miércoles, 27 de marzo de 2013

De cómo Arnold Bennett sobrevivió al tiempo

Como buen licenciado en filología inglesa, jamás había oído hablar de Arnold Bennett. Por eso, cuando Elena me invitó a participar en el Arnold Bennett Bloggers Assembly, pensé que se había hecho un lío y que había confundido Matthew Arnold con Alan Bennett. No tardé en salir de mi habitual inopia y descubrir que Bennett fue, en su día, el escritor más famoso del mundo (BBC dixit). Y sin embargo, tras haber leído tres de sus obras (breves ensayos tan sencillos como intresantes), no dejo de tener la sensación de que Bennett no encajó del todo en su época. O quizá sí, y donde no encajó fue en la literatura de su época. Que no es lo mismo.

Pero empecemos, por qué no, por el retrato del hombre a quien tantos acabamos, como quien dice, de descubrir.

El gesto de las manos, así como los hombros ligeramente alzados en una postura un tanto forzada, nos muestran a un hombre que quiere estar orgulloso de lo que ha conseguido. El rostro, sin embargo, me revela a alguien que no acaba de tomarse demasiado en serio, como si esa mejilla derecha, que en casi todas las fotos aparece levemente inflamada, ocultara una postura "tongue in cheek", es decir, de broma. Bien pudiera ser que, apasionado lector como era de Marco Aurelio, a la hora de posar fuera consciente de que "un instante más, y habrás olvidado todo; otro, y todos te habrán olvidado". Así, el conjunto parece decir "me olvidarán por mucho tiempo, sí, pero un día, no tan lejano, un admirable grupo de blogueros organizarán un encuentro para homenajearme."

Y cuánta razón tenía. Porque vaya si cayó en el olvido. Y el homenaje ya rueda.

Bennett era, para qué negarlo, un hombre chapado a la antigua (intentemos olvidar por un momento las connotaciones negativas de la expresión), por lo menos en lo que respecta a la literatura. De ello lo acusaba Virginia Woolf, que lo definía como uno de "la vieja guardia" (y qué cercanas nos parecen esas rencillas y descalificaciones, ¿verdad?). Y la verdad es que, atendiendo a las recomendaciones de Bennett en su El gusto literario: cómo formarlo, uno entiende de dónde venía el término con que doña Virginia se refería a Bennett. Aquí lo tenemos dirigiéndose a lector (en mi traducción):

Sólo tiene usted una restricción. Debe empezar con un reconocido clásico y evitar las obras modernas. 

No obstante, continúa:

El motivo de ello no implica un menosprecio de la época actual en beneficio de los tiempos pasados. De hecho, es importante, si en última instancia desea adquirir un gusto amplio y católico, prevenirse contra la opinión, demasiado extendida, de que nada moderno llegará jamás a ser comparable a los clásicos.

A modo de observación, señalaré que uno nunca deja de aprender la lengua inglesa, y descubre que "catholic", aparte de papista, significa, referido a una persona, "de amplios gustos e intereses".

Elizabeth Barrett Browning

A continuación recomienda a sus aspirantes a lectores con gusto que empiecen a formarse el mismo con poesía narrativa, en concreto con Aurora Leigh, de Elizabeth Barrett Browning, ya que, aduce, es una novela "mejor que cualquiera de las escritas por Charlotte Brontë o George Eliot". Bennett era un hombre de juicios contundentes.

Aparte de no ser del gusto de la Woolf, Bennett no acababa de apreciar una obra tan (aparentemente) demoledora para todo aquel mundo clásico como fue el Ulysses de Joyce, del que, pese a apreciar algunos de sus fragmentos, dijo que cualquiera podría escribir sobre:

"el día más diario posible", si se contaba con "suficiente tiempo, papel, capricho infantil y obstinación".

Para ser justos, hubo quien las dijo mayores sobre Ulysses.

