Qué pereza la de algunos editores. Y qué claro está que la persona encargada de escribir esas reseñitas no se ha leído el libro en cuestión. Yo no he leído todavía a Proust, pero me cuesta imaginar una escritura menos francesa que la de von Rezzori. La comparación con Proust, naturalmente, viene por los recuerdos de infancia, que son la esencia de, por lo menos, Un armiño en Chernopol, la primera parte de la trilogía.
Recuerdos de infancia = Proust. ¡Qué fácil es esto de la literatura comparada!
Proust, antes de ponerse a recordar su infancia
Pues bien, Un armiño en Chernopol no tiene nada del gran Joseph Roth y, sin embargo, representa en mi opinión la quintaesencia de la literatura centroeuropea.
Nos encontramos en Chernopol, trasunto de la ciudad natal del autor, Czernovitz, una de esas ciudades cuyos habitantes cambiaron de país hasta cuatro veces sin salir jamás de la ciudad. Al igual que la ficticia Chernopol, Czernovitz, tras la caída del Imperio Austro-húngaro pasó a ser rumana, rusa y finalmente ucraniana. Pequeña ciudad provinciana, Chernopol representa la Europa de entreguerras, un lugar donde el letargo del mundo que se derrumba se enfrenta al desconcierto del mundo que nace. Este choque de mundos está representado en el contraste entre algunos de los personajes. Tenemos, por un lado, a Tildy, el húsar, el armiño, el hombre que ha perdido el rostro (una de las ideas recurrentes de la novela), y reta a duelo a todo quisqui por defender su honor, mientras que, por otro lado, está el señor Tarangolian, el bon vivant, el ilustrado, el eficiente y gentil prefecto. Pero así como en sus soberbias descripciones de personajes, la maestría de von Rezzori se percibe también en la sutileza con que retrata este choque de mundos, por ejemplo, a través de los tranvías de la ciudad:
...la nueva administración los había sometido a una reparación a fondo, razón por la que de vez en cuando podía ocurrir que uno de los trenes, a punto de reventar, hasta los topes de gente que viajaba apretujada como sardinas en lata, y de costumbre también con racimos de pasajeros colgando de los estribos y los parachoques, se soltara de los frenos caducos y se lanzara con porfía por la cuesta, hacia atrás o hacia delante, dando lugar a un caos sanguinolento bajo los coches de punto, los carros tirados por bueyes, los vendedores de hielo oriundos de Galitzia, los perros callejeros, los campesinos con cestas de aves al hombro, judíos, lipovanos barbudos, huzules venidos a caballo de los montes, alemanes de Chernopol y gitanos.
Como no podía ser de otra manera, esta convivencia entre etnias y culturas, no sólo las mencionadas en el párrafo sino también dacios, romanos, gépidos, ávaros, petchenegos, cumanos y otros, camina en todo momento al borde del del abismo, aunque, para vairar, son los judíos quienes están siempre en el punto de mira. Estamos en un momento en que las cruces gamadas empiezan a cubrir los muros de la ciudad, las tiendas de los judíos son objetivo de jovencitos borrachos y envalentonados, y el lector asistirá a un sangriento pogromo cuyo desencadenante es ni más ni menos que un partido de fútbol. No es casualidad que la segunda parte de la trilogía se titule Memorias de un antisemita. Antisemita era el padre de von Rezzori, y parece ser que el mismo autor abrazó con entusiasmo el nazismo, hasta que, entre otras cosas, se dio cuenta de que la mayoría de sus amigos eran judíos. En Chernopol-Czernovitz, como cualquier ciudad de centroeuropa en aquella época, la población se encargaba de recordarles a los judíos que eran judíos. ¿Por qué? Entre otros motivos, para que los niños supieran quiénes eran judíos y quiénes no, porque, como para el mismo autor, también para el narrador fue una sorpresa descubrir el origen de algunos de sus amigos y conocidos.
El autor, pensando
No quisiera que pareciera que este libro es una novela sobre el auge del nazismo. El nazismo no es más que una más de las muchas revelaciones que fueron arrastrando al narrador, con cada vez más fuerza, fuera de la infancia y hacia la edad adulta. Un armiño... es, en parte, una novela sobre la infancia, sí, y un retrato de esa Europa de entreguerras, pero la riqueza y profundidad del libro van mucho más allá, y el impresionante talento de von Rezzori nos empuja a una relectura sosegada y con lápiz. No es desde luego una novela fácil, y creo que el lector español se ve un poco perdido en algunas escenas. Por ejemplo, la conversación del señor Adamovski con sus invitados, en presencia de la tía Paulette y el narrador, produce a los presentes constantes carcajadas y hace sentirse al lector como un completo ignorante.
