domingo, 24 de febrero de 2013

El caballero de la piel de tigre, de Shota Rustaveli


Entre los libros que el barbero y el cura encontraron en la biblioteca de Alonso Quijano, faltaba la obra cumbre de la literatura georgiana. Y uno lo lamenta, porque ¡cuánto hubiera disfrutado nuestra gloria nacional con las andanzas de Avtandil y Tariel penando por sus amadas Tinatín y Nestan, o con el solitario Pridón, por tierras de Arabia, el Indostán o Jatai! Pero aunque aquel reino caucásico había recibido el nombre de Iberia por parte de griegos y romanos, la verdad es que el contacto cultural entre aquellos iberos y los habitantes de un lugar de La Mancha no era, por aquel entonces, especialmente estrecho.


Ruta militar georgiana, a su paso junto al Monte Kazbek.


Tampoco lo es hoy. De hecho, desde que Jasón y los argonautas llegaron a la Cólquide y se llevaron de allí el vellocino de oro, aquella tierra, Georgia y su cultura son para la mayoría de nosotros unas perfectas desconocidas, y a veces uno podría pensar que la mayor contribución georgiana a la humanidad fue Stalin. De hecho, fue precisamente leyendo la biografía del joven monstruo cuando por primera vez oí hablar de este clásico y de su autor, Rustaveli, entre otros oscuros nombres de poetas probablemente jamás traducidos a nuestra lengua. Esta obra, no obstante, sí se ha publicado en nuestro país, en ediciones muy contadas, y si no me equivoco, nunca en una traducción directa. En todas las bibliotecas públicas de la provincia de Barcelona sólo hay un ejemplar (el que tengo ahora en mis manos), incluido en una de esas impagables colecciones de Círculo de Lectores, y de la que, sencillamente, no existe foto de portada en google.

Y todo ese rollo lo suelto porque, una vez más, me maravilla y me deprime ver que unas obras tan sencillas, tan universales, tan hermosas y entretenidas como ésta desaparecen de catálogos, librerías y bibliotecas y se convierten en exquisitos manjares para cuatro eruditos y algún vampiro que pasa por allí. (No obstante, en la red sí está disponible. Aquí lo podéis leer en inglés)


Rustaveli en un fresco del Monasterio de la Cruz, en Jerusalén


Poco se sabe de Shota Rustaveli, aparte de lo que él mismo cuenta en esta obra. Para empezar, no sabemos su nombre, dado que Rustaveli significa o bien propietario o bien hombre de Rustavi, una ciudad al sur del país. Vivió en el siglo XII, y se piensa que fue ministro o tesorero (con perdón) en la corte de la reina Tamara de Georgia. Hizo una peregrinación a Jerusalén y allí, siglos más tarde, se descubrió un fresco en el Monasterio de la Cruz con su retrato.

Uno de los castillos de la Reina Tamara

A la reina Tamara precisamente está dedicada la obra, y, como suele suceder, uno se pone a investigar por ahí, luego por allá, una cosa lleva a la otra y acaba como tiene que acabar: perdiéndose uno por las carreteras secundarias de la historia. Esta Tamara es una figura cuya relevancia en Georgia va más allá de la historia. Su padre, Jorge III, era de los que sabían dejarlo todo atado y bien atado, y oliéndose las dificultades que tendría una mujer al frente del reino, decidió coronarla sin abdicar él, es decir reinar junto a su hija. De este modo, pensaba, consolidaría el poder de la heredera cuando él ya no estuviera. La jugada le salió bien, y, tras seis años de correinado (?), a la muerte de Jorge, Tamara heredó un reino fuerte que supo mantener así, si bien tuvo que hacer ciertas concesiones a la aristocracia. Extendió las fronteras del imperio, lo convirtió en un bastión cristiano contra el islam, contribuyó de manera decisiva a la fundación del Imperio de Trebisonda, y tuvo la buena idea de morirse antes de que llegaran las invasiones mongol y jorezmita (¿no os digo que se aprende mucho haciendo esto?) y le bajaran los humos a ese pequeño reino del Cáucaso.

Ilustración de Mihaly Zichy para la Tamara de Lérmontov

En occidente, y durante el romanticismo, la figura de Tamara se convirtió en un símbolo de la sensualidad oriental, y el gran poeta ruso Lermontov, un enamorado del Cáucaso, en su obra Tamara convertía a nuestra amiga en una devoradora de hombres.

