miércoles, 29 de julio de 2015

La prisionera


La quiero. No la quiero. La quiero. No la quiero... No la quiero.

De esta original guisa deshoja Marcel (llamémosle así) la margarita en La prisionera, y como a estas alturas ya nos hemos aprendido de memoria los títulos de los siete volúmenes, sospechamos que en el siguiente, La fugitiva (antaño Albertina desaparecida), esos pétalos llevarán escrito "la quise. No la quise". Pero cada cosa a su tiempo.

Sodoma y Gomorra concluía con un supuesto cliffhanger, que es como llaman los ingleses a las escenas finales llenas de suspense que nos mantienen en ascuas hasta el siguiente episodio. Ya sabéis, el héroe colgando sobre un foso lleno de crocodrilos y atado a una cuerda que se rompe por segundos. Es difícil imaginar a nuestro héroe en semejante trance, pero no cabe duda de que aquel "tengo que casarme con Albertina" tenía como objetivo dar un poco de aliento al lector que mira con recelo los tres volúmenes que le quedan y que a su vez lo contemplan a él desde la estantería, quietos, muditos, sin la menor apariencia de ocultar en su interior pasiones más turbulentas ni aventuras más trepidantes que las que ha vivido hasta ese momento en las fiestas de la duquesa de Guermantes. Esa frase, cuando menos, augura al lector un tenue hilo argumental y la declaración de intenciones, por parte del autor, de que va a pasar algo.

Y así, desde el primer momento nos encontramos con Albertina viviendo en la misma casa que el narrador y oculta a los ojos del mundo.
Cuando ahora pienso que mi amiga, a nuestro regreso de Balbec, fue a vivir bajo el mismo techo que yo, que renunció a la idea de hacer un viaje, que su habitación estaba a veinte pasos de la mía, al final del pasillo, en la sala de tapices de mi padre, y que todas las noches, muy tarde, antes de dejarme deslizaba su lengua en mi boca, como un pan cotidiano, como un alimento nutritivo y con el carácter casi sagrado de toda la carne a la que los sufrimientos que por ella hemos padecido han acabado de conferirle una especie de dulzura moral...

Fotograma de la adaptación que la televisión francesa hizo de la obra

Un comienzo feliz, casi idílico, e irremediablemente encaminado a un triste desenlace, es lo que quizá se diría ante estas palabras un lector poco avisado (no sé si yo seré avisado, pero ya empiezo a conocer a Proust). Pues bien, nada más lejos de la realidad. Desde el primer momento, la convivencia de Albertina con nuestro héroe, el mismo que dijo "tengo que casarme", no es para éste fuente de felicidad ni tiene nada de idilio. Podría pensarse que el leit motif de este volumen es, pues, la sencilla idea, ya mencionada, al respecto del deseo y la decepción y que podría resumirse en "sólo amamos aquello que está fuera de nuestro alcance". Ved si no lo que nuestro a ratos oblomoviano narrador tiene que decir al respecto de Albertina.
Otras veces permanecía acostado, soñando todo el tiempo que quería, pues había orden de no entrar nunca en mi cuarto antes de que yo llamase, lo que, por la incómoda posición de la pera eléctrica encima de mi cama, requería tanto tiempo que muchas veces, cansado de buscarla y contento de estar solo, casi volvía a dormirme unos momentos. No es que yo fuese completamente indiferente a la estancia de Albertina en nuestra casa. El estar separada de sus amigas conseguía evitar a mi corazón nuevos sufrimientos. Lo mantenía en un reposo, en una casi inmovilidad que le ayudarían a curarse. Pero al fin y al cabo aquella calma que me procuraba mi amiga era lenitivo del sufrimiento más que alegría. Y no es que no me permitiera gustarlas numerosas, pero estas alegrías que el dolor demasiado vivo me impidiera sentir, lejos de debérselas a Albertina, que por otra parte ya no me parecía apenas bonita y con la cual me aburría, sintiendo la clara sensación de no amarla, las gustaba, por el contrario, cuando Albertina no estaba conmigo. 
Y si eso es lo que dice en la página once, fijaos, después de tantas vueltas, lo que dice en la 474.
A decir verdad, incluso cuando comenzaba a mirar a Albertina como un ángel músico maravillosamente patinado y que me felicitaba de poseer, no tardaba en volver a serme indiferente; en seguida me aburría a su lado, pero esto duraba poco: sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible, sólo amamos lo que no poseemos, y en seguida volvía a darme cuenta de que no poseía a Albertina. 
No obstante, voy a atreverme a contradecir al narrador y a sugerir que quizá sería más preciso modificar dicho leit motif y enunciarlo como "sólo creemos amar aquello que tememos perder". Las sospechas que el narrador alberga sobre la fidelidad de Albertina, y más aún, sobre sus tendencias gomorrianas, despiertan en él unos celos paranoicos que lo llevan a confiar en Andrea para que, de manera tácita, vigile a Albertina y le informe a él de sus idas y venidas. Albertina, pues, tiene relativa libertad para entrar y salir, siempre que sus salidas cuenten con el visto bueno del narrador. De ahí el título de este volumen, La prisionera. Pero ¡aaamigo! Los títulos los carga el diablo. Piensas que has dado con uno perfecto, que revela lo justo sin llegar a desvelar nada ni confundir a nadie, y, cuando menos te lo esperas, te encuentras con que la historia se te ha ido de las manos, te ha cogido ese título y te lo ha puesto del revés... Naturalmente, es una forma de hablar. A Proust no se le va nada de las manos, pero sí me atrevo a afirmar que el verdadero título de este volumen es El prisionero.
De esto, precisamente de esto, me privaba la presencia de Albertina, mi vida con Albertina. ¿Me privaba de esto? ¿No debía pensar, por el contrario, que me regalaba esto? Si Albertina no viviera conmigo, si fuera libre, imaginaría, y con razón, a todas aquellas mujeres como objetos posibles, como objetos probables de su deseo, de su placer. Me parecerían como esas bailarinas que, en una danza diabólica, representando las Tentaciones para un ser, lanzan sus flechas al corazón de otro. Las modistillas, las muchachitas, ¡cómo las odiaría! Objeto de horror, quedarían excluidas para mí de la belleza del universo. Esclavo de Albertina, no sufriendo por ellas, las restituía a la belleza del mundo.

