miércoles, 28 de mayo de 2014

Sinceramente suyas



Mujeres. No hay quien las entienda.
Bueno, esa afirmación es harto discutible. Yo creo que son ellas las que nunca me han entendido a mí. Y mira que yo soy sencillito, simple, de una transparencia cristalina. Casi tan cristalino como Shúrik, a quien, sin embargo, ellas entienden muy bien... ¿o quizá no, y resulta que ésa es su tragedia?

Liudmila Ulítskaya (1943) es una de las escritoras rusas contemporáneas más prestigiosas. Sus obras se cuentan por premios y muchas de ellas han sido llevadas a la pantalla. De hecho se dio a conocer con sus guiones de cine, pero antes de eso estudió genética, colaboró en el Teatro Musical Judío y tradujo poesía mongol.


Hechas las presentaciones, pasemos a la novela. Nos dice la contraporta que el protagonista de Sinceramente suyo, Shúrik "es un moderno Casanova bajo la apariencia de chico..." ¡meeec! ¡Error! Jo, empezamos bien. Qué ganas tienen algunos de engañar al lector. Vamos a ver: ligar, Shúrik Korn liga, eso nadie lo discute. Pero concluir por ello que el tío es un Casanova es eso, engañar al lector.

No sé a vosotros, pero a mí el nombre de Casanova me hace pensar en un gran seductor al estilo Mastroianni, galante, irresistible, algo golfo y sinvergüenza, que donde pone el ojo, pone la bala. Algunos dicen que ese tipo de hombre, un Heathcliff chistoso, es el que gusta de verdad a las mujeres, incluso a las que luego se casan con tipos desastrados, resistibles, serios y responsables, como alguien que yo me sé.

Por lo que a mí respecta, personajes -o quizá habría que decir personas- como Casanova siempre me han resultado un misterio del todo insondable. Hay hombres que se preguntan de qué hablan las mujeres cuando van al lavabo juntas. Yo, sin embargo, siempre me pregunté de qué hablan esos hombres que se acercan a una mujer en una discoteca, le dicen algo al oído y la hacen reír. Y por si eso no bastara, cuando se les acaba el palique (su perfección tiene un límite), ¡ellas les ayudan y siguen la conversación!

¿Qué las das, Giacomo?

Volviendo a nuestro héroe, Shúrik es, pues, en cierto modo, la antítesis de Casanova. No hace reír a las mujeres, y no pone en ningún sitio ni el ojo ni la bala, porque él mismo es la diana. No busca su propio placer, sino que... permitidme que vuelva otra vez a mi triste adolescencia. "Le haría un favor" era una de esas expresiones de machito que mis amigotes y yo utilizábamos cuando hablábamos de alguna chica despampanante. "Qué buena está fulanita, ¿eh?" "Sí, no me importaría hacerle un favor". Pues bien, ésa es exactamente la misión de Shúrik: hacer favores a las mujeres. Shúrik es capaz de casarse, sin que nadie se lo pida, con una chica que se ha quedado embarazada de otro, para así ayudarla ante sus padres; le hace un hijo a otra, desesperada por ser madre, y se patea la ciudad en busca de medicinas y haciendo otros recados para cualquiera de sus amantes. Hay que señalar que dichas amantes no son bellezones de portada de revista sino mujeres de lo más normalitas, alguna con sus kilitos de más, otras con su menopausia, su cojera o su enanismo.

No es, pues, la atracción, en ninguna de sus manifestaciones, lo que las mujeres despiertan en Shúrik, sino la compasión. Shúrik no puede ver sufrir a las mujeres; por eso hace los sacrificios que hace, y por eso sale de casa por la noche, para que su madre no se entere de sus andanzas, y regresa al amanecer. Y como la compasión no siempre se compadece con los horarios del transporte público, entre favor y favor tiene que recorrer medio Moscú a pie.


La historia se remonta a los años de la Revolución y de ahí pasamos al estalinismo, luego al deshielo, Brezhnev y el osito Misha. Sin embargo, a diferencia de tantas obras que cubren la vida de un país a lo largo de varias generaciones, en Sinceramente suyo, Shúrik son muy escasas las referencias directas a la política. El nombre de Stalin apenas aparece en un par de ocasiones, lo mismo que el de Khrushov o Brezhnev; hay una referencia a Solzhenitsin y, alguna que otra a Fidel Castro. En todo caso, la idea de que la vida del ciudadano es para el tirano de turno como una pelotilla de mocos se percibe en cada una de las páginas.

