miércoles, 27 de enero de 2016

La década prodigiosa



Todos somos hijos de los 80. No sólo quienes hoy tienen treinta y tantos, sino también tú, que, recién salido de la facultad y visto el panorama, empiezas a hacer las maletas, y tú, carrozón, que aburres a los demás con tus batallitas de cuando corrías delante de los grises.

Desde comienzos del siglo XX, nos gusta dividir la historia en décadas, lo cual nos parece una manera de lo más clara, limpia y nítida de organizarse. Sin embargo, sólo unas pocas de esas décadas consiguen realmente distinguirse por encima del resto. A veces tal distinción se debe a la personalidad única de la década en cuestión, como los felices años veinte, y a veces al modo en que marcó los años que la siguieron.

Por descontado, nos falta perspectiva para los tiempos más recientes, y sólo el tiempo nos dirá, por ejemplo, si los 90 aportaron algo a la historia aparte de la soporífera música grunge y una estética acordemente aburrida. Lo que es indiscutible es que, desde el final de los 80, y dejando de lado las simpatías políticas de cada uno, el mundo no ha vuelto a ver figuras de la relevancia de Reagan, Gorbachov, Mitterrand, Thatcher, o incluso Wojtila. Y quizá Felipe González no desentonaría en esa lista. Por lo tanto, si el mundo es hoy como es, vale la pena hacer hincapié en que el presunto fin de las ideologías (que hoy se empeñan en resucitar) nació con la caída del comunismo en 1989; el desastre de Oriente Medio es resultado directo, entre otros, de los trapicheos de occidente con Sadam Hussein a lo largo de toda aquella década; y la globalización es, en gran medida, consecuencia del ultraliberalismo abanderado por Reagan y la Dama de Hierro, reyes del mundo en esos años.

Torrebruno Hussein encandilando a los peques, una escena emblemática de los 80

Pero resistamos, ¡ay!, la tentación de ponernos nostálgicos, y centrémonos en lo que nos ocupa, a saber, dos grandes novelas de autores británicos situadas en aquella década que cambió el mundo y que para los ingleses está indisolublemente unida a Margaret Thatcher.

What a carve up! es una novela estupenda que, en mi opinión, y por lo menos en lo que respecta al mercado español, se resiente de un serio problema: su título. Este libro (que nadie sabe cómo llegó a mi casa) rondaba por las estanterías desde hacía años, y si no me había decidido antes a leerlo era porque había visto la traducción que Anagrama hizo de dicho título (traducción que, todo hay que decirlo, en otro contexto sería impecable) y que, sinceramente, me había provocado un no pequeño rechazo. Y la verdad es que me sorprendería ser el único que asocia ese "menudo" y esos signos de interrogación con las pelis de Esteso y Pajares.



Si tengo razón y el desafortunado título ha desanimado a algún lector, sería una verdadera lástima, porque, aunque no carece de defectos, What a carve up! es una novela excelente, con personajes interesantes, basada en una historia perfectamente construida, divertida, intrigante, y original.

Si pensabais que los años del pelotazo eran algo exclusivamente marca España, os equivocabais. Nos relata Coe en esta historia cómo se fraguaron los cambios políticos y económicos del Thatcherismo, y lo hace a través de una familia de malos malísimos, los Winshaw. Esta familia, marcada por la codicia, la ambición y una total falta de escrúpulos, está formada por varios hermanos, cada uno de los cuales representa uno de los grandes ejes del poder en aquella Inglaterra thatcheriana. Así, uno de ellos triunfa en la banca, otro se dedica a la política, y el resto de tan numerosa prole se inclinan por la industria armamentística, la alimentaria, la prensa, e incluso el filisteísmo más embarazoso encuentra su desahogo en el mercado del arte.Y así se explica el título: el reparto al que hace referencia es el del pastel.

 Inglaterra en los 80. Huelga de mineros

Jonathan Coe consigue crear un entretenidísimo híbrido de farsa, crítica social y novela de intriga al combinar los retratos de los personajes mencionados con la historia de Michael Owen, novelista prometedor que se quedó en la promesa y cuya vida está marcada por una mediocre película que es la que da el título a la obra. Su patética existencia empieza a cobrar sentido cuando, por lo que parecen ser azares del destino, recibe el encargo de escribir la historia de los Winshaw, y el modo en que, a partir de entonces, su historia personal y la de la familia se revelan entrelazadas y se remontan unidas hasta la Segunda Guerra Mundial, es, sin duda, uno de los aspectos más logrados de la novela.
 
