martes, 24 de abril de 2012

Visiones de Asia, de Vasili Golovánov


Como todo el mundo sabe, Asia es ese lugar remoto y oscuro de donde a lo largo de los siglos no han dejado de salir hordas de bárbaros dispuestas a saquear Europa y acabar con nuestra civilización, cuna de la libertad y la democracia.
Y como esto es así, Vasili Golovánov, que se define como "geógrafo metafísico", se propone en este breve libro (151 páginas en Editorial Minúscula) llegar a alguna conclusión sobre los motivos por los que Occidente y Asia parecen ser dos mundos irreconciliables, incompatibles y antagónicos, que, a diferencia de la cultura en cualquiera de sus manifestaciones, sólo la economía logra en ocasiones unir.
 ... Y justamente en el extraño contraste de esta belleza se hacía al fin evidente la diferencia entre los significados que tienen en nuestros días las profundidades de Asia y el corazón de Europa. Asia: el vacío. Europa: lo pletórico, la sobrecarga incluso, capas de cultura, el "espesor de la cultura". Asia: la belleza primigenia. Europa: una belleza manual. Asia: un espacio abierto de par en par en todas direcciones y un tiempo no realizado, un tiempo que se diría que nunca se había desplegado, que no conocía la historia y se había conservado intacto desde la creación del mundo, como una potencia abierta al desarrollo de un argumento histórico. Europa: un espacio bloqueado y un tiempo fijado tantas veces, que la densidad de sus marcadores produce una sensación de ahogo, como si faltara el aire.

Tuvá, escenario de "Visión de Asia"

Así, Europa y Asia son incompatibles. ¿Quién las compatibilizará? El compatibilizador que... Para qué seguir. Estamos ante un pequeño gran libro que, como todos los grandes libros que versan sobre los porqués y los cómos de la historia y la cultura, nos plantea muchas preguntas y muy pocas respuestas.

Quién mejor que un ruso para hablarnos de esta barrera entre dos continentes. Rusia lleva siglos buscando su identidad, una búsqueda dividida entre la aproximación a occidente, como propugnaban los europeístas, y... el No, que es lo que defendían los eslavófilos, guardianes de la esencia del alma rusa. Llama la atención, en esta dicotomía, que no haya cuajado nunca un movimiento de aproximación a Asia, que, como cualquier vistazo al mapa nos demuestra, representa la mayor parte de su territorio. 

Maticemos: sí que existió una notable aproximación cultural a Asia, sobre todo a lo largo del siglo XIX: Recordemos, sin ir más lejos, Taras Bulba, o las obras de Pushkin y Lérmontov situadas en el Cáucaso. Se trataba, naturalmente, de un Asia un tanto idealizada en sus aspectos más románticos y exóticos. Curiosamente (o no) el hallazgo por parte de etnólogos y folkloristas de que parte del gran folklore ruso tenía su origen en las estepas asiáticas enfureció a los eslavófilos. Algún día de éstos tengo que releer El Baile de Natacha, de Orlando Figes, la moderna biblia del rusófilo, donde se estudia en profundidad esta influencia, que no integración, de Asia en Rusia.

"Las Danzas Polovotsianas, de Borodín, quintaesencia de "música oriental", basada, en realidad, en motivos chuvasios, baskires, húngaros, argelinos e incluso canciones de esclavos de Norteamérica" (O. Figes)

Parecería, pues, que el eslavófilo está condenado a definirse por negaciones: es ruso lo que no es europeo ni asiático. Porque, indudablemente, la eslavofilia nunca ha supuesto una verdadera aproximación a Asia, entendiendo como tal una integración cultural en la infinitud de kilómetros de taiga y estepa poblados por incontables etnias. Esta multitud de etnias que existen al otro lado de los Urales vieron cómo el comunismo pasaba por la batidora su modo de vida (el nomadismo es una de las actividades más contrarrevolucionarias que existen, por lo que, en un sistema comunista, sea Cuba o la Unión Soviética, los ciudadanos pueden ser ilegales en su propio país), si bien renunciaron a medidas más drásticas. Así, la Unión Soviética pudo imponer sus planes quinquenales y sus granjas colectivas en zonas donde dichos proyectos eran aún más absurdos que en la Rusia occidental y, a cambio, fue relativamente permisivo con el chamanismo y otras expresiones religiosas.


