viernes, 31 de diciembre de 2021

Restos de una larga temporada

 


Cuatro años de ausencia bloguera dan para muchas lecturas, demasiadas para reseñar, evidentemente, y también siquiera mencionar. Pero si quitamos aquéllas que no nos gustaron, aquéllas que no nos parecieron especialmente memorables, aquéllas que, sencillamente, no recordamos (cuando este blog entró en hibernación, dejé de llevar un registro de todas mis lecturas) y aquéllas que sí nos gustaron pero qué va a decir uno de ellas, pues nos queda una lista que sigue siendo muy larga.

Paréntesis: en estos cuatro años hemos asistido al nacimiento de una expresión que, al principio me pareció completamente estúpida, pero que, a medida que la gente la utiliza más y más, me parece estúpida a secas: lo suyo. Me refiero a frases como "lo suyo es servir primero los langostinos" o "lo suyo es sacar los polvorones del año pasado". Cierro paréntesis.

No obstante, dado que, para bien o para mal, este 2021 ya se acaba, y que todavía está uno tomando carrerilla para escribir entradas que justifiquen este regreso, lo suyo es hacer una de esas listas que le gusta a la gente, tan fáciles de escribir y de leer. Y lo suyo será hacerla con algunos de los libros que más me han gustado.

Nota: añádase a cada una de las siguientes nanoreseñas un "si no recuerdo mal".


La liebre de la Patagonia, de Claude Lanzmann

De Claude Lanzmann hablamos hace muchos años acerca de su impresionante Shoa. Estas memorias se extienden mucho y bien sobre la creación de esa película, pero también sobre su vida, sus amores, sus rencillas, su actividad en el maquis, y su relación con Sartre y Simone de Beauvoir, entre muchos otros.


En la ciudad líquida

Leer a la Rebón autora da tanto gusto como a la traductora. En este libro reflexiona sobre la traducción, sus viajes, sus autores favoritos. Lo leí este verano y me gustó mucho, pero, dada mi cada vez más enclenque memoria y mi propensión a recordar mejor las atmósferas que los datos, no recuerdo mucho más que páginas muy interesantes sobre Ecuador, San Petersburgo, Sergio Pitol y Nabokov. 


El conde de Montecristo

¡Oh! Esto son palabras mayores, esto es literatura al 200%, esto es volver a ser un catorceañero que se pasa el día tumbado leyendo, esto es vivir un libro con esa pasión que creíamos erosionada por los años. Qué gustazo.


Ronda del Guinardó

Una pequeña obra maestra que no me explico cómo no había leído hasta ahora. Juan Marsé nunca tuvo esas ínfulas literarias tan habituales en otros autores, y supongo que eso hace que, desde la distancia, su obra empequeñezca... hasta que la lees.


La tumba de Lenin

Impresionante libro de David Remnick, que asistió como corresponsal a los últimos años de la Unión Soviética. Me gustan los periodistas e historiadores que se mojan en sus opiniones, y este Remnick acaba empapado.


Historia de mis calles

El nombre del autor, tan normalito, me sonaba, pero no habría sabido decir si de columnista de El País, si de autor de libros de viajes, si dramaturgo o qué. Resultó ser un poco de todo, conocido sobre todo por sus novelas policíacas, género que sólo leo si viene de Alemania para arriba (lo siento, pero ver a detectives tomándose carajillos en el Bar Galicia no me pone). También conoció a fondo las entrañas de la editorial Bruguera. Y de eso habla, entre otras muchas cosas, en estas interesantísimas memorias, un excelente retrato de la Barcelona desde la guerra hasta nuestros días. 


La noche de los tiempos

No me cabe duda de que Muñoz Molina es una persona simpática y divertida. Pero me da la sensación de que, cuando escribe, se transforma y se convierte en una persona carente del más mínimo sentido del humor. Desde El invierno en Lisboa, que leí en mis años de universidad, todo lo que he leído de él tiene un aire más bien tristón que melancólico, de cuarentón desencantado de la vida. Es verdad que escribir sobre los prolegómenos de la Guerra Civil, la contienda y sus consecuencias no da pie a chascarrillos, pero creo que se trata de algo más profundo. En todo caso, estas mil páginas me encantaron.