Tanto si el mundo os gusta como si no, tenéis que agradecérselo a estos dos

Como ya he señalado, What a carve up! no está libre de algunos desaciertos. En su crítica al thatcherismo, por ejemplo, y, en concreto, a la privatización sanitaria, el tono es en algún momento excesivamente sentimental. Por otra parte, en una combinación entre farsa e intriga es extremadamente difícil mantener el equilibrio, y aquí, las últimas páginas, con su parodia de Diez negritos, de Agatha Christie, quizá podrían haberse resuelto de un modo menos posmoderno y más sutil.

En todo caso, por el modo en que se combinan todas las historias, hasta las aparentemente más nimias (es absolutamente genial, por ejemplo, la explicación de la pesadilla que tuvo Owen de niño), así como por su estilo moderadamente posmo, estamos ante eso que los amantes del cliché gustan de llamar un gran "artefacto literario". Y por su sentido del humor y su certero retrato de la época que nos parió a todos, a servidor de ustedes le ha hecho pasar unos ratos estupendos.

Jonathan Coe no forma parte del all star de las letras británicas, algo que, a juzgar por esta novela, se me antoja injusto. Podéis estar seguros, sin ir más lejos, de que, incluso con la palabra "menudo" en el título, What a carve up! está a años luz, por ejemplo, de la última y anodina publicación de Ian McEwan.


Y si el título de la novela de Coe está sacado de una olvidable comedia ramplona de los 50, The line of beauty, de Alan Hollinghurst, es una referencia directa a la teoría artística de William Hogarth, un clásico de la pintura inglesa. La diferencia entre ambos títulos refleja perfectamente los enfoques de uno y otro autor al afrontar (periodistas y demás analfabetos dirían "enfrentar") el retrato de la década prodigiosa.


Nick, el personaje principal, acaba de licenciarse en Oxford y se dispone a seguir con sus estudios en Londres. Allí, Nick, apropiadamente apellidado Guest, se aloja con la familia de su amigo Toby Fedden en su lujosa casa de Notting Hill. Los Fedden, cuyo cabeza de familia, Gerald, acaba de ser elegido diputado tory, viven la dolce vita de la clase alta, pero aceptan a Nick, de orígenes más humildes, como uno más de la familia. Nos encontramos, así, con ese tipo de personaje que observa los acontecimientos desde cierta distancia, y que, por mucha amabilidad que reciba, sabe en el fondo del alma que nunca llegará a ser uno de "ellos". Podría parecernos que el carácter, por decirlo así, periférico de Nick se ve acentuado por su homosexualidad. Pero es en realidad su pasión por Henry James, que lo conduce, entre otras cosas, a memorizar sus citas más pedantemente ingeniosas, lo que lo separa del resto. En Nick, el lector reconoce a aquellos personajes y narradores que observan con una fascinación no exenta de recelo un mundo que les disgusta y les atrae, y al que saben que no pertenecen. Piensa uno en Retorno a Brideshead, con aquel narrador fascinado por la vida de lujo de Sebastian, y piensa también en los personajes de James, siempre observando el mundo con cierto desapego y escepticismo.

 Danniella Westbrook o el sueño de los tabloides. Los estragos de la coca siguieron en los 90

¿No decían Golpes bajos que los 80 eran malos tiempos para la lírica? Pues sabed que en Inglaterra, pese a tener como banda sonora a los new romantics, el pelotazo que mencionábamos más arriba llenó tantos bolsillos de pasta como fosas nasales de farlopa. El thatcherismo, en efecto, no produjo sólo conflictos sociales y la liquidación casi definitiva de los sindicatos, sino que creó oportunidades de oro para desalmados arribistas como ésos que abundan en la novela de Coe y que también pululan por La línea de la belleza. Hollinghurst, no obstante, y a diferencia de Coe, prefiere no meterse en un juicio al thatcherismo, sino ofrecernos una visión mucho más introspectiva del modo en que alrededor de aquella jauja de sexo, dinero y coca se va construyendo la némesis de los personajes.

