La Segunda Guerra Mundial no es una excepción a esta regla. No concluyó ni con el suicidio de Hitler en su búnker ni el día en que Wilhelm Keitel firmó la rendición incondicional. Tampoco lo hizo con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Algunos dirán que empezó a acabarse en la Batalla de Stalingrado; otros, que el principio del fin llegó con Pearl Harbor y la consiguiente entrada de los EEUU en guerra; y los de más allá, que el final de verdad llegó casi cuarenta años más tarde con la caída del Muro. Pero viendo cómo está el patio, uno llega a la inevitable conclusión de que llevamos desde los años 30 en una guerra permanente que simplemente cambia de vez en cuando de escenario.
Sea como sea, la Historia necesita fechas, así que daremos por buena la del 8 de mayo de 1945. Poco, muy poco, sucedió aquella noche. Unos señores importantes firmaron un documento que estipulaba quiénes eran vencedores y quiénes vencidos. Y fijaos la relevancia que tiene la fecha que unos países celebran la victoria el 8 de mayo mientras otros lo hacen el 9.
No pasa nada, dirá Giles MacDonogh. Lo verdaderamente importante abarca un periodo que empieza unos años antes (¿cuándo? Véase más arriba) y termina unos años después, en prisiones y patíbulos repartidos por Europa, así como a lo largo de una línea que empezó a dividir el continente en dos partes. Y a eso verdaderamente importante se dedica en este abrumador y apasionante libro al que va a resultar difícil hacer justicia.
Después del Reich es un recorrido por un espacio y unos años que, hasta cierto punto, han quedado arrinconados y barridos bajo la alfombra de la Historia. Diríase que lo que vino justo antes fue tanto y tan gordo que no había espacio en los libros ni interés en los lectores para culminar el relato con un epílogo que sería cualquier cosa menos feliz.
Pero este epílogo de más de ochocientas páginas da para mucho, y aunque en ningún momento puede ser una lectura alegre, sí va más allá de una mera descripción de barbaridades y tribulaciones colectivas. Leyéndolo, recuerda uno en más de un momento esas viñetas satíricas de los periódicos de antaño, con estereotipos de diferentes países repartiéndose un pastel, sea África, Asia o, en este caso, Alemania. Se horroriza con los testimonios de violación sistemática de mujeres por parte del Ejército Rojo, crimen al que no fue ajeno el ejército aliado. Asiste a esa tragedia tan de nuestro tiempo, la de millones de desplazados, en este caso alemanes, que fueron atacados, humillados y expulsados de países donde llevaban viviendo desde hacía generaciones. Se asombra con el hecho de que la moneda más sólida y fiable de aquellos años no fuera el dólar, la libra ni el franco, sino... el paquete de tabaco. No puede por menos de sonreírse ante el papel de víctima que pretende (¡y consigue!) interpretar Austria. Se sorprende estrechando la mano de un campechano verdugo que tan pronto te sirve una pinta de cerveza como te ahorca. Se siente intrigado con el mito de los Werewölfe, que no eran licántropos sino nazis incapaces de asumir la caída del Reich. Y uno, en definitiva, disfruta como un señor bajito.
Soldados soviéticos camino de Viena pasan junto a la casa incendiada de un funcionario nazi
En un continente devastado, sembrado de cadáveres y ciudades arrasadas, quizá la imagen que mejor puede resumir la situación del escenario tras la batalla es la del caos. Un caos que hemos visto en los libros de Primo Levi y en las películas de Rossellini, un caos que hace aún más difícil dar respuesta a la pregunta fundamental que planea sobre el libro de principio a fin: ¿acaso era posible impartir justicia?
Este libro no pretende excusar a los alemanes, pero no duda en poner en evidencia a los Aliados victoriosos por el modo en que trataron al enemigo en tiempos de paz, pues en la mayoría de los casos no se violó, mató de hambre, torturó o apaleó hasta la muerte a los criminales, sino a mujeres, niños y ancianos. Lo que documento y, a veces, cuestiono aquí es cómo algunos comandantes militares e, incluso, ministros de gobiernos permitieron a mucha gente tomar venganza; y el hecho de que, en muchas ocasiones, al ejercer su venganza, esa gente no mató a los culpables sino a inocentes. Los verdaderos asesinos murieron con demasiada frecuencia en la cama.
Nos cuenta el autor en el prólogo que, al visitar el monumento a la Primera Guerra Mundial en Berlín, observó que la inscripción había sido eliminada con un cincel. Los alemanes habían perdido el derecho a tener héroes. La conciencia de ser culpables de iniciar la guerra y haber cometido las atrocidades que conocemos llevó al pueblo alemán a aceptar con sorprendente docilidad la culpa colectiva. Se les iba a privar de derechos y de soberanía nacional.