Testamento de juventud, de Vera Brittain

Qué vida tan desdichada y apasionante tuvo esta señora, hija de familia bien, que decidió trabajar como enfermera durante la Primera Guerra Mundial. Y qué bien la narró.



Ellos: memorias de mis padres, de Francine du Plessix Gray

Unos meses, quizá un año o dos, después de esta lectura, al rememorarla se mezcló en mi mente con los libros de Angelika Schrobsdorff, Tú no eres como otras madres y Hombres, ambos extraordinarios también, y ambos, como Ellos..., publicados por Errata Naturae. Evidentemente, no es difícil confundir dos títulos como Hombres y Ellos, mientras que, por su parte, las memorias de su madre, Tú no eres..., tienen no poco en común con algunas páginas del libro que ocupa estas breves líneas. 

Añádase a la confusión el hecho de que, al igual que me sucedió con el señor Ledesma o la Schrobsdorff, jamás había oído hablar de esta señora. De hecho, ahora mismo no recuerdo muy bien a qué se dedicaba (¿moda, arte?), así que consulto a la señora wiki y veo que fue escritora y crítica literaria. Es igual. Estas memorias son una joya. Desde la Revolución Rusa (su madre, que estuvo prometida nada menos que con Mayakovski, fue una de las miles de personas que huyeron de los bolcheviques y se instaló en París) hasta el mundo del arte en Nueva York, el libro es (si no recuerdo...), entre otras cosas, una sucesión de puñaladas entre cónyuges que ríete tú del Burton y la Taylor.


Siguiendo mi camino

Mauricio Wiesenthal es uno de los últimos especímenes de una especie en extinción. Un hombre de cultura enciclopédica que ha actuado en cabarets, un espíritu tan inquieto como amante de la tradición, bohemio y refinado, un aventurero nato al que imaginamos pasando las noches junto al fuego de una chimenea. En este maravilloso libro nos habla de las canciones que han marcado su vida. Y después de cada capítulo toca buscar la canción en youtube. Se me hizo muy corto. 

Leed a Wiesenthal. Cualquier cosa que haya escrito.


Cualquier otro día, de Dennis Lehane

Un auténtico novelón situado en los años de la Ley Seca, por el que pululan gángsters, contrabandistas de más o menos monta, policías corruptos, jugadores de béisbol, mujeres fatales, sindicalistas de armas tomar, y políticos sin escrúpulos valga la repugnancia, entre otros. Muy buena.



Moonshadow, de J.M. de Matteis y Jon J. Muth

Y qué mejor que esta maravilla para concluir. Desde el primer momento, se convirtió en uno de mis libros favoritos de todos los tiempos. Moonshadow es eso que llaman una obra de culto, es decir, un libro del que el común de los mortales no ha oído hablar, y que fascina sin medida a casi todo aquél que lo lee. Casi. Porque siempre hay alguien que le tiene que ver los defectos, sin darse cuenta de que éstos lo hacen aún más grande. Que si pedante, que si sentimental, que si demasiado texto, que si irregular. Amargados.

Esa gigantesca esfera de rostro malicioso que veis en la portada es una especie de astro o planeta, y el niño que corre la cortina está a punto de embarcarse en la mayor aventura de todos los tiempos: crecer. Es decir, enamorarse, pasar miedo, ver cómo lo putean, lo secuestran, lo condenan a muerte, conocer a reyes y granujas de bajos fondos, vivir otras vidas, leer a los románticos, sufrir, recordar.

Raro, sí, con monstruos puteros que se tiran pedos y chica hippy secuestrada por un cuerpo celestial que la desposará, entre otros delirios. Pero creedme, todo tiene sentido. De hecho, todo es tan real como la vida misma de quien escribe esto. Y las ilustraciones son para enmarcar. 

