domingo, 29 de mayo de 2011

It can't happen here, de Sinclair Lewis


Andaba yo rastreando las estanterías de casa de mi madre, cuando me encontré con este libro, en la  edición de 1961 que veis en la imagen, de esas que tienen el borde de las páginas de color - en este caso azul -, y me dije que parecía interesante.
Sinclair Lewis es uno de esos autores que en su día llegó a lo más alto que se puede llegar en literatura, y que, cuando apenas han pasado 60 años desde su muerte, ha quedado prácticamente olvidado. Alguna de sus obras más conocidas, como Babbitt o la que nos ocupa, se siguen reimprimiendo en Los Estados Unidos, pero desde luego en España es un perfecto desconocido. Sin embargo, Lewis fue el primer escritor estadounidense galardonado con el premio Nobel de literatura (premio que el año anterior le fue otorgado a Thomas Mann y, el siguiente, a Erik Axel Karlfeldt; las veleidades de la Academia no son algo reciente).

Me gusta que los escritores tengan una cara interesante. He aquí la de Lewis.


Tras unos inicios literarios no demasiado prometedores, escribiendo poemas y relatos por aquí y por allá, en 1920 Lewis dio por fin con la fórmula y publicó Main Street (Calle Mayor), un retrato ácido y realista de una pequeña ciudad norteamericana de provincias, novela que causó sensación y con la que en pocos años se hizo millonario. A Main Street le seguirían Babbitt, considerada su obra maestra, Elmer Gantry o It can't happen here. En ellas, a través de personajes como periodistas, agentes inmobiliarios o pastores evangélicos, Lewis criticaba la América puritana, provinciana e intolerante.


¿Y qué puedo decir de It can't happen here? Pues un par de cositas.
La novela nos relata la hipotética implantación de un régimen fascista en los Estados Unidos. En este sentido, parece compartir la idea central de La conjura contra América, de Philip Roth. Las diferencias entre ambas, sin embargo, son notables. Así, mientras Roth escribió su novela con la perspectiva que le dan los casi ochenta años transcurridos desde el momento de la narración, Lewis fue escribiendo la suya al tiempo que el corazón de Europa se lanzaba de cabeza a la orgía del nacionalsocialismo. It can't happen here fue publicada por primera vez en 1935, es decir, en pleno auge del nazismo. Podría decirse que mientras Roth crea una excelente ficción a partir de un "¿qué hubiera pasado si?", lo que se da en llamar una ucronía, Lewis, por su parte, y salvando las distancias, se acerca más a la literatura distópica de Orwell o Huxley, con la desventaja de que situaba su distopia en el futuro más inmediato.
Lewis construye su historia alrededor de Doremus Jessup, periodista de firmes princpios éticos y democráticos, que asiste con horror al ascenso al poder de Buzz Windrip, racista y populista hasta la náusea (una de sus promesas elctorales es entregar 5.000$ al año a cada ciudadano), y no tarda en ver confirmados sus peores temores respecto al personaje, declarado admirador de Hitler y Mussolini.


La fecunda imaginación del autor nos proporciona algunas sorpresas, como cuando, en el paroxismo antigermánico que se había desencadenado en el país durante la Primera Guerra Mundial, nos cuenta a través de Jessup que, por ejemplo, la palabra "sauerkraut" fue sustituida por "liberty cabbage", y alguien propuso poner el mismo epíteto a las "German measles" (sarampión), que pasarían a llamarse "Liberty measles". ¡Quién le iba a decir a Lewis que en el siglo XXI, y a raíz de la guerra de Irak, algunos llamarían a las "French fries" (patatas fritas) "freedom fries"! ¡Y qué decir de la ironía con que el autor, imaginando un mundo imposible, nos habla de las escuelas donde se prohibe la enseñanza de la evolución!
El problema con Sinclair Lewis es que, por mucho premio Nobel que recibiera, no me parece un gran escritor. Sin duda sabe contar historias entretenidas (he leído posteriormente la sinopsis de la novela, y la verdad es que, sobre el papel, parece muy interesante y entretenida), y es muy bueno retratando la sociedad norteamericana de su época, pero, simplemente, carece de estilo. Lewis fue contemporáneo de Steinbeck, Faulkner, Dos Passos o Hemingway, cada uno de los cuales, aparte ser de grandes escritores y haber creado un estilo propio, metieron la literatura norteamericana de lleno en el siglo XX. Lewis, en mi opinión, sigue anclado en la tradición decimonónica, aunque a diferencia de los grandes autores de folletines, sus personajes no consiguen conmovernos.
Así, lamento decir que he escrito una reseña de una novela que no he conseguido terminar. Le he dado cien páginas de gracia, no me ha enganchado, y he decidido lanzarme de lleno a la tercera parte de la trilogía de Rezzori que, ésa sí, me ha atrapado desde la primera línea.

