jueves, 31 de marzo de 2016

El hombre y el oso


El amor por la naturaleza, como todos los amores, puede derivar en pasión, convertirse en obsesión, rebajarse a fanatismo y acabar en locura.

Timothy Treadwell era un chico normal, de familia de clase media, bueno en los estudios, excelente nadador, que un día se juntó con gente poco recomendable y empezó a darle a la bebida y las drogas. El problema se agravó cuando en un casting para hacer de camarero en la serie Cheers quedó por detrás de Woody Harrelson. Hundido en la depresión, Treadwell estuvo a punto de morir por una sobredosis de heroína. En ese momento, un amigo lo convenció de que hiciera un viaje a Alaska para alejarse del ruido y el mundanal vicio. Treadwell le hizo caso y en Alaska tuvo su primer encuentro con un oso grizzly, experiencia que, según él mismo, le salvó del mundo de las drogas y le reveló su destino. Por fin sabía para qué había venido al mundo.

Moriré por estos animales. Moriré por estos animales. Moriré por estos animales.

Treadwell pasó hasta trece veranos en el alaskeño (?) Parque Nacional de Katmai, y con sus documentales, entrevistas y charlas en los colegios, se hizo famoso tras labrarse una reputación como excéntrico ecologista, intrépido aventurero y, por supuesto, amante de los osos, de los que se consideraba, frente a la presunta incompetencia de las autoridades, el verdadero ángel guardián. Finalmente, Treadwell murió devorado por un oso. Con estas premisas, su inmenso talento y las grabaciones de Treadwell, Herzog nos narra una de sus inquietantes incursiones en el alma humana.


 En mis años más radicalmente ecológicos, yo ponía la vida de una foca o un lobo por encima de la de quienes los matan. Hoy, aunque sigo despreciando la caza o las corridas de toros, creo que he aprendido a ver las cosas en su justa medida. Algunos llaman a eso madurar; otros, hacerse conservador. La obsesión de Treadwell por los osos, como suele suceder con los que llevan la defensa de la naturaleza hasta el fanatismo, se fue manifestando en una creciente suspicacia hacia los humanos que desembocó en paranoia y hasta odio. Un momento muy revelador acerca de este comportamiento paranoico tiene lugar cuando Treadwell contempla, oculto y desde la distancia, a un grupo de hombres que ha venido a observar a los osos, sus osos. Estos observadores son conscientes de que están en "territorio Treadwell", y de hecho en otra toma vemos que nuestro protagonista, si bien sigue manteniendo respecto a ellos la distancia que debería mantener ante los osos, por lo menos ya no se oculta. Cuando los observadores se han ido, nuestro héroe nos muestra una inscripción que han dejado grabada en un tronco: hi Timothy, see you next year. Y según Treadwell, ese saludo no es nada menos que una amenaza. A continuación, nos enseña un "smiley" que han dibujado en una roca. Los ojos de este smiley, nos dice Treadwell, lo miran con odio.



En el documental sólo conocemos al Treadwell veraniego, como si, al igual que los osos, pasara largas temporadas hibernando. Presumiblemente, durante el resto del año se dedicaba a editar sus vídeos (llegó a grabar hasta cien horas) y a la concienciación social sobre los presuntos problemas del oso. Hay que hacer hincapié en la palabra presuntos porque el oso grizzly en Alaska no está en absoluto en situación de peligro. Treadwell afirmaba que estaba solo en la lucha contra la caza furtiva, (también afirmaba que pasaba los veranos completamente solo con los osos, aunque parece ser que eso era una mentirijilla para ayudar a construir su propia leyenda) pero los oficiales del parque afirman que nunca había habido un solo caso de furtivismo en la zona. Asimismo, frente a su reivindicación como defensor de los osos, el director del museo Alutiiq responde en el documental que Treadwell hizo más daño que bien a los grizzlies. "Intentó ser un oso", dice, "intentó comportarse como un oso, y los que vivimos en la isla, sabemos que eso no se hace, no puedes invadir su territorio". Al hacer que los osos se acostumbren a la presencia humana, añade, Treadwell en realidad ayudaba a los cazadores furtivos. Esta actitud irresponsable la hemos visto muchas veces, por ejemplo cuando supuestos defensores de los animales liberan cientos de visones en un habitat que no es el suyo, lo cual podrá ser bueno para su propio ego, siempre por encima del bien y del mal, pero es funesto para el equilibrio ecológico.