El sembrador, de Millet

Llegados hasta aquí, cinco volúmenes, casi dos mil páginas, el lector siente la tentación de empezar a recoger lo que ha sembrado con su lectura. O lo que la lectura ha sembrado en él. Y así, algunas ideas en las que Proust ha ido haciendo hincapié, empezamos a reconocerlas como centrales en la obra. Una de estas ideas es, evidentemente, la imposibilidad del conocimiento del otro. De hecho, Proust es aún más radical, pues, según él (o según como yo lo entiendo a él) dicha imposibilidad no se debe en absoluto a la impenetrabilidad del ser humano, sino a la inexpugnabilidad del muro que nos encierra a cada uno de nosotros. Cada persona es un mundo, lo sabemos. Pues bien, si te gusta la aventura y la exploración, podrás descubrir rincones inhóspitos del tuyo. Pero nunca lograrás ir más allá de tu cuerpo, tu mente, tu persona.

Sabemos, en consecuencia, que los intentos del narrador por saber y evitar, saber qué quiere hacer Albertina y evitarlo, saber qué hizo y ... ¿evitarlo? están condenados a la paradoja: si llegar, siquiera llegar a otra persona está fuera de nuestro alcance, ¿podemos al menos adueñarnos de ella? La consecuencia de este absurdo es casi lógica: al intentar adueñarse de un alma ajena, el narrador acaba siendo prisionero de sí mismo
Es terrible tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen
Sigamos con la recolección. La siguiente idea se sembró hace algunos cientos de páginas, y aunque no madurará del todo hasta La fugitiva, aquí, cuales brevas, tenemos un anticipo. Hablamos de la multiplicidad de cada persona. Como dijo el filósofo, nadie puede bañarse dos veces en la memoria de Proust, pues ésta ya no es la misma, ni tampoco nosotros somos la misma persona que un día fuimos.
Cada vez, una muchacha se parece tan poco a lo que era la vez anterior (haciendo añicos en cuanto la divisamos el recuerdo que conservábamos y el deseo que nos proponíamos) que la estabilidad de naturaleza que le atribuimos es sólo ficticia y por comodidad de lenguaje. Nos han dicho que una linda muchacha es tierna, cariñosa, plena de los más delicados sentimientos. Nuestra imaginación lo cree sin más, y cuando la vemos por primera vez, bajo la corona rizada de su cabello rubio, del disco de su cara rosada, casi nos da miedo de que esa hermana demasiado virtuosa, al enfriarnos por su virtud misma, no pueda nunca ser para nosotros la amante que hemos deseado. Al menos, ¡cuántas confidencias le hacemos en el primer momento, creyendo en esa nobleza de corazón, cuántos proyectos convenimos los dos! A los pocos días nos pesa habernos confiado tanto, pues la muchachita de mejillas color rosa nos dice cosas propias de una lúbrica Furia. 
Como vemos, estamos ante una cruel paradoja del deseo, a saber, que trastorna hasta tal punto nuestra memoria que el logro de lo anhelado siempre constituirá una decepción.
¿No era, en efecto (...), la muchacha que vi la primera vez en Balbec, bajo su polo plano, con sus ojos insistentes y alegres, desconocida todavía, delgada como una silueta perfilada sobre la solas? Estas efigies que se conservan intactas en la memoria, cuando las encontramos de nuevo, nos asombra su desemejanza con el ser que conocemos; nos damos cuenta del trabajo de moldeo que el hábito realiza cotidianamente. En el encanto que Albertina tenía en París junto a la chimenea, vivía aún el deseo que me había inspirado el cortejo insolente y florido que se extendiera antes a lo largo de la playa, y así como Raquel conservaba para Saint-Loup, incluso después de dejarla, el prestigio de la vida de teatro, en esta Albertina enclaustrada en mi casa, lejos de Balbec, de donde yo la había arrancado precipitadamente, subsistían la emoción, la preocupación social, la vanidad inquieta, los deseos errantes de la vida de las playas. 