Quiero añadir, a modo de curiosidad, que en esta novela de Sinclair Lewis se basaron los creadores de V, ni más ni menos, la mítica serie de los 80. Vivir para ver.


viernes, 20 de mayo de 2011

La pista de hielo, de Roberto Bolaño


Ésta fue la primera novela que escribió Bolaño, y de ella se nos dice en la contraportada lo que se suele decir de las novelas primerizas de cualquier gran escritor: "aquí encontrará el lector las claves del universo literario de Roberto Bolaño". Y por una vez, esa frase tan original es cierta.
En La pista de hielo el lector se reencuentra con los motivos, personajes y estilo habituales de Bolaño. Ahí están el poeta latinoamericano desarraigado, la Costa Brava, el trabajo en un camping, la obsesión por la literatura, la narración a varias voces, la loca con cuchillo, la trama policial... Y digo "se reencuentra", pese a ser su primera novela, porque imagino que, como yo, la mayoría de lectores de este libro lo hacen tras haber leído Los detectives Salvajes o 2666.
La historia, narrada desde el punto de vista de tres personajes relacionados más o menos estrechamente, se sitúa en Z, una ciudad costera que podría perfectamente ser el Blanes tan querido de Bolaño, y nos cuenta un caso de corrupción local mezclado con un triángulo amoroso y que culmina, cómo no, en un asesinato.
Al lector que se enfrenta a La pista de hielo le resulta imposible sustraerse a la influencia de Los Detectives Salvajes. Esta novela primeriza debió de sorprender, y mucho, a sus primeros y no muy numerosos lectores. El lector de hoy, conocedor ya de Bolaño, no puede sorprenderse tanto, y su lectura tiene para él algo de ejercicio arqueológico: mira, aquí están los cimientos de la literatura bolañiana.
Sin duda Bolaño, que quizá tenía la vista puesta ya en su gran obra, aprendió y pulió mucho su estilo al escribir este libro. Aprendió, en primer lugar, qué funciona, y decidió mantenerlo, enriquecerlo y, en ocasiones, llevarlo al extremo. Me refiero, sobre todo, a la polifonía, que tan compleja se vuelve en Los detectives, o a la transformación en literatura de cada elemento de su vida, sin llegar a tener por ello absolutamente nada de autobiográfico. En segundo lugar, aprendió qué había que perfeccionar, por ejemplo dar a cada voz de esa polifonía un registro claramente reconocible, ya que en este libro las tres voces son prácticamente idénticas.Y por último, aprendió también qué es lo que no funciona, como es en este caso la misma pista de hielo a que hace mención el título, una pista que no funciona como símbolo, metáfora ni misterio.
A modo de conclusión, creo que La pista de hielo, un libro breve y de lectura sencilla, sorprenderá gratamente a los no iniciados en la literatura bolañil. En mi opinión, sin embargo, pese a tener una calidad muy superior a muchas medianías de nuestra literatura, es de lo más flojito que escribió mi admirado Bolaño. Así que, si les gusta, prepárense, porque no saben lo que les espera.

viernes, 13 de mayo de 2011

La Gran Trilogía (2): Memorias de un Antisemita, de Gregor von Rezzori


Sucede con algunos libros que, durante su lectura, sientes que pisas terreno seguro, y sin embargo, cuando te quieres dar cuenta,  te estás hundiendo en arenas movedizas. Memorias de un antisemita es uno de esos libros. El lector va avanzando a través de una prosa más sencilla que la del Armiño, se siente cómodo, en tierra conocida y de repente se dice "un momento... o sea que, ¿todo esto...?"
Por eso, este libro es difícil de reseñar sin traicionar el espíritu de la novela y estropear el goce del lector. No, no hay suspense ni misterio. Pero sí hay un excelente artificio literario, un salto que traslada el libro - unas memorias que tienen tanto de ficticio como de confesión - del campo del testimonio al de la creatividad literaria más nabokoviana. Antimemorias de un semita, también podría titularse el susodicho.

