lunes, 31 de diciembre de 2012

Restos de temporada 2012



Duro sino el del bloguero aplicado: ¡tanto leído, tanto por reseñar! De modo que, un año más, me toca paliar lo mejor que pueda la injusticia de haber dejado pasar por mis manos un buen puñado de libros y no haberles dedicado ni una sola línea.
El motivo de no haberlo hecho, aparte de la falta de tiempo, es que algunos de ellos eran demasiado buenos y otros demasiado fáciles de olvidar. Me congratulo de no haber leído nada este año que me haya parecido verdaderamente malo. Y es que, con el tiempo, uno aprende a elegir bien sus lecturas.

Tierra inalcanzable, de Czeslaw Milosz

Prometo que algún día le dedicaré una entrada como se merece a este gran poeta. En los primeros días del blog ya hice un intento de reseña sobre una antología muy parecida a ésta, pero en catalán. A principios de año adquirí esta excelente edición, que me leí de una sentada y pronto volveré a hacerlo.

Como suele suceder con las antologías de un poeta, los primeros versos suelen ser un poco torpones, a veces incluso plúmbeos. Pero bien pronto, con sus poemas escritos durante la guerra, llegamos a lo bueno, una impresionante visión del conflicto y el horror que marcaron el siglo, una reflexión sobre la culpa, y no recuerdo qué más.

Michael Kolhaas, de Heinrich von Kleist

Heinrich von Kleist, excelente reportero. O por lo menos a mí me ha recordado mucho al García Márquez de Relato de un náufrago, o al Capote de True blood. En Michael Kolhaas von Kleist novela, de manera sorpredentemente objetiva y desapasionada en un autor romántico, un caso real que tuvo lugar en Sajonia en el siglo XVI, y que retrata la lucha por la justicia del individuo frente al poder.

Emilio, los chistes y la muerte, de Fabio Morábito

Este libro de Morábito fue una gratísima sorpresa. Este autor mexicano de origen italiano (de hecho aprendió el español a los quince años) narra aquí una excelente historia con unos personajes muy bien retratados, una historia inteligente y conmovedora, y un estilo sencillo y muy cuidado. A mi juicio, el desenlace de la historia es lo más flojo. El autor buscaba una imagen simbólica del paso de la infancia a la edad adulta, pero el resultado es demasiado confuso y rebuscado. No obstante, dejando de lado ese defecto, se trata de una lectura muy entretenida e interesante que me zampé en una mañana.

El Rey, de Donald Barthelme

Debí de comprar este libro hace casi veinte años, en el Círculo de lectores, y este año, finalmente, le llegó el turno.
Barthelme es uno de los autores más emblemáticos del posmodernismo, que servidor nunca ha tenido muy claro lo que significa, pero cree que es algo así como escribir "raro", cierto tono irreverente cuando no humorístico, vacilar de erudición, metaliteratura a mansalva, y saltarse las normas tradicionales. Pues sí, Barthelme es muy posmodernista.
La novela es, en verdad, muy divertida, aunque desde la primera línea el lector se da cuenta de que gran parte de ese humor se pierde en la traducción. El uso del inglés artúrico en pleno siglo XX es, desde luego, muchísimo más chocante en la versión original.
En cuanto a la historia, Barthelme le da la vuelta al clásico de Twain Un yanqui en la corte del Rey Arturo (aunque toda similitud termine ahí). Así, en este caso tenemos a los Caballeros de la Mesa Redonda, además de caballeros de todos los colores, en plena Segunda Guerra Mundial. Excelente obra de un autor apenas conocido en nuestro país.

El cuento de los siete mendigos, de Rabí Najmán de Bratslav

Este rabino fue el nieto de Baal Shem Tov, el fundador del hasidismo. Tuvo una vida dedicada a la espiritualidad, marcada por el estudio de la Cábala y la Torah, y por unos incuestionables delirios de mesianismo.
Confieso que de esta obra no recuerdo mucho; es una de esas historias clásicas con mucho de misticismo y una estructura de cuento popular, cargada de simbología, sorprendentemente fácil de leer y de gran interés... si te pilla en el momento adecuado.

El invierno del dibujante, de Paco Roca

Ahora que los españoles estamos tan orgullosos de nuestros autores de novela gráfica, Paco Roca rinde homenaje en esta obra a los clásicos del cómic, o mejor dicho, del tebeo. A aquellos autores que no podían permitirse filigranas, porque bastante les costaba terminar a tiempo la plana para ganarse sus cuatro duros. Unos auténticos obreros del tebeo que los de mi generación, como Zapico, recordamos con inmenso cariño.

Arrugas, de Paco Roca

Tierna, divertida, inteligente: bu bodita. Otra gran obra de Paco Roca.

Silencio Sepulcral, de Arnaldur Indridason

No sé si lo he dicho ya en otra ocasión, pero me gusta leer novela negra de vez en cuando para deintoxicarme de obras más sesudas. Y la verdad es que las dos novelas que he leído de Indridason son impecables en su género, cumplen todos los requisitos y no tienen ni un cliché de más. Muy buena.


Situada en la Primera Guerra Mundial, esta primera parte de, según creo, una trilogía es entretenida, aunque no me pareció especialmente memorable. Algunas de los personajes y las escenas son un tanto estereotípicas, y no me parece que aporte demasiado a la novela gráfica.


La segunda parte la disfruté mucho más, dado que estaba situada en la Rusia de los días de la Revolución y la leí poco después de El orientalista, y de ver Reds.

Mi abuelo llegó esquiando, de Daniel Katz

Más Revolución Rusa, con este clásico moderno de la literatura finesa. Un libro agradable, divertido, interesante, y que vale la pena leer.

Cartas a Stalin, de Mijaíl Bulgákov y Evgeni Zamiatin

El plural debería aplicarse sólo a Bulgákov, que le escribió numerosas cartas al padrecito de los pueblos, implorándole que le dejara salir del país. En estas cartas vemos a un Bulgákov que se va hundiendo poco a poco en un humillante servilismo al tiempo que pierde completamente el juicio. Stalin, que era un declarado admirador de su obra, no le contestó nunca.
Zamiatin, por su parte, se lo jugó todo a una carta, valga la metáfora. Con eso, con mucho coraje y con el apoyo de Gorki, consiguió que Stalin accediera y le permitiera abandonar el país. La carta que le escribió es impresionante y hace que el lector grite "¡pero qué haces, loco!"
El faro, de Paco Roca

Una interesante obra menor de Paco Roca.

