lunes, 29 de febrero de 2016

El acto de matar



Llevábamos media hora viendo The act of killing y mi mujer dijo que ya no podía más. Es una película impresionante, vino a decir, una historia increíble y tiene un planteamiento completamente original, pero ya he captado la idea, no puedo seguir.

Es posible que la maldad sea en algunos casos difícil de entender. Quizás, tras lo que vimos en el siglo XX y lo que estamos viendo en los comienzos de éste, la forma más sencilla que hemos encontrado para entender el mal sea aceptar no sólo que éste forma parte de nosotros, sino que cualquiera de nosotros puede ser capaz de cometer las mayores atrocidades imaginables. O, dándole la vuelta, que los actos más viles y salvajes son con frecuencia cometidos por personas con las que, en otras circunstancias podríamos haber compartido una cerveza y unas risas. Naturalmente, uno puede elegir entre otras muchas explicaciones, pues, sea el egoísmo, el fanatismo o la ausencia de valores, éstas nunca van a faltar.

Tráiler de The act of killing

Viendo The Act of Killing uno no puede evitar plantearse esa pregunta. ¿Qué lleva a un hombre que ha asesinado a sangre fría a centenares de personas, a celebrar y vanagloriarse de esos asesinatos, aún cuarenta años más tarde, con risas y al ritmo de un chachachá? Quizá ese propio hombre, llamado Anwar Congo, un seductor verdugo convertido en héroe, que de héroe pasa a payaso y de payaso a víctima, podría respondernos. Pero quizá no sea esa pregunta la que más le interesa al director, Joshua Oppenheimer.

Esta impresionante película recupera para la avergonzada memoria de la humanidad uno de esos genocidios que caracterizaron el pasado siglo y que, como otros, cayó en el olvido de todos salvo sus víctimas y familiares. En Indonesia, en 1965, tuvo lugar un fallido golpe de estado instigado, según la versión oficial, por el Partido Comunista de Indonesia, lo que dio pie, posteriormente, a la toma de poder por parte del general Suharto y a la represión brutal de los miembros del Partido Comunista y de cualquiera sospechoso de simpatizar con ellos. Todo ello, mientras occidente miraba a otro lado. Al fin y al cabo, estábamos en el momento más gélido de la Guerra Fría.

Joshua Oppenheimer junto a algunos de los protagonistas


El director no se centra en la historia de las matanzas. De hecho, en palabras del propio Oppenheimer, The act of killing no es un documental histórico, sino una película sobre la impunidad. Por ello no encontraremos testimonios de las víctimas. Asimismo, de los acontecimientos políticos que condujeron a aquellas matanzas no se nos ofrece más que la mínima información necesaria para poder entender quién se enfrenta a quién. O mejor dicho, quién secuestra, tortura, mutila y asesina a quién. Y lo hace con un truco narrativo, por llamarlo de alguna manera, nunca visto antes en un documental de esta naturaleza.

 Cuando se encontraba en Indonesia preparando el rodaje de un documental sobre un sindicato en una plantación en el norte de Sumatra, Oppenheimer observó que la gente no se atrevía a hablar. Descubrió que el origen de ese miedo se remontaba a cuarenta años atrás, y así fue cómo empezó a interesarse por las Masacres de 1965. Tras numerosas conversaciones y entrevistas con hasta cuarenta miembros de los escuadrones de la muerte indonesios, llegó hasta Anwar Congo, un hombre cuyo carácter campechano y aspecto de inusitada longevidad nos recuerda a los músicos de Buenavista Social Club. Oppenheimer consigue convencer a Congo para que se embarque en su proyecto de contar al mundo su versión de lo que ocurrió durante aquella siniestra época. Y claro, la versión de un verdugo es la que es, pero aquí entra en acción el genio del director...



 La organización paramilitar Pemuda Pancasila. Sobra todo comentario



... o no. O quizá sea el genio de la vanidad. O el de la imaginación.

