viernes, 29 de octubre de 2010

Un poco de todo


Algo ha cambiado en esta temporada. Ni para mejor, ni para peor, pero ha cambiado. Las dos primeras me sorprendieron por su sutileza, su ritmo lento y denso, y esa sensación de qué poco pasa y cuánto sucede. Esta, en cambio, me ha parecido más directa, menos sutil, más televisiva, sin que nada de ello sirva de crítica.
Estamos en 1963. En Sterling & Cooper, adquirida (al final de la temporada anterior) por una multinacional británica, continúa el ajetreo para todos menos para los cada vez más ociosos socios. Algunos secretos empiezan a dejar de serlo: Don es testigo accidental de las inclinaciones seuales de Salvatore, mientras ve cómo Betty desvela el grandísimo secreto de su vida. El matrimonio Draper consuma su hundimiento. Joanie va conociendo mejor a su marido, que al final de la temporada anterior la violó. Lee Harvey Oswald, o quien sea, cambia el curso de la historia. Y ante la perspectiva de que Sterling & Cooper vuelva a ser vendida a una multinacional impersonal e inhumana, los personajes más interesantes se autodespiden y, de manera casi clandestina, fundan su propia empresa, con oficina central en una habitación de hotel.
IComo de costumbre, ipresionante trabajo de actores, guión inteligente, y personajes creíbles y siempre impredecibles.
Pronto, la cuarta.

"Las Soledades no se leen, se estudian", parece ser que dijo Cernuda. Pues el niño vampiro no sólo se niega a estudiarlas, sino que además las ha leído en tiempo récord. Y de ellas ha entendido tanto como debió de entender el "amigo de Don Luis de Góngora que le escribió acerca de sus Soledades", carta atribuida a Lope de Vega y escrita en tono más bien jocoso. 
Bastante mejor ha entendido la introducción de John Beverley, que nos regala una interesante interpretación marxista de la obra. Ahí es nada.
Seth, un ilustrador que anda medio perdido por la vida, incapaz de mantener una relación duradera, y que parece tener un único amigo, se pasa las horas muertas rebuscando entre comics antiguos en librerías de viejo. De este modo da un día con una viñeta de Kalo, un ilustrador del que jamás había oído hablar y que, a partir de ese momento, se va a convertir en su obsesión. En su busca de todo lo poquísimo que Kalo publicó, y en el intento de averiguar más sobre el enigmático personaje, Seth se enfrenta con sus fracasos, sus miserias y sus obsesiones. Un libro sencillo, bello, profundo y conmovedor.
Debería haber sospechado al ver esas FX mayúsculas. Y es que la cadena marca la diferencia. Y después de ver algunas de las joyas de HBO, Justified es como volver hacia atrás. En algún aspecto, los guionistas mismos son conscientes de ello. Un ejemplo: tanto en Los Soprano como The Wire, Six Feet Under, o incluso las series más comerciales y populares como Heroes o Prison Break, hace ya mucho tiempo que se abandonó la estructura de un episodio - una historia. Con la adopción de un estilo basado en una multiplicidad de historias que se alargan, entrecruzan o funden, las series de televisión han evolucionado hacia una imitación de la vida, en los mejores casos, o de la reality, en los peores. Incapaces, por el motivo que sea, de adaptarse a los tiempos televisivos, los guionistas de Justified intentan mantener cierta apariencia de continuidad, con la aparición en las primeras escenas de algún persoaje del episodio anterior, al mismo tiempo que se niegan a renunciar a los largos resúmenes al principio de cada episodio, que en este caso, son totalmente irrelevantes (debo confesar que no tengo la total certeza de que esto sea así: sólo vi tres episodios, ¿quién sabe? A lo mejor todo tiene su porqué al final). 
Pero lo peor no es eso, sino la historia del sheriff superchulo y poco ortodoxo al que, por haberse cargado a un perverso traficante en el que el criminal "desenfundó primero", envían a una ciudad de mala muerte de la América profunda. Diantre, ¿pues no me parece que eso yo lo he visto antes?
Lolita Bosch es uno de los referentes de la literatura catalana contemporánea. Una mujer interesante, a juzgar por sus artículos. No había leído ninguno de sus libros y con Qui vam ser, un librito de apenas 90 páginas, con aparencia de pastiche entre memorias, ficción, poesía y fotografías al estilo Sebald, me las prometía yo muy felices. ¡Helás, no fue así! La promesa, me refiero. El libro, efectivamente, consiste en un pastiche como el que esperaba, pero su supuesta originalidad no pasa de ahí.
A todos nos interesa la historia de nuestras relaciones. Todos nos sentimos fascinados por cómo conocimos a fulanita, qué nos dijimos la primera vez que hablamos, cuántas veces pensé en decirle aquello antes de decírselo de verdad, y cuántas entradas de cine guardo de películas que fuimos a ver juntos. El problema es que este tipo de historias deja de parecernos tan fascinante cuando se trata de las relaciones de otra persona. Y eso es lo que le pasa a este libro. Lolita Bosch ha escrito un libro sincero, apasionado y, para mí, carente de interés. En ocasiones, he tenido la sensación de estar leyendo el diario de un adolescente, con un lenguaje que sorprende por su pobreza. 
Un libro que se salva por los poemas incluidos en él de Oliverio Girondo, Francisco Villaurrutia o Sor Juana Inés de la Cruz.
Cuando uno termina de leer y disfrutar un largo novelón, se queda huérfano de lectura, una orfandad que puede durar de unas horas a unos días. Buscamos y buscamos un libro que esté a la altura del que acabamos de leer, o que de alguna manera continúe esa lectura, bien sea porque es del mismo autor, o del mismo país, o de un tema parecido. Pero también puede suceder lo contrario, que busquemos un libro totalmente diferente, que dé carpetazo a nuestra anterior lectura
Supongo que fue por este último motivo que, tras The Corrections, escogí Lluvia Negra para llenar ese hueco de ¿y ahora qué leo? que deja un libraco de 600 páginas.  Y si no fue una elección acertada, no es por culpa del libro. Me consta que es una gran novela. Pero la literatura es amor, y el amor, ya se sabe, de donde no hay, no se puede sacar. 
Volveré a intentarlo, a su debido momento.
Y esto es lo que estoy leyendo ahora. La autobiografía de Klaus Mann, novelista, hijo de grandísimo novelista. Más de 600 páginas de literatura, historia, saga familiar, envidias, Hitler, suicidios...