Varios rostros de Benozzo Gozzoli

Y por si no os ha quedado claro:
Pues los seres, incluso aquellos con los que hemos soñado tanto que nos parecían una imagen, una figura de Benozzo Gozzoli que se destaca sobre un fondo verdoso, y cuyas variaciones estábamos dispuestos a  creer que se debían únicamente al punto en que estábamos situados para mirarlas, a la distancia que nos separaba de ellas, esos seres, a la vez que cambian en relación a nosotros, cambian también en sí mismos; una figura que antes fuera sólo un perfil sobre el mar era más rica ahora, más sólida, más acusado su volumen. 
El recuerdo embellece su objeto, también en la memoria del lector. Por ello, mientras seguimos saboreando a cucharaditas esta obra (que algunos se jactan de devorar), a veces nos dejamos llevar por la nostalgia y recordamos con cierta añoranza los dos primeros volúmenes, donde parecía más fácil oír a Proust llamarnos por nuestro nombre. No obstante, creo que el primer tercio de La prisionera nos brinda una prosa quizá tan perfecta como aquélla, donde cada frase se pelea con la siguiente por aparecer citada en este blog. Qué decir, por ejemplo, de la descripción que hace el narrador del sueño de Albertina, descripción que se extiende a lo largo de cinco páginas, y que comienza tal que así:
Al cerrar los ojos, al perder la conciencia, Albertina se había desprendido, uno tras otro, de aquellos diferentes caracteres de humanidad que me decepcionaron e día mismo en que la conocí. Ya no quedaba en ella más que la vida inconsciente de los vegetales, de los árboles, vida más diferente de la mía, más ajena y que, sin embargo, me pertenecía más. Ya no se escapaba su yo a cada momento, como cuando hablábamos, por las puertas del pensamiento inconfesado y de la mirada.



Al acercarnos a otro árbol, vemos otra idea central de La recherche, ésta sí, bien madura. Hemos hablado de la multiplicidad de la persona a lo largo del tiempo y en relación al recuerdo. Bien, puede que una persona sea múltiple, y que podamos quitarle sus sucesivas capas cual a una cebolla. Pero el amor, ¡ah!, el amor es Uno. Además, es más generoso de nuestra parte subrayar la unicidad del amor en lugar del cinismo del narrador.
Me desnudaba, me acostaba y, sentada Albertina en una esquina de la cama, reanudábamos nuestra partida o nuestra conversación interrumpida por los besos; y en el deseo, lo único que nos hace encontrar interés en la existencia y en el carácter de otra persona, si, en compensación, vamos abandonando a los diferentes seres sucesivamente amados, permanecemos tan fieles a nuestra naturaleza que una vez, viendo en el espejo, mientras besaba a Albertina llamándola "niñita mía", la expresión triste y apasionada de mi propio rostro, semejante a lo que fuera en otro tiempo cerca de Gilberta, de la que ya no me acordaba, a lo que sería quizá después junto a otra si alguna vez llegara a olvidar a Albertina, me hizo pensar que por encima de las consideraciones de persona (decidiendo el instinto que consideremos a la actual como única verdadera) estaba yo cumpliendo los deberes de una devoción ardiente y dolorosa consagrada como una ofrenda a la juventud y a la belleza de la mujer. 
Recogido este fruto, creemos ver uno un tanto más difícil de encontrar, pero que sabemos que está ahí, puesto que donde crece la multiplicidad de la persona, la transmigración de las almas no puede andar muy lejos. Vale la pena buscar bien, es una trufa blanca de la prosa.
Cuando hemos pasado de cierta edad, el niño que fuimos y el alma de los muertos de los que salimos vienen a echarnos a puñados sus bienes y sus desventuras, queriendo cooperar en los nuevos sentimientos que experimentamos y en los cuales nosotros, borrando su antigua efigie, los refundimos en una creación original. 
Sabroso, ¿no? Deleitaos un poquito más.
Como todos debemos continuar en nosotros la vida de los nuestros, sin duda el hombre ponderado y burlón que no existía en mí al principio se había incorporado al hombre sensible, y era natural que así fuera, porque así habían sido mis padres. Por otra parte, al formarse este nuevo ser, encontraba su lenguaje ya preparado en el recuerdo del otro, irónico y reparón, con que me habían hablado, en el que ahora hablaba yo a los demás, y que salía de mi boca con toda naturalidad, bien porque yo lo evocase por mimetismo y asociación de recuerdos, o porque también las delicadas y misteriosas incrustaciones del poder genésico hubiesen dibujado en mí, sin intervención mía, como en la hoja de una planta, las mismas entonaciones, los mismos gestos, las mismas actitudes que habían tenido los que me dieron vida. 