Oppenheimer convence a Congo para que le hable de su modo de trabajo, y Congo se pone en contacto con sus colegas de torturas para recordar los viejos tiempos. Cuenta el director en una entrevista que el primer verdugo al que entrevistó le dijo: "deje que le muestre cómo maté a las Gerwani (el Ala de Mujeres Comunistas)". Acto seguido, el verdugo hizo venir a su esposa para recrear aquel crimen. "¿Qué está pasando aquí?", se preguntó Oppenheimer. Porque a partir de aquel momento esta reconstrucción de los crímenes se va desarrollando y haciendo más compleja y sofisticada, se convierte en el núcleo de esta extraordinaria película, y marca, probablemente, un hito en la historia de los documentales. 

Congo demuestra su habilidad con el alambre. Segundos después se marcará un chachachá, y el estrangulado dirá de él: "he aquí un hombre feliz"

Ver actos violentos reales es siempre desagradable. Cuando vemos escenas de asesinatos, torturas o ejecuciones en una película de ficción, la conciencia de que esa violencia no es real y esa sangre no es más que ketchup puede ayudarnos a soportarla. En The act of killing ese distanciamiento que produce la ficción es doble, ya que las escenas de tortura ni siquiera aspiran a ser ficticias. Es decir, en lugar de tener actores simulando una tortura real, tenemos a unos verdugos que discuten sobre el mejor modo de filmar un asesinato, mientras la víctima, con la navaja al cuello, sonríe a la cámara. Nada podría ser más falso. Pero lo que hace estas escenas tan difíciles de soportar es, precisamente, que sabemos que fueron reales. No tenemos, pues, el conocido recurso narrativo de la ficción dentro de la ficción, sino la realidad dentro de la realidad. Vemos a los asesinos gritar ¡corten, corten!, vemos a las víctimas levantarse, vemos a asesinos y asesinados comentando la jugada, pero vemos también a los niños, incapaces de entender el juego, llorando aterrorizados al ver a su abuelo golpeado y su aldea ardiendo.

 La glorificación televisiva (en un programa regional que indigna a los propios indonesios) de los asesinos

Poco a poco, como decía más arriba, el juego de la imaginación se va haciendo más sofisticado. De la reconstrucción de las sesiones de tortura pasamos, por ejemplo, a la filmación de las pesadillas de Congo. Sí, el verdugo admite que no ha dejado de tener pesadillas, y sitúa su comienzo en el día en que decapitó a un hombre y no le cerró los ojos, que no han dejado de mirarle desde entonces.

Pero si The act of killing es una obra maestra del cine documental, es evidente que no lo es sólo por mostrarnos la impunidad de un puñado de asesinos, así como la vergonzosa connivencia de un gobierno gangsteril. Su planteamiento, como ya hemos señalado, es pionero en el género y permite al director enfocar la historia de este genocidio como un estudio de la culpa, del remordimiento, de la vanidad, del modo en que funciona nuestra memoria, y de los mecanismos que empleamos para intentar defendernos de los fantasmas de nuestra conciencia. Anwar Congo se convierte así en mucho más que un vulgar ratero devenido sádico asesino que no sabe ni por qué mata. De hecho, hay quien ha relacionado la película con la obra de Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann. "Los actos fueron monstruosos, pero quien los cometió era una persona normal y corriente, ni diabólica ni monstruosa".

Gracias por haberme ejecutado

Cuando mi mujer se levantó para irse a la cama, me preguntó incrédula si pensaba seguir viendo esta película. Sí, le dije. Supongo que habrá algún tipo de desarrollo, no creo que sea simplemente una colección de escenas de tortura. Y efectivamente, lo hay.

En el rodaje de las diferentes escenas los verdugos hablan y discuten, entre otras cosas, sobre la conveniencia o no de realizar este documental. Todos ellos aman el cine, y afirman que se inspiraban en las películas de gángsters para algunas de sus ejecuciones. A uno de ellos el rodaje de este documental no le parece buena idea, ya que dañará su imagen, mientras que otro, Herman Koto, responde que es "la verdad" y la gente tiene derecho a conocerla. Algo parecido sucede cuando, en la reconstrucción de la masacre de una aldea, el ministro de (si no recuerdo mal) deportes, que está presente, sugiere, dirigiéndose a todo el equipo, que quizá esa escena sea mala para su reputación, pero al cabo de unos segundos se desdice y ordena que no se destruya esa escena, para que el mundo sepa que Pancasuli (la organización militar más grande de Indonesia, de la que todos estos asesinos son miembros) pueden ser aún más fieros. Y mientras todos ellos hablan, observamos que Congo cada vez guarda más silencio, y Oppenheimer nos lo muestra en algo que podrían ser momentos de reflexión.