La república de Tuvá se encuentra en una encrucijada de caminos y culturas. Fue conquistada por Gengis Khan, formó parte del Imperio Manchú, y en 1914 se convirtió en un protectorado de Rusia. Nos cuenta el autor que hizo un viaje a Tuvá para organizar la visita de unos jubilados norteamericanos que, desencantados de su búsqueda espiritual por tierras de México tras las huellas de Carlos Castaneda, deciden adentrarse en el último reducto virgen y puro del planeta y conocer de primera mano el chamanismo. Esta liviana historia, por descontado, es para Golovánov poco más que la excusa para acompañarnos en un apasionante viaje a la cultura y al alma asiática (parece ser que, al igual que los rusos, los asiáticos también tienen alma), y nos ofrece aquí un libro personalísimo, de esos cuya grandeza reside en que el autor escribe para sí mismo, donde la anécdota personal tiene tanto valor como la Historia.

Una noche en una yurta:
...nos invade la sensación de que nos hallamos sumergidos en un universo o, más bien, sencillamente en el cuerpo de cierto Animal colectivo; nos introducimos en él, nos fundimos en él, vivimos gracias a él, entramos en calor merced a él, calentamos la estufa con sus bostas secas, yacemos en el fieltro o en la alfombra también tejida con su lana, la lana del Animal, oímos por todas partes el ajetreo del Animal, los balidos, el balbuceo, los mugidos y otros timbres de la voz del Animal, los excrementos del Animal, la tos o los estornudos del Animal y, finalmente, se nos ofrecen para cenar trozos del cuerpo del Animal y un denso y burdo té de pastilla largamente macerado en leche, que por su poder alimenticio, más se parece a una sopa.
 Junto a metafísicas reflexiones sobre el estancamiento del tiempo, en este maravilloso libro tenemos poéticas descripciones de aquellas inhóspitas tierras, brevísimas pinceladas de los acompañantes del autor, sorprendentes retratos, frescos, vívidos y desapasionados, de los chamanes a los que visita, gotas de humor sobre los preparativos para el viaje de los jubilados (o cómo alimentar a unos vegetarianos americanos en la estepa mongola), la "gran prohibición" de Gengis Khan (no permitir que sobre la tierra sagrada de sus antepasados se realizara ningún tipo de actividad económica), la historia secreta de Mongolia, el Mordor de Tolkien, la tierra mítica de Shambala y, de postre, la fascinante historia del barón Roman von Ungern. 

 Roman von Ungern, "el barón sanguinario"

Este barón, budista de tercera generación, general del ejército ruso y leal al zar, fue a parar, durante la guerra civil rusa, a Mongolia, donde quedó fascinado con los pueblos mongol y buriato. Cuando Kukutku, el máximo jefe espiritual de los mongoles y encarnación viva de Buda, declaró la independencia de Mongolia de China, recibió con los brazos abiertos a von Ungern, que, no lo olvidemos estaba luchando por el zar en la guerra civil, y le puso al frente de la caballería mongola. En 1920, el barón liberó a Kukutku, a quien los chinos habían hecho prisionero, liberación que vino acompañada de una cruel y despiadada matanza. El Buda reencarnado lo recompensó designándolo dictador autócrata y otorgándole el título de "Khan de la Guerra". Von Ungern, que nunca había estado del todo en sus cabales, fue desquiciándose cada vez más, y en un momento dado vislumbra la salvación de Rusia a través de una monstruosa fantasía geopolítica: una especie de imperio blanco-amarillo semejante al imperio de Gengis Khan. Os podéis imaginar cómo acabó. 

