jueves, 22 de septiembre de 2016

El corazón perdido de Asia

 
Colin Thubron emprendió este viaje en la primavera de 1992, apenas unos meses después de que las repúblicas centroasiáticas se independizaran de Moscú. Ha transcurrido desde entonces casi un cuarto de siglo, y, dados los enormes cambios que ha vivido la zona, lo primero que se le ocurre a este lector es que cualquier guía de viajes le será de más utilidad en el muy hipotético caso de visitar alguna de esas repúblicas que conforman el Turkestán. Por suerte, la utilidad no figura entre mis 100 primeras razones para leer.

Fuera del escenario donde tienen lugar, las revoluciones que triunfan ponen el mundo patas arriba, despiertan temor y esperanza a partes iguales, y son recibidas por muchos con muestras de gran júbilo. No así con la caída de un imperio por sí solo. Cuando esto sucede, puede que se froten las manos las cuatro compañías que esperan sacar tajada de entre los escombros, pero lo más habitual suele ser ver asomar por el horizonte grises nubarrones de incertidumbre. Thubron comenzaba su viaje preguntándose por el camino que seguirían aquellas cinco repúblicas: ¿se lanzarían de lleno al -en palabras del autor- horno del islamismo? ¿O se refundarían en un nuevo pastiche comunista? La bajada de la marea soviética las había dejado desnudas y sin toalla, y su destino ahora sólo podía concebirse a la sombra del Islam, Moscú, Turquía u Occidente.

Ashkhabad en los años 20

Pero Colin Thubron no es politólogo, sino viajero, y El corazón perdido de Asia no es un ensayo sobre geopolítica, sino un libro de viajes. Así, las reflexiones del autor pronto dejan paso a lo que esperamos de este tipo de libros: en primer lugar, que no tenga el síndrome de Obélix, ya sabéis, ese recurso facilón de tantos autores y su "están locos estos...". Y en segundo lugar, impresiones, personas, anécdotas, descripciones e historia. Una historia que, por cierto, todavía se deja llevar por la inercia de tantas décadas, como descubre Thubron al encontrar por casualidad, en la recepción del hotelucho donde se aloja, una hoja con todos sus movimientos escrupulosamente anotados. Pero afortunadamente, la cosa no pasa de ahí.


Estamos, como veis, en la misma tierra que visitamos hace unas semanas en esa maravilla de Peter Hopkirk titulada El Gran Juego. Turkmenistán es la primera de las nuevas repúblicas a la que llega Thubron, quien a la sazón estaba ya más que curtido en viajes por otras zonas de oriente. Supongo que todavía se escriben libros de viajes que nos cantan las maravillas naturales, las delicias gastronómicas y la vibrante vida cultural del país en cuestión, pero desde luego Thubron no serviría para un libro así. Fijaos lo que ve desde el avión que lo lleva a Ashkhabad:


Milla tras milla el único color era un horrible platino que respiraba hambruna, hecho no de arena sino de la arcilla pulverizada de los imperios que se habían desintegrado en su polvo.


Thubron proviene de una familia acomodada. Es hijo de un padre militar y una madre que tenía entre sus ancestros al poeta John Dryden. Estudió en Eton y, como dato más que curioso, añadiré que es hermano de una hija de Rod Stewart. Como suena. A pesar de, debido a, o sin relación con ello, a nuestro viajero le gusta escribir con los labios cubiertos de barro reseco y un escorpión en la bota mientras, sentado en el suelo, espera un desvencijado autocar que lo llevará a las ruinas de un fuerte asaltado un siglo atrás por los rusos. Más tarde, en el asiento de atrás, intentará dormir la mona de los trece vasos de vodka que las normas de cortesía le obligaron ayer a aceptar. Por eso nos entusiasma su prosa a los que no hemos llegado quizá a tanto en nuestros viajes, pero sí nos hemos acercado.