Y así, intentando adoptar el estilo de nuestro homenajeado, creo haberle demostrado, apreciado lector, que no había un ápice de exageración en mi anterior afirmación al respecto de la antigüedad de la chapa de Mr Bennett. Y a estas alturas, '¿Cómo?', estará usted preguntándose sin duda, '¿acaso está usted criticando al autor que, según nos habían conducido a pensar, había de recomendarnos encarecidamente?' Y su impaciencia ante tamaña aparente contradicción estará perfectamente justificada. Pues es de rigor admitir que quizá debiera haber comenzado advirtiendo que en esa chapa tan antigua precisamente radica todo el encanto y una parte nada despreciable del valor literario del señor Bennett. De todos es sabido que 'anticuado' y 'clásico' son dos caras de la misma moneda, y nuestro héroe parece así ofrecer una de ellas a Mrs Woolf y su nueva guardia, y otra al lector contemporáneo.

Epícteto, autor de cabecera de Bennett

Efetivamente, el estilo de Bennett, quizá debido a la "convicción de su clasicismo" se revela hoy irresistiblemente moderno. Se trata de un estilo victorianamente refinado, bajo el que es evidente un tono sincero a la vez que irónico, que no deja de recordarnos a su admirado Thomas de Quincey, incluido, cómo no, en su lista de "Escritores en prosa: no imaginativos" (es decir, no ficción), imprescindibles para formarse un buen gusto literario. Uno se pregunta, no obstante, cuáles serían los motivos para omitir de esa lista, "creo que justificadamente", a Oscar Wilde, y relegarlo al nivel de Richard Jebb, Stirling Maxwell o P.G.Hamerton. Cuánta razón tiene Bennett en La máquina humana al achacar a la pasión la mayor parte de los errores del ser humano.

La pasión (el corazón) es responsable de todos los crímenes. 

Porque es sin duda la pasión por la literatura lo que lleva al autor a emitir juicios que hoy (qué fácil) sabemos erróneos.

La fama de los autores clásicos la crean, originalmente, y la mantienen unos pocos apasionados (...) y es gracias a estos pocos apasionados que el renombre del genio literario se mantiene vivo de una generación a otra. Nunca dejan de trabajar. Siempre están redescubriendo el genio.

Wilde no lo era

Creo que no me equivoco si digo que muchos, al leer obras como El gusto literario o Cómo vivir con 24 horas al día, han pensado en los libros de autoayuda que hoy proliferan por los escaparates de las librerías. También creo que no soy el único que considera dichas obras (las de autoayuda) el paradigma de la infraliteratura, que no sólo parten de una premisa tan idiota como la de "léeme y verás cómo te autoayudo", sino que además están escritos en un estilo empalagoso, cuando no sencillamente cursi. También los editores contemporáneos han querido ver en Bennett una especie de profeta del autoayudismo y le han infligido portadas como ésta:


tan llenas de espiritualidad que son para salir huyendo.

Personalmente, yo no veo en ellas ni rastro de auténtico autoayudismo. Ni hoy ni entonces. En primer lugar (y disculpad el rápido y superficial resumen de estas tres obras), Cómo vivir..., por ejemplo, se me antoja mucho más una reflexión sobre el papel de la cultura en una sociedad en la que cada vez eran más los ciudadanos que tenían un trabajo de oficina de 9 a 5, es decir, gente con medios, tiempo libre, y acceso a una cultura que antaño sólo estaba al alcance de la aristocracia, que un catálogo de consejos para aprovechar mejor el tiempo. El tema principal de la obra, pues, sería en qué medida puede "la cultura", sea lo que sea lo que entendamos por ella, contribuir a la plena realización del ser humano. Curiosamente, Bennett parece contradecir en esta obra la premisa principal de El gusto literario:

No es un crimen no amar la literatura. No es señal de imbecilidad. Los mandarines de la literatura ordenan la ejecución inmediata del desgraciado individuo que no comprende, por ejemplo, la influencia de Wordsworth sobre Tennyson. Pero al hacerlo, pecan de insolentes. ¿Qué dirían, me pregunto, si se les pidiera que explicaran las influencias de Chaikovski en la Sinfonía Patética? (Cómo vivir con 24 horas al día)

Haciendo cola para el teatro. Londres a principios del s. XX

Por su parte, El gusto literario se aleja de la corriente de autoayuda en el hecho de que, como se dice en inglés, el autor predica a los conversos. Estoy bastante convencido de que Bennett, al escribir este libro, que no es sino una reflexión sobre por qué leemos, pensaba en sus lectores como amantes de la literatura con un gusto ya bastante... ¿refinado? ¿o, por el contrario, católico?, y era consciente de que sólo algún que otro despistado buscaría en este libro ayuda para llenar sus estanterías. 


