sábado, 25 de enero de 2014

El emperador del shtetl


Escribir en una lengua minoritaria no significa necesariamente tener un número reducido de lectores. Ahí están los casos, por mencionar sólo unos pocos, de los húngaros Márai y Kertesz, del israelí Oz, o de tantos escritores nórdicos de thrillers, cuyos libros se venden por cientos de miles. Pero escribir en una lengua que lleva medio siglo resistiéndose a morir, y que, como en la diáspora de sus hablantes, está dispersa en pequeñas comunidades separadas entre sí por miles de kilómetros, significa, salvo una gloriosa excepción, no sólo renunciar voluntariamente al éxito de ventas, sino también convertirse en todo un marginado de la literatura. Bueno, no hace falta ponerse tan dramáticos; quien dice marginado, dice también bocado exquisito al alcance de unos pocos afortunados. En fin, serán cuestiones culturales o geopolíticas, no lo sé, pero el hecho es que islandés vende y el yiddish, no.

Así, poco tiene de extraño que un autor como Yehuda Elberg, ganador del premio más prestigioso de literatura yiddish y con frecuencia comparado con Isaac Bashevis Singer (quien de hecho era primo lejano suyo), sea un completo desconocido para el señor wikipedia, y que apenas se puedan encontrar dos fotos suyas en google. 


El imperio de Kalman el lisiado fue publicado por primera vez en 1983, pero durante mucho tiempo sólo pudieron disfrutarla los hablantes de yiddish, dado que la novela no fue traducida al inglés hasta 1997. En 2003 la editorial Losada la publicó en España, en una estupenda traducción directa del original. Tuvo aquí muy buenas y escasas críticas, pero pasó casi completamente inadvertida en el mercado editorial. Y es una lástima, porque se trata de una novela grandiosa.

Yehuda elberg nació en 1912 en Zgierz, a las afueras de Lodz, Polonia, en el seno de una familia de gran tradición rabínica. Él mismo fue ordenado rabino y, si bien nunca ejerció como tal, su formación religiosa es evidente en su obra. A los 20 años empezó a publicar historias en la prensa y escribió también dos novelas cuyos manuscritos se destruyeron en el gueto de Varsovia. Participó activamente en el movimiento polaco de resistencia, y tras perder en la shoah a la mayor parte de su familia, se dedicó tras la guerra a prestar ayuda a los supervivientes, así como a rescatar su cultura de las cenizas.

Shtetl, de Chana Kowalska

Si existiese alguna vez una parábola del destino del pueblo judío, ésta sería el mismo Kalman el Lisiado.

La mayor parte de la historia de El imperio de Kalman el lisiado transcurre en el periodo de entreguerras, y concluye el día en que Hitler es nombrado canciller. En Dombrovka, un shtetl cercano a Varsovia, vive Kalman, quien, pese a descender de un linaje de rabinos, ha preferido, como su abuelo, dedicarse al mundo de los negocios. Cuando era niño, Kalman perdió a su madre y poco después sufrió una enfermedad que le paralizó las piernas, por lo que desde entonces se mueve sobre una tabla con ruedas. Siempre ha pensado que fue por haberse quedado tullido por lo que su padre, a quien no recuerda, lo abandonó. Criado por su abuelo, un hombre algo huraño que apenas le mostró nunca algo de cariño, Kalman crece con un enorme resentimiento hacia el mundo, a la vez que va urdiendo un gran plan. Así, pese a las primeras apariencias, no estamos ante un personaje creado para inspirar compasión en el lector. Antes al contrario, Kalman no tarda en revelársenos como un auténtico granuja, un tipo sin escrúpulos tanto en los negocios como en sus relaciones con las mujeres. 


Un cabrón con las mujeres... Vaya, parece que hay que volver a hablar del otro autor yiddish. Es difícil, como veis, encontrar referencias a Yehuda Elberg que no mencionen también a Isaac Bashevis Singer. Por aquello del yiddish, debe de ser, porque, a mi juicio, las diferencias entre ambos son más que notables. Investigando por aquí y por allá, he descubierto que, de hecho, muchos autores en lengua yiddish sentían cierto recelo, cuando no franca hostilidad, hacia Singer, al que acusaban de presentarse algo así como el último autor en una lengua al borde de la desaparición, con el ninguneo y desprecio que ello representa para dichos autores. El mismo Elberg, que, como he señalado más arriba, era primo lejano de Singer, lo describe como frío, y, pese a admirarlo como escritor, dice de él que no era el tipo de persona que te abraza emocionalmente, declaración que, por otra parte, no sorprenderá a quien conozca la obra del Nobel o haya leído sus memorias. Singer, siempre según Elberg, no sólo era un pesimista que retrataba el shtetl del modo más negativo posible, sino que incluso sus descripciones de la vida diaria en dichas comunidades no se ajustaban a la realidad.



Kalman el Lisiado tenía a los judíos de toda una ciudad agarrados por las narices, y no sólo a los judíos. El mismísimo aristócrata también desempeñaría el papel que él le asignase.

Pero volviendo a la novela, si el shtetl de Singer tenía bien poco de edénico, el de Elberg, por su parte, no se caracteriza por ser un lugar especialmente atractivo. Una pequeña comunidad judío-polaca que sale del Imperio del zar, pasa por la Gran Guerra, sufre la crisis mundial del 29, y se encamina a la shoah, es cualquier cosa menos idílica. Ésta además está en manos de un terrateniente, otro sinvergüenza aún mayor que Kalman, y el odio que une a ambos se remonta varias generaciones. Por ello, en la segunda parte de la novela, viajamos al último tercio del siglo XIX, donde conocemos a los ancestros del protagonista, uno de ellos proveedor del ejército zarista; otro, el forjador del primer imperio industrial del shtetl. Como en toda lectura sobre una saga familiar, el lector a veces se pierde dando saltos de una rama de la familia a la otra a lo largo de varias generaciones, pero esa ligera confusión se compensa por el modo magistral en que el autor retrata a todos y cada uno de los personajes.