domingo, 17 de octubre de 2010

The Corrections, de Jonathan Franzen

Sabía yo que andaba este libro por casa. De hecho, entró cuando fue publicado, hace ya casi 10 años. Así, cuando hace unas semanas Jonathan Franzen ocupó la portada de Time Magazine con motivo de su nueva novela Freedom, decidí rescatar este de la segunda fila de alguna estantería.
Dicen los lugares comunes que los Estados Unidos están fundados sobre unos pocos valores simples y claros. Uno de ellos es la libertad, de la que presumo se ocupa Freedom. Mi primera impresión (¿o quizá debería decir mi última, dado que no se me ha ocurrido hasta haber acabado el libro?) es que en The Corrections Franzen cogió otros dos de esos valores, el de la familia y el del triunfo en la vida, los soltó en un corral y los azuzó. 
La novela se plantea una pregunta de forma explícita: what is life for? ¿Para qué vivimos? Y asistimos al desarrollo de las vidas de los miembros de la familia Lambert a medida que se aproxima el día de Navidad. La madre, Enid, una marujona a la americana, una mujer que no se ha dedicado en la vida más que a su familia, ve impotente como su marido Alfred, atacado por la demencia y la incontinencia, se convierte con cada día en que pasa en un inválido. Alfred es un tipo tan íntegro como tozudo, impulsivo pero callado, regido por sus principios aunque estos sean irracionales y supongan un prejuicio para todos los que lo rodean. Su desintegración física y mental corre paralela a la desintegración de la familia. Y esto es lo que Enid se propone evitar, a su manera. Ante la perspectiva de que ella y su marido deban dejar St Jude e irse a vivir a Philadelphia con Gary o Denise, dos de sus hijos, Enid decide que la próxima Navidad la pasarán todos juntos en la casa familiar de St Jude. Naturalmente, no cuenta con la oposición de su nuera, que también manipulará a sus tres nietos, ni con la desastrosa y caótica vida que lleva Chip, el intelectual, aspirante a guionista, antiguo profesor expulsado de la universidad por liarse con una alumna.

