viernes, 29 de julio de 2016

A buenas horas, mangas...

Pies descalzos, de Keiji Nakazawa

Hace un tiempo, hablaba yo muy ufano por aquí de cómo, gracias a Jiro Taniguchi, había conseguido vencer mis prejuicios contra el manga, y había descubierto la belleza y la poesía que podía encerrar el género. Subrayaba que la obra de Taniguchi se alejaba de lo que yo conocía como manga, pues en sus obras no encontraba esos rasgos tan infantiles y característicos del cómic japonés. Quien más y quien menos, todos recordamos Heidi, Benji y Oliver, o la para mí detestable Bola de Dragón, y estoy seguro de que no soy el único que se resistía a creer que esos ojos grandes y acuosos y esas bocas abiertas hasta descoyuntarse pudieran ofrecer literatura de la buena. Hoy, cuando hordas lobotomizadas corren por la calle en lo que se ha dado en llamar realidad aumentada, que debe de ser un eufemismo de gilipollez multiplicada, os traigo cuatro obras maestras del manga, cada una de ellas tan extraordinaria como diferente de las demás, y que me han maravillado precisamente por su variedad. Todas ellas confirman lo que en mi ignorancia podía sólo intuir: que el manga es todo un mundo literario por explorar. Y también revelan lo que jamás pude sospechar: que tras unos ojos melosos, parecidos a los que algunos buscan con patético entusiasmo por rincones, jardines y museos, se esconden joyas del cómic.


A los seis años de edad, Keiji Nakazawa vivió la experiencia más atroz que puede vivir un ser humano. Cuando el 6 de agosto de 1945 el Enola Gay lanzó a Little Boy sobre la ciudad de Hiroshima, Nakazawa vio morir a toda su familia, con excepción de su madre y una hermana de unos meses, que falleció al cabo de unas semanas. El horror de los meses que siguieron, las penurias de aquellos años, las terribles consecuencias de aquella barbarie han quedado retratadas en multitud de libros, películas y documentales, por lo que no entraremos en ello aquí.

Tras la muerte de su madre, en 1966, Nakazawa, que ya había iniciado su carrera de mangaka, decidió centrar su obra literaria alrededor de sus recuerdos de la bomba y sus secuelas. El resultado fueron las obras Kuroi Ame ni Utarete (Alcanzado por la lluvia negra), Ore wa Mita (Yo lo vi) y la que nos ocupa, Pies Descalzos, una novela colosal de más de 2.500 páginas que se leen sin descanso, felizmente editada por Debolsillo.

La historia comienza unos días antes del lanzamiento de la bomba, con un Japón entregado a un absurdo optimismo, a un patriotismo trasnochado y a un asfixiante belicismo. El padre de Gen es un pacifista de los pies a la cabeza y, en consecuencia, sumamente crítico con el gobierno del país y la figura del emperador, lo que provoca que la familia tenga que hacer frente a la brutal hostilidad de algunos vecinos. Destaca entre éstos un líder de una asociación vecinal, quien, como esos nazis que en 1945 se convirtieron en comunistas, unos cientos de páginas más adelante se reciclará en pacifista de toda la vida.

Escena recurrente en la novela, extraída de su adaptación al cine

Aparte de un retrato descarnado de las consecuencias inmediatas que tuvo la explosión de la primera bomba atómica, Pies descalzos es sobre todo una crónica de los años posteriores, centrada en los miles de niños que quedaron huérfanos y que hubieron de afrontar cada día como una batalla imposible de ganar. A Hiroshima tardó mucho en llegar cualquier tipo de ayuda o reconstrucción, y la presencia de tropas norteamericanas no tuvo mucho más efecto inmediato en aquellos niños que la introducción de la goma de mascar. También nació entonces un lucrativo negocio en el que algunos médicos japoneses sin escrúpulos, a cambio de dinero, enviaban a los hospitales americanos pacientes afectados por la radiación para que pudieran estudiar sus efectos. Muchos de los supervivientes debían enfrentarse, además, a la ignorancia y prejuicios de gran parte de la población, sobre todo en zonas rurales, que estaba convencida de que el mal de la bomba era contagioso.


 Os habréis dado cuenta, por las ilustraciones, de que Nakazawa (1939-2012) no era un gran dibujante. Aun reconociendo, como hace Art Spiegelman en la introducción, que esos retratos simples y esos gestos repetitivos (es muy curioso el modo de andar que tienen los personajes cuando están contentos) se inscriben dentro de una tradición, lo cierto es que sus rostros y sus cuerpos no son un alarde de técnica. Es en la creación de personajes y en el impulso vital que los mueve donde verdaderamente brilla el talento de Nakazawa. El dibujo será sencillo, pero el retrato psicológico de todos los personajes, buenos o malos, niños o adultos, resulta, por su energía y humanidad, plenamente convincente.


 Lo que hace de Pies descalzos una obra excepcional es, pues, algo tan obvio como la colección de episodios, claramente autobiográficos, y los personajes que llenan estos dos millares y medio de páginas. Gen, el niño protagonista que tanto comparte con el autor, es un luchador nato, valiente y echao p'alante, que no se achica ni ante los matones del barrio ni ante los miembros de la yakuza. Gen se defiende con uñas y dientes, y con sus mordiscos es capaz de arrancar un dedo al más pintado. Cuando eso no basta, sus puños, pies y cabezazos dirigidos a la zona genital del oponente consiguen que los que le ataquen se queden sin ganas de repetir. El Hiroshima de posguerra que nos muestra Nakazawa era una auténtica jungla.