La otra Tamara, junto a su padre, Jorge III, en un fresco restaurado del Monasterio de Betania

Frente a esta distorsión del personaje, en Georgia, en el siglo XIX, también se romantizó la figura de Tamara, pero por el lado pío. Tamara, que de hecho ya había sido canonizada por la iglesia ortodoxa, se convirtió así en una figura venerada por los georgianos, que veían en ella el símbolo de la época de mayor gloria y esplendor del país, un triste contraste con la Georgia anexionada al Imperio Ruso.

Avtandil al encuentro de un siempre lloroso Tariel (esa piel es de leopardo, a mí no me engañan). Al fondo, el sol y la luna.

El libro que nos ocupa, como buen clásico de la literatura medieval, es, en apariencia, sencillísimo, y nos habla de caballeros andantes que se pasan el día llorando por sus amadas, a las que tienen que abandonar quién sabe por cuánto tiempo para salir en busca de sus amados, léase, otro caballero andante tan noble, valeroso y apuesto como ellos. El primero es Avtandil; el segundo, Tariel. Cuando el uno encuentra al otro, parte casi al instante en busca de la amada de éste, presa la pobre de unos espíritus malignos. Y así, en esa continua búsqueda, mientras degüellan bichos a diestro y siniestro, nuestros héroes se encuentran con piratas, grutas llenas de incalculables tesoros, y algún otro caballero de triste y melancólica figura. Pero bajo esta tierna sencillez argumental se oculta una obra de gran calado filosófico y profundamente humanista.

Avtandil encuentra a Tariel moribundo junto a un tigre y un león, de Mihaly Zichy

A primera vista, El caballero de la piel de tigre, que en realidad puede que se trate de una piel de pantera, parece fundir los valores del amor cortés y la literatura medieval con un paganismo precristiano, donde se adora al sol, la luna y demás astros. Georgia fue, junto con Armenia, uno de los primeros países en convertirse al cristianismo. Hasta ese momento, habían convivido el zoroastrismo y el mitraísmo, caracterizado este último por el culto al sol. Y ciertamente, en este libro, prácticamente no hay estrofa donde no aparezca el sol. Tariel, que es el caballero en cuestión, después de cargarse a los jinetes del rey Rosteván, despierta en éste una incontenible añoranza por volver a verlo:

He encontrado un caballero de aire extraño y maravilloso;
los rayos que de él emanaban llegaban a los confines de la tierra...

Pero también su hermano jurado, Avtandil, es el sol:

De la mano le lleva, como al astro radiante,
Tariel, al verlo, exclamó que era igual al sol.

Tariel fue a su encuentro, los dos semejantes a soles,
a la luna, al cielo sin nubes, inundando de rayos la llanura;
a su lado, ni el áloe merece ser un árbol,
recordaban a los siete planetas. ¡Por qué buscar otra imagen!

Aparte del sol, hay, como ya habéis visto, una serie de símbolos y motivos, poderosos y primordiales, que se repiten sin cesar a lo largo de la obra. Así, a la luna y los planetas (los siete planetas de la época eran la luna, Venus, Mercurio, el sol, Marte, Júpiter y Saturno, y puede que estuvieran relacionados con los siete niveles de iniciación del mitraísmo), hay que añadir el cuervo y el león (primero y cuarto niveles de iniciación), la rosa, el cristal, el ciprés, el áloe, la perla, o el fuego. Pero curiosamente, en una obra tan repleta de motivos religiosos, dedicada a una reina que combatió contra los reinos musulmanes colindantes, y que fue escrita en plena época de las cruzadas, no hay, si la memoria no me falla, ni un sólo símbolo cristiano. Y por el contrario, el Corán sí se menciona en repetidas ocasiones. Nos dice este erudito y fascinante artículo que la obra está fuertemente influida por el islam, y más concretamente, por el sufismo. Mis conocimientos del sufismo no llegan muy allá. Tampoco los del neoplatonismo, otra de las bases filosóficas del poema. En cualquier caso, no es de extrañar que el poema no fuera visto con buenos ojos por la iglesia, y que ésta, como se nos informa en el prólogo, todavía en el s. XVIII se dedicara a mandar quemar ejemplares de la obra.

Avtandil, Tariel y Pridón, de Tamara Abakelia. No son la Santísima Trinidad. ¿Quizá las tres grandes religiones monoteístas?

