jueves, 20 de septiembre de 2012

Historias a la romana


Siempre me ha gustado la prosaica y muy verosímil explicación de la leyenda de Rómulo y Remo, según la cual los dos gemelos no fueron amamantados por una loba sino por una puta (también llamada lupa en latín; de ahí nuestro lupanar). Montanelli, sin embargo, no va tan lejos, y nos dice que si los muchachos del barrio la llamaban loba era debido a su "carácter salvajino" y las muchas infidelidades que le propinaba al bueno de su marido. Informaos por ahí y veréis, no obstante, que la polémica sobre el honor de la señora Acca Laurentia no está del todo cerrada.

 Acca Laurentia, escultura de Jacopo della Quercia 

El reto de resumir la historia de Roma en unos pocos centenares de páginas, de una manera clara y amena que nos mantenga horas y horas atentos a las correrías de Silas, Agripinas, Marciales o Salustios lo superó Montanelli con creces. El absurdo reto de hacer un resumen del resumen, ni se me pasa por las meninges aceptarlo. Sencillamente, este libro es una maravilla por las razones ya mencionadas y porque, además, consigue algo que pocos libros (bueno, tampoco he leído tantos al respecto) habían conseguido: que este lector entienda lo que le cuentan y, cuando no entiende algo, se debe probablemente a que no es tan importante. Por fin, casi treinta años después de terminar secundaria, puedo decir algo sobre los etruscos, Aníbal, los idus de marzo, o ver un cuadro del rapto de las sabinas y saber de qué me están hablando.

El picassiano rapto de las sabinas

Huelga decir que entender no es lo mismo que absorber. Una vez hemos terminado esta aventura de más de mil años, pocos datos concretos podemos recordar. La gran virtud de este libro, sin embargo, es que consigue como pocos que el lector se lance a por otros relacionados con el tema. Verbigracia:
  

Me uno al coro de lectores e historiadores que, a lo largo de la historia, han lamentado la pérdida de casi la mitad de los libros de que constaban los Anales originalmente. Estos libros perdidos cubrían la vida y milagros nada menos que de Calígula y Claudio (aunque sí se salvaron las páginas correspondientes a los últimos años de Claudio), y cabe imaginar que habrían sido de lo más jugoso. Porque lo que hace Tácito con Tiberio tiene un mérito enorme.
Y es que existen los tiranos depravados y los tiranos monacales. Tiberio, que ocupa casi la mitad de lo que ha sobrevivido de la obra, pertenece a la segunda categoría. En las páginas de Tácito vemos fascinados cómo este personaje soso, oscuro y austero ("taciturno y casto", en palabras de Montanelli), instauró un régimen de terror, delaciones y persecución que ríete tú de Stalin. Sin embargo, resulta interesante contrastar los Anales con la opinión de Montanelli, quien nos dice que en sus primeros años Tiberio dirigió el imperio con "equidad y tino" y dejó las arcas del estado repletas, pero, como les sucedió a otros, ha pasado a la historia a través de los rencorosos retratos de Tácito y Suetonio.


Un personaje relativamente "menor" (léase, no llegó a imperar) fue Germánico, sobrino de Tiberio. Este gran líder militar nos brinda unas páginas absolutamente inolvidables, en las que se nos relata cómo las tropas romanas se adentraron en el bosque de Teutoburgo y, allí, entre tinieblas y esqueletos, consiguieron recuperar las águilas imperiales que Publio Quintilio Varo había perdido unos años antes en una ignominiosa derrota a manos de los germanos. Se sospecha que Germánico, muy popular y querido por el pueblo, murió envenenado por órdenes de su tío, pero, en cualquier caso, el crimen ha prescrito.


Así es el bosque de Teutoburgo, y así lo imagina uno leyendo a Tácito.

Si Tiberio era el tirano monacal, Nerón, junto con Calígula, Gadaffi, Mao Zedong y otros, se disputa el título de Tirano más Depravado de la Historia.
Estoy seguro de no ser el único que no puede pensar en Nerón sin que le venga a la mente la imagen del inolvidable Peter Ustinov en Quo Vadis. Según los historiadores, Nerón dejó tras de sí un caudaloso reguero de atrocidades, aunque hoy se piensa que no todas las acusaciones son ciertas. Es un hecho que hizo matar a su madre, que quemaba vivos a los de la secta de los cristianos para tener luz en sus fiestas nocturnas en el jardín; que mató a su su esposa Popea, embarazada, de una patada en el vientre; o que se encaprichó de un jovencito llamado Sporo, al que hizo castrar para poder casarse con él. Pero, en su defensa, hay que decir que, aunque el incendio de Roma le fue muy bien para renovar la ciudad y hacerse sitio para un palacio, no está demostrado que se pusiera a tocar la lira mientras la ciudad ardía.