Alejandro y sus tropas cruzando el Jaxartes

Pero un momento, que todavía no hemos terminado. Visiones de Asia consta de dos partes. "Visión de Asia", que así se titula, es sólo la primera. Y la historia del barón von Ungern nos viene de perilla para enlazar con lo que viene ahora, "Las Conversiones de Alejandro".
De manera significativa, esta segunda parte o capítulo complementario se origina en Grecia y nos ofrece una maravillosa visión general de la Grecia clásica desde las Guerras del Peloponeso hasta la caída de Alejandro Magno. No voy a recordar aquí, porque sería empezar y no parar, las gestas del macedonio y las huellas que dejó en Asia, donde en algunos lugares quizá todavía se puedan oír algunas leyendas sobre el Gran Sikánder transmitidas de generación en generación.


Golovánov nos resume de manera clara, precisa y cautivadora el auge y caída de Darío, Filipo, Ciro, Darío junior y finalmente, el mismo Alejandro Magno, de quien se sirve para demostrar, como con von Ungern, su tesis sobre el mal del "eurasismo", la "dolorosa enfermedad secreta de los encantados, que sueñan con conciliar lo que es imposible de unir, enlazar conceptos que en principio no se pueden articular."
Así, el general macedonio que quería conquistar Asia y, por ende, el mundo, en su frenética campaña de más de diez años fue adoptando las maneras de los pueblos que arrasaba, mientras intentaba crear, con sus uniones de guerreros griegos y mujeres persas, una nueva estirpe de hombres. Mientras tanto, la vida en Grecia seguía su curso, ajena a las campañas y desvaríos de un glorioso Alejandro y sus guerreros, que, habiendo puesto el mundo a sus pies, sabían que jamás volverían a pisar su tierra. En suma, el conquistador fue conquistado.

Libro de viajes y tratado de historia, lectura densa al tiempo que sencilla, estas personales y brillantes Visiones de Asia despliegan ante el lector el inabarcable mundo de las estepas de Asia Central y nos permiten atisbar sus horizontes. Sabemos que detrás hay más.

Otra pequeña joya de la Editorial Minúscula.

martes, 10 de abril de 2012

Trilogía Transilvana, de Miklós Bánffy (y 3): El reino dividido

¿Pudo haberse evitado la Gran Guerra?
A la Historia le gustan los momentos decisivos, mientras que el historiador tiende a pensar que tales momentos no existen. Éste entiende el devenir de la humanidad como una sucesión de momentos inextricablemente relacionados, mientras que aquélla nos dice, por ejemplo, que la Primera Guerra Mundial comenzó con el maginicidio del heredero al trono del imperio austro-húngaro Francisco Fernando.

Gavrilo Princip, el asesino de los archiduques de Austria

 Princip en el momento de ser arrestado

Sea como sea, sin duda hay una diferencia clara entre aquel "momento decisivo" de la historia y otros más recientes. O quizá no. Puede que simplemente nos falte la perspectiva necesaria. Quién sabe, quizá dentro de unas décadas los terribles atentados terroristas que todos sabemos, que nadie podía imaginar, y que cambiaron el curso de la historia reciente, los veremos poco menos que inevitables. Así, inevitable, es como pensamos ahora que la Europa de los años 1911-1914 veía la Primera Guerra Mundial, por mucho que nadie pudiera prever el asesinato del archiduque. Esta tercera y última parte de la Trilogía Transilvana transcurre entre 1910 y los primeros días de la guerra, y a los legos en historia, como yo, la impresión que nos queda es lo difícil que puede llegar a ser saber cuál es el punto de inflexión a partir del cual una guerra es inevitable.

"Mene, Mene, Tekel, Parsin". La profecía del Libro de Daniel abre la trilogía y da título a sus tres partes. Los húngaros no hicieron caso de la escritura en la pared (El festín de Belsasar, de Rembrandt)

La novela se abre con el encuentro casual y casi fatal entre Bálint y Adrienne, y la inmediata reanudación de su relación. No voy a extenderme en el desarrollo de la vida de estos ni otros personajes, porque poco podrá decir eso a quien no haya leído la primera y segunda parte. Sí diré que en esta tercera parte pocas de esas vidas terminan bien, y Bánffy parece decirnos que el curso de la vida de un ser humano es paralelo al curso de la historia, y, cómo ésta, es inevitable. Lászlo se encierra en la casucha que le queda de su antaño gran patrimonio, se abandona al aguardiente, rechaza cualquier tipo de ayuda, y se lanza en picado hacia su destino, del mismo modo que Hungría se encierra en sí misma, se entretiene en sus trifulcas parlamentarias y cierra los ojos ante el significado y repercusión de los acontecimientos internacionales. Gazsi Kadacsay, que en esta tercera parte destaca como uno de los personajes más interesantes, comprende lo fútil que ha sido no sólo rebelarse contra su destino, sino intentar recuperar el tiempo perdido, esforzarse por adquirir cultura y conocimiento. ¿Para qué?