Tampoco hay que pensar, cuando hablamos de evocación de la infancia, que se trata de un canto lleno de nostalgia por la inocencia perdida. El tono de von Rezzori puede ser poético al describir la ciudad y los personajes, pero para el paso de la infancia a la edad adulta se apoya a menudo en un lenguaje abstracto, por no decir filosófico:
Ninguna ocupación de años posteriores, por apasionada, seria y concienzuda que sea, puede compararse, en lo que respecta a paciencia y, por lo tanto, a justicia, con el pertinaz proceso de incorporación del mundo que tiene lugar en la infancia. Es un acto de devoción en el verdadero sentido de la palabra, pues devoción es la paciencia que nos permite comprender. Lo que observábamos atentamente de niños no lo soltábamos antes de que se nos transmitiese en toda su plenitud. No procedíamos lógicamente, sino en una especie de proceso metaquímico. Discutíamos con el objeto observado, nos enfrentábamos a él, lo copiábamos capa por capa dejando intactas su unidad y su totalidad, y, sin embargo, lo descomponíamos en sus elementos, con paciencia, y lo hacíamos nuestro (p. 360-361)Vamos, un estilo clavadito al de Joseph Roth...
Una novela como el Armiño, donde la trama es secundaria, y que se centra en la evocación de la infancia, el retrato de los personajes y el fresco de una época nos permite apreciar la absoluta maestría de von Rezzori en estos aspectos. Sus descripciones, tanto de personajes como de lugares, son originales, poéticas y poderosas como pocas. No puedo resistirme a incluir otra más, una de las que más me ha impresionado
...una guerra que se extendía a lo largo y ancho del continente y se enredaba y paralizaba como en una maraña de dragones que se atacan a dentelladas, hombres que habían realizado la hazaña de conquistar o reconquistar una trinchera, una colina perdida o un bosquecillo que sólo existía aún como un número en la cuadrícula de un plano. Y el paisaje en el que todo eso había tenido lugar no sólo estaba alborotado y reducido a su esqueleto, como si por él hubieran pasado unas orugas monstruosas; ahí no quedaba ni una brizna de hierba, y ni siquiera tierra de la que hubiera podido crecer una brizna; era barro sordo lo que bostezaba en las bocas de esos cráteres lunares. Lo que había sido un árbol yacía con las raíces arrancadas en un charco de lodo, o alzaba los muñones hacia el cielo muerto, sin hojas ni corteza, pálido, como leña seca y fantasmal; los pedazos de carne que colgaban del alambre de espino eran testigos de la voracidad con la que se había luchado en esos campos. Y como si ese festín desaforado hubiese saciado finalmente el hambre, los hombrecillos también parecían ahora más cerca de la deseada liberación de su existencia de larva. Se disponían a hacer estallar la membrana que los oprimía. La camisa de campaña se les había desgarrado en el pecho, y también las otras membranas protectoras que ya les reventaban debajo - ropa interior, camisetas de los colores terrosos de su existencia de reptiles - sobresalían hechas jirones; se les soltaban las polainas, y todo lo rígido y voluminoso que habían llevado, flaqueaba, temblaba y caía por todas partes como hojas muertas. (p. 109-110)
Larvas
A diferencia de otras grandes novelas mittle-europeas de entreguerras, como las de Roth, Zweig o Musil, la de Rezzori no nos habla de un imperio que se desmorona. La novela fue escrita en 1958, cuando el Imperio Austro-húngaro llevaba ya años muerto y enterrado, aunque no hacía tanto que las últimas y terribles consecuencias de su larga y agónica muerte habían llegado hasta el último rincón de Europa. Evidentemente, esto implica un cambio crucial de perspectiva. La incertidumbre del narrador (pensemos en La muerte de Virgilio, de Broch) y la turbación del autor (El mundo de ayer, de Zweig) se convierten aquí en el desconcierto del niño, instrumento ideal para contarnos una vieja historia cuyo final todos salvo él conocemos.
Si no de Roth, Rezzori sí es gran heredero de Musil. De estilo más poético y un tanto menos filosófico que El hombre sin atributos, el Armiño nos presenta a un personaje secundario, el poeta loco Karl Piehovich, quien, retratado con cuatro pinceladas, me ha parecido tan inolvidable como Moosbruger, el asesino psicópata de la novela de Musil. Personajes ambos al margen de la sociedad, ambos fascinantes, ambos retratados desde la distancia, su espíritu sobrevuela el libro de principio a fin y con ellos el lector ve cómo se amplían las posibles interpretaciones y se enriquece aún más la novela.
Es, sin embargo, a Andrzej Kusniewicz y su novela El Rey de las dos Sicilias a quien más me ha recordado esta novela, con la que comparte, insisto, la perspectiva histórica de la que carecían Roth y compañía.
Lectura memorable, Un armiño en Chernopol es una novela riquísima, bella, compleja, gratificante y que pide a gritos una inmediata relectura. Si no fuera porque nos esperan las otras dos partes de la trilogía...