Estaba al lado de Andréyev, tenía un nombre polaco, era de Pre-textos, así que lo cogí de la estantería. Empecé a leer la introducción de Sergio Pitol, (autor también de la extraordinaria traducción), y ya no pude dejarlo.
La historia que aquí se cuenta está basada en un hecho histórico: la cruzada que en la Francia del s. XII emprendió un grupo de niños, decididos, ante la desidia de reyes y prícipes, a liberar de una vez por todas Jerusalén del dominio del infiel turco. Marcel Schwob ya había utilizado la historia para La cruzada de los niños, y en 1959 Andrzejewski, autor hasta ahora totalmente desconocido para mí, la recuperó para el libro que nos ocupa.
A pesar de que se trata de una novela de apenas 90 páginas, no estamos ante una lectura ligera. Es más, es uno de esos casos en que desde la primera línea hasta la última no se da tregua al lector. Mientras la novela de Schwob presenta una serie de monólogos, Andrzejewski, que no relataba simplemente una fascinante y extraordinaria historia, sino que se rebelaba contra la novelística al uso en la Polonia soviética, quiso fundir todas las voces y todos los tiempos en un único texto, en una única frase (de hecho son dos frases: una de 90 páginas, y una de cinco palabras). No es, contrario a lo que podría parecer, de difícil lectura, aunque, como ya hemos dicho, no se trata de una lectura ligera y requiere una especial concentración. Si leemos con atención, saboreando las palabras, la traducción y la sencillez de la historia, veremos que en todo momento sabemos quién habla a quién, cuándo y acerca de qué. Andrzejewski se ocupa de que las ideas principales se vayan repitiendo a lo largo de la novela. Así, la revelación de Santiago la oímos unas cuantas veces, pero sólo al final se nos revela en toda su esencia.
La historia no puede ser más sencilla: los niños que escuchan las palabras de Santiago y emprenden la cruzada. Poco a poco, vamos descubriendo que lo que empuja a niños y sacerdote hacia Jerusalén no son las palabras de Santiago, no es la fe, sino el amor. No el amor a Cristo, sino el amor físico y voluptuoso. No la esperanza, sino el deseo de ésta. El deseo. También la nostalgia. Las ganas de recuperar la juventud perdida.
Lo que hace de esta novela una absoluta obra maestra es, ante todo, la forma en que el autor entrelaza estas ideas y nos las muestra por sus dos lados, el más superficial y el más profundo; la forma en que ha sabido narrar, a partir de un hecho acaecido hace ocho siglos, una historia tan revelante en el lugar y el momento en que la escribió; así como el final, trágico y salvaje, y al mismo tiempo abierto a una (¿ciega?) esperanza.