Finalmente, La máquina humana desarrolla algunas ideas apuntadas en Cómo vivir..., y se revela como una obra profundamente humanista en un tiempo en que el dinero se había convertido en el centro del universo. Hablamos de 1925, apenas unos años después de la mayor conflagración que el mundo había conocido, y cuatro antes del trágico final de aquella época de falsa abundancia.

Los hombres se interesan por cualquier criatura mortal salvo ellos mismos. Tienen la costumbre de no sentir el debido aprecio por sí mismos, y esa costumbre es responsable del noventa por ciento del aburrimiento y la desesperanza que hay en el planeta.

Pocas cosas me sorprenderían menos, en la vida social, que la aparición de algún movimiento anti-lujo, la formación de una liga o asociación entre la clase media (el único lugar en que abunda el intelecto), cuyos miembros se aliarían para elevarse por encima de las grandes, tontas, feas, banales y tediosas actividades relacionadas con el lujo.

Es fácil, al leer a Bennett, olvidar que leemos obras escritas hace un siglo. La marca del clásico.

sábado, 16 de marzo de 2013

Historia, de Heródoto

Así como hay un padre de la física, de la novia, de la patria y de la constitución, existió una vez el padre de la historia. 

"Desde Heródoto hay historia. Pues historia no significa recuerdo, no significa saber algo acerca de los antepasados, no sgnifica leyenda, no significa monumento; historia significa ser consciente de un presente condicionado por una nación, significa aveirguar un pasado de estructura idéntica al presente, recuperarlo y clasificarlo. Pertenece a la historia la polaridad entre la nación  propia y la extranjera, entre el presente y el pasado, el enlace del principio con el final". 

 Estas palabras de Karl Reinhardt, citadas en la introducción de esta edición de Cátedra, son lo bastante elocuentes como para no extenderse mucho más sobre la relevancia de la obra de Heródoto de Halicarnaso. Así que, en ese aspecto, seré breve.

El Bennu egipcio, origen del Fénix griego

En el siglo V a. de C., cuando vivió Heródoto, quedaban ya muy atrás Homero y Hesíodo, la leyenda y el mito. "Heródoto ha depuesto la función poética del artista y ha asumido la responsabilidad del investigador. Y lo hace para que se conozcan las causas (de la hostilidad entre griegos y persas.)" Naturalmente, nadie sería tan ingenuo como para dar por supuesto que la Historia no incurre en fabulaciones, mitos o falsedades. Pero el enfoque, como indica Manuel Batasch con sus palabras, sí ha dejado de ser el de un poeta. "Heródoto (...) no nos comunica nada que él mismo no haya visto personalmente o que no sepa por testigos que él cree fidedignos." Como ejemplo, sus palabras sobre el ave fénix:

Yo la he visto solamente en pinturas, pues acude a ellos muy de tarde en tarde, sólo cada quinientos años, según dicen los de Heliópolis. (...) De esta ave cuentan, pero yo soy incapaz de creérmelo, que hace lo siguiente...

Una de las mayores dificultades, ¿o debería decir virtudes?, al leer la Historia es que Heródoto no nos indica cuándo viene "lo importante", así como tampoco señala de manera clara el fin de sus larguísimas digresiones. Por eso, lo que se convierte en un serio obstáculo para el estudiante que quiera encontrar y marcar con rotulador fosforito los párrafos que entrarán en el examen, se convierte para el lector diletante en una invitación a, sencillamente, relajarse y disfrutar de cientos de historias, algunas verídicas, otras inverosímiles, muchas brutales, todas apasionantes.