 Congo viendo con sus nietos una escena de tortura

En este juego de realidad dentro de la realidad, surge, como en la obra de teatro a la que el rey Claudio asiste en Hamlet, la verdad. Un hombre que está a punto de participar como víctima en una escena de tortura cuenta entre risas cómo su padrastro fue asesinado por un escuadrón de la muerte. Recuerda que nadie, ni vecinos ni amigos, les ayudó a recoger el cadáver que estaba tirado en la calle, ja ja ja. ¿Tanto odiaba a aquel hombre o, sencillamente, aún hoy es incapaz de reprochar nada a los asesinos? Comienza el rodaje de la escena, y el hombre, que interpreta a alguien que sabe que va a morir, llora. Pero ese llanto, esas lágrimas y esos mocos son reales. Congo se lo mira en silencio. Más tarde él mismo se prestará a hacer de víctima en una escena parecida.

Como podéis ver en el póster que abre esta entrada, la película recibió numerosos galardones. Naturalmente, no se libró de algunas críticas, relativas, sobre todo, a la fidelidad a los hechos, a la línea entre realidad e imaginación, y a la manipulación por parte del director. En mi opinión, dichas críticas son injustificadas, pues parten de una premisa errónea: la de que estamos ante un documental al uso.

Y no penséis que os he contado demasiado. En absoluto. Como obra maestra que es, The act of killing esconde mucho más.





martes, 16 de febrero de 2016

Petróleo y sangre en oriente



El índice de Petróleo y sangre en oriente es una auténtica fiesta. Ved si no qué títulos: "El último templo de Zaratustra", "Príncipes del petróleo", "La revuelta de los leprosos", "Los judíos salvajes", "La ciudad del agua roja", "La tumba de Tamerlán el tullido y la capital Samarkanda", o "Con los adoradores del diablo", por mencionar sólo unos pocos.

Otro motivo de celebración es que por fin alguien se haya decidido a reeditar algunas de las obras de Kurban Said, Lev Nussimbaun o Essad Bey, que, como ya dijimos en algún momento, son la misma persona. Hace poco hablábamos de Ali y Nino, publicada por Libros del Asteroide, pero de la reedición de la obra que nos ocupa y, próximamente, de su biografía de Stalin, se ha decidido encargar la editorial Renacimiento, que servidor desconocía y que tiene, la verdad, un catálogo de lo más interesante.

Así pues, regocijémonos por doble motivo.

 Éstos amenazan con convertirse en habituales de este blog

Petróleo y sangre... cuenta, en esencia, la historia que nos contaba Tom Reiss en la primera parte de su monumental biografía, con la diferencia de que aquí dicha historia se nos narra de primera mano. Estamos, por tanto, ante unas memorias con algo de fabulación por parte de un autor siempre huidizo y enigmático. En ellas, Bey, extraordinario contador de historias, nos cautiva desde la primera línea con su sencilla pero evocadora descripción de la ciudad que lo vio nacer, y que nos conduce al día en que su padre, magnate del petróleo, conoció y se casó con su madre, revolucionaria a la sazón encarcelada por sembrar la agitación entre los obreros. La historia comienza de esta guisa:

Hace cuarenta años, Bakú no era más que una pequeña ciudad perdida en el desierto. No existían aún las calles europeas, y hubiera sido inútil querer buscar un refugio contra los rayos implacables del sol bajo la sombra raquítica de algún árbol agostado por la sequía.

A partir de ese momento, Bey combina el canto de tono elegiaco a Azerbaiyán con el progresivo avance del bolchevismo, que amenazaba directamente a su familia, y con la huida del autor y su padre a través del Cáucaso hasta llegar a Berlín. Curiosamente, después del primer capítulo, la revolucionaria madre no vuelve a ser mencionada en toda la historia.

