viernes, 30 de septiembre de 2022

Elogio de la brevedad, o el escritor goteo

 

A mis alumnos les pido que lean tres libros en inglés a lo largo del curso. Les insisto en que al menos uno de ellos tiene que ser un libro "de verdad", es decir, un libro no abreviado ni adaptado para estudiantes de inglés. Para ello, les doy una lista con algunas recomendaciones, como por ejemplo Rebelión en la granja, que les recomiendo con fervor, Boy, de Roald Dahl, Wonder, o el clásico de novela gráfica Maus. Sin embargo, como al fin y al cabo sólo soy profesor de inglés, y no de literatura, no se me caen los anillos por incluir en esa lista algún bodrio como Los puentes de Madison County, posiblemente la peor novela jamás escrita. 

Pero hay un pequeño problema: ¿qué hacemos con aquellos a los que no les gusta leer, ni en inglés ni en español ni en la lengua de Rosalía? Pues la verdad es que mis dotes de persuasión deben de ser mejores de lo que pensaba, porque el caso es que muchos de ellos acaban haciendo una visita a la biblioteca de la escuela, para buscar o bien una de mis recomendaciones, o bien algo más acorde con sus exigencias. A saber, un libro delgadito y, a ser posible, con la letra bien grande.

Naturalmente, un criterio tan gaseoso tiene que tener consecuencias, la principal de las cuales suele ser el aburrimiento. Porque si no te gusta leer, el libro más corto se te puede hacer interminable. Puedo disculpar esa reacción con El viejo y el mar (sí, esa novela breve es demasiado larga), o Desayuno en Tiffany's (algún día tendré que releerlo; creo que a mí también me aburrió). Más imperdonable me parece que no aprecien La muerte de Iván Ilych (sólo por eso suspendí de curso a esa alumna), mientras que, dados sus gustos, me sorprende que La perla (sin la joven, por favor) suela parecerles más que tolerable.

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Pa' comérselos, tan delgaditos

En todo caso, yo también aprecio la brevedad en la literatura. Es cierto que los novelones de más de 600 páginas, por los que siento predilección, le permiten a uno introducirse durante unos días en el mundo imaginado por el autor, y que, cuando salimos de él, tardamos un tiempo en volver a la realidad, embargados por una mezcla de gustirrinín y vacío anímico parecida a lo que podemos sentir al regreso de un largo viaje. Sin embargo, esa misma extensión de la novela nos obliga a entrar y salir de ese mundo constantemente y hacerlo, con demasiada frecuencia, a destiempo. Así, nos despedimos de Natasha para poner la lavadora, David Copperfield nos avisa de que nos bajamos en la próxima parada, dejamos a Hans Castorp ahí tosiendo y nos vamos al Mercadona. Sólo en muy contadas ocasiones podemos hacer un viaje de ese calibre de un tirón. En mi caso, me ha sucedido únicamente con Obabakoak, cuyas quinientas y pico páginas me zampé un domingo de lluvia, feliz de sacrificar para ello mi sagrada siesta dominical. Eran, claro, años de pisito de soltero, sin pañales ni visitas al parque infantil.

Son obvias, pues, las virtudes de la brevedad: no sólo cumple uno fácilmente con el engorroso trámite impuesto por el profesor de inglés, sino que además nos permite leer un libro entero sin anuncios. 

Oh, esto está muy bien

El mundo está lleno de grandes novelas breves. Ahí están El Gran Gatsby, Bartleby el Escribiente, El Corazón de las Tinieblas, o las ya mencionadas de Orwell, Steinbeck o Tolstoi, entre unas cuantas decenas más. Sin embargo, no se me ocurren muchos novelistas breves. Quien más quien menos, todo escritor que se precie siente en algún momento la necesidad de escribir una GRAAAAN novela, quizá porque intuyen que en ese mundo maravilloso llamado la Posteridad las pagan a tanto el kilo.

Pero haberlos haylos, y uno de ellos es el guatemalteco Eduardo Halfon.

En las últimas semanas, he estado apurando al máximo el tiempo de lectura del que disponía, pues, en cuanto empiezan las clases, con su preparación, sus redacciones, sus reuniones y su estrés, los libros, breves y extensos, buenos y menos buenos, se alargan mucho. Y en ese momento, los libros del señor Halfon me vendrán de perlas, pues sólo en septiembre me he llevado al huerto, sin contar otras lecturas, hasta cinco libros de este autor: Monasterio, Duelo, Signor Hoffman, El Boxeador Polaco y Biblioteca Bizarra, no recuerdo ya en qué orden. No me extenderé sobre ninguno de ellos por dos razones: la primera, en aras de la siempre elogiable brevedad. Y la segunda, porque no sería capaz de hacerlo sin repetirme no una ni dos, sino quizá cinco veces. 

