grande Robert K. Massie. Se me cae la baba sólo de pensar cómo va a contar la historia del último de los zares quien tan bien contó la de Pedro el Grande.
Y no contento con ello, aprovechando el bueno tiempo, fui en dos ocasiones al mercadillo de los miércoles, donde, todo a una libra, compré:
-What am I doing here, viajes y reflexiones de Bruce Chatwin. Y es que, por culpa de Magris y Kaplan, creo que voy a entrar en una fase de libros de viajes.
- La vida nueva, de Dante, que nunca está de más tener en casa.
- The lost heart of Asia, de Colin Thubron, viajes por las exrepúblicas asiáticas soviéticas. De este autor tengo esperando desde hace años En Siberia.
- Attila the Hun, de John Man, una biografía también muy prometedora.
Las cuevas de Wookey Hole, a cinco minutos de Wells
Cada vez que vamos a Hampshire, pasamos junto a Stonehenge. Por lo visto, desde hace tiempo se habla de construir una carretera alternativa que no estropee el paisaje. No sé, la verdad es que la actual pasa a una distancia bastante respetuosa del monumento y proporciona una perspectiva que, si bien es prosaica y poco espiritual, no deja de ser original y a veces hermosísima. El problema, pues, en mi caso, es que lo he visto tantas veces que me daría una enorme pereza pagar y hacer cola para, al fin y al cabo, sufrir un severo anticlímax. De todas formas, este año, al volver a Somerset, gracias al sol de la tarde y a la caravana que había en la carretera, pudimos recrearnos en una vista preciosa, muy parecida a ésta.
Este año me dije que era una vergüenza pasar veinte veranos viendo Glastonbury Tor en el horizonte desde casa de la suegra, y no haberla visitado ni una sola vez. Así que al coche y en veinte minutos llegamos a ese pueblo tan bonito lleno de hippies y druidas. Glastonbury Tor es una colina coronada con una torre medieval, mencionada en las leyendas artúricas y relacionada con la mitología celta que en alguna otra ocasión ya ilustré con una foto. Hay que hacer hincapié en que la Tor es la colina y no la torre en sí, pues la palabra, que viene del inglés antiguo, significa precisamente "peñón" o "colina".
Glastonbury también tiene su ración de charities y librerías de viejo, pero con un excesivo predominio de temas esotéricos. Ello no obstante, en la Oxfam del lugar encontré un libro del que jamás había oído hablar, pero que, a priori, tiene todo lo que me interesa:
- Nine suitcases, de Béla Zsolt, las memorias de un judío húngaro durante la persecución nazi.
Glastonbury Tor se ve a muchas millas a la redonda debido a que se encuentra en medio de los Somerset Levels, algo así como los llanos de Somerset. Al norte de Wells, y de hecho prácticamente en el escarpado jardín de mi suegra, empiezan las Mendip Hills, unas colinas en las que no abundan los fósiles pero sí monedas y artefactos romanos y anglosajones, aparte de una escurridiza pantera negra que regularmente llena las portadas del periódico local. Una hora y pico de carretera hacia el norte y llegamos a casa del suegro.
Minchinhampton, otro pintoresco pueblecito de las Cotswolds
Me gusta creer que mi entrada del verano pasado no cayó en saco roto, y que la sorprendente cantidad de turistas españoles que encontré este año en Nailsworth viajó hasta allí siguiendo mi estela y la de Laurie Lee. Como ya os comenté en aquella entrada, Nailsworth es una ciudad pequeña, bonita, tranquila, y un lugar ideal para explorar las Cotswolds. Pero además, Nailsworth también tiene su librería, sus charity shops y una pequeñísima y excelente librería de viejo. En esta última, compré:
- King Harald's saga, una preciosa edición de Penguin Classics para seguir con mi exploración de las sagas vikingas.
Pero también encontré algo más difícil de hallar que cualquier fósil:
- Men in prison, del viejo conocido de este blog, el imprescindible Victor Serge. Sé que es imposible que este libro esté a la altura de El caso Tuláyev, pero es que hay lecturas que a uno le dejan con unas insaciables ganas de más.
En la charity Emmaus, de precios insultantes, encontré los siguientes, entre otros:
- Black dogs, de Ian McEwan, que ya he leído y quizá reseñe un día de éstos.
