Colin Thubron emprendió este viaje en la primavera de 1992, apenas unos meses después de que las repúblicas centroasiáticas se independizaran de Moscú. Ha transcurrido desde entonces casi un cuarto de siglo, y, dados los enormes cambios que ha vivido la zona, lo primero que se le ocurre a este lector es que cualquier guía de viajes le será de más utilidad en el muy hipotético caso de visitar alguna de esas repúblicas que conforman el Turkestán. Por suerte, la utilidad no figura entre mis 100 primeras razones para leer.
Fuera del escenario donde tienen lugar, las revoluciones que triunfan ponen el mundo patas arriba, despiertan temor y esperanza a partes iguales, y son recibidas por muchos con muestras de gran júbilo. No así con la caída de un imperio por sí solo. Cuando esto sucede, puede que se froten las manos las cuatro compañías que esperan sacar tajada de entre los escombros, pero lo más habitual suele ser ver asomar por el horizonte grises nubarrones de incertidumbre. Thubron comenzaba su viaje preguntándose por el camino que seguirían aquellas cinco repúblicas: ¿se lanzarían de lleno al -en palabras del autor- horno del islamismo? ¿O se refundarían en un nuevo pastiche comunista? La bajada de la marea soviética las había dejado desnudas y sin toalla, y su destino ahora sólo podía concebirse a la sombra del Islam, Moscú, Turquía u Occidente.
Ashkhabad en los años 20
Pero Colin Thubron no es politólogo, sino viajero, y El corazón perdido de Asia no es un ensayo sobre geopolítica, sino un libro de viajes. Así, las reflexiones del autor pronto dejan paso a lo que esperamos de este tipo de libros: en primer lugar, que no tenga el síndrome de Obélix, ya sabéis, ese recurso facilón de tantos autores y su "están locos estos...". Y en segundo lugar, impresiones, personas, anécdotas, descripciones e historia. Una historia que, por cierto, todavía se deja llevar por la inercia de tantas décadas, como descubre Thubron al encontrar por casualidad, en la recepción del hotelucho donde se aloja, una hoja con todos sus movimientos escrupulosamente anotados. Pero afortunadamente, la cosa no pasa de ahí.
Estamos, como veis, en la misma tierra que visitamos hace unas semanas en esa maravilla de Peter Hopkirk titulada El Gran Juego. Turkmenistán es la primera de las nuevas repúblicas a la que llega Thubron, quien a la sazón estaba ya más que curtido en viajes por otras zonas de oriente. Supongo que todavía se escriben libros de viajes que nos cantan las maravillas naturales, las delicias gastronómicas y la vibrante vida cultural del país en cuestión, pero desde luego Thubron no serviría para un libro así. Fijaos lo que ve desde el avión que lo lleva a Ashkhabad:
Milla tras milla el único color era un horrible platino que respiraba hambruna, hecho no de arena sino de la arcilla pulverizada de los imperios que se habían desintegrado en su polvo.
Thubron proviene de una familia acomodada. Es hijo de un padre militar y una madre que tenía entre sus ancestros al poeta John Dryden. Estudió en Eton y, como dato más que curioso, añadiré que es hermano de una hija de Rod Stewart. Como suena. A pesar de, debido a, o sin relación con ello, a nuestro viajero le gusta escribir con los labios cubiertos de barro reseco y un escorpión en la bota mientras, sentado en el suelo, espera un desvencijado autocar que lo llevará a las ruinas de un fuerte asaltado un siglo atrás por los rusos. Más tarde, en el asiento de atrás, intentará dormir la mona de los trece vasos de vodka que las normas de cortesía le obligaron ayer a aceptar. Por eso nos entusiasma su prosa a los que no hemos llegado quizá a tanto en nuestros viajes, pero sí nos hemos acercado.
El Mar de Aral, por llamarlo de alguna manera
Después de Turkmenistán vienen las otras cuatro repúblicas, a saber, Uzbekistán, Tayikistán, Kazajistán y Kirguizistán, nombres que, juntitos, antaño tanta gracia nos hacían. En todos ellos, el autor hace lo mismo: hablar con la gente, emborracharse por imperativo cultural, ahuyentar las cucarachas de su habitación del hotel, y patearse ruinas de templos, fuertes, mausoleos, ciudades y cementerios mientras un paciente y dicharachero taxista dormita en el coche. Sin embargo, pese a que este patrón se repite varias veces, y a las similitudes que presentan estos países que nunca hasta ahora fueron tales, en ningún momento tenemos la sensación de repetición. Cada persona tiene una historia diferente que contar. Cada pueblo, cada tribu y cada etnia, también.
Dushanbe, capital de Tayikistán
El lenguaje de Thubron es preciso, bello e incluso lírico, pero a ratos también puede ser crudo, descarnado y, algunos dirían, ofensivo e inaceptable. Como yo tampoco me la cojo con papel de fumar, he disfrutado de párrafos como el siguiente, el primero de dos páginas en las que nos acerca de forma tan somera como apasionante a la historia de la región:
Durante dos mil años Asia Central fue la cuna del terror, donde una implacable fila de razas bárbaras esperaba su turno para empujar a la anterior al fondo de la historia. Cualquiera que fuera el impulso de sus salvajes oleadas -bien la erosión de sus tierras de pasto o sus épocas de efímera unidad-, todas llevaban el mismo sello de movilidad fantasmal y crueldad.