Quedarían a merced de los Aliados hasta que sus conquistadores hubiesen decidido qué hacer con ellos. Y, entretanto, no podrían protestar por el trato que se les daba.
Entre estos presos que celebran la liberación, vemos al de la pala de la foto anterior
En Gran Bretaña, al principio fue fácil respaldar esas intenciones, pues estaban en la línea de lo que desde hacía tiempo se conocía como vansittartismo. El vansittartismo, llamado así por Robert Gilbert Vansittart, diplomático británico y feroz germanófobo, era una doctrina que sostenía que, desde el siglo XIX, la agresiva política militar de Alemania había contado con el apoyo incondicional de la población, y abogaba, por tanto, por una Alemania permanentemente desmilitarizada y aislada políticamente para evitar futuras agresiones.
En mayor o menor medida, esta germanofobia continúa vigente en el Reino Unido.
Una amiga inglesa de mi edad me dijo un día que jamás pisaría Alemania, por lo que hicieron en la guerra. Recuerdo algunos ingleses, alumnos míos de español, algo mayores, que decían cosas parecidas. ¿Se puede justificar esa actitud? Bueno, es difícil explicarle a alguien que vivió el Blitz en sus carnes que su germanofobia es un poco exagerada.
Pero no nos desviemos, que me conozco.
El odio a Alemania y la sed de venganza contra el país se manifestó también al otro lado del Atlántico, donde Henry Morgenthau Jr., Secretario del Tesoro, presentó a Roosevelt un programa (las hojas de ruta todavía no existían) para la Alemania post-capitulación. El Plan Morgenthau, como dio en llamarse, ilustraba perfectamente el escenario que se le presentaba a Alemania: desmilitarización total, partición de Alemania "en cuatro estados de naturaleza casi totalmente agraria", desmantelamiento de la industria en la cuenca del Ruhr, y restitución y reparaciones en forma de trabajos forzados o confiscación de todo tipo de bienes fuera del país, entre otros. El plan fue presentado en 1944 y recibió el apoyo del presidente Roosevelt. Finalmente no se implementó, si bien su influencia, aunque fuera debida al rechazo que provocó, se hizo notar.
Pero en ese sentido, el que esté libre de pecado ya sabe lo que tiene que hacer. El historiador Raoul Hilberg, por ejemplo, cuestiona la nobleza de la que los Aliados invistieron a posteriori sus objetivos: "la liberación de los supervivientes fue casi por entero un subproducto de la victoria. Los Aliados podían armonizar con su esfuerzo de guerra todo tipo de denuncias contra los alemanes, pero no estaban dispuestos a desviarse de sus objetivos militares para liberar a los judíos". Desde luego, no lo estaba la Unión Soviética, donde aún se recordaban los pogromos del Imperio Ruso y todavía estaba por llegar el Complot de los Médicos.
Ningún ruso me ha reprochado hasta ahora la persecución de los alemanes contra los judíos (Una mujer en Berlín)
Durante varios meses, el grito "¡que vienen los rusos!" se oyó de uno al otro confín de Europa, a veces con alegría, más frecuentemente con espanto. Con el ejército alemán en retirada, el avance soviético desde el este era imparable. Los rusos iban liberando ciudades, lo que en la jerga del ejército rojo quiere decir robar, saquear y violar salvajemente a toda mujer que se les pusiera por delante.
Una de estas atrocidades tuvo lugar en octubre de 1944, en Nemmersdorf (hoy, Mayakóvskoye), donde los soviéticos violaron y asesinaron a decenas de personas. Hubo matanzas mayores, pero pocas alcanzaron la crueldad de aquella, que posteriormente fue explotada por el Ministerio de Propaganda de Goebbels. Los testimonios hablan de víctimas crucificadas sobre la puerta del granero, y las fotos que no publico muestran niños con el cráneo reventado. Naturalmente, no todo el mundo acepta la veracidad de dichas fotos y testimonios. Pero en cualquier caso, fuera o no exagerada y aprovechada por Goebbels, la matanza ocurrió, y en no poca medida contribuyó a ella el célebre escritor y periodista Iliá Ehrenburg.
«Los alemanes no son seres humanos [...] No debemos hablar más. No debemos emocionarnos. Debemos matar. Si no has matado al menos un alemán en un día, has derrochado ese día [...] Si no puedes matarlo con una bala, mátalo con una bayoneta. Si tu sector del frente está tranquilo, o estás esperando para un gran ataque, mata un alemán mientras tanto. Si dejas un alemán vivo, él matará a un ruso, violará a una rusa. Si ya has matado a un alemán, mata a otro. Nada nos es más grato que un montón de cadáveres de alemanes. No cuentes los días. No cuentes los kilómetros. Cuenta solamente el número de alemanes que has matado. Mata al alemán, es lo que te pide tu abuela. Mata al alemán, es lo que te pide tu hijo. Mata al alemán, es lo que te pide tu patria. No lo olvides. No lo dejes pasar. Mata.»