Curso de literatura europea, de Vladimir Nabokov

Le sobra lo de "europea". De hecho, todo lo que escribió Nabokov, sea ficción o ensayo, puede considerarse un curso de literatura. Este clásico, en concreto, es sobre todo, un curso de lectura.
Si este libro es una joya no lo es sólo por el lúcido, siempre original, valiente y en ocasiones implacable análisis que hace de las obras que nos presenta. Lo es también porque nos enseña a apreciar la belleza. Para Nabokov la literatura es bella o no es literatura. ¿Mensaje? ¿Realismo? ¿Convincente retrato de una época? ¿Denuncia? ¿Emoción? Nada de ello da valor a una obra de arte si ésta no es bella. La belleza es el mensaje, la arquitectura de la obra es lo que emociona, y los detalles, ¡¡¡los detalles!!!, son su vida.
A veces uno lee blogs por ahí donde se dicen cosas como a mí Ana Karenina no me gustó porque es una sosa, y demás tonterías del mismo calibre. Pues bien, Nabokov define de la manera más precisa y exacta esa infantil forma de leer: pueril. ¿Se puede calificar de manera más certera? Otelo es una chorrada, porque nadie puede ser tan celoso y al mismo tiempo tan crédulo. ¡Cállate, no seas pueril! 


Las marismas, de Arnaldur Indridason

Igual de recomendable que la otra.

La abadesa de Crewe, de Muriel Spark

Como les sucede a muchos lectores que pillan esta novelita sin saber muy bien de qué va, esta Spark me desconcertó mucho más de lo habitual. Trata de un convento donde la abadesa tiene micrófonos por todas partes para espíar a las monjas, y donde tienen lugar un par de líos. Es una novela tan inteligente como es habitual en esta autora, y muy divertida también, con ese sentido del humor que es mucho más divertido al recordarlo que al leerlo. El problema, sin embargo, es que Spark en este caso pecó de falta de ambición, al ceñirse a una sátira sobre el caso Watergate, sátira de la que, además, el lector desinformado no es consciente.

Dublinés, de Alfonso Zapico

No he leído todavía, y subrayo el todavía, la biografía de Joyce que escribió Richard Ellmann, pero esta gran novela gráfica de Alfonso Zapico sin duda le debe mucho. Un retrato fascinante de una época, de una familia, de una generación de escritores, y una imagen, que yo desconocía, de Joyce como borrachín, putero y sablista.

Crónicas de Jerusalén, de Guy Delisle

Si todavía no te has estrenado con Guy Delisle, este libro te encantará. Por el contrario, si, como a mí, te maravilló Pyongyang o te entretuvieron las Crónicas birmanas, creo que tras la lectura de Crónicas de Jerusalén no podrás quitarte de encima una pesada sensación de dejà vu.
Al igual que en sus anteriores obras, Delisle se trasladó a su residencia temporal, en este caso Jerusalén, acompañando a su mujer, coordinadora de Médicos sin Fronteras, y sus hijas. Pasaron allí un año, (durante el cual tuvo lugar la Operación Plomo Fundido) y eso es lo que Delisle nos cuenta aquí.
¿Tiene un autor la obligación de ser fiel a su público? ¿Y ser fiel significa repetir la fórmula una y otra vez? Por otra parte, ¿la repetición de una fórmula es justificable cuando estamos ante una denuncia (como hace Joe Sacco), mientras que el tono desenfadado de Delisle la tolera peor? No sé muy bien cómo responder a estas preguntas, pero me inclino a pensar que la fórmula se le empieza a agotar al autor. Además, ese tono de constante sorpresa e incredulidad del cronista funciona estupendamente en Corea del Norte, y bastante bien en China o Birmania. Pero en Israel, que culturalmente es una sociedad occidental, ya es más difícil de justificar. 
Sin embargo, y para ser justos, hay que decir que, en cualquier caso, se trata de una lectura amena, interesante, y que hará disfrutar de lo lindo al que todavía no haya leído Pyongyang.

¡Feliz año y prósperas lecturas!

lunes, 24 de diciembre de 2012

A child's Christmas in Wales, de Dylan Thomas


Cuatro líneas deprisa y corriendo (me hacía gracia publicar esto el día de Nochebuena) sobre esta joyita que me regaló hace un par de años mi suegra (galesa, para más señas), y que me leí dos veces el otro día en el metro camino de Antilla. Una a la ida y otra a la vuelta.

A veces parece que todo autor que se precie tiene la obligación de escribir por lo menos un cuento de Navidad, costumbre tristemente alentada además por periódicos y suplementos culturales. Sin embargo, a bote pronto y sin ganas de exprimirme mucho los sesos, a este lector no se le ocurren más que el Cuento de Navidad de Dickens y el de Auggie Wren que escribió Auster. Pues bien, si a vosotros os sucede lo mismo, ya podéis añadir a la lista esta maravilla llamada La Navidad de un niño en Gales.

El poeta Dylan Thomas nos regala en esta historia un retrato personalísimo, ergo universal, de cómo vivía él la Nochebuena y la Navidad en su tierra natal. A diferencia de los cuentos que ya he mencionado, y de la práctica habitual en el cine, en la historia de Thomas no se nos habla del espíritu navideño, y nadie se redime por una buena acción. La Navidad de un niño en Gales es un cuento de imaginación infantil desbocada, donde los gatos son jaguares, y uno puede encontrarse con dos hipopótamos por la calle. En aquellos tiempos, nos dice Thomas, Gales era una tierra donde todavía había lobos, los niños cazaban osos, y él y sus amigos salían a cantar villancicos y acababan encontrándose con un fantasma o apagando un incendio con bolas de nieve.