Una calle de Bakú en los años 20

Lo más fascinante de este libro es, sin duda, el retrato apasionado que hace el autor de su tierra, retrato en el que, a modo de un moderno Heródoto, Bey mezcla hechos verídicos con historias que ha oído y con viejas leyendas, sin llegar nunca a separar claramente las tres categorías. El mundo que nos presenta es el de un Azerbaiyán que ya entonces era una tierra casi mítica, pues pocos occidentales se habían aventurado por ella más allá de Bakú. Así, si bien, por la mencionada mezcla de historia y leyenda, muchos tildan Petróleo y sangre...  y otras de sus obras de documentos poco rigurosos, para este lector la obra representa, además de un gran relato de aventuras, una fuente de apasionante información sobre una tierra, unos pueblos, costumbres y mitos de los que, de otra manera, jamás habría tenido conocimiento. Y esto es a veces frustrante para el lector que quiere adentrarse un poco más en esas historias, sean verídicas o legendarias, qué más da.

El problema que se nos presenta al buscar más información radica, posiblemente, en la fantasía de Bey, pero también, en parte, en la transcripción de algunos términos de origen turco, azerbaiyano o armenio. Aun así, he buscado de todas las maneras posibles información al respecto, por ejemplo, de los jassaien, pero, con una excepción (un estudio alemán titulado "Las amazones del cáucaso. La verdadera historia y el mito"), los escasos resultados nos remiten a este libro o al de Reiss. Tampoco cabe extrañarse, si lo que dice Bey es cierto:

Los jassaien habitan al norte del territorio de Sakataly; pero el angosto defiladero donde están establecidos no tiene nombre conocido. Los vecinos llaman simplemente a los jassaien "la tribu de las doncellas", o "el pueblo que no conoce su origen", ya que una de las más extrañas particularidades de esta raza es la total ignorancia de su pasado, quizá porque carecen totalmente de él.

Helenendorf, un trocito de Alemania en el Cáucaso

Algo parecido sucede con la tribu de los aisoren (aicoren en la versión del traductor), transcripción que proporciona muy pocos resultados relevantes, pero los suficientes como para sugerir que el autor no nos habla de aves fénix ni de hombres de dos cabezas, sino de hechos con una base real a los que, paradójicamente, resulta mucho más difícil llegar a conocer que aquéllos. Al respecto de estos aicoren, nos dice Bey:

También hacia el sur, junto a la frontera persa y en un lugar despreciado por los turistas, esconden sus costumbres maravillosas muchas razas singulares apenas conocidas de la humanidad. Allí vegetan los aicoren, que no pasan de mil, y que son considerados como los últimos y únicos descendientes verdaderos de los poderosos asirios. Hablan un purísimo dialecto semita; son nestorianos (antigua secta cristiana), tienen un tipo marcadamente judío y son los seres más dulces y pacíficos de oriente.

 Templo yazedí en Lalesh, al norte de Irak

Lejos de dar rienda suelta a la fabulación más extraordinaria y sensacionalista, en el caso de los "adoradores del diablo", Bey, por el contrario, resiste esa enorme tentación y nos presenta una descripción justa y bastante precisa. Así habla el autor de los yazidíes:

Esta religión no tiene nada que ver con las misas negras y satanismo europeo. Los jeziden son gente sencilla y pacífica; temen al sol y adoran al demonio en forma de un dorado pavo real.

Hoy se considera que esta deidad en forma de pavo real no representa para los yazedíes la figura del diablo, sino un ángel rebelde al que ellos reverencian por su carácter independiente. Su nombre es Melek Taus, uno de los siete arcángeles a los que, según la tradición yazedí, Dios encargó el cuidado de su creación. Cuando, más tarde, Dios creó a Adán, ordenó que los arcángeles se postraran ante él. Melek Taus se negó a ello, en un episodio casi idéntico al de Shaytán, el diablo en el Islam, lo que contribuyó a su estigmatización y persecución a lo largo de los siglos. Hoy los yazedíes están siendo masacrados por Isis, que los siguen considerando adoradores del diablo.