Jewel Palovak observa a Herzog, que escucha la grabación de la muerte de Treadwell

Cualquiera que conozca a Werner Herzog, director de Fitzcarraldo, Aguirre, la cólera de Dios o El enigma de Kapasr Hauser, sabrá perfectamente, aunque no la haya visto, que Grizzly Man no es una película sobre osos. Es más, me atrevería a afirmar que ni siquiera es una película sobre Timothy Treadwell. O no sólo. Más bien es una reflexión sobre la relación del hombre con la naturaleza, sobre la percepción, equivocada o no, que tenemos de ésta, así como una historia sobre uno más de esos hombres que encuentran en el mundo salvaje un refugio contra la sociedad, o, de manera algo más perturbadora, buscan refugiarse de sí mismos, personajes límite que tanto fascinan al director alemán.

 Lo único que queda de él son sus grabaciones. Y cuando vemos a esos animales disfrutando de ser ellos mismos, en su gracia y su ferocidad, una idea se vuelve cada vez más clara. No se trata tanto de una mirada a la naturaleza como a nuestro interior, a nuestra propia naturaleza. Y para mí, eso es lo que da valor a su vida y su muerte. 

Amie Huguenard, compañera de Treadwell, frente al oso que probablemente los mató

Leyendo las críticas de esta excelente película, uno se pregunta si no somos un tanto cínicos al calificar a Treadwell de loco e irresponsable. En primer lugar, es absurdo no reconocer el mérito de haber sobrevivido trece veranos junto a estas criaturas. El grizzly de Alaska es, junto con el oso polar, el oso más grande del mundo. Un macho grande fácilmente puede pesar 600 kilos y, si se pone de pie, llega casi a los tres metros de altura. Se trata, en definitiva, de uno de los depredadores terrestres más poderosos que existen. Treadwell, sin embargo, se acerca a ellos, los espanta si advierte intenciones hostiles, y llega a acariciar a los oseznos. Algunas de las imágenes grabadas por Treadwell, como la impresionante pelea entre dos machos, son dignas de los mejores profesionales de la BBC, y no cabe duda de que pocas personas han logrado pasar tanto tiempo tan cerca de estos osos. Además, como señala Herzog, aquel año, en lugar de partir al final del verano, Treadwell se quedó hasta entrado octubre. El oso que lo mató había llegado a esa zona del parque hacía poco tiempo, no "conocía" a Treadwell, estaba hambriento y necesitaba acumular grasa para el invierno, que estaba ya muy próximo. Podría decirse, pues, que Treadwell murió más por un descuido o por un exceso de cofianza, que por un comportamiento suicida.


 Un Treadwell delirante mandando a tomar por saco a las autoridades que intentan restringir su actividad

 Por otra parte, y contrariamente a lo que nos quiere dar a entender, no puede decirse que Treadwell llegara a interactuar con los osos. A lo sumo, éstos lo toleran, lo observan con curiosidad y quizá recelan de él, asombrados de que algo que parece comestible no salga huyendo al verlos. Pero por mucho que nuestro héroe les declare su amor eterno e incondicional, los osos se empeñan en no corresponderle.

Los seres humanos, sobre todo los que amamos a los animales, tendemos a proyectar en éstos las cualidades de nosotros mismos que nos parecen más admirables: la lealtad, la amistad, el amor filial o el sentido de la justicia, entre otras. Cualquier vídeo en el que veamos a un animal salvaje mostrar algo parecido a nuestras virtudes más nobles se convierte en viral de inmediato, y todos decimos entonces qué malas somos las personas y qué bondadosos e inocentes los animales. En ese esquema tan simple no cabe la realidad, que nos mostraría a depredadores devorando a su presa mientras ésta aún patalea; a orcas que matan a un ballenato para luego no comerse más que una aleta, a machos rivales de leones, tigres u osos matando a las crías de las hembras con las que quieren aparearse, o a prácticamente cualquier especie animal cometiendo actos que, entre los humanos, nos parecerían de una crueldad indescriptible. Naturalmente, los animales no son crueles... como tampoco son "buenos". Eso es lo que algunos amigos de los animales, como Timothy Treadwell, son incapaces de ver. Cuando unos lobos matan a una cría de zorro, un Treadwell desconsolado acaricia el cadáver de éste mientras le dice "te quise mucho, gracias por dejarme ser tu amigo".