Si no recuerdo mal The Corrections fue publicada apenas unas semanas después del 11-S, y fue aclamada como la primera gran novela americana del siglo, fiel retrato de toda una época y todas esas cosas que se dicen. También se montó una gran polémica en EEUU alrededor de ella y de su autor, cuando el libro fue elegido por Oprah Winfrey para su club de lectura, y el propio autor se negó a asistir al programa, algo que muchos se tomaron como un desdén de intelectual al pueblo.
Yo no sabría decir si es un fiel retrato de toda una época, y tampoco creo que esa fuera la intención principal de Franzen. Es cierto que una parte sustancial del libro está dedicada al auge y caída de los negocios puntocom, así como al hundimiento de las economías del este. Esta descripción de los vaivenes de, en este caso, Lituania tiene bastante de farsa, y podría decirse que el autor fuerza demasiado la situación y se pasa de la raya. Probablemente no era necesario ir tan lejos, ni por el argumento, ni por el personaje de Chip. 
Un poco de Chip: The feeling he'd had on the last day of Consuming Narratives, the feeling that he was mistaken about everything, that there was npthing wrong with the world and nothing wrong with being happy in it, that the problem was his alone, returned with such force that he had to sit down on the bed.
Es precisamente en los personajes, más que en el argumento o en el lenguaje, donde reside la grandeza de la novela. La relación entre todos ellos es perfectamente creíble sin dejar de ser extrema. Franzen, admirador de la gran novela del XIX, tiene bien aprendido aquello tan tolstiano de "todas las familias infelices". Y sabe también que eso de "la familia normal" no existe. Todos y cada uno de los Lambert son extraordinarios, ordinarios, buenos, malos, egoístas, generosos, cobardes y sacrificados a su manera. Y con mesura, sin dejar de ser una familia. Quiero decir con esto que el lector no se pregunta cómo es posible que dos personas tan diferentes sean hermanos. 
Llegados a este punto, es donde cobra más interés la novela. Los personajes, sobre todo los tres hijos, están en un momento de su vida en el que probablemente han llegado tan lejos profesionalmente como han sido capaces, y es difícil que puedan llegar más allá. Gary ha triunfado en un ámbito puramente económico; Chip es tan inútil que sigue creyendo que algún día hará algo con su vida; y Denise ha llegado a la cúspide, no ha sabido mantenerse, y ahora no sabe si quiere volver ahí. Y con esta última Navidad juntos en la casa familiar, su madre Enid parece implorarles que recuerden quiénes son y, sobre todo, que sean conscientes de adónde van, lo quieran o no, lo sepan o no.
There came a time, however, when death ceased to be the enforcer of finitude and began to look, instead, like the last opportunity for radical transformation, the only plausible portal to the infinite.

viernes, 15 de octubre de 2010

Los cuadernos de Malte, de Rainer Maria Rilke

Proust, Joyce o Woolf son algunos de los nombres en los que uno piensa cuando se habla de la novela moderna. Pocas veces piensa uno en Rilke, y sin embargo, Los cuadernos de Malte, que rompió radicalmente con la novela realista del XIX, fue publicada antes que Ulysses, En busca... o La señora Dalloway. Y si estamos hablando de cambio en la novela, se podría ir más lejos y decir que el planteamiento de Los cuadernos... fue de hecho más radical que las obras de Woolf o Proust.