La historia parece narrada a modo de diálogo entre el poeta y unos niños, aunque la presencia de éstos es poco más que una excusa para contestar sus preguntas y corregir sus afirmaciones. "Pues el año pasado nevó". No, pero mira, antes la nieve no caía del cielo, sino que brotaba de los campos y crecía en los tejados y en las ramas de los árboles.

Preciosos y divertidísimos son los retratos familiares. "¿Pero había Tíos en casa? En casa siempre había Tíos?". Y pasa a describirnos esos tíos que encienden puros, tosen, se miran y remiran los puros como esperando a que exploten, mientras las tías se sientan muy tiesas al borde la silla, sin saber muy bien qué hacer.

"¿Y los regalos?" Pues había regalos útiles, que eran guantes, calcetines, bufandas, pasamontañas que te regalaban las tías y que rascaban tanto que te preguntabas cómo a las tías les podía quedar algo de piel.
"Háblanos de los regalos inútiles", que son los que de verdad nos gustan. Juguetes, dulces, y cigarrillos de chocolate que te ponías a fumar en la calle hasta que una anciana te reñía y entonces te lo comías.

La casa natal de Dylan Thomas, donde vivió hasta los 19 años. Hoy está convertida en hotel, tras haber sido restaurada a su estado de 1914, cuando la adquirió la familia Thomas. No hay televisión, pero ofrece al huésped juegos de cartas, fonograma y periódicos de la época.

En este brevísimo relato, los recuerdos y la fantasía del niño Thomas nos regalan imágenes tan bellas como la del petirrojo muerto, retratos tan originales como la de los carteros, escenas tan chocantes como la del encuentro de Thomas con su doble y otras tan geniales como la de los dos señores que, fumando en pipa calle abajo, llegan hasta el mar y se meten en el agua hasta que sólo se ve el humo de las pipas saliendo del agua.
Thomas era un poeta genial que llevaba la lengua al límite, con palabras arcaicas, y numerosísimos compuestos y verbos sustantivados. Sin embargo, consigue convertir ese complejo lenguaje poético en un discurso infantil, ingenuo y bellísimo, que en esta edición viene acompañado de las bellísimas ilustraciones de Edward Ardizzone, uno de los grandes.

Y si queréis disfrutar de esta maravillosa historia en la voz del mismo Dylan Thomas, aquí tenéis. Feliz Navidad a todos.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Lecturas medievales


Inmerso de lleno en un festival de epopeyas y gestas, me dije si no iba siendo ya hora de lanzarse desfiladero abajo hacia Roncesvalles, y ver en qué líos anduvieron metidos Roldán, Oliveros, Ganelón y los perversos sarracenos.

Todos habéis visto alguna película de serie B (a veces, incluso A) en la que alguien, normalmente un espía o un perseguido, cruza la frontera de Francia a España y, no bien ha descendido los Pirineos, se encuentra con guitarristas flamencos tocando a la puerta del cortijo, y altivas morenazas con vestido de volantes y bucle pegado a la frente, que, entre baile y baile, atienden a los clientes de una lánguida taberna. Pues bien, digamos que algo parecido ocurre en el Cantar de Roldán, aunque aquí no haya ni un solo toreador.

Podría pensarse que quien escribió el Cantar, o quien transcribió el manuscrito, no tenía muchas nociones de geografía española, y no había visto a un sarraceno (iba a decir moro, como en moros y cristianos; no esperaréis que diga aquí un magrebí) ni en pintura. Yo, sin embargo, me inclino por pensar que estamos ante una versión medieval de lo que hoy en día se conoce como "localización de productos", es decir, la adaptación de un determinado producto a un mercado específico. Porque el Roldán que un anglonormando llamado Turoldus, que a la sazón quizá residía en Oxford, decidió recoger por escrito entre los años 1087 y 1095 distaba en algunos aspectos fundamentales del que se conocía en nuestras tierras. Esto es lo que se puede deducir de la famosa Nota Emilianense, descubierta por Dámaso Alonso en 1950. En dicha Nota, una mera glosa al margen del Códice Emilianense, se ofrece una especie de resumen de la leyenda. A diferencia del texto de Oxford, en la Nota se observa que los añadidos del "flamenco y las sevillanas", así como de algunos personajes como Ganelón, fueron fruto de la imaginación de otros juglares, o quizá del propio Turoldus.

Como muy bien nos indica Martín de Riquer, el populacho español se hubiera descuajeringado de risa ante unos sarracenos con nombres como Falsarón, Esperverís o Blancandrín, que adoran a una Santísima Trinidad formada por Mahumet, Tervagant y Apollin, y ante una ciudad de Córdoba que se encuentra a tan sólo un par de días de camino de los Pirineos. Sin embargo, todos ellos, habréis de convenir, eran topicazos y toques de exotismo irresistibles para los ancestros de nuestros guiris de Lloret.

Ocho escenas del Cantar de Roldán

Este aderezamiento del Cantar con la propia cosecha de cada juglar hizo que, en el imaginario colectivo, se convirtiera en una inolvidable y heroica gesta que marcó el curso de Europa lo que en relidad no fue más que una mera escaramuza sin apenas relevancia ni consecuencias. Del mismo modo, y por citar sólo un par de ejemplos, no hay documentos que atestigüen que Roldán era sobrino de Carlomagno, y parece ser que su inseparable Oliveros nunca existió, por lo menos no en tiempos de Carlomagno. Por tanto, si el Cantar de Roldán es la obra inmortal que es, no se debe a su valor como documento histórico, sino a su calidad literaria. De nuevo nos encontramos ante lo que, cada vez más, se me antoja literatura en estado puro: aquella que era capaz de cautivar a una plebe analfabeta.

La edición del gran erudito y medievalista Martín de Riquer nos regala además interesantísimos comentarios y notas que van de la etimología a los problemas de traducción, pasando por la enorme variedad de armas arrojadizas que existían. Ya la introducción, por su parte, consigue no sólo iluminar y hacer aún más atractiva una obra de por sí fascinante, sino que además, por lo menos con servidor, hace que en todo momento el lector relacione el Cantar, de una forma u otra, con nuestro siglo XXI.   
A modo de ejemplo, de Riquer nos indica que, hacia el año mil, la popularidad de Roldán y el semificticio Oliveros como héroes de la gesta era tan grande que sus nombres eran el último grito en nombres para niños, y se tiene constancia (lo cual indica que probablemente eran cientos, si no miles)de decenas de parejas de hermanitos con estos nombres. ¿Os suena?

