Los anglosajones saben escribir libros de historia. Los españoles, no. Ésa es la triste verdad. Hace algo más de un año empecé a leer lo que se supone que es la historia de España más accesible y popular, Breve Historia de España, de García de Cortázar, y ahí está el punto de lectura, entre las importaciones de Tartesos y los utensilios de agricultura de la época.
Robert K. Massie, por el contrario, tiene un poder especial: el de convertir a sus lectores en rusófilos empedernidos. Conmigo, la verdad sea dicha, salía con ventaja, ya que a mí la rusofilia me viene de lejos (en otra vida fui un poeta de cuarta fila del círculo de Pushkin).
¿Cómo lo consigue? Tomen nota de la receta, historiadores patrios: el secreto de Massie consiste en centrarse en un tema o personaje de indudable atractivo, ser prudente en las dosis de erudición, combinar la "gran" Historia con las historias personales, saber aderezar el relato con el punto justo de cotilleos y morbo, y escribir con elegancia, claridad y sin florituras. El resultado: Peter the Great me ha hecho disfrutar de lo lindo en todas y cada una de sus casi 1.000 páginas. Grande grandísimo libro de historia.
Pedro el Grande, de Valentin Serov
Aparte de medir dos metros, Pedro fue Grande sobre todo por un motivo, a saber, haber sacado a Rusia del medievo y situarla en la Europa del siglo xviii.
En efecto, el país que le dejó su padre el zar Alexis I era todavía la Rusia de los boyardos, dominada en todos los aspectos de la vida por la religión ortodoxa, donde la mujer era propiedad del hombre, y el hombre, a su vez, estaba obligado a llevar barba; una Rusia formada de campesinos (léase siervos), nobleza, con el zar a la cabeza como máxima autoridad, e iglesia, que, a diferencia de la de otros países, no tenía el más mínimo interés en conservar, transmitir, o tan siquiera poseer los tesoros de la cutlura clásica, que rechazaba cualquier influencia extranjera como si fuera el demonio, que se dedicaba a pontificar sobre cuántos dedos había que emplear al santiguarse y que por semejante nimiedad montó, literalmente, un cisma.
La Duma de Boyardos, o un consejo de ministros de la época
Y aparece en escena nuestro Pedro, a quien, desde luego, no le pusieron fácil el acceso al Monomakh, la corona de oro. La rivalidad entre las familias de las dos esposas de Alexis I, los Miloslavsky y los Naryshkin culminó en la rebelión de los streltsy (el cuerpo militar de élite), que se convirtió en un auténtico baño de sangre, del que salió vencedora Sofía, hija de la primera esposa de Alexis. Pedro era hijo de la segunda, Natalia Naryshkina.
Años más tarde, el descontento por el trato que se les brindaba, y por las innovaciones de un zar que llevaba tres años viajando de incógnito por Europa para aprender a construir barcos, condujo a una nueva rebelión de los streltsy, rebelión que, en este caso, fue su perdición.
La mañana de la ejecución de los streltsy, de Vasily Surikov
La historia de Pedro no tiene desperdicio, desde sus juegos con soldados, armas y hasta regimientos de verdad, hasta sus decretos por los que se prohibían las barbas (aunque luego se podrían lucir, previo pago del correspondiente impuesto sobre barbas), pasando por la Gran Embajada ya mencionada, es decir, los años en que se fue de viaje por Europa para aprender todo lo que no había podido aprender en su odiado Moscú. Se dice, por cierto, que este odio a todo lo que representaba la ciudad, es decir la superstición, la tradición irracional y, en resumen, la oscuridad del espíritu medieval, fue lo que le impulsó años más tarde a fundar, en medio de una inhóspita marisma, la ciudad de San Petersburgo. Historia épica donde las haya.
Sofía Alekséyevna, hija de Alexis I, recluida en el convento de Novodevichy (Iliá Repin)
La Gran Embajada fue el primer paso hacia la apertura de Rusia a occidente. Pedro no sólo adquirió conocimientos de navegación, carpintería, relojería, arquitectura, sino que contrató a expertos en todas las materias para llevarlos a Rusia y que contribuyeran a la modernización del país.
El alzamiento de los streltsy de 1682 (Nikolai Dmitriev-Orengbursky), en el momento en que Natalia Naryshkina muestra al zarévich Iván V a los streltsy, dado que corría el rumor de que había sido asesinado.
Pero el momento decisivo, o quizá habría que decir la época decisiva, en el reinado de Pedro I fue, sin la de la Gran Guerra del Norte, en la que se vieron implicados, entre otros, Dinamarca, las provincias bálticas, Polonia, y sobre todo Rusia y Suecia, el otro gran Imperio de la zona. Vaya pedazo de personaje era también Carlos XII de Suecia. Se merece el solito otro libro entero para él. ¡Qué reyes los de aquellos días, capaz de morir de un disparo en la sien, en la trinchera junto a sus tropas!
Carlos XII de Suecia, o lo que le pasa a un rey que se empeña en luchar junto a sus tropas.
Capítulo tras capítulo, batalla tras batalla, enmedio de turcos, suecos, tártaros, cosacos, con episodios como el del kalabalik, donde cientos de soldados del ejército turco atacaron al rey de Suecia, que, con un puñado de hombres, se defendió con éxito; o con batallas como la de Poltava, probablemente tan crucial para el destino de Europa como lo fue la de Waterloo, vamos pasando las páginas, una tras otra, fascinados.
