jueves, 28 de septiembre de 2017

Barcelonadas


A diferencia de los designios del Señor, los caminos que nos llevan a emprender una lectura son casi siempre perfectamente escrutables. ¿Qué se puede hacer cuando unos despreciables y estúpidos asesinos causan una masacre en tu ciudad? Miles de personas decidieron salir a la calle y gritar que no tenían miedo; otros, llenar de velas y recuerdos el mosaico de Miró en las Ramblas; y unos pocos, muy ruines y ruidosos, sacar tajada política. Pues bien, a mí no se me ocurrió más que refugiarme en la literatura sobre Barcelona. Podía haber recuperado la inolvidable Últimas tardes con Teresa, a mi juicio la gran novela sobre Barcelona, o haberme puesto de una vez con Vázquez Montalbán, sobre el cual no sé si alguna vez podré opinar. Finalmente, sin embargo, opté por abrir un par o tres de libros que rodaban por casa desde hacía décadas.

El primero de ellos fue La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. Nos cuenta Mendoza en este libro dos historias: una, la del protagonista, Onofre Bouvila, un hombre de origen humilde que, apenas todavía un chaval, deja el pueblo y se va a la ciudad, dispuesto a ganarse la vida, prosperar por los medios que sean necesarios y amasar la fortuna que su padre, indiano fracasado, no pudo conseguir en Cuba. Eran tiempos en que todavía no se había inventado la adolescencia, y uno pasaba de niño a hombre como quien pasa la página del periódico. Por eso puede parecer chocante la edad de Onofre, de tiernos trece años, en el momento en que llega solo a Barcelona y se hospeda en una pensión de mala muerte. Es posible que Mendoza estirara tanto la precocidad del protagonista por exigencias del guión, dado que la historia se sitúa entre las dos exposiciones universales celebradas en Barcelona en 1888 y 1929, un lapso de más de cuarenta años en el que Onofre debe llegar a lo más alto y luego ver qué hace una vez allí.

Un reparto desacertado. Olivier Martínez es un soseras, y a Delfina, una chica que en el libro es descrita como poco agraciada, la interpreta nada menos que Emma Suárez

La segunda historia que nos cuenta es, por supuesto, la de Barcelona a través de los años en que, ya derribadas (cayeron en 1854) las murallas que durante siglos la habían aprisionado, la ciudad empezó a crecer y desarrollarse de manera vertiginosa. La exposición de 1888 debía de servir, pues, para colocar a Barcelona definitivamente en el mapa. Sin embargo, eran aquéllos, como hoy, por desgracia, años convulsos en la condal ciudad. En aquella Barcelona donde miles de obreros se hacinaban en barrios infectos construidos de la noche a la mañana, las ideas comunistas y anarquistas encontraron un caldo de cultivo ideal para su propagación. Y en ese caldo de cultivo, los gérmenes como Onofre Bouvila se movían como pez en el agua. Así, Onofre se dedica a todo tipo de trapicheo hasta que, poco a poco y gracias a algún que otro golpe sonado, se convierte en un respetado rey del hampa barcelonés.

Mendoza combina con absoluta maestría, pues, una suerte de novela picaresca, como es la historia de Onofre, y un retrato fascinante de nuestra querida Barcelona en el que se mezcla desarrollo urbanístico, economía, historia y política.

El Hotel Internacional, construido para la exposición en tan sólo 53 días y derribado al concluir ésta

Onofre, que al principio despierta nuestros instintos paternales, es objeto de un minucioso y profundo retrato psicológico por parte del autor. Podríamos estar ante uno de esos villanos repletos a partes iguales de maldad y grandeza a quienes su insaciable sed de poder condena a errar, miserables, por el mundo. Personalmente, sin embargo, el personaje me ha parecido víctima de ese apabullante retrato, como si, de tan bien que lo llegamos a conocer, se hubiera vuelto incapaz de sorprendernos. Todos sabemos que los personajes malvados siempre son más atractivos que los buenos, pero Onofre peca bien por exceso de maldad, bien por falta de rasgos que lo rediman. Por su parte, el resto de la enorme galería de personajes no tiene desperdicio, desde la familia y los habitantes de la pensión hasta los padres del protagonista, pasando por todos y cada uno de los mafiosos de tres al cuarto con los que se apandilla Onofre, o los prestigiosos y corruptos abogados y empresarios.