-¡Qué guapo es! ¿Y cómo se llama?
-Roldán.
-¡Uy! Pues ahora tenéis que ir a por un Oliveros.

 Qué poco hemos cambiado, qué marujones hemos sido siempre.

 Carlomagno llorando a Roldán

El carácter de obra recitada me ha parecido mucho más palpable en este Cantar que en otras, de tal modo que uno visualiza perfectamente esa plaza del pueblo abarrotada, llena de gente harapienta que se permite un lujo al año y olvida por un par de horas el arado, bebiendo las palabras de ese señor que traía un poco de entretenimiento. En ocasiones un mismo párrafo, con ligeras variaciones, se repite tres y hasta cuatro veces, para que lo oigan de todos los lados. Se advierte también que los gustos populares han cambiado muy poco en los últimos mil años, y lo que a la gente de verdad le gustaba no eran las florituras literarias, si no la acción. Kiarostami está muy bien, pero la gente prefiere Chuck Norris. Así, la historia del Cantar de Roldán, como tantas otras epopeyas, es de una gran sencillez: una traición, una batalla y una derrota, pero, una vez más, en esta sencillez radica su encanto y su fascinación. Buenos y malos, siniestros planes, envidiosos hijos bastardos, armaduras, lorigas, olifantes, descuartizamientos y muchos, muchísimos sesos reventados.


Nos dice Montanelli que tenía la sensación de que su Historia de Roma había terminado de un modo un tanto precipitado, y que por ello se decidió a explicar con más sosiego la caída del Imperio Romano y la transición a la Edad Media. Para ello, nos explica, se agenció a Roberto Gervaso, antiguo alumno suyo moldeado a su gusto, quien, hoy reconocido escritor y periodista, en esta obra parece haber sido poco más que el zapador personal de su maestro. Porque Historia de la Edad Media es Montanelli en estado puro, es decir, una narración clara, amena y apasionante de una época confusa, caótica y, probablemente, de las peor conocidas por el gran público.

La verdad es que a veces da gusto ser un completo ignorante sólo por el placer que produce salir de esa ignorancia de la mano de Montanelli. Pues yo, como muchos otros, tenía una visión de la caída del Imperio Romano en la que la ciudad de Roma, tras un interminable asedio por parte de los bárbaros Alarico y compañía, se hundía por fin y era saqueada por aquellos paganos barbudos. Pero resulta que no, que el proceso tuvo más de gradual integración de vándalos, alanos, godos (los visi y los ostros), o longobardos entre la población, ejército e instituciones romanas, que de ataque y derribo fulminante.

Ahí está, sin ir más lejos, la historia de Estilicón, una de las más memorables del libro. Este hijo de vándalo y romana, uno de los más valientes y leales soldados del ejército romano, llegó a general, puesto que ocupó durante veinte años. Tanta era su influencia que el emperador decidió emperentarse con él, casándolo con su sobrina. Sin embargo, sus orígenes bárbaros, su profesión del arrianismo (la herética doctrina cristiana que sostenía que Jesús era hijo de Dios, pero no Dios en sí mismo), así como el hecho de que hasta en cuatro ocasiones (y de manera un tanto sospechosa, es cierto) dejara escapar con vida a Alarico, lo convirtieron en la víctima ideal de envidias, rumores, sospechas y falsas acusaciones. Condenado a muerte de manera precipitada y traicionera, Estilicón aceptó el castigo con exquisitos valor y nobleza, fiel al Imperio Romano hasta el final.


¡Que responda el acusado!

Con Montanelli uno se entera de una vez de cómo la Iglesia fue convirtiéndose paulatinamente en la autoridad más poderosa de toda Europa, de qué era aquello de los Imperio de Oriente y Occidente, o de cómo nació el canto gregoriano. El lector paseará por una Roma que de gloriosa capital del imperio ha pasado a ser casi un arrabal de apenas 25.000 almas, asolado por pestes, hambre y bandidos. Hay capítulos dedicados a Atila, Gala Placidia, Justiniano, Carlomagno y Mahoma. La sección dedicada al nacimiento y expansión del Islam no tienen desperdicio, aunque, de seguir hoy vivo, Montanelli se estaría jugando el pellejo. Esta irreverencia, no obstante, no conoce límites, y hay que decir que don Indro se despacha a gusto con la descripción que nos hace de la interminable sucesión, salvo honrosas excepciones, de papas puteros, ladrones y golafres, y que hizo del papado una institución sumida en la corrupción más abyecta imaginable. Esta decadencia alcanzó su punto álgido con el juicio al Papa Formoso.

Formoso llegó al pontificado tras una carrera repleta de polémicas, acusaciones y excomuniones , es decir, nada fuera de lo normal. Lo bueno llegó seis meses después de su muerte, cuando Esteban VI, sucesor de su sucesor (no duraban mucho), decidió exhumar el cadáver y someterlo a juicio. En lo que ha pasado a la historia como el Concilio Cadavérico, revistieron el cadáver de Formoso de sus ornamentos papales, lo sentaron (con mucho cuidado, eso sí) en el trono y se procedió al juicio. Tras presentar una pobre defensa, Formoso fue declarado culpable. Se declaró nula su elección y todas sus ordenaciones como Papa.

El saqueo de Roma por Alarico

Como ya sucedía con el anterior libro de Montanelli, sería imposible hacer un resumen del resumen. Tal condensación de datos, sin embargo, no deja de tener consecuencias. En un par de ocasiones, el lector se siente aturdido ante la sucesión de emperadore, papas y reyes que se matan unos a otros. Pero entonces el bueno de don Indro nos dice:

El lector probablemente se haya perdido en este caos. Consuélese pensando que toda Europa también se había perido en él.