 Signor Hoffman, Eduardo Halfon (Libros del Asteroide)

Eduardo Halfon es uno de esos escritores que han decidido convertir su vida en literatura. En efecto, en estos cinco libros tenemos un narrador llamado Eduardo Halfon que se parece mucho al autor, y los relatos que componen El Boxeador Polaco o los textos, más cercanos al ensayo, de Biblioteca Bizarra, por citar un par de ejemplos, giran, en mayor o menor medida, alrededor de episodios (muy parecidos a los) de la vida del autor. Que esta vida no sea especialmente rica en acontecimientos no es óbice para hacer con ella buena, a veces muy buena, literatura. Tampoco la repetición casi obsesiva de algún episodio, como el modo en que su abuelo consiguió salir vivo de Auschwitz, menoscaba en mi opinión la calidad de su obra. Repetirse bien es un arte. No todo el mundo sabe hacerlo sin provocar un uf otra vez por parte del lector que hojea un ejemplar en la sección de novedades. Vila-Matas sabe. Murakami, con sus gatos y sus platos de fideos con jazz de fondo, no. Y Halfon, en mi opinión, lo hace muy bien (naturalmente, hay opiniones para todo: a David Pérez Vega le gusta tanto como a mí; a Tongoy, ni fu ni fa). 

En otras palabras: leo a Halfon sabiendo lo que me voy a encontrar, porque lo que me voy a encontrar me gusta.

Cómo actuar ante una lluvia torrencial

Tu Rostro Mañana

Los libros del recientemente fallecido Javier Marías, tanto los mejores como los menos logrados, con frecuencia nos presentan también a un narrador muy parecido a Javier Marías, que a lo largo de quinientas o seiscientas páginas nos habla de la traducción, de lo que se cuecen los dones de Oxford, de la imposibilidad de conocer la verdad, y de la pulsión de convertir los secretos inconfesables en historias. Seguro que se os ocurren muchos otros escritores que con un par de obsesiones te llenan media estantería (no, ni Dickens ni Tolstoi; poco XIX hay en ese club). Pero frente a ese tipo de escritor, que no sé si llamar torrencial, tenemos al escritor goteo. Halfon, espécimen perfecto de esta variedad, exprime, nunca mejor dicho, esas tres o cuatro ideas que vertebran la obra de prácticamente cualquier autor, y con el material que otros convertirían en novela de varios domingos y mantita, nos regala cinco o seis gotas que quizá algún día den lugar a una estalagmita.

Desde luego, Halfon no se repite más de lo que lo hace cualquier otro autor. Cambian los títulos, cambian las historias, queda ese aire a "libro de fulanito". Quién sabe, a lo mejor he soltado todo este rollo para descubrir que hay una cosa llamada "estilo personal". 

En definitiva, y por abreviar, me gusta Eduardo Halfon porque habla de su abuelo, de sus viajes, de su casi imposible judáismo, de sus lecturas, de sus cigarrillos, de su emoción ante el nacimiento de su primer hijo, de las visitas que hace a sus tíos, de sus clases en la universidad, de literatura, y porque su nombre me hace pensar en mi tía Alfonsa.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

De noche, bajo el puente de piedra



Nos dice la contraportada que De noche, bajo el puente de piedra es una "historia de historias, relato de relatos". Y seguramente lo es, pero no creo que sea la mejor forma de describir lo que es este libro fundamentalmente: una novela. Formada a base de relatos, sí, cuya relación entre unos y otros, por lo menos al principio, no es del todo obvia, de acuerdo. Pero el poso que nos deja al final es el de Novela. Extraordinaria, bellísima Novela. Con una mayúscula, simplemente porque tampoco es cuestión de ponerse a gritar.

De noche...transcurre en la Praga de finales del siglo XVI y principios del XVII, una época y lugar en los que mi ignorancia se siente como en casa y que resultan ser de lo más interesantes. Praga era a la sazón la capital del Reino de Bohemia, y había sido residencia de varios Emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico. A pesar de ser, pues, territorio de fuerte tradición católica, el protestantismo iba ganando en aceptación, lo cual, unido a otras causas, desembocaría en 1618 en la Guerra de los Treinta Años. Antes de llegar a ella, sin embargo, Praga pasó por un período marcado por la inefable figura de Rodolfo II, Rey de Bohemia y Emperador del Sacro bla bla bla. 