Pigmalión y Galatea, de Laurent Pecheux

Sabedor de que, debido a su naturaleza solipsista, el otro, en este caso Albertina, es y será inaccesible, e intuyendo como consecuencia que nunca conseguiremos adueñarnos de su alma, el narrador, al que ahora imaginamos sosteniendo un cubo de Rubik, intenta vencer la paradoja con un cambio de estrategia, de armamento y hasta de objetivo: Albertina es parte de él, es su obra. Nos dice Pigmalión Proust:
 Me contestó con palabras que me demostraban cómo se habían desarrollado de pronto en ella, desde Balbec, una inteligencia y un gusto latente, palabras que ella decía debidas únicamente a mi influencia, a la constante cohabitación conmigo, palabras que, sin embargo, yo no habría dicho jamás, como si algún desconocido me hubiera prohibido usar nunca en la conversación formas literarias. (...) Y a pesar de todo me con movió, pues pensaba: cierto que yo no hablaría como ella, pero, por otra parte, ella no hablaría así sin mí, ha recibido profundamente mi influencia, de modo que no puede no amarme: es mi obra. 
¿Victoria o derrota? La posesión del ser deseado deja de ser imposible y pasa a ser inevitable. 
Por otra parte, si queremos reducir a una fórmula la ley de nuestras curiosidades amorosas, tendríamos que buscarla en la máxima diferencia entre una mujer vista y una mujer tocada, acariciada. (...) Una prostituta nos sonríe ya en la calle lo mismo que nos sonreirá dentro de la casa. Somos escultores. Queremos sacar de una mujer una estatua completamente diferente de la que ella nos ha presentado. Hemos visto una muchacha indiferente, insolente a la orilla del mar, hemos visto una vendedora seria y activa en su mostrador que nos responderá siempre secamente aunque sólo sea para que no se burlen de ella sus compañeras, una verdulera que apenas nos contesta. Bueno, pues inmediatamente queremos experimentar si la orgullosa muchacha de la orilla del mar, si la vendedora encastillada en el que dirán, si la distraída verdulera no llegarán, como resultado de nuestros manejos, a ceder en su actitud rectilínea, a rodear nuestro cuello con aquellos brazos que llevaban la fruta,  a inclinar sobre nuestra boca, con una sonrisa  consentidora, unos ojos hasta entonces fríos o distraídos. 
Huelga decir que, cuando reducimos nuestras curiosidades amorosas a una fórmula y jugamos a sacar de cada mujer una estatua diferente de la que hemos visto, el fruto recogido tendrá el amargo sabor del cinismo, al que, en todo caso, también nos habría conducido la unicidad del amor.
A decir verdad, yo había llegado con Albertina a ese momento en que (si todo continúa lo mismo, si las cosas ocurren normalmente) una mujer ya no nos sirve más que de transición hacia otra mujer. Todavía está en nuestro corazón, pero muy poco; tenemos prisa de ir todas las noches en pos de desconocidas, y sobre todo de desconocidas conocidas de ella que podrían contarnos su vida. Y es que ya hemos poseído, ya hemos agotado todo lo que ella ha querido entregarnos de sí misma. Su vida es también ella misma, pero precisamente la parte que no conocemos, las cosas sobre las que la hemos interrogado en vano y que sólo de labios nuevos podremos recoger. 
Una de las escenas más recordadas de este volumen tiene como protagonista al escritor Bergotte. O quizá sería más preciso decir a un pedazo de lienzo amarillo. A las puertas de la muerte, y a raíz de un artículo leído en un periódico, Bergotte siente la imperiosa necesidad de volver uno de sus cuadros favoritos, Vista de Delft, de Vermeer (que Proust escribe Ver Meer). Se trata de esa urgencia casi física que se apodera de nosotros en los momentos más cruciales de nuestra vida, como la que asalta al moribundo que, mientras agoniza, se tortura intentando recordar si cerró la puerta de casa con llave, o la mujer embarazada que, a punto de dar a luz, se sube a una escalera y se pone a pintar la cocina.
Un crítico escribió que en la Vista de Delft de Ver Meer (...), cuadro que Bergotte adoraba y creía conocer muy bien, había un lienzo de pared amarilla (que Bergotte no recordaba) tan bien pintado que, mirándole sólo, era como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaba a sí misma. Bergotte leyó esto, comió unas patatas y se fue a la exposición. En los primeros escalones que tuvo que subir le dio un vértigo. Pasó ante varios cuadros y sintió la impresión de la sequedad y de la inutilidad de un arte tan falso que no valía el aire y el sol de un palazzo de Venecia o de una simple casa a la orilla del mar. Por fin llegó al Ver Meer, que él recordaba más esplendoroso, más diferente de todo lo que conocía, pero en el que ahora, gracias al artículo del crítico, observó por primera vez los pequeños personajes en azul, la arena rosa y, por último, la preciosa materia del pequeño fragmento de pared amarilla. Se le acentuó el mareo; fijaba la mirada en el precioso panelito de pared como un niño en una mariposa amarilla que quiere coger. "Así debiera haber escrito yo -se decía... 

Vista de Delft, de Vermeer

La escena en cuestión maravilla por lo que tiene de enigmático, y porque intuimos que, oculta tras el enigma, la escena revela una absoluta sencillez. Si miráis el lienzo en cuestión, entenderéis lo que digo. En todo caso, uno no puede evitar preguntarse si por la boca de Bergotte el que habla no será nuestro autor, quien, llegado este punto, con los pulmones cayéndosele a pedazos y tras pasar incontables noches en vela dedicado a su obra, no desearía haber escrito algo tan sencillo y perfecto como ese trozo de pared amarilla.