Esta ausencia de política, no obstante, no desvirtúa, ni mucho menos, la vertiente histórica de la obra. En ese sentido, Shúrik puede leerse como una Historia de la vida privada en la Unión Soviética. Como sabemos, la otra Historia, la de la vida pública, suele contarnos la vida de un pueblo desde el prisma del poder. Así, uno podría pensar que los ciudadanos soviéticos, o, por qué no, los que vivían bajo el franquismo, se pasaban el día exigiendo libertad, democracia y respeto a los derechos humanos. En realidad, las preocupaciones de cada día, semana o mes, eran ganarse la vida, saber utilizar los enchufes, sobornar al sobornable, ganar una habitación más a costa del vecino, conseguir entrar en la facultad adecuada, o estirar hasta el infinito las joyas heredadas del abuelo en absoluto secreto. Si uno conseguía todo eso y hacía caso a su madre, "no te metas en política", podía aspirar a vivir relativamente libre de angustias. El problema sólo surgía cuando la vida privada chocaba con el poder. Entonces sí, sólo quedaba una salida: el exilio.


Demos ahora un salto hacia delante, al momento en que cerramos el libro. La sensación que le queda al lector tras la lectura es parecida a la que se siente tras una breve y tórrida relación con alguien. Hemos compartido todo, pero todo todito todo y, sin embargo, nos damos cuenta de que esa persona es, en realidad, un extraño. ¿Qué sabemos de sus pensamientos, sus gustos, costumbres o sentimientos, más allá de lo que nos ha revelado en los ratos que hemos estado juntos? Del mismo modo, observamos que, pese a estar centrada en el personaje que le da título, llegados al final de la novela nos damos cuenta de que Shúrik, pese a ser -en teoría- el protagonista principal, es prácticamente un desconocido para el lector. Y esto, que podría parecer un defecto, es, a mi juicio una de las ideas centrales de esta excelente -que quede bien claro- novela. ¿Hasta qué punto se puede conocer a otra persona? (Divagación: me pregunto si en ruso el "conocer" bíblico será la misma palabra que el "conocer", hm, no bíblico). ¿Y qué significa conocer a otra persona? En ese sentido, las páginas finales de la obra, en concreto ese último y brevísimo capítulo, irónico, brillante, demoledor, certero y genialmente prosaico hace que nos planteemos a quién conocemos realmente, y si hay alguien que de verdad pueda llegar al fondo de nuestra alma.

Sin ponernos tan trascendentales, podría decirse que los personajes a los que realmente llegamos a conocer son Lilia, Matilda, Alia, Lena, Svetlana, Valeria y algunas más, mientras que, tanto para ellas como para la autora, Shúrik es un mero instrumento para alcanzar sus fines. Fines que son, para las unas, sexo, compañía y chico de los recados; para la otra, un foco sobre la vida de las mujeres en la URSS. Y lo cierto es que Ulitskaya sabe convertir esa vida en materia literaria interesantísima, aunque no dejo de pensar que el título no está a la altura.


Ser un instrumento apreciado, deseado y anhelado y, sobre todo, accesible e infalible, tiene no obstante un alto precio. ¿Qué le queda de sí mismo a alguien que se entrega por completo a los demás? Una mañana, frente al espejo, Shúrik no se reconoce.

El descubrimiento de ese semblante le afectó tanto como a una mujer. Tenía treinta años, ¿y qué? Un trabajo rutinario, siempre el mismo, traducciones técnicas y científicas, el cuidado de la madre y también toda una montaña de obligaciones que ni siquiera había escogido, sino que le habían sido impuestas: Matilda, Svetlana, Valeria, Maria, Sonia... (...) Tenía la triste certeza de que otras personas aparecerían y dependerían de él y que nunca tendría una vida propia...

