lunes, 17 de junio de 2013

Elogio de la mala leche como virtud literaria

Reírse de Phil Collins ayuda a prevenir ciertos tipos de cáncer

... y no sólo literaria. En el mundo hay personas que saben hacer de su mala leche un medio de vida, y aunque hay quien dice que eso es tan sólo un modo de ocultar su mediocridad, yo creo que ganarse la vida con la mala baba es mucho más complicado de lo que parece. La mala leche (también mala uva o mala baba) es, en manos de quien sabe dirigirla, un arma demoledora y, en ocasiones, todo un arte.

La mala leche que yo admiro no tiene nada que ver con la mala follá granaína, ni, por supuesto, con el insulto vulgar, la imitación sosa, las referencias a la promiscuidad de la madre o a la cornamenta paterna. La buena mala leche se ejerce tanto con ánimo de ridiculizar, humillar y hacer daño como de divertir a los presentes, y somos muchos los que sabemos apreciar el dardo certero, el sarcasmo cruel y la ofensa gratuita pero ingeniosa. Son éstos bombones al que algunos paladares, entre los que por supuesto incluyo el mío, no pueden resistirse. Por eso triunfan los Ristos. Por eso servidor prefiere Alfonso Guerra a Zapatero, South Park a Los Simpson, y algún personaje más a quien no mencionaré (no quiero generar mala leche contra mí mismo) antes que a cualquier santurrón papagáyico.

Anne Robinson es tan odiosa que verla humillada de esta manera es un gozo para el espíritu. La presentadora española no le llegaba a la suela de los zapatos.

En internet la mala leche ocupa un puesto no sé si dominante, pero sí desde luego muy significativo, del cual el mundo bloguero no queda al margen. Hay por ahí unas bitácoras de gran éxito, cimentado en la mala leche tanto del administrador como de los visitantes, que vamos allí a recrearnos, sobre todo, en las corrosivas críticas que se hacen de aquellas obras que no han gustado al administrador en cuestión, o, sencillamente, en el modo en que señalan, como el niño al emperador, las gilipolleces en que incurren con frecuencia algunos personajetes de las letras. En cualquier caso, para muchos, la crítica despiadada se deja leer mejor que el elogio (desde luego, es también más fácil de hacer y da más posibilidades a la creatividad).

Céline y su loro parecen sacados de la novela de Gibbons

Bien utilizada, la mala leche en la literatura suele ser un recurso inagotable e infalible. Hace un par de semanas reseñaba la gran novela Lucky Jim, de Kingsley Amis, y cerraba la reseña con una foto y una cita del autor que corrobora la importancia que tiene el ánimo de ofender en la creación literaria.
A veces este ánimo se desboca y se convierte en puro odio, lo cual no impide que de ella salga alguna obra maestra. Me viene a la mente Viaje al fondo de la noche, pero seguro que a vosotros se os ocurren muchas más.
En ocasiones, el autor es capaz de ocultar su mala baba, haciéndola brotar de un personaje concreto. Eso sería lo que sucede, por ejemplo, con Ignatius Reilly en La conjura de los necios. En esa genial novela, a diferencia de lo que sucede con la de Céline, el lector no tiene la sensación de que sea el malogrado Toole el que está en guerra contra el mundo. Pues bien, algo parecido nos encontramos en algunas de las novelas que he leído recientemente.


La serie de Lucía, de E. F. Benson, de las que Impedimenta ha publicado Reina Lucía y Mapp y Lucía, ha sido uno de mis mayores placeres lectores recientes y me he zampado las dos novelas, que deben de ocupar setecientas y pico páginas, en menos de una semana. Ambas son un ejemplo perfecto del uso literario de la mala baba. Es difícil imaginar una mayor densidad de rencillas, rencores, celos, envidias, dardos envenenados, cortes de manga mentales y bombas de relojería que la que tenemos en Reina Lucía
Los habitantes de Riseholme, un pintoresco pueblecito de Sussex donde vive gente acomodada, no tienen trabajo conocido, y en consecuencia están todo el día ocupadísimos, observando o, directamente, espiando el ir y venir de sus vecinos, realizando cursillos de yoga y organizando veladas musicales. No hay momento más glorioso en la vida de los habitantes de Riseholme que cuando se es el primero en enterarse de un cotilleo. Del mismo modo, no hay mayor humillación que ser el último en enterarse. Emmeline Lucas, Lucía para los pocos amigos, es la reina indiscutible del pueblo, pero su poder absoluto no se debe a sus superficiales conocimientos literarios, ni a su habilidad para interpretar una única pieza al piano, ni en su dominio de diez palabras del italiano. Lucía reina gracias a su incontenible vanidad, su hipócrita humildad, su desmedido orgullo, y sobre todo, su desbordante mala leche. Y lo mejor de su mala leche es el modo en que se contagia al lector, que se solivianta con las sucias tretas exhibidas por Lucía para apropiarse de los hallazgos de Daisy Quantock, y se solaza como pocas veces cuando la reina se ve humillada. En Reina Lucía, los poquísimos personajes que no son odiosos son risibles, grotescos o, sencillamente, patéticos, y nosotros nos lo pasamos bomba con ellos.