El Mar de Aral, por llamarlo de alguna manera

Después de Turkmenistán vienen las otras cuatro repúblicas, a saber, Uzbekistán, Tayikistán, Kazajistán y Kirguizistán, nombres que, juntitos, antaño tanta gracia nos hacían. En todos ellos, el autor hace lo mismo: hablar con la gente, emborracharse por imperativo cultural, ahuyentar las cucarachas de su habitación del hotel, y patearse ruinas de templos, fuertes, mausoleos, ciudades y cementerios mientras un paciente y dicharachero taxista dormita en el coche. Sin embargo, pese a que este patrón se repite varias veces, y a las similitudes que presentan estos países que nunca hasta ahora fueron tales, en ningún momento tenemos la sensación de repetición. Cada persona tiene una historia diferente que contar. Cada pueblo, cada tribu y cada etnia, también.

 Dushanbe, capital de Tayikistán

El lenguaje de Thubron es preciso, bello e incluso lírico, pero a ratos también puede ser crudo, descarnado y, algunos dirían, ofensivo e inaceptable. Como yo tampoco me la cojo con papel de fumar, he disfrutado de párrafos como el siguiente, el primero de dos páginas en las que nos acerca de forma tan somera como apasionante a la historia de la región:

Durante dos mil años Asia Central fue la cuna del terror, donde una implacable fila de razas bárbaras esperaba su turno para empujar a la anterior al fondo de la historia. Cualquiera que fuera el impulso de sus salvajes oleadas -bien la erosión de sus tierras de pasto o sus épocas de efímera unidad-, todas llevaban el mismo sello de movilidad fantasmal y crueldad.

Hace dos milenios y medio, los misteriosos escitas de Heródoto, -salvajes arios cuya patria era el caballo- bullían fuera del alcance de la civilización, como un espantoso protoplasma de todo lo que vendría después...

Samarcanda, 1910. Niños judíos y su profesor

Y los continuos saltos del pasado más remoto al momento actual no pueden ser más oportunos. En 1992 el fundamentalismo islámico no se percibía como la amenaza global que es hoy, pero para alguien tan viajado como Thubron, el germen era ya evidente. Por ello, ante el vacío ideológico y de poder que el comunismo había dejado en la región, la cuestión es lo bastante preocupante como para que más de una vez surja la cuestión del papel que podría jugar el extremismo en aquellas repúblicas en pañales. Lo cierto es que la situación no podía parecer más propicia.

Con la llegada del comunismo las hermandades se hicieron clandestinas. El Islam oficial fue brutalmente persrguido y decenas de miles de religiosos fueron ejecutados. Stalin cerró 26.000 mezquitas, y, en 1989 sólo quedaban ochenta en todo Uzbekistán. Pero bajo esta fina capa de culto institucionalizado, cuyos líderes fueron obligados a un compromiso con Moscú, crecía un movimiento de multitud de mullahs no oficiales y hombres santos. En lugar de las mezquitas controladas, los centros de culto más fervorosos fueron entonces los sepulcros de venerados sufíes, objeto de secreto peregrinaje. Este Islam furtivo provocó paranoia en Moscú. Los comunistas buscaban por todas partes la maligna influencia de las redes sufíes, y el KGB no conseguía infiltrarse.

La palabra clave en esta historia es sufí. El sufismo es la denominación que recibe la rama mística del Islam, y sus practicantes, como vemos en el párrafo anterior, se agrupan en hermandades. Está extendido por toda Asia Central y, aunque caigamos en una simplificación escandalosa, podría decirse que el sufismo se caracteriza por una búsqueda más personal de Dios, por la meditación, y (disculpad la cacofonía de ismos) por alejarse del dogmatismo y la tendencia al extremismo que pueden darse en el chiismo y el sunismo, donde, por supuesto, no lo ven con buenos ojos.


Sufíes de Asia Central meditando

Si a ello le añadimos las características que nos presenta Thubron en el siguiente párrafo, podemos explicarnos por qué los locos asesinos de hoy no provienen de Tashkent, Bujara o Dushanbe.

Asia Central siempre ha tenido una corriente de apostasía. Los uzbecos introdujeron restos de chamanismo en la ortodoxia suní de su vida como sedentarios, y, bajo la superficie de sus ciudades-caravana, hubo durante siglos un infierno palpitante de demonios persas. A siete metros bajo el suelo de la mezquita de Atari vi las piedras de un templo del fuego del zoroastrismo; y el fuego, me dijeron, todavía es portado, como un recuerdo ancestral, a la cabeza de algunos séquitos nupciales musulmanes. Con una punzada de sospecha recordé entonces cómo, unos años antes, vi en Jerusalén a los últimos de una secta de sufíes bujariotas, que veían a Dios a través de la contemplación de las llamas.