No puedo dejar de pensar en que, en el rostro de todos los osos que Treadwell filmó, no puedo hallar ni rastro de solidaridad, de comprensión, de piedad. No veo más que la sobrecogedora indiferencia de la naturaleza. Ese supuesto mundo secreto de los osos, sencillamente, no existe, y esa mirada vacía no me revela más que un aburrido interés en la comida. Sin embargo, para Treadwell este oso era un amigo, un salvador.

En otras palabras, el oso Yogui no existe. Estos bichos matan.



Timothy Treadwelly Amie Huguenard, unos días antes de morir


Una de las escenas más inolvidables de la película es aquella en la que vemos a Herzog, de espaldas, escuchando la grabación que, de manera casual, recogió el ataque del oso a Herzog y su acompañante, a los que devoró. Jewel Palovak, antigua amiga y compañera de Treadwell lo observa sobrecogida. Al concluir, Herzog le pide que no escuche jamás esa grabación. Es más, le dice, debería destruirla. Ella le responde que así lo hará. No llegó a hacerlo, sino que decidió guardarla en una caja de seguridad en un banco. Desconozco si antes de eso alguien hizo una copia, pues es muy fácil encontrar supuestas grabaciones del horroroso ataque. Siempre me niego a ver vídeos de muertes, en primer lugar por respeto a la víctima, y en segundo lugar, por respeto a mi propia sensibilidad. Sin embargo, equivocadamente, pensé que una cinta de audio no podría ser tan perturbadora. Pues lo es. Y ni siquiera sé si es auténtica. 

Tráiler oficial de Grizzly Man

En definitiva, película fascinante. Herzog en estado puro.

Si Dios existe, estará muy orgulloso de mí. Si viera cómo los quiero... Es una buena obra... Moriré por estos animales. Antes no tenía vida. Ahora tengo una vida. (Timothy Treadwell)

Creo que el común denominador del universo no es la armonía sino el caos, la hostilidad y el asesinato. (Werner Herzog)


lunes, 21 de marzo de 2016

Claudio, de tonto a Dios



La proclamación de Claudio como emperador es uno de esos momentos en que la historia cede el paso a la farsa. En los momentos de caos y confusión que siguieron al asesinato de Calígula, un aterrorizado Claudio se escondió en el palacio del emperador. A sus escasos treinta años, el hijo de Druso el Mayor había visto los suficientes asesinatos de amigos y familiares como para olerse lo peor en una situación como aquélla. Hasta ese momento, se había salvado del veneno y el puñal gracias a su tartamudeo y cojera, que le habían ganado la fama de retrasado y, por lo tanto, de inofensivo. De hecho, en más de una ocasión recibe el consejo de cultivar esa imagen de idiotez como la mejor defensa posible. Ahora, tras el asesinato de su sobrino el emperador, Claudio, de manera comprensible, piensa que la guardia pretoriana viene a por él. El pobre no sabe dónde meterse y se oculta tras unas cortinas. Allí lo encuentra un soldado llamado Grato, que, entre risas, informa a su superior de que ha encontrado con la persona indicada para suceder al emperador. "¡Soltadme!", grita Claudio, "¡no quiero ser emperador! ¡Larga vida a la república!". Pero de convencerlo se ocupa no sólo Mesalina, sino también el propio Grato, que, con una sonrisita burlona, le dice que no se ponga así, que ya se acostumbrará, y que:

-No es una vida tan mala la de emperador.

Un emperador romano, de Sir Lawrence Alma-Tadema. Grato, un guardia pretoriano, descubre a Claudio tras las cortinas y lo proclama emperador

Esta proclamación tiene lugar al final de Yo, Claudio. Antes de ello, entre motines, batallas, intrigas palaciegas y asesinatos a porrillo, hemos asistido al auge y caída de tres emperadores, pero el verdadero conflicto, como hemos visto en la escena descrita arriba, es el que se produce con el fin de la República Romana y el nacimiento del Imperio, de la mano de Augusto. Claudio, que siempre quiso mantenerse al margen, que no anheló otra cosa que vivir tranquilo estudiando y escribiendo libros de historia, y que siempre fue un hombre de fuertes convicciones republicanas, se ve obligado a aceptar un puesto radicalmente contrario a sus principios. Y si el libro empieza con un tono irónico ("Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-lo-otro-y-lo-de-más-allá"), el final no lo es menos. Como aquellos pobres diablos que, en lo alto de la cruz, aún eran capaces de ver el lado brillante de la vida, nuestro héroe se consuela pensando que, como emperador, sus libros llegarán a muchos más lectores.