Nigel Hawthorne como Georgie Pillson, el admirador casi incondicional de Lucía, en la adaptación que hizo la televisión británica.

Señala muy acertadamente José C. Vales, el traductor, en el prólogo a Mapp y Lucía, que lo sorprendente de estas novelas es que en ellas no pasa nada. Se trata, efectivamente, de una serie de episodios hilvanados uno tras otro en los que se decriben los vanidosos jueguecitos de estos insoportables pijos de Sussex. En Mapp y Lucía (que no es la segunda en la serie original; no sé por qué Impedimenta ha decidido publicarlas en este orden) nos encontramos con una Lucía que acaba de enviudar y que decide cambiar de aires y pasar un verano en el pueblecito costero de Tilling. Y allí el lector hará un descubrimiento espectacular: existe una persona más odiosa todavía que Lucía, y es Elizabeth Mapp. De hecho, Mapp es tan detestable que el lector acaba cogiendo un gran cariño a Lucía, que se erige en un personaje con algo parecido a principios y sentido ético. Esta segunda novela gira alrededor del duelo entre la nueva reina de Tilling, Lucía, y la destronada Mapp, y es igual de divertida que la primera.


Y del Sussex de pijos ociosos maquinando vengancitas en la encantadora campiña inglesa, pasamos al Sussex de los páramos apestosos, las plantas ponzoñosas y las familias embrutecidas por siglos de relaciones incestuosas.

En ocasiones, no hay nada mejor que abrir una obra sobre la que se tienen ciertas expectativas, y ver que dichas expectativas no se cumplen en absoluto. Así, enfrascado como estaba en esta fase de novela cómica británica, en la que he leído la "Trilogía de Campus", de David Lodge, seguido de Lucky Jim, para pasar después a las ya mencionadas de Lucía, llegué a La hija de Robert Poste esperando encontrarme de nuevo con una variación sobre el mismo tema, es decir una comedia de costumbres con mucho ingenio y algo de crítica social, pero, al igual que las obras de Benson, una novela bastante inofensiva. Anything but. 

Flora es una niña pija y mimada cuyos papás acaban de morir. Vaya incordio, ahora tendrá que buscarse la vida de algún modo. ¿Trabajando? Quita, quita. Lo que Flora quiere es acumular vivencias y material para, a los 50 años, poder escribir una obra como Persuasión, porque ella es que admira mucho a Jane Austen. Así que se pone a escribir cartas a sus parientes lejanos para ver si alguno se apiada de ella y así ella les puede hacer el honor de aceptar su hospitalidad. Y de este modo recala en Cold Comfort Farm, ya que la tía Judith se siente obligada a intentar reparar una antigua afrenta que le hicieron al padre de Flora.

Los personajes en la adaptación de la BBC

Soy un gran admirador de las obras de Thomas Hardy; no he leído mucho a D.H. Lawrence, y con la señora Mary Webb no tengo el gusto. Menciono estos tres autores porque se supone que es de ellos sobre todo de quienes se pitorrea Stella Gibbons en esta gran novela. Lo bueno de la mala leche es que para disfrutar de ella no tenemos que coincidir con la opinión de quien la emplea. Por ello puedo dejar de lado mi admiración por Hardy y admitir que su ruralismo bíblico se presta bastante bien a la sátira. En La hija de Robert Poste tenemos, efectivamente, personajes que parecen sacados de una de esas granjas del ficticio Wessex hardiano. Ahí está Adam, cuya vida gira alrededor de sus vacas y que en lugar de utilizar agua y jabón para lavar las ollas se sirve de zarzales. Ahí tenemos al predicador Amos, que empieza sus sermones de esta guisa:

-¡Ah, miserables, que sois todos unos miserables! ¡Gusanos rastreros!