La aldea global de Heródoto

La Historia está dividida en nueve libros, cada uno con el nombre de una de las nueve musas. Esta división, no obstante, no fue idea de Heródoto, sino que la hizo posteriormente una mano inocente. Es una división que parece atender a razones de extensión, y como nueve eran las musas, nueve son los libros. De hecho, en líneas muy generales, la Historia da la impresión de constar de dos grandes partes: en la primera, centrada en los reinados de Ciro, Cambises y Darío, se producen constantes e impagables digresiones acerca de la geografía y la cultura de Asiria, Egipto, India, Arabia. La segunda parte, que cubre sobre todo el reinado de Jerjes, está centrada en las Guerras Médicas, entre el Imperio Aqueménida de los persas y las ciudades-estado del mundo helénico, así como en las alianzas, traiciones y yanoteajuntos con que se desayunaban cada día los griegos.

El mercado babilonio de mujeres, de Edwin Long

Las experiencias del empedernido viajero, las historias y leyendas que oye se funden con las observaciones antropológicas a lo largo del libro en un apasionante muestrario de costumbres, rarezas, leyendas y geografía. Se nos presentan como los "logos", por lo que tenemos capítulos dedicados a "El logos persa", egipcio o babilonio, entre otros. Un curioso ejemplo del logos babilonio y su concepto de la hospitalidad:

La costumbre más vergonzosa de los babilonios es ésta: toda mujer hija del país debe sentarse en el templo de Afrodita y entregarse una vez al año a un hombre extranjero (...) Entre las mujeres hay unos pasillos rectos en todas direcciones;los extranjeros circulan por ellos y hacen su elección. Cuando una mujer se sienta allí, no puede regresar  a su casa sin que un extranjero le haya puesto dinero en las rodillas y se hayan acostado fuera del santuario. Cuando él le ha colocado el dinero, sólo debe decir esto: "Invoco a la diosa Milita". Porque los asirios llaman Milita a Afrodita.

¡Eso te enseñará!

Uno de los episodios más conocidos es el paso del Helesponto, de más de un kilómetro, por Jerjes y sus tropas, operación cuyas dificultades técnicas podemos imaginar. El paso se hizo a través de un puente construido a base de balsas que los fenicios enlzaban con cables de esparto, y los egipcios con cables de papiro. Pero Jerjes no había mandado a sus zapadores a luchar contra los elementos, por lo que

... cuando el paso estaba ya tendido sobrevino una gran tormenta que lo desarmó todo y lo echó a perder. Jerjes se enteró, lo llevó muy a mal y mandó castigar al Helesponto con trescientos azotes y arrojar al mar abierto un par de grilletes. También oí decir que incluso llegó a mandar gente a que marcara el Helesponto con hierro candente.

Naturalmente, de paso, mandó decapitar a los zapadores.
Aquí, no obstante, es posible que Heródoto se excediera en su rechazo del mito, y lo que se nos presenta como una absurda rabieta fuera quizá un acto ritual.

La tumba de Ciro el Grande, en Qajar

Aunque este episodio pueda resultar grotesco, no era un caso único entre los persas, pues antes Ciro la había tomado con el río Gindes, que se había tragado a uno de sus caballos.

Ciro se enojó contra el río que lo había tratado con tanta soberbia, y lo amenazó con hacerlo tan débil que en adelante incluso las mujeres lo cruzarían fácilmente sin mojarse las rodillas...


Darío I de Persia

Entre las incontables historias que nos cuenta la Historia (¡un sinónimo, por favor!), está la grande, la de Darío, Ciro y compañía, los Trescientos, el puente sobre el Bósforo, Salamina, las Termópilas y, por otro lado, las pequeñas, las que tanto le gustan a este cotilla amante de la anécota. La mayoría de estas pequeñas historias, dignas de portadas de El Caso, están protagonizadas por personajes casi anónimos, de los que apenas se sabe más que los sensacionales titulares. Ahí está, por ejemplo, Hermotimo, quien, según Heródoto,

es, de entre todos los hombres que conocemos, el que ha tomado la venganza más cruel de una injuria.