- Rubicon, de Tom Holland, y es que la historia de Roma da para tantas lecturas.
- A time of gifts, de Patrick Leigh Fermor, otro recorrido Danubio abajo, como el de Magris, pero nada menos que a pie y en 1933. Entusiasmado por este autor antes de haberlo leído, gracias a las constantes referencias en el libro de Kaplan.
- The last summer, novelita de Boris Pasternak en Penguin Modern Classics. Una joyita de edición que me llevé por 50 peniques (lo mismo que casi todos los demás).
- The fall of the stone city, de Ismail Kadaré. Nuevecito.
- Waiting for the dark, waiting for the light, de Ivan Klíma, una novela de este autor checo situada en el antes y el después de la caída del muro.
Arlington Row, en Bibury
Volvemos del Cotswold Wildlife Park, una especie de zoo en el que, a diferencia de los zoos habituales, los animales tienen sitio para moverse. El recinto de los rinocerontes, por ejemplo, ocupa un área casi tan grande como todo el zoo de Barcelona. Aunque estamos cansados, el lujo de disfrutar de un coche nos permite pararnos en un pueblecito minúsculo y pintoresco, que por la mañana nos ha sorprendido por la abrumadora presencia de turistas japoneses. Aparcamos y nos bajamos del coche. El pueblecito en cuestión se llama Bibury, y por figurar en el interior de los pasaportes británicos, resulta que es el pueblo más fotografiado del mundo. Vaya chorrada, ¿no? El caso es que es verdaderamente bonito, y la afluencia de turistas japoneses se debe, por lo visto, a que allí se alojó el Emperador Hirohito en su viaje por Europa. Una de las mayores atracciones de Bibury es Arlington Row, donde se pueden ver las casas habitadas más antiguas de Inglaterra. Una Inglaterra de postal, sí, y de cine, pero también un lugar ideal para descansar y pasear junto al río.
¿Empapelaríais así una habitación?
Cuando era pequeño, tenía un disco en formato sencillo con el cuento de "El lobo y los siete cabritillos", y me pasaba las horas muertas escuchándolo una y otra vez en el picú (uy, qué manera de revelar mi edad) de mis tíos. Hoy los tiempos han cambiado, y aunque mis niños no entenderían que me pudiera entusiasmar haciendo rodar 30 veces al día el Cinexin para ver a Pluto y Goofy dándose porrazos, lo de escuchar una y otra vez historias en el CD sí forma parte ya de su educación literaria. No sé si este tipo de audiolibros es muy frecuente en España; en Inglaterra, donde el mercado de libros de audio es vastísimo, son algo muy habitual. Y si además entre los narradores uno se encuentra con actores como Stephen Fry, pues para qué vamos a seguir.
Stephen Fry leyendo a Roald Dahl
Así, puedo enorgullecerme y me enorgullezco de que mis hijos no tienen PSPs ni reproductores de DVD, y que en los viajes que hacemos en coche se quedan calladitos, embelesados, escuchando, por ejemplo, historias de Los Cinco, de Enid Blyton; The enormous crocodile, de Roald Dahl, con la voz del ya mencionado Fry en una interpretación divertidísima; "El soldadito de plomo", con Stephen Mangan (gran actor y frecuente colaborador de Armando Iannucci), o al autor Michael Morpurgo leyendo su historia "This morning I met a whale". ¿He dicho que los niños se quedaban calladitos? Pues teníais que haber visto a los mayores.