Malte Laurids Brigge, un joven danés de noble linaje, llega a París, capital mundial del arte, con el fin de seguir su camino elegido, a saber, convertirse en poeta. Y en París se encuentra con la muerte. Muerte por doquier, muerte a mansalva, muerte a gogó. La muerte acaecida, la muerte recordada, y la muerte por venir. Malte visita hospitales, es ingresado (en lo que parece un caso de esquizofrenia), se da cuenta de sus limitaciones como poeta, y comienza a perderse en sus recuerdos, en sus lecturas, en los cuadros de los museos y sus visitantes, y en la historia. Y es aquí donde comienza la fascinante desintegración de la narración. De recuerdos de la infancia (con fantasmas incluidos) a crímenes familiares en las casas reales europeas, pasando por el tapiz de La Dama y el Unicornio, historias de santos, y culminando en una reinterpretación de la parábola del Hijo Pródigo. Los Cuadernos... es una lectura densa, difícil, ante la que uno puede elegir entre sumergirse en la erudición de Rilke y seguir el hilo de sus referentes, o simplemente dejarse llevar por la belleza de su lenguaje y la fascinación de los recuerdos infantiles, repletos de criadas, niñeras, institutrices, fantasmas y nobles que lo han perdido todo menos el orgullo. 
Suele suceder que este tipo de obras camina por el filo de una espada. Tan pronto pueden caer del lado de la genialidad como del absurdo. Con Los Cuadernos... en más de un momento nos da la sensación de que Rilke ha ido demasiado lejos en su radicalidad formal (desde luego, y sobre todo al final, la obra tiene algunas páginas francamente tediosas, aunque remonta el vuelo en el extraordinario final). Como genio, bien puede permitírselo. Porque en definitiva, esta obra personalísima e introspectiva va mucho más lejos de ser una historia de iniciación, o un abanderado de una renovación en la literatura. Rilke se volcó en Los Cuadernos... de un modo más personal, más directo y menos simbólico que en su poesía. Novela humana por sus imperfecciones y genial por ser de quien es.

Los Soprano, sexta temporada

Creo que uno de los motivos por los que Los Soprano es una de las mejores series de la historia de la tele es... porque está muy lejos de ser perfecta. Los Soprano trata de muchas cosas: de la familia, del honor, de la lealtad, de la búsqueda de la felicidad, de la familia, de la (in)satisfacción, de la conciencia, de la lucha del individuo frente al grupo, de la familia, de la rebelión, de la amistad y, sobre todo, de la familia. Y como nada había más lejos de la intención de sus creadores que producir una serie perfecta, decidieron dar a las cosas la importancia que merecen. Lo hicieron a costa de la cohesión y de la verosimilitud. 
Verbigracia: los personajes aparecen, desaparecen, surgen de la nada y regresan a ella cuando le conviene a la historia. En un episodio vemos a Tony convertido de repente en un ludópata asiduo de casinos.  Del mismo modo, con tanto asesinato salvaje, resulta poco creíble que la policía sea incapaz de encontrar rastros de ADN que inculpen a cualquiera de los personajes. A más de uno esto le parecerán fallos imperdonables en una serie de tanto prestigio como esta. A mí, en cambio, me parece que en eso precisamente radica gran parte de la grandeza de Los Soprano. Hay muchas series de factura impecable, redonda en cada uno de sus aspectos, con absoluta cohesión, donde todos y cada uno de sus hilos están perfectamente trenzados, que rebosan verosimilitud... y que, por decirlo de una forma suave, no interesan ni la mitad que esta. Los guionistas de Los Soprano han sabido tensar ambas cuerdas (cohesión y verosimilitud) al límite, lo justo para crear una serie genial sin peligro de romperse por las costuras.
Y una vez dicho eso, ¿qué decir de esta(s) última(s) temporada(s) (por algún motivo que nadie llegó a comprender, decidieron dividir esta temporada final en primera y segunda parte, cuando son claramente dos temporadas diferentes)? Pues, mayormente, que en en ella viajamos del principio del fin al fin del fin.
El principio del fin: Uncle Junior, cada día más afectado por la demencia senil, le descerraja un tiro a Tony. En el primer episodio. Ahí es nada. Mientras se debate entre la vida y la muerte, Tony sueña que es un hombre de negocios, pacífico, honrado, que en un viaje de negocios por un error cambia su identidad por la de otro hombre. Cuando sale del coma, Tony ya no es el mismo. Debilitado, inseguro y... feliz y agradecido. "Every day is a gift!" Pero "la familia" empieza a cuestionar su autoridad, y Tony ve traidores por todas partes.
Por otra parte, a Vito Spatafore lo sacan del armario. Intolerable. Antes de que prácticamente todos menos Tony decidan que hay que acabar con él, Vito se escapa. Oculto en una pensión de una pequeña ciudad, empieza a construir una nueva vida y por primera vez tiene una relación sentimental abierta y sincera con otro hombre. Pero las familias, la una y "la otra", pesan demasiado, y Vito pagará su culpa a manos de Phil Leotardo. 
Y así empieza la caída al abismo. Uno tras otro, irán cayendo todos. Algunos, como Chris, de manera absolutamente inesperada e impresionante. Una auténtica espiral de violencia, mientras la familia de Tony tiene que enfrentarse a la depresión y desconcierto de A.J.
En los dos últimos episodios se suceden las caídas de capitanes y capitostes. Sube la tensión, la temperatura y la bilirrubina, mientras Tony, traicionado y consciente de que se acerca el fin, se esfuerza por dejarlo todo atado y bien.
La última escena, que creo recordar batió récords de audiencia en su día, provocó más de una decepción. A mí me ha parecido de lo mejorcito de toda la serie. Ahí está todo. El origen, el final en familia, la sospecha, la incertidumbre, los diálogos tan cargados como en apariencia banales, el homenaje a El Padrino... Ese negro y ese silencio se han interpretado como la muerte desde el punto de vista de Tony. Es posible. Quizá muera, o quizá vaya a juicio. Sorprende que los fieles espectadores de la serie vieran en esta escena un final ambiguo. No hay necesidad de ser más explícito. No hay vuelta atrás. Fin del viaje. Está bien claro. Negro.