1984. Rock Hudson y los Reagan, iconos de los 80 por diferentes motivos

El estilo de Hollinghurst, habrá quedado ya claro, es intimista, prolijo y poético en sus descripciones, es decir, completamente diferente de Jonathan Coe. Supongo que es eso, entre otras razones, lo que ha hecho que disfrute tanto de su lectura. Pero contrastes aparte, La línea de la belleza, también en Anagrama, es una gran novela, lo cual significa que no es una novela gay. Ni siquiera es una novela sobre la homosexualidad, a pesar de que las relaciones de Nick con sus amantes están descritas con pelos y señales, nunca mejor dicho, y que los encuentros de Nick con otros hombres en lavabos públicos harán levantar más de una ceja. La homosexualidad en esta novela es, sencillamente, algo tan natural como la heterosexualidad en cualquier novela escrita por un heterosexual. Eso sí, debemos recordar lo que significaba ser gay en los años 80.

Hudson un año más tarde, en la foto que conmocionó al mundo

Probablemente algunos piensen también que la adulación sin límites del poderoso es algo muy ibérico. Sí, señor cuñado del presidente... Cómo no, señor director general, póngame a los pies de su señora... Tenga, President, un pequeño obsequio, hágame el honor de aceptarlo. Los que así piensen se sorprenderán al leer esta novela, en la que la figura de Thatcher, o más bien, el retrato de sus adláteres nos recuerda a la novela de dictadores latinoamericana. La Dama de Hierro misma, en realidad, está retratada de un modo bastante humano, y de hecho uno de los momentos más significativos de la novela nos la muestra junto a Nick en una escena casi inimaginable. Ese contraste entre la, por lo menos, aparente humanidad de Thatcher y el modo en que su visita a la casa de los Fedden marca el momento más importante de todas sus vidas revela lo que sí es uno de los temas centrales esta obra: la hipocresía de las clases altas. Una sexualidad diferente y origen étnico oscurito están muy bien y son muy respetables, pero si te juntas con gente así, luego no te quejes de lo que te pasa.

La línea de la belleza es esto

Hollinghurst, como ya he señalado, no pretende, o no en primera instancia, hacer un juicio a aquella época. El gran tema de la novela, aparte de la crítica a la hipocresía, es la naturaleza de la belleza. El lenguaje que utiliza para ello, el ritmo lento que imprime a la lectura, y la presencia constante de James, Mozart, Rachmaninov, Gauguin y otros muchos nombres que debería haber apuntado, dan fe de ello. En un momento de la historia, Nick relaciona la línea de la belleza de Hogarth con el culo del primero de sus amantes, un culo más accesible, es cierto, que el exquisito arte que inunda la casa de los Fedden, pero también un culo condenado por su propia belleza y por aquella década que nos parió a todos.

En definitiva, que leer libros de historia está muy bien, pero a veces la ficción lo explica todo mucho mejor. Así que si queréis saber de dónde venimos, ya sabéis qué leer.