La fuente de Canaletas y un quiosco de los que no queda ni uno en Barcelona

No obstante, si hemos de juzgar por el título, La ciudad de los prodigios es, sobre todo, una historia de Barcelona, y en ese sentido, la novela es una gozada. Así, el relato de la construcción de las dos exposiciones, y en particular de la primera, en la que, en buena medida, se terminó de dar forma a la ciudad que hoy conocemos, es excelente. Mendoza se documentó de manera excepcional, y supo volcar esa documentación en el relato de manera que el lector nunca pueda separar los hechos y personajes históricos de los ficticios. Naturalmente, ello hace que la novela tenga bien poco de novela histórica y mucho de posmoderna, con un final que a servidor, que nunca ha logrado terminar un libro de Pynchon, le ha parecido especialmente pynchonesco.

Y a otra cosa, mariposa, que hoy tenemos mucho de que hablar. Verbigracia, de la gran Mercè Rodoreda.


Hablábamos de esta catalana universal y su obra más conocida, La plaça del Diamant, justo hace tres años (cada vez que me autocito y veo el tiempo que ha pasado, me entra un vértigo cósmico). Rodoreda, decía entonces, era en mis años mozos y, si no me equivoco, sigue siéndolo hoy, lectura obligada en la enseñanza secundaria en Cataluña. Sin embargo, una obra como Mirall trencat (Espejo roto, en castellano) está lejos de ser tan accesible para los lectores adolescentes como podía serlo La plaça... De hecho, las dos novelas están escritas en un estilo completamente diferente: mientras que la historia de Colometa se apodera inmediatamente del lector gracias a la voz de la narradora, así como a su lenguaje sencillo y directo, Mirall trencat se nos presenta como una novela sensiblemente más compleja, dadas sus múltiples voces narradoras y su fuerte carga simbólica, y por ende, de lectura más lenta y reflexiva.


Tanto la imagen de entrañable abuelita que tenía la autora como los títulos de sus obras (Aloma, La calle de las Camelias, o la que nos ocupa) dan a la literatura de Mercè Rodoreda un aire de enaguas y visillos que, desde luego, poco pueden atraer a priori a cierto tipo de lectores, en especial, desde luego, a los adolescentes mileniales. Craso error, como casi siempre que dejamos que las impresiones decidan nuestras lecturas, porque detrás de esas enaguas y visillos, que los hay, detrás de esas violetas, de esos armaritos lacados y de esos cojines de cretona, hay un auténtico volcán de pasiones o, si no os gusta esa expresión tan propia de un culebrón, un vertedero de sueños, amores y vanidades, descripción que se ajusta más al descarnado final de la novela. En cualquier caso, estamos ante una literatura que bucea en las miserias del alma humana como el mejor de los rusos, escrita, eso sí, con una sensibilidad exquisita, un lenguaje casi frágil de tan poético que es, y una elegancia propia de esos amantes a la antigua que cantaba el brasileño.

La mansión de los Valladaura, en un fotograma de la adaptación que hizo la televisión de Cataluña

A primera vista, Mirall trencat no es una novela tan barcelonesa como la anterior, en el sentido de que el escenario principal no es tanto la ciudad como la casa familiar y el jardín en los que transcurre la historia y algunos de sus terribles episodios. No obstante, a través de los avatares de los personajes y la casa, Rodoreda sí nos presenta un impresionante retrato de la sociedad y la historia de aquella Barcelona que conocieron nuestros abuelos y sus padres, aquella ciudad que, desde principios del siglo XX fue creciendo entre prosperidad y convulsiones hasta el estallido de la guerra civil. Con los personajes que la pueblan la autora nos muestra de manera soberbia todas las capas de aquella sociedad, desde la más alta burguesía hasta las clases más humildes, que entablaban entre sí las relaciones más indecorosas y, por consiguiente, inquebrantables de que es capaz nuestra débil carne. 