Es, pues, sobre todo en el retrato psicológico donde destaca la maestría de Elberg, que siempre coloca a sus personajes por encima del argumento. Desde Bérish, el hijo del rabino, posiblemente un alter ego del autor, hasta Matus, el cristalero venido a más, pasando por la abuela Guenendl o Yosl el Golem, la variedad de personajes, así como la riqueza y sutileza con la que están descritos, han hecho que, a lo largo de tres días, me haya instalado en el shtetl y no me haya sacado nadie de allí. El argumento, por su parte, pese al detallado relato de las triquiñuelas financieras de Kalman y la vida religiosa en la ciudad, es relativamente sencillo, y los secretos de familia que se nos van revelando hacia el final son tan ignominiosos como los de cualquier hijo de vecino, es decir, no hay tremebundos golpes de efecto ni ases sacados de la manga. 

Había sido muy hábil, al elaborar toda una campaña estratégica para promover esos dos casamientos. Si lograse completar toda la torre y llevarla hasta su cúspide, sería una obra táctica maestra. Había llevado las negociaciones con la astucia diplomática de un Talleyrand. ¿Acaso la astucia es sabiduría?

Kalman puede ser un canalla sin escrúpulos, pero no es un monstruo. De hecho, el personaje de Kalman es una de las mayores creaciones con las que me he encontrado en mucho tiempo. El lector nunca tiene la sensación de llegar a conocerlo del todo, sus decisiones nos sorprenden tanto como al resto de los personajes y probablemente a él mismo, y nos da la impresión de que, aparte de la lucha por la forja de un imperio, hay algo más en él que se nos escapa. Sabemos que urde un plan, pero nunca estamos del todo seguros de en qué consiste éste; lo vemos actuar con enorme generosidad para con algunos pobres miserables, pero dudamos de su altruismo; sabemos que pasó algo el día en que se le cayó la casa encima, pero no sabemos si creerle a él o a quien lo acusa de horribles crímenes. Esta mezcla de noble y canalla, así como el concepto del hombre hecho a sí mismo, hacen de Kalman el lisiado una obra, a mi juicio, mucho más cercana a Philip Roth o Bellow que al susodicho Singer, y que, en todo caso, raya a la altura de cualquiera de los tres.
  

A nadie sorprenderá el papel fundamental que juega la religión en esta novela, donde son constantes las citas del talmud y la mishná, e incontables los términos hebreos, cuyo significado, gracias la excelente traducción, está siempre claro y evita la necesidad de un glosario. La actitud de Kalman hacia la fe de los suyos es ambivalente desde el primer momento, y sus paisanos, que en gran medida lo admiran, no pueden evitar sentir cierta desconfianza hacia este benefactor sin escrúpulos que apenas pisa la sinagoga. Dicha actitud, no obstante, se va volviendo más compleja a medida que su imperio va creciendo y por fin la tragedia golpea a nuestro héroe. Kalman, que siempre ha logrado recuperarse de los embates del destino, acusa este nuevo golpe y parece que no será capaz de reponerse. Pero más allá del incomprensible sufrimiento de Job, una de las ideas que vertebran esta modesta y a la vez grandiosa epopeya es la del ofrecimiento a Dios de nuestros méritos para salvar a un ser querido.

Debes saber, hijo mío, que además de haber ofrecido mi slms por la tuya, también doné todos mis méritos. Cada persona viene a este mundo de vanidades sólo con el objeto de llevar a cabo buenas acciones y acumular méritos, con los cuales comparecer ante el Tribunal de allá arriba


Entre las escasas reseñas que he podido encontrar, hay quien reprocha al autor que haya retratado con tanto detalle el ceremonial religioso, señalando que la obra está demasiado dirigida a un público judío. La verdad es que no estoy de acuerdo, y no sé a qué achacar esas (leves, todo hay que decirlo) acusaciones. No sé por qué, pienso que ésas son las mismas personas que se maravillan ante una novela japonesa que se demora en la ceremonia del té, o una africana que nos muestra el proceso de elaboración del vino de palma. En mi opinión, la grandeza de esta novela radica no sólo en su personaje central, para mí ya inolvidable, sino también y sobre todo en la recreación de un mundo que fue exterminado de la noche a la mañana, y del que hoy sólo quedan los recuerdos de los hijos y nietos de los supervivientes. Elberg nos muestra un mundo nada idílico, sino más bien tan próspero e interesante, o tan pobre y vulgar, como pueda serlo el cinturón de una gran ciudad, lo cual confiere a la tragedia un carácter más universal, si cabe.
En suma, El imperio de Kalman el Lisiado es otro ejemplo de gran novela condenada, por su terrible pecado, a vagar eternamente por inhóspitos blogs sin hallar jamás el reposo del reconocimiento.


Los hablantes nativos de yiddish, que en todo el mundo deben de rondar hoy el millón, continúan luchando por conservar su lengua y revitalizar una cultura que difícilmente llegará a igualar la que se perdió. La lengua sobrevive, pero el imperio de Kalman fue aniquilado en la Shoah: su mundo, el mundo del shtetl, no volverá jamás, y a los que no lo conocimos sólo nos queda imaginarlo a través de obras como la de Yehuda Elberg o Sholem Aleichem, entre otros; las maravillosas fotos de Roman Vishniac, algunas de las cuales adornan esta entrada, y canciones tan hermosas como ésta: "Mayn sthetl Belz".


Cuando recuerdo mi infancia
me parece estar soñando.
¿Cómo estará ahora la casa
donde brillaban las lucecitas?
¿Seguirá creciendo el árbol que planté?