Es difícil convertirse en fundamentalista si adoras a los elementos. La herejía nos salvará.

El haloxylon, una presencia constante

No obstante, no hay que inferir de ello que la vida entre diferentes religiones y numerosas etnias fuera una balsa de aceite. En Bujara, la comunidad judía, que había dominado la banca y los bazares, ahora apenas podía mantenerse. No hablaban hebreo, desconocían su propia historia y, poco a poco, iban abandonando el país.

Tenían las ventanas barradas, pero la hostilidad hacia ellos todavía era silenciosa, pensaba el zapatero. Más al noroeste, en Jiva, el antisemitismo se había vuelto tan feroz que todos habían huido, mientras al este, en el valle de Fergana, su presencia era cada vez más ominosa.

En el momento de escribir esto, la comunidad judía de Uzbekistán está condenada a desaparecer. También los rusos, después de décadas siendo la lengua y cultura dominantes, sufrían ahora el cambio de tornas.

Los uzbecos antes aprendían ruso. Ahora sacan a sus niños de la escuelas rusas y los llevan a escuelas uzbecas. Ahora son ellos los que mandan. (...) Pero el prejuicio nos empieza a dar miedo. Cuando voy al mercado ahora, me venden los peores trozos de carne o, simplemente, hacen como si no me vieran. Piensan que soy rusa. Ese rechazo antes no se daba, no de manera tan abierta...


 Skobelev, hoy llamada Fergana, en Uzbekistán

En relación con ello, una de las cuestiones más interesantes a lo largo de todo el libro es la del nacionalismo, de la que Thubron nos ofrece diversos puntos de vista y, en consecuencia, ninguna conclusión definitiva. Shukrat, uzbeco, sueña con Turania, la Gran Turquía resucitada en forma de federación que englobara a uzbecos, kazajos, kirguises y turcomanos (los tayikos son de origen persa).

Hace cien años nadie aquí se sentía tayiko, uzbeco o kirguís. Todos eran miembros de su familia y musulmanes. No importaban las fronteras. La cruzabas montado en tu camello e intercambiabas un saludo. (...) ¡Todas esas demarcaciones fueron obra de Stalin, Brezhnev, Gorbachov! ¡Yo no soy chovinista! Mi mujer es tayika, son un pueblo iraní, y estamos casados. ¡La Gran Turquía no tiene nada que ver con el chovinismo! ¡Nada! ¡Es una hermandad!

Pero a continuación asaltó sus estanterías en busca de libros sobre Asia Central, mientras atribuía toda su civilización a Turquía, esgrimiendo referencias ocultas y proponiendo teorías estrafalarias. Las culturas china, persa y árabe se derrumbaban ante su avance. Los sogdianos no existían. Bactria desaparecía. Imperios enteros eran enrollados como una alfombra y arrinconados. La historia se resolvía en un réquiem por una maravillosa Turania perdida.

 El lago Issyk Kul, en Kirguistán

Palabras sorprendentemente cercanas a la situación en la que vivimos algunos. No sé si es curioso o inevitable, pero sí parece un hecho que el nacionalismo es para algunos la mejor herramienta para resolver la falta de identidad nacional. ¿Acaso esa falta es una carencia y no una virtud? ¿Cuántos conflictos ha creado la falta de identidad nacional a lo largo de la historia? ¿Cuántas masacres? Por triste que resulte, la situación que Thubron nos ha descrito a través de Shukrat parece, pues, la consecuencia lógica de lo que oye de labios de Gelia:

La gente ahora está confundida. Ayer un alumno me dijo "mi padre es ucraniano, mi madre es tártara, ¿y yo qué soy? Supongo que ruso," y no le supe responder. (...) En cuanto a estos musulmanes, no sienten de verdad ninguna identidad. Se hacen llamar uzbecos o tayikos, pero eso no significa gran cosa para ellos. Antes eran soviéticos y ya está. Todos teníamos esta idea de que éramos un pueblo, de que acabaríamos mezclados unos con otros. Y ahora no nos queda nada.