Uno de los dos colosales Barcos de Nemi, que Calígula mandó construir. Recuperados del lago por órdenes de Mussolini, fueron destruidos durante la II Guerra Mundial

Yo, Claudio está considerada no sólo una de las mejores novelas inglesas del siglo XX, sino un hito en la novela histórica, género cuya definición precisa constituye uno de esos debates eternos en la historia de la literatura. Algunos dicen que es novela histórica cualquiera que transcurra como mínimo cincuenta años antes de ser escrita, mientras que otros arguyen que su rasgo esencial es una visión realista o costumbrista de la época recreada. A este respecto, una de las definiciones que más me ha gustado es la que sugiere que "el objetivo de la ficción histórica no es mostrar al lector cómo era la vida exactamente en un periodo determinado de la historia (...). [En una novela histórica] el autor no centra su obra en la recreación de una época, sino en la trama, con el fin de ayudarnos a entender las diferencias entre entonces y ahora, y en unos personajes que consigan trascender el tiempo y hablarnos desde su propia perspectiva de una forma que el lector actual pueda entender. Una definición de ficción histórica literaria es, pues, la de una 'ficción situada en el pasado pero que hace hincapié en cuestiones relevantes en el momento actual.'"

Tiberio, retirado de la mundanal Roma y entregado a la voluptuosidad en su villa de Capri

Pues bien, Yo, Claudio fue publicada en 1934, cuando Hitler llevaba un año en la cancillería; Mussolini, doce como dictador, y en la Unión Soviética Stalin se afianzaba como caudillo. A lo largo de la historia de la humanidad no han faltado tiranos, sátrapas y genocidas, pero no cabe duda de que en los años treinta, y sobre todo a partir de la publicación de estas novelas, era difícil que nadie estableciera un paralelismo entre estos dictadores y aquellos divinos emperadores. ¿Culto al líder? ¿Juicios farsa? ¿Grandes purgas? ¿Ejércitos de informadores? Lo siento, dictadores estrella del siglo XX, pero todo eso estaba ya más que inventado antes de que llegarais vosotros. Y si, como novela histórica, Yo Claudio servía de reflejo de su época a los lectores de aquella década fatídica, como obra maestra de la literatura nos habla también directamente a nosotros, como hará con los lectores de siglos venideros. Por fortuna, la gran literatura no caduca. Por desgracia, el ser humano no aprende.

Entrada a la cueva de la Sibila en Cumas

La novela empieza con un recurso clásico y poderoso: la profecía de la Sibila. El narrador, un Claudio irónico, como hemos visto, anciano y que tiene ya presentimientos de muerte, recuerda la visita que dieciocho años atrás hizo a la Sibila en Cumas. La Sibila vaticina el destino del Imperio en unos versos enigmáticos, como debe ser, pero que dejan entrever un atisbo de lo que se avecina, y despiertan ya el interés del lector por ver qué va a pasar con esos "peludos", pues tal es el origen etimológico de la palabra "césar". A diferencia del resto del libro, inspirado principalmente en la obra de Suetonio, este episodio es fruto exclusivamente de la imaginación de Graves, que se sirvió de este artificio para enmarcar la narración. Parte de ese marco narrativo es también la elección del griego para escribir estas memorias. Nos dice Claudio que el griego siempre será la lengua literaria del mundo y que si Roma, como predice la Sibila, acabará pudriéndose, ¿no se pudrirá el latín con ella? Desconozco en qué lengua escogió expresarse en sus copiosas y desparecidas obras el verdadero Claudio, pero la ficción de hacerlo en el griego de Shakespeare le permite a nuestro narrador explicarnos el significado y etimología de términos del latín, algo que no habría tenido ningún sentido si estuvieran escritas en esta lengua.

 John Hurt, un Calígula depravado y cobarde

 El verdadero

Malcolm McDowell, un Calígula despiadado

Así, aprendemos, como ya hemos visto, que césar significa una cabeza cubierta de pelo, o que Cayo Julio César Augusto Germánico recibió el sobrenombre de Calígula porque de niño, cuando acompañaba en expediciones militares a su padre Germánico, gustaba de calzarse las botas (caligas) de los legionarios.