Hermotimo cayó prisionero del enemigo, y fue comprado como esclavo por Panionio de Quíos, quien lo mandó castrar para venderlo por un precio mayor. Hemotimo llegó a ser uno de los hombres de confianza de Jerjes. Un buen día, cuando el ejército de Jerjes marchaba contra Atenas, Hemotimo se encontró con su antiguo dueño, al que, sibilinamente, le agradeció la gran vida que le había proporcionado, y le engatusó para que se trasladara con su familia cerca de él. Una vez los tuvo a todos a su merced, obligó a Panionio a castrar a sus cuatro hijos, y a éstos a hacer lo propio con su padre.

La infancia de Ciro, de Sebastiano Ricci

Entre las "grandes" historias, esta la de la infancia de Ciro. La historia de este venerado rey enlaza con las grandes leyendas de niños de origen noble abandonados a su suerte, y cuyo destino ha de dar un rodeo para sortear la furia de un rey temeroso de perder su poder. En este caso, el rey era Astiages, que  tuvo un sueño en el que:

... de las partes de su hija nacía una vid que cubría toda el Asia. Tuvo, pues, esta visión, la trasladó a los expertos en oniromancia [quienes le declaron que] el hijo que iba a tener su hija le suplantaría en el reino.

Aterrorizado ante la posibilidad de que su propio nieto le sucediera en el reino (¡dónde vamos a ir a parar!), Astiages encargó a su pariente Harpago que se deshiciera de la criatura. Éste le prometió que así lo haría:

... pero cuando le entregaron el niño de pecho, que llevaba puesta toda su ropita, destinado a la muerte, rompió a llorar.

Incapaz de cometer aquel crimen, pero también de traicionar a su señor, Hartago decidió pasarle el marrón a uno de los hombres de Artiages. El elegido fue Mitridates, uno de los boyeros del rey. Cuando Mitridates destapó al niño ante su mujer y le reveló su misión, ésta rompió en sollozos, se abrazó a las rodillas de su marido, y le imploró que no lo hiciera, a lo que Mitridates respondió que tenía la orden de mostrar a Harpago el cadáver del niño muerto. Pero a grandes problemas, grandes soluciones. Dijo la mujer de Mitridates:

Ya que no logro convencerte de que no expongas al niño, tú haz lo siguiente: si no hay modo de evitar que lo inspeccionen expuesto, también yo he parido, pero he parido un hijo muerto. Llévatelo y expónlo.

Y así se hizo. El futuro rey fue creciendo, y un buen día, jugando con otros niños, mostró sus inconfundibles orígenes reales:

... y este muchacho ordenó a unos edificar viviendas, a otros que le fueran alabarderos, a otro de ellos le nombró "ojo del rey"...

Sucedió lo inevitable, y así nos encontramos a Astiages frente a su nieto:

Astiages comenzó a reconocerle. Le pareció que los rasgos de su fisonomía tiraban a los suyos, y que la respuesta era muy propia de un hombre libre.

Al final, Mitridates confesó, Harpago confesó, y Astiages aparentó perdonar a Harpago:

Ya que el destino ha girado esto para bien, tú manda a tu hijo como amigo a este recién llegado y disponte a acompañarme en un banquete que por el muchacho quiero ofrecer...

¿Sigo?

A Astiages mismo y a los demás les fueron servidas mesas con tajadas de carnero, pero a Harpago le sirvieron las carnes de su hijo, a excepción de la cabeza, las manos y los pies, que conservaban aparte, en un cesto tapado...

Leónidas en las Termópilas, de Jacques-Louis David

Como vemos, a ninguna de las incontables historias del libro le falta el final macabro. Algunas, además, rozan la farsa. La de Ferón es una de las más pintorescas. Hijo del rey Sesostris, Ferón fue víctima de esa ira contra las aguas tan propia de los persas. Así, tras una inundación que arrasó los cultivos, Ferón, presa de un ataque de locura, tomó una lanza y la arrojó contra los remolinos del río. E inmediatamente enfermó de los ojos y quedó ciego.

Llevaba ya diez años de ceguera, y en el onceno le llegó un oráculo procedente de la ciudad de Buto: para él el tiempo del castigo ya había transcurrido y recobraría la vista cuando se hubiera lavado los ojos con la orina de una mujer que hubiera tenido comercio sexual sólo con su marido, y que no hubiera tenido experiencias con ningún otro hombre. Y la primera prueba él la hizo con su propia mujer. Luego, como no recuperó la vista, fue probando sucesivamente.