Hace dos milenios y medio, los misteriosos escitas de Heródoto, -salvajes arios cuya patria era el caballo- bullían fuera del alcance de la civilización, como un espantoso protoplasma de todo lo que vendría después...
Samarcanda, 1910. Niños judíos y su profesor
Y los continuos saltos del pasado más remoto al momento actual no pueden ser más oportunos. En 1992 el fundamentalismo islámico no se percibía como la amenaza global que es hoy, pero para alguien tan viajado como Thubron, el germen era ya evidente. Por ello, ante el vacío ideológico y de poder que el comunismo había dejado en la región, la cuestión es lo bastante preocupante como para que más de una vez surja la cuestión del papel que podría jugar el extremismo en aquellas repúblicas en pañales. Lo cierto es que la situación no podía parecer más propicia.
Con la llegada del comunismo las hermandades se hicieron clandestinas. El Islam oficial fue brutalmente persrguido y decenas de miles de religiosos fueron ejecutados. Stalin cerró 26.000 mezquitas, y, en 1989 sólo quedaban ochenta en todo Uzbekistán. Pero bajo esta fina capa de culto institucionalizado, cuyos líderes fueron obligados a un compromiso con Moscú, crecía un movimiento de multitud de mullahs no oficiales y hombres santos. En lugar de las mezquitas controladas, los centros de culto más fervorosos fueron entonces los sepulcros de venerados sufíes, objeto de secreto peregrinaje. Este Islam furtivo provocó paranoia en Moscú. Los comunistas buscaban por todas partes la maligna influencia de las redes sufíes, y el KGB no conseguía infiltrarse.
La palabra clave en esta historia es sufí. El sufismo es la denominación que recibe la rama mística del Islam, y sus practicantes, como vemos en el párrafo anterior, se agrupan en hermandades. Está extendido por toda Asia Central y, aunque caigamos en una simplificación escandalosa, podría decirse que el sufismo se caracteriza por una búsqueda más personal de Dios, por la meditación, y (disculpad la cacofonía de ismos) por alejarse del dogmatismo y la tendencia al extremismo que pueden darse en el chiismo y el sunismo, donde, por supuesto, no lo ven con buenos ojos.
Sufíes de Asia Central meditando
Si a ello le añadimos las características que nos presenta Thubron en el siguiente párrafo, podemos explicarnos por qué los locos asesinos de hoy no provienen de Tashkent, Bujara o Dushanbe.
Asia Central siempre ha tenido una corriente de apostasía. Los uzbecos introdujeron restos de chamanismo en la ortodoxia suní de su vida como sedentarios, y, bajo la superficie de sus ciudades-caravana, hubo durante siglos un infierno palpitante de demonios persas. A siete metros bajo el suelo de la mezquita de Atari vi las piedras de un templo del fuego del zoroastrismo; y el fuego, me dijeron, todavía es portado, como un recuerdo ancestral, a la cabeza de algunos séquitos nupciales musulmanes. Con una punzada de sospecha recordé entonces cómo, unos años antes, vi en Jerusalén a los últimos de una secta de sufíes bujariotas, que veían a Dios a través de la contemplación de las llamas.
Es difícil convertirse en fundamentalista si adoras a los elementos. La herejía nos salvará.
El haloxylon, una presencia constante
No obstante, no hay que inferir de ello que la vida entre diferentes religiones y numerosas etnias fuera una balsa de aceite. En Bujara, la comunidad judía, que había dominado la banca y los bazares, ahora apenas podía mantenerse. No hablaban hebreo, desconocían su propia historia y, poco a poco, iban abandonando el país.
Tenían las ventanas barradas, pero la hostilidad hacia ellos todavía era silenciosa, pensaba el zapatero. Más al noroeste, en Jiva, el antisemitismo se había vuelto tan feroz que todos habían huido, mientras al este, en el valle de Fergana, su presencia era cada vez más ominosa.
En el momento de escribir esto, la comunidad judía de Uzbekistán está condenada a desaparecer. También los rusos, después de décadas siendo la lengua y cultura dominantes, sufrían ahora el cambio de tornas.
Los uzbecos antes aprendían ruso. Ahora sacan a sus niños de la escuelas rusas y los llevan a escuelas uzbecas. Ahora son ellos los que mandan. (...) Pero el prejuicio nos empieza a dar miedo. Cuando voy al mercado ahora, me venden los peores trozos de carne o, simplemente, hacen como si no me vieran. Piensan que soy rusa. Ese rechazo antes no se daba, no de manera tan abierta...