Anécdotas lingüísticas aparte, leer estas dos fantásticas novelas es una experiencia literaria inolvidable, del mismo modo que debió de ser inolvidable ver en su momento la mítica adaptación que la BBC hizo en 1976. Servidor, por desgracia, era demasiado pequeñajo en aquella época para ver tanta depravación, y en mi recuerdo el rostro de Derek Jacobi está indisolublemente asociado desde entonces a la voz de mi madre diciendo "¿qué haces levantado? ¡a la cama ya!". Con aquella serie, toda España se aprendió la sucesión de emperadores desde Augusto a Nerón, lo cual nos devuelve al debate sobre la ficción histórica, de la que se dice también que debe entretener e ilustrar. En ese sentido, el mérito de Graves es haber dado vida -vida eterna, además- a personajes habitualmente marmóreos. Suetonio y Tácito, por nombrar a los más conocidos, han narrado las vidas de algunos de estos personajes, y sus descripciones, las de Suetonio en particular, son memorables, pero la distancia entre historiador e historiado era imposible de obviar. Al meterse en la piel de Claudio, Graves salva esa distancia y nos narra en primera persona y desde el ojo del huracán todos aquellos hechos que habitualmente nos refería la Historia. Y esto, que hoy parece obvio, antes no lo era.

Caractaco, rey de los britanos, apresado y exhibido en Roma. Tras su noble discurso ante Claudio, éste le concede la libertad

Según el autor, la obra comenzó a gestarse la noche en que, tras leer a Suetonio, la figura de Claudio se le apareció en un sueño exigiéndole que escribiera su verdadera historia. (Claro que, en otro momento, Graves dijo que la había escrito con el único fin de ganar dinero). Y aunque no se nos oculta ninguno de los defectos de Claudio, es evidente que Yo, Claudio tiene mucho de reivindicación de la figura del emperador. Pero más allá del retrato de Claudio, personalmente, y como he señalado más arriba, creo que Graves nos habla del siglo XX, de tiranías, de despotismo, de la brutalidad del poder, de la indefensión del pueblo frente a ese poder, de la absoluta soledad del poderoso y, sobre todo, de la dificultad que el buen gobernante tiene para regir el país con estricta fidelidad a sus principios.

 Messalina (1881), de Peder Severin Kroyer

En lo que se refiere a la soledad del poderoso, sólo un personaje es capaz de aliviar ese sentimiento hasta el final de la vida de nuestro héroe. Claudio, rechazado por su familia desde niño y objeto de burla por parte de todos, encuentra cariño en su admirado hermano Germánico y su primo Póstumo, y respeto en el filósofo Atenodoro, su tutor, que despierta en él el amor por la historia y el anhelo de la república. Pero cuando el pequeño Claudio lo conoce, Atenodoro es ya un anciano, y Germánico y Póstumo serán víctimas de conjuras que hacen hervir la sangre al lector. Las sucesivas esposas de Claudio, por su parte, no le provocan más que asco, disgustos o indiferencia, y la única a la que de verdad creee amar es la pérfida Mesalina, cuya reputación de ninfómana recalcitrante y aficionada a endulzar elvino ajeno es cuestionada hoy por la historia. Sólo una persona comprende, respeta y estima a Claudio hasta el fin de sus días: la prostituta Calpurnia. En ella Graves crea uno de esos personajes secundarios que bien valdrían una obra entera por sí mismos.

 Claudio, moribundo, recuerda su encuentro con la Sibila

¿Y qué hay de la religión? Al fin y al cabo, hablamos de Claudio, el dios. La religión, siempre inseparable del poder, lo era también en Roma, y más aún desde el momento en que se divinizó a Augusto. No obstante, el lector observa en estos romanos, mucho menos locos de lo que aseguran algunos, una actitud absolutamente pragmática e incluso racional hacia la religión. Como nos recuerda Isaac Asimov en El Imperio Romano, (de la imprescindible Historia Universal, en Alianza):

Las religiones oficiales de Grecia y Roma por igual estaban prácticamente muertas por la época del Imperio. Las clases superiores realizaban los ritos (...) de una manera mecánica y distraída.