domingo, 10 de enero de 2016

El tiempo recobrado


...viendo cómo el ágil ir y venir de los años va tejiendo hilos entre recuerdos nuestros que al principio parecen más independientes...
Dejemos una cosa clara: la obra magna de Proust es imposible de abarcar, pero entenderla.... entenderla está chupao, hablando en castizo. Ya os decía al hablar de Por el camino de Swann en quién había pensado el autor al escribir su obra, y, por si hiciera alguna falta, estas líneas de El tiempo recobrado me lo confirman:
Mas, volviendo a mí mismo, yo pensaba más modestamente en mi libro, y aun sería inexacto decir que pensaba en quienes lo leyeran, en mis lectores. Pues, a mi juicio, no serían mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos, porque mi libro no sería más que una especie de esos cristales de aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Combray; mi libro, gracias al cual les daba yo el medio de leer en sí mismos, de suerte que no les pediría que me alabaran o me denigraran, sino sólo que me dijeran si es efectivamente esto, si las palabras que leen en ellos mismos son realmente las que yo he escrito...
Sí. Por fin Proust se ha decidido a hablar de su libro. En vista de que todo lo que ha vivido hasta ahora, todo lo que ha sentido, pensado y dicho ha empezado a perderse, a desperdigarse como hojas secas, antes de que la muerte ya presentida acabe de llevárselo todo, aquí tenéis al bueno del narrador corriendo de un lado a otro, recogiendo hilos como quien intenta atrapar el sombrero que el viento le ha arrebatado. Así, el proceso de gestación de la obra que estamos leyendo se hace por fin presente, y todo, a partir de un momento eternamente efímero como el primer polvo, sencillo e insignificante como la fisión del átomo. En suma, el otro gran momento magdalena de La récherche.
 Pero en el momento en que rehaciéndome, puse el pie en una losa un poco menos alta que la anterior, todo mi desaliento se esfumó ante la misma felicidad que, en diversas épocas de mi vida, me dio la vista de los árboles que creí reconocer en un paseo en coche alrededor de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me parecieron sintetizar. Igual que en el momento en que saboreaba la magdalena, desaparecieron toda inquietud sobre el porvenir, toda duda intelectual.
Mis compañeros durante medio año

 Proust no es escritor. Me niego a emplear con él el mismo término que se emplea con cualquier otro autor. Proust, como Dios, es el que es. Y como no es escritor, cuando nos habla de la vocación literaria, no nos sale con esos clichés que versan sobre el placer que nos porporciona la creación de otros mundos, sobre el poder de la imaginación, o sobre cómo es el destino quien ha decidido que fulanito se dedique a escribir, porque la literatura es su forma de vida así como el aire que respira. Proust crea una obra eterna. Los escritores crean clichés eternos. ¿Y por qué escribe Proust? Mira que os lo he dicho: Proust es muy fácil de entender. No tenéis más que leer el título.
Igual que en el momento en que saboreaba la magdalena, desaparecieron toda inquietud sobre el provenir, toda duda intelectual. Las que me asaltaban un momento antes sobre la realidad de mis dotes literarias y hasta sobre la realidad de la literatura se disiparon como por encanto. Sin haber hecho ningún razonamiento nuevo, sin haber encontrado ningún argumento decisivo, las dificultades, insolubles un momento antes, perdieron toda importancia. Pero esta vez estaba completamente decidido a no resignarme a ignorar por qué, como lo hice el día que ...
Y esta búsqueda de por qué algo tan nimio como unas baldosas irregulares, el sabor de una magdalena o el ruido que hace un criado al golpear un plato con una cucharita nos proporcionan esa tranquila y fugaz, pero indescriptiblemente profunda sensación de bienestar se traduce, para el lector, en dos mil páginas de placer y belleza, y, para el autor, en algo muchísimo más personal e íntimo que una mera vocación literaria. Tanto es así que su desprecio por la literatura realista no responde a motivos estéticos, sino absolutamente vitales.
Un nombre leído antaño en un libro contiene entre sus sílabas el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando lo leíamos. De suerte que la literatura que se limita a "describir las cosas", a dar solamente una mísera visión de líneas y de superficies es la que, llamándose realista, está más lejos de la realidad, la que más nos empobrece y nos entristece, pues corta bruscamente toda comunicación de nuestro yo presente con el pasado, cuyas cosas conservaban la esencia, y el futuro, en el que nos incitan a gustarla de nuevo. 

Todos hemos creído experimentar esa magdalénica epifanía en algún momento de nuestra vida. Es más, muchos están (quiero creer que yo soy diferente) convencidos de que recuperar el pasado requiere de algo tan sencillo como un olor, una foto o, de manera más prosaica, una canción pop. Y quién soy yo para decir que no, que sólo Proust y yo somos capaces de aprehender esos momentos que, lejos de lo que pensáis vosotros, no se pueden evocar, sino que nos asaltan cuando menos lo esperamos. Pero del mismo modo que el momento de la revelación escapa a nuestro control, también lo es su sustancia. Vemos fotos antiguas para recuperar momentos vividos con nuestra familia o con compañeros de colegio. Escuchamos una canción cursi para volver a vivir nuestro primer achuchón. Y lo hacemos porque pensamos que ésos son nuestros recuerdos  más importantes o felices...