Escrita más o menos al mismo tiempo que el Cantar de los Nibelungos y las obras de Chétien de Troyes, El caballero... nos narra una búsqueda. Como si del Grial se tratara, nuestros héroes emprenden una búsqueda continua, donde no importa tanto qué se busca como el hecho de buscar. Nos encontramos ante una obra arraigada en el humanismo del islam medieval -anterior al de la Europa renacentista-, y que abarca fuentes que van desde España hasta China. Se cita, por ejemplo, a Ibn Ezra, el gran poeta judío español, que escribía en árabe, y cuya poesía, aparte de estar imbuida de un fuerte componente homoerótico habitual también en sus contemporáneos musulmanes y más que evidente en El caballero..., invita al hombre a buscar en su interior y apartarse de la vanidad de la gloria mundana. El objetivo del caballero es, pues, hallar las fuentes últimas del conocimiento, incalculable tesoro oculto en una gruta. Así, mientras cristianos y musulmanes guerreaban, Rustaveli abogaba por la reflexión, la búsqueda de Dios en nuestro interior, y

yo canto aquí a un amor terrenal en su caminar hacia la carne,
quien sin lujuria lo imita, languidece y desfallece.

Avtandil junto a un manantial de montaña, de Sergo Kobuladze

Rustaveli es un héroe nacional en Georgia, y en su honor se han nombrado las más importantes avenidas, estaciones, teatros y premios nacionales. Pero curiosamente, del mismo modo que el cristianismo parece estar ausente en esta obra, la historia de El caballero... no sucede en Georgia, sino, como se ha mencionado más arriba, en Arabia, India, China y Persia. Aunque después de todo, quizá ello no resulte tan curioso en alguien tan leído y tan viajado como Rustaveli: humanismo y nacionalismo no suelen ir de la mano.
Probablemente fue de Persia de donde la obra recibió la mayor influencia cultural, literaria y, como ya hemos visto, religiosa. En esta estrofa, por ejemplo, aparecen los deves, procedentes del zoroastrismo persa:

Encontré cavernas vacías que los gigantescos deves habitaban;
yo los cortaba, los atravesaba, en vano se me resistían,
mas ellos mataron a mis esclavos mal protegidos por las cotas;
el destino siguió hiriéndome, alcanzándome con su rayo.


Los dos héroes en busca de aventuras, en una ilustración de Tseretliseuli del s. XVII

Más adelante, nos encontramos con los kachs, magos desprovistos de carne, hostiles a los humanos, y personajes habituales en los cuentos populares georgianos. Hay que señalar, no obstante, que el papel que juegan en la obra estos seres fantásticos es muy limitado. El tema principal, como ya hemos dicho, es la exaltación de los valores caballerescos, tales como el valor, la lealtad y el amor cortés, si bien, respecto a este último, se observa una vez más la influencia de Persia, y más concretamente, de Las mil y una noches. Porque el amor cortés será muy bonito, pero Avtandil, que, al contrario del dermoatigrado Tariel, no deja de tener su lado práctico, sabe que, a veces, uno ha de olvidarse de su amada, hacer de tripas corazón, y ceder ante los avances amorosos de una señora algo ajada (¡que además se llama Fatmán!) que le puede ayudar en su misión.

Fatmán con Avtandil saborea la dicha hasta el alba,
el caballero, sin deseo alguno, enlaza a su cuello el cuello de cristal,
muere pensando en Tinatín, furtivamente se estremece;
su corazón, otra vez salvaje, se une a las fieras.

Avtandil derrama en secreto lágrimas que llegan al mar,
en los negros remolinos de sus ojos bogan navíos de azabache,
dice: "Vedme, amantes felices, privado de la hechicera rosa;
como un cuervo sobre el estiércol, yo, el ruiseñor, se posa".

Las lágrimas fluyen de sus ojos, capaces de ablandar el suelo;
la rosaleda de sus mejillas pone un dique al bosque de azabache.
Fatmán está llena de gozo cual bello pájaro que se alegra:
cuando el cuervo encuentra la rosa, se cree ruiseñor.

Qué maravillas se escribían en el siglo XII. Y si ése ha sido, probablemente, el único momento en que asoma el cinismo, imaginaos la belleza de las 1.484 cuartetas restantes, donde se unen la lírica, la épica y hasta el existencialismo.

El destino trata al hombre como Dios a las tempestades,
tan pronto el sol brilla como la ira del cielo truena.
Antes, la desgracia me poseía, ahora en fiesta la cambio...

Nada es más dulce para el hombre que el azabache con el cristal,
que junto al ciprés, en el jardín el áloe regado en árbol se convierta,
que dé alegría a quien lo vea y tristeza al ausente...