El propio Claudio nos dice:

Fue por esta época cuando empecé a interesarme por la cuestión de las nuevas religiones y cultos. Cada año llegaba a Roma algún nuevo dios para satisfacer las necesidades de los inmigrantes, algo a lo que yo no tenía objeción alguna. (...) El descubrimiento de que la religión es un producto comercial como el aceite, los higos o los esclavos se hizo en Roma durante los últimos años de la República.

 Una de las costumbres de los druidas descritas por Claudio

A pesar de ello, el fanatismo religioso es uno de los temas centrales de Claudio, el dios.

 Parece haber demasiada religión en el ambiente. Es una mala señal. Me recuerda a lo que dijiste cuando hicimos decapitar a aquel idiota místico, Juan el Bautista: "el fanatismo religioso es la forma más peligroso de locura". 

Son palabras de que Graves pone en boca de Salomé, aunque podría haberlas pronunciado el propio Claudio. Éste, que ya se vio obligado a olvidar sus principios al aceptar ser proclamado emperador, y que en todo momento se ha negado en redondo a que lo divinicen, reacciona de un modo resignado y burlón cuando le informan de que en Inglaterra, en el templo dedicado a Augusto en Colchester, ahora lo adoran a él:

Así que por eso me siento tan raro. ¡Me he convertido en un dios!

Añádase a todo ello el conflicto entre judíos y griegos en Alejandría, por el plan de Calígula de erigir templos a sí mismo en las sinagogas, y que condujo a algunos de los primeros pogromos de la historia; la detallada descripción del druidismo y algunas de sus prácticas más bárbaras, así como la determinación de Claudio de erradicarlo; la ya mencionada divinización del caudillo; la aparición de un loco al que llaman el Mesías, los ecos de cuya fama y devoción popular llegan hasta Roma; o, más allá de la religión, la cuestión de quién es un ciudadano romano de pleno derecho y quién no; la corrupción en la concesión de monopolios; o la borrosa línea que separa la política de las carreras de cuadrigas, y veremos que la relevancia de esta obra tranquila y genial se extiende hasta tiempos y lugares muy cercanos.

 Recreación del Templo de Claudio, en Colchester, Inglaterra

 Tanto Yo, Claudio como Claudio, el dios son lo que en inglés se llama long-seller, libros que no han dejado de reeditarse y venderse desde su publicación. Al tratarse de libros de ficción, he intentado no caer en la tentación de recrearme en los acontecimientos históricos, algo que además me habría tenido perdido durante semanas, y me he limitado a incluir algunas fotografías al respecto. De hecho, aunque sería un crimen dejar de lado el talento literario del autor, uno podría, si quisiera, leer estas dos novelas como si se trataran de libros de historia, tanta es la fidelidad de Graves a los hechos. Éste es el gran logro de don Robert, crear una obra de ficción fascinante y amena, en la que la ficción juega de hecho un papel muy pequeño. Dar vida a incontables personajes hasta entonces pétreos y momificados (¡qué gran escena, por poner un ejemplo, el último encuentro entre Tiberio y Livia!), presentar de manera clara un periodo complejo y crucial de la historia, y lograr que el resultado sea tan fresco hoy como cuando se publicó hace ochenta años, es algo que sólo está al alcance de los maestros. Y hoy que la novela histórica vive una especie de auge, uno se pregunta...




lunes, 7 de marzo de 2016

De envidia y panderetas


Dicen que la envidia es nuestro pecado nacional. Yo dudo que dicho pecado sea patrimonio exclusivo de nuestro país, pero sí creo que los españoles manifestamos nuestra envidia de una manera muy sui generis. Un español que se abre camino hacia el éxito es admirado, pero cuando lo alcanza, sobre todo si ese éxito cruza los Pirineos, es denigrado, en primer lugar, por un pueblo que no tolera que nadie, a base de esfuerzo, consiga salir de la mediocridad; y en segundo lugar, por una prensa que necesita de esas figuras para advertirnos de los peligros de desmarcarse del rebaño.
No sé si el caso de Joselito es mera envidia, o es más bien lo que viene después, que es ese descanso aliviado que se toma la envidia cuando el ídolo se ha hundido en el olvido y se ha arruinado por completo. Y no lo sé porque, al igual que casi todos vosotros, no viví la caída de Joselito, cuyo nombre oí por primera vez de labios de mi abuela, quien un día me dijo con gran emoción "hoy dan en la tele una película de Joselito, un niño que canta como los ángeles". Cantaba, debería haber dicho, porque por aquel entonces la voz angelical había abandonado a nuestro héroe, que desde hacía ya unos años era un juguete roto.