Estas memorias que no son tales nos vuelven a situar en un escenario muy cercano al de Un armiño en Chernopol. Y también aquí tenemos a un niño al que, en este caso, sí veremos crecer y reproducirse. ¿Se trata del mismo que nos narró el Armiño? Sí y no. La voz narradora es la misma, el personaje es otro. Todo parece indicar que se trata del autor mismo. Si hemos pasado de unos nombres ficticios a un escenario real, ¿por qué no va a tratarse de Rezzori, dado que además esto son unas "memorias"? No sé si lo explico bien, ni siquiera sé si lo entiendo, pero al leer el libro está clarísimo.


El libro está organizado en cinco partes, cada una de las cuales se centra en un personaje diferente, todos ellos judíos. La "cuestión judía" es uno de los ejes centrales del libro y lo interesante es que nos acercamos a ella desde un punto de vista superficial, lleno de prejuicios y con todos los mitos y leyendas sobre el judaísmo, desde las narices ganchudas hasta el carácter especulador y poco de fiar. Sin embargo, Rezzori, de modo magistral, consigue mantener la "dignidad literaria" del narrador. A ver si me entiendo yo mismo: el autor, metido de lleno en el juego de la confesión sugerida por el título, nos invita a formarnos un juicio sobre dicho narrador. Deducimos que su antisemitismo tiene más de herencia que de convicción, a la vez que lo oímos en más de una ocasión expresar opiniones propias de un convencido nacionalsocialista. Por otra parte, lo vemos alejarse paulatinamente de esa actitud, y en ningún momento lo vemos intentar racionalizar sus prejuicios, como haría cualquier verdadero antisemita. Rezzori consigue así retratar un antisemitismo lejos de la caricatura y el fanatismo. En definitiva, el antisemitismo de tu jefe, tu cuñado y tu vecino, de toda Europa central y oriental en aquellos infaustos años.

Memorias de un antisemita, escrito 20 años más tarde que el Armiño, es probablemente el libro de Rezzori más conocido internacionalmente, algo que, en parte, debe sin duda al gancho de su acertado título. Dice Claudio Magris en la introducción que estamos ante una obra maestra. Desconozco si le está agradeciendo a Rezzori la dedicatoria. Estas Memorias son, desde luego, muy interesantes y de lectura compulsiva, y recrean una atmósfera cautivadora y perdida para siempre que me ha recordado en algunos momentos a Isaac B. Singer (casi podría decirse que Rezzori estudia el judaísmo desde el lado opuesto al de Singer). A mí, sin embargo, me parece que el libro tiene más de original y arriesgado que de obra maestra (aunque a excelente sí que llega). Uno no sabe muy bien cómo tomarlo, y aquí vuelvo al desconcierto que mencionaba al principio.

La solución, como siempre, la relectura. Merecida.

jueves, 5 de mayo de 2011

Pyongyang, de Guy Delisle


El creador, el artista, el periodista, el cómico, el novelista, el reportero, el vecino de al lado, todos se sienten impotentes ante Corea del Norte. Literalmente, no existen palabras con las que aproximarse, por muy remotamente que sea, a la realidad de ese país; palabras con las que siquiera esbozar un asomo de mirada superficial a ese pueblo. Ese país se impone al lenguaje, a la experiencia, al raciocinio, y a todo lo que nos hace humanos. Esa es la suerte y la desgracia de Delisle. 

El qeubequense Guy Delisle tuvo la oportunidad de pasar una temporada en la indescriptible República de Corea del Norte trabajando como supervisor en una película de dibujos animados. Pyongyang es una crónica de esa temporada, una crónica de la impotencia que siente el observador más agudo al enfrentarse a un mundo que hace que el 1984 de Orwell parezca Barrio Sésamo.
De hecho, el libro de Orwell, que la ignorancia de un agente de aduanas permite a Delisle introducir en el país, nos acompaña en todo momento a lo largo de la historia. Sin embargo, sospecho que ni siquiera el autor inglés hubiera podido imaginar un Gran Hermano tan omnipresente como Kim Il Sung. O quizá sí. Quizá sí imaginó un culto al líder como el que se profesaba a Kim Il Sung y ahora a su hijo, pero en el último momento pensó: "no, no puedo retratarlo así; aunque sea ficción hay que preservar cierta verosimilitud".