 Esta Historia de la Edad Media, una más en la larga serie de libros de historia que escribió este gran peiodista (a ver si deBolsillo se anima a ir publicando más) nos abre el apetito para lanzarnos de una vez a por Gibbon, y recrearse con más tranquilidad en aquellos apasionantes siglos.
En suma, diversión a raudales con el mejor Montanelli. Se dice que una buena novela ha de atrapar al lector desde la primera línea. Don Indro abre este libro de historia con el capítulo "Los hunos a la vista":

La historia de Europa empieza en China.



Todo esto me sonaba, pero no llegaba a hacerme una idea  de cómo era en realidad. Ya sabéis, esa historia de que los trovadores se enamoraban de una dama, que podía perfectamente ser una respetable señora casada, y se ponían a escribirle canciones a go-gó, sin esperar de ella más que una sonrisa cada dos meses, y que de esta guisa nació el amor cortés. Y resulta que sí, que era exactamente así.

Pero empecemos por aclarar algunos conceptos. Trovador y juglar pueden parecer lo mismo, pero no lo son. El trovador escribía canciones (nunca "poemas" ni "poesía") que podían clasificarse en tensones, coplas, descorts o sirventeses, entre otros. Por su parte, el juglar era quien las interpretaba. Naturalmente, existían los cantautores, es decir aquéllos que "trovaban" con gran arte y donaire, y que un día, quizá, decidían "ajuglararse" (¡qué maravillosos verbos!).

Un día a alguien, probablemente al trovador Uc de Sant Circ, se le ocurrió recoger todas las hermosas canciones que conocía. Nacieron así los cancioneros, en los que el compilador no sólo recogía canciones, sino que también ofrecía un esbozo biográfico de sus autores. El candor de estos apuntes biográficos no tiene precio, y lo que este encantador y divertidísimo libro nos ofrece es precisamente la colección de todas  las "Vidas" de aquellos trovadores de lengua provenzal. Algunas de estas vidas son tan breves como ésta:

Aimeric de Sarlat fue del Peirigord, de un rico burgo que se llama Sarlat. Y se hizo juglar. Y fue muy sutil en decir y en entender, y llegó a trovador; pero sólo hizo una canción.

Mientras que otras pueden ocupar varias páginas. En la mayoría de las ocasiones, la "vida" concluye con el primer verso de la canción que el juglar procedía a intepretar:

...y se elegantizó mucho, y entonces hizo esta canción que oiréis, que dice:
Había dejado de cantar por la pena y el dolor


Hace unos años leí la descomunal La novela de Genji, escrita en Japón por Murasaki Shikibu un par de siglos antes que los tensones y sirventeses que nos ocupan. Genji es una absoluta, apabullante e interminable obra maestra en la que, aparte de las intrigas de la corte, se nos cuentan, sobre todo, decenas de historias de amor, del amor entre un hombre y una mujer, con todos sus matices, absurdos, ideales, engaños, rencores y sueños. Pero, se me antoja, la señora Shikibu se dejó un tipo de amor fundamental, y creó así un hueco que, en el otro lado del mundo, trovadores y damas se encargarían de llenar: el amor inmaduro, adolescente (o seáse, infantil), el amor idealizado hasta el ridículo, ese amor que mis cuarenta y tantos tacos y este descreído siglo XXI me impiden recordar sin cinismo.

Quizá exagero un poco, pero lo cierto es que, al leer las vidas y "razós" (es decir, "razones", que también constituían el Cancionero, y que eran una especie de exégesis de las canciones) de estos trovadores, no he dejado de acordarme de los líos del instituto, de mis saltos al cielo por haberla pillado mirándome, de mis descensos al infierno por haberla visto hablando con otro, de ésta que ya no se habla con aquélla porque la susodicha le ha felicitado a ése por su cumple antes que ella.

Porque uno imaginaba que la vida sexual en la Edad Media sería bruta, sucia, animal, sin tonterías ni tiempo para el "foreplay", y sin embargo:

... pero una vez, cuando se despedía, él la besó en el cuello y ella se lo toleró amorosamente, y él vivió mucho tiempo con gran alegría por aquel placer.

A mí la alegría por el placer de ver una teta en una peli de Esteso y Pajares no me llegaba a una semana.

Y hay escenas todavía más subidas de tono:

...pero yo le oí decir a ella, cuando ya era monja, que si él hubiese ido a verla, le hubiera concedido placer hasta el punto que le hubiera consentido que le tocara la pierna desnuda con el reverso de la mano.

Escuela de trovadores, tapiz del s. XV

Sin embargo, la pasión que arrebataba a estos trovadores podía en ocasiones alcanzar tintes macabros que nada tienen que envidiar al juicio del papa Formoso, como nos demuestra la historia de Guilhem de la Tor:

Y ocurrió que ella se murió, por lo que él tuvo tanta tristeza que enloqueció, y creía que se fingía muerta para separarse de él. Así que la dejó diez días y diez noches en la tumba. Y cada noche iba a la tumba, la sacaba fuera y contemplaba su rostro, besándola y abrazándola, y le rogaba que le hablase, y le dijese si estaba muerta o viva...

Y de éstas todavía hay más, como la historia de Guillem de Cabestany, cuyo corazón un noble muy celoso le hizo arrancar para dárselo bien guisado a su señora esposa, objeto de las canciones de Guillem.

La mayoría de las historias, no obstante, tienen un aire vodevilesco, de juegos, líos y enredos, que nos recuerdan al Decamerón y que, como dice Martín de Riquer, "inauguran la narrativa breve románica y (...) ocupan un lugar primordial en la historia de la novela moderna."

"... Era muy gallarda, instruida, amable y hermosa; y tuvo grandes deseos de prestigio y de que se hablara de ella lejos y cerca, y de tener amistad y familiaridad con las damas y los hombres importantes..."

viernes, 30 de noviembre de 2012

El muro de Berlín, de Frederick Taylor


Me gusta pensar que la caída del muro tuvo una influencia directa en mi vida personal. Durante mi estancia en la Unión Soviética, adonde llegué diez meses después de aquel histórico 9 de noviembre, conocí a una chica de la República Democrática Alemana, país al que le quedaban, oficialmente, dos semanas de vida. Los de aquella parte del mundo nos parecían a los españoles una curiosa combinación entre (y perdón por el topicazo) la seriedad y eficiencia germanas y la ingenuidad, en muchos aspectos, de los regímenes comunistas "de toda la vida". Recuerdo que Eva (llamémosla así) y sus amigas, que contaban de veinte años para arriba, tenían la habitación de aquella residencia de estudiantes adornada con pósters de galanes al estilo Patrick Swayze, por quienes suspiraban cuales adolescentes en plena edad del pavo. Parecía que intentaran recuperar una adolescencia de la que no hubieran podido disfrutar en su momento.