En cualquier otro país, la vida de José Jiménez Fernández, en lugar de servir de carnaza para el siniestro pimpampum al ídolo caído, hace tiempo que habría sido recuperada por algún escritor o cineasta que, con un poquito de talento, hubiera podido hacer de ella lo que es: una historia conmovedora, indignante, universal y, sin embargo, increíble. ¿No es acaso increíble que ese niño nacido en una humildísima familia jienense llegara a convertirse en un fenómeno mundial? ¿Que fuera invitado por el presidente de los Estados a visitarlo en su rancho? ¿Que viviera en directo la revolución cubana y que, en el transcurso de aquel acontecimiento histórico, pasara dos meses junto al Che y Fidel Castro? ¿Que llegara a compartir mesa con Frank Sinatra? Un personaje así es el sueño de todo creador, y no cuesta imaginar lo que Philip Roth o Norman Mailer hubieran podido hacer con él.
Pero en España, tristemente, en demasiadas ocasiones preferimos aliviar nuestras miserias mofándonos de la desgracia ajena y solazándonos con su ridículo, cuando en realidad estamos proyectando en él nuestros miedos y complejos. Celebramos la caída del ruiseñor porque quién le manda traficar con drogas. Y así, tranquilizados por sentirnos superiores a quien lo tuvo todo, nos podemos entregar a lo que de verdad nos gusta. Nos reímos de Joselito porque, decimos, representa esa España franquista de pandereta y chorizo, pese a que, por increíble que parezca, y a diferencia de tantos artistas hoy respetados, nuestro héroe no actuó jamás para el caudillo ni se hizo una sola foto con él. Lo despreciamos porque sus películas son atroces, que lo son, probablemente, pero no más que las de Elvis. ¿Quién es el cateto, pues?

Siempre se ha rumoreado, aunque el propio Joselito lo niega, que los buitres que se apoderaron de la figura del pequeño ruiseñor y, sobre todo, de los beneficios que éste producía, intentaron a toda costa alargar esa infancia tan rentable. En todo caso, cuando las hormonas de la adolescencia se acabaron de adueñar del cuerpecito malnutrido de nuestro héroe, Joselito dejó de tener ningún valor comercial. Entre todos lo abandonaron y el solito se esfumó.


Pues bien, al final no ha sido Philip Roth, sino un ilustrador y dibujante de tebeos (como él mismo se define) español el que ha recuperado la figura legendaria de Joselito para dignificarla, quitarle de encima las varias capas de caspa que los españoles le hemos echado encima y, de paso, crear una excelente, entretenidísima y, más que original, revolucionaria novela gráfica que (ya puestos, por qué no echar mano del tópico) hará las delicias de los amantes del género.


Supermán Joselito en audiencia con Juan XXIII

José Pablo García ha decidido contarnos la vida de Joselito a través de un repaso a toda la historia de la novela gráfica. Y es que, como podéis ver en las ilustraciones, esta obra destaca por la enorme variedad de registros y estilos en su trazo y composición. Aquí están las historietas de Bruguera, está el manga, está Tintín, está El Corto Maltés, está Jack Kirby, están Roberto Alcázar y Pedrín, está David Mazzucchelli, están las estampas conocidas como aleluyas (yo también ignoraba este nombre, pese a que uno las reconoce al instante), y así, aseguran quienes las han contado, hasta cuarenta referencias a diferentes estilos y autores. Dice García que esta variedad de registros era la mejor forma de narrar la vida de alguien tan camaleónico como Joselito, que de querubín pasó, según la poco contrastada información de un prestigioso periodista, a mercenario, de mercenario a traficante de drogas, y de camello a efímera estrella resucitada en uno de tantos lamentables realities con los que nos gusta idiotizarnos.


La vida de Joselito, aunque a algunos no les guste admitirlo, forma parte de nuestra historia, y su figura, la de un chico humilde al que el éxito devoró, no por vieja y conocida deja de ser relevante. Con Las aventuras de Joselito, José Pablo García nos ha contado esta historia arquetípica de un modo absolutamente nuevo, pero no es eso, en mi opinión, lo más importante, sino, cómo ha conseguido, por medio del arte, devolver a Joselito la dignidad que le negamos. Respeto.

 Y cómo cantaba el jodío

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...