Delisle se enfrentaba a dos tipos de dificultades para escribir este libro. En primer lugar, la represión total y absoluta de la población y la imposibilidad de relacionarse con ella. Desde el primer día, el autor tiene que cargar con acompañantes (guías-vigilantes) que no lo dejan a sol ni a sombra, y que lo llevan de aquí para allá mostrándole lo que se le puede mostrar y repitiéndole como un mantra las consignas revolucionarias. Ante las personas que los domingos pintan puentes oxidados que, pasados tres días, vuelven a estar oxidados, los acompañantes dicen "son voluntarios". Ante las mujeres que barren las autopistas por donde pasa un coche cada tres horas, "voluntarias". Ante el asombro de que no se ve ni una sola persona discapacitada por las calles, responden que así de sana y fuerte es la población del país, motivo por el que tampoco hay homosexuales.
Y en segundo lugar, imagino que el autor tuvo dificultades para dar con el tono adecuado para su retrato de esa sociedad. Lo que sucede en Corea del Norte es monstruoso a la vez que grotesco. Es ridículo y es trágico. Todo ello se sabe, pero de nada de ello se tiene constancia. La ironía no haría justicia, el sarcasmo sería inaceptable frente a las víctimas; la denuncia, redundante. El gran acierto de Delisle es haber aceptado su impotencia como observador, la imposibilidad de hacer un análisis medianamente profundo de la sociedad, y simplemente limitarse a la crónica de su estancia. Puede permitirse cierto desenfado y, en ocasiones, la burla, como cuando visita los museos del Gran Líder. Pero su gran mérito está en haber evitado una sátira al estilo Borat.

La novela tiene momentos e imágenes difíciles de olvidar. Por ejemplo esa ocasión en que el autor, sin él mismo saber cómo, consigue dar el esquinazo a sus guías y salir a la calle solo, y se encuentra con que se ha vuelto invisible. Nadie lo ve. Nadie lo mira. La gente, que en su mayoría jamás ha visto a un extranjero, o unos zapatos de calidad, o un reloj, pasa a su lado sin dedicarle ni la más fugaz mirada, tal es el peligro de entablar conversación con un capitalista. O esa indescriptible visita al metro de Pyongyang, donde el guía le muestra orgulloso dos estaciones de un lujo deslumbrante mientras afuera apenas hay luz para iluminar las calles. Dos estaciones. Dos. No se sabe de nadie que haya visto más.
Pero también recordaremos Pyongyang por su impresionante descripción de los inmensos restaurantes vacíos y los megahoteles inacabados; por su vívido retrato de la pequeña colonia de extranjeros, en su mayoría miembros de ONGs; por los breves vislumbres que nos ofrece de la personalidad y humanidad de sus acompañantes; y, cómo no, por esa triste visión de la tortuga marina encerrada en una miserable pecera, un acertado y desolador símbolo de esa sociedad.

No es megalomanía, sino prosperidad

La impotencia del observador a la que hacía referencia anteriormente se hace explícita en la pregunta crucial que se hace en un  momento dado el autor. ¿Qué piensa de verdad la gente? ¿Se creen todo esto? Quizá para responder a esa pregunta tendríamos que volver a Orwell, a la policía del pensamiento y a la idea de "el miedo a pensar". Pero tal es la perplejidad de Delisle que ni él mismo, uno de los pocos elegidos para conocer de primera mano la realidad del país, se atreve a ir tan lejos.
Y aquí no puedo dejar de lamentar mi experiencia personal al respecto. En mi estancia en la Unión Soviética, allá por el curso 1990-91, tuve ocasión de conocer a Song, un estudiante norcoreano. Era una persona afable, aunque bastante reservado. Vivía en la habitación de al lado y compartíamos lavabo y cocina. Pues bien, burro de mí, niñato inmaduro e ignorante, en aquellos largos y gélidos meses jamás se me ocurrió entablar con él una conversación sobre su país. ¡Qué mejor ocasión habría tenido! Quién sabe, quizá lejos de los ojos del Gran Hermano me habría podido contestar a la pregunta de Delisle.

Refugiados norcoreanos.

Por último, nada mejor que recordar los funerales del Gran Líder. Iba a hablar de las emotivas imágenes, las conmovedoras muestras de condolencia, y todo eso, pero, como ya he dicho, aquí la ironía no funciona, no llega, no da la talla. Además, bien mirado, maldita la gracia que tiene este vídeo. Es terrorífico y espeluznante.


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