Una lectura, en definitiva, fácil de leer, difícil de hallar, bellísima, fascinante, y que, al escribir estas líneas, me cautiva más a cada momento. 

La sangre con sus lágrimas mezcladas trazan canales en sus mejillas.
Él dijo: "El sol ya no está allá para que repose mi cabeza,
 mi corazón de diamante lo ha rayado una negra pestaña,
¡oh mundo! Ya no gozaré de alegría hasta que vuelva a verla.

La suerte que antaño, plantado en el Edén en árbol me convirtió,
hoy me hiere con su lanza y con su espada me desgarra.
Ha atrapado mi corazón en la trampa de fuego de la eterna llama,
ahora sé que este mundo no es más que una mentira y una patraña.

Os dejo con este precioso vídeo y el Coro de Rustavi, tierra, según una de las dos teorías al respecto, de donde procedía Rustaveli.


sábado, 16 de febrero de 2013

Oblomov, de Iván Goncharov


A pesar de que, no sin cierta fatuidad, me jacto de ser rusófilo, e imagino que en otra vida fui funcionario del grado más bajo en el San Petersburgo imperial, hasta ahora no había leído este clásico de las letras rusas. ¿Y por qué? Sería fácil decir que yo también sufro de oblomovismo, pero tal alegación se ha convertido ya en lugar común. Es como los que pillan un resfriado y lo llaman gripe. No, el oblomovismo es una cosa muy seria y no hay que confundirlo con la indolencia, la pereza, o la falta de curiosidad.

Algunos días de la vida de Oblomov, dirigida en 1979 por Nikita Mikhalkov

Es bien conocida la historia que nos cuenta Goncharov en esta novela. Ilya Ilyich Oblomov es un terrateniente que desde hace años no hace prácticamente más que levantarse de la cama para tumbarse en el sofá y viceversa, desde donde, envuelto en una raída bata, se pasa el día comiendo, durmiendo o recibiendo visitas. Su criado Zakhar y él se echan continuamente los trastos a la cabeza, pero en el fondo se respetan mutuamente y, sobre todo, saben que la desidia de uno se complementa a la perfección con la apatía del otro. Pero este modo, digamos, de vida tiene un precio. Las tierras producen menos, los campesinos se escaquean de pagar sus impuestos, el señorito no se da cuenta de que sus amigos lo están dejando sin blanca, y Oblomovka, la residencia familiar en el campo, se cae a pedazos. Su amigo Stolz le insta a cambiar de vida, a actuar, a trabajar, a viajar, a quitarse esa asquerosa bata. Y nuestro héroe implora que le dejen de dar la brasa. Pero un día llega el amor...


El origen de la novela está en un relato titulado "El sueño de Oblomov"


A partir de un planteamiento tan sencillo, y con una obra de más de 500 páginas en la que sucede muy poco, Iván Goncharov consiguió no sólo crear una novela que trasciende época y fronteras, sino que dio vida a uno de esos personajes que alcanzan la categoría de símbolo. De hecho, se dice que Oblomov personifica la decadencia de la pequeña nobleza rusa, a la que, décadas más tarde Chéjov magistralmente terminó de fulminar; otros van más lejos, y sostienen que esa apatía y ese conformismo no son exclusivos de la nobleza, sino que son un mal común en Rusia. "El viejo Oblomov sigue entre nosotros", escribió Lenin en 1920.

La famosa foto de los escritores de la revista Sovremennik. Un oblomóvico Goncharov, a la izquierda, echando una miradita a su amigo y futuro odiado Turguenev. Tolstoi, de uniforme y a su bola.

Goncharov fue un autor muy poco prolífico, que, aparte de la que nos ocupa, apenas escribió dos novelas más y unos pocos relatos que, a lo sumo, le habrían otorgado un discreto lugar en algún manual de literatura. Sin embargo, con esta novela tocada por la gracia, se ganó un puesto entre los clásicos, y no es exagerado afirmar que Oblomov es una de las grandes novelas europeas del s. XIX. Se publicó en 1859, es decir tres años después de Madame Bovary. En cierto sentido, Oblomov representa el lado opuesto de la obra de Flaubert. En 1892, un filósofo francés llamado Jules de Gaultier acuñó el término bovarismo, para referirse al estado de insatisfacción crónica de una persona, que se traduce en un intento de escapar mediante la realización de sueños vanos y desmesurados extraídos de la ficción. Pues bien, Stolz, el amigo de nuestro héroe, acuña el término oblomovismo (en mi traducción, oblomovitis (!)) para designar todo lo contrario: un estado de indiferencia crónica, que se traduce en el empeño de aferrarse al tedio, la rutina, la mediocridad y la falta absoluta de interés por nada.