Sus compañeros de desventuras, casi todos huérfanos de padre y madre, incluyen a dos niñas desfiguradas por la explosión y a un pequeño que Gen adopta como hermano, convencido, la primera vez que lo ve, de que se trata precisamente de él, y que, de algún modo, consiguió sobrevivir a las llamas. Abandonados por completo por la sociedad, que no puede ofrecerles más que una plaza en un sórdido orfanato, los niños deben ingeniárselas para hacerse con algo de dinero y comida, y ponen en marcha varias pequeñas empresas. Todo les sale mal, pero, liderados por Gen y acompañados por los adultos de buen corazón que se encuentran por el camino, se sobreponen una y otra vez en una lucha por vivir y, sobre todo, por que la gente nunca olvide lo qué pasó en  Hiroshima. Pero no es este canto a la vida el único mensaje de la obra.


Escuchando la declaración de rendición del país

Naturalmente, la bomba la lanzaron quienes la lanzaron, pero Nakazawa no escatima críticas hacia su propio país, dominado en aquellos años, como ya hemos dicho antes, por el nacionalismo y el belicismo, ambos tan nocivos ayer, hoy y siempre, como los efectos de la radiación. Tanto Gen como su padre, antes de morir, rechazan de pleno el culto al emperador, considerado un ser divino, a sabiendas de las consecuencias que tendrá para ellos. Debéis ser fuertes y resistentes como la espiga de trigo, les repetía una y otra vez el padre de Gen a sus hijos. Con el horror que hoy nos asalta una semana y otra, y con los tiempos que se avecinan, ese mensaje de dignidad da hoy a este novelón más relevancia que nunca.

No os dejéis engañar por la abundancia de coscorrones: es una gran novela

Nijigahara holograph, de Inio Asano, publicado por Ponent Mon

Hace algunos años (¿es posible que sean 16?), vi una película japonesa titulada Battle Royale. Fui a verla porque en ella actuaba Takeshi Kitano, mi japonés favorito, aunque luego recuerdo que me pareció una película bastante mala. Sin embargo, leyendo hoy algunas de las alabanzas que recibió, debo admitir que, al igual que el manga, quizá ese tipo de películas requiera cierta preparación previa. En todo caso, y a pesar de que el argumento no tiene nada que ver, Nijigahara holograph me ha recordado mucho a esa película. Por decirlo de una manera algo tonta, ambas obras me parecen muy... japonesas.

Observaréis con sólo echar un vistazo que, a diferencia de Nakazawa, Inio Asano es un dibujante excepcional, que ha sabido incorporar con naturalidad la edición digital fotográfica a sus ilustraciones. Ver una obra de Asano es disfrutar de unos personajes cuyo más mínimo gesto está retratado con una sutileza extraordinaria, y de unas escenas en las que el autor juega con la profundidad de campo y saca de foco algunos elementos. Fijaos por ejemplo en las briznas de hierba de la siguiente ilustración.


Sólo por sus dibujos este libro sería una joya, y da lo mismo que tras una primera lectura nos quedemos bastante confundidos por lo que respecta al argumento. Nijigahara holograph es una historia complejísima, donde poco a poco, sin más indicaciones de cómo ni cuándo, se nos van proporcionando pistas que sólo tras una segunda lectura empezaremos a lograr descifrar. Servidor, sin ir más lejos, tras la relectura ha entendido más o menos hasta la mitad, pero después me he quedado tan confuso que voy a sacar a colación otra obra que no tiene nada que ver con ésta. Se trata de El grito silencioso, de Kenzaburo Oé. Considerada una de las obras cumbres del Nobel japonés, el título original de esa novela, Fútbol en el primer año de la era Man'en, deja bastante a las claras la confusión que nos espera. Lo leí, lo disfruté y reconozco que no entendí nada. Algo parecido a Nijigahara...


Nos cuenta este libro una historia de extrema violencia entre niños (supongo que de ahí el parecido que le encuentro con Battle Royale y El grito silencioso) en la que se mezclan elementos de cuento de hadas y terror psicológico. Es difícil establecer el punto de partida en esta historia cíclica, que se abre con un adolescente visitando en el hospital a su moribundo padre adoptivo. Para complicar un poquito las cosas, de buenas a primeras nos encontramos con un flashback. De ahí en adelante, la historia presente se desarrolla de manera paralela a lo que sucedió hace once años, y el punto de vista cambiará constantemente de un personaje a otro. Por otra parte, en lo que se refiere a los personajes, y pese a los excelentes retratos de Asano, hay que prestar gran atención a los detalles para no confundir a algunos de ellos. Éste tiene las cejas más pobladas, ése nunca apura el afeitado, y aquélla tiene un modo peculiar de llevarse una taza a los labios.

Uno de los desencadenantes de las muchas tragedias que tienen lugar en la historia parece ser Arie, una niña que cuenta una leyenda acerca de un monstruo que habita en el túnel que hay detrás de la escuela, y a la que, para hacerla callar de una vez, sus compañeros lanzan a un pozo de ésos que tanto le gustan a Murakami. A partir de ese momento, tenemos una historia de iniciación al vacío de la vida, con grandes dosis de incesto, acoso escolar, cajitas mágicas y fuerte tensión sexual. Me declaro fan de Asano.

No es un personaje de Inio Asano. Es Inio Asano.



El hombre sin talento, de Yoshiharu Tsuge

La portada de este libro podría sugerir que estamos ante la obra de todo un enfant terrible del manga. Pero no. No exactamente.

