Concluida la lectura de estas
Memorias, cualquier otra lectura que he iniciado me ha parecido un pecado. Tengo la sensación de que hay que saborear bien a Chateaubriand, digerirlo con cuidado y delectación, y no estropear el regusto del caviar con helado barato. Este prolongación del saboreo se puede hacer de varias formas: volviendo a leerla desde el principio (pero hay tantos libros que se amontonan en la estantería), releyendo las páginas marcadas (lo cual en este caso significa prácticamente volver a leerlo en su totalidad), o perderse en las ramificaciones históricas y literarias de la obra (podríamos ir desde Racine a Rousseau, pasando por Torquato Tasso, Silvio Pellico, Benjamin Constant, el Duque de Saint-Simon, Madame de Staël o Tocqueville).
Me temo, sin embargo, que, de momento, cualquier lectura relacionada con el tema nos sabrá a poco, por lo que servidor ha decidido limitarse a algunas incursiones en la enciclopedia.
Pero, ¿cómo hacer una reseña de
Memorias de Ultratumba, pardiez? ¿Cómo reseñar casi 2.800 páginas de tan exquisita calidad literaria, páginas rebosantes de la intensísima, quizá a su pesar, vida del autor, que tras su paso por el regimiento de caballería, su viaje a los nacientes Estados Unidos, su naufragio al regresar a Europa y su paso por la indigencia, llegó a ser una de las personas más influyentes en la Europa del siglo XIX, se codeó con papas, reyes y emperadores, y que además y sobre todo, tenía para escribir el talento de los elegidos?
Me niego. Me rindo. Me declaro insolvente.
Bueno, venga, que no se diga. Si al fin y al cabo esto no lo lee casi nadie.
François René de Chateuabriand, hijo de un noble venido a menos, creció en un castillo medio en ruinas en Bretaña, rodeado de robledales, halcones y cuervos. Pedigrí de romántico no le faltaba. Ved, si no, este retrato suyo, quizá el más conocido.
Era el de Chateaubriand un romanticismo bastante
sui generis, todo hay que decirlo. Devoción a la iglesia católica y defensa a casiultranza de la legitimidad monárquica no son las características habituales del espíritu romántico. Es más bien en su desencanto de la vida, en su melancolía, en sus descripciones de la naturaleza, sea en el Nuevo Mundo, en su Bretaña natal, o en los Alpes suizos; en su introspección, así como en la arrebatadora pasión con que defiende sus convicciones, pasión que en este caso tan bien marida con su absoluta indiferencia por la vida, donde, dicen, nace el romanticismo francés, que continuarían Hugo o Stendhal.
Tienen estas memorias bien poco de confesión, aunque es imposible desligarlas del modelo de las
Confesiones de Rousseau, a quien Chateaubriand no deja de referirse. Sin embargo, ya nos advierte el autor en las primeras páginas que él no irá más allá de lo que permita el buen gusto. No soy un santo, admite don François, pero revelarnos sus pecadillos no es el objetivo de su obra. Es decir, quien busque descubrir algún comportamiento innoble de don François (persona, para qué nos vamos a engañar, sobrada de falsa modestia), o asomarse a su vida sentimental, tendrá que poner bastante de su parte. Aun así, no es difícil llegar a ciertas conclusiones, a saber, que su mujer, descrita en la Enciclopedia Británica como "insípida", con quien se casó por no contrariar a sus padres, y de quien se pasaba lustros separado, llegó a tener unos cuernos como los de un óryx cimitarra. La pasión, la devoción al fair sex, se las reservaba el autor para Madame de Beaumont, Madame de Custine, la inglesa Charlotte, y, sobre todo, la beldad Madame de Récamier, anfitriona de uno de los salones literarios de más ringorrango de la época.
Tuve en B.U.P. una de las peores profesoras de historia de la ídem, y de la Revolución Francesa no recuerdo más que jacobinos, girondinos, Robespierre o los sans-culottes, palabras que nos lanzaba sin molestarse siquiera en decirnos quiénes eran los buenos y los malos.