... pero Proust sabe que no es así. 
... en la cima, los que se han hecho una vida interior ambiente se preocupan poco de la importancia de los acontecimientos. Para ellos, lo que modifica profundamente el orden de las ideas es sobre todo, con gran diferencia, algo que parece no tener en sí mismo ninguna importancia y que les altera el orden del tiempo retrotrayéndolos a otra época de su vida. Esto se observa prácticamente en la belleza de las páginas que inspira: el canto de un pájaro en el parque de Montboissier, o una brisa impregnada del olor de la reseda son evidentmente hechos de menor cuantía que las fechas más importantes de la Revolución y del Imperio. Sin embargo, inspiraron a Chateaubriand, en las Mémoires d'outretombe, páginas de un valor infinitamente más grande.
Ahí tenéis la diferencia. Un escritor selecciona aquellos recuerdos que considera más dignos de ser trasladados a la página y escribe con ellos una historia o, quizá, sus memorias. Pero ya hemos dicho que Proust no es escritor, y sabe por ello que una baldosa que baila tiene un valor literario y personal "infinitamente más grande" que todos sus años de escuela. Si es que los hubo. ¿O estuvo la educación de nuestro narrador a cargo de preceptores? Ni una palabra al respecto, pues ¿qué importancia puede tener eso al lado de sus archiconocidas epifanías? 

Nuestro narrador no dedica más que una línea a su paso por el ejército

Recobrando el tiempo, en este volumen regresamos, como veis, a Por el camino de Swann, donde se nos presentaba por primera vez este desigual duelo entre la memoria voluntaria, también llamada de la inteligencia, es decir, la de los escritores; y la memoria involuntaria, es decir, aquélla sometida a los vaivenes de la magdalenas. La gran tragedia del narrador, a estas alturas ya plenamente asumida, y, al mismo tiempo, su gran desafío, es precisamente la volatilidad y el carácter imprevisible de dichas epifanías. Y como muestra ahí tenemos, en la primera página, al narrador junto a Gilberta, en Combray, muchos años después de que empezara todo. Situación propicia, me diréis, para que nuestra nariz se llene de ese olorcillo de panadería. Tan propicia, en efecto, que constituye un fracaso en toda regla.
... separado de los lugares que atravesaba por toda una vida diferente, no había entre ellos y yo ninguna contigüidad en la que nace, incluso antes de darnos cuenta, la inmediata, deliciosa y total deflagración del recuerdo.

No he ocultado que la lectura de esta obra, así como las relaciones del narrador con Gilberta y Albertina, me han hecho revivir, a menudo con gran embarazo, una relación más inacabable que eterna, y más imaginaria que falsa, que tuve en mi juventud con ***. Un bendito día decidí no volver a verla más, y desde entonces pienso, con apenas un vestigio de satisfacción, en el dolor que yo, su gran amigo, le puedo haber infligido. Si es así, estas maravillosas palabras del narrador quizá le proporcionen, como a mí, algún tipo de consuelo:
... mi corazón había cambiado más aún que la cara de Gilberta. Esta cara ya no me gustaba mucho, pero, sobre todo, ya no me haría sufrir, ya no podría concebir, si hubiera vuelto a pensar en ello, que hubiera podido hacerme sufrir tanto encontrar a Gilberta caminando despacio junto a un muchacho, pensando "se acabó. Renuncio para siempre a verla". Del estado de mi alma, que, aquel lejano año, no había sido para mí más que una larga tortura, no quedaba nada. Pues en este mundo donde todo se gasta, donde todo perece, hay una cosa que cae en ruinas, que se destruye más completamente todavía, dejando aún menos vestigio que la Belleza: es el Dolor.
Ya no. Se acabó. Renuncio. No quedaba nada. Una cosa que cae en ruinas. Se destruye más completamente todavía... Si pensabais que Proust no iba a hablar más que de recuerdos, estáis, como siempre sucede con nuestro autor, completamente equivocados. Posiblemente el gran tema de este volumen, por paradójico que pueda sonar tratándose de El tiempo recobrado, es la Muerte.