Llegamos al final de nuestro pequeño huerto y me doy cuenta de que me he olvidado por completo de aquella hilera donde colgaban los formidables retratos del barón de Charlus y de Morel, quienes, a modo de un Augusto y un Cariblanco, han amenizado este volumen, actuando como contrapunto al foco intelectual del narrador. El primero de ellos es -creo que ya lo dije en la entrada anterior- una creación inolvidable y, posiblemente, uno de los mejores retratos que podemos encontrar en la literatura. Ese Charlus que, al principio de Sodoma y Gomorra, se nos revelaba como un impenitente sodomita, ha ido perdiendo con los años el miedo al qué dirán y todo atisbo de prudencia, para convertirse en una caricatura de carne y hueso, valga la contradicción.
Además, no era sólo en las mejillas colgantes de aquella cara pintada, en el pecho tetudo, en la grupa saliente de aquel cuerpo descuidado e invadido por el opulento abdomen donde sobrenadaba ahora, extendido como el aceite, el vicio que monsieur de Charlus guardara antes tan íntimamente en lo más secreto de sí mismo. Ahora se desbordaba en sus palabras. 
Y esta pequeña descripción es sólo una pequeña muestra. Porque hay más, muchísimo más. El huerto de Proust es inagotable.

Didier Sandré como Charlus

¿Qué esculturas, qué cuadros largamente perseguidos, poseídos al fin, o incluso, en el mejor de los casos, contemplados con desinterés, me hubieran dado acceso -como la pequeña herida que cicatrizaba bastante rápidamente, pero que la torpeza inconsciente de Albertina, de personas indiferentes o de mis propios pensamientos no tardan en abrir de nuevo- a aquel salirse fuera de sí mismo, a aquel camino de comunicación privado, pero que da a la carretera general donde acontece lo que no conocemos hasta el día que lo sufrimos: la vida de los demás? 

domingo, 5 de julio de 2015

Sodoma y Gomorra


Pues los dos ángeles que fueron puestos a las puertas de Sodoma para saber si sus habitantes, dice el Génesis,  habían hecho verdaderamente todo aquello cuyo clamor llegara hasta el Altísimo fueron, y hay que felicitarse de ello, muy mal elegidos por el Señor, que debió confiar tal misión a un sodomita.

*     *     *
 
Fue una lástima que Proust no estuviera conmigo hace veinte años en aquel albergue junto al lago Nicaragua, donde conocí a una pareja gay de Estados Unidos, dos señores cuarentones (de quienes hablé aquí) que, una noche, tuvieron la amabilidad de prestarse a una sesión de "todo lo que quiso saber sobre la homosexualidad y no se atrevía a preguntar". Digo que es una lástima porque, como veremos en seguida, nuestro autor tenía unas ideas un poquito curiosas sobre la "inversión", que es el término que emplea con más asiduidad, y por ello me habría gustado ver qué impresión le causaba aquella pareja. Proust, por su parte, dice en Sodoma y Gomorra cosas como las siguientes:

El adolescente al que no le gustan las mujeres y quiere curarse encuentra con alegría este subterfugio de descubrir una novia que le representa un cargador de muelle. En el caso contrario, si la mujer no tiene desde el principio los caracteres masculinos, los adquiere poco a poco para agradar a su marido, aun insconscientemente, con esa especie de mimetismo en virtud del cual ciertas flores toman la apariencia de los insectos a los que desean atraer.

Mucho ha llovido en un siglo, y supongo que uno tendrá que hacerse a la idea de que algunos homosexuales poco sabían de su condición más allá de la imposibilidad, que afecta a todo mortal, de reprimir sus deseos. Afortunadamente, y a pesar de figurar como tal en ciertos escaparates, En busca del tiempo perdido no es una novela gay y uno no la lee con el objetivo de aprender nada, sino porque, con permiso de Cervantes y algún otro, es la obra literaria más grande jamás escrita.

El narrador entra bien pronto en materia, y nos describe de esta guisa el encuentro entre el barón de Charlus y Jupien, el chalequero:

... tenía miedo de hacer ruido. De todos modos hubiera sido inútil. Ni siquiera tuve que lamentar no haber llegado a mi taller hasta pasados unos minutos. Pues, por lo que oí al principio en el de Jupien, y que no fue más que sonidos inarticulados, supongo que pocas palabras se dijeron. Verdad es que aquellos sonidos eran tan violentos que, de no repetirse sucesivamente y cada vez una octava más alto en quejido paraleleo, habría podido yo creer que una persona estaba degollando a otra muy cerca de mí y que, después, el homicida y su víctima resucitada tomaban un bño para borrar las huellas del crimen. 

Y todavía viene la propina.

Posteriormente llegué a la conclusión de que hay una cosa tan estrepitosa como el dolor, y es el placer, sobre todo cuando va acompañado -a falta del miedo a tener niños, y aquí no era el caso, a pesar del ejemplo poco probatorio de la leyenda dorada- de los cuidados inmediatos de limpieza.

No se vayan todavía, que aún hay más:

Exige recibir él mismo por la mañana, en la cocina, la crema fresca de manos del mozo lechero y, las noches en que el deseo le excita demasiado, llega hasta a traer a su camino a un borracho, hasta arrancarle la blusa a un ciego. 

Pero no todo tiene por qué ser tan sórdido. También hay sitio para la mitología:

Así, los invertidos, que se suelen relacionar con el antiguo Oriente o con la edad de oro de Grecia, vendrían aún de más lejos, de aquellas épocas de prueba en que no existían ni las flores dioicas ni los animales unisexuados, de aquel hermafroditismo inicial de cuyos rudimentos de órganos machos parecen quedar huellas en la antomía de la mujer y de los femeninos en el hombre.