Oficiales de la División Salvaje

En ocasiones, las gentes de las que nos habla Bey son, como en el caso de los yazedíes, bien conocidas de los historiadores, aunque algunos de los hechos que les achaca son más difíciles de documentar. A este respecto, hay que hablar de la temible División Salvaje. Era ésta una división del Ejército Imperial Ruso compuesta casi exclusivamente por voluntarios musulmanes procedentes de Chechenia, Ingusetia, Daguestán o Azerbaiyán entre otros, y que permaneció fiel al zar durante la Revolución rusa. Pues bien, hablándonos de un amigo suyo, nos dice Bey:

Memed fue al colegio, se hizo un gran estudiante y la ciencia, sin duda, le empujó a la más negra melancolía. En el año 1918, al poco de estallar la revolución soviética, abandonó la escuela para ingresar en la división de los Salvajes. Estaba formada por los hijos de las mejores familias de Azerbaiyán, y era famosa porque los soldados atacaban a mordiscos a sus enemigos.
Todos ellos tenían la rara habilidad de desgarrar a dentelladas la garganta de sus víctimas. Ni que decir tiene que pertenecer a ese glorioso regimiento era mi sueño dorado, y que envidiaba sinceramente a Memed...

 La División Salvaje enfrentándose al ejército austriaco en la Gran Guerra

Que la División Salvaje era despiadada nadie lo cuestiona, pero no he encontrado más referencias a sus habilidades dentales. En todo caso, la proximidad de este regimiento a la ciudad es señal de lo feas que pintaban las cosas para los Nussimbaum.

Muy cerca de la ciudad acampaban los restos desmovilizados del ejército ruso, sobre los que ejercían, y no sin resultados,su perniciosa propaganda los comunistas del barrio obrero. Pronto empezó a verse por las calles de Bakú a soldados desharrapados, provistos de armas nuevecitas, contemplando descaradamente los palacios de los magnates del petróleo, o borrachos perdidos en las tabernas, dando mueras al capitalismo. Los nacionalistas armenios, a las órdenes de Adronik y Stepa Lalai, habían formado un ejército disciplinado que se hallaba muy interesado en que el Gobierno llevara a cabo su plan de barrere derusos el país. Así las cosas, llegó a la ciudad la división de los Salvajes (...). Tres eran, pues, los peligros que amenazaban a la ciudad en forma de tres ejércitos antagónicos.

Bukhara


Como ya he mencionado más arriba, el libro combina el retrato del Azerbaiyán más indómito con la huida de narrador y su padre a través de desiertos y montañas, a veces salvados y a veces a punto de ser ejecutados por el pachá o el bandolero de turno. Algunas de sus peripecias, naturalmente imposibles de comprobar y por lo tanto merecedoras del descrédito de los historiadores, son no obstante dignas de la mejor novela de aventuras, y es precisamente su propio carácter absurdo, cuando no surrealista, lo que les confiere más credibilidad. Deléitense con este fragmento de la narración del secuestro del autor:

Las negociaciones entre los armenios y mi padre duraron cinco días. Al principio pidieron mis carceleros el medio millón de rublos, petición que, como es natural, fue rechazadade plano.Entonces el jefe de la banda se presentó de nuevo para rogarme que escribiera otra carta al autor de mis días, pues si éste insistía en su actitud, tendrían que matarme. Cuando hube escrito la importante misiva, el gordo me propuso cortarme una orjea para enviársela a mi padre, y así hacer que accediera a mis pretensiones; como podía suponerse, en ese punto me negué en redondo a complacerle.

Y así siguen las aventuras del narrador, en un crescendo paralelo a la progresiva desaparición del viejo Azerbaiyán, con historias como la de Ármin Vámbery (quien, al igual que el autor, era un judío orientalista) a punto de ser decapitado por el último emir de Bujara; con la revuelta de Ganja contra el avance bolchevique; con la descripción de Helenendorf, un pedazo de Alemania en pleno Cáucaso; y con incontables y fascinantes historias y personajes que hacen de esta lectura una auténtica gozada. Os dejo con un caramelito más.