¡Belz! Mi pequeño shtetl, Belz,
la casa donde pasé mi infancia...

domingo, 12 de enero de 2014

Restos de temporada 2013 (y 2)

Desde que empecé este blog, allá por 2009, el ritmo de publicación de entradas ha ido bajando de manera continua. Así, de las casi 90 que publiqué en 2010, el año pasado pasé a 32, es decir, un tercio. Eso no es bueno ni malo, sino todo lo contrario, y además parece ser algo bastante general. Uno empieza el blog lleno de entusiasmo por reseñar todas y cada una de sus lecturas. Así lo hice yo también, y probablemente por eso, cuando echo un vistazo a aquellas primeras entradas, me siento tentado de eliminarlas, de tan chapuceras como me parecen.
Si el ritmo de publicación, por lo menos en mi caso, es ahora tan bajo, ello se debe a que procuro preparar las entradas de manera mucho más concienzuda que al principio (aunque los resultados sean irregulares), y de hecho, es buscando información, leyendo críticas y consultando fuentes como mejor me lo paso. Pero claro, eso lleva tiempo, tiempo que quito a otras reseñas.
El caso es que, repasando las lecturas de la segunda mitad de 2013, con la cantidad de libros extraordinarios que cayeron en mis manos, me doy cuenta, para mi desazón, de las grandes oportunidades de preparar reseñas geniales, incisivas, innovadoras, revolucionarias, en una palabra, magistrales. De momento, sin embargo, tendré que consolarme con lo de "este merece una relectura".


Los argonautas, de Apolonio de Rodas. Un clásico griego releído unos cuantos meses después de la racha de clásicos por la que pasé el año pasado. Aventuras a porrillo con Jasón...


... que, inevitablemente, tuvo que tener su continuación en otra relectura, la trágica historia de su señora, Medea, de Eurípides.


The Golem, de Eduard Petiska. Una de esas joyas que uno se puede encontrar en el Punt Verd, ese sitio donde se recicla el aceite usado, la ropa vieja y los libros. El golem es una leyenda judía apasionante de la que exiten múltiples versiones. En ésta, el monstruo lo crea un rabino de Praga, con el fin de proteger a los judíos de los pogromos. Es cortito, prometo reseña.


El tambor de hojalata, de Gunter Grass. Desde hacía décadas que quería leer este clásico que dio la fama a Grass. Me sorprendió, la verdad. Un personaje principal bastante desagradable, un desarrollo de la historia poco convencional, con elementos de realismo mágico y con un estilo que me ha recordado bastante a Alfred Döblin. Excesivo a ratos, pero con capítulos absolutamente magistrales, como el de la taberna de las cebollas, que de hecho se puede leer y disfrutar por sí solo.


White teeth, de Zadie Smith. Otra obra que supuso en su momento la revelación de un nuevo talento literario. Se trata de una de esas ocasiones en que el escritor, además de sorprender con un estilo diferente (eso que se suele llamarse "un soplo de aire fresco en la narrativa"), consigue novelar una ciudad, en este caso Londres. Aunque, a mi juicio, el final queda un pelín forzado, en general las buenas críticas que recibió en su momento están más que justificadas.


Birdsong, de Sebastian Faulks. Estaba yo leyendo esta novela y pensaba "esto lo he leído ya". Pedazo de dejà lu. Hasta que caí en la cuenta de que unos meses antes había visto la también excelente adaptación de la BBC. Faulks nos cuenta una bonita historia de amor con la I Guerra Mundial por enmedio, y nos descubre un aspecto poco conocido, pero muy angustioso, de la guerra de trincheras.


De la naturaleza, de Lucrecio. Llené el libro de anotaciones, pero como era de la biblio, una vez devuelto la reseña se quedó en ná. Una lástima, porque, aunque lo disfruté, me daría una pereza infinita volver a leerlo.


Dios en persona, de Marc-Antoine Mathieu. No recuerdo mucho de esta novela gráfica, pero eso sí, me pareció absolutamente genial (o quizá no tanto; ver los comentarios más abajo). El título lo dice todo: Dios se presenta no recuerdo dónde, quizá en la cola del Inem, y a partir de ahí empiezan sus aventuras en este valle de dolor, donde se convierte en una especie de estrella mediática. Ello, no obstante, se trata de una obra mucho más inteligente y mucho menos blasfema de lo que se podría desprender.


Jóvenes talentos, de Nikolai Grozni. Si no recuerdo mal, ésta es la primera novela del autor, que es bastante conocido como pianista. Qué admiración me producen los que son capaces de brillar en dos artes tan diferentes entre sí. Porque esta novela es una excelente historia de iniciación, escrita con rabia, con rencor, con pasión y con enorme talento. Al son de Chopin, Grozni nos cuenta sus vicisitudes como estudiante de música, chico prodigio pero descreído y rebelde, en una Bulgaria tiranizada por el régimen comunista. Una gozada de lectura, amenizada todavía más por las extraordinarias reflexiones del autor sobre la obra de Chopin.


Y con la novela de Grozni y ésta, La estratagema, de Léa Cohen, pensaba yo preparar una entrada sobre la literatura búlgara contemporánea. Ahí es nada. Esta novela, regalo de Elena (muchas gracias de nuevo), también transcurre durante la dictadura comunista, aunque en ella viajamos a los EEUU, a Israel o a Suiza. Quizá le falta el toque genial de Grozni, pero es, de todas formas, una historia sumamente interesante y una novela muy bien escrita.


De padres e hijos, de Jeffrey Brown. Los que tenemos hijos sabemos lo que es sentirse como el de la adivinanza de "dos padres y dos hijos". Sobre esto trata esta novela gráfica, sobre ser padre, ser hijo, y estar entre los dos. Con unos dibujos muy sencillos y una narración aparentemente deslavazada, el autor nos cuenta una historia que a algunos les parecerá demasiado prosaica y quizá inane, pero yo la encontré entrañable.


La leona blanca, de Henning Mankell. Ahora mismo, al ver el título, me doy cuenta de que el argumento de Asesinos sin rostro, del que hablé en la primera parte de estos restos de temporada, correspondía en realidad a esta novela. Pero entonces, ¿de qué trataba aquélla? En fin, supongo que esta confusión, dilución y desaparición de personajes y argumentos no sucede únicamente con los thrillers.


Georgiana. Duchess of Devonshire, de Amanda Foreman. Los historiadores ingleses tienen un no sé qué y un qué sé yo que convierte todo lo que escriben en una lectura apasionante. Porque, la verdad (y aquí me toca sacar la vena antipatriótica), si un historiador español me anuncia que me va a contar la vida de una duquesa del siglo XVIII, conocida por ser antepasado de una princesita actual, me pongo a correr y no paro hasta llegar a Laponia. Pero lo hace un inglés, inglesa en este caso, y uno se sumerge con enorme placer en la aristocrática y, en algún sentido, disoluta vida de esta duquesa, de la que descendía Diana de Gales. Georgiana de Devonshire fue, durante muchos años, todo un fenómeno social en el país, y gozaba de una popularidad y una influencia tanto en la política como, naturalmente, en la moda, sólo comparables a su malograda descendiente o a alguna que otra Primera Dama. Fascinante retrato de la vida política en la Inglaterra de la época, un tema que hasta esta lectura jamás me había interesado.