Nacido en 1937, Yoshiharu Tsuge creció en el Japón de la posguerra. Su juventud estuvo marcada por los problemas económicos, su tendencia a la depresión, un intento de suicidio cuando, a los 20 años, su novia lo abandonó, y el temprano diagnóstico de eritrofobia, es decir, el miedo a sonrojarse. A los 18 años, dicha enfermedad se le había agudizado tanto que a Tsuge le resultaba doloroso el mero contacto con otras personas, por lo que se plantea dedicarse a un trabajo solitario como el de dibujante de mangas. Se va malganando la vida con publicaciones y otros pequeños trabajos hasta que en 1966 se consagra con El pantano y Chiiko, pese a lo cual continúan sus penurias económicas. Decide por ello sacarse una licencia de anticuario y, al mismo tiempo, compra y vende cámaras de segunda mano. Tras la publicación en 1987 del libro que os presento, se retira y no ha vuelto a publicar nada desde entonces. Tan fuerte es su anhelo de alejarse del mundanal ruido que sólo en contadísimas ocasiones ha permitido la traducción de sus obras. De hecho, ésta es la única obra de Tsuge traducida al español, y nadie muy cómo consiguió Gallo Nero los derechos, pero esta publicación es desde luego motivo de celebración para los amantes de la gran literatura.


De musiliano título, El hombre sin talento se me antoja una obra muy europea. En ella nos encontramos con un personaje central que nos recuerda al arquetipo de hombre afectado del síndrome Bartleby, que tan bien describió Vila-Matas. Sukego Sukegawa, el protagonista, es un dibujante de cómics que, pese a los reproches de su mujer, deja su trabajo, con el que iban tirando, y se dedica a intentar ganarse la vida con otras actividades menos corrompidas. A Sukego, pese a lo que diga el título, no le falta talento, y de hecho descubre que algunos de sus primeros cómics se han convertido en piezas de coleccionista. El problema es que considera que el mercantilismo ha embrutecido el trabajo del artista.

¡Fuera piedras!

Sin trabajo y con una esposa y un niño siempre a punto de llorar que mantener, Sukego tiene que hacer algo para llevar el pan a casa, por lo que no se le ocurre nada mejor que vender piedras que encuentra en el lecho del río. Esto, que puede parecer una estupidez, es en realidad un arte centenario en Japón. El suiseki es una piedra que, por su forma y color, nos recuerda a un paisaje natural. Es fundamental que la piedra no haya sufrido manipulación alguna, y en las subastas que se celebran se pueden llegar a pagar fuertes cantidades de dinero. La torpeza de Sukego al elegir el río, donde no hay más que piedras vulgares, hunde el negocio. Inasequible al desaliento, de manera parecida a Menajem Mendel, de Sholem Aleichem, Sukegu se embarca en otros proyectos, pero todos acaban fracasando.


El hombre sin talento se encuadra en el género del gekiga. Este término, acuñado en 1957 por Yoshihiro Tatsumi, nació como alternativa al manga. Tradicionalmente, este último, con los dibujos sencillos de Nakazawa y otros, iba dirigido a los niños, mientras que el gekiga, que quiere decir algo así como "dibujos dramáticos" se dirigía a un público adulto, contaba historias más "serias" y tenía un dibujo más realista. Algunos comparan el gekiga con el término novela gráfica, que surgió en contraposición a cómic. Sea como sea, la obra que nos ocupa es una novela apasionante y enigmática, compuesta de seis episodios aparentemente sencillos, pero que el lector no sabe muy bien cómo enlazar.

El arte del suiseki

La historia que se nos cuenta no es sólo la de Sukego, sino la de todo aquél que tiene la sensación de estar en un mundo que, bien hostil, bien altanero, rueda hacia delante como una apisonadora, sin importarle si podemos o no seguir su paso. Sukego es un perdedor que, a la vista de lo que le ofrece la nueva sociedad, aquélla que impulsó el milagro económico de Japón entre las décadas de los 60 y los 80, se empeña en seguir siendo un perdedor. Es un marginado que sólo tolera la compañía de bichos raros como él, que debe soportar el desprecio de su esposa y hasta comerse los fideos que le sirve una camarera que, un momento antes, con sus propias manos, ha... Bueno, no entremos en detalles.

Esta joya termina con el capítulo "Esfumarse", donde nos encontramos con la historia del poeta Seigetsu, y que es, por sí solo, una pequeña obra maestra. Como ya he dicho más arriba, El hombre sin talento el único gekiga de Tsuge traducido al español. Hay sitio para los sueños.

Adolf, de Osamu Tezuka

Osamu Tezuka es el último de los grandes autores que he descubierto en este paseo por el mundo del manga.

Adolf es una obra igual de monumental que Pies descalzos, aunque de extensión bastante menor (sólo 1.200 páginas). Se trata de una apasionante mezcla de thriller político y melodrama, y parte de una teoría, muy extendida hasta hace poco, acerca de los orígenes judíos del Führer. Hablamos de ello, muy por encima, con motivo de Hitler, de Ian Kershaw, donde el autor descartaba dicha teoría. Tezuka, sin embargo, construye con ella una interesante trama de espionaje alrededor de los documentos secretos que probarían el origen semita de Hitler, y sitúa dicha trama en el Japón de antes y durante la guerra.

 Refugiados judíos en Kobe

El título hace referencia a tres Adolfs diferentes. Uno, el infame; dos, Adolf Kaufmann, hijo de madre japonesa y padre diplomático nazi en Japón; tres, Adolf Kamil, judío residente también en Japón, y amigo de la infancia de Kaufmann. Alemania y Japón estaban unidos por su odio al comunismo, oficializado en el Pacto Antikomintern de 1936, al que luego se unieron España, Italia y Hungría. La cooperación entre Japón y Alemania, sin embargo, nunca llegó todo lo lejos que el gobierno de Hitler hubiera deseado. En primer lugar, cuando Alemania invadió la Unión Soviética, no pudo recibir el apoyo de su socio, dado que Japón había firmado un tratado de no agresión con Moscú. Y en segundo lugar, Japón se negó en todo momento a perseguir a los judíos.
La ciudad de Kobe, que es, junto con Berlín, el escenario principal de Adolf, acogía en aquella época a la mayor comunidad judía de Japón. En su apoyo a la comunidad judía, el gobierno nipón no actuaba por motivos morales, sino más bien al contrario, influido por la propaganda antisemita de los Protocolos de Sión. Los judíos tienen poder y riqueza, pensaban, y si somos hábiles, podemos aprovecharnos de ello y, de paso, granjearnos el favor de los EEUU. En 1938 el consejo de ministros firmó la prohibición de expulsar a los judíos. En consecuencia, y pese a ser aliado de Alemania, durante los años siguientes Japón se convirtió en un refugio seguro del holocausto.