 Este entrañable personaje nos sirve de perfecto enlace para comentar el siguiente libro de romanos que me dio por leer.


Aunque el libro rodaba por casa desde hacía años (desconozco por completo de dónde salió), confieso que no tenía ni idea de quién era Lucano ni de qué trataba Farsalia. Además, la editorial Gredos es tan seria e impone tanto respeto que, al coger uno de sus libros, uno se siente como un estudiante de filología clásica en el último año de doctorado, que, cuando sus amigos lo llaman y le dicen "eh, ¿te vienes a tomar una birra con Salinger, Lovecraft y Boris Vian?", él responde, un tanto avergonzado, "no puedo, he quedado con Lucano". Pero en cuanto abre el libro y se introduce en la excelente introducción, vive la rédundance, de Antonio Holgado Redondo, se disipan sus temores. Dice la primera línea:

La vida de Marco Anneo Lucano tuvo las mismas características de un fuego fatuo: brevedad y fulgor.


El cordobés Lucano, sobrino de Séneca, tuvo, efectivamente, una juventud fulgurante que lo llevó, a sus tiernos 22 añitos, a codearse con el mismísimo Nerón, de quien era amigo íntimo. Para su desgracia, Nerón trataba a sus amigos íntimos como si fueran su madre. Y si además, como nos cuenta Tácito, un celoso "Nerón trataba de aminorar la fama de sus poemas y le había prohibido publicarlos, llevado por una rivalidad sin sentido", pues a nadie sorprenderá el final de nuestro autor. Curiosamente, Farsalia se abre con unas alabanzas de Nerón tan hiperbólicas que los críticos aún no se ponen de acuerdo sobre si el texto estaba escrito con intención irónica, y Lucano se estaba burlando de algunos rasgos físicos del emperador, o si no se trataba más que de un elogio protocolario.

Farsalia, también conocida como De Bello Civili, o Sobre la Guerra Civil, nos narra las luchas entre Julio César y las fuerzas del senado romano desde el momento en que aquél cruza el Rubicón, y que alcanzaron su momento culminante en la batalla de Farsalia. Montanelli se refiere a la obra con su habitual severidad, y la califica de "retórica y mediocre". Hombre, no nos engañemos: Lucano no era Virgilio, de acuerdo, pero es innegable que esta obra es interesantísima, que su influencia a lo largo de la historia ha sido enorme, y que contiene escenas verdaderamente memorables. Y desde luego, no todo el mundo es capaz de escribir una obra así a los 22 años.

La muerte de Catón, vista por Jean-Paul Leurens. La mayoría de artistas prefirió retratar el momento después

Ni César, que cuando no está guerreando tiene la sensación de estar perdiendo el tiempo, ni Pompeyo el Magno, a quien le sobraban años y grasa, y le faltaba vigor. Lucano detestaba tanto el Imperio como su personificación en César (o Nerón), y, a su pesar, veía a Pompeyo tan sólo como una especie de mal menor. Sus constantes elogios al Magno parecen más movidos por la buena voluntad que por la convicción, y en cualquier caso no compensan por las debilidades de un hombre tristón que, sombra de lo que fue, sencillamente, era incapaz de enfrentarse a César. Con Pompeyo y con el resto de personajes, Lucano se destaca por sus excelentes retratos psicológicos.
El único que de verdad emerge de la obra como un hombre lleno de dignidad, orgullo e integridad es Catón, quien prefirió quitarse la vida antes que vivir en el imperio de César. Catón era estoico, y aunque los romanos no necesitaban serlo para clavarse una espada en el vientre, quizá el estoicismo le ayudó a Catón a sacarse los intestinos él mismo tras fallar en el harakiri.