Shúrik nunca eligió a una mujer, y Liudmila Ulítskaya no sólo nos ha regalado una gran novela, sino que ha conseguido que yo deje de sentir envidia de aquellos Casanova discotequeros de mis años de juventud.

martes, 13 de mayo de 2014

Me parece una Etiopía


Podría pensarse que la creación de mundos utópicos surge de la constatación de que el nuestro es una mierda. El problema es que, si eso fuera así, ¿a qué respondería la literatura distópica, mucho más fértil que su antónima? Porque mientras tras 30 siglos de historia de la literatura no tenemos más utopías que la de Moro, La república de Platón y prácticamente para de contar, el siglo XX, por su parte, está plagadito de ficciones sobre mundos de pesadilla. ¿Se debe esto quizás a un afán de profetizar y advertir del desastre, o más bien a un optimismo resignado y recalcitrante que quiere convencernos de que, por muy mal que estemos, podríamos estar aún peor?

Veintipocos años, apenas un suspiro, median entre el descubrimiento de América y la publicación de Utopía. Con una inmensa tierra virgen por explorar y conquistar, con unos pueblos ignotos, y con una humanidad metida de lleno en una época de descubrimientos, la tentación de imaginar otra sociedad, regida por sus propias leyes y que habita un mundo organizado según parámetros racionales (por muy absurdos que algunos de ellos parezcan a primera vista), la tentación, decimos, debía de ser tan irresistible como la que, en la época de la exploración espacial, sintieron los escritores de ciencia ficción. Moro, como vamos a ver, tenía mucho de precursor.


Cuando se publicó Utopía, en 1515, el mundo ya había recorrido mucho trecho y Tomás Moro se acercaba a los 40 años. Cuesta creer, por lo tanto, que nuestro autor se pudiera engañar acerca de la naturaleza humana. Por ello, a diferencia de La república, que sí era, simplificando horrores, un tratado sobre el mejor modo de gobernar, Utopía no nos ofrece un ejemplo a seguir, y lo que es más, acabada la lectura uno se pregunta si la descripción de esa sociedad ideal no estaba cargada de ironía de principio a fin.

Bueno, al grano. De esta obra se ha hablado y escrito hasta la saciedad, y todo el mundo, incluso quien no la ha leído, tiene de ella una idea general. Utopía está construido alrededor de un diálogo entre el mismo Tomás Moro, su amigo holandés Peter Gilles y el viajero Raphael Hythloday, cuya descripción, aunque esto no tiene nada que ver con la obra, me ha recordado a la del viejo marinero de Coleridge:

... vi al antedicho Peter hablando con un extraño, un hombre bien entrado en años, con una cara oscura curtida  por el sol, una larga barba y una capa tirada descuidadamente sobre los hombros, que por su vestidura y aspecto me pareció un marinero.


En la primera parte de la obra, los tres personajes hablan sobre los males que afligen a Europa, y se concluye con el ofrecimiento, por parte del viajero, de hablarles de la isla de Utopía, una narración que ocupará toda la segunda parte. No entraré en detalles al respecto de la descripción de la isla, y me limitaré a subrayar que tanto la organización territorial como el diseño de las casas, pasando por la organización del trabajo y la política, se articulan alrededor del principio de la racionalidad. Los otros grandes principios que rigen la vida en Utopía son la propiedad común de todos los bienes y la igualdad entre todos los ciudadanos (esclavos aparte), que, por ejemplo, se turnan en la tarea de alimentar a la comunidad. Es decir, una mezcla entre una de esas ciudades creadas con el ánimo de ser perfectas, léase, Brasilia, Milton Keynes o Marina d'Or y un kibbutz.

Son precisamente las similitudes con el comunismo lo que más sorprende al lector que, como yo, sólo tenía una idea muy general de la obra. La crítica al capitalismo es constante y feroz y, en ocasiones, tenemos la sensación de estar leyendo a un activista antiglobalización de nuestros días. Observad este fragmento de la primera parte, en el que Hythloday, que pasó cinco años en la isla, enumera algunos de los males de nuestra sociedad, en realidad, la Inglaterra de la época:

Consumen, destruyen y devoran campos enteros, casas y ciudades. Pues mirad en cualquier parte del reino que produce la lana más fina y por tanto la más cara: allí nobles y caballeros y ciertos abades, sí, hombres venerables sin duda, no contentándose con los ingresos y beneficios que sus tierras solían proporcionar a sus antepasados y predecesores, no contentos con vivir en descanso y holganza sin ser de ningún provecho, sino perjudicando mucho a la república, no dejan ningún suelo para la labranza, todo lo destinan a pastos (...) Por eso, para que un ávido e insaciable glotón y auténtica plaga de su país natal pueda cercar y vallar muchos miles de acres de terreno con una empalizada o seto, se expulsa a los campesinos de los suyos con artilugios y fraudes o se les despide con violenta opresión...