En fin, me gustó tanto que me da miedo volver a leerlo.

Y con eso queda dicho todo. ¡Felices lecturas!



miércoles, 13 de octubre de 2021

La octava vida (para Brilka), de Nino Haratischwili


Decíamos ayer (aquí, para más señas) que la literatura georgiana, como la tierra de donde procede, es una perfecta desconocida en occidente. Tanto es así que, en las escasas ocasiones en que nos visita, parece que tiene que hacerlo de incógnito o, cuando menos, de manera indirecta. Verbigracia, la novela de hoy, que no fue escrita en la lengua de (poned aquí el nombre de vuestro georgiano universal favorito), sino en alemán. Pero digo yo que un libro escrito por una georgiana, situado en Georgia, y que nos habla de la historia reciente y no tan reciente del caucásico país, puede calificarse de literatura georgiana sin que nadie se rasgue las vestiduras.

Sin embargo, dados nuestros más que escasos conocimientos de la literatura georgiana, si tuviéramos que inscribir esta novela en la tradición literaria del país y buscar los puntos que la enlazan con otros autores georgianos contemporáneos, acabaríamos viéndonos obligados a hacer como los críticos de los suplementos literarios, es decir, salirnos por la tangente y compararla con Tolstoi. Y es que con una saga familiar de la Europa del este y más de mil páginas, si no se te ocurre el nombre de Tolstoi no eres crítico ni eres ná. 

Nino Haratischwili

Nino Haratischwili tiene un concepto de la Historia bastante diferente de la del gran autor ruso. Para éste, la Historia "es un producto de la contingencia, no sigue una dirección y no se ajusta a un patrón". Haratischwili, por su parte, dice que patrón, tiene un rato, y la compara a un tapiz:

"tú eres un hilo, yo soy un hilo, y juntas somos un pequeño adorno, y al juntarnos con muchos otros hilos damos un dibujo como resultado".

Esta imagen, unida a las extraordinarias (que no fantásticas) coincidencias que salpican la novela, nos acerca a algo bastante parecido al Destino, que siempre se ha llevado a cara de perro con la Contingencia.

La propia autora lo explica más claramente en esta interesante entrevista:

«Me he preguntado en profundidad qué es el destino, qué porcentaje de autodeterminación tenemos, y me gustaría trasladar esa pregunta a los lectores, porque yo no hallo una respuesta definitiva. En esos regímenes es muy limitado. En todos ellos encontramos individuos que luchan por abrir su propio camino, pero en la mayoría, y eso lo puedo percibir todavía en mi generación postsoviética, queda un poso de conformismo, de pensar que no merece la pena el esfuerzo porque no se va a conseguir ningún cambio… es un pensamiento muy soviético: el individuo no cuenta."


Kutaisi

Esta historia cuyos individuos no cuentan comienza cuando Brilka, una niña de 12 años en viaje de estudios a Amsterdam con la escuela, decide escaparse y llegar por su cuenta a Viena. Niza, su tía, que es quien nos narra la historia, será la encargada de encontrarla y devolverla a casa. A Niza, que, como la autora, vive en Berlín y tiene su vida hecha, no le hace ninguna gracia tener que en busca de su díscola sobrina, pero no tiene elección. Este incidente reaviva en la narrador muchos recuerdos (trágicos, por supuesto) de hechos que no ha vivido personalmente, pero que han presidido su vida y la de sus antepasados. Y estos recuerdos, al despertar, se imponen a las reticencias de Niza respecto de su sobrina, y por ello, sabiéndose quizá un hilo más del tapiz familiar, decide contarle a Brilka la historia de su familia. Mediante este recurso narrativo, que se me antoja muy poco tolstoiano, la autora enlaza presente y pasado, confiere naturalidad a la primera persona, y se aleja de cualquier esquema decimonónico.