Y que continúa así:

...Sabéis lo que se siente cuando os quemáis una mano al sacar una empenada del horno o cuando os quemáis con una cerilla cuando estáis encendiendo uno de esos diabólicos cigarrillos... Sí, sí... Quema y se siente un punzante dolor, ¿a que sí? Y entonces corréis para poner un poco de mantequilla en la quemadura y mitigar el dolor. ¡Ah, pero...! -aquí, una impresionante pausa valorativa-, ¡en el infierno no habrá mantequilla!

Si este pasaje os parece una parodia del Retrato del artista adolescente de Joyce, probablemente estéis en lo cierto. Gibbons se ríe tanto de los clichés de la novela rural como de las corrientes intelectuales y literarias de principios de siglo. Freud, Joyce o el cine expresionista, la señora Gibbons no deja títere con cabeza.

Se dispusieron a ver una película sobre la vida japonesa (...). La película duraba una hora y tres cuartos, y contenía únicamente doce primeros planos de nenúfares perfectamente inmóviles en un estanque lleno de verdín, así como cuatro suicidios, todos realizados con extraordinaria lentitud.


Ian McKellen como Amos, el predicador chalado

Asimismo, las referencias a Cumbres borrascosas son constantes, pero me da aquí la impresión de que su burla no es tanto de Emily Brönte como, de nuevo, la ociosidad de los intelestuales que los lleva a elucubrar teorías fantásticas sobre la autoría de las obras de las Brönte. Ejemplo de ello es el personaje de Mybug, que se supone inspirado en D.H. Lawrence, y que afirma que el autor de las obras de las hermanas Brönte fue el hermano Branwell, que escribía para poder comprar ginebra para la borrachuza de Anne. Parece ser también que el personaje de Ada, la abuela loca encerrada en su habitación y que se ha pasado la vida gritando "vi algo sucio en la leñera", no está inspirado en Jane Eyre sino en un personaje de una obra de Mary Webb.

La hija de Robert Poste llega a desconcertar, pese a que desde el primer momento la autora deja muy claras sus intenciones. El prefacio está dedicado a un tal Tony, en quienes muchos han visto una burla de Hugh S. Walpole, paradigma del escritor amanerado e intelectualoide. Le dice Gibbons:

Porque tus libros no son precisamente... de humor. Son más bien registros de intensas luchas espirituales, representadas en los agrestes escenarios de lagos, glaciares o pantanos. Tus personajes son intemporales y elementales, agitados como pajuelas en océanos de pasión.

Y a continuación añade que para ayudar a esas personas que "no siempre están seguras de si una frase es literatura o bien una simple estupidez", en este libro ha procedido a indicar los pasajes que considera más elegantes y literarios con uno, dos o tres asteriscos. El siguiente pertenece a la categoría más alta:

Desde los infraestratos entretejidos y petrificados de subconsciente, los pensamientos del viejo Adam Lambsbreath emergieron en lenta filtración hacia la confusa consciencia del vaquerizo; no como una parte integral y plena de su ser consciente. sino más bien como una emanación impalpable o una aportación crepuscular de la esfera vital...

A Virginia no le hizo gracia la novela de Gibbons. No todo el mundo sabe apreciar la mala leche

Como decía antes, la novela, pese a las advertencias de la autora, llega a desconcertar y está tan bien escrita que no sorprende, como he podido constatar en alguna que otra reseña escrita sin mala leche, que algunos lectores se la tomen muy en serio. En mi caso, no acabo de entender el porqué del futurismo de la obra: La hija de Robert Poste, publicada en 1932, está situada a finales de los años 40 del pasado siglo. Hay referencias a una guerra anglonicaragüense de 1946, hay teléfonos con imagen incorporada, y se habla de Clark Gable como aquel actor, "no sé si se acuerdan", de hace veinte años.