Éste es el contexto histórico en el que se desarrolla esta historia, que es, como digo, un gran melodrama. Kaufmann y Kamil son, como ya he señalado, grandes amigos. Kaufmann se niega a obedecer a su padre cuando éste le prohibe acercarse a Kamil, y se rebela ante los insultos que le dedica a él y a todos los judíos. El único modo de educar a este niño como Dios manda es enviarlo a Alemania, y que ingrese en la AHS, a saber, la Adolf Hitler School. Podéis imaginar que los caminos de Kaufmann y Kamil volverán a cruzarse, pero no hasta qué punto.

El entrañable Tezuka en acción

Por otra parte, hay un personaje que, a diferencia de los tres Adolfs, no debería estar destinado a convertirse en el centro de esta trama, pero el manga, como la vida, es así. Sohei Toge es un periodista japonés que en 1936 se encuentra en Berlín para cubrir los Juegos Olímpicos. Un día recibe una llamada de su hermano, que le informa de que tiene para él algo de enorme importancia. Pero al día siguiente, la competición se alarga más de lo esperado y Toge llega tarde a la cita. Cuando por fin llega, se encuentra con que su hermano ha sido brutalmente asesinado. Más tarde, al poner el caso en manos de la policía, descubrirá que ha desaparecido todo rastro de él. Quizá os parezca un comienzo de novela muy convencional. Si es así, os pido un pequeño esfuerzo más para que leáis el último párrafo.

Adolf es, merecidamente, una obra de culto. La trama es interesante y nos lleva por vericuetos desacostumbrados en un thriller convencional. El melodrama nos conmueve, si bien, de manera acertada, Tezuka nos ahorra las escenas más melodramáticas precisamente donde más las esperamos. Los personajes son complejos, redondos y, de nuevo, en absoluto predecibles. Pero Adolf es, sobre todo, un grandísimo alegato antibelicista y una inapelable condena a esa forma de la estupidez llamada racismo.


jueves, 14 de julio de 2016

El Gran Juego



El Gran Juego podría describirse como una interminable partida de ajedrez que el imperio británico y el ruso jugaron sobre el tablero de Asia Central. Si bien sus prolegómenos podrían remontarse varios siglos atrás, se considera que comenzó cuando, a principios del s. XIX, Rusia empezó a expandir su territorio hacia el sur, a través del Cáucaso, con la vista puesta en Persia, desde donde se podría organizar una eventual invasión de la India. Años antes, Catalina la Grande había tonteado con la idea de invadir dicho país, y su sucesor Pablo envió un ejército de cosacos para hacer lo propio, ejército que, sin embargo, tuvo que dar la vuelta a mitad de camino cuando recibieron la noticia del asesinato del zar. Ello probablemente salvó la vida a la mayoría de ellos, que, con fe ciega en Pablo, habían partido tan mal equipados para la misión que no tenían ni un mapa en condiciones. Gran Bretaña, por tanto, no se tomaba demasiado en serio la amenaza rusa a la joya de su imperio.

La marcha del ejército cosaco hacia la India

En 1807, sin embargo, llegó a Londres la noticia de que Napoleón Bonaparte había propuesto al zar Alejandro, sucesor de Pablo, que juntos marcharan hacia la India, se la arrebataran a los británicos y se la repartieran. La cosa ahora sí se ponía seria, y aunque, gracias a la fallida invasión de Rusia por Bonaparte, el susto les duró poco a los ingleses, la semilla de la sospecha ya se había sembrado. Con Napoleón derrotado, además, nacía una Rusia engrandecida y ambiciosa de nuevas conquistas. Daba comienzo así un prolongado juego de guerra entre dos imperios, una batalla de estrategias, espionaje y mentiras que se adelantó casi un siglo a la Guerra Fría; un fascinante duelo de exploraciones con tintes a veces nobles, a veces rastreros, con momentos de espantosa crueldad y con un carácter épico recogido por Rudyard Kipling en su novela Kim, que popularizó el término Gran Juego, acuñado en realidad por Arthur Connolly, cuya triste historia veremos más adelante.

El asesinato de Alexander Burnes

Este Gran Juego fue un constante toma y daca en el que las tornas no dejaban de cambiar. El objetivo primordial era, por parte de los ingleses, impedir que Rusia estableciera los límites de su imperio a una distancia amenazadoramente cercana a la India. A tal fin, a lo largo de décadas ambos ejércitos se ocuparon de explorar la zona de Asia Central y de Afganistán, de elaborar mapas de una zona hasta entonces prácticamente desconocida, de hallar rutas accesibles para tropas y artillería a través del Hindú Kush y la cordillera del Pamir, de ganarse el favor de los janes de la zona y de abrir rutas comerciales para los productos nacionales. 

Sería imposible entrar en los detalles de cada vaivén que dio el juego a lo largo del siglo que duró. Pero sí merece la pena narrar las historias de algunos de los personajes implicados en él, y que Peter Hopkirk (1930-2014), especialista en la historia de Asia Central y los imperios ruso y británico, nos cuenta con pasmosa maestría.