Nos cuenta Mirall trencat la historia de Teresa Goday, hija de una pescatera que, merced a su matrimonio con un decrépito bolsista, entra en ese mundo de la alta burguesía, un detalle que se repite, en mayor o menor medida, en las tres novelas que traigo hoy. Teresa, que tiene un hijo ilegítimo al que criará como si fuera su ahijado, se casa, tras la muerte de su anciano marido, con el diplomático Salvador Valladaura, que vivirá toda su vida anclado en el recuerdo de su amada. Bárbara, que así se llama la pobre, muere al inicio de la novela en un suicidio muy shakespeariano, pero permanece sin embargo como uno de los personajes más enigmáticos de la novela. 

La calle Urgel, irreconocible

Poco a poco, la novela se va erigiendo en una impresionante saga familiar, con todas las miserias, rencores, mentiras y secretos inconfesables que uno pueda imaginar, y, por eso, o a pesar de ello, con un terrible aire de melancolía que no ayuda precisamente a levantar el ánimo, pero que, como lectores, nos hace disfrutar como enanos. El lenguaje de Rodoreda, sutil y poético, que contrasta con la brutalidad de algunas escenas; sus referencias literarias, como la muerte, ya mencionada, de Bárbara, que nos hace pensar en Ofelia, o la relación entre María y Ramón, que nos remite a Cumbres borrascosas; su rico uso de los símbolos, con un jardín también muy bronteano; su sorprendente, pero acertadísima, introducción del elemento sobrenatural en la tercera parte; o el retrato de todos y cada uno de sus personajes, complejos, redondos, humanos y algún sinónimo más, hacen de Mirall trencat una novela extraordinaria, y de la mansión de los Valldaura un pequeño universo humano.


Y mientras todo el mundo conoce, y con justicia, a Rodoreda, me da la impresión de que pocos, más allá del Ebro, han oído hablar de Narcís Oller. Nacido en Valls en 1846 y muerto en Barcelona a la edad de 83 años, Oller es otro de los autores canónicos en la asignatura de literatura catalana. Por ello, y por mi tozudez, rebeldía e ignorancia, me negué en redondo a leerlo en aquellos años de secundaria (aunque, no me preguntéis cómo, siempre me las apañaba para aprobar con notas más que aceptables). En fin, más vale tarde si la dicha es buena, y en este caso lo ha sido y con creces.

Narcís Oller

Oller es un autor decimonónico con todas las de la ley, y La febre d'or tiene ese sabor inconfundible que tienen las grandes novelas europeas del XIX. Situada en los años de 1880 a 1882, esta novela nos presenta un retrato de la locura bursátil que se apoderó de la Bolsa de Barcelona en 1876 hasta su estallido seis años más tarde, es decir, apenas unos años antes del inicio de La ciudad de los prodigios. Aquella locura, que tomó su nombre a posteriori precisamente de la novela de Oller, permitió un gran desarrollo industrial y económico en Cataluña, donde a la burguesía le dio por fundar bancos como quien crea un blog. La febre d'or nos cuenta la historia de Gil Foix, un hombre de extracción humilde que descubre lo fácil que es enriquecerse si se tiene habilidad para comprar y vender en el momento oportuno (recordemos que el marido de Teresa Goday, en Mirall trencat, había construido así su fortuna). Como veis, parece una radiografía de la España del pelotazo, y es que en todas partes y épocas cuecen habas.