Abandonamos los territorios de Yafar Kan con la firme esperanza de llegar rápidamente a Enseli, donde obtendríamos noticias frescas de Bakú. Nuestra caravana había aumentado considerablemente, pues se nos unió una familia rusa que venía huyendo del Turquestán. Una grave contrariedad nos salió al paso; el territorio estaba asolado por la revuelta de los Dschengelis a las órdenes del apóstol revolucionario, Mirza Kutschuk Kan...



miércoles, 3 de febrero de 2016

Gachas de alforfón



Una de las joyitas de mi biblioteca es el libro infantil Ленин и дети, es decir Lenin y los niños, que compré en Moscú hace casi un cuarto de siglo. Por aquel entonces, como todo el mundo sabe, la presencia de Vladimir Ilich Ulianov era ubicua en todos los aspectos de la vida del ciudadano soviético, y la literatura infantil no era una excepción. En consecuencia, el aura divina que envolvía al, sin embargo, entrañable y campechano Vladímir hacía poco menos que imposible que un niño solitario e inseguro no llegara a enamorarse de él. Y eso es lo que le sucedió a Gary Shteyngart, el autor de estas divertidas y emotivas memorias. 

Se podría decir que no es un hombre guapo, pero es un hombre muy serio. Tal vez llegara a reírse alguna vez, pero si fue así, yo nunca lo vi. Nadie se cruza por la calle con Vladímir. Y nadie se toma a broma sus ideas. Su nombre completo es Vladímir Ilich Lenin, y yo lo adoro.

 El corro de la patata, momento cumbre de Lenin y los Niños

La gestación de un escritor es la más larga del mundo animal, y es muy difícil determinar en qué momento tiene lugar la concepción. No obstante, parece bastante claro que en el caso de Shteyngart, todo empezó con la lectura de El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf, con el amor por Lenin y con la pasión por el queso, un queso soviético "muy duro, grueso y amarillento".Y así, cuando su abuela Galia descubre la gran afición de Ígor (el nombre del autor antes de americanizarlo como Gary) por la lectura, le hace la siguiente propuesta: 

Por cada página que escribas -me dice-, te daré un taquito de queso. Y por cada capítulo que termines, te haré un sándwich con mantequilla y queso.

Y así nació Lenin y el ganso mágico, la primera obra de un escritor en ciernes.

Pero antes de que el pequeño Ígor llegue a convertirse en escritor, tienen que pasar muchas cosas, algunas de ellas muy gordas. Por ejemplo, que esta familia de judíos soviéticos emigre a los EEUU gracias a un acuerdo entre Jimmy Carter y Leónidas Brezhnev para intercambiar judíos por cereales y tecnología. Atrás queda entonces la familia de la madre, el camarada Lenin, el queso correoso y la tranquilidad que da la certidumbre de la mentira. Por delante, la vida con unos padres permanentemente abocados al divorcio, el estigma de provenir del imperio del mal, y la incertidumbre consustancial a occidente. 

Mi padre y yo estamos sentados sobre la fea colcha de nuestro apartamento. (...) Y mientras tanto él me cuenta todo lo que sabe. Todo era mentira. El comunismo, el Lenin latino,la liga juvenil del Komsomol, los bolcheviques, el jamón con demaiada grasa, el Canal Uno, el Ejército Rojo, el el´ctrico olor a caucho en el metro, la contaminada neblina soviética que flotaba sobre los perfiles estalinistas de la Plaza de Moscú, todo lo que nos dijimos, todo lo que fuimos.

Nos estamos pasando al enemigo.

-Pero, papá, el Tupolev 154 sigue siendo más rápido que el Boeing 727, ¿no?
En tono tajante:
-El avión más rápido del mundo es el Concorde SST.
-¿Es uno de nuestroa aviones?
-No. Pertenece a British Airways y Air France.
-Entonces... Eso significa... Quieres decir...

Ya somos el enemigo.