El ejército ruso toma Samarcanda (1868)

Cuando Ranjit Singh, el gobernador del Punjab, regaló a Guillermo IV unos magníficos chales de cachemira, Lord Ellenborough, alto responsable de la Compañía Británica de las Indias Orientales, tuvo la idea de corresponder al regalo con una pequeña misión de espionaje. Esta misión se le encomendó a Alexander Burnes, un prometedor oficial, intrépido, inteligente, y capaz de hablar persa, árabe, hindustani y otras lenguas de la India con fluidez. Su misión consistiría en remontar el río Indus hasta Lahore, con la excusa de hacer entrega a Ranjit Singh de cinco impresionantes caballos de tiro ingleses, de un tamaño jamás visto en Asia. En su periplo Indus arriba, Burnes comprobaría la navegabilidad de dicho río. La misión fue un éxito y Burnes consiguió un acuerdo que permitía a los productos ingleses competir con los rusos en el Turkestán.

 Camino de Kashgar a través de Turkestán

Tal éxito le abrió las puertas a su segunda misión, mucho más ambiciosa. Se trataba ahora de establecer relaciones con Dost Mohammed, el Emir de Afganistán, y de hallar una ruta a través del Hindú Kush hasta Bujará. Burnes consideraba que Dost Mohammed era el hombre ideal para gobernar un Afganistán unido, pero finalmente Lord Auckland, gobernador general de la India, no le hizo caso y puso en el trono a Shah Shuja, un déspota cruel y al mismo tiempo, en opinión de Burnes, incapaz de dirigir un país. Aquella errada decisión, unida a otros factores, dieron lugar a la Primera guerra anglo-afgana. En 1841, con Kabul tomada por el ejército británico, crece el resentimiento contra el invasor, agravado por el comportamiento de la colonia inglesa. Confiados en exceso, Burnes y otros oficiales residían en una casa poco protegida. Cuando el resentimiento se convirtió en insurrección, alentada por el rumor de que en la residencia de los oficiales británicos se encontraba el oro con el que compraban lealtades, un grupo violento y cada vez mayor rodeó y finalmente tomó la casa. Burnes vio morir a su hermano y se defendió con valentía hasta que fue descuartizado por las espadas de los afganos.
 
La narración de los viajes y los encuentros de Burnes con el emir o el gran visir, en su mayor parte extraída de su propio libro Viajes a Bujará, muy fácil de encontrar en inglés, es fascinante. Y no lo es menos su breve entrevista con un esclavo ruso.

 La embajada de Muraviov al janato de Jiva

El tráfico de esclavos era práctica habitual en Asia Central. La mayoría de estos esclavos eran rusos apresados por turcomanes, y de hecho, varias de las misiones e incursiones del ejército ruso tenían como objetivo, principal o secundario, la liberación de dichos esclavos, algunos de los cuales llevaban varias décadas en aquella situación. Al capitán ruso Nikolai Muraviov se le encomendó la misión de llegar al janato de Jiva con el fin de establecer relaciones amistosas con el jan, Mohammed Rahim Bahadur Khan I. La tarea se presentaba ardua, pues el jan era un hombre de crueldad extrema, aficionado a los empalamientos y a cortar la boca de un tajo hasta las orejas a todo aquél que era descubierto bebiendo o fumando. El camino hasta Jiva, además, atrevasaba el desierto de Karakum y cruzaba zonas asediadas por los traficantes turcomanes de esclavos. Si a ello le añadimos que Muraviov tenía que recabar información sobre las defensas de Jiva, tanto de las murallas como de su ejército, así como de los pozos de agua a lo largo del camino, y averiguar todo lo posible acerca del destino de los tres mil esclavos rusos que había en el país, es decir, espionaje puro y duro, resulta fácil concluir que se trataba de una misión suicida.

Muraviov, no obstante, sobrevivió, y, aunque poco pudo hacer por los esclavos, sí consiguió una aproximación entre los dos países. Su trabajo de espionaje, además, fue valiosísimo y puede decirse que marcó el fin de los janatos independientes de Asia Central, como el tiempo se encargó de demostrar.

Calle principal de Jalalabad

De entre las muchas historias trágicas que salpican el Gran Juego, una de las más terribles es sin duda la que acaeció a Charles Stoddart. A diferencia de otros agentes británicos, a Stoddart no se le había encomendado una misión secreta. Su tarea consistía simplemente en tranquilizar al emir Nasrullah de Bujará acerca de la presencia de tropas británicas en Afganistán, conseguir que firmara un tratado de amistad entre los dos países, y persuadirle de que liberase a los esclavos rusos. El interés británico en los esclavos tenía como objetivo, fundamentalmente, dejar a Rusia sin una excusa aceptable para invadir el emirato. Para su desgracia, durante su visita sucedió algo que no ha quedado nunca del todo claro y que tuvo terribles consecuencias. Es posible que, en una zona donde la delación y la traición eran la norma, alguien hubiera hecho correr la voz de que Stoddart era un espía. Según otra versión, a nuestro hombre lo perdió su torpeza y su ignorancia del protocolo requerido ante un emir. Parece ser que se presentó ante Nasrullah montado en su caballo, en lugar de hacerlo a pie, y que lo saludó desde la montura. En su primera entrevista posiblemente volvió a meter la pata, y el castigo del emir fue implacable: Charles Stoddart dio con sus huesos en un pozo infestado de ratas e insectos donde, en compañía de tres presos comunes y sus propias heces, pasó los últimos años de su vida.

 El pozo de la muerte, versión 1

 Con refinada crueldad, el emir permitía a Stoddart salir en alguna ocasión del pozo y pasar una temporada bajo estrecha vigilancia en la casa de un oficial del emirato. Mientras tanto, se sucedían las exigencias de su liberación por parte de Gran Bretaña, que, sin embargo, nunca demostró la firmeza necesaria. Sólo la iniciativa individual de un compatriota le aportó un breve y tenue rayo de esperanza.