Dejémoslo aquí por el momento, que tampoco hay que abusar de las citas. (Triste sino el del bloguero que se atreve con Proust. ¡Tanto por citar y tan poco que decir!)

Robert de Montesquiou, que inspiró el personaje del barón de Charlus

Algún amigo de Proust cuyo nombre ahora se me escapa le reprochó que el narrador de A la recherche... no fuera homosexual. ¿Por qué tal reproche? ¿Acaso pensaba dicho amigo que se le estaba hurtando algo de veracidad a la obra? ¿De honestidad? Proust nunca dejó de insistir en que había escrito una obra de ficción, y negó siempre que se tratara de una autobiografía. Lejos de mi intención entrar en el manido debate sobre la interrelación entre una y otra, pero sí resulta curioso que, al margen de la novela, nuestro autor negara rotundamente su propia condición sexual, hasta el punto de retar a un duelo al escritor Jean Lorrain, por hacer insinuaciones al respecto. 

Estoy combinando la lectura de Proust con la obra Años de vértigo, de Philipp Blom, un interesantísimo paseo por la historia cultural de occidente en los años que van de 1900 al inicio de la Gran Guerra. Nos dice Blom que la decadencia de la virilidad era uno de los principales motivos de preocupación en aquella sociedad. Las mujeres daban los primeros pasos en la lucha por sus derechos, caía la natalidad, y se observaba con preocupación una cierta degeneración de las costumbres. Cabría deducir por todo ello que la cuestión de la homosexualidad juega en este volumen un papel no muy diferente del que, en El mundo de Guermantes, jugaba el caso Dreyfus. Es decir, quizá Proust no dedicó un volumen (en realidad, el tema es constante a lo largo de toda la obra) a una obsesión personal, sino a algo que era, a pesar del tabú, una cuestión social.

Mucho se ha dicho y escrito al respecto de la vida sexual de Proust, y algunos de sus contemporáneos, como nos explica el álbum biográfico del primer volumen de Alianza, tuvieron el mal gusto de recrearse en detalles francamente escabrosos, por no decir repulsivos. Evitemos, pues, ese interés gratuitamente morboso, y veremos que en Proust la cuestión homosexual va mucho más allá del sexo.

Raza sobre la cual pesa una maldición y que tiene que vivir en la mentira y el perjurio, pues sabe que se considera punible y vergonzoso, por inconfesable, su deseo, ese deseo que constituye para toda criatura el mayor gozo de vivir, que tiene que renegar de su Dios, pues hasta los cristianos, cuando comparecen ante el tribunal como acusados, les es forzoso, ante Cristo y en su nombre, defenderse como de una calumnia de lo que es su vida misma; hijos sin madre, a la que no tienen más remedio que mentir toda la vida y hasta a la hora de cerrarle los ojos; amigos sin amistades,a pesar de todas las que inspira su encanto, frecuentemente reconocido, y que su corazón, que suele ser bueno, sentiría...

Quién sabe, quizá el amigo de Proust no acertó en sus reproches.

 Madame Armand de Caillavet, modelo de Mme Verdurin

La cuestión de la homosexualidad, descrita en ocasiones, como habéis visto, de modo bastante crudo, y personificada sobre todo en el barón de Charlus, creación literaria absolutamente inmortal, así como los inevitables cotilleos al respecto en los salones y fiestas, podrían, una vez más, engañarnos al respecto del verdadero motivo y alimento de la obra: la memoria, por supuesto. De hecho, este volumen se abre con el narrador remontándose desde la primera palabra a un momento muy anterior a aquél con que llegaba a su fin El mundo de Guermantes:

Mucho antes de hacer a los duques la visita que acabo de contar...

En nuestro paseo por el camino de Swann vimos cómo la memoria agarraba puñados de la infancia del narrador y los derramaba sobre la página como si fueran granos de arena. Hizo luego lo propio con su adolescencia, en A la sombra de las muchachas en flor, y quizá recordéis cómo en El mundo de Guermantes asistíamos al momento en que por primera vez las mujeres miraban a nuestro héroe como a un hombre. Es decir, que a pesar de la aparente y muy engañosa parsimonia con que el narrador se demora en salones, paseos en coche y descripciones de espinos blancos, los años tampoco pasan en balde en el tiempo perdido, donde los personajes, algunos de ellos tan queridos por el lector, empiezan a envejecer. Hacia el final del volumen anterior, Swann se presentaba en el salón de los Guermantes con una triste noticia. Aquí volvemos a verlo, cada vez más avejentado y alejado de aquel atractivo dandy que fascinó a nuestro narrador en su infancia.

Por fin tuve la alegría de que entrara Swann en aquella sala, tan grande que al principio no me vio. Alegría con mezcla de tristeza, de una tristeza que quizá no sentían los demás invitados, pero que en ellos consistía en esa especie de fascinación que ejercen las formas inesperadas y singulares de una muerte próxima, de una muerte que, como dice el pueblo, llevan en la cara.