Un viaje nada sentimental, de Albert Drach. Este libro tenía, a priori, todo lo que me interesa: memorias, holocausto y persecución de los judíos. Confieso, no obstante, que la lectura se me hizo un tanto farragosa. Ello se debió sobre todo al estilo árido, desprovisto no ya de sentimentalismo sino diríase de sentimiento, aunque, en honor a la verdad, la idea central del libro es que el autor, que, casi a su pesar, había sobrevivido a la guerra, era un muerto en vida.


El músico ciego, de Vladimir Korolenko. Los rusos del XIX que conocemos eran tan grandes grandísimos que apenas dejaban sitio en la foto a los que, en comparación, eran sólo grandes. Vladímir Korolenko es uno de ellos, a juzgar por esta novela y por lo que decían de él sus contemporáneos. Un entusiasta de la revolución, acabó sus días, otro más, criticando severamente a los bolcheviques. Trata de un músico ciego y es una gran novela.


Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera. De este autor mexicano había leído grandes alabanzas que lo señalan como una de las voces más bla bla bla. La verdad es que, a pesar de su pomposo y espantoso título, más propio de un pestiño de Isabel Coixet que de algo bien escrito, esta novelita, con mucho de Cormac McCarthy y no poco de Breaking Bad, es realmente buena. Con una escritura seca, al tiempo que colorida por el habla coloquial del país, y un personaje central mucho más interesante de lo que parece al principio, a la novela sólo le sobra, hacia el final, un discursito de excesivo tono moral. Con lo bueno que es a veces dejar un mal sabor de boca...


Las bellas extranjeras, de Mircea Cartarescu. Qué voy a decir de este autor que no haya dicho ya, así como de esta obra, que ya he mencionado antes. Consta de tres relatos, el primero de los cuales es excelente, y a partir de ahí todavía mejora. Diversión a raudales.


Los Karivan, de Miljenko Jergovic. Supongo que si lo hubiera leído antes de La casa de nogal, me habría maravillado. Habiéndolo leído después, me supo a poco. Se trata de un libro de relatos unidos, se nos dice, por el apellido que da título al libro. Los Karivan son los descendientes de kara Ivan, o Iván el Negro, de quien no recuerdo mucho aparte de que vivió hace muchas generaciones en Bosnia. Algunos de los cuentos de este libro son absolutamente magistrales, la mayoría son excelentes, y sólo hay un par o tres, de los cuarenta de que consta el libro, que me sumieron en una fría confusión.


El jinete de bronce, de A.S. Pushkin. Tras leer la primera gran obra de Pushkin, Ruslán y Liudmila, me lancé a su último gran poema narrativo. El genio de Pushkin nos cuenta aquí con versos inmortales una obra que conjuga la historia de San Petersburgo con un relato de sencilla épica, sumamente rico en su ambigüedad. Se lee en lo que dura un café, pero no se llega nunca a digerir del todo.


Guía de Mongolia, de Svetislav Basara. Y tras Croacia, decidí pasarme un rato por Serbia. Sí, no os fiéis del título. O sí, porque la historia sucede en Mongolia. En cualquier caso, éste es otro triste ejemplo de un libro excelente que, por p... pereza, se quedó sin reseña. Y lo lamento sobre todo porque, no sé si lo he dicho ya, empecé este blog, entre otros motivos, para obligarme a reflexionar un poquito más sobre lo que voy leyendo o, en otras palabras, para devorar menos y saborear más. Con este serbio no lo hice, y ahora sólo recuerdo que me gustó, me sorprendió y me divirtió. Alcohol a mansalva.


Sasha Yegulev, de Leonid Andreyev. Le tengo muchas ganas a esta obra, primero por su autor, otro gran ruso que, en la foto de la que he hablado antes, está al lado de Korolenko; y segundo, por su subtítulo: "la historia de un asesino". De Andréyev había leído ya un par de novelas breves que me habían dejado un gran sabor de boca, por sus personajes atormentados y condenados, y a ésta, como digo, le tengo muchas ganas. Pero tendré que esperar a hacerme con una buena traducción. Mal empezamos si en el prólogo nos hablan de Las armas muertas de Gógol. Y éste lo compré, mecachis.


El viaje de los diletantes, de Bulat Okudzhava. Otro al que le tenía unas ganas inmensas. Recuerdo que este libro se publicó en Círculo de Lectores hace más de 20 años. Estuve meses pensando si me lo compraba o no, pero siempre había otro que, si no me llamaba más la atención, si me ofrecía más "garantías", léase, era de un autor más conocido. Dejó de aparecer en la revista y lo olvidé, pero sólo por un tiempo. La imagen de la portada, así como la breve sinopsis de la obra, seguían llamándome. Hace unos años leí unas memorias del autor, un cantautor, poeta y novelista georgiano, tituladas Cerrar el tiempo, abrir los ojos, también publicado en Círculo, que me encantó. Así que volví a la búsqueda de El viaje. Lo busqué en librerías de viejo, en el mercado de Sant Antoni, en Los Encantes, hasta que por fin di con el único ejemplar de todas las bibliotecas públicas de la provincia de Barcelona. Lo pedí, lo empecé y... no. No era lo que esperaba. Como empezar a los 40 una relación con una chica de la que te enamoraste en el instituto. No descarto leerlo en otro momento, cuando me haga menos ilusión. Me gusta leer libros que nadie más ha leído.