La llanura de Farsalia

Nos señala Holgado que Farsalia, concebida al modo de la Eneida de Virgilio, difiere de ésta en un aspecto fundamental. Mientras la Eneida nos narra la fundación de Roma muchos siglos atrás, Lucano canta una batalla ocurrida apenas unas décadas antes. Uno podría pensar que, en consecuencia, Lucano prefirió hacer una crónica a la manera de Tácito, en lugar de un poema épico, como hizo Virgilio. Sin embargo, no es así, y el libro de Lucano rebosa retórica por los cuatro costados. Además, Lucano no tiene inconveniente en inventarse los hechos si así le conviene al poema. Porque eso es Farsalia, un poema épico inspirado en una batalla crucial en el curso de la historia, y en ese sentido apenas difiere de la Eneida. La diferencia a la que me refería radica en que, a diferencia de la obra de Virgilio y de sus personajes, juguetes de los dioses, en Farsalia tenemos personajes movidos por sus pasiones y debilidades como personas, sobre cuyos actos los dioses poco tienen que decir. 

La huida de Pompeyo, de Jean Fouquet
Como ya he dicho, el libro contiene escenas memorables. Una de ellas tiene lugar en el libro VI: Sexto, hijo de Pompeyo, quiere saber qué les va a deparar la batalla, y, ya en Tesalia, visita a la bruja Erichtho. Ésta, muy amablemente y con el fin de poder revelarle su porvenir, se agencia el cadáver de un soldado muerto y...
...por fin, se lleva con una cuerda al cuello el cuerpo elegido y, con un garfio prendido a los fúnebres lazos, por riscos y peñas arrastra al mísero cadáver destinado a volver a la vida (...) Entonces, lo primero, llena de sangre hirviente el pecho, tras abrirlo con nuevas heridas, limpia de podre las médulas y le suministra copiosamente virus lunar. A éste se mezcla todo lo que ha producido la naturaleza en parto monstruoso: no faltó la espuma de perros hidrófobos, ni las vísceras del lince, ni la vértebra nodal de la dura hiena (...) Cuando, tras pronunciar estas palabras, levantó su cabeza y su boca espumeante, ve allí en pie la sombra del cadáver echado en tierra, temerosa de los miembros sin vida y del odioso confinamiento de su antigua prisión. Le da pavor introducirse en un pecho y en unas entrañas abiertas...

Aunque nunca pasó de ser un personaje secundario, la fascinante figura de Erichtho (también Ericto y Erictón) ha protagonizado celebérrimos cameos en la literatura universal. Su siguiente aparición fue en La Divina Comedia y, posteriormente, en la segunda parte del Fausto de Goethe. Además, sirvió de clara inspiración a Shakespeare para las brujas de Macbeth y, dicen algunos, a Mary Shelley para la creación de su monstruo.

Erichtho, de John Hamilton

Farsalia es una obra inconclusa, que termina de manera brusca en el libro X. Curiosamente, el desenlace de la gran batalla tiene lugar en el VII, después de la aparición de Erichtho. Tras la derrota de Pompeyo, como había predicho la bruja, quizá Lucano pensaba concluir la obra con su otra predicción, a saber, el asesinato de César. Entre ambas muertes, la del Magno, presenciada por su horrorizada esposa, y la de César, a la que no llegamos, Lucano nos regaló todavía unas páginas extraordinarias, entre ellas, las que relatan la huida de Pompeyo, el reecuentro con su mujer, y su cobarde asesinato llevado a cabo por el eunuco Potino y ordenado por el niño rey Ptolomeo XIII, en un intento de congraciarse con el futuro emperador de Roma.

César contemplando la cabeza de Pompeyo, de Giambattista Tiepolo

Implicado junto a su tío Séneca en la Conjura de Pisón, Lucano fue obligado por Nerón a suicidarse. Su  muerte nos la describe así Tácito:



A continuación ordena el asesinato de Anneo Lucano. Éste, cuando se fue desangrando, empezó a notar que se le enfriaban los pies y las manos y que la vida se le retiraba poco a poco de las extremidades mientras que su pecho aún estaba caliente y conservaba la conciencia; entonces, recordando un poema que había compuesto en el que narraba que un soldado herido moría de una muerte parecida, recitó aquellos mismos versos y ésas fueron sus últimas palabras
.
Los versos en cuestión comienzan así:

Una mano de hierro, al trabar en la popa sus garfios atenazantes, enganchó a Lícides...

jueves, 6 de septiembre de 2012

De malditos y cultos


-Mi papá tiene un Mercedes.
-Pues el mío es un autor de culto.
-¡Hala! ... ¿Y eso qué es?