 Nueva York, 1976. Salvad a los judíos soviéticos

Los Shteyngart no tardan en descubrir que también en América la mentira tiene las patas muy largas. Se dan cuenta de ello cuando, por uno de esos maravillosos golpes de suerte que a veces acontecen en el mundo capitalista, les cae del cielo una fortuna. El feliz acontecimiento se les comunica en forma de carta: "¡¡¡SR. S. SHITGART, ACABA DE GANAR UN PREMIO DE DIEZ MILLONES DE DÓLARES!!!" Los Shteyngart se lo creen, y esa tragicómica escena refleja perfectamente el tono del libro, donde abundan los momentos en que uno se indigna y se compadece de las vicisitudes por las que pasa nuestro héroe y su familia, al tiempo que no puede evitar reírse de su ingenuidad. Shteyngart va un poco más lejos en su autoironía, que cabría casi llamar autoburla, y parece no importarle que el lector se ría tanto con él como de él, pues él es el primero en hacerlo. Naturalmente, en ello hay también una buena dosis de narcisismo, como muy bien señala el Dr Franzen (sí, Jonathan) en este divertido book trailer de la obra.


Cuando estuve viajando por Argentina, un día, buscando un hotel barato en Buenos Aires, me presenté en una especie de pensión llamada, si no recuerdo mal, "hotel rosa", que me imagino que existe en todas partes, y que consiste en un lugar donde van las parejitas a a refocilarse durante un par de horas. El recepcionista, al verme ahí, solito con mi mochila, preguntando por una habitación, debió de confirmar sus prejuicios sobre la estupidez de los gallegos. Y es que enfrentarse a una cultura desconocida es arriesgarse a hacer el ridículo, la peor pesadilla de los españoles. No así, afortunadamente, de Shteyngart, que con su retrato de la experiencia del emigrante, o, sencillamente, del que se encuentra perdido en una cultura extraña, nos proporciona momentos tan divertidos como el día en que su padre lo llevó al cine a ver "una película francesa, de modo que debe de ser muy culta". 

La película se titula Emmanuelle, las alegrías de una mujer y puede ser interesante averiguar lo alegres que están esas mujeres francesas, sobre todo si se tiene en cuenta su exquisito patrimonio intelectual ("Balzac, Renoir, Pissarro, Voltaire", me recita mi padre mientras vamos al cine).

(...) Los siguientes ochenta y tres minutos discurren con la peluda mano de mi padre tapándome los ojos y la hercúlea tarea que me impongo de intentar quitármela de encima. (...) A pesar de los esfuerzos de mi padre, ese día consigo ver en la pantalla unas siete vaginas, siete más de las que conseguiré ver en muchos años.


La tragedia del inmigrante, que tan de cerca podemos observar estos días, no se limita a las penurias económicas o a la discriminación sufrida en el país de acogida. Con frecuencia, y sobre todo entre la segunda y tercera generación, el verdadero conflicto es el que atañe a la identidad personal. Shteyngart se enfrenta a dicho conflicto en más de un frente. Así, no sólo se esfuerza en deshacerse de su origen como ciudadano soviético y lucha durante años por quitarse de encima su acento de malo de la película, sino que percibe incluso su condición de judío como un castigo. Gary, que se ve obligado a vestir ropa donada, se siente atormentado por su pobreza en un colegio hebreo lleno de pijos, y mortalmente aburrido por el estudio del hebreo. Y la cosa sólo puede ir a peor: 

Al año siguiente, me hacen el regalo que todos los niños esperan: una circuncisión. 


 El autor ante la estatua del "Lenin latino", vívido recuerdo de su primera infancia

Así como hoy el cine vive un festival de remakes y precontracuelas, durante la década de los 80 uno de los recursos preferidos de los productores norteamericanos era la propaganda antisoviética. No sólo películas como Rambo o Rocky IV, sino títulos bastante más explícitos como Amanecer rojo o Escorpión rojo, arrasaban en la taquilla. Esta paranoia colectiva también tuvo consecuencias para nuestro héroe, a quien los matones de la escuela hebrea apodaron el "jerbo rojo", entre otras lindezas. No debe sorpender, pues, el mecanismo de defensa que adoptará nuestro héroe. Su padre, de manera comprensible, habiendo disfrutado toda su vida del paraíso comunista, se ha convertido en un republicano a ultranza y reaganista hasta la muerte, mientras que, a los once años, el propio Gary se enamora de Reagan, se suscribe a una revista de corte conservador, y es nombrado miembro de pleno derecho por la Asociación Nacional del Rifle. Unos años más tarde, lo tenemos participando como voluntario en la campaña presidencial de George Bush padre. Pero parece que ni eso basta para desprenderse de su sovietez, su judaísmo y su aura de perdedor. El día de las elecciones, en el cuartel general del partido, donde Gary sueña con conocer a una chica republicana rica, blanca y decente, las dos rubiazas que se le acercan le piden un ron con coca-cola.