El retorno de Filip Latinowicz, de Miroslav Krleza. Este lo saqué de la biblio hace dos años y lo perdí. Tuve que comprarlo y aun así, quizá por despecho, lo devolví sin haberlo leído. Pero este año, después de la inolvidable experiencia de La casa de nogal quise seguir con autores de la zona. Krleza era croata, y ésta es su obra maestra.
El señor del título se fue de casa muy joven, y tras triunfar como pintor, regresa a su ciudad natal sin saber muy bien para qué, pero eso sí, con muy pocas ganas de reconciliarse con la lagartona de su madre. Situada en una pequeña ciudad de provincias, escrita con enorme talento, sentido del humor y desengañada melancolía, El retorno... destaca, sobre todo, por sus personajes discretamente patéticos, algunos de los cuales se pasan la horas muertas evocando lo poco que queda del glorioso recuerdo del Imperio Austro-húngaro.


El diablo listo y otros poemas, de Nikolai Gumiliov. Junto con Serguei Gorodetsky, Gumiliov fundó el acmeísmo, el movimiento poético que incluyó a poetas como su esposa Anna Ajmátova y O. Mandelstam, entre otros. El acmeísmo nació como reacción contra el simbolismo ruso, pero, quizá debido a mi nulos conocimientos poéticos, nunca he visto gran diferencia entre uno y otro movimiento, y de hecho, me cuesta bastante ver los puntos en común entre la obra de los diferentes poetas.
La primera impresión es que estamos ante un poeta bastante más accesible que Mandelstam, con unos poemas más narrativos y unas imágenes más transparentes. Su poesía está también poblada por jirafas y elefantes, resultado del viaje del poeta por África.
Religioso y anticomunista, Gumiliov, que despreciaba en público la zafiedad de los bolcheviques, fue arrestado en 1921, bajo la acusación de pariticipar en la conspiración Tagantsev, y ejecutado 20 días más tarde. En 1992 fue rehabilitado de aquella falsa acusación.


Juego de azar, de Slawomir Mrozek. Ya mencioné uno de Mrozek en la primera parte de estos restos. Este es igual de bueno, pero menos.


Un día de placer, de Isaac Bashevis Singer. Sirva esto como humilde homenaje a la Librería Canuda de Barcelona, que ha cerrado recientemente para dar paso, supongo, a una tienda de Desigual, ya que el local es demasiado grande para un locutorio. Un par de meses antes de que cerrara, compré este librito, hoy completamente descatalogado, de uno de mis autores favoritos. Aunque Singer escribiría sus memorias, quince años más tarde, en la excelente Amor y exilio, este día de placer se centra en un momento muy concreto de su infancia, cuando la familia Singer se mudó del campo a la capital. Esperaba un sencillo librito de relatos con los temas habituales del autor, es decir rabinos ateos, esposos que ponen los cuernos a su mujer mientras esta se muere de cáncer, y hasidistas combatiendo a Satanás, pero me encontré con uno de los libros de memorias más sencillos y bonitos que he leído en mucho tiempo.


María Antonieta, de Stefan Zweig. A éste llegué por el de Amanda Foreman, comentado más arriba, dado que la Duquesa de Devonshire era amiga de la Reina de Francia. Zweig era el Midas de la literatura, y convirtió en libro apasionante todos los temas y personajes que tocó. Nunca me había interesado mucho la Revolución Francesa, por culpa, sobre todo, de una pésima profesora que tuve en el instituto, pero Zweig, con su retrato de esta casi legendaria reina, me ha cautivado a lo largo de 600 páginas.


Cartas del verano de 1926, Boris Pasternak, Maria Tsvietáieva y R.M Rilke. Aquellos poetas y su loca correspondencia. Borís enamorado de Maria; Maria, platónicamente entregada a su tocayo Rainer; y Rainer, un Dios del Olimpo humilde y campechano, que hace como que no sabe que es el poeta vivo más venerado de su época, al tiempo que lanza fugaces miradas hacia abajo, a esos puntitos negros que son sus fieles. La verdad es que, de los tres, el más cuerdo parece Rilke, quizá porque la devoción que sentían los otros dos por él los dejaba atontados.
He leído la poesía de Tsvietáieva y la de Rilke, mientras que de Pasternak he leído lo mismo que vosotros. No obstante, en una de las cartas, don Boris, dirigiéndose a Tsvietáieva, le suelta lo siguiente:

He comenzado a confundir hasta el sinsentido dos palabras: yo y tú.

Y ése es el Pasternak epistolar.

jueves, 2 de enero de 2014

El zar de la Tercera Roma


Iván IV tras haber matado a su propio hijo, de Ilyá Repin

En la gran plaza de Kremlin los obreros instalaron diecisiete horcas, un enorme caldero lleno de agua colgado encima de un montón de leña y una sartén del tamaño de un hombre; también tensaron unas cuerdas para cortar en dos los cuerpos por frotamiento.

El Grande, El Hermoso, El Sabio... De todos los sobrenombres que los monarcas tienen a su disposición, el que Iván el Terrible eligió le iba que ni pintado, y no sólo por esa cita introductoria tan ilustrativa.
Convencido de ser descendiente directo de César Augusto, Iván IV Vasílievich quería hacer de Rusia la Tercera Roma, tras el Imperio Romano de Occidente y el de Bizancio, y por ello fue el primer gobernante ruso en proclamarse zar ('césar'). Se sentía elegido por Dios para servirle a Él y a su país, y si para cumplir su misión tenía que actuar de manera implacable, así lo haría. Iván sólo se sentiría obligado a responder ante Dios. Nos dice Troyat en esta apasionante biografía:

Para él, escuchar a los demás era dejar de reinar. Su poder no se apoyaba en el pueblo, sino en Dios. Y no veía a Dios como juez, sino como socio. O incluso como cómplice.

No fue hasta la segunda mitad de su reinado cuando empezó a conocérsele como "el Terrible", pero en realidad el adjetivo грозный (groznyi) significa en ruso algo así como "formidable", "amenazador", o más bien, "inspirador de temor", es decir, Iván era terrible como Dios mismo es terrible.

Un moribundo Basilio III bendice a su hijo Iván

Nuestro zar forma parte de esa galería de gobernantes que han pasado a formar parte del imaginario colectivo, no sólo en su país, sino también en todo occidente. Sin embargo, a diferencia de Enrique VIII, María Antonieta o Vlad el Empalador, de cuyas vidas conocemos al menos un detalle que nos permite hablar de ellos como expertos, de Iván el Terrible poca gente sabe más que lo que nos dice su nombre, a saber, que era ruso y terrible.