"Cómo Ilyusha se convirtió en Ilya Ilyich". Oblomov nunca se puso él solo los calcetines

La novela, no obstante, es mucho más que un tratado sobre el oblomovismo. El argumento, como ya hemos señalado, es de lo más sencillo, pero los temas que en ella se reflejan tienen mucha enjundia. En primer lugar, y de manera obvia, está la filosófica cuestión del para qué. ¿Para qué todo esto? ¿Levantarse, trabajar, sufrir? ¿Nacer, crecer, reproducirse? Y en segundo lugar, vienen todas las demás: la servidumbre del campesinado (abolida por Alejandro II dos años más tarde de la publicación de la novela), el papel de la mujer en la sociedad, y, quizá en una de sus primeras manifestaciones, la oposición entre Asia y Europa, entre eslavófilos y occidentalistas. A este respecto, cabe señalar, como hace Orlando Figes en El baile de Natacha, que Goncharov hizo gran hincapié en el origen asiático de la infame y simbólica bata de Oblomov: "una auténtica bata oriental (...) sin el menor rastro de Europa". Y recordemos que desde el primer momento, el inquieto, emprendedor y moderno Stolz, hijo de alemán, le insiste a nuestro héroe para que se deshaga de una vez por todas de esa bata.

La inolvidable imagen de Agafia y sus inquietos codos, tras la cortina

Si el protagonista se ha convertido en un arquetipo reconocido en todo el mundo, ello se debe no sólo a su carácter simbólico, sino sobre todo al exquisito retrato psicológico que hace de él Goncharov. Así, Oblomov, que de entrada tiene todas las de perder para ganarse las simpatías del lector, se erige como un auténtico héroe, cuya bondad se impone, en el recuerdo de quienes lo conocen, sobre su papel de víctima. Una bondad, señalémoslo, totalmente alejada de la santurronería, dado que, en primer lugar, no olvidemos que hacer el mal cansa más que ser buena persona. Y en segundo lugar, no nos cabe ni la más mínima duda de que cuando Oblomov insiste una y otra vez en su renuncia a la felicidad por el bien de su amada, es absolutamente sincero.
También los retratos de su criado Zakhar, de su amada Olga, o de su casera Agafia y sus irresistibles codos son inolvidables, propios de un grandísimo escritor (es de lamentar que el mismo Goncharov no estuviera libre de oblomovismo, y que además se volviera paranoico en sus últimos años, asegurando que Turguenev le plagiaba las ideas), y poco importa que, por el contrario, Stolz le saliera tan, tan bueno, y Tarateyev tan requetemalo.


Son muchos los que ven en el oblomovismo una actitud ante la vida, y no una carencia. No sé qué pensar al respecto. En cualquiera de los dos casos, en nuestro héroe esta condición se manifiesta en un miedo al cambio, una repulsión ante el afán, y un horror ante la pasión. Naturalmente, el amor arrasa con todo, pero sus efectos secundarios son igualmente nocivos: desde ese momento Oblomov sí percibe su condición como un mal, el mal de los muertos en vida. Él no sólo no se cura, sino que además ahora es consciente de su enfermedad. ¿Puede decirse, así, que el oblomovismo nos protege de la muerte, dado que sólo puede morir quien está vivo? El constraste entre Oblomov y Olga adquiriría, desde este punto de vista, mayor relevancia todavía. En este sentido, quiero señalar un pasaje situado hacia el final de la novela, unas líneas maravillosas sobre el modo en que Olga se enfrenta a su felicidad y vislumbra su porvenir:

Miraba con miedo al futuro, donde, como decía él, los esperaban problemas, tragedias y dolor. No soñaba ya con una noche azul; otra perspectiva se desplegaba ante ella, una que no era traslúcida ni alegre, que no rebosaba paz y abundancia, con ella y él solos. No, lo que veía era una serie de privaciones y pérdidas cubiertas de lágrimas, inevitables sacrificios, una vida de ayuno y renuncias forzadas, (...) soñaba con enfermedades, con ruina económica, con la muerte de su marido... Se estremeció, se desanimó, pero contempló con valor y curiosidad ese nuevo aspecto de la vida, lo examinó con horror y midió sus fuerzas con él... Tan sólo el amor no la traicionaba en ese sueño.