 Proust en Cabourg, c. 1896

Al hablar de la Muerte, Proust se aleja por completo, una vez más, de todo lo que alguien pudiera haber dicho hasta entonces o haya dicho después de él. Dirían ellos, los escritores, que la muerte no es el fin, pero tampoco es el principio de nada. Que no hay que temerla, pero tampoco buscarla. Que somos los únicos animales conscientes de su mortalidad, que es la gran igualadora, que vivimos como si nunca fuéramos a morir, y morimos como si no hubiéramos vivido, y que, por ello, hay que atrapar el día antes de que llegue la noche. Para nuestro narrador, por su parte, la muerte no es más excepcional ni menos terrena que reventarse un grano o cortarse los pelos de la nariz. ¿Por qué temerla, pues? Si, como ha insistido Proust, cada uno de nosotros está compuesto de una serie de yoes que, como capas de una cebolla, nos vamos quitando a lo largo de la vida para revelar al nuevo yo, ¿no es lógico inferir que esos yoes anteriores nuestros están hoy muertos? ¿Qué mejor símbolo para el amor que un día sentimos y que hoy se nos antoja incomprensible, que la muerte?
Y en efecto, cuando, pasados los años, encontramos a las mujeres a las que ya no amamos, ¿no está la muerte entre ellas y nosotros, lo mismo que si ya no fueran de este mundo porque el hecho de que nuestro amor no exista ya convierte en muertos a las que eran entonces o al que éramos nosotros?
La Muerte, por consiguiente, está siempre presente en nuestras vidas, pero no en forma de conciencia de nuestra mortalidad, sino materializada como nuestros yoes pasados. En mi caso, como ya os he dicho, esos yoes acostumbran a avergonzarme. Sin embargo, no siempre debería ser así. Ved lo que el hallazgo, en una biblioteca, del libro François le champi, evoca en el narrador:

Era una impresión muy antigua, a la que se mezclaban tiernamente mis recuerdos de infancia y de familia y que no había reconocido en seguida. En el primer momento me pregunté con rabia quién era el extraño que venía a hacerme daño. Ese extraño era yo mismo, era el niño que yo era entonces, que el libro acababa de suscitar en mí, pues, como no conocía de mí sino aquel niño, a aquel niño evocó en seguida el libro, sin querer ser mirado más que por sus ojos, sin querer ser amado más que por su corazón, sin querer hablar a nadie más que a él. Aquel libro que mi madre me leyera en voz alta en Combray casi hasta la mañana había conservado, pues, para mí todo el encanto de aquella noche.
El tiempo disfrutado

Existe en inglés la expresión "Life is not a dress rehearsal", que viene a querer decir que la vida no es un ensayo general, sino que sólo tenemos una. Se trata, en suma, de una versión modernizada y menos latina del carpe diem. ¿Hasta qué punto contradice o confirma Proust esos dichos tan sabios? La felicidad que embarga a nuestro narrador gracias a la memoria involuntaria nos podría inducir a pensar que la vida vivida sí es un ensayo, mientras que la recordada es más "verdadera".

 Y yo gozaba no sólo de aquellos colores, sino de todo un instante de mi vida que los revelaba, que había sido sin duda aspiración hacia ellos,  de los que quizá algún sentimiento de fatiga o tristeza me impidió gozar en Balbec, y que ahora, libre de lo que hay de imperfecto, puro e inmaterial en la percepción exterior, me llenaba de alegría.
  En definitiva, que vivimos sólo al recordar. Lo cual no significa que estemos a salvo de volver a meter la pata, en lo que se me antoja una interesante coincidencia con esta novela rusa, de la que os hablé hace unos meses.
De pronto pensé que la verdadera Gilberta, la verdadera Albertina, eran quizá las que se entregaron en el primer momento de su mirada, una delante del seto de espinos rosa, la otra en la playa. Y fui yo el que, sin comprenderlo, sin haberlo revivido hasta más tarde en mi memoria, después de un intervalo en el que, por mis conversaciones, toda una distanciación de sentimiento les hizo temer ser tan francas como en el primer momento, lo estropeé todo con mi torpeza.
¿Me está diciendo Proust que, de volver a encontrarme con mi aburrida pasión de juventud, sería incapaz de llevar a cabo mi deseo de herirla con mi indiferente alegría, para así, sin ganas y con treinta años de retraso, desdeñar su gomorrez y seducirla para nada? Me temo que, más bien, y quizá a modo de advertencia, está comparando mi yo futuro con Monsieur d'Argencourt.