La región de Torda-Aranyos -que hoy pertenece a Rumanía-, donde sucede gran parte de la novela

Por otra parte, algunos de los diferentes hilos se cierran con giros absolutamente dickensianos, con personajes que aparecen inesperadamente junto al féretro del ser querido, y misteriosos benefactores que no revelan su identidad. Pero a diferencia del maestro inglés, aquí el tono es cada vez más sombrío y, a medida que se acerca el final, con una guerra que se perfila como la más sangrienta de la historia, como el monstruo que lo va a engullir todo, como el abismo en el que se va a hundir el continente, la novela adquiere un tono casi lírico.


Este tercer volumen, considerablemente más corto que el primero, nos deja de nuevo algunas escenas inolvidables, en las que, a pesar del tono sombrío ya señalado, no falta el humor, casi siempre en forma de farsa. Qué decir, por ejemplo, de Gastón de Orleáns, el Duque de Eu, que recorre Europa con el fin de recabar apoyos para su Liga Antiduelos y que, durante uno de sus parlamentos ante la distinguida aristocracia húngara, que lo aplaude enardecidamente, a punto está de descubrir que su secretario acaba de batirse en un ridículo duelo y ha sido herido por un estúpido asunto de honor. O esa escena en la que un grupo de parlamentarios tiene vetada su entrada al Congreso, e intentan colarse de puntillas por la cocina. O el juicio sumarísimo y ejecución de una garrafa de aguardiente. Por no hablar del provincianismo de esos aristócratas que intentan imitar las maneras inglesas, o ese otro cuyo mayor orgullo es haber sido admitido en el club más exclusivo de Londres, aunque allí todos los camareros le desprecien. Y, como siempre, los momentos álgidos de los grandilocuentes discursos de los personajes están en todo momento punteados por los trémolos del violinista cíngaro Laji Pongrácz.




Otras escenas, en cambio, nos maravillan una vez más por el modo tan sensible y vívido de presentarnos los conflictos personales de los personajes. Una de ellas tiene lugar al principio de la novela, cuando Bálint ve cómo Lili y toda su familia dan por supuesto que la va a pedir en matrimonio y prácticamente lo empujan a ello. Es difícil leer esas páginas sin sufrir por los dos, por el daño que él va a hacer sin quererlo, y por la ofensa que ella va a recibir.

Y podría de nuevo subrayar las bellísimas escenas situadas en los bosques, la compleja relación entre campesinos rumanos y aristocracia húngara, el personaje de la niña que se enamora de un alcoholizado Lászlo a través de las historias sobre su antigua gloria, o detenerme en un recodo e indagar sobre alguno de los personajes y acontecimientos históricos. Pero creo que ya ha quedado claro mi entusiasmo y, sinceramente, a veces uno se cansa de cantar tantas alabanzas. Así que preguntémonos, ¿tiene defectos la novela? El único que se me ocurre es el modo en que Bánffy se acerca en muchas ocasiones al límite de lo que un lector español del siglo XXI puede asimilar sobre la vida parlamentaria budapestina de principios del XX. Y aunque se acerca mucho y en muchas ocasiones, creo que en ninguna ocasión llega a rebasar ese límite.