lunes, 4 de octubre de 2010

Shoa, de Claude Lanzmann



¿Es posible, para alguien que no lo vivió, llegar a describir de manera imaginable el horror del holocausto? Las imágenes de excavadoras amontonando esqueléticos cadáveres en una fosa es algo que, para el director francés Claude Lanzmann, mediatizaría ese horror. Vendría a ser como decir "sé que el holocausto fue horroroso porque he visto imágenes de los judíos en Auschwitz". Pero la vista, en este caso, actuaría como intermediaria entre el horror y el espectador. Si sabemos que el holocausto representa el horror más absoluto es porque hay personas que lo vivieron y nos lo han contado. Por eso en Shoa no hay una sola imagen, no ya de los judíos en campos de concentración, sino tampoco del periodo nazi.
Shoa está construida exclusivamente a partir de entrevistas con personas que de alguna manera u otra, fuera como víctimas, verdugos, o testigos, se vieron envueltas en el exterminio. Y uno puede pensar que nueve horas de entrevistas puede ser tedioso. Pues se equivocaría. Shoa es un documental fascinante y de una belleza pavorosa.
Como documental sobre el holocausto, Shoa supuso, pues, una revolución. Y no exageran quienes dicen que esta es la película definitiva sobre el tema, aunque sea tan sólo por el hecho de que dentro de unos años morirá el último superviviente de los campos. A partir de ese momento, el holocausto será algo remoto, ajeno, un horro que nos llegará "mediatizado". Eso, y muchísimo más, es lo que confiere a Shoa un valor incalculable como documental: en él tenemos reunidos probablemente por única vez todo tipo de testimonios directos.
La película, cuyo rodaje llevó a Lanzmann casi una década, contiene momentos absolutamente terroríficos y espeluznantes, a la vez que de gran belleza. Desde la primera escena, en la que la víctima Simon Srebnik, el niño al que los alemanes obligaban a cantar alegres cancioncillas, pasea por un precioso prado, y recuerda cómo 30 años atrás, ahí estaba el campo de Chelmno, hasta la entrevista a Franz Suchomel, antiguo oficial nazi (a quien el director promete anonimidad y le oculta la presencia de una cámara), pasando sobre todo por las entrevistas con los campesinos polacos. 
Como digo, la película dura nueve horas, y naturalmente debió de haber docenas de horas de filmación. Pero el trabajo de edición es absolutamente prodigioso. En un momento dado, escuchamos el testimonio de Richard Glazar, uno de los judíos de clase más acomodada que viajaron cómodamente en los trenes de la muerte ignorante de su destino. Y de repente nos cuenta cómo, al atravesar los campos polacos, vio a un joven campesino que, al paso del tren, hizo el gesto de pasarse el índice de un lado a otro del cuello. Glazar, cuarenta años más tarde, parece, todavía hoy, más desconcertado por ese gesto que aterrorizado. ¿Cómo puede un ser humano tratar así a otro? E inmediatamente vemos a Lanzmann entrevistando a un desagradable campesino polaco que reconoce, entre risas, haber hecho ese gesto a la vista de los trenes. Por unos segundos creemos que el director ha encontrado a ese joven que Glazar vio. Pero la verdad es aún más espeluznante, como comprendemos al escuchar a más y más campesinos que reconocen que hacían ese gesto.