Una de las consecuencias de mi pillaje legal en las charities es que, cuando llegamos a Londres, no nos quedaba sitio en las maletas para más libros. No me quedó, pues, más remedio que hacer el turista. La verdad es que, aunque he estado siete u ocho veces en Londres, ésta ha sido la primera en que, por decirlo de alguna manera, me he apropiado de la ciudad. Y con eso quiero decir, sencillamente, que la he hecho mía, que he conseguido hacerme un mapa mental y verla como un todo, más que como una serie de monumentos aislados. Hemos tenido la fortuna de alojarnos en la casa de la bisabuelastra de los niños (mi esposa tiene una familia un tanto complicada), un lugar maravilloso situado en Belsize Park y a cinco minutos de Primrose Hill. Un par de fotos de la casita:
Y aparte de callejear por el Londres más fotogénico y vocinglero, hubo también momentos para el recogimiento espiritual. Hace unos años asistí a un servicio religioso en la sinagoga de Belsize Square, y este año el desafío era hacer lo mismo con los niños, de 9, 7 y 5 años, tarea nada fácil cuando, por si fuera poco, más de la mitad del servicio se oficia en hebreo. Belsize Square Synagogue, fundada en 1939 por refugiados y exiliados de Alemania, es una sinagoga única en el Reino Unido, ya que es completamente independiente tanto de movimientos ortodoxos como reformistas. El servicio acostumbra combinar el sermón del rabino con preciosos cantos litúrgicos. No se eluden las cuestiones más peliagudas del judaísmo en la actualidad ni se evitó en esta ocasión la actual situación en Gaza. Mi hijo mayor se aburrió como una ostra, la mediana recibió junto a otras niñas la bendición, y la pequeña se quedó dormida en primera fila, casi a los pies del rabino.
Paseo desde Primrose Hill hasta Piccadilly. Un aplauso por mi hija pequeña
Cuando uno lo pasa tan bien en Inglaterra y se desenvuelve sin ningún problema, es inevitable quedarse con una impresión quizá algo irreal del país. Supongo que por suerte, yo ya tengo la experiencia de haber vivido allí unos años, y sé que, cuando acaba el verano y empieza uno a trabajar, los pequeños inconvenientes de la vida cotidiana se convierten en obstáculos muy grandes. No obstante, el contraste entre un país donde la administración es amable y, sobre todo, razonable, y un país de pandereta donde prima el enchufismo y el ciudadano no tiene ningún derecho ante los organismos públicos, puede llegar a ser abrumador. Y este año el contraste ha sido tan duro que, por primera vez en muchos años, nos planteamos volver a Inglaterra. Dejad que os ponga un par de ejemplos: cuando viví en Mánchester, trabajé por cuenta propia unos meses, pero mi ignorancia y mi pereza hicieron que descuidara el pago del correspondiente impuesto. Cuando recibí la multa, envié una carta a la administración explicándoles el caso y pidiéndoles que fueran comprensivos. Y lo fueron. ¿Podéis imaginar algo remotamente parecido en España, donde, si te equivocas al entregar un documento en una oficina, arrugan el morro y te dicen "esto qué es", al tiempo que lo sujetan como si fuera papel higiénico usado?
Otro ejemplo podemos encontrarlo en el transporte público. En Londres, los niños menores de 10 años (o 12, ahora no recuerdo) no pagan. Pasan y ya está. ¿A que parece fácil? No para TMB, el transporte metropolitano de Barcelona, donde uno tiene que enviar fotocopias, solicitudes, ese documento prehistórico y franquista llamado libro de familia y, por supuesto, la tasa de 36 euros por niño, para que, al cabo de un mes, tengan el detalle de enviarte la tarjeta infantil. La administración pública en Gran Bretaña está al servicio del ciudadano; en España está al servicio de la burocracia.
Podría seguir con muchísimos más ejemplos, muchos de ellos sobre asuntos bastante más graves, pero qué os voy a contar que vosotros no sepáis ya. Y la entrada sobre un verano tan estupendo no merece acabar con un tono amargo. Así que ¡salud, leche fresca y caridad!
Ja, ja, ja! Me reí mucho leyendo esta entrada. La comida inglesa es realmente horrible si sólo comes en McDonald's o KFC, jaja. Tuve muchas conversaciones por el estilo en España. Ad rem, casi me das envidia con todo lo que has comprado. Y digo casi porque en seguida me di cuenta de que Klíma, Kadaré y Montefiore me esperan en el ebook. A ver cuándo encuentro algo de tiempo. Me gustó mucho este relato de viajes por el sur del Albión que no conozco muy bien ya soy más del norte, igual de bonito creo aunque algo más frío y lluvioso. Y no te quejes de Hispania- con el Sol todo es más llevadero. Saludos
ResponderEliminarGracias, Agnieszka.
EliminarEs verdad que las penas con sol son menos (y los placeres con lluvia, también).
A nosotros también nos gusta mucho el norte, y hace años lo recorrimos casi palmo a palmo. De hecho, mi mujer es de Newcastle, pero toda su familia ahora está en el sur. Muchos dicen que son dos países diferentes, y los pijos del sur consideran que al norte de Londres sólo viven salvajes.