Eudoxia Lopukhina, primera esposa de Pedro el Grande, a la que éste despreciaba y acabó por encerrar en un convento, lo que, a todos los efectos, tenía validez como divorcio.
El zar no había cumplido los diecisiete cuando lo casaron con Eudoxia Lopukhina. Por el bien de la sucesión, hijo mío. Vale mamá, ¿puedo ir a jugar ya con mi ejército? Pero ya le habría gustado a Eudoxia que la indiferencia hubiera durado para siempre. Porque diez años más tarde, harto de esa mujer sosa, sumisa y educada en los valores más tradicionales de la vieja Rusia, Pedro la recluyó en un convento.
La zarina le había dado tres hijos, pero sólo uno de ellos, Alexis, tuvo la mala fortuna de salir adelante.
Con el tiempo, Pedro se casó con Catalina, en otro acto que demuestra la importancia que tenían para Pedro las tradiciones.
Catalina I, de Jean-Marc Nattier. De hija de campesino a emperatriz.
Catalina era hija de un campesino lituano, probablemente de extracción católica. Cuando su padre murió, fue acogida por Ernst Gluck, pastor luterano. La chica creció, se desarrolló y, según se dice, la señora del pastor, curándose en salud, la animó a casarse con un soldado sueco que pasaba por allí. Según otras fuentes, de hecho llegaron a casarse. El caso es que toda la familia Gluck fue apresada por los rusos, aunque el mariscal Sheremetev aceptó la propuesta del pastor, hombre culto y de lenguas, y lo envió a Moscú para a servir al zar como intérprete. La chica, no obstante, entró a formar parte del servicio doméstico de Sheremetev, uno de los hombres de confianza del zar. Así que un día los dos se vieron, se gustaron y ocurrió lo que tenía que ocurrir.
Carlos XII y Mazeppa tras la batalla de Poltava, de Gustav Cederström. Mazeppa, atamán de los cosacos, cambiaba de bando con una facilidad pasmosa.
La historia de Alexis es de auténtico culebrón. Cabe imaginar que el chico, educado por su madre, no veía con muy buenos ojos al hombre que con tanta crueldad trataba a ésta y que acabaría por arrancarlo de sus brazos para siempre. Así, desde el primer momento, Alexis parecía destinado a ser más un rival de su padre que un sucesor. A ello contribuyó en gran medida la educación que se le proporcionó, primero a cargo de su madre y posteriormente de boyardos y sacerdotes, así como las amistades de que se rodeó. En honor a la verdad, sin embargo, al joven zarévich la corona no le atraía demasiado. Al contrario de su padre, Alexis era un hombre de inquietudes intelectuales, aficionado a la lectura y a la vida contemplativa, y no dado en absoluto a la acción.
Se casó con la princesa alemana Carlota Cristina, y aunque al principio todo fue bien, Alexis no tardó en entregarse a la bebida y maltratar verbalmente a Carlota. Cuando esta murió, tras su segundo parto, Alexis dejó de ocultar su relación con Afrosina, prisionera finlandesa que había entrado en el servicio doméstico de su profesor. ¡Caramba, como está el servicio! solían exclamar las zarinas.
Pedro I interroga a su hijo el zarevich Alexis (N. N. Ge) sobre quién le ayudó a escapar con su amante a a Viena y pedir protección al emperador Austriaco.
En vista de que el heredero al trono se tomaba su glorioso destino a la ligera, Pedro decidió darle un ultimátum. O aprendes a comportarte como corresponde a un zarévich, o te aparto de la sucesión. Craso error. Alexis se dijo la ocasión la pintan calva y decidió renunciar a la corona.
No tan rápido, respondió Pedro, que empezó a sospechar de su hijo y de sus malas amistades. ¿Cómo se puede renunciar al trono con tanta facilidad? ¿Qué estarían tramando? Así que decidió darle un segundo ultimátum a su hijo. O te ganas la corona, o te haces monje. Eso ya le hizo menos gracia a Alexis. No había otra solución: coge a tu chica y pon pies en polvorosa.
Los agentes de Pedro comenzaron entonces a seguir la pista del zarévich en una investigación, persecución y ejercicio de persuasión que no tendría nada que envidiar a la caza de disidentes por parte del KGB. Las consecuencias de esta aventura, para los implicados y para aquéllos a quienes Alexis se vio obligado a implicar, fueron desde fatales hasta funestas, pasando por horrorosas, monstruosas y atroces.
Y con este asunto liquidado, Pedro pudo dedicarse de lleno a concluir la guerra contra Suecia, proclamarse Emperador de todas las Rusias, dejar a la iglesia ortodoxa sin poder terrenal, y administrar su gigantesco imperio.
Pedro el Grande en su lecho de muerte, de Ivan Nitkin
Y apenas he contado nada. Este libro es una maravilla. ¿Por qué no podemos tener historiadores así en España?
Afortunadamente, me está esperando otra Grande, Catalina II, de Henri Troyat. Y ya estoy pidiendo en amazon Nicolás y Alejandra, del mismo Massie. Y menos Real, pero igual de fascinante, pronto les hincaré el diente a la biografía de Tolstoy, de A.N. Wilson, y a los años mozos de Stalin, de Simon Sebag Montefiore.