En resumen, una gozada de lectura, una sátira brutal que le tocó las narices a muchos intocables de la época, y, por lo tanto, un tipo de literatura siempre necesaria. Os dejo con otra típica estampa de la vida rural en Sussex:


Es el registro familiar; la abuela lo hace todos los años. Verás... todos nosotros, los Starkadder, somos una gente algo... problemática. Nos tiramos los unos a los otros a los pozos. (...) Es difícil llevar la cuenta. Así que una vez al año la abuela baja y hace una reunión, que llamamos el Recuento, y ella nos cuenta a todos, para ver cuántos de nosotros nos hemos muerto en el último año.


miércoles, 5 de junio de 2013

Si estamos en Mississipi, esto es Faulkner


A todos nos gusta leer. A todos nos gusta viajar. Y por eso leer viajando es la hostia, y viajar leyendo ya ni os cuento. A veces, sin embargo, los dos placeres, en lugar de sumar, se multiplican, dando lugar a una experiencia que queda para siempre en nuestra memoria. En mi caso, aunque he viajado mucho y leo bastante, esa feliz combinación indisociable no se ha dado tanto como desearía. He disfrutado muchísimo de los viajes y he disfrutado muchísimo de los libros, pero casi siempre han sido dos experiencias paralelas. Recuerdo, por ejemplo, que en mi viaje a Marruecos leí Middlemarch, de George Eliot, el Pickwick, de Dickens, y la Regeneration Trilogy, de Pat Barker, pero no tengo ni idea de qué leí cuando visité Polonia, México o Bolivia (aunque probablemente sí recuerdo los libros; simplemente en mi memoria no están asociados a aquellos viajes).
En definitiva, esa experiencia lectora casi mística en mi caso se ha dado en las contadas ocasiones en que he dado con el libro acertado, único, para el viaje; ése, y no otro, en el que las calles, paisajes y personas que me rodeaban se fundieron con las palabras, escenarios y personajes de las páginas.


Me pregunto cómo habrá envejecido esta novela, pero sospecho que no muy bien. Wolfe la publicó en el 87, pero a España no llegó hasta dos años más tarde. En casa la compró mi padre, y aquel verano me la llevé conmigo a los EEUU. Tenía yo en aquel entonces 20 años y salía por primera vez de casa, como quien dice. Iba a Estados Unidos para trabajar dos meses en un campamento de verano y pasar luego un mes viajando. Cualquiera que haya visitado Nueva York puede dar fe de que la ciudad causa una impresión difícil de describir. Se trata de un lugar donde uno se siente en casa desde el primer momento, pues en NY nadie es extraño, y tenemos la sensación de que todo nos resulta familiar, de tantas veces que lo hemos visto en la pantalla. No deja de acompañarnos la extraña sensación de que estamos en una película en la que todo es real. Pues bien, imaginad la impresión que le causó a un pardillo de 20 años llegar a la ciudad, en aquel taxi conducido por un vietnamita más ocupado en mostrar el dedo y gritar fuck you! a todo quisqui que en mirar por dónde iba. Hélas, llegados a nuestro destino, vi cómo mis amigos entraban en aquel albergue de la calle 88, lleno de chicos y chicas de todo el mundo, mientras a mí, cosas de la organización, me metían en otro taxi y me despachaban zumbando a la Estación Central, en la calle 42, donde tenía que comprar un billete para ir a las Montañas Catskill (para mí entonces, el culo del estado de Nueva York) y pedirle al conductor del autocar que me dejara bajar en el Red Apple Restaurant (descubro al escribir esto que dicho restaurante era toda una institución en la zona, y que cerró hace unos años), desde donde tenía que llamar al campamento para que me vinieran a recoger. Era de noche ya cuando salió el autocar. 

¡Vengan a buscarme, por favor!

Luego me resarcí de aquella triste llegada interruptus a la Gran Manzana, y, después de que me medio-expulsaran del primer campamento y antes de que me asignaran el segundo, pasé tres semanas pateándome la ciudad, los museos, asistiendo a una misa en Harlem, a conciertos en Central Park y saliendo cada noche con gente distinta que conocí en el youth hostel. De lo que viví en el primer campamento, dirigido por un ex-marine de 70 y pico años, y en el siguiente, un campamento cristiano, podría escribir una entrada bastante extensa. Pero lo importante es que, afortunadamente, entre cabañas con nombres indios, lagos, ciervos, mapaches, mofetas y algún que otro oso negro, en todo momento estuve acompañado por las 900 páginas del libro de Tom Wolfe.

La Nueva York que conocí. Creo que no la cambiaría por la de hoy.