De lo que se entera uno leyendo La febre d'or: Barcelona tuvo un hipódromo nada menos que en Can Tunis

Creo no ir muy desencaminado si aventuro que, al escribir La ciudad de los prodigios, Mendoza tuvo bastante presente la novela de Oller. Hemos visto, por ejemplo, cómo el escenario de ésta es el punto de partida de La ciudad... Nos encontramos una vez más con un hombre que deja atrás sus orígenes humildes a base de medrar o, en el caso de Bouvila, a través del crimen. Y Mendoza, que siembra su novela de referencias literarias de todo tipo, da a su protagonista femenina principal el mismo nombre que tiene la heroína de La febre d'or: Delfina.

     

Sería interesante comparar estas dos Delfinas, la descastada anarquista de Mendoza y la vaporosa e idealista de Oller, tan diametralmente opuestas a primera vista, pero tan próximas la una a la otra en el fondo. Igualmente interesante resulta la comparación entre el protervo Onofre y el bobalicón de Gil. Como ya he señalado más arriba, en el arte, como en la historia, los malos siempre son más resultones. En este caso, no obstante, el personaje del bolsista Gil Foix se me antoja más redondo que el del hampón Onofre. Carente este último de rasgo redentor alguno, podríamos decir que toma el camino más directo que le ofrece la novela, y una vez lo enfila, nada lo aparta de él. Gil, por su parte, deambula de aquí para allá, al vaivén de lo que quieran hacer con él los buitres de los que se rodea. Sueña, tropieza, se convierte en el hazmerreír de la burguesía vieja, siempre desdeñosa de estos advenedizos a los que jamás aceptará completamente (qué poco han cambiado algunas cosas en Cataluña), y nos brinda un episodio inolvidable, como es el de sus andanzas por París con una fulana de altos vuelos.

El Bolsín de Barcelona, uno de los escenarios de la novela. Hoy es una escuela de arte

Oller, cuya obra literaria recibió elogios de autores como Galdós o Zola, es un pequeño regalo para el lector que gusta del realismo y al que ya se le empiezan a acabar los franceses y los rusos, y no tiene bastante con Clarín o el ya mencionado don Benito. No obstante, hay que decir que, juzgando por esta obra, a Oller a veces le pierde la moralina, en especial en el tramo final de la novela. Pero bueno, también los más grandes moralizaban, y  por otra parte, algunos pensamos que la resolución de una novela es su parte menos importante. Como sucede con las entradas de blog.

Qué bonita es Barcelona sin banderas

viernes, 8 de septiembre de 2017

El palacio de los sueños


El actual auge de las series de televisión impresiona al más pintado. Tanto en cantidad como en calidad o variedad, no hay duda de que estamos viviendo una era dorada de este tipo de producción. Si ello se debe al actual desarrollo tecnológico, tan vertiginoso que ya aburre, a la luenga sombra de hitos ya legendarios en la historia de la televisión como Los Soprano o The wire, o a una conjunción de hados y gnomos es cuestión que dejo a los entendidos .
 
(Por cierto, hoy no voy a hablar de series.)

El caso es que a veces dudo que esta edad dorada pueda durar mucho más. Sencillamente, la modernidad no produce tantos genios como para mantener la calidad y la creatividad de manera permanente. Naturalmente, si algún día llega la crisis, empezará precisamente por la creatividad: el número de ideas geniales que flotan en el éter es limitado, y como consecuencia, guionistas y compañía no dudan en recurrir, en primer lugar, a la historia, tanto la milenariamente remota como la más reciente, con resultados tan extraordinarios como Vikingos, The crown o, según me informan, Narcos.

El otro gran recurso de los guionistas es, huelga decirlo, la literatura. Ahí están, por mencionar tan sólo dos ejemplos, esa biblia visual que fanatiza a las masas titulada Juego de tronos, a la que quizá algún día me enganche, o El cuento de la criada, del que hablábamos hace unos meses. Y ahora entramos en materia: ¿cómo es posible que nadie haya hecho todavía una adaptación de esa obra maestra tan arrebatadoramente visual titulada El palacio de los sueños? No, no estoy pidiendo nada. Es pura curiosidad. Estamos muy bien sin la adaptación. Que quede claro.


