sábado, 28 de agosto de 2010

Los siete ahorcados, de Leonid Andréyev


A pesar de la dedicatoria a Tolstoy, la literatura de Andréyev tiene bien poco del barbudo patriarca. Su maestro parece haber sido más bien Dostoyevski. Más que nada, y siguiendo el tópico, por lo de la novela psicológica y el descenso al infierno del alma humana.
Los siete ahorcados es una fascinante exploración del miedo a la muerte. En la tercera página, uno de sus personajes ya se hace la reflexión: "y lo terrible no es la muerte sino conocerla, y sería imposible vivir si el hombre pudiera saber con precisión y certeza el día y la hora de su muerte".
Y así, un grupo de revolucionarios que estaban dispuestos a entregar su vida en un atentado suicida son detenidos en el último momento y condenados a muerte. Esta es una de las paradojas que vertebran el relato: "Mientras había sido él el que había ido a la muerte y al peligro por su propia voluntad, mientras había tenido en sus manos su propia muerte, aunque esta fuera de una forma terrible, no le había sido difícil, casi había sido divertido".
Sin duda, siete personajes (los cinco revolucionarios más dos asesinos que pasaban por ahí) son demasiados para un retrato psicológico detallado en poco más de 100 páginas. No obstante, el autor consigue manejarlos de modo que sus temores, remordimientos y epifanías tejen un soberbio fresco sobre el temor a la muerte, temor que es, a fin de cuentas, el verdadero protagonista del relato. Resulta algo parecido a lo que había hecho Arthur Schnitzler en Morir. Mientras el autor vienés daba a su personaje un año para que experimentara todo el abanico de temores y paranoias que le pueden dar a uno cuando sabe que va a morir, Andréyev concede a sus siete personajes tan solo unos días. El resultado es parecido. Pero con la diferencia de que, con Andréyev, es inevitable pensar que hay algo más. Los ahorcados son una excusa para hablar del miedo a la muerte, pero a uno le da la sensación de que el miedo a la muerte es una excusa para hablar de... Pero, ¿hay algo más importante que la muerte? A diferencia de Schnitzler, en Los siete ahorcados sí se menciona a Dios, pero de un modo casi ajeno a la idea de la muerte. Dios, parece decirnos el autor, es alguien de quien algunos se acuerdan en momentos como este. Mejor, digámoslo con sus propias palabras:
"Una mano sacrílega había retirado la cortina que desde hacía mucho tiempo ocultaba el misterio de la vida y la muerte, y éstas habían dejado de ser un misterio, pero no se habían hecho comprensibles, como una verdad escrita en una lengua desconocida. [...] Y las palabras "tengo miedo" resonaron en su interior únicamente porque no había otras palabras, no existían y no podían existir conceptos que correspondieran a este nuevo e inhumano estado."
Oscuro y deprimente relato. Gustazo, aunque se habría agradecido una revisión del texto.
La edición se completa con Un pensamiento, que reseñaré en su momento.