Pero Moro no sólo se anticipó varios siglos al nacimiento del comunismo, sino también al problema principal de éste como sistema económico. Así, le replica a Hythloday:

... ¿cómo puede haber abundancia de bienes allí donde cada hombre retrae su mano del trabajo? A éste el estímulo de sus propias ganancias no le impulsa a trabajar, sino que la esperanza que tiene en el trabajo de otros le convierte en un holgazán.

New Lanark, Escocia, ciudad industrial fundada en 1786 y paradigma del socialismo utópico

Otra detalle en el que Moro se anticipa en varios siglos a la moda en la China de Mao o en Pyongyang es la uniformidad en el vestir, pues en Utopía todos visten igual. Y si nos adentramos en particularidades más íntimas de la vida personal, nos encontramos con costumbres cuando menos chocantes, como la que tiene lugar antes de que una pareja se comprometa en matrimonio:

... una grave y respetable matrona enseña la mujer, sea doncella o viuda, desnuda al pretendiente. E igualmente un varón prudente y discreto exhibe al pretendiente desnudo ante la mujer.

Todo sea con el fin de evitar posteriores reclamaciones. ¿Será eso lo que llaman materialismo dialéctico?
Tonterías aparte, lo cierto es que una vez más, constato que un clásico, y en este caso una de las obras más influyentes en toda la historia de la literatura, la filosofía y la política, es a la vez una lectura de lo más entretenida y sencilla. Y con "sencilla" quiero decir no sólo que se lee sin mayor dificultad que la de acordarse de quién habla en cada momento, sino sobre todo que la enorme complejidad de su interpretación ha superado a críticos y filósofos. En otras palabras, de Utopía se ha escrito mucho, pero se ha llegado a pocas conclusiones firmes. Nadie sabe a ciencia cierta qué quería decirnos Moro con esta obra. 

Camaradería en el kibbutz

La principal complicación viene del hecho de que algunas de las leyes y costumbres de Utopía chocan de frente con las más fuertes convicciones de don Tomás. Y es que Moro, que años más tarde perdió la cabeza por defender a la iglesia católica, y a quien ésta considera un santo mártir, nos describe en su libro un mundo ideal en el que, entre otras cosas, se practican la eutanasia y el divorcio. ¿Se soslayaron estos detallitos sin importancia cuando se procedió a su canonización? ¿O quizá la iglesia pensó que toda la obra rezuma ironía, algo a lo que apunta la etimología de los pueblos y topónimos inventados por el autor? Por citar sólo un par de ejemplo, el propio nombre de la isla puede significar tanto "buen lugar" como "no-lugar", y el apellido de Hythloday, Hythlodaeus en latín, es algo así como "el que cuenta tonterías". No obstante, la hipótesis de que todo es una broma parece un poco forzada. Más creíble sería la idea de que Moro evolucionó en sus ideas, y que el hombre que escribió Utopía no era el mismo que, un par de años más tarde entró en la corte del rey, empezó su batalla sin cuartel contra la herejía protestante, y acabó por entregar su cabeza antes que reconocer la nulidad del matrimonio de Enrique con Catalina de Aragón. La gigantesca convulsión religiosa que estaba a punto de provocar Martín Lutero, agravada poco después con la ruptura de Enrique con Roma, iba a necesitar un firme baluarte que defendiera la verdadera fe, y Moro se sintió llamado a cumplir con su divina misión, costara lo que costara.

Una explicación que a nadie parece habérsele ocurrido es que, cuando se sentaba a escribir, Moro salía de su católico armario y daba rienda suelta a su verdadero yo, y que luego, una vez colocada la pluma en su plumero, volvía a convertirse en el dogmático e implacable martillo -o mejor dicho, asador- de herejes que conocemos. De ser así, Tomás Moro vendría a ser algo así como Mr. Garrison, el profesor de la serie South Park, un homosexual que niega a los cuatro vientos su condición de tal. Un buen día, para demostrarlo,  decide escribir un libro de naturaleza puramente heterosexual, y el resultado es En el valle de los penes, donde la palabra 'pene' aparece en 6.083 ocasiones. Para horror de su autor, el libro gana el Pulitzer Gay y es considerada la "mejor obra de literatura homoerótica desde Huckleberry Finn". Cabe imaginar igualmente el soponcio que le habría dado a Moro si su obra hubiera sido declarada "el mejor alegato contra el dogmatismo de la iglesia católica".