Era como un actor que sale por última vez a escena antes de que el telón caiga por completo en medio de las carcajadas. Si ya no me daba rabia, era porque, en él, que había vuelto a la inocencia de la infancia, ya no quedaba ningún recuerdo de las ideas despreciativas que hubiera podido tener de mí (...) Era excesivo hablar de un actor y, como una muñeca trepidante, con su barba postiza de lana blanca, agitado, paseando por aquel salón, como en un guiñol a la vez científico y filosófico en el que, lo mismo que en una oración fúnebre o en una lección en la Sorbona, servía a la vez de recordatorio de la vanidad de todo y de ejemplo de historia natural.

El París de Proust bajo las bombas alemanas

Así, si bien el tiempo recobrado es fuente de tranquila pero sobrecogedora felicidad, el reencuentro del narrador con los personajes que han poblado las páginas de los volúmenes anteriores le da ocasión de recrearse, como vemos, en los estragos que causa el tiempo pasado. Y este recreo da pie a algunas de las páginas más bellas y crueles que he leído quizá en toda mi vida.
... admiré la fuerza de renovación original del Tiempo que, sin dejar de respetar la unidad del ser y las leyes de la vida, así sabe cambiar la decoración e introducir audaces contrastes en dos aspectos sucesivos de un mismo personaje; pues a muchas de estas personas las identificamos inmediatamente, pero como unos retratos de ellos mismos, bastante malos, reunidos en la exposición en que un artista inexacto y malintencionado endurece los rasgos de uno, le quita la lozanía de la tez o la esbeltez del talle, ensombrece la mirada...

Y qué me decís de la siguiente. Estamos ya cerca del final del libro y la memoria involuntaria del narrador está completamente desbocada. Aquí debe de ser su antiguo yo el que le arrebata la pluma para regalarnos esta imagen, pues sólo un niño sabe ver esas formas:

Pero poco a poco, a fuerza de mirar su figura vacilante, incierta como una memoria infiel que ya no puede retener las formas de otro tiempo, llegué a recobrar algo de ellas entregándome al pequeño juego de eliminar los cuadrados, los hexágonos que la edad había superpuesto a sus mejillas.

¡Aquellos hexágonos! ¿Por qué dejé de verlos yo también? ¿Quizá porque aquel yo ya no existe, o más bien porque  los mismos hexágonos empiezan a perfilarse en mi cuello y me he puesto una venda en los ojos?


Y cuando hablaba de belleza y crueldad, me refería a imágenes como ésta:
Algunos hombres cojeaban. Se notaba bien que no era por un accidente de coche, sino por un primer ataque y porque ya tenían, como se dice, un pie en la sepultura. En la puerta entreabierta de la suya, algunas mujeres, medio paralizadas, parecía que ya no podían retirar completamente su vestido, que se había quedado enganchado en la piedra de la tumba...

Esperad, que aún hay más. Y es que hay más belleza en esta obra de Proust que en bibliotecas enteras: 
... casi todas las mujeres se esforzaban sin tregua por luchar contra la edad y tendían el espejo de su rostro hacia la belleza que se alejaba como un sol poniente y cuyos últimos rayos querían apasionadamente conservar.

 El retrato de estos muertos en vida es cruel, qué duda cabe. Pero la crueldad es necesaria, aunque no en el sentido que pensáis. Un escritor diría que hay que saber sufrir para saber apreciar mejor los buenos momentos. Proust sabe que es todo lo contrario.
Un escritor puede ponerse sin miedo a un largo trabajo. Comienza la inteligencia su obra: en el transcurso del camino surgirán muchas penas que se encargarán de terminarla. En cuanto a la felicidad, apenas tiene más que una sola ventaja: hacer posible la desventura. Preciso es que, en la felicidad, nos formemos unos vínculos muy dulces y muy fuertes de confianza y de apego, para que su ruptura nos produzca ese desgarramiento tan precioso que se llama la desgracia. Si no se viviera la felicidad, aunque sólo fuese por la esperanza, las desventuras carecerían de crueldad y, por consiguiente, de fruto.
 