La Rusia que hoy conocemos, es decir, el país que, aun tras la desintegración de la URSS, sigue siendo un territorio gigantesco, debe en gran medida sus fronteras a Iván IV Vasílievich, que consiguió anexionarse los anhelados janatos tártaros de Kazán y Astracán, así como el inmenso territorio de Siberia. Del mismo modo, si bien nuestro héroe no modernizó el país, que siguió considerablemente retrasado respecto a Europa, sí logró unificarlo bajo su única autoridad, impidiendo así que en el país se consolidara un régimen feudal a manos de los boyardos. Este logro constituye el inicio de la autocracia rusa, que muchos ven aún hoy personificado en Vladimir Putin.


La Catedral de San Basilio, encargada por Iván para conmemorar la conquista de Kazán 

Nuestro héroe heredó el trono a los tres años de edad. Su padre, Basilio III, lo nombró sucesor en su lecho de muerte y en presencia de los boyardos, a los que no les hizo puñetera la gracia obedecer a un mocoso y a su madre, Elena Glinskaya, que sería Regente. Elena, hija de un tránsfuga lituano, era de familia católica y, para colmo de horrores, había sido educada muy " a la alemana", es decir, tenía una cultura y una libertad de costumbres inusitadas en aquella Rusia anclada en el oscurantismo. Pero no era su educación el mayor obstáculo para ser aceptada por los boyardos, sino el menguante poder e influencia de éstos desde tiempos de Iván III, y el rechazo que, por tanto, sentían ante cualquier monarca que no fuera un mero títere en sus manos.

Iván junto a su madre moribunda, en la película de Eisenstein

Elena gobernó como regente durante cinco años más, hasta que murió, posiblemente envenenada por los boyardos. Iván siempre albergó esa sospecha, y algunos análisis recientes sugieren que no iba desencaminado. Nuestro héroe, pues, se quedó huérfano a los ocho años. Desde aquel momento, los boyardos dejaron de lado a Ivancito, ocupados como estaban en pelearse entre ellos y olvidando que, por la cuenta que les traía, al niño también deberían haberle dado jarabe. Iván, por su parte, se dedicó a acumular rencor contra los boyardos, sabedor de que su momento llegaría.

El momento llegó el día que, durante un banquete al que había invitado a los boyardos, los acusó de haber abusado de su juventud y de haber gobernado de manera injusta y cruel. Al príncipe Andrei Shuiski no se le ocurrió nada mejor que reírse de Iván y ningunearlo, y llegó a poner las botas en su cama. Iván, que a la sazón contaba con tan sólo trece años, se la jugó y ordenó su arresto. La jugada le salió bien, los guardias arrestaron a Shuiski y lo lanzaron al patio donde estaban los perros de caza, que lo devoraron vivo. Habemus zar!

Iván conquista la ciudad de Kazán, de A. D. Kivshenko

Cuatro años más tarde, Iván se casaba con Anastasia Románovna y era coronado zar. Desde el primer momento, se mostró como un gobernante implacable, devoto de Dios, entregado a la causa del pueblo ruso, ansioso por la conquista de nuevos territorios en el este y por consolidar una porción de la costa báltica. Rusia debe a Iván, como ya he dicho, la anexión de Kazán, arrebatado a los tártaros, y el mundo entero le debe la icónica Catedral de San Basilio, construida en conmemoración de dicha conquista. No obstante, pese a sus gloriosas conquistas, Henri Troyat nos presenta a lo largo de su extraordinaria biografía un Iván bastante poco heroico que siempre está en segunda fila de batalla, y que no duda en columpiarse posteriormente sobre las gestas de sus generales.

Las cosas empezaron a torcerse para Iván y, sobre todo, para los boyardos, en 1553, cuando el zar cayó gravemente enfermo. Convencidos de que su señor tenía los días contados, los boyardos empezaron de nuevo a intrigar por la sucesión. Iván redactó un testamento en el que señalaba como sucesor a su hijo Dmitri, de apenas unos meses de edad. Mientras una facción de los boyardos aceptaba someterse a la última voluntad de su zar, otra facción se inclinaba por entregar el poder a Vladimir Andréyevich, príncipe de Staritsa y primo hermano de Iván. Pero inesperadamente, Iván se recuperó y, de manera todavía más inesperada, no tomó medida alguna contra los boyardos traidores, sino que aceptó de aparente buen grado sus temblorosas manifestaciones de alegría por su recuperación. Es posible que, durante su enfermedad, las súplicas de Iván a Dios hubiesen sido acompañadas por promesas de buena conducta (que, naturalmente, habría que esperar un tiempo antes de romper). De todos modos, a partir de ese momento, Iván el Terrible nunca volvió a tener plena confianza en nadie.

Los oprichniki dando una lección a un boyardo y su familia

Las atrocidades que llegaría a cometer Iván IV a lo largo de su vida incluían empalamientos, descuartizamientos, desollamientos, personas asadas vivas, destripadas por osos, prisioneros quemados vivos y todavía me guardo alguna de excesivo mal gusto. Su abogado defensor alegaría hoy enajenación mental transitoria provocada por un profundo trauma. Porque Iván no siempre fue Terrible. Si bien es cierto que de niño mostraba gran afición por torturar bichos, su carácter se había atemperado relativamente gracias a la influencia de la zarina, Anastasia Romanovna. Así, el día en que la zarina murió, de manera repentina e inesperada, algo se rompió definitivamente en el alma de Iván. Al igual que con su madre, el zar sospechó que su esposa había sido envenenada (en su gran película sobre el personaje, Eisenstein señala directamente a Eufosina, tía del zar y madre de Vladimir Andréyevich), lo cual probablemente terminó de desquiciar a Iván.

Aparte de sus conquistas, otro ejemplo del gran legado de Iván a la posteridad es la oprichnina, que puede considerarse precursora del KGB. Fue sobre todo debido a los desmanes de los oprichniki que Iván aterrorizó al pueblo ruso a lo largo de las dos décadas siguientes. La oprichnina era su guardia personal, que constaba de 6.000 mercenarios, quienes según Troyat procedían de las clases más bajas, aunque otros historiadores sostienen que en su origen estaba formada por miembros de la nobleza.