Otra versión, más lúgubre aún. Desconozco si alguno de los dos es el auténtico

Oficial del servicio de inteligencia británico, explorador y escritor, Arthur Connolly tenía el corazón roto cuando se embarcó en un misión más desquiciada que imposible: reconciliar y unir, bajo control británico, a Jiva, Bujará y Kokand, los tres janatos rivales de Turkestán, en guerra constante entre ellos. Meses antes de embarcarse en ese proyecto, la mujer que amaba lo había rechazado por un rival, y Hopkirk especula con la posibilidad de que Connolly actuara de manera temeraria movido por el desdén hacia su propia vida.

Como era de esperar, y como había advertido el malogrado Alexander Burnes, los janatos no tenían ningún interés en reconciliarse y, de hecho, el jan de Kokand informó a Connolly de que en ese momento estaba a punto de ir a la guerra contra Bujará. Tras este fracaso, sólo la liberación de Stoddart podría justificar su costosa misión ante el gobernador general.



De alguna manera, durante su estancia en Kokand, Connolly había conseguido establecer contacto con Stoddart, que en aquel momento disfrutaba de su cautiverio fuera del pozo. Stoddart, que creía ver cierto favor temporal por parte del emir, respondió a Connolly que estaba convencido de que Nasrullah lo recibiría de buen grado. No sabía, desde luego, que la red de espías del emir había asegurado a éste que Connolly estaba conspirando con Jiva y Kokand para destronarlo. Unos meses antes, el emir había escrito una carta personal a la reina Victoria, quien, suponía él, era soberana de una tierra casi tan grande como Bujará y alrededores. Al no recibir respuesta, se sintió despreciado. Días más tarde, Stoddart y Connolly fueron llevados a la plaza que se extiende ante el palacio del emir, donde se les obligó a cavar su propia tumba antes de ser decapitados o, probablemente, degollados del cruel modo al que estamos tristemente acostumbrados a ver estos días.

Fortaleza de Bala Hissar, en Kabul

William Brydon no estaba llamado a entrar en la historia. Sin embargo, el nombre de este cirujano auxiliar del ejército británico está indisolublemente unido a uno de los episodios más catastróficos del ejército británico, y a una de sus imágenes más épicas.

Brydon se encontraba en Kabul cuando tuvo lugar la insurrección referida más arriba y que acabó con la vida de Burnes. Los disturbios no acabaron con aquella muerte, sino que, al contrario, la tensión fue en aumento. William Macnaghten, que en aquel momento era el más alto responsable del gobierno británico en Kabul, tuvo buena parte de culpa en aquel desastre. Hombre cobarde e incompetente, y más pendiente de evitar complicaciones para poder disfrutar cuanto antes de su designación como gobernador de Bombay, actúo con enorme torpeza y mezquindad. Durante meses, compró la paz de los jefes afganos, al tiempo que informaba a Lord Auckland de que en Afganistán reinaba una tranquilidad absoluta. Pero un día el dinero se acabó.

Macnaghten, en el momento de ser apresado

Mientras tanto, a los rebeldes se les había unido Mohammed Akbar Khan, hijo de Dost Mohammed, el emir a quien los británicos habían depuesto para colocar a su títere. Akbar estaba sediento de venganza, y con 30.000 hombres, siete veces más que las fuerzas británicas en Kabul, podía haberlo hecho sin mayor miramientos. Sin embargo, si quería volver a ver en el trono a su padre, exiliado en Calcuta, debía andarse con más cuidado. Los británicos, desesperados por la creciente e incontrolable violencia de los afganos, decidieron evacuar la ciudad y dirigirse a la guarnición de Jalalabad. El camino hacia Jalalabad era durísimo, pues atravesaba montañas nevadas infestadas de bandidos.

Macnaghten inició negociaciones con Akbar para que se les permitiera abandonar la ciudad sin ser atacados, pero su soberbia y su ingenuidad no eran las armas más adecuadas para enfrentarse con el carácter astuto y traicionero del líder de los afganos. Akbar le hizo una oferta inesperada y del todo sorprendente a Macnaghten: a cambio de una gran suma de dinero y la ayuda del ejército británico para combatir a sus rivales, el títere Shah Shujah seguiría en el trono, los británicos podrían permanecer tranquilos en Kabul hasta la primavera, y Akbar les entregaría al asesino de Burnes. Cuando al día siguiente le preguntó si aceptaba el trato, Macnaghten respondió "¿por qué no?", palabras que sellaron su destino, pues fueron oídas por aquéllos a quienes Macnaghten pensaba, tonto de él, que Akbar iba a traicionar. ¿Quiénes son éstos?, tuvo tiempo de preguntarle a Akbar. Macnaghten fue apresado en el acto. Horas más tarde, su torso colgaba de un poste en el bazar, mientras su cabeza, brazos y piernas pasaban de mano en mano y eran alzadas por la turba en un gesto triunfal.

Dost Mohammed se entrega a Macnaghten

Pero aun tras el asesinato de Macnaghten, la colonia británica seguía en Kabul. La situación era a todas luces insostenible y los británicos volvieron a negociar con Akbar para qu se les permitiera abandonar Kabul. Éste accedió y les ofreció una escolta que los acompañara hasta Jalalabad a cambio de la entrega de su artillería, unos rehenes y el poco oro que les quedaba. Los británicos no tuvieron otro remedio que aceptar, pero en cuanto empezaron la larga marcha vieron que no había ni rastro de la prometida escolta. Y entonces fue cuando empezó el juego para Akbar.

La caravana, de 16.000 personas, entre las que había 4.500 oficiales y 12.000 civiles, fue atacada una y otra vez por bandidos y francotiradores. Cada día Akbar les volvía a prometer la escolta, al tiempo que lamentaba no poder hacer nada ante aquellos rebeldes de las montañas que, afirmaba, escapaban a su control. Junto a las balas, el frío y el hambre causaban estragos entre los británicos, y aquella larga marcha se convirtió en una auténtica masacre. Tan sólo un puñado de hombres llegó al pueblo de Gandamak, a 30 millas de su destino. Pero los afganos se habían propuesto no dejarlos pasar de allí.