Al leer esas líneas, me vino a la mente la grandiosa escena final de Six feet under, que además me va a venir de perlas para poner punto final.

(Si hay alguien que no ha visto esta serie, le advierto que ésta es la madre de todos los SPOILERS).


P.D. No quepo en mí de gozo: ¡acabo de encontrar la película de Mikhalkov con subtítulos en inglés!
Aquí está.

viernes, 8 de febrero de 2013

Promises


Más Jerusalén, aunque este no tiene nada que ver con la novela de Lagerlöf. Se trata, eso sí, de una película que me ha emocionado, y así, una vez más, me veo obligado a proclamar mi entusiasmo a los cuatro vientos.
Promesas se grabó entre 1995 y 2000, y los directores Justine Shapiro, B.Z. Goldberg y Carlos Bolado, tuvieron que seleccionar de entre más de 170 horas de entrevistas para encontrar y construir una historia. La que nos cuentan al final es muy antigua y sencilla, y habla del odio entre dos comunidades, de la necesaria deshumanización del enemigo para que ese odio fermente, y de lo que sucede (o podría suceder) cuando dejamos que ese enemigo, tan parecido a nosotros, con el que compartimos profeta y origen semita, se presente ante nosotros y se revele, también, humano.


El documental consta casi exclusivamente de entrevistas a siete niños que residen en Jerusalén o cerca de la ciudad. Son niños de ambas comunidades y de los más diversos ambientes familiares y sociales. Hay dos gemelos de familia laica, descendientes directos de un superviviente de la Shoah; un estudiante de la Torah, hijo de un rabino; una niña cuyo padre lleva dos años encarcelado y a la espera de juicio por su relación con el FPLP; un palestino residente en Jerusalén; un niño que vive en un asentamiento, y otro que lo hace en un campamento de refugiados. Muchos de ellos viven apenas a 20 minutos unos de otros, pero la mayoría sabe que sus vidas jamás se cruzarán y están convencidos de que así es como debe ser.


El trabajo de edición es excelente, y la historia, que, repito, se basa en entrevistas a niños, no tarda más que unos minutos en enganchar al espectador, que en todo momento sabe, cree saber, y quiere creer que sabe adónde nos quieren llevar los directores. B.Z. Goldberg, nacido en Jerusalén pero criado en EEUU, es la voz narradora, y su cara amable hace dudar a los niños que dicen que los judíos son malos.
-Pues yo soy judío.
-No, yo hablo de los judíos de verdad, no los americanos.


Algunas escenas son verdaderamente magistrales, no tanto por el talento del director como por la habilidad para estar ahí, como se dice de los fotógrafos y los delanteros centro. Una de ellas es cuando habla Raheli, la niña de una familia ultraortodoxa que vive en uno de los polémicos asentamientos. El director le pregunta cómo imagina su futuro, y la niña, muy mona ella, se lanza a narrarnos su vida como buena madre, mejor esposa e intachable judía. Al tiempo que nos lo cuenta, y la historia dura unos cuantos minutos, no deja de pelearse con dos sillas de plástico que no consigue separar, mientras su hermano juega con el ordenador.
En otro momento, los gemelos y el director visitan el muro de las lamentaciones. Allí está en ese momento el hijo del rabino. No llegan a compartir plano, y los gemelos le cuentan a Goldberg que sienten miedo ante los propios judíos ortodoxos. Para ellos, esas personas son más extrañas y están más alejadas de ellos de lo que puede estarlo los palestinos.


Como ya he dicho antes, la historia que se nos cuenta es muy antigua, sencilla y también descorazonadora. El conflicto seguirá. Ha de seguir. Dios nos dio esta tierra. Esta tierra es nuestra. Pero para que los niños hereden el conflicto, es necesario que hereden el odio, y para ello, han de heredar el lenguaje, un lenguaje que a veces no es más que una sucesión de dogmas. Al espectador se le ponen los pelos de punta al oír a un niño decir que Dios entregó Israel a los judíos, y a otro hablar de cómo le gustaría matar a los del otro bando. Y pese a todo, uno no puede evitar coger cariño a casi todos los niños, incluso al repelentillo estudiante de la torah, que se granjea las simpatías del respetable merced a un entrañable duelo de eructos con el niño árabe que se acerca a tontear frente a la cámara.