Nueve horas de absoluto genio dan para muchos momentos memorables, y sería imposible recordar aquí ni siquiera una quinta parte de ellos. Pero como muestra un botón:

Simon Srebnik regresa al pueblo que lo vio convertirse en víctima y bufón de los nazis. Lo vemos a la entrada de la iglesia, rodeado de sus antiguos vecinos. Todos ellos se acuerdan de él, "por supuesto", con gran cariño. Simon, en medio de ellos, parece feliz. Poco a poco, su sonrisa se va congelando cuando de nuevo comienza a salir a la luz los reproches, las acusaciones, y el miedo.

Abraham Bomba, cortando el pelo a un cliente a la vez que recuerda cómo le obligaron a cortar el pelo a las mujeres antes de que éstas fueran gaseadas, se derrumba al recordar el momento en que su amigo ve a su mujer y su hermana entrar en la cámara de gas.

Lanzmann nos lee la carta a un alto cargo nazi sobre cuestiones logísticas: el uso de los camiones de gas, cómo conservar mejor el material, hacer más productivos los transportes. Se trata de una carta absolutamente espeluznante. La consideración de un grupo de seres humanos como ganado, o incluso peor, nunca ha sido reflejada de manera más elocuente, científica y terrorífica.

Filip Müller, que en todo momento muestra una impresionante entereza y se revela como un narrador extraordinario, suplica a Lanzmann, con lágrimas en los ojos, que interrumpa la grabación cuando se ve obligado a recordar el momento en que el grupo de checos de Theresiendstadt iba a ser gaseado. Confiesa que en aquel momento, al ver que hombres, mujeres, niños y ancianos iban a ser gaseados, quiso despedirse de la vida, y se introdujo en la cámara de gas. 

Jan Karski, correo clandestino durante la guerra, rememora, contra su voluntad ("sé por qué hace usted esto; se trata de un documento histórico, pero en 35 años jamás he vuelto al pasado"), su actividad como mensajero entre Polonia y los aliados, y su visita al guetto de Varsovia.

Franz Suchomel, que accede a dar la entrevista bajo la condición de que no se grabe ni se mencione su nombre. No sabe que Lanzmann lo está grabando con una cámara oculta, y que tiene toda la intención de incluir su testimonio, con nombre y apellidos, en el documental. Como el resto de nazis que aparecen en él, Suchomel niega haber tenido conocimiento de los campos de exterminio hasta que llegó a Treblinka. Expresa en repetidas ocasiones el horror que le produce recordarlo y la compasión que le inspira el destino de los judíos. Uno no deja de tener la sensación de que son palabras huecas. Lanzmann intentará extraer de Suchomel, como de otros, algo, no se sabe muy bien qué. ¿Un sincero arrepentimiento? ¿Una petición de perdón? Antes de que eso pudiera producirse, nuestra mente tendría que concebir lo inconcebible: que un ser humano que perpetró semejantes atrocidades pueda seguir viviendo con esa culpa dentro. Al monstruo solo le queda esconderse de sí mismo, negar sus propios recuerdos, desdoblarse en dos: el yo de antes, y el de ahora, que jamás permitiría lo que aquél permitió.
Euna de sus últimas apariciones, vemos a un Suchomel cada vez más envalentonado entonando la canción que les obligaban a aprenderse a los judíos en Treblinka, canción que debían cantar para infundirse ánimos al ir a trabajar.