Los oprichniki, de Nikolai Nevrev

Los orígenes de esta guardia personal (en realidad, el término oprichnina también se refiere al territorio donde esta guardia tenía carta blanca para actuar) hay que buscarlos principalmente en los estragos que la Guerra Livona causó en la economía rusa. El descontento llevó al príncipe Andrei Kurbski, hombre de confianza de Iván, a desertar y pasarse a las tropas lituanas. Eisenstein, por su parte, achaca la traición de Kurbski a su ambición por convertirse en zar. (Hay que recordar, al hablar de la película de Eisenstein, que en los años 40, en el apogeo del estalisnismo, la figura de Iván IV estaba siendo objeto de revisión por los historiadores soviéticos con el fin de hacer de él un gran líder del pueblo ruso, comparable en grandeza al Padrecito de los Pueblos. Stalin, naturalmente, sentía gran admiración por Iván Vasílievich). Iván nunca perdonó a Kurbski su traición, y ambos se entregaron a una vitriólica relación epistolar que no tiene desperdicio, y que en ocasiones se asemeja a un foro político de internet:

... Y ahora callo, porque ya dijo Salomón que no hay que gastar palabras para dirigirse a los tontos, y tú eres uno de ellos.

A lo que el otro responde:

Deberías avergonzarte de escribir como una vieja y enviar una carta tan mal redactada en un país donde no faltan buenos conocedores de la gramática, la retórica...

Y así, una carta tras otra. En todo caso, la traición de Kurbski afectó sobremanera a Iván, que abandonó Moscú con destino desconocido, para, un mes más tarde, anunciar su abdicación en una carta al pueblo, en la que acusaba a los boyardos y a la iglesia de haber traicionado a Rusia. No queda claro si todo fue una astuta jugada de Iván, o si fue mera casualidad, pero el resultado no pudo ser mejor para el zar: al pueblo le entró el cangueli y partieron multitudes en peregrinación a la residencia del zar en Alexandrova Sloboda para implorarle que regresara. Iván accedió, con la condición de recortar todavía más los privilegios de los boyardos y de la iglesia, y de gozar él mismo de un poder absolutamente ilimitado. El pueblo, enemistado desde hacía tiempo con los boyardos, dijo que sí a todo, sin saber la que se le venía encima. Era el comienzo de la verdadera autocracia en Rusia.

Nikolai Cherkassov, el Iván de Eisenstein...

Uno de los episodios más negros del reinado de Iván IV fue la masacre de la ciudad de Nóvgorod. Los habitantes de esta ciudad, conquistada por Iván III, abuelo de nuestro amigo, añoraban su independencia, que, merced al comercio con Lituania y Suecia, les había permitido convertirse en una gran y próspera ciudad. Este descontento de la ciudad hacía sospechar al zar, cuya paranoia aumentaba por momentos, que se estaba gestando alguna traición, por lo que encargó del caso a la oprichnina. Sn entrar en detalles sobre las atrocidades que cometieron los oprichniki, baste decir que Nóvgorod, una de las ciudades más antiguas de Rusia, y la tercera más grande en aquella época, nunca volvió a recuperarse de aquel golpe.

... y Piotr Mamónov, el de Lungin. Poeta, rockero e impresionante actorazo

Aparte de su crueldad, Iván IV parecía tener un insaciable apetito sexual. Antes de ser coronado zar, ya había poseído a cientos de mujeres, y su voracidad continuó a lo largo de toda su vida. Llegó a tener ocho esposas diferentes, pero sólo dos de sus hijos llegaron a la edad adulta. Uno de ellos era Fiódor, que sufría una discapacidad mental y que aún así llegó a ser coronado zar, aunque el poder de facto lo tuviera su ministro Boris Godunov. Con Fiódor se extinguió la dinastía de los Rurik. El otro, el mayor, era Iván Ivánovich, quien, aunque nunca llegó al trono, era de hecho el primero en la línea de sucesión.

Los habitantes de Novgorod huyen ante la llegada de los oprichniki

Zar y zárevich eran uña y carne. Iván Ivánovich sentía admiración hacia su padre, y éste estaba más que orgulloso de su hijo, que además de ser culto y valiente, había heredado su exquisita sensibilidad. Era entrañable verlos a los dos juntos deleitándose con las torturas de sus víctimas, y cuentan algunos cronistas que se intercambiaban las amantes. Parece ser que la última tortura que presenciaron en mutua compañía fue la de Eliseo Bomelius, proveedor oficial de venenos de la corte, a quien asaron vivo. Poco después, el zárevich hizo un comentario fuera de lugar sobre el modo en que Iván llevaba a cabo la guerra contra Polonia y, luego, otro comentario a destiempo que Iván oyó por ahí terminó por agriar la relación. Así, un mal día, Iván se encontró con su nuera en una sala de su residencia. Elena Sheremeteva se había ganado el cariño de su esposo y, hasta entonces, la aprobación de Iván, que no era precisamente un suegro fácil y que había forzado a su hijo a encerrar a sus anteriores esposas en un convento. Al ver a Elena de una guisa que él consideraba impropia de una futura zarina, la golpeó con tanta violencia que, según Troyat, le provocó un aborto. Cuando el zárevich quiso afearle la conducta, Iván, paranoico perdido, creyó ver un conato de rebelión, y con su cetro le atizó un mandoble en toda la cabeza. Iván Ivánovich murió cinco días más tarde.

El zar meditando junto al lecho de muerte de su hijo, de Viacheslav Schwarz

En sus últimos años, deprimido, atemorizado por las consecuencias para su alma que iba tener en el Juicio Final su vida de iniquidad, a Iván no se le ocurrió otra cosa mejor que hacer que una lista de todas las personas que había ordenado matar a lo largo de su vida. Es de suponer que en esa lista sólo tenían cabida las víctimas cuyos nombres era capaz de recordar, dado que la susodicha apenas llegaba a unos 3.700. Huelga decir que allí no están, por ejemplo, las decenas de miles de víctimas de la masacre de Novgorod.