Probablemente penséis que vivimos en una sociedad mayoritariamente atea, o en la que, cuando menos, el ateísmo es considerado una postura perfectamente respetable. Eso pensaba también mi mujer, atea militante, facción Christopher Hitchens, hasta que un día, hablando con algunas de sus amigas, gente de izquierdas, progresista, y cumplidora con los tópicos de rigor, se encontró con una reacción poco menos que de absoluto espanto. ¡Atea! ¿Tú? Pero, ¿cómo? Pues bien, también en Utopía existe libertad de culto, aunque quizá, como en el círculo de amigas de mi mujer, habría que llamarlo "obligación de culto":

Por eso dejó pendiente todo este asunto y dio a cada hombre plena libertad y opción para creer lo que quisiera exceptuando que les recomendó severa y estrictamente que nadie concibiera una opción tan vil y tan baja sobre la dignidad de la naturaleza humana como para pensar que las almas mueren y perecen con el cuerpo o que el mundo corre al azar sin estar regido por ninguna providencia.

Semejante individuo sería vilipendiado por toda la sociedad utopiense, si bien no castigado:

porque están convencidos [de] que no está en poder del hombre creer lo que quiere ni tampoco le obligan con amenazas a que disimule sus ideas y muestre una apariencia contraria a sus pensamientos...

El motivo del rechazo al ateísmo lo explica Hythloday de una guisa que prefigura a Dostoyevski y su conocido "si Dios no existe...":

Pues podéis estar seguros de que aquél en quien no queda más miedo que el de las leyes ni más esperanza que la del cuerpo personalmente procurará burlarse con astucia o infringir violentamente las leyes de su país

Podría extenderme mucho más y llenar esta entrada de incontables ejemplos, citas y anécdotas. Las ideas que brotan de cada página, los paralelismos con otras épocas, así como el rastro palpable de su influencia en tantos aspectos de nuestra sociedad, sea política, cine o arquitectura, hacen que la lectura de Utopía sea amena, relevante, divertida en ocasiones y apasionante.

Y si os preguntáis de dónde viene el título de esta entrada, os diré que de la también divertida y hoy olvidada Académica Palanca.


lunes, 5 de mayo de 2014

La otra gran novela sobre Gdansk


Después de leer este libro, me paseé por google, como es mi costumbre, a ver qué decían de él críticos y blogueros. Tratándose de una novela polaca, no esperaba un torrente de entradas, pero tampoco imaginaba que de un libro tan bueno como éste, publicado por Acantilado hace nueve años, no iba a encontrar nada, cero, rien de rien, aparte de los sospechosos habituales que se limitan a repetir el consabido texto de contraportada. Se me ocurrió entonces que podría titular la entrada Un libro que nadie ha leído, título que deseché inmediatamente por considerarlo demasiado presuntuoso. Al fin y al cabo, todavía quedan por ahí algunos de esos románticos, lectores puros, que se resisten a reseñar en internet todo lo que leen. Así que me pregunté si no sería más honesto el título Un libro que nadie ha reseñado, pero creo que un título tan soporífero no haría ninguna justicia al libro. También consideré por unos momentos algo como La soledad del autor polaco, que reflejara la tremenda, aunque habitual, injusticia que sufren, salvo excepciones, los autores en determinadas lenguas. Pero al final, dado que, en mi opinión, se trata, a pesar de sus imperfecciones, de una gran novela y que sucede en Gdansk, pues le he dado el título que veis arriba. (La primera es, naturalmente, la archiconocida El tambor de hojalata).

Durante mucho tiempo, el nombre de la ciudad de Gdansk no me traía a la mente más que el rostro afable de Lech Walesa, el líder sindical que puso en marcha el sindicato Solidaridad, aquél que, con la ayuda de la historia, consiguió acabar con la dictadura comunista del general Jaruzelski. Esa asociación de la ciudad con su figura pública más relevante de los últimos años se vio confirmada en la visita que realicé a Gdansk hace casi quince años. Ahí, aparte del Museo de Solidaridad, un lugar fascinante para acercarse a la épica batalla iniciada por los trabajadores del Astillero Lenin contra el gobierno comunista, nos encontramos, por ejemplo, con una iglesia cuyas imágenes del Cristo cargando con la cruz mostraban no el conocido rostro esbelto, bien perfilado, de barba y largos cabellos al que estamos acostumbrados, sino la cara redonda y campechana del líder sindical.