Huelga decir que la descripión del decrépito Swann se extiende a lo largo de casi tres páginas maravillosas. Un fragmento más:

Por otra parte, acaso en aquellos últimos días la raza acusaba en él el tipo físico que la caracteriza, al msimo tiempo que el sentimiento de una solidaridad moral con los demás judíos, solidaridad que Swann parecía haber olvidado toda su vida, y que, injertados uno en otro, la enfermedad mortal, el asunto Dreyfus, la propaganda antisemita, habían despertado, sin embargo, hay algunos israelitas, muy finos y delicados hombres de sociedad, en los cuales permanecen en reserva y entre bastidores, para salir a escena en un momento oportuno de su vida, un zafio y un profeta. Swann había llegado a la edad del profeta.

 Charles Haas, en quien Proust se inspiró para el personaje de Swann

El carácter profético de Swann, aquel hombre antaño envidiado y alabado por todos y que un día, entre ceder al deseo y preservar su prestigio, eligió convertirse en la comidilla de los salones, se empieza a reflejar quizás en el narrador, quien a todas luces siempre ha sentido más afecto y admiración por Swann, en quien ve -o el lector intuye- un alter ego, que por su propio padre. Nuestro héroe, en efecto, empieza a manifestar un afán de posesión y unos celos en nada diferentes a los de aquel Swann que espiaba la ventana de Odette, celos y afán que llevará al extremo en La prisionera.

... comencé a comprender que la vida de Albertina estaba situada (claro que no materialmente) a tal distancia de mí, que siempre necesitaría fatigosas exploraciones para poner la mano sobre ella.

A los que tenemos una relación, digamos, normal con nuestra pareja, en algún momento puede llegar a chocarnos la que se da entre el narrador y Albertina.

La pérdida de toda brújula, de toda dirección, que caracteriza la espera, persiste todavía después de llegar la persona esperada, y sustituyendo a la calma que nos permitía pintarnos su llegada como un determinado placer, nos impide sentir ninguno. Allí estaba Albertina: desatados mis nervios, no se habían repuesto y seguían esperándola.

Es decir, nos llegaría a chocar si nosotros mismos no hubiéramos sido víctimas, en algún momento de nuestra vida, de ese amor que no conoce nombres, que nos engulle y nos obliga a errar por el mundo a la sombra de muchachas en flor, suplicando aunque sea un poquito de simulacro.
 
Me debía haber marchado aquella noche sin volver a verla jamás. Ya entonces presentía que, en el amor no compartido -lo que equivale a decir en el amor, pues hay seres para los que no existe el amor compartido-, sólo se puede gustar de la felicidad ese simulacro que me era dado en uno de esos momentos únicos en los que la bondad de una mujer, o su capricho, o el azar, aplican a nuestros deseos, en una coincidencia perfecta, las mismas palabras, los mismos actos que si de verdad fuéramos amados.

 Eso sí, no cometamos el error de concluir que, igual que sólo existe un único amor al que vamos cambiando el nombre a lo largo de nuestra vida, sólo existe una vida. Es cierto que en un momento dado, el narrador nos dice que:

Deseamos apasionadamente que haya otra vida en la que seríamos lo mismo que somos en este mundo. Pero no reflexionamos en que, aun sin esperar a esa otra vida, ya en ésta, pasados unos años, somos infieles a lo que hemos sido, a lo que queríamos seguir siendo inmortalmente. Aun sin suponer que la muerte nos modificara más que esos cambios que se producen en el transcurso de la vida, si, en esa otra vida, encontráramos el yo que hemos sido, nos apartaríamos de nosotros como de esas personas con las que hemos estado relacionados, pero a las que no hemos visto desde hace mucho tiempo.

Pero si nuestro anhelo se queda en eso, en mero deseo irrealizado, ello no se debe a que sólo haya una vida, sino, quizás, a que, al igual que la memoria, nuestra presencia en una u otra vida no depende de nuestra voluntad. Así, de una manera que se nos antoja inevitable, el buceo en las paradojas de la memoria lleva a Proust hasta la metempsicosis.

Todos tenemos nuestros recuerdos, ya que no la facultad de recordarlos (...) Pero, ¿qué es un recuerdo que no se recuerda? O vayamos más lejos. No recordamos nuestros recuerdos de los treinta últimos años; pero nos bañan por completo; ¿por qué, entonces, detenerse en treinta años, por qué no prolongar hasta más allá del nacimiento esa vida anterior? Desde el momento en que no conozco toda una parte de los recuerdos que están detrás de mí, desde el momento en que me son invisibles, en que no tengo la facultad de llamarlos a mí, ¿quién me dice que, en esa masa desconocida de mí, no hay algunos que se remontan mucho más allá de mi vida humana? Si puedo tener en mí o en torno mío tantos recuerdos que no recuerdo, este olvido (al menos olvido de hecho, puesto que no tengo la facultad de ver nada) puede recaer en una vida que he vivido en el cuerpo de otro hombre, incluso en otro planeta. Un mismo olvido lo borra todo. Pero entonces, ¿qué significa esa inmortalidad del alma cuya realidad afirmaba el filósofo noruego? El ser que yo seré después de la muerte no tiene más razones para acordarse del hombre que yo soy desde mi nacimiento que éste para acordarse lo que fui antes de él.