En mi campamento trabajábamos con lo que se llamaba "underprivileged children", es decir, niños de familias desestructuradas del Bronx y Harlem, principalmente. Alguno que otro de aquellos niños crecía solo, abandonado por uno de sus progenitores y malviviendo con el otro, drogadicto. Otros eran capaces de hablar del tiroteo en que alguien se cargó a su tío como aquí podemos hablar del partido del domingo. En definitiva, aunque no era la norma y posiblemente la gran mayoría procedían simplemente de familias sin recursos, para todos ellos la violencia formaba, de alguna u otra forma, parte de sus vidas. Y durante mes y medio, ese mundo del que venían, el del Bronx cuando era el Bronx (hoy la cosa ha cambiado mucho y para bien, dicen), ese crisol de razas, y esa forma de hablar ("yo yo yo, mira!" en inglés en el original) me los encontraba tanto en la página del libro como al levantar la vista de él. El mundo de los yuppies no llegué a conocerlo tan de cerca.

Uno de los campamentos en los que trabajé

Decía antes que no sé cómo habrá envejecido La hoguera de la vanidades. Para los que no lo conozcáis, os diré simplemente que durante un par o tres de años fue EL libro de Nueva York, o, cuando menos, el libro que mejor reflejaba aquel fenómeno social que a finales de los 80 alcanzaba su clímax, aquel mundo, el de los yuppies (qué antigua suena la palabra), que se creyeron por un tiempo los Amos del Universo. El protagonista (¿Sherman?, escribo esto de memoria) es un agente de bolsa que lo ha conseguido todo, que está en la cima y bla bla bla, pero un día se pierde con el coche y acaba en lo más profundo del Bronx, donde se mete en un buen lío, momento a partir del cual empieza su caída. Contada así, no es una historia demasiado original, pero la verdad es que el libro está muy bien escrito, y que reflejaba a la perfección la relación entre las distintas capas de la sociedad en aquella época y lugar. Cuando un libro es tan escrupulosamente fiel a un momento preciso de la historia, pueden suceder dos cosas: que alcance la intemporalidad, o que su grandeza sea completamente efímera. ¿Habrá ardido esta obra junto a aquellas vanidades tan ochenteras?


Años más tarde, emprendí un viaje desde México a Colombia. No sé si fue en Oaxaca o en San Cristóbal donde conocí a una chica norteamericana que estaba leyendo un libro enorme, con una portada bastante bonita y con un título muy curioso. La chica se deshizo en elogios hacia el libro, y como parecía saber de lo que hablaba, en cuanto lo encontré en una librería me hice con él.
La larga noche de los pollos blancos transcurre entre Guatemala, donde lo empecé a leer y, creo recordar, Nueva York. Es una novela extraordinaria, una especie de thriller político mezclado con la historia de Guatemala, una exploración de las relaciones familiares y una historia de amor. 

Puede parecer cutre, pero el servicio es más eficiente que en otro país que yo me sé

Recuerdo la emoción que me producía leer los capítulos situados, por ejemplo, en el lago Atitlán, en Chichicastenango (¡Chichi, Chichi!, gritaban los conductores en la estación de autobuses), Huehuetenango (¡Huehue, Huehue!), ciudad de Guatemala (¡Guate, Guate!) o Antigua, sitios que yo acababa de visitar hacía apenas unos días. Ciudad de Guatemala es posiblemente la única ciudad del mundo donde he pasado miedo. Salí una tarde a dar un paseo y aunque no vi nada ni nadie sospechoso (en realidad no vi nada, la ciudad estaba sumida en una oscuridad casi absoluta), podía respirarse el peligro. Me volví al hotel y a las 8 ya estaba encerrado en mi habitación con el señor Goldman, quien confirmó lo fundados que eran mis temores. Tampoco es que en el hotel se respirara mucha seguridad. Corrían por él hordas de adolescentes con las hormonas a flor de piel que parecían buscar una habitación vacía para entrar a hacer vete tú a saber qué.
Todavía me acompañó el libro cuando fui a la selva a ver los quetzales (en la cabaña, y dentro de mi mosquitera, había más especies de insectos que en toda la península ibérica, y algunos de ellos, del tamaño de palomas), o cuando en el camión que me llevó a Uspantán conocí a un antiguo guerrillero. ¿Nos habíamos visto antes? Estuve a punto de preguntarle si conocía a Francisco Goldman.


Un año más tarde, hallábame yo una noche tomando el fresco en la terraza de mi hotel en Varanasi, frente al Ganges, cuando un chico italiano se me acercó:
-Perdona, ¿eres español?
Entonces caí. El año anterior, él, yo y unos pocos mochileros más habíamos cruzado en una camioneta la frontera entre México y Guatemala. De hecho, habíamos pasado luego un par de días juntos. En fin, una de esas casualidades de la vida mochilera.