Soldados alemanes ocupando la península de Westerplatte

Pero aparte de poner en marcha la caída del comunismo en Europa, Gdansk también es conocida por sus vaivenes a lo largo de la historia y, más recientemente, en el s. XX. Al acabar la I Guerra Mundial, en virtud del Tratado de Versalles, Gdansk se convirtió en una ciudad-estado prácticamente independiente, de población mayoritariamente alemana, llamada Ciudad Libre de Danzig. Esta situación fue aprovechada por Hitler, que la incluyó en su intolerable lista de agravios. Así, a base de alentar la tensión entre la ciudad y Polonia, que la rodeaba, el Partido Nazi de Danzig consiguió en 1933 el 50% de los votos. Por ello no es de extrañar que fuera en Danzig donde las tropas alemanas dieron comienzo a la invasión de Polonia. De hecho, hay otro museo, muy pequeñito pero también interesantísimo, situado, si no recuerdo mal, en la antigua fortificación de Westerplatte, que es donde los alemanes abrieron fuego contra el ejército polaco, dando así comienzo a la 2ª Guerra Mundial.

Casi cinco años después de aquella funesta fecha, a una Danzig prácticamente en ruinas tras los bombardeos aliados y soviéticos, llegaba el Ejército Rojo y, con éste, la expulsión de los alemanes. Pero esa expulsión no se limitó a los militares, sino que se extendió a todos los ciudadanos de origen alemán, que se vieron obligados a volver a una Alemania no menos ruinosa, y a ver cómo sus casas eran inmediatamente ocupadas por ciudadanos polacos. Éste es el telón de fondo en el que transcurre la acción, poquita, de El doctor Hanemann.


La historia comienza, pues, en 1945, pero, Piotr, el narrador, nos tendrá que referir aquellos acontecimientos de oídas, dado que todavía no había nacido. Desde la primera línea Piotr nos mete de lleno en un ajo repleto de nombres, marcas, calles y, en fin, tantas referencias a lo que vendrá después que en las primeras páginas el lector se siente tan perdido como el propio doctor Hanemann, ciudadano alemán, en aquella ciudad que cada día se le hacía más hostil.

Hanemann es un médico forense que un día se encuentra con el cadáver de su amante sobre la mesa de autopsias. Esta tragedia personal coincide con la ya mencionada evacuación de la ciudad por parte de los alemanes. Incapaz de sobreponerse al dolor y, en apariencia, indiferente a su destino, Hanemann decide quedarse en lo que ayer era Danzig y hoy es Gdansk, una ciudad donde no sólo las personas, sino también los nombres y objetos conocidos son progresivamente desplazados por los recién llegados, desintegrando así paulatinamente la memoria colectiva y haciendo de Gdansk una ciudad medio fantasmal.

Porque ahora que ya no existes darías lo que fuera para volver a sentir con las yemas de los dedos, aunque fuera por un instante, la quemazón -¿recuerdas?- de una taza de café Eduscho que desprendía tanto calor que te mordiste el labio, porque ahora, en las profundidades de un lugar cercano a Bornholm, allí donde el Bernhoff, un gran buque que navegaba entre Danzig y Hamburgo, se había ido a pique en medio del frío, yace sobre la arena grisácea un manojo de falanges radiales frágiles como os huesecillos de un pñajaro, tu pequeña mano estampada en la arena...

Un día, suponemos que mucho más tarde, puesto que Piotr es testigo de ello con sus propios ojos, aparece Hanka. Hanka es una mujer ucraniana que, con su aire misterioso y salvaje, parece surgida de un mundo de espesos bosques llenos de lobos y urogallos, y cuyo sufrimiento durante la guerra sólo podemos imaginar. También hace su aparición Adam, un niño sordomudo que establece una estrecha relación con Piotr, a punto de entrar en la adolescencia. Todo ello sucede mientras en Gdansk las autoridades polacas, un pelele más del poder soviético, siguen hostigando sin cesar a Hanemann, sospechoso sencillamente por ser alemán.