Conforme nos acercamos al final del documental, aumenta la esperanza y nuestras vías lacrimales empiezan a tener más trabajo. (No os preocupéis; no revelo más que lo que podéis leer en la carátula del DVD). Faraj, que no ha dejado de hablar del odio que tiene a los judíos, se pone la mar de contento cuando el director le pone al teléfono con uno de los gemelos. En ese momento vemos el alivio que supone para un niño poder comportarse como tal, y dejar de lado por un momeento el odio que familia, amigos y circunstancias le han inculcado desde la cuna. La trivialidad de la conversación es tan hermosa que, literalmente, se nos saltan las lágrimas. ¿Qué deporte practicas? ¿Te gusta la pizza? En el campamento de refugiados no hay pizza.
Y eso es sólo el principio de una hermosísima escena.


No sé si habré conseguido abriros el apetito, pero en cualquier caso, aquí tenéis el documental, enterito y doblado al español. (Por lo visto, cuatro años más tarde el mismo equipo rodó un breve reportaje para ver qué había sido de aquellos niños. Inexplicablemente, dicho reportaje no está en el DVD y no he podido encontrarlo en ningún lado.)


viernes, 1 de febrero de 2013

Jerusalén, de Selma Lagerlöf


Tras mi breve periplo por los clásicos, me apetecía leer algo banal y, a ser posible, de rabiosa actualidad. Así que cuando en la biblio vi este libro, publicado en 1901, de una escritora sueca, y basado en la historia del éxodo a la Ciudad Santa de una comunidad rural sueca, me dije "esto es justo lo que andaba buscando".
Hay libros, como la Historia de Heródoto, que requieren una larga y pesada digestión, y cuya reseña, si llega, se hará esperar. Pero hay otros libros que nos empujan al ordenador apenas los hemos terminado, para intentar transmitir un poco del entusiasmo que nos han inspirado. Jerusalén, con el que he disfrutado horrores, es uno de esos libros.


De Selma Lagerlöf (1858-1940) no sabía más que lo que nos cuenta la contraportada de esta edición: sueca y primera  mujer en ganar el Nobel de literatura. Luego averigua uno que esta escritora fue en su día no sólo una autora de gran éxito, sino también una de las figuras más relevantes del movimiento feminista y por el sufragio femenino. Entre otras obras, escribió El maravilloso viaje de Nils Holgersson, un libro inspirado por los cuentos infantiles de Kipling, y que ha gozado de la admiración de autores como Kenzaburo Oé o el filósofo Karl Popper.
En 1900, Lagerlöf realizó un viaje a Jerusalén, donde visitó la Colonia Americana (fascinante documento fotográfico en el enlace). La historia de esta colonia, que sirvió de inspiración para esta novela, es muy interesante, y bien merece unas pocas líneas. 

Horatio Spafford, fundador de la Colonia Americana de Jerusalén

En 1873, el transatlántico Ville du Havre colisionó en su travesía hacia Europa con un barco británico. El Ville du Havre se hundió en apenas unos minutos, llevándose consigo la vida de 226 personas. Entre las víctimas, se encontraban las cuatro hijas de Anna y Horatio Spafford. Anna se salvó, y su marido, que no estaba a bordo del barco, se reencontró con ella en Inglaterra. Volvieron a su ciudad, Chicago, e intentaron rehacer sus vidas, pero Horatio siempre pensó que aquella tragedia era un castigo divino. Tuvieron dos hijas más, y un niño que murió de escarlatina. En 1881 partió de Chicago un grupo de trece adultos y tres niños rumbo a Palestina, donde los Spafford pensaban que hallarían consuelo a su desgracia. 

La noticia del naufragio del Ville du Havre

En Jerusalén, fundaron una comunidad filantrópica, con la convicción de que con el trabajo se aceleraría el Segundo Advenimiento de Jesús. La comunidad fue siempre vista con enorme recelo por las autoridades, en especial por el consulado norteamericano, mientras que contaban con el respeto y apoyo de las comunidades judía y musulmana.
En un viaje a Chicago, Anna conoció a Olaf Henrik Larsson, el líder de la Iglesia Evangélica Sueca. El resultado de ese encuentro fue el éxodo de 55 habitantes de un pueblo sueco a Jerusalén, adonde llegaron en 1896 para unirse a la colonia. 

Esos son los hechos históricos, y vaya por delante que el interés de Jerusalén no deriva de ellos, sino que se trata de gran literatura. En otras palabras, un novelón de agárrate y no te menees.