 Albertina, vista por David Wesley Richardson

Acostumbra decirse que uno de los temas principales de En busca del tiempo perdido es el desarrollo de la vocación literaria del narrador. Si esto es así, lo cierto es que Proust hace hincapié justamente en la incapacidad del narrador para ponerse a escribir. A su frustración inicial, que le aplasta la confianza en sí mismo (al comienzo del segundo volumen, por recordar un ejemplo, sus pinitos literarios no merecen por parte de Norpois más que el desprecio), se une, quizá, su arrolladora pasión por, si no gozar, sí observar la vida, deleitarse en su belleza y estudiar su fealdad. En definitiva, cuando quiere ponerse a escribir, siempre lo llama algún asunto ineludible, como mirar el mar o escrutar por enésima vez las últimas palabras de Albertina, en un intento de saber si son ciertos los rumores que la tachan de gomorriana. A pesar de todo ello, el narrador sí tiene muy claras sus ideas acerca del acto de escribir. Aquí lanza una puya a los escritores que pasan más tiempo en las redes sociales que leyendo o escribiendo:

Un verdadero escritor, exento del estúpido amor propio de tanta gente de letras, si, al leer el artículo de un crítico que siempre le ha mostrado la mayor admiración, ve citados los nombres de autores mediocres y no el suyo, no tiene tiempo de detenerse en lo que pudiera ser para él un motivo de extrañeza: le reclaman sus libros. 

Veíamos más arriba cómo, al respecto de la homosexualidad, Proust parece plantear un juego de dobles negaciones, algo que, al decir de algunos, debería darnos una afirmación. Así, Proust nos dice: "yo no soy homosexual", para luego añadir "los homosexuales viven en la mentira y el perjurio". Se me ocurre que se oculta un juego parecido en lo que respecta a la identidad del narrador, quien se nos presenta como la antítesis de "un verdadero escritor", y al acto de escribir. De hecho, en el siguiente volumen veremos que este juego, por lo menos en dos ocasiones, es mucho más explícito. Pero no adelantemos ni los acontecimientos ni su gloriosa y proustiana ausencia.

 Sodoma y Gomorra ofrece otro de los grandes momentos magdalena de la obra. Recordaréis que en el volumen anterior asistíamos a la muerte de la abuela del narrador, la persona a la que más próximo se sentía el narrador, como sucede con relativa frecuencia, pues la relación con nuestra abuela siempre estará libre de la tensión que envuelve a la que tenemos con la madre. Este momento magdalena tiene lugar en Balbec, de vuelta en el mismo hotel donde ambos se habían alojado la vez anterior.

Perturbación de toda mi persona. La primera noche, como sufría una crisis de fatiga cardíaca, tratando de dominar el sufrimiento, em incliné despacio y con prudencia para descalzarme. Pero apenas toqué el primer botón de la bota, se me llenó el pecho de una presencia desconocida, divina, me sacudieron los sollozos, me bortaron lágrimas de los ojos. El ser que venía en mi ayuda, que me salvaba de la sequedad del alma, era el que, años antes, en un momento en que ya no tenía nada de mí, había entrado y me había vuelto a mí mismo, pues era yo y más que yo (el continente, que era más que el contenido y me lo traía): Acababa de ver, en mi memoria, inclinado sobre mi fatiga, el rostro tierno, preocupado y decepcionado de mi abuela, como aquella primera noche de la llegada; el semblante de mi abuela, no de la que yo me había sorprendido y reprochado echar tan poco de menos y que de ella sólo tenía el nombre, sino de mi verdadra abuela, cuya realidad viva encontraba ahora por primera vez desde los Champs-Elysées, donde sufrió el ataque. Esta realidad no existe para nosotros mientras hoa sido recreada por nuestro pensamiento (sin esto, los hombres que han intervenido en un combate gigantesco serían todos grandes poetas épicos); y así, en un deseo loco de arrojarme en sus brazos, sólo en aquel momento -más de un año después de su entierro, por ese anacronismo que con tanta frecuencia impide la coincidencia del calendario de los hechos con el de los sentimientos- acababa de enterarme de que había muerto.

¿Tendría yo un momento magdalena parecido si me volviera a alojar en aquella pensión de Cañete, aquel precioso pueblo donde, de niño, pasamos un verano, una pensión cuyos pasillos amanecían tachonados de las cacas de un perrito pequinés, donde mi hermano y yo pillamos piojos, y donde una noche en que mi abuela se levantó de la cama para acercarse hasta la mía y arroparme, yo, haciéndome el dormido, en un reflejo condicionado por ese temor a que nos encuentren despiertos, entreabrí los ojos y vi, a través de la tela de su camisón, sus flácidos pechos, imperdonable pecado que jamás, hasta hoy, confesé a nadie? 

Lo reconozco: estaba equivocado. Pensaba que, a partir de El mundo de Guermantes, Proust había dejado de escribir sobre mí. Concluido ya el quinto volumen, constato que, por muchos salones llenos de duques y princesas que aparezcan, por muchos sodomitas, gomorrianas, ramas de espino y representaciones de las obras de Racine, En busca del tiempo perdido es, en más de un sentido, el libro de mi vida.

 Obsérvense las proporciones de la obra

 No puedo irme sin señalar que, naturalmente, no todo es sodomía y gomorrez en este volumen. También hay sitio para el humor. Porque no me digáis que el bueno de Marcel no se estaba cachondeando del lector cuando dice: 

Las proporciones de esta obra no me permiten explicar aquí por qué...

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