viernes, 27 de agosto de 2010

Kaputt, de Curzio Malaparte

Libros como este o Suite française ponen en cuestión la necesidad de una perspectiva histórica para escribir sobre grandes acontecimientos. Y es que ambos fueron escritos "sobre la marcha", durante la guerra misma, y concluidos antes de que se supiera cuál iba a ser el destino del mismo. Ninguna de las dos entra en las cuestiones del porqué ni del cómo hubiera podido evitarse. Y sin embargo, o más bien por eso mismo, pocas obras consiguen ofrecer un fresco tan vívido de la contienda. 
Curzio Malaparte parece haber sido una persona tan interesante como su propio nombre. Diplomático y corresponsal de guerra, fascista en su juventud y maoísta en su senectud, y encarcelado varias veces por Mussolini, a la vez que amigo de su yerno, Galeazzo Ciano, quien le ayudó a salir de prisión.
El narrador de Kaputt es el mismo Malaparte, el mismo corresponsal de guerra y diplomático que se codea con príncipes y generales y comparte sauna con el mismísimo Himmler. 
Tiene razón Kundera al decir, en la contraportada, que el autor "encontró una forma que es una completa novedad y que le pertenece solo a él". Kaputt nos puede recordar en algunos momentos a Caballería Roja de Issak Babel. El escritor ucraniano se sirvió de una sucesión de viñetas para retratar el horror y el absurdo de la guerra civil rusa. Malaparte utiliza esa técnica sólo parcialmente. En Kaputt nos movemos de Estocolmo a Bucarest o Helsinki pasando por Smolensk, y el autor no considera necesario darnos una explicación de sus movimientos ni una fecha de los mismos. Las viñetas de la guerra que nos ofrece Malaparte son considerablemente más largas que las de Babel, y en ellas tenemos siempre la voz del autor, que se convierte en narrador tanto para sus lectores como para sus personajes. Malaparte cuenta historias que ha oído o relata sucesos que ha presenciado, y en estas historias reside la fuerza de esta novela. Ningún lector podrá olvidar una de las primeras escenas, los caballos en el lago, o la última, dantesca, apocalíptica, en una cueva de Nápoles. Y entre una y otra, asistimos a uno de los primeros pogromos en Rumanía, a hordas de gitanos desvalijando cadáveres, al ataque de perros kamikaze en el frente ruso, a los soldados alemanes que han perdido los párpados, a una patrulla alemana en alerta por la captura de una salmón,  o a una curiosa descripción de los testículos de Himmler.
Naturalmente, no es una novela redonda. La voz de Malaparte, con su sabiduría y buen estar, puede llegar a cargar. Además, algunas de las escenas entre princesas y generales, sobre todo hacia el final, llegan a hacerse tediosas.
Todo ello, sin embargo, son pequeños defectos que contribuyen a hacer de Kaputt un libro menos "literario" y más humano. Un fascinante documento y una lectura de las que no se olvidan. 


miércoles, 11 de agosto de 2010

El sueño eterno, de Raymond Chandler


Produce tedio el manido debate entre alta literatura y literatura de género, y por eso no pienso entrar en él. El sueño eterno es literatura pura y dura.
Después del crack del 29, de la Ley Seca, y de ver a Al Capone convertido en una especie de Belén Esteban de la época, en 1939 Estados Unidos no era lugar para el idealismo. Philip Marlowe no es tan ingenuo como para creer que sus principios tienen más de nobleza que de cinismo. Sabe que en una sociedad corrupta hasta la médula, en la que la hipocresía es la norma en las instituciones que han de velar por nuestra seguridad, la rectitud lleva siempre las de perder. Marlowe es detective privado porque se niega a ser cómplice de sobornos, protección policial y otras corruptelas. Conoce sus límites, que no llegan más allá de su intuición y su pistola, y acepta que un rufianesco jefe de policía se cuelgue las medallas por un caso que él ha resuelto. Esa aceptación es el reconocimiento de que el mundo es como es, y el individuo que se enfrente a él será brevemente recordado con admiración y luego condenado antes de hora a dormir el sueño eterno.
Chandler es grande porque nos ofrece una visión del mundo completa, compleja, cruda y a la vez real. Su mirada es la de un quijote que ha vuelto a nacer y ha aprendido la lección. Su lenguaje es prosaico e ingenioso, con un ingenio a veces limpio, a veces procaz, pero nunca impostado. Sus historias atrapan y sorprenden casi sin proponérselo, y es que tanto nos hacen disfrutar su lengua y su visión que nos olvidamos de que hay un crimen por resolver. Sus héroes, como a él, nos inspiran más pena que otra cosa.
Grande Chandler.

domingo, 1 de agosto de 2010

Algunas novelas gráficas

En esta deprimente historia, David Sánchez mezcla la pederastia, el Ku Klux Klan, crímenes rituales, la búsqueda de Dios, y la teratofilia, entre otros. Se trata de una historia aparentemente circular, aunque más bien habría que calificarla de espiral, donde el horror se intensifica si cabe con cada nueva vuelta. El estilo de las ilustraciones recuerda mucho al Daniel Clowes de Ice Haven, mientras que la historia es deudora de David Lynch. 
"Usted está aquí;  Dios está aquí", dice el folleto que reparten dos siniestros portadores de la palabra, que cada noche, antes de acostarse, se quitan los ojos y los ponen en un vaso. Esa búsqueda de Dios es paralela a la otra historia principal, el ineludible sentimiento de culpa, el peso de la conciencia que no nos abandona, y que nos lleva al infierno en la tierra, y da con nuestras gónadas en otro vasito.
Horror de calidad.