En todo caso, la respuesta a la pregunta se me antoja obvia: porque no la han leído. ¿Y por qué no la han leído? Quizá porque la escribió un albanés, pobre. Bueno, tampoco nos pongamos cínicos. Ismail Kadaré, de hecho, está reconocido como uno de los grandes escritores del s. XX; toda su obra ha sido traducida a más de treinta idiomas, y, aunque su nombre suena ahora menos que hace unos años, es uno de esos sempiternos (¡mueran los clichés! ¡vivan los sinónimos!) candidatos al premio Nobel. El palacio de los sueños es su obra más emblemática y, si bien la primera lectura, hace unos años, me dejó un tanto frío (que es una forma suave de decir me aburrió), esta vez me ha dejado deslumbrado. O quizá deslumbrado no sea la palabra adecuada. Más bien me ha dejado tirado en el suelo, envuelto en oscuridad, sediento, mareado y absolutamente gélido. Una gozada, vamos.

El puente Mes, cerca de Shkodra. Se desconoce si se emparedó a un hombre en sus cimientos

La idea central de la novela no podría ser más poderosa: un ministerio que recoge, clasifica, estudia e interpreta todos los sueños de los súbditos del imperio, con el fin de arrancar de raíz cualquier intento de ataque o conspiración. El imperio en cuestión es el otomano, del que Albania formó parte desde principios del s. XV hasta su independencia en 1912. Se trata, no obstante, de un Imperio Otomano desdibujado. No tenemos de él referencias cronológicas precisas y tampoco se nos dice en qué ciudad nos encontramos. Más adelante veremos a qué se debe ese escenario tan borroso.

El protagonista, de nombre Mark-Alem, es miembro de la poderosa e influyente familia de los Quprili, y en algún momento anterior al de esta historia decidió islamizar su nombre. De ahí lo de Alem. Así, de buenas a primeras el lector percibe en el ambiente cierta tensión entre los Quprili y el Sultán, tensión que se revelará más clara a medida que se desarrolla el relato.
La relación de nuestra familia con el Palacio de los Sueños siempre ha sido muy complicada. Al principio, en los días del Yildis Sarrail, que se ocupaba tan sólo de interpretar las estrellas, las cosas eran relativamente sencillas. Pero cuando el Yildis Sarrail se convirtió en el Tabir Sarrail todo empezó a ir mal.

El relato de Kafka en la inolvidable adaptación de El proceso por Orson Welles

Apenas comenzada la lectura, además de este ambiente misterioso y enrarecido, el lector no puede dejar de sentir la sombra de Kafka. Los paralelismos entre El palacio de los sueños y el praguense son evidentes, y no son pocos los que han hablado de El castillo para ilustrar esta relación. Personalmente, además de esa atmósfera opresiva, la kafkianez de la novela me vino a la mente más bien por la repetida frase que le dicen a Mark-Alem: te hemos elegido porque nos convienes ("you suit us" en la versión inglesa), que no dejaba de recordarme a la líneas finales del relato "Ante la ley". Sin embargo, frente a la insignificancia del individuo aplastado por la maquinaria burocrática de El proceso, o frente a la eterna espera del campesino en el relato de Kafka, el protagonista de El palacio... es, por el contrario, elegido para un puesto privilegiado. El individuo en esta novela no se enfrenta, pues, al poder, sino que es absorbido por éste. Y más que absorbido, podríamos decir incluso engullido, como si esos interminables y oscuros pasillos palaciegos en los que transcurre buena parte de la novela fueran los intestinos de un monstruo gigantesco.