A Shteyngart no le preocupa que saquen su perfil malo en las fotos

Los años de universidad de Shteyngart están marcados por la virginidad crónica, por el consumo  de alcohol y marihuana a mansalva, y por el desesperado intento de integrarse, de tener un grupo, de dejar de ser un bicho raro. Y ése es, en mi opinión el tema central del libro. Algunos (entre ellos el propio Shteyngart, que se equivoca) han señalado que Pequeño fracaso es la historia de la vocación literaria del autor. Otros se inclinan por el contraste entre el país de los sóviets y los EEUU, y una visión personal y certera de los 80 y los 90. No faltan los que dicen que, ante todo, este libro es una declaración de amor a la ciudad de Nueva York. Evidentemente, todo ello es cierto, pero lo que hace que tantos lectores se identifiquen con este judío neurótico, feúcho, peludo, bajito y perdedor es su perfecto retrato del miedo que tiene el niño perdido en un mundo incomprensible, de la cándida pasión y el desconcierto del adolescente acomplejado que anhela dejar de ser un chihuahua solitario, y del adulto que acaba aceptando la vida como es, a sus padres como son, y a su tierra de origen como fue.

Doy aquí un gran salto por encima de muchas páginas divertidas, memorables, embarazosas, trágicas e incluso violentas, que me han hecho pasar muy buenos ratos, pero que prefiero dejar que descubráis por vosotros mismos. Y aunque son tantas que, al repasarlas, me dan ganas de volver a leer este libro, hay que decir, no obstante, que es probable que el estilo, o mejor dicho, la personalidad (uno y otra son inseparables en este autor) de Gary Shteyngart no sea del gusto de todos los lectores. ¿Verdad que conocéis a alguien que detesta no ya las películas, que también, sino la sola mención del nombre de Woody Allen? A Shteyngart se le ha comparado con el cineasta, y es cierto que ambos parecen compartir la idea de que no hay nada más serio que el humor, pero también es cierto que si Allen te pone de los nervios con su neurosis, su ingenio y su verborrea, Shteyngart no es para ti.

Leningrado en 1972, año de nacimiento de Shteyngart

A modo de despedida, merece mención especial, en primer lugar, el soberbio e impresionante último capítulo. Aquí Shteyngart, sin ponerse en absoluto solemne, sí abandona el tono irónico, sarcástico o, sencillamente, despiadado, de las páginas anteriores y regresa con sus padres a su ciudad natal, hoy tan diferente de la que conoció como el nombre San Petersburgo lo es de Leningrado. Se trata de un emotivo viaje a la memoria familiar, e incluye en su itinerario algunos de los recuerdos más triviales de nuestra infancia, que, como sabemos, acostumbran ser los que más nos marcan. Shteyngart se reconcilia con sus orígenes, con el trágico pasado de su padre, y con un doloroso recuerdo que hasta ahora era incapaz de comprender y que, en un círculo perfecto, nos lleva de nuevo a esa librería neoyorquina en la que, en la escena inicial, el autor sufre un inexplicable ataque de pánico.
Y quiero destacar, en segundo lugar, la impecable traducción de Eduardo Jordá, algo digno de celebrarse en los tiempos que corren.

Quizá algunos consideren Pequeño fracaso una lectura interesante y divertida. En mi opinión, Shteyngart ha conseguido mucho más, aunque de ello me ha dado cuenta sobre todo al terminar la lectura y volver la vista atrás. Como sucede con la vida misma.

Y por cierto, las gachas de alforfón son un desayuno exquisito.

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