Eva aprendió a conducir en uno de éstos

Tenían asimismo un sentido del humor un tanto ramplón, aunque inocente, que me parecía poco propio de universitarios procedentes de una potencia económica y cultural como Alemania. Naturalmente, el país en el que habían nacido, aquella "otra Alemania" que ya no existía, nunca había sido una potencia económica, y mucho menos cultural, y sus éxitos se limitaban a un buen puñado de medallas olímpicas siempre vistas desde occidente con chistes facilones y justificada suspicacia.

Eva y yo tuvimos una relación que duró algo más de dos años. Fue mi primera relación verdaderamente seria, aunque probablemente no cambió tanto mi vida como la suya. Hasta el día en que cayó el muro, ella sabía perfectamente cuál era el rumbo que iba a seguir su vida. Tenía un novio desde los diecisiete años, con el que ya estaba prometida, y sabía también cuál iba a ser su trabajo por el resto de sus días. No les costaría mucho conseguir un piso del estado, de 30 m2, y con paciencia y unos años de espera, adquirir un Trabant con el que saldrían de excursión los domingos.
En fin, si se había venido abajo el telón de acero, ¿por qué no iba a desmoronarse también ese futuro tan perfectamente planificado y organizado?

La historia de la genial Uno, dos, tres, de Billy Wilder, empieza el infausto 13 de agosto de 1961

Durante nuestra relación, oí bastantes historias sobre la vida tras el muro, pese a que era un tema sobre el que a ella no le gustaba demasiado hablar. Intuí, por ejemplo, que en aquel paraíso comunista, como sucede hoy en Cuba, había una casta de privilegiados, constituida por aquellos que tenían alguien al otro lado, que les enviaba divisas, ropa y productos de occidente. También constaté que eran ciertas las historias acerca de emisiones de radio oídas con el volumen al mínimo, y de inesperadas llamadas a la puerta que obligaban a apagar rápidamente la tele y disimular. En cuanto a la severidad de sus leyes, me bastaba el ejemplo de su hermana, que había pasado dos años en la cárcel por haber robado un ramo de flores.

11 de noviembre. La cara que se les quedó a los soldados de la RDA

Para los de mi generación, que no habíamos vivido guerras, que no habíamos visto al hombre en la luna, ni cómo asesinaban a Kennedy, la caída del muro de Berlín, así como el baile de dominó por toda Europa del Este que lo sucedió, nos permitió por primera vez ver en directo cómo cambiaba el curso de la historia.

El libro de Frederick Taylor, fascinante y a ratos abrumador, nos cuenta mucho más que la historia del muro, y resulta difícil resumirlo, dada la enorme cantidad de información que nos proporciona referida a la historia de Berlín, Prusia, la República de Weimar, las dos Alemanias y, naturalmente, la Guerra Fría. Prefiero, por ello, centrarme en algunos aspectos que me han llamado la atención y en otros muchos que me ha emocionado recordar.

1950. Recogiendo chatarra para construir el socialismo

En aquel Berlín, que a la conclusión de la guerra había quedado dividido en cuatro secciones, durante muchos años hubo libre circulación de ciudadanos entre el sector occidental y el oriental. Eso dio lugar a situaciones bastante difíciles de sostener a la larga, como por ejemplo, el que muchos berlineses residentes en el sector oriental, los llamados cruzafronteras, fueran a trabajar al occidental, y cobraran su sueldo en marcos occidentales, de mucho más valor que los soviéticos. Así, por motivos económicos y, huelga decirlo, políticos, se empezó a fastidiar lo más posible a los cruzafronteras, con un acoso constante por parte de las autoridades.

Walter Ulbricht o el repelús hecho carne

Empezaron a pasar los años, y el régimen de Wilhelm Pieck iba apretando las tuercas. Así, en 1952 el siniestro Walter Ulbricht, secretario del Partido Socialista y el que de verdad cortaba el bacalao en el gobierno, anunció que el país iba a llevar a cabo una "implementación sistemática del socialismo". Se llevó a cabo una subida de impuestos,  las horas de trabajo aumentaron en un 10%, se favoreció a la industria pesada en detrimento de la de bienes de consumo (lo que bien pronto condujo a la escasez en las tiendas), y se intentó estrangular a lo poco que quedaba de clase media (Dios mío, ¡acabo de descubrir que Rajoy es marxista!). La consecuencia inmediata, aparte del descontento general, fue un aumento en el número de ciudadanos que abandonaban el país para irse a occidente, tendencia que, desde el final de la guerra, no había hecho sino crecer.

Los rusos pacificando la situación

El 16 de junio de 1953, trescientos obreros de la construcción iniciaron una huelga que en seguida se convirtió en general y que sacó a las calles a decenas de miles de personas. Las protestas se fueron intensificando y los manifestantes abarrotaron la zona de los miniserios. La represión, con la inestimable colaboración de los tanques soviéticos, no tardó en llegar. En los enfrentamientos murieron, según Taylor, más de dos mil ciudadanos (en wikipedia esta cifra es sensiblemente inferior), mientras que doscientos fueron ejecutados y mil cuatrocientos encarcelados de por vida. Tal fue la brutalidad del régimen que incluso Bertold Brecht se vio obligado a escribir un poema al respecto.

15 de agosto de 1961. Las obras de construcción del muro van a buen ritmo

Durante los años siguientes, el goteo de ciudadanos de Berlín oriental hacia el otro lado de la frontera se convirtió en un chorro de agua a presión, y la situación volvió insostenible. Por ello, y aunque pilló a todos por sorpresa, poco puede extrañar que las autoridades finalmente decidieran cerrar la frontera (la construcción del muro en sí tardaría un poco en llegar). Eso sí, Ulbricht se aseguró de mantenerlo en secreto hasta el último momento, y de tener a todo su equipo de gobierno amablemente retenido en una fiesta hasta anunciarles la medida. Por si las moscas...