El conocido retrato que hizo Arcimboldo de Rodolfo II

A este Rodolfo no le preocupaban demasiado los asuntos de la corte ni sus ramificaciones religiosas. Sobrino de nuestro Felipe II, Rodolfo era católico, y pasó sus años de formación en España, a pesar de lo cual su reinado se caracterizó por la tolerancia religiosa. Protestantes y, sobre todo, judíos podían vivir sin miedo, hasta el punto de que en aquellos años la vida cultural judía floreció en Praga como no lo había hecho hasta entonces. Baste decir que, a principios del siglo XVIII, en ningún lugar del mundo había tantos judíos como en Praga, donde representaban la cuarta parte de la población. 

A falta de interés en la política, la vida de Rodolfo II giraba en torno a sus grandes pasiones: las artes, la astrología y la alquimia.  Fue mecenas de numerosos artistas y científicos, y algunos de ellos, como Arcimboldo o Bartholomeus Spranger,  Kepler o Tycho Brahe, fueron acogidos en su corte. Tenía una notable colección de obras de arte en la que figuraban varios Durero y Brughel, y un célebre gabinete de curiosidades que incluía leones, tigres, águilas y osos.

Johannes Kepler y Rodolfo II

Muchos historiadores han achacado al aparente desinterés de Rodolfo por las cosas de palacio los desastres de su reinado, el más señalado de los cuales es la ya mencionada Guerra de los Treinta Años. Esa visión, sin embargo, ha cambiado en los últimos años, y ahora historiadores y biógrafos se inclinan por valorar su notable contribución al desarrollo cultural y científico del país, que ven como un factor clave en el desarrollo del Renacimiento en Bohemia. Esa mirada benevolente de los historiadores hacia sus filias se extiende también a sus fracasos políticos, que hoy se consideran más bien un loable intento fallido de crear un imperio cristiano unificado. 

Y diréis, ¿a cuento de qué la vida y milagros de este señor? Pues a cuento de que es uno de los protagonistas de esta soberbia obra literaria que es De noche, bajo el puente de piedra

La calle Rabínská, en el antiguo barrio judío de Praga

Aunque mucho menos conocido, otro de los grandes personajes de la época que se pasean por estas páginas es Mordecai Maisel (Mordejai Meisl en el libro), filántropo, prestamista y líder de la comunidad judía. A lo largo de su vida, el emprendedor Maisel llegó a amasar una inmensa fortuna. Su filantropía le impulsó a realizar obras de caridad, promover la construcción de hospitales, proveer de ropa a los más pobres, contribuir a la construcción de iglesias y sinagogas, y prestar dinero sin intereses a mercaderes en apuros. Es más, con el tiempo Maisel se convirtió de facto en el prestamista oficial de Rodolfo II, a quien prestó grandes cantidades de dinero a cambio de ciertos privilegios y oportunidades de negocio.

Siglos más tarde, Jakob Meisl (a éste le dejo el apellido como en el libro), estudiante de medicina y descendiente del legendario Mordecai, le cuenta todas estas historias a su alumno particular, que es nuestro narrador. En palabras de Meisl, ni los libros ni  los profesores son capaces de explicar los porqués y los cómos de la Historia, pues siempre dejan de lado el factor humano y el lado mágico de la vida. Así, por ejemplo, cuando los rebeldes bohemios perdieron la histórica batalla de Monte Blanco, ello no se debió a que tenían enfrente al conde Tilly ni al pésimo emplazamiento de su artillería, sino a que el caballero Peter Zaruba "no tuvo la sensatez de preguntarle al mesonero que le atendió: ¿cómo puedes ofrecer doce platos semejantes por solo tres gros? ¿Eso, amigo, es económicamente imposible! Y así perdió Bohemia su libertad y cayó en manos de Austria...".

Retrato de Mordecai Maisel

Las vidas de Mordecai y Rodolfo se cruzan en varios momentos, algunos de los cuales nos proporcionan unas páginas maravillosas. Como ya hemos dicho, Mordecai prestó grandes sumas al Rey, pero a estos dos personajes no sólo los unen los lazos económicos, sino que también hay de por medio una historia de amor cuyo origen y razón de ser sólo se nos revela al final del libro.