Y como el que la sigue, la consigue, al final, Ferón encontró una mujer con un pipí milagroso. Se casó con ella, qué menos. A todas las demás, las hizo quemar vivas.

Los lanceros de Jerjes se disponen a cumplir las órdenes de Amastris, grabado de Caspar Luyken

Otra historia inmortal, la de Masistes, tiene los ingredientes de un auténtico drama shakesperiano. Masistes era hermano de Jerjes y sátrapa de Bactria. Jerjes se encaprichó de su cuñada (cuyo nombre no ha pasado a la historia), y para estar más cerca de ella hizo casar a su hijo Darío con su sobrina Artaínta, hija de Masistes. Sin embargo, lo que son las cosas, al tener a su nuera en casa, su pasión cambió de objeto, y acabó pegándosela a su propio hijo. La mujer de Jerjes, Amastris, se enteró de ello cuando vio a Ataínta llevando un manto que ella había tejido para Jerjes (¿Otelo y el pañuelo?). Amastris, curiosamente, no la tomó contra Ataínta, sino contra la mujer de Masistes, a la que consideraba instigadora de aquella infidelidad, y en venganza

le hizo rebanar los pechos y los arrojó a los perros, le hizo arrancar la nariz, los oídos, los labios y la lengua, y así mutilada la remitió a su casa.

"¡Aliados! El rey Jerjes os permite que aquel de vosotros que lo desee abandone su puesto y vaya a comprobar cómo pelea contra aquellos insensatos que creyeron que lograrían superar su poder". (...) Trasladados a la otra orilla lo contemplaron paseándose entre los muertos.

Soy consciente de mi incapacidad para ofrecer una visión algo más global de la obra. Quizá debería, por ejemplo, intentar hacer una comparación entre la historia tal y como nos la cuenta Heródoto y el mundo según Tucídides, el otro gran padre de la historiografía, y cuya Historia de la Guerra del Peloponeso es, probablemente, más fiel en su relato de los hechos, pero, desde luego, muchísimo menos amena.
O quizá debería tratar de ofrecer un retrato, si bien muy general, de la historia de aquellos reyes persas, desde Ciro hasta Jerjes. O centrarme en aquella fallida invasión de Grecia por parte del Imperio Persa, tema central del libro y que marcó el curso de la historia (o no, porque poco parecieron aprender de la némesis persa Napoleón, Hitler y otros iluminados a los que se les subió el imperio a la cabeza). Pero confieso que ha sido, ante todo, la interminable cantidad de pequeñas historias, con sus digresiones, sus leyendas y el estilo tan sencillo del autor lo que me ha cautivado.

Heródoto cuenta la Batalla de Maratón

Se pueden hacer muchas cosas con los clásicos: resumirlos, adaptarlos, analizarlos, descuartizarlos. Lo que hace Manuel Batasch en esta maravillosa edición de Cátedra es personalizarlo, y así, aparte de una excelente introducción, nos regala unas notas a pie de página que no tienen desperdicio. No son las notas de un erudito intentando iluminarnos, sino las de un viejo profesor que, en sus ratos libres, nos da clases particulares y, sentado en un sillón al lado del fuego, nos revela, entre batallitas, aquello que nunca explica en clase.
La pasión con que Batasch trabaja en esta edición es contagiosa, y da gusto encontrarse con notas a pie de página tales como:

"Todo esto es nuclearmente cristiano; maravilla encontrarlo aquí".

En otras ocasiones, no puede reprimir unos entusiastas signos de admiración.
Una de las tesis de Batasch es que la Historia prefigura en muchos aspectos el Nuevo Testamento, y nos ilumina continuamente al respecto. En otras ocasiones, nos lleva del Peloponeso a Soria, como cuando a la frase

Es natural que gentes dominadoras actúen así.

le añade una nota referente a Machado. En suma, una de esas felicísimas ocasiones en que a una obra colosal y cautivadora de principio a fin se le une la edición de un erudito hecha con apasionado placer.
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