He aquí una muestra del retrato psicológico que hace Troyat de este Iván aterrorizado y desquiciado.

Había unificado el país pese a la oposición de los boyardos. ¿Habría conseguido ese resultado glorioso de no haberse librado de sus peores enemigos mediante la tortura? ¿Qué importancia tenían unos miles de cadáveres martirizados frente a todos los pueblos, todas las tierras conquistadas para Rusia? Pero con Dios nunca se sabe. Después de haberle respaldado siempre, el Altísimo era capaz de reprocharle, en el último momento, la hecatombe de Nóvgorod, o sus matrimonios excesivos, o el asesinato del zárevich. Este último acto de violencia podía ser la gota de sangre que desbordara el vaso. No, no, porque Dios también era responsable de la muerte de su hijo, Cristo. Había dejado que Jesús muriea en la cruz. Dios y el zar, ambos asesinos de sus hijos, estaban destinados a entenderse.


Vasnetsov hizo el retrato más conocido de Iván el Terrible

A lo largo de la historia ha habido numerosos personajes de una crueldad sin límites que se han convertido en verdaderos héroes nacionales y, aún hoy, no han pérdido un ápice de esa aura gloriosa. Así, por ejemplo, no son pocos los rumanos que consideran que el sadismo de Vlad el Empalador no era mayor que el de otros gobernantes de la época, y que, por el contrario, fue esa mano dura la que salvó al país, e incluso a Europa, de las garras del turco. También en Rusia, del terrible Iván a menudo se han dejado de lado sus desmanes para centrarse en su gran legado: la modernización (muy relativa) del país, con un nuevo código de leyes; la creación del Zemski Sobor, el primer parlamento ruso; y la fundación de un gran estado transcontinental, multiétnico y pluriconfesional. Esta benevolencia con el déspota no se da sólo en la sociedad y entre los historiadores, sino que parece ser que también en los cuentos folklóricos la figura de Iván suele aparecer como un benefactor de los oprimidos. Supongo que nada de esto puede sorprendernos hoy, en un mundo en que son tantos los que prefieren olvidar los crímenes de los dictadores de ayer y reivindicarlos por sus supuestas buenas obras.


Iván murió durante una partida de ajedrez

Llevo unos días sumido en una fiebre por Iván el Terrible que está poniendo en peligro mi matrimonio.

Cariño, ¿qué podemos ver esta noche?
Iván el Terrible, de Eisenstein.
Cariño, ¿qué podemos ver esta noche?
La segunda parte de Iván el Terrible, de Eisenstein.
Cariño, ¿qué podemos ver esta noche?
El zar, una película rusa de 2009 sobre... Iván el Terrible.
Cariño, ¿puedo cerrar estas treinta ventanas que tienes abiertas en internet?
Sólo las que no sean sobre Iván el Terrible.

Dos semanas escribiendo esta entrada, y todavía me pierdo de enlace en enlace, leyendo más y más sobre el personaje y su tiempo. Y tengo la sensación de que no he dicho nada, ¡con todo lo que hay para contar! No he dicho nada de los hombres que rodeaban a Iván, como por ejemplo el odioso Maliuta Skuratov, líder de los oprichniki y una especie de Dzerzhinsky de la época. Tampoco he hablado de sus rivales, como del transilvano Esteban Báthory, que además de ser un personaje la mar de interesante, era tío de Isabel Báthory, la mayor asesina en serie de la historia, y de quien quizá hable en otra ocasión. No he mencionado más que de pasada a Bomelius, el envenenador y astrólogo holandés que acabó quejándose al zar de que le tenía frito. Tampoco he hablado de la relación de Iván con Isabel I de Inglaterra, con quien quería llevar esas relaciones un poco más allá de lo meramente comercial (según parece, encargó al viajero y explorador Anthony Jenkinson que sondeara con discreción a su Majestad. Una especie de "pregúntale si sale con alguien"; para entendernos). Y apenas he mencionado de pasada las películas de Eisenstein y de Lungin. Cuatro palabras sobre ellas:

La de Eisenstein, rodada en plena guerra y con los alemanes invadiendo el país, tenía el beneplácito, naturalmente, de Stalin, gran admirador de la figura de Iván. Estaba concebida como una trilogía, pero la realización de la tercera parte se detuvo cuando se anunció que la segunda no se iba a estrenar: no le había gustado al Padrecito de los pueblos. Este Iván el Terrible me ha parecido extraordinario, como casi todo lo que hizo este director. Escenas bellísimas, gran música de Prokofiev, interpretaciones entrañablemente histriónicas por parte de todo el reparto ("¡Oh, muero envenenada!"), y cada fotograma, una obra de arte. Eisenstein dio una gran relevancia al personaje de Efrosinia Staritsa, que apenas aparece en el libro de Troyat, e incluso se tomó la licencia poética de alterar los hechos históricos con el fin de dar un mayor dramatismo a la muerte de Vladímir, hijo de Efrosinia.


Por su parte, la versión de Pável Lungin se centra sobre todo en la relación entre Iván y el metropolita Felipe, quien osó plantar cara al déspota y acabó como podemos imaginar. Realizada en 2009, El Zar es, obviamente, muchísimo más realista, desde todos los puntos de vista, que la de Eisenstein. Los personajes, desde el zar hasta el último campesino, son absolutamente creíbles en su papel: sucios, andrajosos, con el pelo grasiento y enmarañado y los dientes podridos. Las escenas de violencia son francamente desagradables; la ambientación, impecable; la fidelidad a la historia, yo diría que absoluta. En conjunto, se trata de una película muy... bastante... Hm, es difícil describirla, dado que las atrocidades más espantosas e inhumanas cometidas por los oprichniki son un juego de niños al lado de los subtítulos de esta versión. Gajes de internet, supongo. Pero también supongo que si, a pesar de ellos, he disfrutado tanto con la película, es porque ésta es excelente.


En resumen, un Troyat extraordinario como siempre, perfectamente acompañado por el maestro Eisenstein y por Lungin, un director al que no conocía, y que hace honor al fascinante personaje de Iván el Terrible.
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