El último combate del 44º regimiento, en Gandamak

La narración que hace Hopkirk de este episodio, como de todos los demás, no puede ser más vívida y dramática, y es una auténtica gozada para el lector, que no olvidará nunca la odisea del único hombre que pudo completar la marcha y llegar a Jalalabad. Horas más tarde, un centinela de la guarnición de Jalalabad avistó la silueta de un hombre moribundo a lomos de un pony. Se trataba de William Brydon, que, con medio cráneo rebanado por un sable, y salvado por un ejemplar de la revista Blackwood's Magazine, que se había metido bajo el gorro para proegerse del frío, vivió para contarlo. No así su valeroso pony, que no volvió a levantarse.

Los restos de un ejército, de Elizabeth Thompson. William Brydon llega a Jalalabad

Lo que os he contado aquí no son más que cuatro historias que apenas ocupan un momento en este larguísimo y tan desconocido duelo que ocupó a dos gigantescos imperios a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX. En cierto momento, tanto Rusia como Gran Bretaña sintieron que habían alcanzado unos objetivos territoriales en Asia Central relativamente satisfactorios, y que una escalada en las amenazas y en la justificación de futuras invasiones no beneficiaba a nadie. Únase a ello la situación de Rusia después de su ignominiosa derrota en la guerra contra Japón, así como la creciente tensión en los Balcanes, y entenderemos por qué el interés del mundo se alejó de Afganistán durante unas cuantas décadas. Aunque sea una enorme simplificación, puede decirse que el Gran Juego terminó cuando se presentó en la partida un nuevo jugador: Alemania. Y gira el mundo.

Una emboscada en la expedición de Chitral (1895), de A.D. Gardyne


En ocasiones anteriores he mencionado mi ilimitada admiración por los historiadores británicos, y Hopkirk no es una excepción. El Gran Juego, que, faltaría plus, no ha sido nunca traducido al español (se admiten correcciones), es una obra colosal: informativa, amena, apasionante, apasionada, documentada, sorprendente y épica. ¿Qué hay que hacer para que surjan historiadores así en nuestro país? Y si echáis un vistazo a su bibliografía, es para que se le haga a uno la boca agua. En especial con ese libro titulado Setting the east ablaze, que se me antoja, sobre el papel, la continuación del que os he traído hoy, pues en él narra el sueño bolchevique de llevar la revolución a Asia, y los intentos de Gran Bretaña por evitarlo. Tampoco está traducido.

Esto es lo que se llama un historiador


viernes, 1 de julio de 2016

Rebajas de verano


¡Ya están aquí y vienen más refrescantes que nunca! Cinco reseñas de saldo, con hasta un 80% menos de palabras, para que vayas menos cargado y disfrutes más de la playa.


The children act, de Ian McEwan, traducido al español como La ley del menor.

Flojito, flojito. McEwan parece haber escrito esta novelita con desgana, como quien cumple un trámite. A primera vista, uno diría que le falta pasión, pero, bien mirado, la pasión no suele ser lo que hace grandes las grandes novelas de este autor, sino un encomiable afán de meter el dedo donde más duele y hacerlo con elegancia. La elegancia está presente aquí, una elegancia sosa, monótona y predecible, una elegancia de oficinista de la city. Y eso que el argumento tenía potencial: una juez que se enfrenta al caso de un menor que necesita tratamiento médico urgente, pero cuyos padres se niegan a ello por motivos religiosos.

Quizá presintiendo el desarrollo anodino que iba a tener una historia escrita con ánimo de burócrata, McEwan intenta darle un poco de vidilla contándonos las desventuras matrimoniales de su señoría. Pero ni por ésas.


La larga marcha, de Rafael Chirbes.

Mi primer Chirbes. Tarde, lo sé. Todo lo contrario de La ley del menor. Una obra escrita con el corazón, el estómago, el alma o los cojones. O con todo a la vez. La historia de dos generaciones: la que salía de una guerra que había vivido, sufrido o librado, y la de sus hijos. Gran cantidad de personajes a cual más interesante. Sin buenos ni malos. Chirbes trata a sus lectores como gente adulta. Personajes que saltan de la página. Lenguaje rico y preciso dentro de su sencillez. Atmósfera de tristeza sin desesperación. La historia de nuestros abuelos. Sueños que presentíamos iban a acabar rotos.


The ice princess, de Camilla Läckberg.

Aunque ya lo he dicho unas cuantas veces, la verdad es que estos thrillers norteños van la mar de bien para desconectar. Tres o cuatro al año no hacen daño. Y ésta me gustó mucho.



El hombre sonriente, de Henning Mankell.

Todos los años caen una o dos de Mankell. Sin embargo, a diferencia de la de Läckberg, ésta me pareció flojita, con el argumento cogido por los pelos y demasiadas concesiones a la inverosimilitud. Se sostiene con apuros hasta la parte final, donde acaba por desmoronarse.



Lluvia de verano, de Ahmet Hamdi Tanpinar.

Mi descubrimiento de este año. Tanpinar (1901-1962) está considerado el mayor escritor turco del siglo XX. Creo recordar que su nombre aparecía una y otra vez en la obra Estambul, de Orhan Pamuk, lo cual no es de sorprender, dado que, bajo una apariencia de historias de amor, la gran protagonista de su novela más conocida, Paz, es la propia ciudad. En esta novelita que nos ocupa, se nos narra la relación de un escritor y una misteriosa joven que se presenta en su jardín una tarde de lluvia. Suceden muy pocas cosas, pero hasta llegar hasta aquí han tenido lugar terribles tragedias. La escritura de Tanpinar, de quien dicen que está muy influido por Proust, es magistral y delicada, como una obra de orfebrería, y las imágenes de un Estambul difuminado por la lluvia se han quedado conmigo para siempre.