Estos saltos adelante y atrás en el tiempo, saltos que van desde la época del narrador hasta la infancia de un niño judío muy espabilado, pasando por la juventud de Rodolfo tras su regreso de la corte española y por las maquinaciones del chambelán Philipp Lang (otro personaje histórico que podría estar sacado de una película), dan una gran agilidad al relato y lo impregnan de misterio. A ello contribuyen también las otras grandes dualidades que nutren la historia. Así, De noche... se desliza por esa dimensión que se extiende entre el mundo de los sueños y el de la realidad, juega los conceptos de destino y azar, hace un esqueje entre un rosal y un romero, y toquetea los hilos que unen al mendigo más miserable con el emperador más sacro y más germánico.

Fotograma de El Golem (1920), de Paul Wegener

La novela, pues, está envuelta en lo que los gentiles con escaso conocimiento del misticismo judío podríamos definir como un ambiente cabalístico, que es otra manera de referirse al elemento mágico. De hecho, uno de los numerosos personajes históricos que vemos en la obra es el Rabino Loew, el destacado talmudista a quien la leyenda atribuye la creación del Golem, ese personaje de barro cuya misión era proteger a los judíos de Praga de ataques antisemitas y pogromos. En nuestra historia no hay golems, pero sí fantasmas, profecías, transmigración de almas o perros que hablan, pero mucho ojo, que a nadie se le ocurra hablar de realismo mágico. Por favor. Porque no.

De noche... es también una elegía al antiguo barrio judío de Praga, ciudad natal del autor. Si habéis visitado la ciudad, quizá os haya sucedido como a mí, que busqué en vano esas estrechas y oscuras calles del barrio judío, tan tortuosas ellas, por las que se paseaba el golem de Paul Wegener. Aquel histórico barrio, conocido como Josefov, fue en su mayor parte demolido entre 1893 y 1913, con el fin de hacer sitio a una remodelación de la ciudad al estilo del plan Haussmann que transformó París. De él sólo quedan en pie seis sinagogas, el viejo cementerio y el ayuntamiento judío, todos ellos parte del Museo Judío.

El barrio judío antes de su demolición. Los rincones tan kafkianos como éste ya no existen.

«A punto de concluir el siglo, cuando contaba quince años e iba al instituto —mal estudiante, siempre necesitado de preceptores—, vi por última vez el barrio judío de Praga, que ya no se llamaba así, sino la “ciudad de José”. Aún la recuerdo tal y como era en aquella época, con sus endebles casas apoyadas unas contra otras y casi en ruinas, con agregados laterales y delanteros que hacían las callejuelas aún  más estrechas. Esas callejuelas sinuosas y llenas de recodos que formaban un laberinto en el que me perdía irremisiblemente si no me andaba con cuidado. Oscuros pasadizos, patios sombríos, ventanucos y bóvedas como cuevas en las que los ropavejeros solían ofrecer su mercancía, pozos y cisternas  contaminadas por la enfermedad de Praga, el tifus, y en cada rincón, en cada esquina, una taberna en la que confluía el submundo de la ciudad.» 


Leo Perutz, nacido en Praga en 1882 de familia judía, fue una de esas mentes privilegiadas que fracasan en los estudios. Pese a un historial de resultados académicos mediocres, cuando no de expulsiones y abandonos, nos dejó, por ejemplo, además de libros tan magistrales como el que nos ocupa, fórmulas matemáticas que aún hoy se emplean en el cálculo estadístico. 

Trabajó en la misma compañía que Kafka, si bien en otra sede, y se relacionó con artistas de la talla de Kokoschka, Brecht o Werfel (de quien un día de estos hablaremos), entre otros. No tuvo, al igual que su imperial personaje, demasiado interés por la religión. Sin embargo, como para los nazis la falta de fe no era un atenuante, nuestro amigo decidió, ante lo que se le venía encima a Europa, trasladarse a Tel Aviv. Poco amigo del sionismo y de cualquier tipo de nacionalismo, no se puede decir que celebrara la creación del estado de Israel. De hecho, nunca llegó a sentirse a gusto aquel país e intentó repetidamente regresar a Austria. No fue hasta 1950 cuando el país que, como veíamos aquí, se consideraba víctima del nazismo le permitió volver y recuperar la ciudadanía austriaca. Pero no encontraría editor para sus cuentos, tildados de excesivamente judíos. 

Una edición en inglés muy bonita

Hay quien ve en la Praga de De noche..., publicado en 1953, una representación alegórica del holocausto y de la vida del autor. Personalmente, pese a haberlo leído dos veces seguidas (y las que vendrán), no he visto tan claramente dicha alegoría. Pero es que este libro tan rico, sugerente y hermoso merece tantas lecturas que vete tú a saber qué encontraré en él la próxima vez.


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