Muchos de nosotros tenemos una imagen de un Berlín oriental cerrado a cal y canto a los visitantes, pero eso no era del todo así. Ese tipo de restricciones afectaron sobre todo a los berlineses occidentales, a quienes, desde 1962 se les prohibió la entrada en la ciudad excepto en periodo navideño (entrañable, ¿no?), y eso aún con reservas. Al resto de ciudadanos, fueran alemanes de la RFA no residentes en Berlín o, sobre todo, de otros países, se les impusieron restricciones y la  obligación de solicitar un visado, pero, en líneas generales, sí se les permitía la entrada, a condición, claro está, de que respetaran el límite de estancia y por la noche volvieran a su infierno capitalista. De hecho, uno de aquellos visitantes fue nada menos que Ronald Reagan, futuro ganador incontestable de la carrera armamentística, que años más tarde contribuiría de manera decisiva al hundimiento de la URSS. Reagan, acompañado de su mujer, se paseó durante una hora por Berlín oriental un par de años antes de convertirse en presidente, y poco podían imaginar los guardias que revisaron su pasaporte que estaban ante el futuro presidente de los EEUU, el que un día ningunearía a su presidente al exigir al líder de otro país que derribase el muro.

"Señor Gorbachov, ¡derribe este muro!"

La construcción de un muro que partiera en dos una ciudad tan antigua como Berlín dio lugar a situaciones tan grotescas como inhumanas. Una de las más infames fue la que tuvo lugar en la famosa Bernauer Strasse. La división de la ciudad pasaba justo por esta calle, de manera que la entrada al edificio se encontraba en el este, y la fachada posterior, en el oeste. Los habitantes del inmueble, pues, vivían en el sector soviético, pero si querían envenenar sus pulmones con efluvios imperialistas, no tenían más que asomarse a la ventana. Bromas aparte, se vivieron escenas tan espeluznantes como éstas.


Uno de los aciertos de Taylor al escribir este libro es el equilibrio entre el material histórico y político, y la historias humanas. En sus casi tres décadas de existencia, el muro de Berlín fue el escenario de incontables historias de todo tipo, y es sin duda el aspecto humano el que nos da la medida de aquella locura convertida en vida cotidiana.

El problema de la Bernauer Strasse se solucionó tapiando las ventanas

Dejando de lado a Ulbricht o Khrushov, y centrándonos en estos nombres "pequeños" de la historia del muro, uno de los primeros es, sin duda, el de Hagen Koch. Koch fue el soldado que trazó, con aire desafiante y a la vista de los soldados occidentales que lo miraban indignados, la línea blanca que separaba, en el histórico paso fronterizo Checkpoint Charlie, un país de otro. Tras la caída del muro, fue el encargado de organizar el desmantelamiento de éste y su posterior venta.


De muy distinto signo fue el destino de Conrad Schumann, aquel soldado de la RDA que, al tercer día de haberse cerrado la frontera, y mientras se reforzaban las alambradas, se dio cuenta de la que se le venía encima y dijo pies para qué os quiero. El momento de su huida fue inmortalizado, y la imagen se covirtió en un auténtico icono en Berlín occidental.

 Peter Fechter agonizando junto al muro

Uno de los personajes más siniestros de aquella Alemania era, como ya he señalado, Walter Ulbricht. Ulbricht, comunista hardcore, fue el responsable del levantamiento del muro y de las medidas que autorizaban a los guardias a emprender la caza del hombre con cualquiera que intentara evadirse saltando el muro o atravesando el Spree a nado. Tenían la orden de disparar a matar.
La constante tensión en la frontera alcanzó niveles casi intolerables cuando en agosto de 1962, Rudi Arnstadt, guardia fronterizo de Alemania Oriental, fue muerto por un guardia de Berlín Occidental. Era la quinta muerte de un guardia oriental en poco tiempo, y el régimen naturalmente las aprovechaba para añadir gloriosos mártires a la causa socialista. Como curiosidad, os diré que Hans Plüschke, el guardia que mató a Arnstadt, fue asesinado en 1998 de un disparo en el ojo, la misma herida con la que él había acabado con Arnstadt. Su asesino nunca ha sido capturado.

Soldados de Alemania Oriental recogiendo el cuerpo sin vida de Fechter

Pocos días después de la muerte de Arnstadt tuvo lugar una de las historias más escalofriantes de la historia del muro, protagonizada por un joven de 18 años llamado Peter Fechter, mientras intentaba escapar a occidente junto a un amigo. Para aquel entonces, los guardias ya tenían orden de disparar a matar, y en este caso las cumplieron. El amigo de Flechter consiguió huir, pero él quedó malherido junto al muro, desangrándose a la vista de todos. El ejército americano no se atrevió a intervenir, dado que se podría haber considerado violación del territorio y las consecuencias podrían haber sido gravísimas, mientras que desde el lado oriental un fallo en la cadena de mando retrasó el rescate de Fechter más de una hora. Peter Fechter murió desangrado.

Aquí, el de Günter Liftin, a quien asesinaron a tiros mientras cruzaba el río a nado

Las ansias de libertad de los berlineses orientales se juntaron con las ganas de los occidentales de tocarle las narices al régimen de Ulbricht, por lo que en seguida se organizaron grupos de ayuda a los que querían huir. Los métodos de huida iban desde túneles hasta camiones que arrasaban con cualquier barrera que se les metiera por delante, coches que pasaban por debajo de la misma (método que sólo pudo emplearse una vez), o incluso globos. Estos grupos no tardaron en convertirse en un negocio por el que llegaban a pagarse muchos miles de marcos (de los buenos), como los que pagó la cadena norteamericana NBC. El resultado de esa inversión fue el documental El túnel, que ganó varios premios Emmy y que se adelantó varias décadas a la reality TV