La pequeña comunista que no sonreía nunca, de Lola Lafon.

Peino las suficientes canas como para recordar el nombre de Nadia Comaneci, que tanto se oyó en aquel verano de 1976. En los Juegos Olímpicos de Montreal, una niña de un país remoto habitado por lobos y salvajes consiguió por primera vez en la historia un 10 en las pruebas de gimnasia. Aquella niña no sólo marcó la historia de Rumanía, sino que cambió para siempre aquel deporte. Comaneci tenía catorce años. A partir de entonces, la gimnasia femenina ya no volvería a estar dominada por mujeres.

La historia de lo que sucedió a continuación en la vida de Nadia y de su país es fascinante, y ha conseguido mantener mi atención hasta la última página, a pesar de que, a mi juicio, esta novela (sí) de Lola Lafon es una obra fallida desde la primera página. Lafon se ha propuesto escribir una suerte de biografía ficcionalizada, al estilo de lo que hizo Carrère con su impresionante Limónov. Lo de biografía ficcionalizada o ficticia es una forma de decir que nos están contando una biografía, y al mismo tiempo se están defendiendo ante cualquier posible dato erróneo. Esto es así y el lector debe aceptarlo tanto le guste como si no. El problema es que, mientras Carrère nos convence plenamente con su ficción, la novela de Lafon está lastrada por un plateamiento erróneo, en el que, de modo explícito, nos advierte, antes de empezar, de que ha respetado lugares, fechas y hechos, pero se ha inventado todo lo demás. Mi gozo en un pozo. Y cuando nos ofrece extractos de sus ficticias conversaciones telefónicas con Comaneci, no sólo sabemos que dichas conversaciones son falsas, sino que además, y esto es lo imperdonable, suenan falsas. Utiliza además Lafon un estilo retórico y efectista que me ha parecido de lo más forzado e irritante.

Con todo, la historia de Comaneci, su relación con sus compañeras de equipo, su entrenador, su manipulación por parte de Ceaucescu, su relación con el hijo de éste, o su huida del país son tan interesantes que uno se deja llevar por la historia hasta el final.


Menajem Mendel, de Sholem Aleichem.

Mendel deja atrás a su mujer y se va a buscar fortuna. En sus cartas, le cuenta a su esposa sus ideas, sus proyectos, su puesta en  marcha y sus fracasos. Y vuelta a empezar. Mendel no se rinde ni ante la adversidad, ni ante los reproches de su mujer, que sabe que nada bueno saldrá de la fantasiosa e ingenua cabeza de su marido. Los capítulos alternan las cartas de Mendel y las respuestas de su esposa. No es, pues, especialmente sofisticada como novela, y su esquema llega a hacerse un tanto repetitivo, pero por otra parte, se trata de una lectura bastante divertida y un estupendo retrato de la vida en el shtetl dentro de la zona de asentamiento de los judíos en la época del tardío Imperio Ruso.




Little Wilson and Big God, de Anthony Burgess.

Anthony Burgess es uno de esos nombres que nos suenan, y, si preguntas por ahí, alguien te dirá que ha leído La naranja mecánica o Poderes terrenales, que son, de hecho, dos obras magistrales. Pero en algún momento alguien tendrá que dar un puñetazo en la mesa y reivindicar su figura como lo que fue: un escritor genial, absolutamente único, probablemente uno de los más grandes autores ingleses del siglo XX. Un buen lugar para acercarse a su obra serían sus memorias, y probablemente es mejor empezar por el segundo tomo, titulado en español Ya viviste lo tuyo. Comenzaba éste poco después de que le diagnosticaran un tumor cerebral incurable, momento a partir del cual Burgess empezó a escribir frenéticamente. Quizá fuera incurable el tumor, pero no acabó con él hasta varias décadas, muchas novelas, alguna que otra sinfonía, muchas borracheras y más de una pelea tabernera más tarde.

Yo no me metería con él

En uno de mis veranos ingleses conseguí hacerme con el primer volumen (bendito Bookbarn), que es también apasionante y divertido de principio a fin, con sólo algunos altibajos. Burgess nos habla aquí de su infancia, evidentemente; de su Mánchester natal, de aquellos años donde la posguerra se solapó con el auge de los totalitarismos en Europa, de la pérdida de su fe católica, de sus años en España, donde su imprudencia al llamar en público "cabrón" al caudillo lo llevó a la cárcel; de su ignominioso e hilarante paso por el ejército, del nacimiento de su primera vocación, la música, o de sus clases de literatura en Malasia. Y la lista podría seguir. Nos regala escenas divertidísimas, como cuando le rechazan su primera novela porque, dice el editor, "no parece una primera novela, aunque sí sería buena como segunda novela".

Dado que Burgess nunca rehuyó el enfrentamiento físico, es evidente que no le daba miedo la polémica. Así, habla con vehemencia de sus fobias literarias y políticas, y no tiene reparos en contarnos alguna experiencia sexual que hoy, desde luego, no estaría bien vista por el público lector. Burgess es uno de esos escritores que, en baja forma, nos divierte y entretiene. Y aquí está en plena forma.



La casa, de Paco Roca.

Maravilloso. Paco Roca está tocado por la gracia en esta historia sencilla y universal. Y algo muy importante: pese a que las novelas gráficas están cada día más presentes en mi índice de lecturas, es con Roca con quien realmente aprecio ese lenguaje especial que caracteriza a este género. Cada viñeta está donde tiene que estar y ocupa el espacio que debe ocupar. Con Roca uno aprende a disfrutar de la composición, y se da cuenta de toda la reflexión que hay tras cada dibujo. Observad si no esa primera página y veréis cuánto nos dice esa viñeta final que se repite.
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