Buena pregunta, pezqueñín. Para algunos, un autor de culto es aquél que sólo ellos y unos pocos iniciados conocen. Esos lectores sufren de un afán posesivo que les obliga a renunciar, ¡qué digo renunciar!, repudiar a su autor de culto personal cuando es otra persona quien se lo menciona. Así, para muchos, Murakami fue un autor de culto hasta el día en que alguien les preguntó:
-¿Conoces a un autor que se llama Haruki Murakami?
-Sí, pero yo ya he leído todo lo bueno de Murakami Haruki. Desde que dejé de leerlo, sólo escribe bazofia para lectorzuelos como tú.


La conferencia del autor de culto alcanzó momentos de gran intensidad


Otros piensan que ser un desconocido del gran público no es tan importante como que no te lean. Es decir, se puede ser autor de culto aun si te conoce mucha gente, con tal de que sólo sean cuatro gatos los que te leen. Sin embargo, hay que tener mucho cuidado y no pasarse. Porque si en vez de leerte cuatro gatos, resulta que no abre un libro tuyo ni Cristo, no te conviertes en autor de culto, sino en autor maldito. Es una línea muy delgada, lo sé.


Eso es lo que le sucedió a Frederick William Rolfe, también desconocido como el barón Corvo. Este pintoresco personaje, nacido en 1860 y muerto a lo Aschenbach en Venecia apenas medio siglo más tarde, se ganó a pulso la reputación de autor maldito. Hoy no lo lee nadie, o lo que es lo mismo, su popularidad se ha mantenido intacta a lo largo de los años. Bueno, exagero un poco, pero es que si no, no me salía el chiste. En realidad, el barón escribió un buen puñado de novelas, y una de ellas, Adriano VII (¿no es maravilloso que esta entrada de wikipedia esté sólo en inglés y en suomi?) sigue editándose, por lo menos en inglés, y es considerada una obra notable.



Sacerdote frustrado, fotógrafo aficionado, competente pintor y, sobre todo, compulsivo, fanático y obseso escritor de cartas, el personaje que nos presenta A.J.A. Symons (Alphonse James Albert, tela marinera) es ciertamente inolvidable. Uno tiene la impresión de haber conocido a decenas de tipos con uno o dos de los rasgos que caracterizan a Corvo, pero reunirlos todos en un mismo organismo sólo está al alcance de los privilegiados.

 Fotografía realizada por Corvo, que sin duda sabía cómo ganarse al público victoriano

Nuestro barón, además de ser escandalosamente homosexual en la misma época que martirizó a Oscar Wilde, sufría de paranoia y delirios de grandeza que era un primor. Nadie duda que el personaje de Adriano VII es Corvo visto por sí mismo, ya que la novela nos cuenta la historia de un cura apartado injustamente del camino del sacerdocio y que acaba convirtiéndose en Papa. Ahí es nada.

Tenía Corvo una rara habilidad para ejercer una poderosa fascinación sobre todo aquél que lo conocía, y para acabar llevándose mal (y cuando digo mal, quiero decir mal) con todo el mundo. El proceso que le llevaba de la amistad al odio era rápido, pero entre ambas etapas siempre había tiempo para que Corvo sableara una buena docena de veces a sus benefactores. De hecho, después de romper de manera más o menos tácita con su familia, se pasó la vida viviendo prácticamente de la caridad de admiradores, mecenas y duquesas que se encaprichaban de él. Murió en Venecia, prácticamente en la indigencia, tras haber llevado una vida ejemplarmente disoluta, siempre a caballo entre la indignación perpetua y la producción de una obra inmortal.



Del libro que nos ocupa, considerado una de las cumbres de la biografía, dicen algunos que no nos cuenta tanto la vida de Corvo como la obsesión de Symons por él. Este Symons fue un interesante epicúreo y bibliófilo nacido en 1900, que se dedicaba a beber buen vino, buscar libros raros y escribir sobre personajes aún más raros.
En cuanto a su obra maestra, creo que o bien se me ha escapado algo, o bien lo he leído demasiado rápido. A mi juicio, su interés, que lo tiene y mucho, viene del personaje, y no de la relación del autor con él. Symons vierte en el libro decenas de cartas escribas por, para o acerca de Corvo, tantas que, por lo menos una tercera parte del libro, si no más, pertenece al género epistolar. La investigación por parte de Symons parece reducirse a las cartas que encontró o le remitieron. Así, leída inmediatamente después de la maravillosa El orientalista, esta muy elogiada biografía me supo a poco. Con todo, una lectura muy interesante que, además, nos demuestra que, para alcanzar la gloria, no basta con ser un desconocido al que no lee nadie.