"Crearemos nuestro propio sistema", dice más adelante otro profesor refiriéndose al modelo de Islam que deberían seguir. Y añade:

De momento, como ve, no tenemos una identidad como nación. La clave es la historia, y la nuestra nos la quitaron los soviéticos. Nos vendieron un hatajo de cuentos bolcheviques, sin nada referente a nosotros. En la escuela secundaria, donde doy clases, los libros de texto dedicaban sólo dos líneas a Tamerlán, el conquistador del mundo. ¡Dos líneas! Y para describirlo como un canalla.

 Un rincón del desierto de Karakalpakstán

Parece mentira cuántas cosas en común tenemos españoles y uzbecos, ¿no? En fin, opto por dejarme en el teclado decenas de datos, ideas, anécdotas e historias que hacen de este libro una lectura apasionante. Entre ellas, un Dushanbe al borde la guerra civil, la búsqueda de los últimos hablantes de sogdiano, la visita a lo que fue una colonia de mennonitas alemanes en el janato de Jiva, el espantoso destino del Príncipe Bekovich, o el modo en que Kazajistán se quedaba paralizado todas las semanas cuando por la televisión daban Los ricos también lloran. Sí, la misma que medio paralizaba España también. 

Como ya he señalado más arriba, Thubron no se propone conseguir que vayamos corriendo al armario, hagamos la mochila y nos tiremos a la carretera. Como sabemos los que nos hemos movido un poquito, eso que algunos, con no poco esnobismo, llaman viajar de verdad puede ser muy duro. Dormir en camas infestadas de parásitos, ocultar el signo de dólar que llevamos tatuado en el rostro, hacer de tripas corazón para no ofender a un humilde anfitrión que, con esa carne reseca y ese yogur cortado, nos ofrece todo lo que tiene; todo eso provoca en el viajero una sensación contradictoria, entre el orgullo de vivir experiencias intensas, y la nostalgia por nuestro hogar. La magistral pluma de Thubron nos provoca la nostalgia contraria.

Es extraño. Llegas de noche a una ciudad y, al mirar desde el balcón del hotel las calles glaseadas de luz, de un aspecto más secreto y seductor del que tendrán por el día, te preguntas cómo conseguirás descifrarla. Pero llegada la mañana, el enigma se resuelve con profana celeridad. Unas horas de paseo bastan para situar las avenidas principales, entablar un par de conversaciones y revelar el estado de ánimo de la ciudad, y cuando vuelves al hotel, ves que ya no está nadando perdido en un mar de luces y posibilidades, sino anclado, gris y feo, en la esquina de las calles Gógol y Krasin.


miércoles, 7 de septiembre de 2016

Pedazo Siberiada


 Nos dice la morfología que el sufijo -ada indica "acción propia de alguien o algo" y que tiene connotaciones despectivas. Tenemos de ello numerosos ejemplos, como canallada, burrada o putada. Más específico es el uso de este sufijo con determinados gentilicios. Así, todos sabemos qué es una españolada o una americanada, y es curioso que ambos términos se utilicen sobre todo al hablar de cine. Supongo que si españolada cada vez se dice menos se debe a que la calidad de nuestro cine ha mejorado, y a que la era dorada de suecas en bikini y españoles calvos y aceitunados en calzoncillos pronto será un -grato o no- recuerdo completamente ajeno a las nuevas generaciones.

La palabra americanada también se refiere al cine, pero puede describir tanto una película de estudiantes en celo, una comedia romántica protagonizada por dos maniquíes, o la historia de un lobo solitario experto en artes marciales capaz de derrotar él solito a todo el ejército chino. Por su parte, una francesada es una película donde la gente habla y come. Podríamos seguir con italianada y alguna más, y preguntarnos por qué no existen las inglesadas, pero creo que ya es suficiente.

Los Solomin

Es poco probable, sin embargo, que Andrei Konchalovski estuviera pensando en esas connotaciones cuando decidió filmar Siberiada (1979). Más bien, el sufijo -ada aquí nos remite a la epopeya, es decir al conjunto de poemas que forman la tradición de un pueblo, o al conjunto de hechos gloriosos dignos de ser cantados épicamente. Siberiada es, pues, heredera de la Ilíada, o de otros poemas épicos menos conocidos como La Francíada de Ronsard, o La Cristíada, de Diego de Hojeda.