Ya te contaré qué tal las lecturas.
Saludos
Fantastic, your shot of the lemony Volkswagen. Do they play Spotto in England, too?
ResponderEliminarTambién me he reído con lo del documento prehistórico y franquista (¿Te ha dado por los pares de sinónimos, à la Louis de Bernièeres?). Realmente es en ese tipo de cosas en las que se demuestra lo poco que ha avanzado la burocracia hispana, anclada en el siglo XIX "por la gracia de Dios".
Saludos, Batboy.
Pues mira, no conocía el spotto.
EliminarLo de la burocracia mezclado con el enchufismo, el caciquismo, la mezquindad de que hace gala el mediocre que ha alcanzado una parcelita de poder... en fin, que no, que no avanzamos.
Saludos.
¡Lo de The Bookbarn es flipante! Yo necesitaría un día entero allí. Si me dijesen que solo tengo una hora creo que empezaría a fibrilar.
ResponderEliminarPues sí, yo no fibrilé porque todavía me quedaban muchos días para volver, aunque al final me bastaron las charity shops.
EliminarVaya viaje maravilloso, eres un gran cronista. Gracias por el cuento de Roald Dahl, la voz del narrador es genial, la historia también.
ResponderEliminarAbrazo,
Sonia
Muchas gracias, Sonia. No sé si tienes hijos. Si los tienes, esta historia les encantará. Los míos se saben varios libros de Dahl de memoria. Qué envidia.
EliminarNiño vampiro me lo he pasado muy bien con tu viaje, porque con los pequeños detalles nos descubres la grandeza de esas tierras.Y luego están las conexiones literarias que siempre me llaman la atención. Unos de los viajes más hermosos que recuerdo fue en los Highlands escoceses y desde entonces no he vuelto a pisar esas tierras, pero cada una de las entradas que has dedicado a tus vacaciones inglesas me hacen rememorar y sentir que no tardaré en volver.
ResponderEliminarLo de la administración española en comparación con cualquiera de las administraciones del norte sería mejor ni mentarlo. Aunque nuestra familia italiana nos dice que comparados con su administración, podemos estar contentos (eso no me supone ningún alivio). Pues sí, mejor dejamos estos malos temas.
Un abrazo.
Empezando por el final, tienes toda la razón, Carlos: mal de muchos...
EliminarA medida que los niños van creciendo, es más fácil variar la ruta o, sencillamente, cambiar de destino. Así que algún día nos aventuraremos por las Highlands también. Mis ancestros más ancestrales eran de Escocia, y yo no he visitado más que Edimburgo, Stirling y alguna ciudad más.
De una cosa estoy orgulloso, y es que, aparte del gusto por Roald Dahl, mis hijos tienen ya el gusanillo de viajar y descubrir.
Un abrazo.
Pues sí, el placer de ver que tus hijos viajan contigo y además lo hacen encantados. Mi hijo mayor se perdió el año pasado el viaje a Pompeya y Nápoles porque estaba de colonias y nos pidió que este año acomodáramos nuestro viaje a Grecia teniendo en cuenta sus campamentos. Como sé que en unos pocos años es probable que me pida lo contrario, pues yo encantado de satisfacerle. Yo, imagino que como la gran mayoría, en mi juventud no había salido de España y por eso valoro tanto que mis hijos lo hagan y vean que hay mundo y culturas más allá y así aprendan que mirándose el ombligo no se enriquece uno.
EliminarPocos autores han contagiado tan bien el virus de la literatura a los niños (esencialmente a los británicos), pero también sigue siendo adictivo en la madurez. Con sus cuentos me lo he pasado siempre muy bien.
Las Highlands ahhhh. Castillos, cielos encapotados que parece que caeran de un momento a otro, centenares de lagos, la isla de Skye (uff que maravilla)...Tengo que volver, tengo que volver.
Abrazos.
Al mío todavía le falta un poco para ser tan independiente. Y la nostalgia que me entra al ver cómo descubren el placer de leer y el de viajar, combinada con el primer día de cole, unida a esta escena que vi anoche en Boardwalk Empire me hacen sentirme entre viejo, feliz, orgulloso... https://www.youtube.com/watch?v=6wdGz3Aq5Ew
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