Proust en la guerra de Vietnam

La facilidad que tiene Proust para dar la vuelta por completo a esas pseudoverdades asumidas por escritores y pensadores a lo largo de los siglos no es la única sorpresa que nos depara El tiempo recobrado. Jamás hubiera pensado, por ejemplo, que la influencia de esta obra en una de las grandes escenas de Apocalypse now fuera tan manifiesta. Así, al respecto de las incursiones de los aviones alemanes sobre París (por cierto, y a todo esto, ha habido una guerra), su amigo Roberto Saint-Loup le dice a nuestro héroe:

Pero, ¿no te gusta más el momento en que, definitvamente asimilados a las estrellas, se estacan para salir en misión de caza o entrar después del toque de fajina, el momento en que hacen apocalipsis, y ni las estrellas conservan ya su sitio? Y esas sirenas, todo tan wagneriano, lo que, por lo demás, era muy natural para saludar la llegada de los almenaes, muy himno nacional, con el Kronprinz y las princesas en el palco imperial, Wacht am Rhein; como para preguntarse si eran en verdad aviadores o más bien valquirias que ascendían.
Pero esto no es más que una anécdota con la que me despido de Proust y me excuso de continuar devanándome los sesos intentando seleccionar una cita más, si bien quizá un día de éstos dedique una entrada en exclusiva a algunos de los incontables párrafos memorables, antológicos y maravillosos que he encontrado en El tiempo recobrado. Empecé a redactar esta entrada posiblemente en septiembre, y desde entonces la he ido posponiendo y retocando, aunque las más de las veces, como un adicto que se sabe irrecuperable y se resigna a recaer en su perdición, me quedaba embelesado releyendo las citas que había anotado.

Las grandes creaciones de la literatura son con frecuencia obras muy largas, que, bien acompañan al lector durante un tiempo, bien lo secuestran a cambio de no sé muy bien qué rescate. Si uno llega a disfrutar de Proust, o a encadenarse a él, que no todo el mundo tiene tal suerte, podéis haceros una idea de la sensación de soledad o síndrome de Estocolmo que le embargará una vez concluida la lectura y de cuánto durará dicha sensación. Y es que siete volúmenes son muchos volúmenes. Muchas páginas, muchísimos personajes y, como ya he señalado, muy pocas "cosas que pasan". No obstante, en contra de lo que pudiera parecer, echando la vista atrás tengo un recuerdo muy vívido y, sobre modo, muy claro y distinto de cada uno de esos volúmenes. El deslumbramiento que me produjeron Swann y Las muchachas en flor; la gran escalada que supuso El mundo de Guermantes, o el inmenso placer de Sodoma, La prisionera y La desaparecida, con los que me sentí ya como en mi casa, o mejor dicho, en la casa de un maestro genial y mucho menos cascarrabias de lo que dicen. El tiempo recobrado maravilla por muchos motivos, y uno de ellos es la plenitud que alcanza al concluir la saga de modo casi circular, volviendo al camino de Swann, pero, como una cinta de Moebius, mostrándonos la otra cara de ese tiempo, de esa vida y, por descontado, del genio literario del autor.

La gran suerte del lector es que el tiempo pasado con Proust siempre lo podremos recuperar.


El último yo de Marcel Proust

Pero si un ruido, un olor, ya oído o respirado antes, se oye o se respira de nuevo, a la vez en el presente y en el pasado reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, enseguida se encuentra liberada la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas, y nuestro verdadero yo, que, a veces desde mucho tiempo atrás, parecía muerto pero no lo estaba del todo, se despierta, se anima al recibir el celestial alimento que le aportan. Un minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros, para sentirlo, al hombre, liberado del orden del tiempo. Y se comprende que este hombre sea confiado en su alegría, aunque el simple sabor de una magdalena no parezca contener lógicamente las razones de esa alegría; se comprende que la palabra "muerte" no tenga sentido para él; situado fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro?
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