Entre la abortada autopsia y la aparición de Hanka y Adam media buena parte de la novela, en la que suceder, lo que se dice suceder, poco más sucede. Apenas un puñado de mimbres le bastan a Stefan Chwin para urdir una hermosa historia, la que une a Hanemann, por supuesto, al narrador, y, sobre todo, a su ciudad. Se diría que el autor sabe sacar el jugo literario no sólo a sus personajes, sino también a unas pocas escenas recurrentes, como la de la evacuación, cada vez más asombrosamente vívida, o la del fatídico viaje en barco. Pero Chwin destaca aún más por saber crear páginas bellísimas contándonos la vida y tribulaciones de los objetos.

Sólo las monedas de oro macizo, los anillos de boda, las sortijas, las cadenillas, las crucecitas, los dólares, los rublos imperiales, los zlotys de plata polacos, los guldens de Danzig o las medallas acuñadas por la ciudad para conmemorar visitas de reyes conservaban la calma más absoluta. Sabían que se salvarían bajo el forro del cuello de un abrigo o que, envueltos en algodón (para no tintinear ante la proximidad de la muerte), dormirían en la oquedad  de un tacón durante los centenares de kilómetros que durase el viaje. El bastón de bambú del señor Rotke dormitaba en el paragüero junto a la puerta principal del número cuatro de la Jopengasse seguro de que, cuando le llegara la hora, lo rellenarían de cartuchos de monedas y lo sellarían con una estopada.

Los últimos días de Danzig

En medio de todos esos objetos temerosos ante su destino, a los que Chwin dedica páginas y páginas que se nos hacen cortas, se produce el encuentro entre Hanemann y los futuros padres de Piotr, en la casa que éstos han venido a ocupar, y en una de cuyas habitaciones sobrevive el doctor. El personaje de Hanemann juega en la novela un papel parecido al de Augustin Meaulnes en El gran Meaulnes. Al igual que en el clásico de Fournier, el título otorga el protagonismo a un personaje melancólico, romántico y misterioso cuya aparición o, en este caso, lo contrario, cambia para siempre la vida del narrador, verdadero personaje principal. Aparte de la hermosa relación entre los unos, el otro, y los de más allá, aquellos antiguos residentes que, a diferencia del doctor, no osan resistir al hostigamiento de las autoridades soviéticas y abandonan, se nos cuenta también la historia de dos suicidios literarios, el de Kleist y el del poeta polaco Witkiewicz, una historia que me ha parecido algo pomposa y que es quizá la parte menos lograda de la novela.

Pero el mayor problema de esta excelente novela radica en que está escrita por un polaco, obstáculo para superar el cual no basta con una impecable traducción. Tendrá que llegar antes una oleada de novela negra de ese país para que los lectores no piensen que leer a un autor polaco es cosa de frikis y blogueros. De ahí que su publicación por parte de Acantilado (¡qué haríamos sin esta editorial!), que además son reincidentes con el señor Chwin, sea más que encomiable.


En suma, y volviendo a lo que nos ocupa, El doctor Hanemann, historia de iniciación, recreación de una memoria colectiva de otro modo extinguida, es un libro de escritura bellísima, cuya lectura es difícil interrumpir, que nos deja la sensación de que se nos escapa algo, y de que, al mismo tiempo, todo es muy sencillo. Y unas ganas cada vez mayores de volver a leerlo.

Y la ciudad se desplegaba a sus pies, parduzca, jugando al escardillo con las ventanas que se abrían y cerraban, hilando una frágil telaraña de humo por encima de las chimeneas de ladrillo ennegrecido. El martinete para hincar pilotes de la empresa Lehr de Dresden resoplaba pausadamente en el fondo de la antigua fosa y una bandada de palomas se cernía sobre la Puerta Wyzynna, pero cada vez que, haciéndonos sombra con la mano, clavábamos la mirada en el lejano horizonte entretallado por las torres de Santa Catalina, el Rathaus pequeño y el grande, la cúpula de la sinagoga y el contorno almenado de la Santísima Trinidad, atisbábamos, oculta detrás de una neblina, la faja oscura de mar que se extendía desde la Península hasta el acantilado de Orlowo, y sabíamos que la ciudad sería eterna.

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