Después del libro de MacDonogh, he leído Una mujer en Berlín, testimonio anónimo de la vida en el Berlín tomado por los rusos, hoy convertido en un clásico. Cuando se publicó por primera vez en Alemania, en 1959, el libro cosechó tan acerbas críticas que su autora se negó a publicarlo otra vez mientras viviera. ¿Y a qué se debían esas críticas? Pues a que el libro enfrentaba a la sociedad con uno (en realidad, varios) de sus grandes tabúes: las violaciones en masa que sufrieron las alemanas durante aquellas semanas, a raíz de las cuales se calcula que nacieron 150.000 y 200.000 bebés "rusos". Por si eso fuera poco, desafiaba dicho tabú con un tono no sólo desapasionado, sino a veces incluso humorístico. Añádase a ello que el anonimato de ese título (compárese, por ejemplo, con El Diario de Ana Frank) dejaba bien a las claras que no se trataba de una historia personal, sino de una tragedia colectiva. En 1959 apenas habían transcurrido quince años desde aquel horror. Quizá la sociedad alemana no estaba preparada para reconocer su parte de sufrimiento.
A pesar de todo, las tres estuvimos muy divertidas, nos fuimos superando una y otra vez en lo relativo a los chistes sobre violaciones (Una mujer en Berlín)
Abril de 1945. La Cancillería del Reich. Hitler ve cerca el fin.
Tras la cena desacostumbradamente opulenta me sentía apasionada y con ganas de travesuras. Pero por la noche me encontré de nuevo fría como el hielo en los brazos de Gerd. Me alegré cuando me dejó. Estoy echada a perder para el hombre (...) Si yo estaba de buen humor y me ponía a contar historias de las que nos tocó vivir durante las últimas semanas, entonces se montaba una buena, con muchas voces. Gerd: "Os habéis vuelto desvergonzadas como las perras, todas aquí en esta casa." (Una mujer en Berlín)
Pero el Ejército Rojo no se dedicó sólo a violar, sino que se entregaron a la rapiña a todos los niveles. Así, tras el paso de los rusos apenas quedó un reloj en Berlín, tanta era la fascinación que aquellos objetos causaban a los soldados. Lo mismo sucedió con gramófonos o bicicletas, que no habían montado nunca. Aparte de objetos de uso personal, también arrasaron con las camas de hospital y con los raíles del tren, así como con monumentos e industrias y, ya puestos, debieron de pensar, con científicos, a los que secuestraban por decenas y se llevaban a la URSS.
En Praga, ciudadanos alemanes obligados por la Guardia Revolucionaria a desmantelar las barricadas
Más civiles alemanes en tareas de reconstrucción
En un escenario político en el que la vileza está tan cerca de la heroicidad, uno de los personajes más interesantes es Edvard Beneš, el presidente de Checoslovaquia. Fue precisamente el gobierno en el exilio de Beneš quien organizó la Operación Antropoide, de la que hablábamos aquí. Dicha operación garantizaba a Beneš un merecido lugar en el Salón de la Fama de la Guerra. Lástima que luego decidiera estropearlo con sus vengativos decretos.
Ya vimos en HHhH cómo las gastaron los alemanes en Checoslovaquia. Por ello, es fácil entender que, al cambiar las tornas, la situación no se caracterizaría por una voluntad de reconciliación. "¡Ay, ay, ay, tres veces ay para los alemanes!, ¡vamos a liquidaros!", exclamó Beneš muy a lo Ehrenburg en una emisión de radio. De hecho, los Decretos de Beneš, que es como se conocen, resultan difícil de diferenciar de las Leyes Antijudías. Así, con el apoyo del Ejército Rojo y la vista gorda de los Aliados occidentales, se adoptaron medidas tales como las siguientes: los alemanes sólo podían salir a la calle en determinados momentos del día; estaban obligados a portar brazaletes blancos que, a veces, tenían estampada una "N", de la palabra checa Nemec, "alemán"; se les prohibía utilizar el transporte público o caminar por las aceras, y otras medidas por el estilo. Y, si una cosa ha demostrado la Historia, es que cuando estas decisiones están inscritas en un marco legal, las consecuencias prácticas son infinitamente más violentas.
"...Una mujer auxiliar de la Wehrmacht fue lapidada y ahorcada; otro miembro de la SS fue colgado de una farola por los pies y quemado. Muchos testigos dieron fe de cómo se colgó y quemó a alemanes como 'antorchas vivientes', y no sólo a soldados sino también a chicos y chicas jóvenes..."