Al igual que esas obras, este soberbio y bellísimo filme no se centra en las gestas de un héroe determinado. Konchalovski prefiere ceder todo el protagonismo a Yelán, un pequeñísimo y remoto pueblo siberiano donde el modo de vida apenas ha cambiado en los últimos siglos y que parece, por tanto, encontrarse más allá del tiempo. Entre las familias que viven en Yelán a principios del siglo XX se encuentran los acomodados Solomin y los paupérrimos Ustyuzhanin. Ambas familias se odian, y este odio se extiende a los hijos, Kolia Ustyuzhanin y Nastia Solomina.


Afanasii, construyendo el camino a través de la taiga


El padre de Kolia, antaño el mejor cazador de la región, lleva años enfrascado en la sisífica tarea de construir un camino a través de la taiga en la dirección que marca la estrella más brillante en el cielo. Su hijo sobrevive a base de robar comida del granero de los Solomin, hasta que Nastia decide castigarlo con una cruel humillación. La llegada en ese momento de Rodión, un revolucionario fugitivo de la justicia, causa una enorme impresión a Kolia, y no hace falta decir de qué modo cambiará la vida en la aldea cuando, con inevitable retraso, lleguen hasta Yelán los latigazos de la revolución.

 Andréi Konchalovski y su hermano Nikita Mijalkov

Tal sería, a grandes rasgos, la primera de las cuatro partes en que está dividida la película, si bien algunas de esas partes están a su vez divididas en diferentes episodios. Todo ello está ensamblado con imágenes extraídas de documentales sobre la historia de la URSS, en las que, a un ritmo frenético, vemos pasar la revolución rusa, la Primera Guerra Mundial, la muerte de Lenin, la colectivización, la industrialización o la Segunda Guerra Mundial, que nos llevan a la segunda parte de la película, situada en los años 60, época en que se descubrieron inmensas reservas de petróleo en Siberia.

Cuenta Konchalovski en la interesantísima entrevista del material adicional que, a mediados de los 70, Goskinó (Comisión estatal soviética para el cine) le propuso que hiciera una película sobre los obreros de los pozos petrolíferos, para lo cual le proporcionarían recursos económicos casi ilimitados. Konchalevski aceptó el encargo y filmó una obra maestra en la que, sí, aparecen trabajadores de pozos petrolíferos...

 Anastasia, de niña a mujer...

Volvamos a Yelán.

Por esta vida de miseria y dos metros de nieve se pasean ciervos y osos que entran y salen a placer de la vivienda de los Ustyuzhanin, donde mora también el personaje mítico del Abuelo Eterno y a ratos vemos fugazmente a una misteriosa mujer medio salvaje. Los primeros veinte minutos pueden resultar un tanto confusos, dada la naturalidad con que pasan por dicha vivienda personajes de lo más variopinto con un protagonismo más bien limitado (sin ir más lejos, el cazador mongol que veis en la portada). Sin embargo, a medida que pasan los minutos la historia se va centrando en lo que Konchalovski nos quiere contar, a saber, y en palabras de la revista Pantalla Soviética, "una película poética sobre el paso del tiempo, sobre las personas, sobre el lugar del hombre en la historia, y los grandes cambios que se están produciendo en nuestra patria". Que es bastante más que la vida en los pozos, pero Siberiada es aún mucho más que eso.

... a revolucionaria...

Dándole vueltas junto al guionista al asunto del petróleo, Konchalovski empezó a preguntarse por el significado de éste. ¿Se trata de un objetivo o un recurso? Esta es una pregunta menos tonta de lo que parece, y que en cualquier caso enlaza sutilmente con ese camino de troncos que está abriendo Afanasii, el padre de Kolia. Afanasii sigue la estela de la estrella más brillante para construir un camino que lleve a cualquier lugar fuera de Yelán. Cuando Kolia regrese, años más tarde, como representante de la revlución, para convencer a los aldeanos de la bondad de las inminentes excavaciones, les comunicará que el camino que van a construir es el que inició su padre.