Así que no, por muchos miles de páginas que tenga, y aunque nos cuenta la historia de una familia que es muy infeliz y lo es de una manera muy particular, La octava vida no es Tolstoi. Y ni falta que le hace: es un libro con el que he disfrutado tanto que hasta me he acordado de que yo antes tenía un blog y en él hablaba de libros con desconocidos.

El título de la novela hace referencia a las vidas de ocho miembros de esta saga familiar. Son ocho extensos capítulos centrados en cada uno de ellos, si bien, como es lógico, las respectivas historias no dejan de cruzarse entre sí. Por supuesto, ninguna de estas historias puede escapar a la Historia (que ya sabemos lo que eso significaba en la URSS) ni puede evitar ser devorado por ésta. 

Kutaisi, en los años 1910-20

Niza, pues, se sumerge en el pasado familiar y emerge en la ciudad de Kutaisi. Estamos en los albores de la Revolución Rusa, cuando Stasia, la bisabuela de la narradora, conoce y se enamora de Simón, teniente de la Guardia Blanca y amigo del padre de ella, reputado maestro chocolatero. Este hombre, próspero empresario y hombre de gran cultura y reconocimiento social, posee una receta mágica para preparar el chocolate a la taza, receta que consiguió unos años antes, durante un viaje que hizo por Europa para aprender de los grandes chocolateros de Viena, París o Budapest. 

Aparte de la presunta presencia de Tolstoi, críticos y varios blogueros coinciden en que La Octava Vida bebe, por decirlo de una manera cursi, de las fuentes del realismo mágico. Servidor ya pasó el realismo mágico, como uno pasa las paperas y el sarampión, así que no me asustó la posibilidad de exponerme a él, siempre que fuera a pequeñas dosis. Y las dosis son, efectivamente, despreciables. De hecho, sólo se me ocurren dos elementos de esta novela que vagamente se pueden relacionar con el realismo mágico: uno de ellos es la relación que tiene Stasia con los fantasmas de la familia. Pero como todo el mundo sabe, los fantasmas existen, así que ese argumento no me vale. El otro, que sí es más convincente, es esa receta para chocolate a la taza que vuelve loco a quien apenas huela su aroma, y que tiene consecuencias invariablemente nefastas para todo aquél que llega a paladearlo. Este chocolate aparece cada vez que el tapiz necesita cortar un hilo, y es, pues, una de las imágenes recurrentes de la historia. A mi juicio, sin embargo, se trata más de una simple metáfora más o menos conseguida que de un elemento de realismo mágico. En todo caso, yo podría haber prescindido completamente de las descripciones de la preparación del chocolate, que en ocasiones se acercan peligrosamente a aquella cursilada mexicana que en su día, hace ya casi treinta años, tanto nos gustó. Ya sabéis:


La Revolución de 1917 se lleva al teniente Simón a San Petersburgo, y empieza así a tejerse el tapiz, repleto de imágenes de nuestros héroes y su descendencia, así como de una impresionante pléyade de personajes secundarios cuyas vidas se ramifican en incontables historias, la más efímera de las cuales daría para una pequeña novela. Entre los personajes principales tenemos a Kostia, hijo de Stasia y Simón, un bolchevique hasta la médula que al final de sus días tendrá que ver con impotencia lo que acaba haciendo Gorbachov con su soviética unión; a Kitty, su hermana, que tras una experiencia atroz intentará rehacer su vida en el extranjero; tenemos a Christina, hermanastra de Stasia, cuya arrolladora belleza le permitirá codearse con los chacales más destacados del Partido. Entre los secundarios podemos destacar a Alania, el niño bastardo que llegará a ser un poderoso hombre en la sombra; a Misha Eristavi, el estudiante que prepara una "pequeña sublevación cinematográfica"; a Thekla, el verdadero amor de Kostia; a cualquiera de los sufridos pretendientes de su hija y su nieta, o a tantos y tantos otros cuyos nombres hoy, dos meses después de la lectura, no puedo recordar. Entre ellos se reparten un calvario de guerras, traiciones, torturas, mutilaciones, venganzas y todo tipo de altas y bajas pasiones, sin llevar al lector en ningún momento al terreno del melodrama. Sólo en un par de ocasiones la autora se acerca peligrosamente al barranco del sentimentalismo, pero no llega a caer, porque Haratischwili no será Tolstoi, pero tampoco es Isabel Allende.