Jerusalén a principios del s. XX

La primera parte de la novela sucede en un pequeño pueblo de la región sueca de Dalecarlia. Desde el primer momento, la autora deja claro que lo que está contando es mucho más que una historia: está creando un mito. Y en este mito, la leyenda negra familiar que abre la historia actúa como el pecado original, por el que pagarán los hijos de los hijos y los hijos de éstos.
La vida en el pueblo de Nas (con un circulito encima de la a) transcurre como lo ha hecho durante generaciones, pero una serie de acontecimientos anuncia una época de cambios, lo cual en el mundo rural equivale al armagedón. La posterior llegada al pueblo de una especie de visionario llamado Hellgum termina por convulsionar la vida del lugar. Los que abrazan la nueva fe anunciada por Hellgum deciden vender sus posesiones, dejar atrás familia, amigos, enamorados y lo que haya que dejar, y partir hacia Jerusalén.

 El pueblo de Nas, donde transcurre la primera parte de la novela, en 1900

No es eso tarea fácil, evidentemente, y menos en el siglo XIX. Pero las dificultades que se les presentan a nuestros héroes no son de orden logístico. Más bien, se enfrentan a algunas de las cuestiones fundamentales que definen al ser humano, tales como la fe, la fatalidad o la moral.
¿A quién debe lealtad el hombre? ¿A Dios? ¿A sus sentimientos? ¿O a sus principios, entendiendo por éstos la familia, la tierra y la tradición? Este apabullante conflicto de lealtades se revela irresoluble, y el error de nuestra decisión final se convierte necesariamente en traición. 
Pero ojo al dato, que la penitencia que sucede a la traición y que ha de conducirnos a la redención no nos aporta ni un ápice de alivio. Antes al contrario, surge un nuevo dilema: si aceptar el castigo (que con frecuencia tiene más de maldición mítica que de castigo divino) o rebelarnos.

 El Valle de Hinnom, la Gehena, donde el fuego eterno pasó de quemar niños sacrificados a Moloch a quemar basuras

Ay, como veis, no he podido evitar ponerme trascendental, pero lo verdad es que la señora Lagerlöf sabe plantear todas estas cuestiones de una manera irresistible, con un estilo entre bíblico y folletinesco, unos personajes mucho más profundos de lo que puede dar a entender la simplicidad de sus ideas, y unos recursos narrativos que anticipan el modernismo. La obra se publicó en dos volúmenes, y parece ser que la segunda parte no fue tan bien recibida como la primera. Es cierto que esta segunda parte se acerca mucho más al folletín, y es probable que, al estar situada en Jerusalén, no le resultara tan atractiva al público sueco. A mi juicio, sin embargo, la estructura de la novela en su conjunto, situando la escena del naufragio, donde se introduce algunos personajes clave, hacia la mitad del libro, es impecable, y el tono levemente folletinesco es percibido por el lector como un pecadillo de lo más venial.

 La Puerta de Damasco, c. 1900

 La comunidad espiritual, mientras permanece en Dalecarlia, se nos presenta como una secta de fanáticos iluminados. Una vez en Jerusalén, sin embargo, quizá al estar bajo la influencia de la Colonia Americana, ese fanatismo encuentra su salida en el trabajo más que en la ortodoxia. La Tierra Prometida nunca puede ser el paraíso y, sorpresa sorpresa, el Señor no nos puso en este mundo para que seamos felices.
Los personajes ven en cada acontecimiento la voluntad inescrutable de Dios, y su pasión les hace tener constantes visiones del Cristo, que antes se paseaba por los bosques de Dalecarlia y ahora lo hace por las calles de Jerusalén. Sin embargo, del mismo modo que la historia se erige en mito, asistimos a una desmitificación de lo divino, como cuando la protagonista principal comprueba, para su decepción, que su Cristo (o mejor dicho, uno de sus Cristos) no es sino un derviche giróvago, o que la infernal Gehena no es más que un pestilente vertedero. No obstante, la autora se cuida mucho de emitir juicios, y en ningún momento se percibe una ridiculización del sentimiento religioso.
En fin, al reflexionar sobre esta lectura me vienen ideas y más ideas, a cual más profunda y pomposa, y me podría extender un buen rato con ellas, pero ninguna de ellas haría justicia a este gran libro.



Recuerdo que hace bastantes años -debió de ser en 1996, cuando se estrenó-, vi la película titulada Jerusalén, del cineasta danés Bille August, basado en esta novela. Apenas recordaba nada de ella, aparte de que me gustó mucho. Sigue teniendo muy buena pinta.

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