The League of Extraordinary Gentlemen, de Alan Moore y con los dibujos de Kevin O'Neill, es entretenimiento en estado puro.
Es otrs historia de superhéroes, pero, a diferencia de Watchmen, donde nos encontrábamos en un mundo que no sólo estaba acostumbrado a los superhéroes, sino que los había fagocitado como producto de consumo, en The League... asistimos a la creación de la primera banda de superhéroes de la historia. ¿Y quiénes son estos superhéroes? Pues nada más y nada menos que el Capitán Nemo, El Doctor Jekyll (y su inseparable), el Hombre Invisible, Alan Quartermain (de Las minas del Rey Salomón) y Mina Murray (Drácula). La historia sucede, en su mayor parte, en un imaginario Londres a finales del siglo xx, pero también hay episodios en Egipto o París (incluidos los crímenes de la calle Morgue).
Como digo, el libro es entretenimiento puro. El mismo Moore contribuye, con su tono, a una lectura menos pomposa y más escapista. Al fin y al cabo, me quejo de los novelistas que se toman demasiado en serio...

Parecer es mentir, de Dominique Goblet, es un ajuste de cuentas con un episodio doloroso en la vida de la autora. Una vez más, como en los clásicos Blankets, Fun Home: a Family Tragicomic, o La ascensión del gran mal, la novela gráfica se muestra como una terapia familiar muy socorrida. La figura del patriarca autoritario, despótico y violento es al final redimida por el recuerdo y la palabra, mientras que la figura materna, del aura angelical que abre la novela, pasa a revelar su lado más cruel y retorcido.
Goblet realiza unos retratos de trazos infantiles, muy eficaces en la evocación de la infancia, como vimos en Persépolis o en las mencionadas arriba. Destacaría el uso del color, desde el rosa aceitoso del capítulo inicial, pasando por el sepia, el blanco y negro, hasta los preciosos óleos (supongo que son óleos) del final.

Mad Men, segunda temporada


Excelente segunda temporada.
Hemos entrado ya en los 60. La muerte de Marilyn Monroe nos recuerda a lo que pasará décadas más tarde tras el accidente de la Princesa Diana.
 Seguimos fumando como carreteros, aunque ya no produce tantas náuseas como en la temporada anterior (creo que se debe a que no vemos con tanta frecuencia a Don fumando antes de comer, o justo después del último espasmo coital).
Crece la empresa y, aunque los avatares de Sterling & Cooper no son el principal foco de interés, sí son un excelente hilo conductor para este fascinante retrato de una época y unos personajes. Primera fotocopiadora, que causa sensación.
Asciende Peggy Olsen, que se convierte en imprescindible. Un cura recién llegado a la parroquia, y que no inspira demasiada confianza al telespectador, se propone salvar su alma.
La despampanante devorahombres de Joan, prometida con un novio que es muy buen partido, se revela como una víctima del machismo imperante.
Padres e hijos. El accidente del avión de American Airlines da lugar a chistes de muy mal gusto. El peor de ellos, el de Pete Campbell, que luego descubre que su padre está entre las víctimas.
Problemas maritales entre Don y Betty. Serios. En un viaje de negocios en California, Don escapa hacia su pasado.
Grandísimo personaje nuevo: el odioso comediante Jimmy Berett, desencadenante de la separación entre Don y Betty.
Cita con Peggy Olsen para ir a un concierto de Bob Dylan. Risitas y miradas de entendimiento. Pero no. "Yo no quiero salir con Peggy; soy homosexual". El horror. Sólo un extranjero es capaz de semejante siinceridad.
Una ironía del destino volverá a unir, de manera un tanto precaria, a los Draper.
Crisis de los misiles. El mundo puede acabar se en cualquier momento.
Sobrecogedora confesión final entre Peggy y Pete.
Gran serie, enormes personajes.
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