No señor. Un autor de culto, como su propio nombre indica, goza de una devoción fanática y ciega por parte de sus seguidores. Si tu lector no está dispuesto a matar por ti, no eres de culto.


Las primeras ciento y pico paginas de Against the day son deslumbrantes. Pynchon demuestra una inconmensurable maestría al manejar a sus personajes. El lector tiene la impresión de estar ante un dios que mueve un dedo y hace rodar al protagonista pendiente abajo. Mueve otro, y surge el malo del cráter de un volcán como una stripper de un pastel. Chasquea dos, y se despliega ante nuestros ojos una pantalla celestial en la que se proyecta una enciclopédica digresión magistralmente enlazada con la historia. Porque, al contrario de lo que me habían dicho, no hace falta una enciclopedia para disfrutar de la lectura de este autor: Pynchon es una enciclopedia.


Y así, el lector asiste con los maravillados ojos de los propios visitantes a la exposición universal de 1893 en Chicago, y se sumerge en el mundo del anarquismo, y en la llegada y desarrollo de la electricidad, y en los experimentos de Nikola Tesla, y en las minas de Colorado, y...
...un momento, ¿qué es esto? Resulta que ahora el dirigible Inconvenience y su variopinta tripulación, con los que se abre la novela, se mete en un túnel que hay en la Antártica y que atraviesa el globo para salir por el Polo Norte, y en ese túnel ve... ¡una batalla de enanos! Y algo todavía peor, el lector se da cuenta, con horror, de que el libro que ahora quiere abandonar ¡es obra de un autor de culto! Y en este punto quiere dejarlo y no puede, porque de repente lo persigue una horda de monstruos, con la boca espumeante, los ojos saliéndoseles de las órbitas, las caras desencajadas por el odio, blandiendo en una mano una cimitarra y en la otra, una copia, ¡en tapa dura!, de Against the day, y él grita implorando auxilio, y corre y huye y se desgañita y cae y se levanta y mira hacia atrás con pavor, y sigue en su desesperada huida, mas, ¡ay! las piernas no le responden, y la turba lo alcanza y...
Continúo esta entrada en nombre del Niño Vampiro. Creo que es lo que él hubiera querido.

Pynchon es, efectivamente, un autor de culto, que refuerza su autordecultez a base de una cuidada reclusión. No son muchos los que lo han leído, pero todo el mundo sabe de él que no le gustan las fotos. No me explico por qué, la verdad.


David Forster Wallace también es de culto. Y entonces, después de darle vueltas, y atar y desatar cabos, por fin exclamamos ¡eureka!, acabo de descubrir una condición sine qua non para alcanzar el anhelado rango: escribir libros de más de 1000 páginas. Tamaña magnitud permite a sus incondicionales expresar el más absoluto desprecio por cualquier pseudolector que no pueda acabar el libro de su dios. En efecto, el lector de culto es capaz de tolerar que alguien no acabe El gran Gatsby, El sonido y la furia, o Muerte en Venecia. Pero dile que no has podido acabar La broma infinita y verás lo que te pasa.

Cristina (nombre ficticio) abandonó La Broma Infinita en la página 74

¿Delillo es de culto? Lo ignoro. A mí Underworld me parece una maravilla, pero, a diferencia de los lectores de culto, podría llegar a entender que alguien lo dejara en las primeras páginas, abrumado por la anábasis de una pelota de béisbol. Al señor Pynchon lo he dejado con los enanos en el túnel. Haced de mi vida lo que os plazca.

Inter nos (expresión de culto), a las razones que me han llevado a abandonar Against the day se han sumado otras. Una de ellas es mi salud. Me encuentro bien, muy bien, casi pletórico. Llevo meses sin pillar un resfriado, un dolor de espalda o una diarrea digna de su nombre. La pulmonía que hace año y medio me permitió zamparme Memorias de ultratumba en tres semanas es sólo un lejano y no del todo desagradable recuerdo, y este libro de Pynchon es de esos que requieren una larga convalecencia.
El segundo motivo son los comentarios que he leído por aquí y por allá. Against the day, dicen, requiere tiempo y un gran esfuerzo, pero al final compensa. Bien. No lo dudo. El problema es que yo no busco un fondo de inversión a diez años con una rentabilidad garantizada del 5%. Yo busco un libro. Y si un libro me exige sacrificios, yo le pido satisfacción inmediata. Eso es lo que me han dado los libros de Chateaubriand, Rezzori, Bassani, Krasznahorkai, o ... las primeras ciento y pico páginas del libro de Pynchon.


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...