-¡Pero si es el que lleva a la Loma del Diablo! -replica uno de los aldeanos.

 En la Loma del Diablo

La Loma del Diablo es una zona pantanosa donde los gases infectos que manan de la tierra hacen que todo aquél que se adentre tenga alucinaciones, pierda la memoria, acabe volviéndose loco y nos regale escenas inolvidables. Esta metáfora del camino representa, en palabras del propio Konchalovski, el comunismo: un camino que construimos para alcanzar el cielo y que nos conduce directamente al infierno.

El mundo es ahora de los Solomin


 Nos dice Konchalovski que concibió la estructura interna de la película alrededor de lo que él denomina "rimas" internas, es decir ciertos motivos e imágenes que se van repitiendo a lo largo del filme pero que van cambiando de sentido. Pese a que él no la menciona, la rima más evidente es esa escena tan hermosa que nos muestra a un personaje que abre las puertas de la aldea y sale corriendo en dirección al río, escena que vemos una y otra vez pero que nunca se repite. En una ocasión se trata de Rodión, el revolucionario, intentando escapar de las tropas del zar; en otra, de Nastia, que deja el pueblo para hacer la revolución; de Alexéi huyendo de Spiridon o Taya, que espera el regreso de su amado. Siempre es una escena como ésta la que cierra cada uno de los episodios, los cuales, a su vez, muestran otro tipo de rima interna. Todos ellos nos presentan a alguien que llega a la aldea y a alguien que se va. Y el que se va volverá, pero convertido en alguien diferente.

 El Abuelo Eterno

Nadie que haya visto Siberiada, pues, diría que trata de trabajadores de pozos petrolíferos. Es evidente que los temas centrales son mucho más poéticos y profundos. Menos evidentes son, sin embargo, algunas de las ideas que rondaban la cabeza de Konchalovski por aquel entonces y que se plasmaron de forma muy sutil en la pantalla. Así, cuando Afanasii tala un gigantesco árbol en su camino hacia la estrella, su hijo Kolia oye un extraño coro de lamentaciones.

-Son sus compañeros -le dice su padre, refiriéndose al resto de los árboles.

Luego añade: "andamos sobre lo vivo, cortamos lo que vive, vivimos de lo vivo", un concepto, el de la Tierra como un organismo vivo, que enlaza con las ideas de Vladimir Vernadsky, que culminarían, en los años 70, en la formulación de la Hipótesis Gaia. También podríamos hablar de la escena final, que no es una concesión facilona y sentimental, sino una referencia a las ideas del filósofo ruso Nikolái Fiódorovich Fiódorov, o del interesante concepto de la noosfera, desarrollado también por Vernadsky. Cuánto petróleo se le puede sacar a esta película, ¿verdad?

Una "rima" con la escena que veis más arriba

Mención aparte merece la banda sonora, a cargo de Eduard Artémiev. Cualquiera que haya visto algunas de las grandes obras de Nikita Mijalkov (hermano de Konchalovski), Andréi Tarkovski o el propio Konchalovski reconocerá el inconfundible estilo de este compositor de música electrónica. El tema central de Siberiada combina las canciones populares rusas con unos teclados muy a lo Vangelis y unas melodías que nos recuerdan a los Pink Floyd de "Shine on you crazy diamond" o Dark side of the moon. A ver qué os parece. El primero es el más lírico y tradicional.



Y éste es el tema central. Si no queréis un spoiler, paradlo en 4:00.


Tanto en el cine como en televisión, Siberiada suele proyectarse en dos partes, debido a su largo metraje (275 minutos). Pero aquí me fallan las cuentas. Si el primer DVD dura una hora y cuarenta minutos, y el segundo otro tanto, o bien yo soy muy tonto o se me han perdido 75 minutos. De acuerdo, es posible que la carátula incluya la duración del material adicional, pero ¿también wikipedia? En todo caso, y metrajes aparte, no puedo imaginarme muchos placeres mayores que una tarde en el cine viendo esta película desde el principio hasta el final. Sin descanso.

El camino de Afanasii Ustyuzhanin a través de la taiga
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