István Tisza, Primer Ministro húngaro, cuya figura como hombre de paz es reivindicada por Bánffy

Esta trilogía ha sido toda una experiencia literaria, un novelón que me acompañará siempre. Desde luego, no se trata de una lectura tan exigente como la gran trilogía de von Rezzori, ni tan variada como La novela de Ferrara, pero sí es una novela crucial para entender un poco más la historia de Europa y, algo tan importante o más, disfrutar de la buena literatura, con decenas de historias e inolvidables personajes. Han sido 1.600 páginas hundiéndome junto al Imperio Austro-húngaro, páginas que me han atrapado desde la maravillosa escena inicial hasta las desoladoras páginas finales. No revelo nada si digo que el final de la novela no puede ser más trágico: ha estallado la guerra, y las pequeñas grandes penas de las personas se van a fundir en el inmenso dolor de las trincheras, los desplazamientos, las ejecuciones, el gas motaza, las ratas y el barro.

martes, 3 de abril de 2012

Trilogía Transilvana, de Miklós Bánffy (2): Las almas juzgadas


Si te gustó la primera parte...
 Ha pasado un año desde que dejamos a nuestros personajes. Bálint Abády continúa como diputado independiente en el parlamento húngaro, donde su afán por mejorar las condiciones de vida de la población rumana en Transilvania se enfrenta con la corrupción generalizada entre los abogados, notarios y señoritos húngaros de la región, y con la indiferencia del parlamento, que tiene cosas más interesantes de las que ocuparse. La caza, naturalmente, pero también el creciente nacionalismo húngaro, el caos imperante en el parlamento, donde por cuestiones de intereses partidistas el Partido de la Independencia puede verse apoyando a Viena, y la situación internacional.

 Generalato y Estado Mayor del Ejército Austro-Húngaro

Le cuesta arrancar un poco a esta segunda parte, pero una vez lo hace, ya no podemos soltar el libro. Una vez más, las comparaciones con Guerra y Paz son inevitables. Al igual que Tolstoi, Bánffy mezcla aonctecimientos cruciales de la historia de Europa con los melodramáticos vaivenes de la vida de sus personajes. La tormentosa relación entre Abády y Adrienne se consolida en su enfangamiento, y Pál Uzdy, el marido de ésta, malo malísimo de tintes diabólicos, cobra un protagonismo cada vez mayor, hasta que al final vemos que no es tan malo malísimo. Lászlo Gyeroffy, por su parte, se muestra sobradamente capaz de bajar todavía muchos peldaños más en su descenso al infierno. Y acompaña a todos ellos un elenco de personajes secundarios retratados con exquisito detalle y de manera magistral. Desde el primero hasta el último, todos y cada uno de ellos son un mundo en sí mismos,  y al mismo tiempo, una sutil pincelada en este impresionante fresco de un mundo perdido.

 El Castillo de Buchlov, en Moravia

Y como siempre sucede con este tipo de novelas, uno no puede resistir la tentación de ponerse a averiguar algunas cosas más sobre el contexto histórico de la obra. Uno de los personajes históricos más interesantes que rondan por aquí es Alexander Izvolsky. Este diplomático ruso fue el artífice de la alianza entre británicos y rusos, que conduciría a la Triple Entente formada por Francia, Gran Bretaña y Rusia, que años más tarde habría de enfrentarse a la Triple Alianza (el Imperio Alemán, el Austro-Húngaro e Italia) en la Gran Guerra. El episodio más relevante protagonizado por Izvolsky en Las almas juzgadas es uno de secretos diplomáticos y confianza traicionada. Desde tiempo inmemorial, Rusia anhelaba conseguir una salida al Mediterráneo a través de los Dardanelos (el antiguo Helesponto, para entendernos). En 1908, Izvolsky se reunió en el castillo de Buchlov con el ministro de asuntos exteriores austro-húngaro Aehrenthal, y consiguió de éste el compromiso de apoyarse mutuamente en las siguientes conferencias diplomáticas. El Imperio Austro-Húngaro apoyaría el paso libre de la flota rusa a través de los Dardanelos, mientras que Rusia daría su respaldo a la futura anexión de Bosnia por parte de Viena. "Pero de esto, de momento, ni mu, ¿eh?", le dijo Izvolsky a Aehrenthal. Sin embargo, apenas tres semanas después de este acuerdo verbal, Austria anunció la anexión de Bosnia-Herzegovian, y dejó así a Izvolsky a la altura del betún. Esto, además de levantar las suspicacias de Francia y Gran Bretaña, levantó la ira de Serbia, que gritaba indignada "¡esa Bosnia es mía!".