Memorias... ha contribuido a llenar algunas de mis numerosísimas lagunas históricas. Y algo más interesante, vemos cómo la actitud de Chateaubriand ante la Revolución lo aleja una vez más del estereotipo de escritor romántico, que celebró jubiloso la caída de la monarquía y la toma del poder por parte del pueblo. Chateaubriand, que con el tiempo se haría monárquico hasta la médula, vivió el comienzo de la Revolución con relativa indiferencia, escapándose al teatro y haciendo planes para su viaje a América. Por el contrario la época del Terror, que afectó directamente a su familia, le hizo sentir desde aquel momento verdadero horror por cualquier movimiento revolucionario. Así, hacia el final del libro, en su análisis de los movimientos sansimonianos, fourieristas, falansterianos y otros, el autor anticipa de manera pasmosamente certera algunos de los monstruosos totalitarismos que se iban a abatir sobre Europa en el siglo XX. La imagen de Chateaubriand, por tanto, ha sido con frecuencia, y por parte de los sectarios de siempre, asociada a la Europa más feudal y reaccionaria. Sin ir más lejos, Jean Paul Sartre, cuenta Simone de Beauvoir en sus memorias, orinó sobre la tumba de nuestro autor. Sin duda, Chateaubriand lo habría vivido como un triunfo póstumo y se habría sentido orgulloso del heroico acto de semejante personaje.
Las ideas políticas de Chateaubriand, a quien muchos consideran un puente entre el Antiguo Régimen y la República, no se ajustan a ningún molde, principalmente porque están guiadas en todo momento por la coherencia y la lealtad a sus principios, algo que se aviene muy mal con la ideología. Nuestro autor era profundamente monárquico, pero eso no le impedía ver la torpeza de Carlos X, a quien defendió tanto como criticó, ni le quitó el convencimiento de que la monarquía tenía los días contados y que el futuro de nuestra sociedad había que buscarlo en la república. Más fuerte que sus ideas monárquicas era su anhelo de una sociedad libre, y más poderoso que este anhelo era su oposición a una sociedad igualitaria, en el sentido más radical del término. Su convicción de la superioridad moral del cristianismo, y de que sólo éste pueda conducir a una sociedad libre, se reflejó en el libro
El Genio del Cristianismo, que causó sensación en la época y que impresionó tanto a Napoleón que éste lo nombró secretario de la embajada francesa en Roma.
Este idilio entre el emperador y nuestro amigo no iba a durar mucho. El secuestro en el extranjero, la farsa de juicio y la inmediata ejecución del Duque de Enghien, todo ello basado en una serie de rumores, envidias y falsas acusaciones, conmocionó a toda Europa e hizo que Chateaubriand dimitiera de su puesto, se centrara en su carrera literaria, y escribiera un durísimo artículo contra Bonaparte. Y al general convertido en cónsul convertido en emperador convertido en tirano, personaje cuya grandeza Chateaubriand, pese a todo, es incapaz de negar, le dedica más de 400 páginas que, como todo el resto del libro, se nos hacen cortas.
Y eso es sólo el primer volumen, del que apenas os he contado nada. Vienen luego otras más de 1.300 páginas en las que, como el mismo autor nos advierte, se produce al principio un cierto anticlímax. Después de relatarnos hechos de la vida de Napoleón como la campaña de Rusia, el exilio en Elba, los Cien Días, Waterloo y el destierro en Santa Elena, las
Memorias se centran en duquesas, marquesas, disquisiciones literarias, declaraciones de intenciones y... ¿aburrido? Persevera, lector de las
Memorias. Ha decaído el ritmo, y tardará unas cuantas páginas en recuperarlo. Pero ten por seguro que pronto tendremos a monsieur, mal que le pese, cortando el bacalao en palacio, codeándose de nuevo con reyes usurpadores, reyes legítimos en el exilio, príncipes herederos, maquiavélicos medradores; lo tendremos haciendo una crónica en directo del cólera que llegó a París; lo tendremos haciendo de correo entre París, Praga, Ratisbona y Roma, describiendo las aldehuelas en las que se ve obligado a hacer parada; narrando la Revolución de julio, la nueva caída de un rey...
Tras todo esto, quizá dé la impresión de que la grandeza de esta obra reside en su valor como testimonio histórico. Nada más lejos de la realidad. Es la escritura de Chateaubriand lo que hace inolvidable esta lectura. Nunca he leído a nadie que escriba con tanta elegancia, con tanta pasión, o que sea capaz de utilizar tantos registros poéticos y narrativos sin caer jamás en la cursilería o en la pomposidad. Uno va marcando párrafos, doblando los picos de las páginas, y se da cuenta de que le habría sido más fácil marcar las que no quiere releer. Así pues, que nadie se equivoque: las
Memorias de Ultratumba son grandísima Literatura.
He intentado, al escribir esta reseña, no caer en los lugares comunes que tan ciertos habrían sido en esta ocasión. No, tampoco caeré ahora. Pero eso sí:
¡Cuánto me va a doler devolver este libro a la biblioteca!