Todos los de mi generación sabemos decir "solidaridad" en polaco

Al leer este libro, en ocasiones se me ponía la piel de gallina al volver a ver aquellos nombres con los que crecí y que, sin entonces darme cuenta, estaban contribuyendo a cambiar la historia. Reagan, Thatcher, Juan Pablo II y Lech Walesa, entre muchos otros, sin olvidar al pueblo, naturalmente, fueron los artífices de la caída de los regímenes comunistas de Europa del Este. Hay que reconocer, no obstante, que Reagan y Thatcher, por ejemplo, tuvieron la suerte de enfrentarse, en el punto álgido de aquella carrera armamentista, a una Unión Soviética en imparable crisis económica y gobernada por unos líderes decrépitos que se les morían antes de que pudieran aprenderse sus nombres. Parecía que ya no quedaban líderes como el basto y pueblerino Jrushchov, o como su sucesor, Leónidas Brezhnev, que gobernó el país sus buenos 18 años. A Brezhnev lo sucedió Yuri Andropov, que apenas duró unos meses, y a éste, un Chernenko que paseaba personalmente sus restos mortales por el Kremlin. En 1985 llegó Gorbachov, querido en occidente y bastante denostado en su país, y se convirtió en el primer presidente de la Unión Soviética nacido después de la Revolución de Octubre. Gorbi tomó las riendas de un país en graves apuros económicos que no podía permitirse seguir apoyando económicamente a una RDA al borde de la bancarrota. Además, el reformismo de Gorbachov era incompatible con la línea dura de Honecker.

 La embajada de la RFA, tomada por refugiados de Alemania del Este

A pesar de que, en retrospectiva, la caída del muro nos parece hoy inevitable, en aquellos días era absolutamente inconcebible. Se me ocurre que nos cuesta muy poco investir de normalidad al infierno, sea propio o, como en este caso, ajeno, pero más todavía nos cuesta, pasado el tiempo, recuperar la memoria de ese infierno. Y no me refiero sólo a los años de falsa gloria del régimen, cuando parecía que el muro iba a quedarse para siempre, sino incluso a aquellos días de noviembre del 89.

En el segundo 0:24 un periodista le pregunta cuándo entrarán en vigor las medidas. Después de consultar sus papeles, dice "a ver, estooo... pues... que yo sepa, desde este momento"

Pero las causas de la caída del muro, como digo, no fueron sólo externas. Las arcas de la RDA estaban vacías, y su deuda exterior era astronómica. Cada vez crecía más el descontento entre la población, a la que, naturalmente, desde hacía ya mucho tiempo no se le podía ocultar el nivel de vida que disfrutaban sus vecinos. Sin embargo, y curiosamente, la puntilla a la RDA se la dieron precisamente los países satélite. Empezó Hungría, cuyo ministro de exteriores, ante la pregunta de un periodista, declaró que si 60.000 refugiados de Alemania del Este se presentaran en la frontera con Hungría, "los dejarían pasar sin más". Los alemanes orientales entendieron el mensaje: si no puedes saltar el muro, rodéalo. Como no había restricciones para desplazarse a los países "amigos", miles y miles de ciudadanos de la RDA se subieron a trenes, autocares y coches, y se fueron a esos países, en concreto a Hungría y Checoslovaquia (¡qué antiguo suena ya ese nombre!), desde donde luego podían fácilmente cruzar a occidente.  

Circulan en la red incontables vídeos, tanto sobre la historia del muro como simplemente sobre su caída. Estos dos me han parecido un poco diferentes del resto. Este primero tiene cierto candor de proyecto de estudiante. En él veréis resumidos los últimos días del muro. 


Con el segundo os haréis una idea muy aproximada de cómo se vivió en Berlín Este aquella noche histórica.

La embajada de la RFA en Budapest, y poco después la de Praga, se vieron prácticamente asaltadas por miles de refugiados. Tuvo lugar  entonces una crisis diplomática de proporciones considerables, que de milagro no derivó en una crisis sanitaria. El muro era ya insostenible, y sin embargo, nadie podía imaginar todavía lo que estaba a punto de pasar.

El 9 de noviembre, Gunter schabowski, portavoz del nuevo gobierno de  la RDA (habían obligado a Honecker a presentar la dimisión), se disponía a dar una rueda de prensa cuando le pasaron una nota que apenas tuvo tiempo de leer. En esa rueda de prensa, un confuso y titubeante Schabowski anunció por error que a partir de ese momento los ciudadanos podían viajar al extranjero sin ningún tipo de restricción. Nos gustaría pensar que la caída del muro se debió a un simle error humano, pero el hecho es que, en cualquier caso, las medidas iban a entrar en vigor al día siguiente. El error sólo adelantó en un día aquel momento esperado años y años por millones de alemanes del este.


Y de postre me regalé esta extraordinaria autobiografía gráfica del autor checo Peter Sis sobre la cual escribiré cuatro líneas. 
Sis nació con la Guerra Fría y creció con el muro. En este libro nos describe esa experiencia, una vida donde las cosas son prohibidas u obligatorias. 
El libro, cuyo título completo es El muro. Crecer tras el telón de acero, y que combina la narración en tercera persona, la crónica y el diario, es un pequeño prodigio de creatividad e imaginación. Aquí tenéis al autor hablando del libro.


Tras el serio estudio de Frederick Taylor, esta historia resulta el complemento perfecto para la historia del muro: ligerito, agradable y personal.

En 1968 se inició en Checoslovaquia una tímida apertura que permitió al autor cumplir uno de sus sueños: viajar a Inglaterra. Aquella apertura acabó, como todos sabemos, con los tanques soviéticos recorriendo las calles de Praga, y el mundo de Sis y sus compatriotas volvió a ser gris.


Sis, que parece ser que nació con un lápiz en la mano, es además un apasionado de la música. Cabe recordar, en este sentido, que el rock, que en occidente tan poco tardó en convertirse en un inmenso negocio, para la gente que vivía tras el telón de acero conservó durante mucho más tiempo aquel aura de libertad en su sentido más pleno. En esta segunda ilustración tenéis a los Beach Boys en el histórico concierto que ofrecieron en Praga en 1969. 
En una sociedad amordazada y encadenada por el totalitarismo más brutal, sólo los garabatos y el rock nos salvarán.

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