Los Decretos venían acompañados del Programa de Kosice. En dicha ciudad, ya liberada por el ejército soviético, se trazaron algunas de las principales líneas políticas, económicas y sociales que determinarían el futuro del país. En líneas generales, este programa, elaborado por el Partido Comunista de Checoslovaquia y definido con la siniestra combinación de palabras "programa de revolución nacional y democrática", ponía al país de cara al este, de donde vendrían las instrucciones, las órdenes y, dos décadas más tarde, los tanques. Asimismo, subrayaba la culpa colectiva de los partidos de derechas, así como de las poblaciones alemana y húngara por la ocupación nazi de Checoslovaquia.
Alemanes a la espera de ser expulsador de Checoslovaquia. Esas esvásticas en la frente...
Algunas de las medidas del Programa de Kosice eran el establecimiento de un sistema político basado en el Frente Nacional del que se excluía a la oposición, restricciones a la propiedad privada, la desnaturalización de los ciudadanos alemanes y húngaros residentes en el país, y la formación del ejército checoslovaco sobre los principios del Ejército Rojo, con la introducción de oficiales de propaganda. Ahí es nada.
Alemanes de los Sudetes obligados a ver los cadáveres de mujeres judías que murieron de hambre.
Para hacernos una idea de la magnitud de las expulsiones y los desplazamientos, baste decir que para el año 1947 los americanos habían recibido casi un millón y medio de solicitudes de alemanes checos para asentarse en su zona, con otros casi 800.000 acogidos por la URSS. Huelga decir que, aparte del drama humano, las consecuencias económicas para el país fueron desastrosas. Mientras tanto, la minoría suaba era expulsada de Hungría, y Rumanía y Yugoslavia se deshacían también de sus ciudadanos alemanes.
El Castillo de Königsberg, en una foto anterior a la I Guerra Mundial
Con los desplazamientos de estos millones de ciudadanos, el mapa de Europa iba variando. Hoy la ciudad de Kaliningrado aparece en las noticias debido a la decisión de Lituania de aplicar sanciones a las mercancías rusas que pasen por su territorio. Y es que, si miráis el mapa, veréis que Kaliningrado es un enclave ruso que se encuentra entre Polonia y Lituania. Hasta 1945 se llamaba Königsberg, y había sido siempre una ciudad alemana. En aquel año fue destruida y anexionada por el Ejército Rojo, que a continuación utilizó a los civiles como mano de obra esclava antes de expulsarlos al año siguiente. También cayó Danzig, hoy Gdansk, si bien en este caso la ciudad fue reintegrada a Polonia, y sus ciudadanos varones de entre dieciséis y cincuenta y cinco años, enviados a trabajos forzados a la URSS.
Albert Pierrepoint, con cara de no haber ahorcado a nadie en su vida
El concepto de culpa colectiva, como vemos, condenó a millones de inocentes. Y los verdaderos culpables no siempre recibieron el castigo que merecieron. Sin embargo, sí se intentó al menos. Hubo sumarios, juicios y condenas, y hasta el día de hoy cualquiera que estuviera implicado en las atrocidades nazis ha corrido el riesgo de ser obligado a responder de sus actos (aquí una noticia del 28 de junio de este mismo año). Con aquellas sentencias se consiguió dar a la retribución un aspecto más parecido a la justicia que a la mera venganza. No obstante, dado que la mayoría de las ejecuciones se llevó a cabo por medio de la horca y no el fusilamiento, se hizo necesaria la participación de un verdugo. Entra entonces en escena Albert Pierrepoint, hijo y sobrino de verdugos, quien, hasta su nombramiento como verdugo oficial, había combinado el trabajo en su tienda de verduras con su actividad como verdugo asistente.
Tras la liberación del campo de Bergen-Belsen y el proceso a los oficiales, Pierrepoint fue enviado a Hamelin, donde ejecutó a once de los condenados a muerte. Entre ellos estaba la infame Irma Grese, también conocida como "La hiena de Auschwitz" o "La bestia bella". Más adelante, entre 1948 y 1949 Pierrepoint llegó a ejecutar a más de doscientas personas, aunque no tuvo el "privilegio" de encargarse de los condenados en Nuremberg. Por algún motivo, ese trabajo recayó en un verdugo americano que, por lo visto, era bastante menos eficaz en la tarea.
Después del Reich es una lectura apasionante, larga e intensa, pero en absoluto agotadora. Giles MacDonogh consigue con este libro eso tan difícil que es escribir para el experto en Historia, para el bloguero diletante, y para el lector que simplemente quiere complementar sus conocimientos de la Historia con el lado menos conocido de esta.