Dicen que la India transforma a todo aquél que la visita. Si conocéis a alguien que haya estado allí, coincidiréis en que volvió muy místico y vestido de una forma mu rara. Y desde luego, con unos cuantos kilos de menos. Pero esa transformación también se debe a que, a diferencia de lugares como Nueva York o Buenos Aires, si viajas solo a la India, pasas mucho tiempo solo. Allí conocí a gente que me confesó que en dos meses habían leído más libros que en toda su vida.
El llamado choque cultural, que hace que algunos viajeros no aguanten allí más de unos días (en mi caso, viajé con un amigo que se volvió a España al cabo de una semana), se debe más a la pobreza que a la cultura (que también). Uno puede (o podía; espero que la situación haya mejorado algo) salir del Hotel Taj Majal, el más lujoso de Mumbai, tras visitar su excelente librería, y cien metros más allá, encontrarse con un bebé cubierto de moscas y llorando al lado de su madre, tendida en el suelo y aparentemente muerta. 

Toda una aventura subirse a uno de esos autobuses. Reducen la velocidad, pero no se paran.

Hijos de la Medianoche es un libro que releeré pronto. Cuenta la historia de un chico nacido justo en el momento en que la India conseguía la independencia y me pareció una maravilla, pero aparte de eso, apenas recuerdo nada de él. Me quedan en la memoria un puñado de escenas y sobre todo ese ambiente, esas historias y esos personajes que parecían entrar y salir del libro. Recuerdo la descripción de aquellos minúsculos talleres y tiendas, amontonados unos sobre otros, donde la gente trabaja, come y duerme, situados en Mumbai, Delhi o Varanasi, en callejones con un palmo de barro y orín, con infinitos recovecos y pasajes donde, cómo no, solían encontrarse los albergues más populares. Recuerdo, por poner otro ejemplo, leer las páginas sobre los parsis y su costumbre de dejar que los buitres se coman a los muertos, a quienes dejan en las Torres del Silencio, en Mumbai. Ah, me dije semanas más tarde, ahora entiendo qué era aquel sitio que fui a visitar y en el que no se podía entrar. Era una tarde de monzón, y yo, perdido en algún lugar cerca del Himalaya, donde debí de leer casi 200 páginas de un tirón, volví momentáneamente a la fascinante ciudad de Mumbai. Es curiosa la relación del viajero con Mumbai. Llega uno y piensa que está en el paradigma de ciudad del tercer mundo. Dos meses y medio después de vagar por el país, vuelve a la ciudad y se siente como en Nueva York. Pero en fin, todo esto, que daría para otra entrada, sucedió hace ya muuucho tiempo.


La India, como digo, permite -exige- muchas lecturas, sobre todo si uno pasa allí diez semanas. Son muchas ciudades y pueblos donde no hay absolutamente nada que hacer por la noche, muchas pensiones y hoteles donde no hay más huéspedes que el menda, muchos viajes larguísimos en tren, y muchas horas de espera en las estaciones. Como curiosidad, diré que me había preparado para el viaje con Pasaje a la India, una gran novela que, sin embargo, no me ayudó demasiado a hacerme una idea de lo que me iba a encontrar allí. Por eso, una vez en Mumbai, me compré Malgudi Days, un libro de relatos de R.K. Narayan, uno de los grandes de las letras indias. A diferencia del libro de Rushdie, que leí a continuación, los relatos de Narayan no transcurren en la, no me cansaré de insistir, maravillosa Mumbai, sino en la pequeña ciudad ficticia de Malgudi. Pese a que ésta se encuentra en el sur, adonde no fui, la experiencia de recorrer el Rajastán, Maharashtra o Uttar Pradesh tras haber leído esas historias fue igual de intensa que la posterior lectura de Hijos de la Medianoche. Algunos libros más tarde, le tocó el turno a V.S. Naipaul, que escribió una excelente trilogía de ensayos sobre la India titulados An area of darkness, India: a wounded civilization, e India: a million mutinies now. Los tres son una joya, tanto si conocéis el país como si no, pero hay que decir que Naipaul, que es de Trinidad, aunque de origen indio, es tremendamente crítico con la tierra de sus ancestros. En cualquier caso, estos tres libros los leí hacia el final del viaje, y me ayudaron a entender un poco mejor todo lo que estaba viendo, oliendo, oyendo, comiendo, tocando, respirando, expectorando... El tercer y más voluminoso volumen de la trilogía lo terminé, tras una lectura frenética, en el avión que me trajo a Barcelona de vuelta de uno de mis viajes más inolvidables.

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