El Comité Central del Partido del Trabajo, probable modelo para el Tabir Sarrail

El gigantesco mecanismo que, a todos los efectos, él dirigía, funcionaba día y noche. Sólo entonces se dio cuenta de cuán vasto era realmente el Tabir Sarrail. Altos cargos veteranos entraban con timidez en su despacho. El Viceministro del Interior, que le visitaba con frecuencia, se cuidaba de no interrumpirlo nunca cuando hablaba. En los ojos del Viceministro, así como en los de todos los funcionarios del estado, había, a pesar de sus educadas sonrisas, una pregunta constante: ¿hay algún sueño sobre mí?... Ser poderoso y estar cargado de honores, ostentar puestos importantes y gozar de gran influencia: nada de ello bastaba para que se sintieran tranquilos. Lo que importaba no era sólo hasta dónde habían llegado en su vida: igual de importante era el papel que jugaban en los sueños de los demás, los misteriosos carruajes que conducían en esos sueños, los signos cabalísticos grabados en las puertos de esos carruajes...
Es evidente que detrás de un ministerio dedicado a recoger, estudiar e interpretar los sueños de la población se esconde una nada velada crítica al totalitarismo en su versión más estalinista. Cuando en 1984 Orwell nos presentaba la Policía del Pensamiento, encargada de arrestar a quienes cometen crímenes de ese tipo, veíamos cómo al ciudadano que quisiera sobrevivir en ese mundo tan horripìlante y real no le quedaba sino aferrarse a una tenaz represión de sus propios pensamientos y opiniones, incluso en su ámbito más privado. El Tabir Sarrail va un paso más allá en su implacable totalitarismo, dada la absoluta imposibilidad de controlar nuestros sueños. Y ese carácter imprevisible es especialmente cruel, tanto más cuanto que nos hace pensar en esos miembros del Partido que, tras su arresto, negaban las acusaciones, pero, una vez dictada la condena, admitían que, pese a no ser conscientes de ello, si el Partido los acusaba de conspiración, debía de ser así, puesto que el Partido es infalible.

Enver Hoxha, un amado líder hoy curiosamente olvidado por nuestros nostálgicos habituales

Los sueños, por su parte, son falibles, y de ahí la importancia de su escrupulosa selección e interpretación. Huelga decir que, en esta alegoría, hay que hacer un ejercicio de suspensión de la incredulidad. He leído por ahí alguna crítica que reprochaba al autor que no hubiera explicado con más detenimiento algunos detalles relativos a la organización de la maquinaria de recolección de sueños, que llega hasta el último rincón del imperio, o a la verificación de su autenticidad. Pues mira, en primer lugar, Kadaré sí nos proporciona los detalles necesarios. Y en segundo lugar, es igual: te crees lo que diga el autor y ya está, del mismo modo que te crees que Gregor Samsa se despertó convertido en bicho y que los animales de la Granja Manor son más elocuentes que nuestros políticos.

Mark-Alem, pues, a caballo de la influencia de su tío, quien lo ha enchufado en el ministerio, asciende rápidamente del Departamento de Selección al de Interpretación, y de ahí a la Oficina del Sueño Maestro, o Suprasueño. Se llama así al sueño seleccionado cada semana y presentado al Sultán, para guiarlo en su ejercicio del poder. Cada día más poderoso, Mark-Alem se siente tan perdido sentado en su escritorio delante de los sueños que debe interpretar como cuando deambula de un lado a otro por los interminables pasillos del Sarrail. Crece la tensión, suenan los gritos durante el interrogatorio de soñadores sospechosos, llaman con violencia a la puerta de casa durante una fiesta, y nuestro gris héroe se siente cada vez más pequeñito.

 Estamos de acuerdo, pues, en que a ningún lector de esta obra se le pudo escapar el carácter de crítica al totalitarismo que impregna toda la novela. ¿A ninguno? Bueno, sólo a la Unión Albanesa de Escritores, que, dos semanas después de su publicación, celebraron, a instancia de Ramiz Alia (a la sazón, designado sucesor de Hoxha) una reunión de emergencia en la que resolvieron prohibir la novela. Demasiado tarde, debió de decir alguien. Todos los ejemplares ya están agotados. Nos la han colado.