Como no podía ser de otra manera, tratándose del pueblo judío, la película ha sido y es una fuente de polémica. Se ha acusado al director de Shoa de ofrecer un retrato nada favorable del pueblo polaco, haciendo caso omiso de numerosos testimonios de su ayuda y colaboración con los judíos. Se le acusa de insistir en la pasividad y la indiferencia de los polacos ante la masacre del pueblo judío, y Lanzmann ciertamente insiste en sacar a la luz el odio ancestral que parte del pueblo polaco sentía por sus vecinos. No sólo fueron muchos, dicen esas voces, los polacos que, jugándose la vida, ayudaron al pueblo judío, sino que fueron muchos también los pueblos que hicieron la vista gorda ante el holocausto. Es fácil entender esas críticas (en sus entrevistas, Lanzmann sabe llevar al interlocutor a su terreno, a veces de forma sutil: "qué casa más bonita, ¿y qué significan esos dibujos?", otras más directo, "está usted contento de que ya no haya judíos?"), pero creo que los que la hacen pecan de un exceso de susceptibilidad. El antisemitismo ha existido siempre. Existió en Polonia, que es donde se encontraban la mayoría de los campos de concentración y exterminio, entre ellos los de de Chelmno, Sobibor, Treblinka, Auschwitz y el guetto de Varsovia. Así, Lanzmann no nos puede mostrar el antisemitismo de Rumanos, Húngaros o Rusos. Lanzmann quiso hacer un documental no solo sobre el exterminio, sino también sobre el modo en que la vida seguía para la población sometida, mientras a unos centenares de metros se quemaban cuerpos humanos en masa. Para desgracia de judíos y polacos, eso sucedió en Polonia. 
La película se cierra con el testimonio de dos supervivientes del ghetto de Varsovia. Itzhak Zuckermann, destrozado por su experiencia y por el alcohol, es incapaz de pronunciar una sola palabra. El otro, Simha Rotem, nos proporciona el testimonio que pone fin al documental, un testimonio que posiblemente representa la desolación más absoluta que puede sentir el ser humano. 

sábado, 2 de octubre de 2010

Día de Mercado, de James Sturm



La historia de Día de Mercado no puede ser más sencilla, y por ende, universal. Una buena mañana, antes de la salida del sol, el artesano Mendleman, tejedor de alfombras, parte del shtetl para vender sus productos en el mercado, a unas cuantas horas de camino. Mendleman es un verdadero artista, y con cada alfombra se esfuerza por hacer algo más que un bonito trapo
para pisar; su intención es hacer auténticas obras de arte capaces de expresar la unión del hombre con Dios o la paz interior del hombre en paz con la naturaleza. En esta ocasión no le acompaña su mujer, embarazada de ocho meses, y camino del mercado Mendleman tiene malos presagios. Esos presagios se confirman cuando, junto con dos amigos que también viven de vender al comerciante Finkler los productos de exquisita calidad que ellos mismos han hecho, descubren que Finkler se ha jubilado para pasar más tiempo con sus nietos ("nunca nos dijo que tuviera nietos, nunca nos habló de su familia"). Su yerno, que ha heredado el negocio, no está por la labor de acumular tantos productos de calidad que quizá no tengan salida. En un instante, la vida de Mendleman ha dado un vuelco terrible. Malgasta en los servicios de un adivino Pierde el poco dinero que llevaba, y se ve forzado a malvender no sólo sus alfombras, sino también su mulo y su carro. Mendleman, en el auge de su creación artística y a punto de ser padre, se ve de repente cayendo al abismo.





Lo escrito hasta ahora es probablemente más extenso que todo el texto de la obra. Sturm es parco en palabras, y deja que sus dibujos, en tonos marrones, grisáceos, blanco y negro,  expresen la soledad y la miseria de sus protagonistas, y que reflejen el ambiente triste, deprimido y desesperanzado de la pequeña ciudad judía de principios del s. XX.
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