La Plaza Yereván de Tiflis, 1917

El relato fluye, el tiempo pasa, pero siempre sabemos en qué momento preciso de la Historia nos encontramos. Aparte de los grandes acontecimientos que abrían aquellos telediarios de antaño, como guerras, congresos del PCUS, y la muerte a plazos de la gerontocracia soviética, la narradora va salpicando el relato con referencias a algunos de los hitos de la cultura popular del siglo XX, cuyos ecos llegaban, a pesar de todo, a la pequeña ciudad de Kutaisi: el año en que se estrenó Porgy and Bess, el del combate de Muhammad Ali contra George Foreman o el de la publicación de un álbum de Lou Reed. Y así, entre cantos de occidente y gritos desde Moscú, desfila ante nosotros buena parte de la historia de la Unión Soviética, desde su violenta concepción hasta su relativamente (piénsese en lo que podría haber sido) plácida y lenta agonía, marcada aquí y allá por conflictos en unas repúblicas que no veían la hora de mandar a Marx y Lenin a tomar un café.

Mención aparte merece uno de los personajes.

El sádico sexual Laventri Beria, el "Pequeño Gran Hombre", con el Generalísimo al fondo

En un estado totalitario, por definición, no existe la vida privada. Todo pertenece al estado, que es un modo de decir, todo pertenece al Generalísimo y sus compinches. Y es en la imbricación de la Historia (o el Poder) con las historias (o los súbditos) donde brilla especialmente el talento narrativo de la autora. Aunque, bien mirado, cuando se trata de un monstruo como Lavrenti Beria, esa imbricación quizá no resulte tan difícil.

Beria, a quien en la novela conocemos como el Pequeño Gran Hombre, y que, como el Padrecito de los Pueblos, era georgiano, fue el jefe de la policía soviética y del NKVD, o sea, uno de los personajes más siniestros del siglo XX, responsable, entre otras lindezas, de la masacre de Katyn. Pero aunque le encantaba matar, no era ésa su única afición. Se le atribuyen centenares de violaciones, y se dice que los límites de su depravación están aún por conocerse. En 2003, durante unas obras en la embajada de Túnez en Moscú, situada en la antigua mansión de Beria, aparecieron huesos humanos. 

Si el ciudadano soviético vivía con el miedo al golpe en la puerta en mitad de la noche, al coche negro, a que su vecino o compañero de trabajo le hiciera el vacío, inequívoca señal de la inminente condena, las mujeres, además, (inclúyase aquí a las niñas), vivían con el terror de que Beria se fijara en ellas. Nuestro Pequeño Gran Hombre gustaba de salir en su coche a la caza de mujeres, a las que secuestraba, invitaba gentilmente a cenar, y luego violaba. Y esta afición juega un papel muy importante en nuestra novela.

Tiflis, 1947. Fotografía de Robert Capa

En la entrevista que menciono más arriba, la autora señala que tenía la intención inicial de contar la historia de una familia durante el final de la era soviética. Pero, como todos sabemos, la Historia tiene esas cosas: se da uno cuenta de que este personaje no se entiende sin aquella invasión, esa invasión no se entiende sin esa boda, esa boda no se entiende sin esa matanza, y esa matanza no se entiende sin aquel encuentro fortuito. Y así, en un afán de iluminar cada retazo del tapiz, Haratischwili se tuvo que remontar en el tiempo hasta recalar en un comienzo que, forzosamente, será arbitrario.

Yo, la verdad, le habría dado permiso para remontarse otro siglo, porque esta novela tiene todo lo que me gusta: muchas páginas, Historia, crueldad y nombres raros.

En definitiva, un novelón con el que me lo he pasado pipa.




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