Skobelev, hoy llamada Fergana, en Uzbekistán
En relación con ello, una de las cuestiones más interesantes a lo largo de todo el libro es la del nacionalismo, de la que Thubron nos ofrece diversos puntos de vista y, en consecuencia, ninguna conclusión definitiva. Shukrat, uzbeco, sueña con Turania, la Gran Turquía resucitada en forma de federación que englobara a uzbecos, kazajos, kirguises y turcomanos (los tayikos son de origen persa).
Hace cien años nadie aquí se sentía tayiko, uzbeco o kirguís. Todos eran miembros de su familia y musulmanes. No importaban las fronteras. La cruzabas montado en tu camello e intercambiabas un saludo. (...) ¡Todas esas demarcaciones fueron obra de Stalin, Brezhnev, Gorbachov! ¡Yo no soy chovinista! Mi mujer es tayika, son un pueblo iraní, y estamos casados. ¡La Gran Turquía no tiene nada que ver con el chovinismo! ¡Nada! ¡Es una hermandad!
Pero a continuación asaltó sus estanterías en busca de libros sobre Asia Central, mientras atribuía toda su civilización a Turquía, esgrimiendo referencias ocultas y proponiendo teorías estrafalarias. Las culturas china, persa y árabe se derrumbaban ante su avance. Los sogdianos no existían. Bactria desaparecía. Imperios enteros eran enrollados como una alfombra y arrinconados. La historia se resolvía en un réquiem por una maravillosa Turania perdida.
El lago Issyk Kul, en Kirguistán
Palabras sorprendentemente cercanas a la situación en la que vivimos algunos. No sé si es curioso o inevitable, pero sí parece un hecho que el nacionalismo es para algunos la mejor herramienta para resolver la falta de identidad nacional. ¿Acaso esa falta es una carencia y no una virtud? ¿Cuántos conflictos ha creado la falta de identidad nacional a lo largo de la historia? ¿Cuántas masacres? Por triste que resulte, la situación que Thubron nos ha descrito a través de Shukrat parece, pues, la consecuencia lógica de lo que oye de labios de Gelia:
La gente ahora está confundida. Ayer un alumno me dijo "mi padre es ucraniano, mi madre es tártara, ¿y yo qué soy? Supongo que ruso," y no le supe responder. (...) En cuanto a estos musulmanes, no sienten de verdad ninguna identidad. Se hacen llamar uzbecos o tayikos, pero eso no significa gran cosa para ellos. Antes eran soviéticos y ya está. Todos teníamos esta idea de que éramos un pueblo, de que acabaríamos mezclados unos con otros. Y ahora no nos queda nada.
"Crearemos nuestro propio sistema", dice más adelante otro profesor refiriéndose al modelo de Islam que deberían seguir. Y añade:
De momento, como ve, no tenemos una identidad como nación. La clave es la historia, y la nuestra nos la quitaron los soviéticos. Nos vendieron un hatajo de cuentos bolcheviques, sin nada referente a nosotros. En la escuela secundaria, donde doy clases, los libros de texto dedicaban sólo dos líneas a Tamerlán, el conquistador del mundo. ¡Dos líneas! Y para describirlo como un canalla.
Un rincón del desierto de Karakalpakstán
Parece mentira cuántas cosas en común tenemos españoles y uzbecos, ¿no? En fin, opto por dejarme en el teclado decenas de datos, ideas, anécdotas e historias que hacen de este libro una lectura apasionante. Entre ellas, un Dushanbe al borde la guerra civil, la búsqueda de los últimos hablantes de sogdiano, la visita a lo que fue una colonia de mennonitas alemanes en el janato de Jiva, el espantoso destino del Príncipe Bekovich, o el modo en que Kazajistán se quedaba paralizado todas las semanas cuando por la televisión daban Los ricos también lloran. Sí, la misma que medio paralizaba España también.
Como ya he señalado más arriba, Thubron no se propone conseguir que vayamos corriendo al armario, hagamos la mochila y nos tiremos a la carretera. Como sabemos los que nos hemos movido un poquito, eso que algunos, con no poco esnobismo, llaman viajar de verdad puede ser muy duro. Dormir en camas infestadas de parásitos, ocultar el signo de dólar que llevamos tatuado en el rostro, hacer de tripas corazón para no ofender a un humilde anfitrión que, con esa carne reseca y ese yogur cortado, nos ofrece todo lo que tiene; todo eso provoca en el viajero una sensación contradictoria, entre el orgullo de vivir experiencias intensas, y la nostalgia por nuestro hogar. La magistral pluma de Thubron nos provoca la nostalgia contraria.
Es extraño. Llegas de noche a una ciudad y, al mirar desde el balcón del hotel las calles glaseadas de luz, de un aspecto más secreto y seductor del que tendrán por el día, te preguntas cómo conseguirás descifrarla. Pero llegada la mañana, el enigma se resuelve con profana celeridad. Unas horas de paseo bastan para situar las avenidas principales, entablar un par de conversaciones y revelar el estado de ánimo de la ciudad, y cuando vuelves al hotel, ves que ya no está nadando perdido en un mar de luces y posibilidades, sino anclado, gris y feo, en la esquina de las calles Gógol y Krasin.