Plaza Skanderberg, en 1988. Esa diáfana prosperidad

Kadaré, como decíamos más arriba, había optado por situar la novela fuera de un tiempo y lugar históricos precisos. Hubiera sido impensable, en una obra de estas características, hacer referencias explícitas al contexto político de aquel momento, y Kadaré, que ya se las había visto con la censura, era perfectamente consciente de ello. No obstante, parece que, como un niño resabido que juega a ver hasta dónde puede llegar sin pasarse de la raya, quiso, por ejemplo, que en la descripción de la ciudad donde transcurre la novela el lector albanés pudiera reconocer fácilmente la ciudad de Tirana, así como lugares tan específicos como la Plaza Skanderberg o el edificio del Comité Central del Partido del Trabajo de Albania, más que probable modelo del Tabir Sarrail.

Sin embargo, empobreceríamos mucho esta obra si pensáramos que ese imperio otomano situado fuera de un tiempo claramente definido responde exclusivamente a un vano deseo de camuflar una crítica. Los grandes libros nunca se limitan a una única idea, y esta novela, en efecto, es tan rica que puede leerse perfectamente sin pensar una sola vez en dictadores balcánicos. El palacio de los sueños está oportunamente envuelta en una atmósfera onírica que se mueve entre el subconsciente, el mito y cierto aire de fatalidad que la emparentan con grandes novelas como El desierto de los tártaros, de Buzzati, o El mar de las sirtes, de Julien Gracq. El aspecto del mito se observa no sólo en ese borroso imperio otomano, sino también en la propia familia del protagonista, los Quprili. Así, en las primeras páginas tenemos a Mark-Alem abriendo un libro titulado Los Quprili de generación a generación. Una crónica, y leyendo las siguientes líneas:

Nuestro patronímico es una traducción de la palabra albanesa Ura (qyprija kurpija); hace referencia a un puente de tres arcos en Albania central, erigido en los días en que los albaneses todavía eran cristianos y construido con un hombre emparedado en sus cimientos. Una vez hubieron terminado el puente, uno de nuestros antepasados, cuyo nombre era Gjon y que participó en la construcción, siguió una antigua tradición y adoptó el nombre de Ura, junto con el estigma del crimen que lleva asociado.

 Músicos bosnios y su instrumento tradicional , el gusla

Esta presencia del mito familiar cobra relevancia más adelante, cuando descubrimos que los Quprili son la única gran familia de Europa, y probablemente de todo el mundo, que poseen su propia epopeya. Esa epopeya, "a la altura de Los Nibelungos", y que todavía se puede oír en lengua serbia en Bosnia, nos saca del universo familiar y nos introduce en el mundo y la historia de los Balcanes, y de ahí nos lleva a la del Imperio Otomano.

Una vez al año, durante el mes del Ramadán, venían rapsodas de Bosnia. Se alojaban durante unos días en casa de los Quprili, recitando sus largos cantos épicos (...). Luego recibían su recompensa y se marchaban, dejando tras de sí una atmósfera de vacío y de misterio sin resolver (...). Corrían rumores, sin embargo, acerca de que el Sultán envidiaba a los Quprili su epopeya.
La noche fatal en que Mark-Alem oye por primera vez la epopeya familiar, se sorprende al observar que las palabras y las voces podían venir "de labios tanto de los vivos como de los muertos". Y así, en esa zona muerta donde se cruzan vivos y muertos, sueños y realidad, poderosos y súbditos, mito, historia y subconsciente, lo dejamos por hoy. Que cada lector se sirva a su gusto.

 El palacio de los sueños es una novela muy de Chiriquiana.


Se maravillaba al oír hablar al visir, que explicaba cómo ninguna orden había salido ni saldría jamás del Tabir Sabir, ni hacía falta que lo hiciera. El Tabir lanzaba ideas, y su propio extraño mecanismo se encargaba de investirlas de un siniestro poder, pues procedían, según él, de las profundidades inmemoriales de la civilización otomana.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...