El General Géza Fejérváry, un hombre sencillo

En cuanto a la política nacional en Hungría, nos encontramos en los años del gobierno de Fejérváry. Este general húngaro gozaba de la confianza del emperador Francisco José, quien, harto de que los nacionalistas húngaros bloqueasen el funcionamiento del parlamento, le nombró Primer Ministro. La tensión entre Viena y los nacionalistas húngaros se había exacerbado desde que el emperador expresase su deseo de aumentar el número de reclutas húngaros en el ejército imperial. Los nacionalistas respondieron con exigencias que, de cumplirse, podrían amenazar con romper la unidad del ejército. Una vez ocupado el cargo, una de las primeras decisiones de Fejérváry fue anunciar la implantación del sufragio universal, lo cual no hizo gracia a los nacionalistas húngaros, que temían el aumento de poder de las minorías. A falta del respaldo necesario, y con el parlamento en una situación de bloqueo permanente, Fejérvary presentó su dimisión, pero Francisco José lo volvió a nombrar Primer Ministro un mes más tarde. El bloqueo continuó y el emperador acabó enviando al ejército a disolver el parlamento, como vemos en un interesantísimo episodio narrado desde el punto de vista de Abády. Y esta situación de caos institucional continuó in crescendo, mientras políticos y población seguían cerrando los ojos al mundo exterior.

 El castillo de Bonchida, de la familia Bánffy

Mención aparte merece el tratamiento que el autor hace de su tierra. La familia Bánffy, que era, desde el siglo XV, una de las dinastías húngaras de más rancio abolengo, estaba establecida en Transilvania, voivodato (maravillosa palabra) del Reino de Hungría desde el año 1003. Con el Tratado de Trianon de 1920, Transilvania pasó a pertenecer a Rumanía, mientras Hungría, que se había visto desgajada por todos lados, perdía así más del 70% de lo que hasta entonces era su territorio. Cabe imaginar lo que aquello supuso para el orgullo de una población que apenas diez años antes había formado parte de un imperio. Bánffy, como muchos otros, vio con tristeza cómo su tierra natal se separaba de su país, por lo que, durante los años siguientes, desde su cargo de Ministro de Asuntos Exteriores, dedicaría grandes e inútiles esfuerzos diplomáticos en las negociaciones con Rumanía para renegociar los términos de aquel tratado. En 1943, viajó a Bucarest para tratar de persuadir al gobierno rumano para firmar la paz por separado con los aliados, pero las negociaciones se rompieron precisamente por desavenencias sobre el futuro estatus de la Transilvania septentrional. Dos años más tarde, en venganza por esta traición, el ejército alemán, batiéndose ya en retirada, incendió el castillo de la familia Bánffy, que hoy está en proceso de restauración.



Algunas vistas de la antigua Kolozsvár (hoy, Cluj Napoca), ciudad natal de Bánffy, que en 1920 pasó a formar parte de Rumanía.

Es evidente que la novela está permeada de principio a fin de un sentimiento de nostalgia. Al igual que otros autores que han retratado ese mundo, como Roth, Zweig o Musil, esa nostalgia no cae en la idealización. No era aquél un mundo perfecto. Es más, era bastante mejorable, pero era el mundo en el que crecieron esos autores, y que desapareció para siempre. Tanto en la primera parte de la trilogía como en esta Las almas juzgadas, el autor dedica numerosos párrafos a largas, detalladas, preciosas y evocadoras descripciones de su tierra. Bánffy se se recrea en esas escenas de caza, en esos amaneceres neblinosos y esos crepúsculos púrpureos, en esa infinidad de matices que pueden cobrar las hojas de endrinos, alerces o alisos u otros árboles de nombre para mí hasta ahora totalmente desconocidos. La pasión por recrear ese mundo perdido lo lleva a esmerarse también en la descripción de las ropas, las telas, los tipos de carroza o los caballos, y, aunque sé que a muchos estas escripciones les espantan, tengo que decir que no sólo no se hacen tediosas en ningún momento, sino que son toda una gozada, debido a la sencillez, maestría, sensibilidad y pasión de Bánffy. Es sobre todo en esos momentos cuando se hace más palpable el carácter casi elegiaco de esta gran novela.
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